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Literatura del siglo XX.

Curso 2020
Situación 07, “Catástrofe y Espera”
Clase 1.

Buenas. Mi nombre es Miguel Rosetti. Empecé dar clases en la materia en 2011,


aunque, en rigor, comencé a trabajar con Daniel y el resto de mis compañers
dos años antes, como adscripto. En 2010 participé en una prueba piloto para
llevar adelante una comisión virtual de prácticos que, creo, sirvió de
antecedente para la emergencia actual. Sin embargo, mi relación imaginaria
con la cátedra es bastante anterior, por lo menos, vuelve al 2003, el annus
mirabilis, en que se terminó de dar forma su composición actual. Aquel año
Laura y Diego empezaban a dar clases en Siglo XX, yo cursé la materia como
alumno. Con ambs he compartido trabajos, viajes, cenas. Fueron siempre muy
generosos conmigo. Recuerdo que el primer día, el de la inscripción de
prácticos, todos los integrantes de la cátedra se reían. No se ponían de acuerdo
si Felice, el nombre de la primera noviecita de Kafka, se pronunciaba a la
italiana o a la alemana. No sé si al día de hoy está saldado ese tema. Max, que
se inclinaba por la versión fricativa, fue mi docente de comisión. Gracias a su
amabilidad Daniel me invitó a trabajar con la cátedra cuando entregué mi
monografía, práctica obligatoria aquel entonces que veremos si vuelve este
año. Max parecía que daba clases hace siglos, pero después supe que estaba en
sus primeros años como docente de la materia, hoy es mi amigo. También lo es
Valentín: por aquella época, Daniel solía invitar a los adscripts a que
presentaran su investigación en el marco ordálico de un teórico. En el contexto
del curso de aquel año, “escrituras del yo” (un programa confeccionado a partir
de géneros íntimos), Valentín dio incólume una clase de dos horas de la relación
de contemporaneidad entre George Bataille y Walter Benjamin. Por suerte ese
hábito cayó en desgracia y yo no pasé por ese trance. Aún así, como adscripto,
fui a presenciar clases de todos mis compañers. Paula dio una clase genial sobre
Malcom Lowry, Claudia recitaba los manifiestos de vanguardia de memoria a
alta velocidad, y Marcela dio el Crack-up de Fitzgerald e inmediatamente se
convirtió en uno de mis textos más queridos. En fin, el trabajo en esta materia
siempre me resultó, gracias a la capacidad de Daniel de portar el entusiasmo y
contagiarlo, una máquina de guerra contra la acedia claustral.
Acedia y claustro seguramente sean dos imaginemas que orbiten
alrededor de nuestro tema de las clases de esta semana: Samuel Beckett.
Decíamos, Beckett esta en el medio del siglo. Lo vivió completo (de 1906 a
1989) y pocs autors modulan el siglo con la precisión con que Beckett lo hace.
De este modo, Beckett también puede ser un pretexto del siglo: un punto en
que buena parte de sus tensiones se pueden ver expuestas con cierta nitidez y,
por lo tanto, también una buena ocasión para repasarlo. Beckett está el medio
de siglo, pero además, está en el medio de nuestro curso, justo antes del
examen.
Decíamos el siglo xx ha tenido lugar. Milner, pero también Badiou,
escriben interrogando ese deseo finisecular de olvidar el siglo XX, escriben
contra el llamado a archivar el siglo XX: ordenarlo, estabilizarlo, administrarlo.
En suma, separarlo del presente para encomendárselo a sus custodios, saturado
con las voces de sus víctimas, envuelto con la prosa periodística de los
opinólogos, abandonado en su moralización: el siglo del mal. Y como señala
Badiou, cualquier escatología del mal esconde un mecanismo de absolución,
una teodicea encubierta por el que en el mejor de los mundos posibles, el mal
equivale al no-ser, y por lo tanto a lo no pensable, lo no existente.
En este marco es que les propusimos una teoría arqueológica del archivo,
que permite su puesta en marcha, el movimiento de los fragmentos, las
singularidades, sus excesos y extractos. El archivo no coincide con la historia –
ideal del archivo convencional-, sino que es su condición de posibilidad y por lo
tanto es un espacio pretaxonómico, donde todavía no están los nombres
asignados. A estas operaciones desclasificatorias pudimos inscribirlos en una
práctica conjetural: el anarchivismo y decidimos aplicarla a nuestro propio
archivo, al archivo de los programas dictados durante los últimos treinta años.
Seguimos así el modo en que nuestro objeto de estudio se fue deformando, los
efectos de la distancia, el pasaje de lo actual a lo contemporáneo, de lo
contemporáneo a lo anacrónico. Hicimos, incluso, una grilla estadística de
autors dads. Clalculamos quién es el autor que más dimos (Kafka), el porcentaje
de mujeres (circa 17%), la cantidad de alemans, francess, italians, españols,
norteameicans, etc... Es decir, nos idiotizamos también con nuestro propio
acervo. (Por eso Beckett brilla en el medio: Krapp es el idiota del archivo,
jugando inútilmente a buscar el sentido).
En todo caso, la intervención de nuestro propio archivo, no era sino un
modo de ver relación abierta entre el pasado y el presente. En esta línea, las
lecciones y urgencias de la contingencia no solo nos obligaron a readaptar
nuestra pedagogía, sino que de golpe, encontramos a nuestro objeto en estado
práctico: vimos que el presente incluye las potencias del siglo. En el transcurso
de tres meses tuvimos una experiencia siglo xx compacto: un crack bursátil a
la altura del crack del 29, una crisis de petróleo peor que la del 73, el conteo
estadístico de víctimas y la imagen de las fosas comunes, el lanzamiento de un
cohete (¿y el reinicio de la carrera espacial?), la revuelta americana, el léxico
de la guerra fría, la paranoia anticomunista, el estado de bienestar. En fin. La
ratio del archivo deliró al punto que pudimos preguntarnos, no sin cierto
asombro, ¿y si estuvimos equivocados? ¿y si el siglo no terminó? Pero terminó,
¿no? Démonos paz epistemológica, por ahora.
En todo caso, se trató de evaluar esas potencias del siglo en nuestros
grandes éxitos y el modo que se proyectan, éticamente, en el presente. Las
hipótesis de larga data de Giorgio Agamben (y su fulgurante aparición en la
escena pública) dieron cuenta de esa tensión. El lager como el nomos de lo
moderno, los hombres abandonados por la ley, expuestos a la catástrofe, el
estado de excepción normalizado. Paul Celan, dijimos, poeta y testigo, cifraba
el dictum en el lenguaje de la poesía, vuelta otra cosa. El estado de excepción
es también un estado de la lengua. Quiebre de la sintaxis, elisión por
sustracción o exceso de la deixis, aproximar el decir al tocar, sacrificando la
inteligibiladad, una lengua rota, hermética y rítmica. Todo un conjunto de
sintagmas que, si leyeron los dos poemas de Beckett con los que trabajaremos,
sintonizan la misma frecuencia.
En rigor, Celan y Beckett se conocían, digo, se leían. En la bibliorteca de
Celan están todas los textos de Beckett, sorprendentemente intactos para un
subrayador compulsivo como el poeta rumano. Celan daba a traducir al alemán
a sus alumnos del École Normale Supérieure fragmentos del El Innombrable. En
efecto, dieron clases en esa misma institución, compartieron extranjería en
París, y vivieron dramas similares con la lengua materna (con opciones,
diremos, distintas y fundamentales). En la billetera de Celan, cuando murió,
encontraron dos entradas para Esperando a Godot. La función era anterior a su
suicidio, decidió no ir. No era la primera vez que Celan esquivaba a Beckett.
Poco tiempo antes, un amigo común, el poeta Franz Wurm, lo incita a visitarlo,
pero se rehúsa. Sería poco cortés caerle sin aviso. Al regreso, Wurm le envía
saludos de Beckett. Al parecer Celan le contestó: “Él es probablemente la única
persona con la que hubiera podido entenderme aquí”.
Esta relación Beckett-Celan, sin embargo, sobrepasa el anecdotario
trunco de sus encuentros. Ya pasamos por acá, pero bien haríamos en retornar.
Adorno planteaba:
La poesía de la naturaleza es anacrónica no sólo debido a su tema: su contenido
de verdad ha desaparecido. Esto puede ayudar a explicar el aspecto anorganico
de la poesía de Beckett y Celan. (pág. 359)

Toda la Teoría Estética de Adorno, a quien volveremos, puede leerse a la luz


del hermetismo de Beckett y Celan, como un comentario a la obra de ambos,
así como la célebre frase: “No se puede escribir poesía después de Auschwitz”.
En todo caso, aclaremos, Adorno habla de la Lyric, no de la Poesie. Eso que el
fragmento traduce como poesía natural, un tipo de discurso en armonía con el
mundo, una retórica de la correspondencia natural. El siglo XX es el desarreglo
de esa consonancia, un principio de desorden (de la experiencia, de los gestos,
de la lengua). Sin embargo, podríamos alejarnos de los efectos perniciosos de
literalizar la frase adorniana. La política concentracionaria no es la causa de la
crisis de la poesía, es apenas un signo visible, el elemento fuera de serie que
hace ostensible la serie. Lo leyeron gracias a Laura. Von Hofmannsthal, Ein
Brief. La fractura entre el sujeto que escribe y el objeto de su escritura,
redactando, a su modo y con palabras de otro tiempo, una suerte de tratado
de epistemología literaria (de ahí sus interlocutores, sus contenidos, sus crisis)
va más atrás en el siglo. Así el diagrama constelativo del archivo adquiere
forma: Rilke (por la vía del éxtasis), Trakl (por la vía del sacrificio), Brecht (por
la vía del anacronismo), Artaud (por la vía de la destrucción), Celan (por la vía
del hermetismo) responden a esa crisis de organicidad de lenguaje lírico del
siglo XX. ¿Cuál es entonces la vía de Beckett? El agotamiento, el abandono, la
espera, el vacío…
Para medir el alcance y la consistencia de su respuesta, decidimos darles
a leer dos puntos de la obra de Beckett, su primer poema y el último.
Horoscóputa (“Whoroscope”) fue escrito en 1930, Beckett tenía 24 años. El
único texto literario que había publicado antes era la pieza en prosa, Asunción
(“Assumption”), un año antes y dos ensayos. Apenas unos años antes había
terminado sus estudios en el Trinity College de Dublin (1923-1927), una
institución de elite irlandesa, donde se licenció en filología moderna. Hoy la
habitación que ocupó durante su estadía en el College conserva su nombre y
está justo frente a las canchas de tenis. Al parecer, además de un brillante
estudiantes de idiomas, Beckett era un gran deportista. También la sala de
teatro lleva su nombre. Sin embargo, Beckett huyó del Trinity apenas pudo, en
cuanto obtuvo un puesto de profesor de literatura inglesa en ENS de París.
Volvería en 1930, pero tampoco no se mantendría más de un año allí. En París
había conocido a James Joyce, se convirtió en su secretario, enamoró a su hija,
investigó para la escritura del Finnegan´s Wake, quiso literalmente llenar su
zapatos: nunca más volvió a la docencia y se dedicó a viajar y escribir. En 1931,
publicó Proust, trabajo que ustedes leerán cuando lleguemos a La Recherche,
pero del que diremos algunas líneas de pertinencia para los textos que
abordamos.
Este período de formación está signado por la “cuestión irlandesa”. Podríamos
pensar algo del orden de un siglo irlandés (Wilde, Yeats, Joyce, Beckett) que
bien podría girar alrededor de la siguiente paradoja: ¿cómo salir ileso del
crimen colonialista (escribir en inglés), sin cometer crimen nacionalista
(escribir el gaélico)? ¿Violar la comunidad tradicional o negar la autonomía del
individuo? Preguntas similares a las kafkianas. Irlanda fue el primer pueblo
moderno en descolonizarse en el siglo XX, convirtiéndose en un laboratorio
estético político de gran intensidad. El trilema: o asimilarse al centro imperial
(escribir en inglés para los ingleses), o inscribirse en la estela de los
acontecimientos de 1916, el alzamiento independentista de Sinn Fèin, una elite
modernizadora que buscó destruir la imagen estereotipada de Irlanda inventada
por los ingleses (una isla de duendes y borrachos) a partir de una recuperación
de la tradición cristiana gaélica o continuar inventando una Irlanda híbrida
desde la perspectiva de la diáspora, del expatriado: una tradición de enorme
vitalidad tras las hambrunas de 1845, que Beckett lleva a su extenuación.
Establecer con Irlanda una relación de exterioridad, sin asimilarse. Irse del
inglés (su lengua materna de los afectos, pero también del verdugo), sin volver
a las pasiones primordialistas de un nacionalismo comunitario ni desembocar
en el esnobismo francófilo. No obstante, esto sucederá recién en la década del
cuarenta. Antes de instalarse en París, donde sería apuñalado, Beckett vive en
Londres y en Berlín. Víctima de la ansiedad, palpitaciones y ataques de pánico,
pasa el tiempo piscoanalizándose con el renombrado piscoanalista inglés
Wilfred Bion. Recae cada vez que vuelve a Dublin a casa de su madre. En este
tiempo escribe un grupo de relatos (More Pricks Than Kicks), algunos poemas
(Echo-s Bone) y dos novelas. De todo ello, solo publica Murphy, la otra Dream
of Fair to Middling Women recién se publica póstumamente. Sin embargo, tal
vez el documento más importante de este tiempo sea La Carta Alemana dirigida
a Axel Kaun.
El 28 de septiembre de 1936, Beckett se va de viaje a Alemania, en busca de
una respuesta a “cómo continuar” después de Murphy. Lleva un diario de su
estadía de seis meses, en seis cuadernos, con una particularidad: están escritos
mayormente en inglés, pero también en castellano o en francés. De ahí se
deriva una indecisión: ¿hacia qué lengua huir? ¿Beckett tuvo en su cabeza al
alemán como un posible destino lingüístico? En la esquela comenta el trabajo
de traducir unos poemas de Hans Böttlicher (1883-1934), conocido con el
seudónimo Joachim Ringelnatz. Como poeta, Ringelnatz escribió poemas
satíricos que a Beckett no le interesan. Es una figura en la que resuena el
mundillo del joven Brecht (el poeta juvenil, de las baladas y el cabaret). La
carta, de hecho, se refiere a la inutilidad: “no vale el esfuerzo que se le pueda
dedicar”. Para Beckett es sólo un “versificador agobiado en tanto acarrear
rimas de acá para allá” y subraya “el asco que me inspira el furor de la rima
que posee a Ringelnatz”. En cuanto al posible éxito de público de la traducción:
“Ahora bien, a este respecto me siento radicalmente incapaz de emitir un
juicio, ya que las reacciones del público selecto, así como de la inmensa
mayoría, se me antojan cada vez mas enigmáticas y, peor aun, de nula
importancia”. Beckett sentencia: “si hemos de ganar dinero al precio que sea,
hagámoslo en otra parte”. Toda una política con relación al mercado, con la
que Beckett va a ser muy consecuente a lo largo de su vida. Pide los textos de
Trakl, sabemos: tampoco le indicarán la salida.
Sin embargo, la parte sustancial de la carta comienza con el malestar
lingüístico: “cada vez me cuesta más escribir en un inglés estándar. Me parece
algo carente de sentido. Y mi propia lengua cada vez se me antoja más un velo
que ha de rasgarse para acceder a las cosas -o a la Nada- que haya tras él”. Las
afinidades con Lord Chandos se vuelven patentes. En efecto, Beckett, como von
Hofmannsthal había leído a Fritz Mauthner, el filósofo del lenguaje austríaco,
que lleva el escepticismo filosófico a la teoría del signo. Con su nombre se
podría armar otra serie: Wittgenstein –lo verán-, Borges. También Walter
Benjamin: una cosa es comunicarse socialmente (compartir vivencia, erlebnis)
con el lenguaje y otra muy distinta es conocer el mundo (producir experiencia
compartible y acumulable, erfahrung). Lo interesante es que Mauthner utiliza
para explicar su crítica del lenguaje es la figura hindú del “Velo de Maya”: las
palabras, arbitrarias, solo nos permiten ver una superficie, aludirla. Beckett
llama a rasgar ese velo, incluso si lo que se esconde detrás es la Nada.
“Esperemos que llegue el día, gracias a Dios ya llegado en determinados
círculos, en que la lengua se utilice con la máxima eficacia allí donde con mayor
eficacia se inutiliza”. Hay que “Abrir en ella un agujero tras otro hasta que lo
que acecha detrás, sea algo, sea nada, comience a rezumar y a filtrarse”.
Decíamos: vivir, formar esferas, pensar, en Beckett, abrir la lengua con la
lengua. “Al principio, de un modo u otro sólo puede ser cuestión de hallar un
método en virtud del cual podamos representar esta actitud burlesca hacia la
palabra, sólo que por medio de las palabras. En esta discordancia entre los
medios y su empleo tal vez sea posible percibir un susurro de esa música última
o de ese definitivo silencio que subyace a Todo. En mi opinión, nada tiene que
ver con tal programa la obra reciente de Joyce. Parece más bien ser una
apoteosis de la palabra”. Beckett acuña una denominación que cristalizará su
obra desde entonces: “literatura de la despalabra” (“Literatur des Unworts”,
la “s” es de genitivo, no de plural). Figura que pudo ser leída al mismo tiempo
como una noción operativa del silencio como horizonte de interrogación de la
literatura. Es decir, una lengua literaria sustraída de las palabras (a diferencia
del rezo artaudiano, que atenta destructivamente contra las palabras); pero
también una literatura de las malas palabras, de las palabras inapropiadas,
fuera de lugar. Beckett insulta, es grosero, todo el tiempo, Krapp lo será
también. Su nombre es un insulto.
Sin embargo, para llegar a este punto fue necesario ponerse en el lugar de quien
duda, metódicamente. Ya Walter Benjamin nombraba a René Descartes dentro
de los héroes de este nuevo tipo de pobreza, de quienes viven con lo mínimo,
conquistan lo poco, se sacrifican apenas por una única certeza en un trabajo
de autoanálisis intensivo. Beckett, no va a interpelar culpable a los maestros
modernos del método como Hofmannsthal lo hace con Bacon, lo va a encarnar
ex. Whoroscope es un monólogo interior del maestro del método, en el
momento de la muerte, del “desastre” (“starless inescrutable hour”), circa
1650.
Tienen el poema las notas y la traducción de Daniel. Está todo ahí, le robo
también sus ideas. Descartes se entrega al libre fluir de conciencia lo que
permite relacionar tres planos de argumentación o tres disciplinas: 1) una
dietética: empollar el huevo, desayunar el omelette, defecar. 2) la blasfemia:
negar el milagro de la inmaculada concepción de la Virgen y 3) el conocimiento
científico (sobre todo en lo que se refiere a las teorías del movimiento, el
cosmos, y la vida) en oposición a otras formas de conocimiento (la religión, una
de ellas, la magia: ooscopía).
Desde el punto de vista linguístico, el texto sobreimprime dos léxicos, dos series
de nombres: el erudito y el guarango. El plano de la expresión del monólogo de
Descartes hace uso de unidades léxicas que remiten a uno y otro registro
(muchas veces simultáneamente). Esa oscilación de un registro al otro plantea
la inestabilidad de los nombres. Es, en todo caso, la multiplicación de los
nombres (todos los nombres) en el intento por develar el Nombre, el origen del
nombre. El huevo es la figura del origen. El poema es excesivo, todavía hay
muchas palabras, pero el punto de vista ya es el de aquel en estado de ascesis,
aquel dispuesto a hacer una práctica de sí, alrededor del problema del
comienzo, del comenzar (cómo se comienza a pensar, con qué certeza); pero
que es también el problema del final (la muerte, la pérdida del yo, la acedia).
Por eso decíamos, Beckett está en el medio.
Con Comment Dire nos encontraremos con un Beckett ya octogenario, en el
asilo de ancianos donde había estado con su mujer hasta que ella murió. Es su
último poema y también nos coloca en una escena de meditación cartesiana,
pero desprovisto del name dropping de Whoroscope. El trabajo de
empobrecimiento llega a un punto cúlmine en la voz del autor moribundo, en
el que toda la pátina erudita se revela como basura cultural, queda solo la
locura del decir. El siglo se entiende entre dos inquietudes. De la pregunta de
Lenin ¿Qué hacer? a la no pregunta de Beckett Cómo decir. Un estación
intermedia podría ser el Quien Soy pasoliniano (lo verán).
Lo que Comment Dire nos propone, decíamos, es menos una pregunta (que
espera una respuesta, a diferencia de Whoroscope, plagada de interpelaciones)
que una letanía, que gira alrededor de un único sustantivo (“locura”). Hay
también algo beatnik en este poema. La repetición, pero detenida en la
inhalación, desprovista de la exhalación rítmica de Ginsebrg, lo verán, en cuyo
lugar la exhalación llega como efecto de un embotamiento lingüístico. Beckett
se detiene e instala en la mitad de la frase, hace crecer la frase por la mitad,
añadiendo una partícula tras otra (que de ce, ce ceci–ci, loin la là–bas à peine
quoi...) para pronunciar un bloque de una única exhalación (voulais croire
entrevoir quoi...). El título es la figura de ese impasse, un shifter de
continuidad discursiva (el “como se dice”) que significa menos semánticamente
que pragmáticamente. Efectivamente veremos cómo Krapp paladea las
palabras sin poder extraerles un sentido, o por el contrario, exprimiéndoles
todo el sentido posible hasta agotarlas, como si las macerara antes de
digerirlas. El gran aporte de Beckett a la lógica consiste en mostrar que el
agotamiento (exhaustividad) va acompañado de un cierto agotamiento
fisiológico. Por ello, veremos mañana, la necesidad de la escena y la voz en
Beckett, para mostrar esos cuerpos inmóviles, quietos, atrapados, arrastrados
por un ejercicio enunciativo virtualmente infinito de vaciamiento.

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