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INSTITUTO MANUEL LOPEZ RODRIGUEZ

ALUMNOS:
 DA ROSA FACUNDO,
 GARCIA IAN
MATERIA:
LENGUA Y LITERATURA
PROFESORA:
ANDREA HERNÁNDEZ
CURSO:5° ECONOMIA “B”
AÑO:2023
EL MARINERO Y LOS MISTERIOS DEL MAR

Cuenta la leyenda que Felipe, un rudo marinero bragado en mil batallas con las
olas y entrado en canas, soñaba que veía a una sirena. Era de piel oscura, mitad debido
a la continua vida a bordo y la otra posiblemente porque, a pesar de ser de padres
cristianos, siempre sospechó que entre sus antepasados se coló un berberisco o
sarraceno, del que también heredó unos inmensos ojos azules únicos, que su madre no
lograba identificar en la familia.
El mar era su vida; las aguas, decía, dieron color a sus ojos y el sol a su piel.
Nunca pasó miedo, ni tormentas, ni capitanes innobles pudieron con él; pero la noche,
el sueño, encontrarse taciturno con su sirena le hacían temblar. Se despertaba
sudando, abría sus ojos turquesa, se erguía y la llamaba. Era tal su obsesión que en
sueños le había puesto nombre: Yanira; era su musa, su dueña, su amor.
Había nacido en tierra antigua y salada, visitada por tartesos y fenicios,
nombrada por cartagineses, situada por célebres geógrafos griegos e invadida por
tropas romanas. Era del sur de la vieja Hispania, de la costa que guardaba para sí un
pequeño mar menor, una laguna al sur de la gran albufera. Mamó salitre y comió
garum, de pequeño participó en procesiones que llevaban a santos y vírgenes
rescatados del agua, oró y lloró por marinos y aventureros que cruzaron los confines
del mundo, pero nunca antes, ni de tierno infante, había soñado con sirenas.
Decidió su oficio tan pronto como su altura inaudita y su inteligencia
sobrenatural le permitieron ganarse el primer sustento. Con sólo nueve años era mas
alto que el capitán del barco, menos experimentado pero mas entusiasta, muy
dispuesto y, sobre todo, muy feliz de poder navegar. Años después admitiría que la sal
marina era el alimento de su alma, que los alcatraces y las fragatas le hacían ser libre y
que todo aquello le daba más vida que cualquier otra cosa. Empezó aprendiendo a
pescar distinguiendo tamaños, tonos, branquias y espinas, y acabó enrolado a sueldo,
cuando ya no pudo seguir en su oficio, acompañando a viajeros y soldados que
necesitaban cruzar el océano. El miedo parecía que no le había tocado en el reparto
genético, pero sí mucho entusiasmo y un carácter que le permitía ganarse a
compañeros, a patronos y a cómitres. Siempre tuvo como lujo que ninguna mujer se le
había resistido, no sabemos si porque ansiaba a pocas o porque tenía un éxito sin igual.
Sólo la sirena se le escapaba; daba igual como la soñara, siempre desaparecía nada
mas verla. Tenía un rostro blanco nival, unos preciosos ojos verdes como las aguas del
trópico y una adorable sonrisa. El pensaba que era una sirena porque siempre la
ensoñaba saliendo y entrando del agua, pero jamás la vio de cuerpo entero. Tras la
visión se despertaba sudoroso, gritando su nombre, muerto de dolor por la reciente
lejanía de la que ahora era la dueña de su alma.
Felipe la pintaba para verla, la soñaba para poder tenerla siempre con él, pero
nunca supo dónde la había visto por primera vez, si fue despierto o durmiendo, si el
encuentro inicial había sido en tierra o en el mar. A veces, cuando le preguntaban por
su sirena, no sabemos si para fabular o para intentar convencerse, contaba que la había
visto en la isla de las tortugas gigantes, y de tanto contarlo se lo creyó, por lo que
terminó amando a las aves, los peces, las tortugas y a todo cuanto aparecía rodeando a
su dueña. Las iguanas marinas le parecían seres mágicos porque eran las precursoras
de la aparición de Yanira.
Isla tortugas gigantes
Sin mucho esfuerzo, como si lo hubiera hecho antes, aprendió a cartografiar el
océano, y en las cartas de marear incluía siempre a su señora, en forma de sirena,
porque creía que pintando su morada sería mas fácil convertir su sueño en realidad, y
que marcando en un papel su existencia, ésta cobraría vida.
Pero también la buscaba en el mar, en la costa, en los ríos y en los lagos.
Recorrió el Mediterráneo buscándola, llegó a Grecia y a Turquía, y allí, entre sus
habitantes, encontró que tenían rasgos parecidos a los suyos, pero él no buscaba
antepasados, sino a su señora. Y cuando creyó que en ese antiguo mar no estaba,
Como sólo navegaba, buscaba y soñaba, terminó confundiéndose: creía que
estaba en el mar cuando se echaba a tierra, soñaba que buscaba y buscaba, soñando,
encontrarla. Viejo y cansado hizo un pacto con Poseidón, el dios del mar: se entregaría
para siempre a las aguas si conseguía verla despierto sólo una vez. El dios aceptó el
reto y buscó a la sirena, preguntó a parcas y musas, llamó a Ulises para saber si la había
encontrado en su largo periplo. Mandó a delfines, a ballenas y a lobos de mar en su
busca, pero Yanira no se hallaba. Convocó a dioses y semidioses, a consejeros, copistas,
escribas y visires. No se atrevió a invocar a los dioses de las religiones del libro, siendo
los únicos a los que no osó a preguntar.
Estaba ya medio ciego y para su desgracia había presenciado la destrucción de
la colección,
un largo catálogo en el que describió todas las obras que llegaban, ya fueran de
las naciones del occidente o del oriente, del norte o del sur. Ayudado por Hipatia buscó
durante meses el rastro de la sirena, hasta que por fin recordó que hacía mucho
tiempo una sibila le entregó, con objeto de que se conservara para siempre en la
insigne biblioteca
Un rollo de pergamino. Cuando lo abrió, Calímaco no encontró nada escrito y la
vieja sibila le dijo que los dioses prohibieron que se contara, pero que su última
voluntad fue que existiera un testimonio de la bella y triste historia de su hijo. Cuando
el pergamino se calentaba aparecían las letras, para que éstas desaparecieran sólo
había que acercarlas al agua y la humedad las borraba de nuevo.

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