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Los senderos

del jardín
863.44
P433s Perdomo León, Óscar
Los senderos del jardín / Óscar Perdomo León ; revisión,
slv corrección, diseño y diagramación Estro Ediciones. --1a. ed.-
- San Salvador, El Salv. : Estro Ediciones, 2021.
138 p. ; 19x12 cm. – (Narrativa ; 2)
ISBN: 978-99983-54-07-4 (impreso)
1. Novela salvadoreña. 2. Literatura salvadoreña. I. Título

Los senderos del jardín


Volumen 02

Primera edición
San Salvador, El Salvador 2021
©Para esta edición, Estro ediciones
©Óscar Perdomo León
isbn 978-99983-54-07-4
Revisión y corrección: Estro ediciones
Diseño y diagramación: Estro ediciones

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni


registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de información. En
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de los editores.

Impreso en El Salvador
Óscar Perdomo León

Los senderos
del jardín
i
El cilindro

El ambiente de la montaña era perfecto. Cami-


nábamos con vigor la pendiente, mientras admi-
rábamos el bosque. Era una mañana que, a pesar
de la ligera niebla, se percibía luminosa. El cli-
ma era en verdad agradable. De pronto, llegamos
a una especie de meseta. A un lado de nuestro
camino había frambuesas silvestres y, al otro,
hongos y yerbabuena. Lorena se detuvo y señaló
hacia un lado.
–Aquí es. Hay que remover esas ramas.
Quitamos la vegetación, no con poca dificul-
tad. Entonces, frente a nuestros ojos, apareció una
roca bellamente cubierta de musgo. Lorena dio
un paso adelante y puso su mano sobre la roca y
pudimos ver un resplandor circular que aparecía
desde el suelo y que se iba elevando poco a poco.
A mí me dio la impresión de que era un espejo
circular. Pero no lo era: lo que reflejaba no era luz
solar, sino una luz tenue de color verde pálido que

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

se expandía a su alrededor a poco menos de tres


centímetros de su origen.
–¿Qué es eso? –pregunté, desconcertado.
−Te dije que no lo ibas a creer −me respondió.
Boquiabiertos y curiosos, nos aproximamos
prudentemente. El círculo, o, mejor dicho, el ci-
lindro, que parecía sólido y que había ascendido
desde el suelo, había crecido unos dos metros y
se había ensanchado unos veinticinco
centímetros. Lorena lo tocó, primero
delicadamente; después, como queriendo
posesionarse del extraño objeto verde. De pronto,
su extremidad superior com- pleta se hundió y
desapareció ante nuestros ojos. Yo vi la parte
posterior del objeto y el brazo de Lorena
tampoco estaba ahí. Ella, sorprendida, lo retiró
del objeto cilíndrico. Afortunadamente, es-
taba indemne.
–Esto –dijo Lorena– no pertenece a este mun-
do. Quizás mejor deberíamos alejarnos.
–No −repliqué–, al contrario. Tenemos que en-
trar.
−¡No, puede ser peligroso! −respondió, mien-
tras sacaba de su bolsillo y besaba la pequeña me-
dalla de plata en forma de media luna que yo le
había regalado−. Arquímedes −me dijo−, te quie-
ro mucho.

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

Yo le sonreí y le besé los labios. Luego me di


la vuelta y me acerqué más y más al cilindro de
luz. Lorena trató de detenerme, pero yo aparté
suavemente su mano.
Me había levantado ese día, como tantos otros,
con el corazón roto por la reciente muerte de mis
padres en un accidente de tránsito, ocurrido hacía
un mes, así que se podría decir que, de alguna ma-
nera, ya no me importaba nada. Pero en realidad,
era todo lo contrario, quería entrar al cilindro por-
que el amor de Lorena me llenaba de energía y me
hacía ser intrépido.
−Esperame aquí afuera −le dije.
Entré lentamente al cilindro como un fantasma
atravesando una pared. Lorena no quiso escuchar-
me y pronto sentí que ella iba detrás de mí, y muy
cerca, tomándome de la camisa.
Penetramos lentamente. El cilindro era una es-
pecie de túnel oscuro, como una estrecha caverna
habitada por una tenue niebla. El lugar era fresco,
quizá un poco más que el de la parte de la montaña
hasta donde habíamos llegado. Avanzamos a tra-
vés de la caverna, la cual al principio nos pareció
infinita. Sus paredes, que en su parte superior eran
rocas y tierra muy ajustadas, en su parte inferior
estaban formadas por un material desconocido y

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

seductor que cambiaba de color continuamente.


Por fin, el camino nos ofreció una curva, tras la
cual se ensanchó la caverna. Yo, que me empeza-
ba a sentir un poco inquieto, quise comunicarme
con Lorena y no encontré en ese momento ningu-
na forma más que tomar su mano.
Ese lugar estaba lleno de un hondo misterio.
La acentuada paradoja de vernos sudar entre la
niebla y el frío, nos hacía sentir extraños. Lorena
enfatizaba ese sentimiento mutuo apretándome la
mano. Detuvo nuestro andar un ruido breve, pero
muy fuerte y metálico. Lo siguió un silencio fú-
nebre, subterráneo.
Después de caminar un par de metros, la ca-
verna empezó a mostrar luces intensas en la tota-
lidad de sus paredes. Por un momento sentí algo
muy extraño e inexplicable. Consideré que sería
capaz de establecer una relación muy estrecha o,
al menos, un diálogo con un ser o una forma que
yo deseara de manera muy entrañable.
Luego la caverna se abrió y vimos una ha-
bitación inmensa que al principio nos pareció
una gran bodega vacía, pero no lo era. Calculo
que hasta ahí nuestro recorrido dentro del cilin-
dro duró apenas unos cuarenta y cinco segun-
dos. Aunque es difícil saberlo, porque el tiempo

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

parecía moverse de un modo lento y rápido al


mismo tiempo.
Y fue así como, a través de esa cueva miste-
riosa, fuimos succionados vertiginosamente por
un secreto destino al cuento El jardín de sende-
ros que se bifurcan. Todo parecía palpable, tri-
dimensional, visual, auditivo. Dentro del cuento
las palabras eran acciones, objetos, personajes
perceptibles y reales. Increíblemente éramos es-
pectadores en primera fila.
¡Estábamos dentro de un cuento de Jorge Luis
Borges!

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ii
Como en Viridiana

Comencé hablando de nuestro viaje a la montaña.


¿Pero fue esto el inicio de todo? No, no lo fue. Sin
embargo, la cronología aquí no importa mucho.
Tengo la mente desordenada, pero, a medida que
avancen en la lectura, comprobarán que no estoy
trastornado.
He empezado también hablando en primera
persona, pero esta historia que contaré no es so-
bre mí, como se podría pensar, sino sobre Lorena;
pero también sobre muchas cosas que desconoce-
mos del cosmos y de los reveses que nos entrega
el destino.
Asimismo, trata de un ser extraordinariamente
talentoso, un humano que soñaba y pensaba como
nadie nunca antes lo había hecho y que podía ver
este mundo casi como si fuera un universo distin-
to. Además −¡cómo si fuera poco!−, era el mejor
escritor del siglo XX. Un hombre con una luz tan
intensa, de esos que solo nacen cada trescientos

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

o quinientos años. Ahora sé que las palabras eran


su oxígeno, porque él respiraba literatura. Desde
pequeño siempre me he estado haciendo constan-
temente preguntas, pero desde que lo conocí a él,
a través de sus libros, las preguntas se multiplica-
ron a borbollones, y todo lo que antes creí como
verdad se enredó, desenredó, volvió a enredarse
para luego volcarse varias veces dentro mi ca-
beza, como un vehículo en un fatal accidente o
como la instintiva magia cotidiana de un pájaro
tejiendo su nido.
Lo escribo todo aquí y ahora para recordar-
lo siempre, para que puedan ustedes también
mirarlo con la misma intensidad que yo, como
testigo, experimenté. Alguien que leyó el primer
manuscrito de este texto me acusó con insidia de
haber escrito una novela, pero eso es totalmente
falso. Lo que he escrito aquí, doy fe, es una cró-
nica. Juro que todo lo que contaré es verídico.
El universo infinito con sus agujeros negros, sus
millones y millones de galaxias, y sus distancias
de años luz inimaginables, está lleno de misterios
aún no resueltos.
He dicho que esta historia no trata sobre mí.
No obstante, estoy seguro de que en el transcur-
so de mis palabras surgirá sin duda mi vida, mi

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

existencia que estuvo ligada a Lorena. A veces,


cuando la sueño, recobro esos destellos de ar-
coíris en sus ojos verdes. Conservo también la
rara impresión de que lo que pasó con ella fue
hace mucho, mucho tiempo, aunque haya sido
hace muy poco. Así que, cuando la pienso, la veo
como en una especie de película vieja, todo en
blanco y negro, como si hubiéramos estado
dentro de Viridiana, de Los peces fuera del agua
o de Psicosis.

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iii
La trama

¿Qué pasó cuando, como si fuéramos entes extra-


ños de otro planeta, aparecimos repentinamente
dentro del cuento El jardín de senderos que se
bifurcan?
Lo primero fue que nos encontramos a una
mujer llamada Alejandra, quien nos recibió como
si hubiera estado esperándonos. Lorena y yo es-
tábamos perturbados y temerosos. Alejandra, que
era bella y, según nos fuimos dando cuenta, tam-
bién confianzuda y muy directa para hablar y ac-
tuar, estaba serena.
−No teman −nos dijo−, acaban de ingresar a
un lugar donde quisiera estar cualquier buen lec-
tor empedernido.
Entonces hablamos muchas cosas con ella,
las cuales iré revelando poco a poco. Pero an-
tes de continuar narrando nuestro encuentro con
Alejandra, me siento obligado, para todos aque-
llos que nunca hayan leído El jardín de senderos
que se bifurcan, a narrar la trama del susodicho

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

cuento. Si nunca lo han leído, mejor paren aquí y


corran ya a leerlo. Si no lo hacen, aténganse a las
consecuencias: spoiler alert. Aunque pensándolo
bien, aun si estudian antes este resumen que les
haré, estoy completamente seguro de que toda-
vía podrán disfrutar sobremanera de la narración
original.
El cuento fue clasificado por el mismo Borges
como una ficción policial. La trama de El jardín
de senderos que se bifurcan navega en el año 1916,
en el contexto de la Primera Guerra Mundial, du-
rante la captura de Montauban, en Francia, que
fue parte de la batalla de Somme. Ingleses y fran-
ceses peleaban contra los alemanes.
El cuento inicia con un documento que explica
que, debido a las fuertes lluvias, se había tenido
que postergar cinco días la ofensiva británica con-
tra los alemanes. El documento está firmado por
el doctor Yu Tsun, un espía chino al servicio de
Alemania. Como faltan las páginas iniciales del
documento, su narración empieza de golpe y nos
ubica en el momento en donde él, Yu Tsun, nos
dice en primera persona que a través del teléfo-
no acaba de escuchar la voz del capitán irlandés
Richard Madden, que está al servicio de Inglate-
rra. Por medio de esta conversación telefónica, Yu

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

Tsun se entera del asesinato de su cómplice, el


espía Viktor Runeberg.
Yu Tsun, al saberse descubierto, planifica en
diez minutos su próximo movimiento. Él sabe
bien que, si no escapa de Madden, éste lo termi-
nará arrestando o asesinando y entonces no será
capaz de informar a su jefe alemán (a ese jefe
suyo que revisa, con obsesión enfermiza, dia-
riamente todos los periódicos), la ubicación se-
creta del depósito de armas británicas. En una
guía telefónica Yu Tsun encuentra el nombre del
sinólogo Stephen Albert, única persona capaz de
transmitir la noticia sobre la ciudad en donde se
encuentra el arsenal. Antes de huir, se cerciora de
llevar un revólver, el cual tiene una sola bala. Sale
y se apresura a tomar un tren hacia la casa del
doctor Albert.
Ya en la estación, Yu Tsun está a punto de ser
alcanzado por Madden, pero gracias a unos va-
liosos segundos de retraso, éste pierde el tren. Yu
Tsun se alegra mucho de haber escapado y se con-
vence a sí mismo de que su misión será exitosa.
Ahora le lleva al menos una ventaja de cuaren-
ta minutos a su perseguidor. Baja del tren en la
estación Ashgrove, en donde unos niños le dicen
cómo llegar a la casa del doctor Albert. Después

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

de caminar unos minutos, Yu Tsun escucha el


sonido de una música china que le es muy fami-
liar y que proviene de la casa que él busca.
El sinólogo lo recibe en su hogar y supone que
su visitante ha llegado a ver El jardín de sende-
ros que se bifurcan. Yu Tsun le dice que es des-
cendiente del mismísimo Ts’ui Pên, creador del
jardín. El doctor Albert, muy complacido, lo hace
pasar y le relata entonces la historia de su ante-
pasado, un importante político que abandonó el
poder para escribir una novela y construir un la-
berinto. Todos piensan que Ts’ui Pên ha fracasado
en sus dos empresas, ya que, por un lado, la no-
vela carece de toda lógica desde el punto de vista
cronológico, y, por el otro, nunca se encontró el
laberinto.
Stephen Albert, que ha profundizado en el le-
gado de Ts’ui Pên, le manifiesta a su interlocutor
que el laberinto y la novela son la misma cosa
y que las bifurcaciones infinitas del laberinto, no
son bifurcaciones en el espacio, sino en el tiempo.
Albert le lee una hoja escrita por Ts’ui Pên que
dice: «Dejo a los varios porvenires (no a todos)
mi jardín de senderos que se bifurcan».
Mientras Yu Tsun escucha fascinado las expli-
caciones de Stephen Albert, alcanza a ver que el

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

capitán Madden se acerca. Expresa su gratitud al


doctor Albert y le pide ver nuevamente la hoja es-
crita por Ts’ui Pên. Cuando Albert se pone de pie
y le da la espalda, Yu Tsun le dispara en la nuca.
Aunque Madden arresta a Yu Tsun, éste logra
mandar el mensaje a su jefe, quien al siguiente día
lee en los periódicos que un chino de nombre Yu
Tsun ha asesinado al Dr. Stephen Albert, con lo
cual descifra que el arsenal secreto se encuentra
ubicado en la ciudad de Albert, en la región del
Somme.
Yu Tsun, ya en la cárcel, condenado a muerte,
se entera de que los alemanes han bombardeado
la ciudad de Albert.

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iv
Alejandra

Les decía que Alejandra nos recibió a Lorena y a


mí con una naturalidad abrumadora, como si estar
dentro del cuento El jardín de senderos que se bi-
furcan fuera lo más común y corriente del mundo.
Nos presentamos con nuestros nombres de pila.
Nos dijo, con voz serena, que ella nos acompaña-
ría todo el tiempo y que nos explicaría todo lo que
quisiéramos saber y más.
−Estamos soñando –fue lo primero que dijo
Lorena.
−No están soñando, solo están en una bifurca-
ción del tiempo y del espacio –contestó Alejan-
dra−. No se aflijan. Relájense y acepten su reali-
dad. En unos días de aquí, que son como minutos
del lado exterior del cilindro luminoso, estarán de
vuelta en sus hogares. Tomen en cuenta que, ade-
más del espectáculo que verán, este lugar hace que
sus cerebros puedan recordar con claridad eventos
importantes para ustedes, con una velocidad que

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

nunca antes han experimentado. En apenas lo que


dura un segundo podrán ver correr sus recuerdos
más inesperados.
Mientras escuchaba a Alejandra, yo me pre-
guntaba por qué tiene que existir eso que llama-
mos tiempo, que es como el agua corrosiva que
oxida al hierro. Jean Paul Getty, que en 1957 fue
nombrado como el hombre más rico del mundo,
amaba el arte y despreciaba a los humanos. Él
dijo alguna vez: «La belleza que se puede encon-
trar en el arte es, lamentablemente, uno de los po-
cos productos reales y duraderos de la actividad
humana.» Y tenía razón en cierta forma. El arte
permanece y los humanos nos deterioramos. Pero
si somos más escrupulosos, la verdad es que todo
envejece y muere, nada es eterno.
Recordé entonces que Borges decía que la
biblioteca era una manera de superar las limita-
ciones del tiempo y del espacio, una forma de la
inmortalidad porque se podía platicar, por ejem-
plo, con Virgilio, con Sófocles o con Cervantes;
de tal manera que, estando nosotros dentro de un
cuento, no sería incoherente pensar que habíamos
roto la barrera del tiempo y del espacio. Borges
dijo una vez que aquella sentencia de San Agustín
acerca del tiempo era justa: «¿Qué es el tiempo?

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

Si no me lo preguntan, lo sé. Si me lo preguntan,


lo ignoro.»
En un cuento Borges afirmó lo siguiente: «Una
de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: ra-
zona que el presente es indefinido, que el futuro no
tiene realidad, sino como esperanza presente, que
el pasado no tiene realidad, sino como recuerdo
presente. Otra escuela declara que ha transcurrido
ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas el
recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falsea-
do y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra,
que la historia del universo −y en ellas nuestras
vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas− es
la escritura que produce un dios subalterno para
entenderse con un demonio. Otra, que el univer-
so es comparable a esas criptografías en las que
no valen todos los símbolos y que solo es verdad
lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que
mientras dormimos aquí, estamos despiertos en
otro lado y que así cada hombre es dos hombres.»
Mientras yo estaba en esas cavilaciones, Ale-
jandra me miró a los ojos y me dijo, señalando a
Lorena:
−Estás enamorado de ella, ¿verdad?
−¿Cómo lo sabés? –le pregunté, mientras Lo-
rena se volvía para verme y sonreía.

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

−Soy tanto o más bella que Lorena, pero ape-


nas te has fijado en mí. Tu mirada es la mirada que
tuve cuando era una jovencita de veintitrés años.
−¿Te enamoraste a esa edad? −le pregunté.
−Me enamoré de un hombre mayor que yo, un
médico, y él, sin que yo se lo dijera con palabras,
lo sabía. Miren −nos dijo, Alejandra, como para
calmarnos−, en lo que esperamos a que empiece
el cuento de Borges, les contaré cómo fue mi pri-
mer contacto amoroso con el médico.
Alejandra nos hablaba con un tono tan fami-
liar que parecía conocernos de muchos años. Es-
tábamos en un lugar desconocido y esta mujer se
disponía, casi fuera de lugar y con una pasmosa
franqueza, a contarnos su vida amorosa. Lorena
y yo que estábamos desconcertados, pero
también resignados, nos sentamos junto a ella y
nos que- damos escuchándola con atención.
−Me encontré por primera vez con Jorge, así se
llamaba el doctor, una vez que llevé a mi abuelo
al hospital porque había perdido el conocimiento
debido a una hipoglicemia; Jorge era el médico
encargado de atender la emergencia.
−Ahora entiendo por qué te enamoraste de él −
interrumpió Lorena, sonriendo irónicamente−. Se
llamaba Jorge, igual que Borges.

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

−No, no podés confundir a ningún Jorge del


globo terráqueo con Borges −le contestó Alejan-
dra, con una sonrisa−. Como dijo el poeta Alberto
Girri: «Borges, la palabra Borges, es una especie
de marca registrada». Bueno, les decía que nos
veíamos de vez en cuando porque él me prestaba
libros para leer, así que llegué otro día al hospital
con el pretexto de acompañar a una amiga que
acompañaba a su vez a su hermano a consulta.
Busqué a Jorge y no estaba de turno, pero como él
tenía un cuarto en el hospital, seguro de que me lo
encontraría por allí. Y efectivamente así fue. Lo
vi en un pasillo y le hablé. Platicamos. Y le conté
que andaba acompañando a un paciente. Eran los
días en que todavía nos tratábamos de usted. Era
el año 2001.

−¿Ya atendieron a su amigo? –me preguntó


Jorge.
−No, doctor, no es mi amigo, el paciente es
hermano de mi amiga. Y sí, ya lo están aten-
diendo.
−Entonces usted en realidad venía a buscarme
a mí.
−Sí, quería verlo –le dije, tímidamente.
−Alejandra, ¿y usted está leyendo algo?

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

−No, por el momento no tengo nada para leer.


Aquí le traigo el último libro que me prestó. Me
gustó mucho.
−Ah, sí, El libro de arena, de Jorge Luis Bor-
ges, ¡un clásico editado por Emecé Editores!
Mire, aquí tengo unos libros que le van a gustar.
¿Quiere pasar? –me preguntó, mientras señalaba
su cuarto del hospital. Y yo asentí.
Entré a su espacio y pude ver el interior de la
habitación que lo caracterizaba: libros por todos
lados, algunos de medicina y otros eran novelas,
poemarios y cuentos. Un doctor, un lector. Con
una cámara fotográfica que él tenía, que usaba
una memoria de disquetes, tomó una selfi de no-
sotros dos (en una época en que nadie hablaba de
selfis), fue una foto en donde él juntaba su meji-
lla con mi mejilla izquierda, y un ligero borde de
sus labios tocaron casi inocentemente mi cache-
te. Luego nos sentamos en su cama. Ese día yo
llevaba conmigo un suéter gris, porque estaba un
poco frío; una camisa deportiva de color verde,
un verde muy, muy suave; llevaba un pantalón de
lona de color gris pesado y zapatillas tenis. Con-
tinuamos platicando de libros, cuando de pronto
él me dijo:
−Alejandra, ¿le puedo hacer una pregunta?

32
ÓSCAR PERDOMO LEÓN

−Claro −le respondí, pero yo sentía en mi


cuerpo una cosa rara.
−¿Cuándo fue la última vez que usted tuvo un
orgasmo?
A mí se me metió un temblorcito caliente des-
de la cabeza hasta los pies.
−¿Y por qué tenemos que hablar de eso? −le
pregunté.
−Es que puedo sentirlo −me respondió él, con
su voz tan varonil.
−…
Entonces Jorge metió su mano derecha debajo
de mi blusa, y entre mi blusa y mi sostén empezó
a tocar mi pecho.
−Está dormido –dijo, pero mi pezón ya empe-
zaba a ponerse duro.

Mientras Alejandra narraba su episodio amo-


roso, no pude evitar pensar en que Borges escri-
bió en muy pocas ocasiones alguna escena de
sexo; pensé, por ejemplo, en la que aparece en
su cuento Emma Zunz, pero que por supuesto no
es para nada explícita. Es más, en un cuento ha-
bla con cierto desdén del sexo, poniendo la idea
en boca de su amigo Bioy Casares: «Los espejos
y la cópula son abominables, porque multiplican

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

el número de los hombres.» Aunque en otra oca-


sión lo hace de una manera sublime, casi vedada,
pero con una belleza singular, como lo hace en su
cuento Ulrica: «El esperado lecho se duplicaba
en un vago cristal y la brújula caoba me recordó
el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había des-
vestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Ja-
vier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban
muebles ni espejos. No había una espada entre los
dos. Como la arena se iba el tiempo. Secular en la
sombra fluyó el amor y poseí por primera y última
vez la imagen de Ulrica.»
No pude evitar pensar que las palabras de Ale-
jandra, estando nosotros dentro de un cuento de
Borges profanaban de alguna manera su literatu-
ra. Pero parecía que a Alejandra no le importaba
nada de eso y nos seguía contando:

De repente sus labios estaban ya pegados en


mi pezón. Y entonces, no sé, empecé a sentir algo
muy bonito y me relajé. Jorge ya no habló nada,
solo lamía y succionaba mi seno, y a mí me esta-
ba gustando mucho. Y empecé a mojarme. Y él,
suavemente, con su otra mano soltó mi cabello y
muy despacito fue recostándome sobre su cama.
Y su boca estaba ahí constante en mi seno y yo

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ÓSCAR PERDOMO LEÓN

ya no tuve opción. Ya no pude decirle lo que se


esperaba que tenía que decirle: «No, doctor, por
favor, no siga», puesto que en realidad yo quería
que siguiera. Y me dejé llevar. Y de un seno se
pasó a otro y estaba ahí succionando mis pechos.
Uff, es que eso fue de verdad exquisito. Y enton-
ces abrió la cremallera de mi pantalón y metió su
mano hasta el fondo de mis calzones. Y besaba
mi pezón y seguía besando mi pezón. Y cuando
me tocó con su mano, yo estaba ya bien mojada.
Él dijo: «¡Amorcito!». Y no paró de tocarme. Y
seguía besándome y acariciándome, besándome
y acariciándome. Y aflojé un poquito las piernas
porque las tenía tensas y él siguió acariciándome
suavemente y seguía besándome los pezones y
empecé a moverme y él me acariciaba más y más.
Y hubo un momento en el que él me dijo: «¿Quie-
re que pare?». Y yo le respondí: «No, por favor,
siga». Y entonces él siguió y siguió, y entonces
yo ya no pude más y tuve que dejar salir esos ge-
midos que tenía atragantados ahí, por arriba y por
abajo. Y cuando eso pasó me di cuenta de que su
miembro estaba erecto. Y él, con una mano, me
seguía acariciando y con la otra se tocaba a ratos,
pero no dejaba de besar mis senos y entonces yo
empecé a moverme un poquito más, y él iba un

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LOS SENDEROS DEL JARDÍN

poquito más rápido, por ratitos paraba, y luego


más rápido y así… Nos zambullimos, como del-
fines en celo. Me entregué sin reparos, sudé, re-
primí mis gritos, sonreí, gemí suavemente. Yo me
estaba quemando y de repente ya no pude más.
«¡Doctor, doctor!». ¡Y yo gemía y yo sentía tan
delicioso, pero tan sabroso! Y yo seguía gimiendo
y solo escuchaba que él me decía: «¡Alejandra!».
Y yo: «Doctor, por favor». Y él seguía acaricián-
dome más y más, y de pronto yo empecé a decir
«Ya no puedo más, ya no puedo más». Y él me
susurró al oído: «Dele, Ale, dele, que a mí me en-
canta tocarla». Y cuando dijo eso, yo exploté, yo
tuve un orgasmo intenso. ¡Ay! ¡Yo terminé y gemí
y grité fuerte! Y no me importó si había alguien
afuera escuchándonos. Mojé con abundancia mis
paredes vaginales, y lloré de felicidad. Juro que
mi clímax fue más alto que el volcán de Santa
Ana. Yo tuve el mejor orgasmo de mi vida. Yo
caí en una especie de éxtasis y sentía aquello tan
rico y yo no me hallaba, era como caminar entre
las nubes, una sensación tan rica que me había
estremecido todo el cuerpo. Y yo me di cuenta de
que ese orgasmo me lo habían dado a mí, me lo
habían obsequiado solamente a mí, era un regalo,
era algo tan rico, pues, que no me lo exigieron,

36
ÓSCAR PERDOMO LEÓN

que no me pidieron nada a cambio, que simple-


mente me dijeron: Tené, Alejandra, te regalo esto,
te lo merecés, es tuyo. Y yo quedé iluminada, ten-
dida ahí con mi pelo suelto. Y entonces vi a Jor-
ge y él estaba masturbándose rápido y lo escuché
decir «¡Alejandra, amorcito!» y cayó sobre mí un
montón de esperma. Y yo estaba ahí con los ojos
cerrados, respirando rápido, y mi corazón latía a
mil. Y Jorge recostó su cabeza sobre mi pecho y
nos quedamos tendidos, y yo con el montón de
bichitos sobre mi abdomen y yo estaba feliz, no
me hallaba, no me encontraba. Sentí que por fin
alguien quería satisfacerme a mí, se preocupaba
por mi sentir, por mí, y no solo por quitarse él
las ganas. Jorge me acaba de decir, no con pala-
bras, sino con hechos: «Alejandra, este orgasmo
es para usted, yo se lo regalo, usted simplemente
disfrútelo». Y yo lo disfruté tanto, pero tanto, que
por eso lo guardo siempre conmigo.

Lorena, humedecida, como la apasionada sa-


gitario que era, escuchaba a Alejandra con vehe-
mencia. Entonces me tomó de la mano mientras
me observaba con ojos de lujuria.

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FIN DEL CAPÍTULO IV

El libro completo consta de trece capítulos.

El libro LOS SENDEROS DEL JARDÍN lo pueden comprar en la


libraría de la UCA:
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