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LA BELLEZA DEL INSTANTE

No siempre… la belleza está en los ojos de quien la mira

Por Carlos Valdés Martín

Cuando chirrió un estruendo —metálico, agitado y casi explosivo— temí que el barco entero se
hundiera. Al abrir los ojos, el crucero Concordia se movía sin remedio hacia un lado; afuera del
camarote algunos focos estallaban por sobrecargas eléctricas, destellando por instantes que
volvían más oscura la negrura que invadía al enorme barco. El pasillo del séptimo nivel se tornaba
ocre e inexplicable por momentos. La confusión me subía por las pantorrillas que flaqueaban y
temblaban, mientras me esforzaba por darle un sentido a esa convulsión y escándalo. También
sonaba una sirena lejana, correspondiente a los manuales de emergencia; curiosamente eso dio el
sentido de aprieto previsible y supe dónde despertaba. Tras otro bamboleo, sentí que caería
rodando y agarré un tubo de la cama empotrada. De pronto la puerta quedaba fuera de donde
debería ubicarse y hacia arriba. Por un momento el balanceo cesó, los objetos del camarote
dejaron de brincar y caerse; la luz regresó parpadeando y arriba de un montón de enseres
revueltos destacó un pequeño cuadro de Dianne: ella con una sonrisa perfecta y su mirada verde
buscando un horizonte lejano.

Esa súbita imagen de un rostro adorable —ante la posibilidad de morir— incitó a recordar cómo la
conocí, mientras me esforzaba para encontrar una escapatoria de ese laberinto, entre el séptimo
nivel del Concordia recién encallado.

Irresistible

Años antes el sutil perfume de las orquídeas embriagaba al jardín cerrado, cubierto por vidrios
iridiscentes y, durante breves segundos, cambiando su color a tornasoles. Los últimos rayos del
ocaso acariciaban el recinto botánico, cuando una fulgurante cabellera rubia destacó entre
enredaderas flanqueadas por flores. El reloj celeste se detuvo para permitir el vuelo de una
mariposa blanca sobre el sendero. No me atreví a respirar, mientras el sol se filtraba con nuevos
destellos anaranjados y agitaba un macizo de rosas, que con pudor ocultaban su envidia ante la
chica rubia que se detenía para descansar su mirada más allá del recinto. No fui el único, otros
curiosos quedaron atónitos ante la belleza que enlazaba el instante, casi con intimidad. Más que
una situación sentí que ahí surgía un escenario: la combinación de verdes ramas y hojas en pleno
crecimiento; el aire traslúcido y matizado desde el exterior; la cordial cercanía entre los vidrios y
un entorno urbano, tan distante y casi reverenciando ese encierro de cristales. Dominando ese
escenario la súbita presencia de la mujer, que miraba sin cuidarse de nada, con inocente éxtasis
admirando el ocaso que se filtraba. La misma mariposa blanca se acercaba hacia su cabeza sin
atreverse demasiado y sus alas imitaban genuflexiones diminutas.

Alrededor unos pocos curiosos, quedábamos cautivados por esa mezcla de olores y luces que
daban realce a esa única protagonista, porque permanecíamos en calidad de naturaleza discreta o
espectadores tímidos. En principio, ni el modo en que ella se arreglaba ni su vestido resultaban
llamativos o extraordinarios, únicamente captó mi atención la curva suave oscilando entre cintura
y cadera.

La impresión no era subjetividad del de la voz al interpretar el aleteo de una mariposa o el silencio
alrededor, porque poco a poco también otros animales comenzaron a reaccionar en ese mismo
sentido. A la salida del botánico, un par de cachorros habían quedado amarrados pues la entrada
les estaba vedada, y los había visto antes de entrar que jugaban a molestarse y entre ellos
ladraban sin descanso. Cuando ella salió —es evidente que no la perdería de vista— los animalitos
cesaron los juegos y se sentaron para contemplarla con ojos de mirar hacia la Luna. Algo
doblemente atractivo de ciertas féminas es que no notan el efecto de su belleza y esta mujer
mostraba indiferencia ante su propio embrujo, o inclusive, —como comprendí más tarde— le
causaba alguna molestia y procuraba negarlo.

Juro que no pretendía coquetear con esa belleza, pero un magnetismo irresistible me estaba
obligando, primero a seguirla y luego a acercarme. Un chispeo de lluvia oportuno fue la
oportunidad prefecta al salir, pues yo contaba con un paraguas que ofrecí con un gesto
desinteresado:

—Tómelo, no se moje.

Ella dudó, luego aceptó y negoció para compartir el paraguas; agradeció la gentileza y comentó:

—Hay una canción inglesa sobre “umbrella”.

No la recordaba, pero fingí y seguí la corriente de la charla. Resultó que compraría en una
mercería ubicada rumbo a mi domicilio, así que nos acompañamos en el transporte público y, tras
la plática, hasta acordamos una cita para comer.

Cita traslúcida

Cambió la comida por una cena y sospeché lo obvio, de que habría una cita enfilada hacia el
romance. En un elegante restaurante italiano ambientado con velas a media luz y unos violinistas
pasionales que daban gusto con la música; sin hacer aclaraciones previas, intenté modular un poco
el tono de voz y la anecdótica para insinuar mariconeo (siempre es preferible que te ridiculicen por
gay y no por castrado), desinflando ese matiz romántico, pero la situación no se prestaba. Ella
ejercía su radiación natural potenciada por un vestido rojo entallado, de hombros descubiertos y
un escote en forma de lágrima que traía turbados a los meseros y a varios discretos comensales.
La supuesta investigación sobre esta mujer perfecta se volvía difícil porque el estereotipo de
femme fatale se sobreponía a su encanto espontáneo. Ante tales dificultades opté por disfrutar el
momento y desviar la situación hacia lo gracioso:

—¡Mesero hay una cucaracha en mi espagueti!

Fue una ocurrencia divertida y mantuve mi farsa. Los meseros movían y removían la salsa
boloñesa intentando demostrarme que no existía tal bicho; luego el capitán acudió para controlar
daños (del posible desprestigio al sitio) y retiró el “cuerpo del delito”. La parte divertida era la
perturbación múltiple de los meseros y supervisores que se acercaban a la mesa intentando
atender el platillo, mientras los jaloneaba una atracción eléctrica hacia la cumbre de ella: desde el
ombligo de esa mujer unas cuerdas invisibles jaloneaban sus cuellos, obligándolos a mirar, pero de
inmediato ellos se reprimían.

Mientras mayores agitaciones mostraban esos meseros, ella se sonrojaba, mostrando una timidez
ancestral heredada de abuelas púdicas. En unos minutos terminó el incidente y después el aire
recibió —en un eco de lo sucedido en el jardín botánico— la visita de un rayo solar del ocaso. Otra
vez el tiempo pareció detenerse, mientras el reflejo indirecto desde un espejo en la pared rozó su
mejilla. Por ese instante, ella dejaba de tener conciencia, simplemente descansaba sin platicar ni
interesarse en nada en particular; depositando su mirada verde en un horizonte inexistente.
Descansaba de la agitación y el rayo de luz sobre la mejilla se expandió alrededor de su rostro y
volvió a mostrar que sí poseía un aura. Intenté no respirar y aguantar el aliento para no enturbiar
ese momento perfecto. La nota aguda de un violín permaneció más tiempo del habitual hasta que
ella interrumpió su ensueño:

—¿Qué miras? —dijo, mientras clavaba las esmeraldas verdes de sus ojos atrás de mis pupilas.

—Existe una perfección que desarma cualquier argumento… en realidad lo que buscaba explicarte
es que nunca me ha interesado ningún cuerpo y por eso mismo no busco el amor, como creo que
lo interpretas.

Ella se ruborizó y detuvo el hilo de mis pensamientos, explicando algo que me anonadó: era
casada. Mostró su mano y se observaba una fina línea de color más claro. Esa revelación mostraba
una falla de mi percepción; con el lado oscuro de mi claroscuro bien definido, resultan más
evidentes las zonas donde ella deslumbraba.

Indicó con una especie de rabia que su matrimonio estaba roto, pero lo sostenía por una
imposibilidad material, cargando con un nivel de apariencia hacia las niñas.

—Sin embargo, en privado prefiero que él se hunda —brilló una chispa de rabia casi maligna—, ya
no quiero ser la “señora de Acero”. No busco ser infiel, eso no se me da, lo que hago es adquirir
pretendientes y amigos, avisarle de situaciones comprometedoras. Él es amigo del dueño de este
restaurante, por eso lo elegí.

Diana tras el velo

Resultó ser una dama sorprendente partiendo de los supuestos de la primera impresión. Al inicio
había estado convencido de que ella era una doncella perdida en los bosques, especie de Náyade
deteniendo el brillo de la luna, pero resultó ser hermana de la misma diosa Diana. En cuanto me di
cuenta que era una madre, resultó difícil que transitaran imágenes excitantes por mi cabeza —
sencillo con mis antecedentes—, aunque ella resultaba más interesante cada vez.

A diferencia de las princesas de cuento, no buscaba príncipes azules de remplazo sino apresurar su
independencia económica y había elegido una ruta larga, desde cursar la escuela preparatoria
hasta cumplir con la universidad. El trayecto cubriría una década para dedicarse a estudiar y a
cuidar a sus hijas, mientras alejaba paso a paso al marido.

El rechazo al marido nunca me resultó claro. Si antes hubo violencia doméstica o alguna infidelidad
imperdonable lo desconozco. ¿Por qué la gente es tan franca en unos aspectos y por entero
hermética en otros? Bastaría indicar que él fue a acostarse con la mejor amiga o con la sirvienta,
para que el universo colocara una cara compasiva. Las veces que le pregunté, replicaba: “Hay tales
cosas que nunca se perdonan.”

Mariachi inoportuno

En los siguientes años se fue arraigando una amistad con visitas ocasionales. Por mi parte, la vida
dio muchos vuelcos y me preparaba para alejarme del país. El cambio inminente de aires y un
trabajo muy exigente provocaba euforia y tristeza, así que derrochaba mis recursos en despedidas
extravagantes.

Fue cuatro años después de conocerla cuando me invitó a cenar en su departamento, donde ya
vivía sola con sus hijas, pero no había terminado el trámite del divorcio. Habitaba un
departamento regular en una colonia clasemediera, con una decoración impecable y lustrosa.

Explicó lo bien que andaba en sus estudios y sobre un trabajo eventual de medio tiempo.
Presumió a sus dos hermosas hijas, pequeñas y casi retratos de ella.

Llevé dos botellas de vino para la cena, con la esperanza de que se repitiera la visión de belleza
inmaculada que ella proyectaba en ocasiones privilegiadas. La estación era verano, la noche cálida.
Pospuso la hora de la cena hasta después de dormir a sus niñas, educaditas y bien portadas.

El departamento contaba con un pequeño balcón con vista a la calle: ciudad urbanizada, con pocos
automóviles. Un barrio tranquilo. Ahí colocó dos sillas y abrí el vino rojo, mientras se horneaba un
pollo en la estufa.

—Voy a trabajar en una naviera, regresaré a tierra cada tantos meses. Es una buena oportunidad.

Dijo que no le gustaba imaginar a un amigo durante una tormenta en mitad del océano.
Brindamos en copas grandes y la luna asomó entre las nubes.

Le platiqué lo difícil que antes había sido adaptarme al empleo en la plataforma petrolera y cómo
había surgido la oportunidad de trabajar de fijo en una línea de cruceros turísticos.

El balcón estaba en el segundo piso y el aroma a pollo horneado se colaba hasta nuestro sitio. La
noche era cálida y fresca, mullida y agradable.

Al pie del edificio y justo bajo ese balcón se colocó un conjunto de mariachis sin que lo notáramos;
al tronar las primeras estrofas alegres y románticas caí en cuenta de que yo mismo lo contraté:
“Era un regalo de despedida.” Resultaba por entero inoportuno, pues despertaría a las niñas y con
asombro del desliz:

—Supuse que te gustaría, aunque…

—Típico de un soltero, no pensaste en las pequeñas… te agradezco, pero los músicos se van a
tener que callar.

Bajé corriendo los escalones y detuve la melodía de la “llamarada… con esos ojos verdes como
mares”. Pagué con disculpas y el líder del grupo musical ofreció un descuento para la próxima
serenata que solicitara.
Subí agitado y con un humor mezcla de vergüenza con nostalgia: comencé a extrañar a ese valle
rodeando una ciudad, su tierra firme con olor a humo de vehículos y fábricas. Pronto sería el olor
de la mar y las lejanías.

Dianne tardó en abrirme y cuando lo hizo vestía una bata de seda, rutilante, con una mezcla de
colores que no distinguí de pronto, pues ella decidió dejar el departamento en penumbra,
alumbrado por velas temblorosas. Justificó que le agradaba provocar celos imaginarios al marido
en divorcio; la bata con escote y faldón a media pierna servía para promover celos hipotéticos
contra el ausente.

Alcoba, no vacía

Después de servir el pollo horneado de la última cena, con un gesto bastante enfático fue a mirar a
sus niñas dormir y dejó bien cerrada la puerta, por fuera, para que no salieran de improviso.

Había una suave música de fondo, nostalgia de una época de prohibición y bandas metálicas. Cada
vez ella parecía más animada y platicaba de sus problemas familiares durante la infancia, cuando
creció sintiéndose incomprendida y que el consentido fue su hermano. Al terminar los alimentos,
insistió en volver al balcón pues estaba más fresco. Estiraba mucho las manos y piernas al platicas,
como saliéndose de sus límites, cual si empujara algunas barreras que la rodeaban, una esfera
invisible alejándola. Evoqué los confines de una pecera, traslúcidos, como si a mí me mantuvieran
atrapado y resignado, mientras ella los empujaba, con entusiasmo juvenil, pero sin definir esa
barrera invisible.

—Hoy podría hacer estallar el aire, incendiarlo de tanto goce.

Respondía con tranquilidad, intentando ser empático, sin descifrar el torbellino que estaba
destilando su pecho.

—Me refiero a algo más romántico.

Se levantó y tomó mi mano indicando que empezaríamos un baile. Volvía a irradiar la belleza del
jardín botánico, pero ahora de un modo activo y fogoso, sus manos casi me quemaban conforme
estaban tomando las mías. Intentaba dar la cadencia de pasos aprendidos, siendo solamente un
fantasma vacío y tembloroso, un coágulo de éter anestesiado, mientras ella provocaba giros en
camino a su habitación.

Susurraba:

—Ya sé que es inútil seducir al más gay de mis amigos, pero esta noche no resistiría quedarme
sola; necesito calidez.

Imaginé lo extraviado y nostálgico que se comportaría un habitante de una galaxia lejana, sin
cuerpo en este caso, que fisgoneara esa habitación. De un lado una flama alegre y del otro un
pedazo de mármol, casi inanimado de tan triste. En efecto, me invadió una tristeza por la
imposibilidad absoluta, como el dicho popular de “cuando hay carne es vigilia”, aunque con un
sentido más dramático. Después de unos instantes de silenciosa tristeza (bajo la máscara de un
compañero de baile íntimo) le agradecí regalarme lo que la mayoría de chicos normales soñaba: la
perfección de la mujer madura, en plenitud de su flama y capaz de incendiar cualquier bosque.
Ella se encontraba con una roca, mineral que se entibiaba y con lentitud se contagiaba. Ese calor
filtró una chispa de una peculiar alegría y casi veneración ante lo absoluto de la belleza, cual esa
tarde en un jardín botánico.

—En realidad, eres tan hermosa —alcancé a decir antes de que Dianne empezara a deshacerse de
la fina seda que la cubría— más allá de cualquier definición.

Antes del amanecer

Al despertar en su cama yo era una segunda almohada, descansando junto a esa escultura
encarnada que destellaba brillos lunares —intensos, aunque siguiera dormida. Mientras las
sábanas y el colchón resultaban tersos yo era un aditamento extraño.

Debo aclarar mis antecedentes de eunuco genético, que prefiero no explicar en detalle. Ahora
estoy conforme con mi destino; sentí una inclinación amigable hacia el género opuesto, aunque no
pretendí nada sexual con ella. Pero sí debía satisfacer a plenitud la atracción —mezclada con
curiosidad— proveniente desde esa hermosura arrebatadora, a la vez discreta y que jamás
presumía de sus dones.

Con sigilo me vestí y escapé sin despertarla, sabía que ella agradecía no inquietar a sus niñas ni dar
explicaciones.

Afuera caminé entre las calles oscuras y casi desiertas donde la luna se había extraviado. Avancé
atolondrado, sin un rumbo fijo, mientras la ciudad iba despertando ensueños de pactos rotos,
farolas mortecinas y promesas sin palabras.

Seguí hasta un parque lejano y busqué una banca desde la cual observar el amanecer. Descansé
intentando poner la mente en blanco, cuando los árboles y prados sueltan una bruma ligera y
fresca a esas horas. Sin embargo, esa madrugada resultaba tan húmeda que el rocío se
condensaba entre el pelo y las mejillas, como ahora salpican las gotas de remos entre los botes
salvavidas.

Mientras el cielo se teñía de rosa repasé lo que me alejaba de esta urbe: los motivos inconfesados
ante esa diosa amistosa, tentadora e inaccesible. Los cucús de la alborada invitaban a embarcarse
hacia la lejanía. Antes había comenzado a distanciarme y debía de terminar lo empezado, aunque
cargando —en secreto— recuerdos imborrables.

Una vez escapados del laberinto del Concordia, nos amontonamos dentro del bote salvavidas
hasta recuperar el aliento. En la lejanía las sirenas de un navío de rescate abren esperanzas ante
tal tragedia marítima, pero esa es otra historia…

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