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Todos Santos, todos muertos

Julio César Escalante

Entre todos mis viajes a través de la península de Baja California, permea


en mí el recuerdo de uno que jamás he contado debido a lo ilusorio del
mismo. Fue en mis años de juventud alentado por mis amigos que
tomamos un catamarán con el fin de disfrutar de un atardecer en el
océano pacifico perdidos entre tragos y tragos de alcohol. No adjudico a
mi estado de embriaguez la explicación de lo que ocurriría después,
aunque he conjeturado que el alcohol no era la única sustancia con la
capacidad de distorsionar la conciencia que transportaba el barco.
Me es difuso recordar los hechos subsecuentes al ocaso en el arco de San
Lucas donde el mar de Cortes y el océano pacifico se intersecan, uno
distingue la división en la tonalidad del agua. La suave música que
tarareaba, el viento se la llevaba “Ya no sé amar sin el mar”. Los últimos
rayos de luz se dispersaban entre todos sus espectadores y la paleta de
colores que el atardecer otorgaba en el océano era mágica.
Una vez en tierra sin saber cómo, desembarcamos, nadie lo recuerda con
exactitud, nos dirigimos al auto porque el conductor tenía que regresar (no
muy llegada la noche) el vehículo antes que sus padres se enteraran que
lo había tomado prestado sin su consentimiento. Siempre he creído que la
juventud es un inhibidor del miedo al peligro, pues ninguno de nosotros 7
recuerda cómo es que llegamos hasta el pueblo de Todos Santos sin sufrir
un accidente. No recuerdo aquel trayecto de 45 minutos en carretera,
incluso el piloto designado se enaltece por haber realizado tal hazaña fálica
sin haber ocasionado ningún daño, también es verdad que nadie de
nosotros podría atestiguar lo contrario.
Entrada la noche llegamos al pequeño pueblo de todos santos, este es un
pueblo cobijado por la calma, la tranquilidad de sus calles evoca la vida de
un lugar con poca historia. Pasando la plaza de armas comienzan mis
recuerdos, cerca de su explanada rectangular salpicada de esbeltas
palmeras y cocoteros , rodeada por las edificaciones de arquitectura
todosanteña. Pasamos de lado del teatro (cosa peculiar para un pueblo) y
seguimos nuestro trayecto para llegar a la casa de mi amigo. Ya por llegar
fui consciente (no en su totalidad) de una patrulla estacionada enfrente de
su casa, vi a sus padres hablando con un policía y sus reflejos felinos
voltearon a ver el auto que había sido reportado como robado. Mi amigo
atónito detuvo el carro apenas vio la patrulla, el pánico nos abordó la piel.
En el estado de consciencia en que estábamos imaginamos lo peor, la
sentencia que nos sería impuesta si nos atrapaban. Yo no dejaba de
imaginarme cada una de las posibles consecuencias, hasta que un grito
me hizo volver al presente “¡Córranle pendejos que ya nos cacharon!”
Abriendo las puertas del carro huimos despavoridos cada uno en diferente
dirección a excepción del conductor que se quedó congelado con las
mano temblorosas en el volante.
Fue tal el impulso de adrenalina que corrí hacia la carretera que conecta al
pueblo, arenosa y sin asfalto, pero llena de piedras, lo único a mi alrededor
eran cientos de enormes palmeras que caracterizan la región. No supe
cuánto corrí, pero cuando volví en calma ya estaba lo suficientemente lejos
que ya no había casas circundantes, solo se veían vallas que delimitaban
los terrenos llanos, afortunadamente estaba cerca del único poste de luz a
la redonda. No tengo idea de cómo corrí en la oscuridad sin haber
tropezado, solo me dejaba guiar por la luz de los postes alejados a gran
distancia uno del otro. Sentí la adrenalina todavía recorriendo mi cuerpo
era como el cosquilleo de una hormiga invisible que deambulaba en mi
piel, me toqué la cara que sentía sumamente húmeda y mis manos
estaban empapadas, bañado en charcos y charcos de sudor que recorrían
mi cabeza, fue un nivel de cardio que jamás había hecho, y a mi alrededor
no veía nada más que maleza y camino arenoso, todo lo demás pertenecía
a la oscuridad.
A pesar que el regreso ya no estaba iluminado, no sentí temor, me
encontraba tranquilo, la idea con mayor peso en mi mente era que todo
estaría bien pues el peligro mayor había desaparecido, no había forma que
me encontrará la policía. Tiempo después investigué que tipo de sustancia
podía causar los síntomas que padecí, nunca estuve más conectado con
la naturaleza que en ese momento, querido lector espero que tengas una
idea más clara de qué pude haber consumido.
Una vez recuperado mi ritmo cardiaco, saque mi celular para poder
comunicarme, pero sorpresa, la señal era horrible y no lo atribuyo a estar
en un lugar aislado, culpo a mi compañía de teléfono por no tener señal
en la mayoría de los estados. Incomunicado no podía hacer mucho, no me
quedaba de otra que regresar. Antes de emprender el camino de vuelta, a
lo lejos una llamarada de fuego se vislumbraba. “Hermoso, por aquí todavía
pasa gente en las noches” fue lo que pensé. Espere a que el fuego de la
antorcha se acercara más y más, mi idea era preguntarle a la persona que
viniera si habría forma de que guiarme de regreso, aunque sea al siguiente
poste de luz.
La antorcha llego a un radio próximo a mí, pude distinguir la figura de una
persona con la mirada baja que portaba un viejo poncho negro con
pantalones desgastados y sucios por la tierra. Una capucha que cubría su
cabeza. Esta figura caminaba con una antorcha en mano y en la otra
cargaba una pequeña bolsa de telar de yute , donde se guardan granos.
Hice énfasis en ver su rostro, pero me fue vedado porque mantenía su
mirada en el suelo y la capucha lo cubría muy bien. Paso en frente de mí y
sin ningún pudor le dije “Señor. Señor. Disculpe, ¿Podría ayudarme?” La
figura alzó la mirada y giro su cabeza para verme, portaba una máscara de
un rojo intenso, fulgurante como la lava de un volcán, emulaba una boca
abierta con dientes saltones, tenía los ojos grandes sin iris con un punto
grueso en el medio y una serpiente negra cuyo cuerpo estaba hecho del
mismo material que la careta, el falso reptil recorría la boca y las esquinas
hasta terminar posando su cabeza en donde se situaría la parte de la nariz.
Me miró y con un gesto de la mano me incitó a que lo siguiera, torno su
mirada de vuelta al suelo y siguió su andar.
Todavía no aclaro los pensamientos que pasaron en mi cabeza en ese
momento, no puedo negar que la máscara me asustó, pero el temor pasó
rápido al ver que no me hizo nada, su caminar era el de una persona
longeva qué daño me podría hacerme, mientras se alejaba en dirección
opuesta a mi camino algo me hizo gritarle “¡Espere, espere! La persona se
detuvo y yo corrí hacía él. Alcanzándolo le dije: “¿A dónde va?” Sin hablar
señaló con la antorcha hacia enfrente, el camino estaba totalmente
oscuro, ya no había nada que nos iluminara que no fuera el fuego de la
antorcha. Me extraño que no dijera ni una palabra, pero era más mi
emoción por lo extraño del suceso que no le preste atención y avance con
él.
Caminamos durante unos minutos cuando de los terrenos aledaños
aparecieron de repente varias llamaradas a los lejos y tomaban camino
hacia nuestro arenoso sendero, diría que eran un parde docenas de
antorchas que comenzaban a arremolinarse hacia nosotros. Pronto atisbe
que estas antorchas eran cargadas por personas de toda clase, hombres y
mujeres con pantalones viejos, faldas largas y polvorientas, pero todos
portaban mascara, un señor alto de piel morena, famélico marchaba muy
cerca de nosotros , observe su máscara, tenía varios cuernos como de chivo
que resaltaban de su frente , puntos rojizos esparcidos en ella, simulaba
una boca con dientes filosos que resaltaban como los de un depredador y
los ojos falsos bien abiertos que tenían un delineado rojo. Una niña a lado
mío de apenas unos 9 años en huaraches con una antorcha más pequeña,
pero el fuego de esta era más vivido, tenía una máscara que emulaba las
alas de una mariposa. Muchas de estas personas cargaban cañas recién
cortadas, conservaban el fresco de su olor, otros con red de pescar en la
mano. Todas las máscaras eran diferentes, muchas de ellas eran de
animales, recuerdo la de un pulpo morado tallada de madera, otras más
escalofriantes de cabezas de caimanes, serpientes, ratas, algunas fueron
forradas con piel del animal que emulaban, hechas con pelo de zorros ,
tlacuaches. Hubo una pareja que venía tomada de la mano, el señor de
vago aspecto vestía un traje roto muy elegante, sucio por el tiempo y la
mujer un vestido de novia con el velo quemado, la máscara de la dama era
una calavera de dientes saltones, lisa y blanca, como si fuera un esqueleto
joven y la del señor era dorada, lucía como oro genuino tenía arrugas en el
mentón como si la máscara fuera de una persona de mediana edad. Un
soldado traía la máscara de un diablo, era negra con ojos rojos saltones, y
amarillentos, cuernos largos, dientes extendidos y puntiagudos con orejas
de dragón y otra persona portaba una careta de madera con pequeños
fetos de animales púrpuras apilados en ella.
-¡Es un carnaval!- Fue lo que pensé al ver el túmulo de gente con máscaras
mexicanas, esperaba que hubiera gritos, alabanzas, conversación, pero era
un grupo callado. Pronto intuí que no festejaban nada, simplemente
seguían el camino que trazaba la arena. Nunca escuche una palabra de
aquellas personas solo el ruido de sus pisadas al caminar.
El camino se volvió diáfano, perdía forma y el sonido de las olas se hacía
más y más fuerte. Borges cuenta que cada vez que se escuchar el mar es
volver a escucharlo por primera vez. El camino pedregoso terminó.
Habíamos dado con una playa, y ante mis ojos el azul fluorescente del
oleaje que brillaba por el efecto bioluminico de unas células, iluminaban la
orilla. Las olas dejaban su espumoso rastro en la arena. Fue un espectáculo
visual precioso, el mar me llamaba con su canto de olas rompiéndose, y los
pequeños placntons al entrar en contacto con el aire transformaban la
energía química en lumínica, mis huellas en la arena comenzaron a dejar
un color azul fluorescente, y es que la naturaleza es indistinguible de la
magia. Llegamos a la costa donde encallaba una pequeña balsa de
madera, apenas para 4 pasajeros. El señor de la máscara con la serpiente
alrededor clavó la antorcha en la arena y subió , detrás de él dos personas
más lo acompañaron, portaban la máscara de una antigua deidad azteca
de azul jade, relacionado a un dios que proveía las lluvias y la otra persona
sin ninguna prenda que cubriera su cuerpo más que un rabo de tela vestía
una máscara de barro asimilando un rostro humano. Con señas me
indicaban que subiera con ellos, estuvieron un rato esperando. “No se irán
sin mí ¿Verdad?” -Pregunte postrado en la arena y ellos moviendo la
cabeza de un lado al otro en un gesto de negación.
La curiosidad es una propiedad intrínseca de los animales, el cerebro
recompensa la exploración quizá por los peligros que conlleva. Y la valentía
es una cualidad de todo viajero, una cualidad que se fortalece
practicándola. ¿Qué tenía que perder? Siempre he estado tan ligero que
lo único que cargo son los recuerdos de viejos amores de Eros. Fue un
sonido místico lo que me impulsó, proveniente de las aguas. Fue un
llamado de un lenguaje desconocido, no decía nada, eran solo notas que
se manifestaban desde las profundidades del mar, hipnotizado por el
sonido, me sentí tan atraído como Ulises a las sirenas y subí al bote.
Nos fuimos alejando de la costa y las decenas de antorchas que portaban
los habitantes se iban extinguiendo consecutivamente como el soplo que
apaga las velas de cumpleaños. De un de repente ya no había ni un fuego
en la costa, solo el azul fluorescente que delimitaba el mar de la arena y
las olas nos dirigían al lugar donde aquel canto antiquísimo surgía.
Desconozco qué tan lejos estábamos de la costa, la oscuridad quita
perspectiva, pero el mar se apaciguo y ninguno de nosotros tenía el trabajo
de galero. Me perdía viendo las negras aguas marinas, como quien se
pierde ahondando en sus pensamientos. Fue el ruido que hizo la persona
con taparrabos al caer de la lancha lo que me volvió al presente. Cayó al
agua y sin pensarlo me abalancé hacia su lado e intenté ayudarlo a volver,
pero de aquel chapuzón nada salió. Introduje mi mano en las aguas para
sujetarlo pero lo único que salió de ellas fue su mascara, como si su cuerpo
se hubiera disuelto al contacto con el agua. Saque la máscara y antes de
poder hablar el hombre con cara de serpiente salto al mar, sin más. No fui
hacia él , me quede estático. La figura con máscara azul jade me señalo el
lugar donde el señor había caído anteriormente, me acerque solo para ver
su mascara flotando cerca del bote. La saque y coloque a un costado. Mire
al único tripulante que me acompañaba “¿Tú también te iras?” -Le dije. No
hizo ninguna seña, su mascara era preciosa y comenzó a emitir una luz
fulgurante, la figura enfrente de mí se levantó y entró de un salto al mar,
la suya fue la única mascara que no salió a flote.
Estuve un rato en la deriva, con pocas esperanzas de poder volver, había
perdido orientación. Mi noción del tiempo se diluía hasta que aquellos
silbidos (cuyo eco reverberaba a cientos de kilómetros) se escuchaban
cada vez más cerca. La balsa comenzó a tambalearse, me sostuve con
fuerza. Del agua comenzó a emerger un destello de luz que resaltó con
rapidez. Fue en ese momento que una ballena pasó por debajo de la barca.
De las protuberancias de la parte superior de su cabeza emitía un
resplandor de azul celeste que también se hacía presente en el contorno
de sus aletas. Se alejo unos metros de la balsa y salto, se sostuvo en el aire
por unos segundos cual bailarina de ballet, siendo un animal tan pesado
lograba hacer que sus movimientos que parecían tan livianos. Se
adentraba al mar, por momentos dejaba ver su aleta y con su cola llegaba
a golpear el agua salpicándome.
Unos minutos después de ejecutar aquella danza marina vi la mancha
fluorescente que se acercaba, esta asomo su cabeza a un costado del bote.
Me sostuve firmemente y acerque mi mano a su cabeza, note que su piel
no era tersa y suave como podría imaginar, ahí donde las células emitían
su distintivo brillo azul estaban impregnados pequeños crustáceos
adheridos a su piel. Tenía la piel correosa, como un coral. Ella seguía
silbando, trataba de decirme algo en un lenguaje ancestral que mi
moderno cerebro no fue capaz de entender. Ahí estábamos, dos seres de
ramas evolutivas distintas en un mundo desconocido. Puede que la
historia de la torre de babel en realidad represente la condena a no poder
comunicarnos con otras especies. ¿Fue la evolución del lenguaje cognitivo
algo puramente humano? A pesar de esto, apelo al amor que es un
sentimiento universal capaz de traspasar las barreras del lenguaje.
Acaricie su cabeza cuidando de no tocar su espiráculo (esto las incomoda),
no soy biólogo, pero sé que la mayoría de los cetáceos que llegan a estas
playas son ballenas jorobadas, vienen de muy lejos para dar luz a sus crías.
Siguió emitiendo su canto, quizá era un llamado a otras ballenas, es raro
que no vengan acompañadas, son animales sociales. Quizá el sonido que
emitía estaba en una frecuencia que solo podía ser escuchada por los de
mi especie y estaba condenada a navegar sola en el infinito mar
esperando la respuesta de otro que jamás llegaría. Tuve muchas
conjeturas, al final no opté por ninguna. Seguí disfrutando de la compañía
de mi amiga hasta que se sumergido tanto que su brillo se desvaneció.
Me quede solo en medio de un mar indiferente, ya no esperaba nada , la
vida me había dado un momento glorioso que pocos pueden contemplar,
mis esperanzas se esfumaron y opte por cerrar los ojos y recostarme en la
balsa, esperando que el océano me devorara o me escupiera.
Afortunadamente ocurrió lo segundo, fui encontrado a la mañana
siguiente inconsciente en las orillas de la playa la Cachora sin balsa,
arrastrado por las olas. Estuve en el hospital por varios días. Cuando por fin
pude hablar y explicar lo que había pasado, callé. Por el miedo a que mi
relato fuera embadurnado por el pensamiento mágico o categorizándolo
en la “fantasía” al no tener pruebas tangibles de lo acontecido.
Tras largas reflexiones subsecuentes a la odisea marina descubrí que yo
también portaba una máscara que se adhirió a mí por largo tiempo,
confundía las interpretaciones con hechos y los hechos con
interpretaciones, pues no podría referir cuál verdad alberga más
credibilidad que la otra, y ahora que intento quitarme mi mascara, he
comprendido porque ninguna persona de la multitud con antorchas
enunció palabra alguna, ellos nunca fueron escuchados, un pueblo que
nunca aprendió a levantar la voz después de la vida la perdió, en sus fiestas
gritaban hasta quedarse afónicos, para callar el resto de sus demás días. El
tiempo fue borrando sus rostros como lo hacen las olas a las huellas en la
arena. La muerte les brindo máscaras para distinguirlos. Hoy quiero darle
voz a quién la ha perdido, de ellos aprendí que los que callan son los
primeros en entrar al olvido y ojalá algún día puedan sus almas llegar a su
destino.

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