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De:

LA VIOLENCIA DE LA INTERPRETACIÓN. Del pictograma al


enunciado.
Piera Aulagnier
(1975)
Amorrortu Editores. Buenos Aires, 1977
Páginas 162-167

El contrato narcisista

Consideremos un grupo «X»: su existencia implica que la mayor parte de los sujetos, salvo
durante períodos muy breves de su historia, aceptan como verdadero un discurso que afirma
lo bien fundado de las leyes que rigen su funcionamiento, define el objetivo buscado y lo
impone.
Podemos considerar estas leyes como la tela que subtiende la representación que los sujetos
se dan acerca del conjunto ideal: se deduce que la relación del sujeto con el conjunto
depende de su catectización de los enunciados del fundamento. Al adherir al campo social,
el sujeto se apropia de una serie de enunciados que su voz repite; esta repetición le aporta la
certeza de la existencia de un discurso en el que la verdad acerca del pasado está
garantizada, con el corolario de la creencia en la posible verdad acerca de las previsiones
sobre el futuro.
La catectización de este modelo futuro constituye una condición necesaria para el
funcionamiento social: hemos dicho que se encuentra en relación directa con el modelo del
origen. Toda descatectización del primero repercutirá en el segundo; ahora bien, si el sujeto
pierde toda certeza acerca del origen, pierde, por ello mismo, el punto de apoyo que el
enunciante está obligado a encontrar para que el discurso se ofrezca como lugar con la
siguiente característica: la de que la posibilidad de que una verdad encuentre sitio en
é1 esté garantizada por el asentimiento del conjunto de las voces1. Al convertirse en
apropiación lícita del sujeto, el discurso de lo sagrado catectiza al sujeto como sujeto del
grupo: el enunciado de los fundamentos, vuelve al sujeto como enunciado fundador de su
posición en el conjunto. Esta designación debe ser separada del registro identificatorio en
sentido estricto2: ella es coextensa con é1, sigue una vía paralela, pero no se confunde.
Permite un discernimiento que encuadrará a la problemática identificatoria, y que esta
última no quede totalmente apresada en la trampa de la relación imaginaria. Esta
designación define en el sujeto lo que trasciende la singularidad característica de la relación
entre dos locutores: ella privilegia los atributos compartidos por el conjunto, indicando, en
cada voz, los enunciados que cada una tiene derecho a repetir y afirmar como verdaderos, y
en relación con los cuales reivindica un derecho legítimo de herencia. Si consideramos al
conjunto real representado por el conjunto de las voces existentes, diremos que sólo puede

1
Conjunto de las voces o texto escrito cuyo rol de referente es necesario para que el niño se libere de su
dependencia respecto del primer referente encarnado por la voz materna.
2
Este último coincide con el registro de lo imaginario; véase el Anexo.

1
preservarse mientras la mayor parte de los sujetos catectizan un mismo conjunto ideal; vale
decir, un conjunto en el que el sujeto puede proyectarse en el lugar de un sujeto ideal.
El sujeto ideal no es idéntico al yo ideal o al ideal del yo: refiere al sujeto del grupo, o sea,
a la idea (término más legítimo, en este caso, que el de imagen) de é1 mismo que el sujeto
demanda al grupo, como concepto, concepto que lo designa como un elemento que
pertenece a un todo que reconoce en é1 una parte homogénea.
A modo de contrapartida, el grupo espera que la voz del sujeto retome por cuenta propia lo
que enunciaba una voz que se ha apagado, que remplace un elemento muerto y asegure la
inmutabilidad del conjunto. Se instaura así un pacto de intercambio: el grupo garantiza la
transferencia sobre el nuevo miembro del reconocimiento que tenía el desaparecido; el
nuevo miembro se compromete -a través de la voz de los otros, que cumplen el papel de
padrinos sociales- a repetir el mismo fragmento de discurso. En términos más económicos,
diremos que el sujeto ve en el conjunto al soporte ofrecido a una parte de su libido
narcisista; por ello, hace de su voz el elemento que se añade al coro que, en y para el
conjunto, comenta el origen de la pieza y anuncia el objeto al que apunta. A cambio de ello,
el grupo reconoce que sólo puede existir gracias a lo que la voz repite; valoriza, de ese
modo, la función que é1 le solicita; trasforma la repetición en creación continua de lo que
es, y sólo puede persistir a ese precio. El contrato narcisista se instaura gracias a la
precatectización por parte del conjunto del infans como voz futura que ocupará el lugar que
se le designa: por anticipación, provee a este último del rol de sujeto del grupo que proyecta
sobre él. La existencia del conjunto presupone que la mayor parte de sus elementos
consideran que si fuesen íntegramente respetadas las exigencias para su funcionamiento,
permitirían alcanzar el conjunto ideal. La creencia en este ideal se acompañará con la
esperanza en la permanencia y en la perennidad del conjunto. Sin lograrlo nunca por
completo, el sujeto podrá establecer entonces una identidad entre posibilidad de perennidad
del conjunto y deseo de perennidad del individuo; medido en relación con el tiempo del
hombre, lo primero se presenta como realizable. Por ello, en la catectización del modelo
ideal se nota la presencia primitiva de un deseo de inmortalidad ante el cual esta
catectización se ofrece como sustituto. Observamos que, independientemente de la función
que puede cumplir lo que Freud llama el líder del grupo y el yo ideal, para la existencia del
conjunto es condición necesaria la presencia de un modelo ideal que atraiga hacia sí una
parte de la libido narcisista de los sujetos.

El contrato narcisista tiene como signatarios al niño y al grupo. La catectización del niño
por parte del grupo anticipa la del grupo por parte del niño. En efecto, hemos visto que,
desde su llegada al mundo, el grupo catectiza al infans como voz futura a la que solicitará
que repita los enunciados de una voz muerta y que garantice así la permanencia cualitativa
y cuantitativa de un cuerpo que se autorregenerará en forma continua. En cuanto al niño, y
como contrapartida de su catectización del grupo y de sus modelos, demandará que se le
asegure el derecho a ocupar un lugar independiente del exclusivo veredicto parental, que se
le ofrezca un modelo ideal que los otros no pueden rechazar sin rechazar al mismo tiempo
las leyes del conjunto, que se le permita conservar la ilusión de una persistencia atemporal
proyectada sobre el conjunto y, en primer lugar, en un proyecto del conjunto que, según se
supone, sus sucesores retomarán y preservarán.
El discurso del conjunto le ofrece al sujeto una certeza acerca del origen, necesaria para que
la dimensión histórica sea retroactivamente proyectable sobre su pasado, cuya referencia no
permitirá ya que el saber materno o paterno sea su garante exhaustivo y suficiente. El

2
acceso a una historicidad es un factor esencial en el proceso identificatorio, es
indispensable para que el Yo alcance el umbral de autonomía exigido por su
funcionamiento. Lo que el conjunto ofrece así al sujeto singular inducirá al sujeto a
transferir una parte de la «apuesta» narcisista, catectizada en su juego identificatorio, sobre
este conjunto que le promete una «prima» futura.
El sujeto puede representarse así este tiempo venidero, en que sabe que ya no tendrá cabida,
como continuación de sí mismo y de su obra, gracias a la ilusión de que una nueva voz
volverá a dar vida a la mismidad de su propio discurso, que de esta manera podría escapar
al irreversible veredicto del tiempo.
La definición dada del contrato narcisista implica su universalidad; pero, si bien es cierto
que todo sujeto es efectivamente co-signatario, la parte de la libido narcisista que se
catectiza en é1 varía de uno a otro sujeto, de una a otra pareja y entre los dos elementos de
la pareja. La calidad y la intensidad de la catectización presente en el contrato que une a la
pareja parental con el conjunto, al igual que 1a particularidad de las referencias y emblemas
que privilegiará en ese registro, intervendrán de dos modos diferentes en el espacio al que
el Yo del niño debe advenir:

1. Los emblemas y los roles valorizados por la pareja, que logra así el acuerdo y, a menudo,
la complicidad de los otros sujetos del conjunto, pueden permitir a los padres y al niño
disfrazar un deseo que, de ese modo, logra el complemento de justificación que les dará un
lugar en el registro del bien, de lo lícito, de la ética.
2. Ellos imponen al Yo del niño su primer conocimiento de la relación que mantienen los
dos elementos de la pareja con el campo social y de la relación de los otros frente a la
posición ocupada por la pareja.
Mientras nos mantenemos dentro de ciertos límites, las variaciones de la relación pareja-
medio desempeñarán un papel secundario en el destino del sujeto, que en un segundo
momento podrá establecer con estos modelos una relación autónoma, directamente marcada
por su propia evolución psíquica, sus particularidades y la singularidad de las defensas
puestas en juego. No ocurre lo mismo cuando estos 1ímites no son respetados, sea porque
la pareja rechaza las cláusulas esenciales del contrato, sea porque el conjunto impone un
contrato viciado de antemano, al negarse a reconocer en la pareja elementos del conjunto a
carta cabal.
Tanto si la responsabilidad le incumbe a la pareja como si le incumbe al conjunto, la
ruptura del contrato puede tener consecuencias directas sobre el destino psíquico del niño.
En este caso se comprobarán dos tipos de situación:
1. Aquella en la que, por parte de la madre, del padre o de ambos, existe una negativa total
a comprometerse en este contrato; descatectización que por sí sola marca una grave falla en
su estructura psíquica y revela un núcleo psicótico más o menos compensado. En estos
últimos años, son muchos los que han insistido acerca del carácter cerrado de determinadas
familias de psicóticos, microcosmos que al guardar a su loco preservan un equilibrio
inestable que, mal que bien, sólo se mantiene mientras se puede evitar todo enfrentamiento
directo con el discurso de los otros, gracias al silenciamiento de lo que se habla en el
exterior. El riesgo que corre en tal caso el sujeto es verse imposibilitado de encontrar fuera
de la familia un soporte que le allane el camino hacia la obtención de la parte de autonomía
necesaria para las funciones del Yo. Esto no es causa de la psicosis, pero si, sin duda, un
factor inductor, a menudo presente en la familia del esquizofrénico.

3
En la última parte de esta obra veremos que, en toda ocasión en que la realidad histórica de
la vida infantil se potencia con una construcción fantaseada de su percepción del mundo, su
colusión puede determinar la imposibilidad de sustituir a la fantasía mediante una «puesta
en sentido» que la relativice. En cierto número de anamnesis de psicóticos llama la atención
el redoblamiento impuesto por la realidad social: se observa que el rechazo, la mutilación,
el odio, la enajenación, situaciones todas a la que nos remite la problemática psicótica, son
actuadas y no solo fantaseadas en la relación del conjunto con la pareja.
Consecuentemente, en el momento en que el Yo descubre lo exterior a la familia, en el
momento en que su mirada busca allí un signo que le dé derecho de ciudadanía entre sus
semejantes, encuentra un veredicto que le niega ese derecho, que apenas le propone un
contrato inaceptable: en efecto, su respeto implicaría que en la realidad de su devenir
renuncie a ser otra cosa que un engranaje sin valor al servicio de una máquina, que no
oculta su decisión de explotarlo o excluirlo. Este veredicto redobla aquello que se había
percibido, en la relación del Yo con la pareja, como rechazo de toda autonomía, como
prohibición de toda veleidad de contradecir lo dicho: es evidente que estos dos veredictos
no son idénticos. Plantear una identidad entre represión social y represión en el sentido
psicoanalítico, entre explotación económica y apropiación por parte de la madre del
pensamiento del niño, no tiene ningún sentido; inversamente, sin embargo, y debido a que
el niño comienza por proyectar sobre la escena social el pattern de su problemática en
relación con los ocupantes del espacio familiar, puede observar la inscripción sobre esta
escena del redoblamiento de una misma dialéctica, en la que, de ese modo, se encuentra
doblemente apresado.
Estas consideraciones acerca de la función y omnipresencia del contrato narcisista ponen
punto final a nuestro análisis del espacio al que el Yo debe advenir: hemos mostrado las
condiciones que debe cumplir para que el Yo pueda habitarlo y las que pueden hacerlo
incompatible con esta función. Antes de abordar la consecuencia más dramática de esta
incompatibilidad (la psicosis), y a fin de comprender qué expropiación entraña en relación
con el Yo, consideraremos una función que especifica a esta instancia, una vez que ha
logrado advenir: posibilitar una conjugación del tiempo futuro compatible con la de un
tiempo pasado.

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