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Cavatina
—Ah.
—No te muevas.
Y la Venus llamaba:
Ella se callaba y pensaba en su finado padre. Quería ser como él, po-
nerse pantalones de perneras ajustadas y pinzas en la cintura, medias
de seda, zapatos de charol, camisas blancas, sacos smoking, corbata
negra, larguísimos abrigos con cuello de piel y miel de las abejas de
Dahlen. Quería que se dieran vuelta en la calle a verla pasar. ¿Llevaría
un bastón? No. Pero se peinaría con rodete, o una cascada rubia sobre
el cuello del abrigo y una rama verde con hojas verdes para recatarse
de las miradas de la multitud perdido en la cual el viejo Homero busca
tema para sus versos.
—Al fin —dijo la Venus de las abejas—. Mirá que me diste trabajo,
¿eh?
—Pero claro que sí, Ari —dijo Heidrun dejando el cucharón en la olla
y levantando los brazos como para desperezarse—, claro que sí.
Heidrun se inclinó sobre la olla y miró los ojitos amarillos del caldo.
Esa noche Lipman miró los ojos suculentos de su mujer y se durmió
pensando en toda la plata que iba a ganar haciéndoles los trajes a esa
gente para el casamiento.
—Lo que usted quiera, sol de mi vida —dijo Lipman medio segundo
antes de quedarse dormido.
—Aprende rápido.
—No te vas a preocupar por toda la gente que se muere —dijo la Ve-
nus.
Cobraba mucho pero valía la pena. Usted entraba por la puerta siem-
pre abierta, recorría el pasillo sintiendo que estaba haciendo una tonte-
ría pero que bueno, total, por qué no probar. Al llegar a la puerta con
vidrio inglés miraba el reloj para asegurarse de que era puntual como
le habían recomendado que fuera. Faltaban dos segundos. Ya. Usted
entraba y se quedaba sin aliento. La sastrería, al frente, sobre la calle
España, era toda marrón marrón, cortinas, mesas, mostrador, armario,
probadores, madera, alfombras, todo. El cuarto de Heidrun, al fondo,
sobre el patio, era todo blanco blanco, paredes, techo, luz, cortina
almidonada en la ventana, escritorio, silla, piso de mosaicos sin al-
fombra, todo. Y ella vestida de negro, smoking, cascada rubia o rode-
te, camisa blanca, serena, señera, señora, madonna, no se ponía de pie.
—Esa mujer es una maravilla —le habían dicho a usted—, sabe todo,
ve todo. Es cara, pero tenés que ir a verla.
Esa mujer sentada frente a usted escritorio de por medio lo mira con
ojos de oro o es el reflejo del casco, la cascada sobre el cuello, y le
dice la vida, se vuelve usted, se enrosca, alienta, va y viene, flota,
remonta, vuela, mastica, invade, no lo deja respirar. Lipman siempre
creyó que no hay que esforzarse demasiado cuando es evidente que no
hay necesidad. También que es inútil tratar de vivir hoy lo que va
haber que vivir mañana. Y que si bien para el que no tiene nada, poco
es mucho, para el que tiene mucho, más es peligroso. En consecuencia
acepta cada vez menos pedidos y revuelve el té con la cucharita de
plata mientras Heidrun le indica a usted que se siente frente a ella y le
cuenta todo lo que le ha pasado, lo que le pasa, lo que le va a pasar
mañana, el viernes, dentro de un mes, un año y cinco años. Un traje
por mes está más que bien: hay tantas casas ahora que venden buena
ropa de confección, aparte de que la gente ya no se viste como antes,
con tanta formalidad. También algún pantalón y hasta algún arreglo
para un viejo cliente; algo liviano, como pretexto para tener a quien
invitar a sentarse y tomar un té. Todas las noches se abraza a su mujer
rubia y ella se moja las puntas de los dedos en sus bocas y los pasa por
la cabeza, la cara, sobre todo la cara, la frente, los arcos superciliares,
la nariz, el mentón, los pómulos, los ojos; los hombros, los brazos, la
cintura de Lipman.
Lipman se parece cada día más a Lucas Cranach joven, cosa que se ve
enseguida contemplando el Autorretrato del Pintor en su Estudio, ese
cuadro que está en el Schinkel junto a un águila herida de Rickenbauer
(1773-1821). Ahí se lo ve muy erguido, orgulloso, vestido con un
largo delantal de pintor, tocado con una boina granate que requintada,
deja ver una plumita moteada entre sus pliegues, sosteniendo en una
mano los pinceles, muy blanco, el pelo muy negro, las manos de de-
dos largos y finos, los ojos oscuros mirando para acá soñadores, segu-
ro de las Venus que alguna vez va a pintar, de las abejas y los paisajes
y los paraísos, casi petulante, capaz de conquistar a alguna belleza
rubia inalcanzable, de cruzar un río a nado perseguido por el enemigo,
de sufrir enfermedades atroces, de dedicarse con unción a modestos
trabajos.