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Durante la Edad Moderna, Francia y España fueron los países en los que el Absolutismo
alcanzó sus niveles más altos, particularmente en el siglo XVII. Eran los dos estados más
extensos de Europa occidental, y también los más poderosos. Prácticamente habían logrado
su proceso de unificación a finales del siglo anterior, el XVI, y, como sabemos, este proceso
estuvo cargado de episodios trágicos y sangrientos. Pero al margen de estas
consideraciones, la autoridad del soberano no era cuestionada por nadie.
Los sistemas francés y español tenían en común el principio tomado del derecho romano de
“imperium”, que aseguraba al soberano poderes ilimitados, un soberano en quien el pueblo
delegaba la soberanía. En teoría todo poder provenía de Dios, pero el pueblo se lo delegaba
al soberano.
Pero esta idea de poder absoluto, que no debía rendir cuentas a nadie, tiene sus matices. El
soberano tenía que respetar las leyes de Dios y las de la naturaleza, esto es, gobernar con
justicia. Debía respetar, y hacer respetar, las leyes, las costumbres y los privilegios que
existían en su reino. El problema es que por lo general, estos reyes se dedicaron a hacer
respetar más el privilegio de los nobles que los derechos del resto de la población.
Pero el absolutismo también estuvo matizado por la personalidad de los monarcas. En
Francia, por ejemplo, el recuerdo de Enrique IV, Luis XIII y Luis XIV es altamente positivo. En
España, en cambio, tenemos la imagen de un Felipe III perezoso, de un Felipe IV débil de
carácter y de un Carlos II débil mental. Pero claro, estos fueron los costos de un sistema
legal, basado en el derecho romano, donde el poder lo hereda el hijo mayor varón (el
“mayorazgo”), al margen de sus aptitudes físicas o mentales.
Por esta razón el siglo XVII conoció la figura del valido, es decir, la presencia de un
personaje de la alta nobleza, muy cercano a la familia real, que llevaba las riendas del poder.
En Francia los validos, o también llamados “favoritos”, como los cardenales Richelieu o
Mazarino, cumplieron las funciones de regentes de Luis XIII y Luis XIV, respectivamente. En
España, en cambio, por la incompetencia de algunos de sus soberanos, figuras como el
duque de Lerma o el conde-duque de Olivares gobernaron en forma efectiva por casi 50
años.
Por lógica el soberano no podía llevar por sí solo todos los asuntos del gobierno. Por ello era
auxiliado, y asesorado, en sus tareas por un “ejército” de secretarios y consejeros. Por ello
en el siglo XVII se consolidó el funcionamiento del Consejo de Estado. En Francia era una
verdadera instancia de gobierno, es decir, tenía voz propia y podía ejecutar medidas. Pero
en España era una institución meramente consultiva, sin capacidad de acción.
JEAN BODIN
(1530-1596)
Filósofo y economista francés, fue uno de los ideólogos más importantes de la monarquía
absoluta. En su obra “La República” (1576) sostuvo, sin embargo, que el soberano no es
dueño de los bienes de sus súbditos y que no puede establecer impuestos sin el
consentimiento de los Estados Generales (el parlamento francés).
Bodin formuló la idea moderna del poder político como la capacidad del soberano de crear
nuevas leyes e imponer su obediencia indiscutible, pero dentro de algunas limitaciones.
Como hemos visto, la práctica del Absolutismo respondió, en buena medida a la teoría de
Bodin. Ningún estado absolutista pudo disponer nunca a placer de la libertad ni de las
tierras de la nobleza, ni de la burguesía (había una ley moral por encima del soberano).
Tampoco pudieron alcanzar una centralización administrativa ni una unificación jurídica
completas.
Uno de ellos fue el español Francisco Suárez (1548-1617) quien dijo que Dios depositaba el
poder no en una sola persona sino en el pueblo mismo, entonces el Rey existe como siervo
del pueblo: el bien del pueblo está por encima del Rey. No es la sociedad para el Rey, sino el
Rey para la sociedad, afirmó. Una ley injusta no es ley, el rey no puede ser un “dictador” de
leyes.
Como vemos, los postulados de Suárez fueron un avance notable en lo referente a los
límites que un soberano tiene que observar en su conducta. Juan de Mariana (1536-1624),
español también, se preguntó ¿qué pasa si el rey no cumple con lo que dice Suárez, si se
convierte en un tirano?
En su libro “Del Rey y de la institución de la dignidad real” (1579), que fue condenado por la
Inquisición, señaló los pasos que debe seguir cualquier pueblo frente a un tirano. En primer
lugar debe enviar una delegación para llamar la atención al Rey. Si esto no funciona, el
pueblo puede quitarle la vida al soberano por ser enemigo del bien común. Fue uno de los
primeros pensadores en plantear el derecho de usar la violencia para derrocar a un gobierno.
El problema es quién decide si el Rey es un tirano.
El filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679) fue uno de los grandes defensores del
Absolutismo. Contrario a la revolución burguesa que se desarrollaba en su país, escribió El
Leviathan (1651), donde afirma que el estado forma parte de un pacto en el cual los
ciudadanos confieren su derecho natural a un hombre (soberano) o asamblea que los
represente (parlamento). El poder del gobernante reside en el pueblo, pero no está obligado
a responder ante él, sino sólo ante Dios, creador de las normas que rigen a los hombres.
Para muchos, Hobbes defendió la creación de un gobierno fuerte y totalitario.
Su compatriota, el también filósofo John Locke (1632-1704) señaló que el hombre posee por
naturaleza ciertos derechos: la vida, la libertad y la propiedad, entre otros. Los gobernantes
ejercen el poder solamente por el consentimiento de sus súbditos quienes renuncian a una
parte de esos “derechos naturales” a cambio de un gobierno justo. Si el gobernante ejerce el
poder sin cumplir con la justicia el poder regresa al pueblo.
Las ideas de Locke, y también los de Suárez y Mariana, tuvieron gran influencia en el
pensamiento político futuro, especialmente en el siglo XVIII. La Declaración de la
Independencia de Norteamérica, por ejemplo, refleja claramente las doctrinas de Locke. Sus
ideas también son precursoras del pensamiento ilustrado y del liberalismo político.
Una economía mercantilista.- Los estados absolutistas, según los liberales, tuvieron un
modelo económico mercantilista. Éste se basaba en que la riqueza de una nación dependía
de su disponibilidad de metales preciosos (oro y plata) que conseguían a través del comercio
exterior. Por ello, recordemos, que el principal objetivo de España en América fue la
explotación minera.
Otro de los efectos del mercantilismo es que los estados se preocuparon por proteger su
industria local. Para importar menos productos era necesario alentar la producción interna,
capaz de satisfacer el mercado local y generar excedentes para la exportación. Ese, quizá,
fue uno de los rasgos más positivos del mercantilismo. En Francia, Juan Bautista Colbert
(1619-1683), ministro de economía de Luis XIV, fue uno de los grandes impulsores del
mercantilismo.
Pero el mercantilismo tenía que hacer frente a un gran reto. La economía de un país debía
producir y vender en las mejores condiciones posibles para obtener mayores ganancias. Si lo
producido, a pesar de todo el proteccionismo posible, era caro y de baja calidad, por
ejemplo, a la población no le quedaba otro remedio que recurrir al producto importado o al
contrabando. Por ello el mercantilismo no dependía de un hombre o de una ley, dependía de
todo un sistema económico eficiente y competitivo.
En una sociedad estamental cada individuo ocupa un lugar en ella según el grupo en que ha
nacido. Si los padres son campesinos, los hijos también; si los padres son nobles, los hijos
también. Era muy difícil la movilidad social, es decir, cambiarse de estamento. Pero el
nacimiento no era el único criterio de diferenciación. También existía un orden legal en el que
cada estamento tenía sus propias leyes, sus propios jueces, sus propios privilegios y sus
propias obligaciones.
Pero si hablamos de privilegios los únicos grupos beneficiados por el sistema fueron el clero
y la nobleza. Ninguno de ellos, por ejemplo, pagaba impuestos. Eso quiere decir que el resto
de la población debía soportar una enorme carga tributaria y así mantener al Estado. La
nobleza y el clero, además, no estaban sometidos a la justicia común y ocupaban los cargos
más importantes del gobierno.
El clero.- En este sistema de “órdenes”, es decir, división jerárquica, el primer estado era el
clero. Por lo menos así lo demuestra el ceremonial de los Estados Generales: el clero era el
primero en entrar e instalarse en sus respectivos escaños.
El clero no se presenta como grupo homogéneo. Habría que diferenciar al “alto clero”, es
decir, los obispos y arzobispos, quienes vivían como nobles, no pagaban impuestos y en
Francia, por ejemplo, terminaron en la corte de Luis XIV en Versalles. Si algún sacerdote era
acusado de un delito era juzgado por tribunales especiales y recluido en algún convento o
monasterio. Las prisiones comunes no eran para ellos.
Por su parte el “bajo clero” lo formaban los curas de provincia, los párrocos, que vivían
modestamente de las limosnas de los fieles. Ellos no pertenecían a familias con linaje. Su
extracción social era más bien popular. Estaban más en contacto con los pobres y conocían
de cerca sus necesidades. Por ello cuando llegó el momento revolucionario apoyaron, en su
mayoría, el cambio.
El clero tenía muchas propiedades, especialmente en los países católicos. Era dueño de
bienes urbanos, monasterios y numerosas haciendas. En Francia y España, por ejemplo,
controlaban la tercera parte de las tierras cultivables. Finalmente, aparte de estos beneficios
económicos, el clero tenía otra función: hacerse cargo de la educación. Desde ella
controlaban la mentalidad de la gente.
La nobleza.- A partir del siglo XVI, y sobre todo del XVII, la nobleza fue abandonando la
actividad que la caracterizó durante la época feudal: la guerra. Ahora eran dueños de
grandes extensiones de terrenos agrícolas. Los aristócratas despreciaron el trabajo manual y
vivieron de acuerdo a una economía rentista, es decir, de los tributos de sus campesinos
siervos. Por ello llevaban una vida sedentaria, cortesana y sin muchas preocupaciones pues,
al igual que el clero, no pagaban impuestos.
Pero esta nobleza, muchas veces vivió por encima de sus posibilidades económicas y
terminó prácticamente en la ruina. En otras palabras, los compromisos sociales (la vida
cortesana), una vida de apariencias, significaban enorme gasto. Particularmente desastrosa
fue la vida de los nobles de bajo rango, como los “gentelmen” (Inglaterra) y de “los hidalgos”
(España), quienes debieron conservar su ‘status’ sin poder realizar ningún trabajo. En este
sentido el siglo XVII, un siglo cargado de guerras y crisis agrícolas repercutió negativamente
en la economía de muchas familias nobles. Pocas fueron las que pudieron terminar el siglo
con su patrimonio intacto.
Por último, fueron muy pocos los nobles que, para remontar la crisis, se libraron de algunos
prejuicios y se aventuraron a realizar algunas actividades como el comercio. Muchos de ellos
multiplicaron su riqueza y al ver los beneficios que reportaba una economía más dinámica
apoyaron a la burguesía cuando llegaron los tiempos revolucionarios en el siglo XVIII.
La nobleza en su conjunto, excepto los “aburguesados”, luchó siempre por mantener sus
privilegios. En una primera etapa se enfrentó al absolutismo que pretendía centralizar el
gobierno, anulando los poderes locales. Perdió esta primera batalla, especialmente en
Francia durante el reinado de Luis XIV. En una segunda etapa, ya en el siglo XVIII, se negó
en dar concesiones a la burguesía. Nunca los nobles quisieron renunciar, por ejemplo, a sus
privilegios fiscales. Aquí también perdieron: la revolución los aplastó.
El Tercer Estado o Estado Llano.- Este grupo lo formaba la gran mayoría de la población,
quizá el 80%. Eran todos los que no eran ni nobles ni eclesiásticos. Era, además, un grupo
muy heterogéneo pues en él se encontraban desde un banquero rico o un intelectual de
prestigio, hasta un campesino pobre o un artesano. Finalmente, el tercer estado era el único
segmento de la sociedad que pagaba impuestos.
a. La burguesía.- Este grupo estaba formado por los grandes comerciantes, banqueros y
profesionales liberales (abogados, médicos, intelectuales y funcionarios del estado). Ese,
digamos, era el “grupo superior”. Al otro lado tenemos a los pequeños comerciantes y
artesanos urbanos. Era el grupo más dinámico de la economía pero no podía integrar el
gobierno a pesar de pagar sus impuestos al Estado. El “grupo superior” era el que tenía
mejores condiciones de vida. En ocasiones un gran comerciante podía tener más fortuna que
cualquier miembro de la nobleza, sin embargo, vivía apartado de la esfera oficial. A pesar de
ello algunos burgueses de prestigio (economistas e intelectuales) fueron llamados a integrar
consejos reales y disfrutaron del ejercicio del poder. Hubo casos en que fueron “premiados”
por los soberanos con un título nobiliario. Pero en general el burgués era un “reprimido
social” víctima del desprecio dirigido por los nobles a los “plebeyos”.
Los Estuardo persiguieron los ideales del absolutismo, que era la norma en Europa por esos
años. Acostumbrados a un país como Escocia en el que los nobles hacían sus propias leyes
y en el que el parlamento importaba poco, se encontraron con una Inglaterra en el que el
poder de los grandes había sido destruido, y no fueron capaces de comprender que el
parlamento representaba el núcleo del poder de la naciente burguesía. En suma, el carácter
más desarrollado de la sociedad inglesa les hizo creer, de forma engañosa, que era más
fácil de gobernar.
Entre 1642 y 1648 estalla una guerra civil contra la monarquía. Carlos I es ejecutado luego
de la batalla de Naseby y se instala la República o Commonwealth dirigida por Oliverio
Cromwell (1649-1659). Pero Cromwell disolvió el parlamento y estableció un régimen
dictatorial. Proclamó la tolerancia religiosa y llevó a cabo una política comercial favorable a
los intereses de Inglaterra.
Al morir Cromwell regresaron los Estuardo con Carlos II (1660-1685) y Jacobo II (1685-
1688). El primero prometió respetar el poder parlamentario, pero terminó su reinado
desconociendo muchas de sus promesas. El cansancio nacional llegó a su límite cuando
Jacobo II desconoció los derechos del parlamento y llevó a cabo una política a favor de los
católicos.
En 1688 estalló la Revolución Gloriosa con la expulsión del país de Jacobo II. El trono inglés
fue ofrecido a Guillermo de Orange, príncipe protestante de Holanda y esposo de María
Estuardo, hija de Jacobo II. El nuevo soberano tuvo que jurar la Declaración de Derechos
donde se comprometía a respetar los derechos ciudadanos y la autoridad del parlamento. A
partir de ese momento se limitan los poderes de la monarquía inglesa en favor de un
régimen parlamentario.
Galileo planteó la posibilidad de un Universo infinito, sin centro ni fin. Pero dijo que en cierta
medida el hombre es el centro porque es el ser pensante. Piensa que sus ideas no se
contradicen necesariamente con las Escrituras. Afirma que hay que estudiar la Biblia, buscar
una nueva interpretación de ella, porque está escrita en lenguaje metafórico (alegórico).
Otra de las grandes figuras del pensamiento científico fue el inglés Francis Bacon (1561-
1626). Político y diplomático en los tiempos de Isabel I, se le considera el pionero de la
filosofía empirista. Siguiendo los estudios de algunos eruditos del Humanismo innovó la
filosofía de la ciencia.
Sus ideas causaron revuelo en los medios científicos de la época, pues rompían con los
esquemas medievales sobre la ciencia y el conocimiento. Su lema fue: saber es poder. Esta
era la consigna que debían seguir los estados. En otras palabras, un estado que quiere ser
fuerte y dominar a los demás debe producir conocimiento, información, es decir, alentar la
investigación científica. Los estados que no producen conocimiento son débiles y dependen
de la ciencia y tecnología de los demás. Los científicos deben estar al servicio del estado, en
este caso de Inglaterra.
Como vemos, las ideas de Bacon allanaron el camino para que algunos estados tomaran
consciencia de la importancia de la investigación científica. Las monarquías alentaron la
creación de academias o instituciones que agrupaban a los científicos más importantes de
sus respectivos países. Pero ahora el centro científico se desplazó de Francia a Inglaterra. El
prestigio de la “Royal Society” de Londres (1662) superó a la “Academia de Ciencias de
París” (1666).
En Francia la figura dominante fue René Descartes (1576-1650) porque supo unir la ciencia
con la filosofía en una nueva comprensión del Universo. Para buscar la certeza de las cosas
inaugura su método, la “duda metódica”: pienso y luego existo. Es decir, no admite como
cosa verdadera algo que no supiese con evidencia.
En su obra magna “El Discurso del Método” (1637) expresó las condiciones de un
pensamiento eficaz. Este debía contemplar: el análisis (la “duda metódica”); la lógica
(ordenar los elementos yendo de lo más simple a lo más complejo) y la enumeración (aquí
introduce lo cuantitativo en todo razonamiento).
Estas reglas del método cartesiano construyen en pocas frases la teoría del pensamiento
que domina el caos aparente del mundo porque sabe contar y clasificar. Esto rompió con el
pensamiento vigente, todavía muy teológico o mágico. Pero al postular la posibilidad de un
mundo racional, no dejaba de afirmar la existencia de un Dios, relacionado a la idea de
perfección que se halla en el hombre sin encontrar en él su origen. Como vemos, Descartes
quiere buscar una base racional para entender su fe. Quiere saber si Dios existe o no,
independientemente de la Biblia, pues no niega las escrituras.
Esta senda de entender mecánicamente al mundo fue completada por el inglés Isaac
Newton (1642-1727), autor de la ley de Gravitación Universal. Para Newton existe una ley
que rige no sólo la caída de los cuerpos terrestres, sino todo el movimiento del Universo: los
planetas alrededor del Sol y otros sistemas estelares.
Su aporte fue que existe una fuerza de mutua atracción que disminuye a medida que
aumenta el cuadrado de la distancia que separa dos masas puntuales. Esta fuerza de
atracción mutua es la “causa” de la caída de los cuerpos. Cuando los cuerpos celestes se
mueven con velocidad constante en una trayectoria circular, esto representa un “cambio” en
su movimiento y en consecuencia exige la presencia de una fuerza que actúa “normal” a su
velocidad.
Pero debemos aclarar que todos estos pensadores fueron auténticos creyentes. De alguna
forma podemos hablar que el siglo XVII consolidó una suerte de “racionalismo cristiano”. Sin
embargo, como vimos en el caso de Galileo, la Iglesia no siempre estuvo de acuerdo con
explicaciones sobre el hombre y la naturaleza que escaparan a lo planteado por las
Escrituras o por los autores clásicos.
Otro rasgo importante del siglo XVII fue el considerable aumento de participantes en el
debate científico o intelectual. En casi todos los investigadores se agruparon en academias o
sociedades científicas. Muchas de ellas mantenían correspondencia e intercambiaban sus
revistas y demás publicaciones. Pero a pesar del prestigio de la “Royal Society” de Londres,
el lenguaje científico siguió siendo el francés. En síntesis, se establecieron las bases de
discusión del siguiente Siglo de las Luces.
Bibliografía complementaria