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Introducción
Tras acabar sus estudios de medicina, Freud se traslada a París, atraído por la
fama de Charcot, un neurólogo que consideraba que la histeria dependía de una
alteración psicológica y que el enfermo podía curarse a través de la sugestión hipnótica.
Será la conjunción de estos dos temas, la histeria y la hipnosis, los que cimenten el
primer gran trabajo de Freud, en colaboración con Breuer, Ensayos sobre la histeria de
1895. En esta, Freud expone el mecanismo de la histeria a través del concepto de
represión. Esta enfermedad estaría originada en un suceso traumático y penoso para el
sujeto que ha sido olvidado, o mejor, reprimido, expulsado de la conciencia. El origen
se halla en el conflicto que se da en la pisque entre impulsos contrarios, parte de los
cuales acaban siendo rechazados al inconsciente, imposibilitando su satisfacción. Sin
embargo, mientras que este proceso podría explicar de igual forma el funcionamiento
normal de la psique, en el caso de las neurosis, de las que la histeria forma parte, las
tendencias reprimidas en el inconsciente no son completamente anuladas sino que son
capaces de encontrar vías alternativas de satisfacción, dando origen de esta forma a los
síntomas. Mediante la cura hipnótica se pretende que el paciente logre volver al origen
de ese trauma, superando la resistencia, y resuelva definitivamente el conflicto,
aceptando o rechazando de una vez por todas los impulsos reprimidos, en una especie
de catarsis. El término para designar este método de investigación y cura es el de
«psicoanálisis».
En La interpretación de los sueños de 1899, Freud trata de arrojar luz sobre los
procesos que se esconden tras nuestros sueños. En su opinión, hemos de concebir los
sueños como fenómenos plenamente dotados de sentido (e incluso de más de un
sentido) que expresan nuestra íntima vida inconsciente. Para ello, distingue entre el
contenido manifiesto, aquello que se nos aparece en un sueño, y el contenido latente,
que se refiere a aquello que busca expresión desde el inconsciente. Entre medias, se
halla una multiplicidad de conexiones que vinculan cada elemento del sueño con ideas,
vivencias, sentimientos, referencias culturales, etc., y que el interpretador debe seguir
hasta dar con el contenido latente. Este contenido inconsciente, oculto tras todas esas
referencias, siempre acaba resultando ser, en opinión de Freud, la realización de un
deseo. Por ejemplo, un sueño puede dar cumplimiento al deseo de orinar o de beber que
el durmiente tiene. También puede realizar un deseo que el sujeto dejó sin hacer durante
el día, quizá por falta de tiempo o de ocasión, como les pasa a los niños. Pero lo más
normal es que dé cumplimiento a un deseo reprimido, censurable o vergonzoso para la
conciencia, que queda en el inconsciente hasta la noche, momento en el cual la censura,
que es la instancia represora, pierde fuerza.
Freud explica la génesis de los sueños en relación a una triple división de nuestra
psique. Esta se compone de diversos sistemas que se encajan entre dos extremos: la
sensibilidad y la movilidad. Los estímulos sensibles dejan sucesivas huellas mnémicas
que, en niveles distintos de abstracción, indican al organismo cómo actuar para
satisfacer sus deseos. Cuando se presenta un deseo, la disatisfacción que se origina
mueve al organismo a echar mano de sus recuerdos para actuar, interviniendo así en el
mundo y satisfaciendo su deseo. Pues bien, en los organismos más complejos, este
esquema primitivo de la mente se subdivide en tres sistemas distintos: el inconsciente
comprende los recuerdos, la conciencia se ocupa del acceso a la movilidad y el
preconsciente es el lugar intermedio, a donde acceden todos los recuerdos que van a
mover a la conciencia y donde se encuentra la censura. Los pensamientos inconscientes
pueden llegar a hacerse conscientes en algunos casos pasando por el preconsciente, pero
la mayoría de los recuerdos, especialmente los que tienen que ver con nuestra niñez, no
pueden nunca pasar. Sin embargo, durante la dormición son capaces de seguir el camino
contrario del normal: es decir, en vez de buscar el acceso a la movilidad, y por tanto, a
la conciencia, realizan una regresión hacia el otro extremo, la sensibilidad. He ahí el
origen de nuestros sueños.
Ahora podemos preguntarnos lo siguiente: si las neurosis, los sueños o los olvidos
tienen su causa en deseos reprimidos en el inconsciente, ¿por qué se reprimen tales
deseos? Para Freud, la razón está en que se trata de deseos o pulsiones que están en
abierto conflicto con los valores y las exigencias éticas del sujeto y su sociedad. Y la
naturaleza de estos deseos, añade Freud, es de naturaleza primariamente sexual. Durante
esta época, Freud distingue entre dos tipos de pulsiones: las de autoconservación o del
yo, como el hambre, y las pulsiones sexuales. Freud afirma que las pulsiones sexuales
actúan en un campo mucho más amplio de aquel que solemos relacionar con la
sexualidad. Todo tipo de fenómenos individuales y sociales tienen su origen en nuestras
pulsiones sexuales. Esto se puede aclarar si observamos el papel que Freud reserva a la
sexualidad infantil.
En Tres ensayos para una teoría sexual de 1905, Freud trata de corregir la visión
simplista que tradicionalmente se había tenido de la sexualidad. La opinión popular cree
que la naturaleza de estas pulsiones es clara: no existen en la niñez, sino que maduran
en la pubertad, fijándose de manera definitiva en la atracción irresistible que ejerce el
sexo contrario, llevando al coito normal cuyo objetivo último es la reproducción. Sin
embargo, existen multitud de perversiones, esto es, desviaciones del normal objeto
sexual o fin sexual. Así, Freud da cuenta de la homosexualidad, la bisexualidad, la
pedofilia, la zoofilia, el fetichismo, el sadismo y el masoquismo, el sexo anal y el sexo
oral, la masturbación, la contemplación e incluso el amor. Si bien en los casos de
neurosis siempre aparecen en el sujeto determinadas perversiones, no se puede concluir
que estas perversiones sean de por sí patológicas, sino que más bien forman parte de la
vida sexual normal de cualquier persona. Por otro lado, Freud cree que para dar cuenta
completa de la naturaleza de la sexualidad hace falta estudiar el fenómeno de la
sexualidad infantil. Contrariamente a la opinión común que considera que esta no existe
hasta la pubertad, Freud señala que nada más nacer el niño ya tiene impulsos sexuales
en germen que se van desarrollando hasta la edad de cuatro o cinco años, momento en el
que se produce una represión dando lugar al período de latencia, que continúa hasta la
pubertad. Se pueden encontrar varias manifestaciones de la sexualidad infantil como el
caso del chupeteo del pulgar. En general, aquella se diferencia de la sexualidad adulta
por su carencia de objetos sexuales y por poner como su fin sexual la estimulación de
las zonas erógenas del propio cuerpo. En virtud de la predominancia de cada zona,
Freud diferencia tres organizaciones de la sexualidad infantil antes de la latencia: la fase
oral, que tiene como modelo la absorción del alimento, la fase anal, que tiene como
modelo la expulsión de las heces, y por fin la fase genital.
Podemos ver esto en el argumento de Tótem y tabú, obra de Freud de 1913. Aquí
Freud aplica su teoría a la antropología para tratar de explicar la razón de ser de los
sistemas totémicos en las sociedades menos avanzadas. En estas, se puede observar que,
conjuntamente con los tótems, convive un complejo sistema de prohibiciones o tabús,
cuya piedra angular es la prohibición del incesto. La explicación de Freud señala el
complejo de Edipo y su superación como la causa de estos rasgos. En la horda
primitiva, el poder del macho jefe sobre las hembras es total, impidiendo a los demás
satisfacer sus deseos sexuales. Sin embargo, llega un punto en el que estos, los
«hermanos», dan muerte de forma conjunta al jefe, o mejor, al padre. Ahora bien, para
impedir que nadie vuelva a ocupar la posición del padre, se da un acuerdo para repartir
el poder entre todos. Lo interesante aquí es cómo la ley ocupa ahora el lugar del padre
muerto, quien al mismo tiempo se reinstituye como símbolo de adoración y de temor
reverente. Es decir, que la ley, o también la civilización y la vida en común, se compone
de estos dos sentimientos encontrados: la frágil unión de los hermanos se apoya en el
deseo reprimido que cada uno tenía de ser como el padre y en el temor que este les sigue
inspirando aun muerto. De este modo, nacen la civilización y la ley, al mismo tiempo e
íntimamente relacionadas con la conciencia de culpabilidad, la prohibición del incesto y
las prácticas totémicas.
En El yo y el ello de 1923 Freud propone una nueva teoría del aparato psíquico. El
esquema presentado es distinto al de la tríada inconsciente-preconsciente-conciencia de
La interpretación de los sueños, pero ambos no son excluyentes. En este nuevo
esquema, el ello es el conjunto de impulsos inconscientes de la libido o energía sexual.
De este modo, es nuestra fuente de energía, al mismo tiempo que una instancia amoral y
egoísta. El yo, por su parte, es su fachada, su representante consciente. Trata de hacer
compatibles el principio de placer que gobierna al ello, que lo mueve a evitar toda
fuente de tensión provocada por sus impulsos, con el mundo real, abanderado por el
principio de realidad. De este modo, el yo evita que el ello cumpla siempre sus deseos si
eso pone en peligro al individuo o si es imposible, adoptando así una mirada más a largo
plazo. Por último, el superyó es la sede de la conciencia moral y del sentimiento de
culpa, la interiorización de la autoridad y de los valores familiares y sociales.
En un artículo anterior de 1920 titulado Más allá del principio de placer, Freud
revisa la idea tradicional del psicoanálisis de que el principio primero de la psique es el
principio de placer. Argumenta, apoyándose en la compulsión de repetición que ha
observado en algunos enfermos, que toda vida está gobernada por dos grandes
pulsiones: la pulsión de vida, Eros, y la pulsión de muerte, Thanatos. Eros es el origen
de la creatividad, la armonía, las pulsiones sexuales, la reproducción y la
autoconservación, mientras que Thanatos es el origen de nuestro instinto destructor, la
compulsión de repetición, la agresión y la autodestrucción.
Así, en Psicología de las masas y análisis del yo, de 1921, Freud estudia cómo en
los movimientos de masas, los individuos pierden su personalidad consciente a cambio
de un sentimiento de poder ilimitado que les permite guiarse por impulsos que en la
vida psíquica individual habrían de reprimir. Las masas son fenómenos sociales que sin
embargo son controlados por el inconsciente. Por ello, los lazos que mantienen a
aquellas unidas son de naturaleza sexual, de tal modo que los actos que mueven a cada
individuo provienen de impulsos amorosos desviados de su fin original y puestos sobre
la figura del líder del grupo, a quien se idealiza. De igual forma, tiene lugar una
identificación con los otros individuos de la masa.