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Bloque GS

1.

GS 40a:

Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre la comunidad humana, sobre el sentido profundo
de la actividad del hombre, constituye el fundamento de la relación entre la Iglesia y el mundo, y también la base
para el mutuo diálogo. Por tanto, en este capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el misterio
de la Iglesia, va a ser objeto de consideración la misma Iglesia en cuanto que existe en este mundo y vive y actúa con
él.

ES 31-54

III. EL DIÁLOGO

31. Hay una tercera actitud que la Iglesia católica tiene que adoptar en esta hora de la historia del mundo: es la que
se caracteriza por el estudio de los contactos que debe tener con la humanidad. Si la Iglesia logra cada vez más clara
conciencia de sí, y si trata de conformarse según el modelo que Cristo le propone, viene a diferenciarse
profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima. El Evangelio nos hace advertir tal
distinción, cuando nos habla del «mundo», es decir, de la humanidad adversa a la luz de la fe y al don de la gracia, de
la humanidad que se exalta en un ingenuo optimismo creyendo que le bastan las propias fuerzas para lograr su
expresión plena, estable y benéfica; o de la humanidad, que se deprime en un crudo pesimismo declarando fatales,
incurables y acaso también deseables como manifestaciones de libertad y de autenticidad los propios vicios, las
propias debilidades, las propias enfermedades morales. El Evangelio, que conoce y denuncia, compadece y cura las
miserias humanas con penetrante y a veces desgarradora sinceridad, no cede, sin embargo, ni a la ilusión de la
bondad natural del hombre como si se bastase y no necesitase ninguna otra cosa, sino de ser dejado libre para
abandonarse arbitrariamente, ni a la desesperada resignación de la corrupción incurable de la humana naturaleza. El
Evangelio es luz, es novedad, es energía, es renacimiento, es salvación. Por esto engendra y distingue una forma de
vida nueva, de la que el Nuevo Testamento nos da continua y admirable lección: No os conforméis a este siglo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para procurar conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y
perfecta (Rom 12,2), nos amonesta San Pablo.

32. Esta diferencia entre la vida cristiana y la vida profana se deriva también de la realidad y de la consiguiente
conciencia de la justificación, producida en nosotros por nuestra comunicación con el misterio pascual, con el santo
bautismo, ante todo, que, como más arriba decíamos, es y debe ser considerado una verdadera regeneración. De
nuevo nos lo recuerda San Pablo: ... cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para
participar en su muerte. Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que como
El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rom 6, 3-4).
Será muy oportuno que también el cristiano de hoy tenga siempre presente esta su original y admirable forma de
vida, la cual lo sostenga en el gozo de su dignidad y lo inmunice del contagio de la humana miseria circundante o de
la seducción del esplendor humano que lo rodean.

He aquí cómo el mismo San Pablo educaba a los cristianos de la primera generación: No os juntéis bajo un mismo
yugo con los infieles. Porque ¿qué participación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunión entre la luz y las
tinieblas?... O ¿qué asociación del creyente con el infiel? (2Cor 6, 14-16). La pedagogía cristiana deberá recordar
siempre al discípulo de nuestros tiempos esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el
mundo, pero no del mundo, según el deseo mismo de Jesús, que antes citamos con respecto a sus discípulos: No
pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo
(Jn 17, 15-16). Y la Iglesia hace propio este deseo.

33. Pero esta diferencia no es separación. Mejor, no es indiferencia, no es temor, no es desprecio. Cuando la Iglesia
se distingue de la humanidad no se opone a ella, antes bien se une. Como el médico que, conociendo las insidias de
una pestilencia procura guardarse a sí y a los otros de tal infección, pero al mismo tiempo se consagra a la curación
de los que han sido atacados, así la Iglesia no hace de la misericordia que la divina bondad le ha concedido un
privilegio exclusivo, no hace de la propia fortuna un motivo para desinteresarse de quien no la ha conseguido, antes
bien convierte su salvación en argumento de interés y de amor para todo el que esté junto a ella o a quien ella
pueda acercarse con su esfuerzo comunicativo universal.

Si verdaderamente la Iglesia, como decíamos, tiene conciencia de lo que el Señor quiere que sea, surge en ella una
singular plenitud y una necesidad de efusión, con la clara advertencia de una misión que la trasciende y de un
anuncio que debe difundir. Es el deber de la evangelización. Es el mandato misionero. Es el ministerio apostólico. No
es suficiente una actitud fielmente conservadora. Ciertamente, tendremos que guardar el tesoro de verdad y de
gracia que la tradición cristiana nos ha legado en herencia; más aún: tendremos que defenderlo. Guarda el depósito,
amonesta San Pablo (1Tim 6,20). Pero ni la custodia ni la defensa encierran todo el quehacer de la Iglesia respecto a
los dones que posee. El deber congénito al patrimonio recibido de Cristo es la difusión, es el ofrecimiento, es el
anuncio, bien lo sabemos: Id, pues, enseñad a todas las gentes (Mt 28,19) es el supremo mandato de Cristo a sus
apóstoles. Estos con el nombre mismo de apóstoles definen su propia indeclinable misión. Nosotros daremos a este
impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad el nombre, hoy ya común, de diálogo.

34. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace
mensaje; la Iglesia se hace coloquio.

Este aspecto capital de la vida actual de la Iglesia será objeto de un estudio particular y amplio por parte del concilio
ecuménico, como es sabido, y Nos no queremos entrar a examinar concretamente los temas propuestos a tal
estudio, para así dejar a los Padres del concilio la tarea de tratarlos libremente. Nos queremos solamente,
venerables hermanos, invitaros a anteponer a este estudio algunas consideraciones para que sean más claros los
motivos que mueven la Iglesia al diálogo, más claros los métodos que se deben seguir y más claros los objetivos que
se han de alcanzar. Queremos preparar los ánimos, no tratar las cuestiones.

Y no podemos hacerlo de otro modo, convencidos de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico,
como herederos que somos de una estilo, de una directiva pastoral que nos ha sido transmitida por nuestros
predecesores del siglo pasado, comenzando por el grande y sabio León XIII, que casi personifica la figura evangélica
del escriba prudente, que como un padre de familia saca de su tesoro cosas antiguas y nuevas (Mt 13, 52),
emprendía majestuosamente el ejercicio del magisterio católico haciendo objeto de su riquísima enseñanza los
problemas de nuestro tiempo considerados a la luz de la palabra de Cristo. Y del mismo modo sus sucesores, como
sabéis. ¿No nos han dejado nuestros predecesores, especialmente los papas Pío XI y Pío XII, un magnífico y vastísimo
patrimonio de doctrina, concebida en el amoroso y sabio intento de aunar el pensamiento divino con el
pensamiento humano, no abstractamente considerado, sino concretamente formulado en el lenguaje del hombre
moderno? ¿Y qué es este intento apostólico sino un diálogo? ¿Y no dio nuestro inmediato predecesor, Juan XXIII, de
venerable memoria, ¿un acento aún más marcado a su enseñanza en el sentido de acercarla lo más posible a la
experiencia y a la compresión del mundo contemporáneo? ¿No se ha querido dar al mismo concilio, y con toda
razón, un fin pastoral, dirigido totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de
palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre el haz de la
tierra? Antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y le hablemos.

Por lo que toca a nuestra humilde persona, aunque lejos de hablar de ella y deseosos de no llamar la atención, no
podemos, sin embargo, en esta intención de presentarnos al Colegio episcopal y al pueblo cristiano, pasar por alto
nuestro propósito de perseverar —en cuanto nos lo permitan nuestras débiles fuerzas y sobre todo la divina gracia
nos dé modo de llevarlo a cabo— en la misma línea, en el mismo esfuerzo por acercarnos al mundo, en el que la
Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo, para
ofrecerle los dones de verdad y de gracia de los que Cristo nos ha hecho depositarios, para comunicarle nuestra
maravillosa suerte de redención y de esperanza. Tenemos profundamente grabadas en nuestro espíritu aquellas
palabras de Cristo que humilde, pero tenazmente, quisiéramos apropiarnos: No… envió Dios su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El (Jn 3, 17).

La religión, diálogo entre Dios y el hombre

35. He aquí, venerables hermanos, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de
Dios. La religión, por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta
relación. La revelación, es decir, la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo,
puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y, por lo tanto, en el
Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, ha sido
maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y
variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en esta
conversación de Cristo entre los hombres (Bar 3, 38) donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su
vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: amos es
El; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace
pleno y confiado; el niño es invitado a él y el místico en él se sacia.

Elevadas características del coloquio de la salvación

36. Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación, ofrecida e instaurada con nosotros
por Dios Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la
Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad.

El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: Él nos amó el primero (1Jn 4, 10); nos
corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser
llamados.

El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su
Hijo unigénito (Jn 3,16); no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro.

El diálogo de la salvación no se limitó a los méritos de aquellos a quienes fue dirigido, como tampoco a los resultados
que conseguiría o que echaría de menos: No necesitan médico los que están sanos (Lc 5, 31); también el nuestro ha
de ser sin límites y sin cálculos.

El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual
si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió (Mt 11, 21), les dejó, sin embargo,
libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la medida (Mt 12, 38ss.) y la fuerza probativa de los milagros
(Mt 13, 13ss.) a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento
libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es
anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino que
solamente por los caminos legítimos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación
ordinaria ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil.

El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin discriminación alguna (Col 3, 11); el nuestro,
de igual modo, debe ser potencialmente universal, es decir, católico y capaz de entablarse con cada uno, a no ser
que el hombre lo rechace o finja insinceramente acogerlo.

El diálogo de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo, ha conocido los humildes
comienzos antes del pleno éxito (Mt 13, 31); también el nuestro tendrá en cuenta la lentitud de la maduración
psicológica e histórica y la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz. No por ello nuestro diálogo diferirá a mañana
lo que se puede hacer hoy; debe tener el ansia de la hora oportuna y el sentido del valor del tiempo (Ef 4, 16). Hoy,
es decir, cada día, debe volver a empezar, y por parte nuestra antes que de aquellos a quienes se dirige.

El mensaje cristiano en el vivir humano

37. Como es claro, las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchos y diversos aspectos entre sí.
Teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse reducir al mínimo tales relaciones tratando de apartarse de la
sociedad profana; como podría también proponerse apartar los males que en ésta puedan encontrarse,
anatematizándolos y promoviendo cruzadas en contra de ellos; podría, por lo contrario, acercarse tanto a la
sociedad profana que tratase de alcanzar un influjo preponderante y aun ejercitar un dominio teocrático sobre ella; y
así de otras maneras. Pero nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas
legítimas, puede representarse mejor por un diálogo, que no podrá ser evidentemente uniforme, sino adaptado a la
índole del interlocutor y a las circunstancias reales; una cosa, en efecto, es el diálogo con un niño y otra con un
adulto; una cosa con un creyente y otra con uno que no cree. Esto es sugerido por la costumbre, ya difundida, de
concebir así las relaciones entre lo sagrado y lo profano, por el dinamismo transformador de la sociedad moderna,
por el pluralismo de sus manifestaciones como también por la madurez del hombre, religioso o no, capacitado por la
educación civil para pensar, hablar y tratar con la dignidad del diálogo.

Esta forma de relación manifiesta, por parte del que la entabla, un propósito de corrección, de estima, de simpatía y
de bondad; excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil.
Aunque es verdad que no trata de obtener de inmediato la conversión del interlocutor, porque respeta su dignidad y
su libertad, busca, sin embargo, su provecho y quisiera disponerlo a una comunión más plena de sentimientos y
convicciones.

38. Por tanto, este diálogo supone en nosotros, que queremos introducirlo y alimentarlo con cuantos nos rodean, un
estado de ánimo; el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, del que se da
cuenta que no puede separar su propia salvación del empeño por buscar la de los otros, del que se preocupa
continuamente por poner el mensaje de que es depositario en la circulación de la vida humana.

Claridad, mansedumbre confianza, prudencia

El coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus
caracteres son los siguientes: 1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad, es un intercambio
de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para
clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para
estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, para ver si es
comprensible, si es popular, si es selecto. 2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a
aprender de sí mismo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29); el diálogo no es orgulloso,
no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el
ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es
generoso. 3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del
interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus en una mutua adhesión a un Bien, que
excluye todo fin egoístico. 4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones
psicológicas y morales del que oye (cf. Mt 7, 6): si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es
desconfiada, hostil, y se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas
de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible.

Cuando el diálogo se conduce así, se realiza la unión de la verdad con la caridad, de la inteligencia con el amor.

Dialéctica de auténtica sabiduría

En el diálogo se descubre cuán diversos son los caminos que conducen a la luz de la fe y cómo es posible hacerlos
converger a un mismo fin. Aun siendo divergentes, pueden llegar a ser complementarios, empujando nuestro
razonamiento fuera de los senderos comunes y obligándolo a profundizar en sus investigaciones y a renovar sus
expresiones. La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad
aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el
trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará
maestros.

39. ¿Y cuál es el modo que tiene de desarrollarse?

Muchas son las formas del diálogo de la salvación. Obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a
vanos apriorismos, no se petrifica en expresiones inmóviles, cuando éstas ya han perdido la capacidad de hablar y
mover a los hombres. Esto plantea un gran problema: el de la conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los
hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, en una determinada cultura y en una determinada
situación social.

¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión?
¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero
¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol:
¿Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos? (1Cor 9,22). Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de
Dios, que se ha hecho hombre, hace falta hacerse una misma cosa, hasta cierto punto, con las formas de vida de
aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios
o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre
todo las de los más pequeños, si queremos ser oídos y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la
voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, cuando lo merece,
secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores,
padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio. Debemos recordar todo esto y
esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (Jn 13, 14-17

40. Pero queda un peligro. El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe
traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. Nuestro diálogo no puede ser una debilidad
respecto al compromiso con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo
respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana. El irenismo y el
sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que
queremos predicar. Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que
vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado contra el contagio de los errores con los que se pone
en contacto.

Insustituible supremacía de la predicación

41. Creemos que la voz del concilio, al tratar de las cuestiones relativas a la Iglesia que ejerce su actividad en el
mundo moderno, indicará algunos criterios teóricos y prácticos que sirvan de guía para conducir como es debido
nuestro diálogo con los hombres de nuestro tiempo. E igualmente pensamos que, tratándose de cuestiones que, por
un lado, tocan a la misión propiamente apostólica de la Iglesia, y por otro las diversas y variables circunstancias en
las cuáles ésta se desarrolla, será tarea del gobierno prudente y eficaz de la misma Iglesia trazar de vez en cuando
límites, formas y caminos para mantener animado un diálogo vivaz y benéfico.

Dejamos por esto el tema para limitarnos a recordar una vez más la gran importancia que la predicación cristiana
conserva y adquiere, sobre todo hoy, en el cuadro del apostolado católico, es decir, por lo que ahora tratamos, en el
diálogo. Ninguna forma de difusión del pensamiento, aun elevado técnicamente por medio de la prensa y de los
medios audiovisivos a una extraordinaria eficacia, puede sustituir la predicación. Apostolado y predicación, en cierto
sentido, son equivalentes. La predicación es el primer apostolado. El nuestro, venerables hermanos, es antes que
nada ministerio de la Palabra. Nosotros sabemos muy bien estas cosas, pero nos parece que conviene recordárnosla
ahora para dar a nuestra acción pastoral la dirección exacta. Debemos volver al estudio, no ya de la elocuencia
humana o de la retórica vana, sino del arte genuino arte de la palabra sagrada.

42. Debemos buscar las leyes de su sencillez, de su claridad, de su fuerza y de su autoridad para vencer la natural
ineptitud en el empleo de un instrumento espiritual tan alto y misterioso cual es la palabra, y para competir
noblemente con cuantos hoy tienen un influjo amplísimo con la palabra mediante el acceso a las tribunas de la
pública opinión. Debemos pedir al Señor el grave y embriagador carisma de la palabra (Jer 1, 6), para ser dignos de
dar a la fe su principio eficaz y práctico (Rom 10, 17), y de hacer llegar nuestro mensaje hasta los confines de la tierra
(Sal 18, 5; Rom 10, 18). Que las prescripciones de la constitución conciliar De sacra liturgia sobre el ministerio de la
palabra encuentren en nosotros celosos y hábiles ejecutores. Y que la catequesis al pueblo cristiano y a cuantos sea
posible ofrecerla resulte siempre práctica en el lenguaje y experta en el método, asidua en el ejercicio, avalada por el
testimonio de verdaderas virtudes, ávida de progresar y de llevar a los oyentes a la seguridad de la fe, a la intuición
de la coincidencia entre la Palabra divina y la vida y a los albores del Dios vivo.

Debemos, finalmente, aludir a aquellos a quienes se dirige nuestro diálogo. Pero no queremos anticipar, ni siquiera
en este aspecto, la voz del concilio. Resonará, Dios mediante, dentro de poco.

43, Hablando, en general, acerca de esta actitud de interlocutora que la Iglesia debe hoy adoptar con renovado
fervor, queremos sencillamente indicar que ha de estar dispuesta a sostener el diálogo con todos los hombres de
buena voluntad, dentro y fuera de su propio ámbito.

¿Con quién dialogar?


Nadie es extraño a su corazón. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie es enemigo, a no ser que él mismo quiera
serlo. No sin razón se llama católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo la unidad, el amor y la
paz.

La Iglesia no ignora las formidables dimensiones de tal misión; conoce la desproporción que señalan las estadísticas
entre lo que ella es y la población de la tierra; conoce los límites de sus fuerzas, conoce hasta sus propias humanas
debilidades, sus propios fallos, sabe también que la buena acogida del Evangelio no depende, en fin de cuentas, de
algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia de orden temporal: la fe es un don de Dios y Dios
señala en el mundo las línea y las horas de su salvación. Pero la Iglesia sabe que es semilla, que es fermento, que es
sal y luz del mundo. La Iglesia se da cuenta de la asombrosa novedad del tiempo moderno, pero con cándida
confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: yo tengo lo que vosotros buscáis, lo que os
falta. Con esto no promete la felicidad terrena, sino que ofrece algo —su luz y su gracia— para conseguirla del mejor
modo posible y habla a los hombres de su destino trascendente. Y mientras tanto les habla de verdad, de justicia, de
libertad, de progreso, de concordia, de paz, de civilización. Estas son palabras de las que la Iglesia conoce secreto,
Cristo se lo ha confiado. Y por eso la Iglesia tiene un mensaje para cada categoría de personas: lo tiene para los
niños, lo tiene para la juventud, para los hombres científicos e intelectuales, lo tiene para el mundo del trabajo y
para las clases sociales, lo tiene para los artistas, para los políticos y gobernantes, lo tiene especialmente para los
pobres, para los desheredados, para los que sufren, incluso para los que mueren: para todos.

44. Podrá parecer que hablando así nos dejamos transportar del entusiasmo de nuestra misión y que no nos
cuidamos de considerar las posiciones concretas en que la humanidad se halla situada con relación a la Iglesia
católica. Pero no es así, porque vemos muy bien cuáles son esas posturas concretas, y para dar una idea sumaria de
ellas creemos poder clasificarlas a manera de círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos
ha colocado.

Primer círculo: todo lo que es humano

Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver; se confunden con el horizonte: son los límites
que circunscriben la humanidad en cuanto tal, al mundo. Medimos la distancia que lo tiene alejado de nosotros,
pero no lo sentimos extraño. Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la
humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas: estamos dispuestos a
compartir con los demás esta primera universalidad; a aceptar las profundas exigencias de sus necesidades
fundamentales, a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y, a veces, sublimes de su genio. Y tenemos verdades
morales, vitales, que hemos de poner en evidencia y corroborar en la conciencia humana, pues tan benéficas son
para todos. Dondequiera que hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en
contacto con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos
sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre una anima naturaliter
christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo. Podríamos recordar a nosotros mismos y a
todos cómo nuestra actitud es, por un lado, totalmente desinteresada —no tenemos ninguna mira política o
temporal— y cómo, por otro, está dispuesta a aceptar, es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano todo
honesto valor humano y terrenal; no somos la civilización, pero sí promotores de ella.

La negación de Dios obstáculo al diálogo

45. Sabemos, sin embargo, que en este círculo sin confines hay muchos por desgracia, muchísimos, que no profesan
ninguna religión; sabemos incluso que muchos, en las formas más diversas, se profesan ateos. Y sabemos que hay
algunos que abiertamente alardean de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de
conducta política, en la ingenua, pero fatal convicción de liberar al hombre de viejos y falsos conceptos de la vida y
del mundo para sustituirlos, según dicen, por una concepción científica y conforme a las exigencias del progreso
moderno.

Este es el fenómeno más grave de nuestro tiempo. Estamos firmemente convencidos de que la teoría en que se
funda la negación de Dios es fundamentalmente equivocada: no responde a las exigencias últimas e inderogables del
pensamiento, priva al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas, introduce en la vida humana no
una fórmula que todo lo resuelve, sino un dogma ciego que la degrada y la entristece, y destruye en su misma raíz
todo sistema social que sobre ese concepto pretende fundarse. No es una liberación, sino un drama que intenta
sofocar la luz del Dios vivo. Por eso, mirando al interés supremo de la verdad, resistiremos con todas nuestras
fuerzas a esta avasalladora negación, por el compromiso sacrosanto adquirido con la confesión fidelísima de Cristo y
de su Evangelio, por el amor apasionado e irrenunciable al destino de la humanidad, y con la esperanza invencible de
que el hombre moderno sepa todavía encontrar en la concepción religiosa que le ofrece el catolicismo su vocación a
una civilización que no muere, sino que siempre progresa hacia la perfección natural y sobrenatural del espíritu
humano, al que la gracia de Dios ha capacitado para el pacífico y honesto goce de los bienes temporales y ha abierto
a la esperanza de los bienes eternos.

46. Estas son las razones que nos obligan, como han obligado a nuestros predecesores —y con ellos a cuantos
estiman los valores religiosos— a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia,
sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente
el comunismo ateo. Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes
que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresiones de hechos. Nuestra
reprobación es en realidad, un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces.

Aún en el silencio, amor vigilante

La hipótesis de un diálogo se hace sumamente difícil en tales condiciones, por no decir imposible, a pesar de que en
nuestro ánimo no existe hoy todavía ninguna exclusión preconcebida hacia las personas que profesan dichos
sistemas y se adhieren a esos regímenes. Para quien ama la verdad, la discusión es siempre posible. Pero obstáculos
de índole moral acrecientan enormemente las dificultades, por la falta de suficiente libertad de juicio y de acción y
por el abuso dialéctico de la palabra, no encaminada precisamente hacia la búsqueda y la expresión de la verdad
objetiva, sino puesta al servicio de finalidades utilitarias preconcebidas.

Esta es la razón por la que el diálogo calla. La Iglesia del Silencio, por ejemplo, calla, hablando únicamente con su
sufrimiento, al que acompaña el sufrimiento de una sociedad oprimida y envilecida donde los derechos del espíritu
quedan atropellados por los del que dispone de su suerte. Y aunque nuestro discurso se abriera en tal estado de
cosas, ¿cómo podría ofrecer un diálogo mientras se viera reducido a ser una voz que grita en el desierto (Mt 1, 3)? El
silencio, el grito, la paciencia y siempre el amor son en tal caso el testimonio que aún hoy puede dar la Iglesia y que
ni siquiera la muerte puede sofocar.

47. Pero, por más que la afirmación y la defensa de la religión y de los valores humanos que ella proclama y sostiene
debe ser firme y franca, no por ello renunciamos a la reflexión pastoral cuando tratamos de descubrir en el íntimo
espíritu del ateo moderno los motivos de su perturbación y de su negación. Descubrimos que son complejos y
múltiples, tanto que nos vemos obligados a ser cautos al juzgarlos y más eficaces al refutarlos; vemos que nacen a
veces de la exigencia de una presentación más alta y más pura del mundo divino, superior a la que tal vez ha
prevalecido en ciertas formas imperfectas de lenguaje y de culto, formas que deberíamos esforzarnos por hacer lo
más puras y transparentes posibles para que expresen mejor lo sagrado de que son signo. Los vemos invadidos por
el ansia, llena de pasión y de utopía, pero frecuentemente también generosa, de un sueño de justicia y de progreso,
en busca de objetivos sociales divinizados que sustituyen al Absoluto y Necesario, objetivos que denuncian la
necesidad insoslayable de un principio y fin divino cuya trascendencia e inmanencia toca a nuestro paciente y sabio
magisterio revelar. Los vemos valerse, a veces con ingenuo entusiasmo, de un recurso riguroso a la racionalidad
humana, con el propósito de ofrecer una concepción científica del universo; recurso tanto menos discutible cuanto
más se funda en los caminos lógicos del pensamiento que no se diferencian generalmente de los de nuestra escuela
clásica, y arrastrado contra la voluntad de los mismos que piensan encontrar en él un arma inexpugnable para su
ateísmo por su intrínseca validez, arrastrado, decimos, a proceder hacia una nueva y final afirmación, tanto
metafísica como lógica, del sumo Dios. ¿No se encontrará entre nosotros el hombre capaz de ayudar a este
incoercible proceso del pensamiento —que el ateo-político-intelectual detiene deliberadamente en un punto
determinado, apagando la luz suprema de la comprensibilidad del universo— a desembocar en aquella concepción
de realidad objetiva del universo cósmico, que introduce de nuevo en el espíritu el sentido de la presencia divina, y
en los labios las humildes y balbucientes sílabas de una feliz oración? Los vemos también, a veces, movidos por
nobles sentimientos, asqueados de la mediocridad y del egoísmo de tantos ambientes sociales contemporáneos,
idóneos para sacar de nuestro Evangelio formas y lenguaje de solidaridad y de compasión humana. ¿No llegaremos a
ser capaces algún día de hacer que se vuelvan a sus manantiales —que son cristianos— estas expresiones de valores
morales?
48. Recordando por eso cuanto escribió nuestro predecesor, de venerado recuerdo, el Papa Juan XXIII, en la encíclica
Pacem in terris, es decir, que las doctrinas de tales movimientos, una vez elaboradas y definidas, siguen siendo
siempre idénticas a sí mismas, pero que los movimientos como tales no pueden menos de desarrollarse y de sufrir
cambios, incluso profundos [6], no perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo
positivo, distinto del actual que suscita nuestra queja y nuestro obligado lamento.

Dialogo por la paz

Pero no podemos apartar nuestra mirada del panorama del mundo contemporáneo sin expresar un deseo
halagüeño, y es que nuestro propósito de cultivar y perfeccionar nuestro diálogo, con los variados y mudables
aspectos que éste presenta, pueda ayudar a la causa de la paz entre los hombres; como método que trata de regular
las relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y sincero, y como contribución de experiencia y de
sabiduría que puede reavivar en todos la consideración de los valores supremos. La apertura de un diálogo,
desinteresado, objetivo y leal, como desea ser el nuestro, lleva consigo la decisión en favor de una paz libre y
honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como
ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde las relaciones en
la cumbre de las naciones a las que hay en el cuerpo de las naciones mismas y en las bases, así sociales como
familiares e individuales, para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido, el gusto y el
deber de la paz.

Segundo círculo: los creyentes en Dios

49. Luego, en torno a Nos, vemos dibujarse otro círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es, antes
que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los
hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo
Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la
musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto de Dios hay de verdadero y de bueno, y
después todavía, a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente, no podemos compartir
estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes
y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y
definitiva, con la que Él quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de
manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y ésa es la religión cristiana, y que alimentamos
la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que buscan y adoran a Dios.

Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas
confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes
en el campo de la libertad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del
orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo
dondequiera que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia.

Tercer círculo: los cristianos hermanos separados

50. Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el de los que llevan el nombre de Cristo. En este
campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en algunos sectores se
encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo. Mucho podría decirse sobre este tema tan complejo y tan delicado.
Pero nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas indicaciones ya conocidas. Con gusto
hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, primero de todo, lo que nos es común antes de subrayar lo
que nos divide. Esta es una orientación buena y fecunda para nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo
cordialmente. Diremos más: que, en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las
leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los hermanos
cristianos separados todavía de nosotros. Nada puede ser más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta
unión de fe y caridad. Pero hemos de decir, sin embargo, que no está en nuestro poder transigir en la integridad de
la fe y las exigencias de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora que la Iglesia
católica ha tomado la iniciativa de volver a reunir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda
paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas que mantienen aún separados de ella
a los hermanos no son fruto de ambición histórica y de caprichosa especulación teológica, sino que se derivan de la
voluntad de Cristo y que, entendidas en su auténtico significado, están para beneficio de todos, para la unidad
común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y
merecedora, con la oración y con la penitencia, de la deseada reconciliación.

51. Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal
reconciliación, somos considerados por muchos hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a
ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado
de él. ¿No hay quienes sostienen que, si se suprimiese el primado del Papa, la unificación de las Iglesias separadas
con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los hermanos separados que consideren la inconsistencia
de tal hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de
Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad se desmoronaría, y en vano se intentaría
reconstruirla luego con criterios sustitutivos de aquel auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos
cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo [7].

52. Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía
de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana
retórica la que atribuye al Vicario de Cristo el título de servus servorum Dei.

Bajo esta luz, nuestro diálogo siempre está abierto; el cual, aun antes de extenderse en conversaciones fraternales,
se abre en coloquios con el Padre celestial en efusiones de oración y de esperanza.

Hemos de hacer notar con gozo y alegría, venerables hermanos, que este variado y extensísimo sector de los
cristianos separados está todo él penetrado por fermentos espirituales que parecen preanunciar un futuro y
consolador desarrollo para la causa de su reunificación en la única Iglesia de Cristo.

Queremos implorar el soplo del Espíritu Santo sobre el «movimiento ecuménico». Deseamos repetir nuestra
conmoción y nuestro gozo por el encuentro —lleno de caridad no menos que de nueva esperanza— que tuvimos en
Jerusalén con el Patriarca Atenágoras; queremos saludar con respeto y con reconocimiento la intervención de tantos
representantes de las Iglesias separadas en el concilio ecuménico Vaticano II; queremos asegurar una vez más que
observamos con atento y sagrado interés los fenómenos espirituales caracterizados por el problema de la unidad,
que mueven a personas, grupos y comunidades de viva y noble religiosidad. Con amor y con reverencia saludamos a
todos estos cristianos en la espera de que, cada vez mejor, podamos promover con ellos, en el diálogo de la
sinceridad y del amor, la causa de Cristo y de la unidad que Él quiso para su Iglesia.

Diálogo interior en la Iglesia

53. Y, finalmente, nuestro diálogo se ofrece a los hijos de la casa de Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica,
de la que ésta, la romana es mater et caput. ¡Cómo quisiéramos gozar de este diálogo de familia en la plenitud de la
fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a todas las
virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Qué sincero y emocionado, en su
genuina espiritualidad! ¡Qué dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Qué capaz de
hacer a los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y
valientes!

Este deseo de moldear las relaciones interiores de la Iglesia en el espíritu propio de un diálogo entre miembros de
una comunidad, cuyo principio constitutivo es la caridad, no suprime el ejercicio de la función propia de la autoridad
por un lado y de la sumisión por el otro; es una exigencia tanto del orden conveniente a toda sociedad bien
organizada como, sobre todo, de la constitución jerárquica de la Iglesia. La autoridad de la Iglesia es una institución
del mismo Cristo; más aún: le representa a Él, es el vehículo autorizado de su palabra, es la transposición de su
caridad pastoral; de tal modo que la obediencia arranca de motivos de fe, se vuelve escuela de humildad evangélica,
hace participar al obediente de la sabiduría, de la unidad, de la edificación y de la caridad, que sostienen al cuerpo
eclesial, y confiere a quien la impone y a quien se conforma con ella el mérito de la imitación de Cristo, hecho
obediente hasta la muerte (Flp 2, 8).

Así, por obediencia enderezada hacia el diálogo, entendemos el ejercicio de la autoridad, todo él impregnado de la
conciencia de ser servicio y ministerio de verdad y de caridad; y entendemos también la observancia de las normas
canónicas y la reverencia al gobierno del legítimo superior, con prontitud y serenidad, como conviene a hijos libres y
amorosos. El espíritu de independencia, de crítica, de rebelión, no está de acuerdo con la caridad animadora de la
solidaridad, de la concordia, de la paz en la Iglesia, y transforma fácilmente el diálogo en discusión, en altercado, en
disidencia: desagradable fenómeno —aunque por desgracia siempre a punto de producirse— contra el cual la voz
del apóstol Pablo nos amonesta: Que no haya entre vosotros divisiones (1Cor 1,10).

Fervor de sentimientos y de obras

Estemos, pues, ardientemente deseosos de que el diálogo interior, en el seno de la comunidad eclesiástica, se
enriquezca en fervor, en temas, en número de interlocutores, de suerte que se acreciente así la vitalidad y la
santificación del Cuerpo místico terreno de Cristo. Todo lo que pone en circulación las enseñanzas de que la Iglesia
es depositaria y dispensadora es bien visto por Nos; ya hemos mencionado antes la vida litúrgica e interior y hemos
aludido a la predicación. Podemos todavía añadir la enseñanza, la prensa, el apostolado social, las misiones, el
ejercicio de la caridad; temas éstos que también el concilio nos hará considerar. Y todos los que ordenadamente
participan, bajo la dirección de la competente autoridad en el diálogo vitalizante de la Iglesia, siéntanse por Nos
animados y bendecidos por Nos: los sacerdotes de un modo especial; los religiosos, los amadísimos seglares
militantes por Cristo en la Acción Católica y en tantas otras formas de asociación y de acción.

Hoy más que nunca la Iglesia está viva

54. Nos sentimos alegres y confortados al observar que un diálogo así en el interior de la Iglesia y hacia el exterior
que la rodea ya está en movimiento: ¡La Iglesia vive hoy más que nunca! Pero considerándolo bien, parece como si
todo estuviera aún por empezar; comienza hoy el trabajo y no acaba nunca. Tal es la ley de nuestra peregrinación en
la tierra y en el tiempo. Este es el deber habitual, venerables hermanos, de nuestro ministerio, al que hoy todo
impulsa para que se haga nuevo, vigilante e intenso.

Cuanto a Nos, mientras os damos estas advertencias, nos place confiar en vuestra colaboración, al mismo tiempo
que os ofrecemos la nuestra: esta comunión de intenciones y de obras la pedimos y la ofrecemos cuando apenas
hemos subido con el nombre, y Dios quiera también que con algo del espíritu del Apóstol de las Gentes, a la cátedra
de San Pedro; y celebrando así la unidad de Cristo entre nosotros, os enviamos con esta nuestra primera carta, in
nomine Domini, nuestra fraterna y paterna bendición apostólica, que con gusto extendemos a toda la Iglesia y a toda
la humanidad.

2.

GS 74a

Los hombres, las familias y los diversos grupos que constituyen la comunidad civil son conscientes de su propia
insuficiencia para lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una comunidad más amplia, en la
cual todos conjuguen a diario sus energías en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello forman
comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad política nace, pues, para buscar el bien común,
en el que encuentra su justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad primigenia y propia. El bien
común abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las
asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección.

MM 63-65

63. El actual incremento de la vida social no es, en realidad, producto de un impulso ciego de la naturaleza, sino,
como ya hemos dicho, obra del hombre, se libre, dinámico y naturalmente responsable de su acción, que está
obligado, sin embargo, a reconocer y respetar las leyes del progreso de la civilización y del desarrollo económico, y
no puede eludir del todo la presión del ambiente.

64. Por lo cual, el progreso de las relaciones sociales puede y, por lo mismo, debe verificarse de forma que
proporcione a los ciudadanos el mayor número de ventajas y evite, o a lo menos aminore, los inconvenientes.

65. Para dar cima a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes profesen un sano
concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los
ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección.
Juzgamos además necesario que los organismos o cuerpos y las múltiples asociaciones privadas, que integran
principalmente este incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos y tiendan a sus fines
específicos con relaciones de leal colaboración mutua y de subordinación a las exigencias del bien común.

Es igualmente necesario que dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de auténticas
comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean considerados en ellos como
personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes.

3.

GS 75a

Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan
a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte
libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa
pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección
de los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al mismo tiempo el deber que tienen
de votar con libertad para promover el bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del
hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.

PT 24-52

24. Como ya advertimos con gran insistencia en la encíclica Mater et magistra, es absolutamente preciso que se
funden muchas asociaciones u organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que os particulares por sí solos
no pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben considerarse como instrumentos
indispensables en grado sumo para defender la dignidad y libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido
de la responsabilidad [21].

Derecho de residencia y emigración

25. Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a conservar o cambiar su residencia dentro
de los límites geográficos del país; más aún, es necesario que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos,
emigrar a otros países y fijar allí su domicilio [22]. El hecho de pertenecer como ciudadano a una determinada
comunidad política no impide en modo alguno ser miembro de la familia humana y ciudadano de la sociedad y
convivencia universal, común a todos los hombres.

Derecho a intervenir en la vida pública

26. Añádese a lo dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el derecho a tomar parte activa en la
vida pública y contribuir al bien común. Pues, como dice nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, el hombre
como tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser y
permanecer su sujeto, fundamento y fin [23].

Derecho a la seguridad jurídica

27. A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios derechos; defensa eficaz, igual
para todos y regida por las normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío
XII con estas palabras: Del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la
seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario ([24].

Los deberes del hombre

Conexión necesaria entre derechos y deberes

28. Los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el hombre que los posee con otros
tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y
vigor indestructible.
29. Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de conservarla; al
derecho a un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el
deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud.

El deber de respetar los derechos ajenos

30. Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un determinado derecho natural de cada
hombre corresponda en los demás el deber de reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier derecho fundamental del
hombre deriva su fuerza moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e impone el correlativo deber. Por tanto,
quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se
asemejan a los que derriban con una mano lo que con la otra construyen.

El deber de colaborar con los demás

31. Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben convivir unos con otros y procurar cada uno el bien de los
demás. Por esto, una convivencia humana rectamente ordenada exige que se reconozcan y se respeten mutuamente
los derechos y los deberes. De aquí se sigue también el que cada uno deba aportar su colaboración generosa para
procurar una convivencia civil en la que se respeten los derechos y los deberes con diligencia y eficacia crecientes.

32. No basta, por ejemplo, reconocer al hombre el derecho a las cosas necesarias para la vida si no se procura, en la
medida posible, que el hombre posea con suficiente abundancia cuanto toca a su sustento.

33. A esto se añade que la sociedad, además de tener un orden jurídico, ha de proporcionar al hombre muchas
utilidades. Lo cual exige que todos reconozcan y cumplan mutuamente sus derechos y deberes e intervengan unidos
en las múltiples empresas que la civilización actual permita, aconseje o reclame.

El deber de actuar con sentido de responsabilidad

34. La dignidad de la persona humana requiere, además, que el hombre, en sus actividades, proceda por propia
iniciativa y libremente. Por lo cual, tratándose de la convivencia civil, debe respetar los derechos, cumplir las
obligaciones y prestar su colaboración a los demás en una multitud de obras, principalmente en virtud de
determinaciones personales. De esta manera, cada cual ha de actuar por su propia decisión, convencimiento y
responsabilidad, y no movido por la coacción o por presiones que la mayoría de las veces provienen de fuera. Porque
una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, los
hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al
propio perfeccionamiento.

La convivencia civil

Verdad, justicia, amor y libertad, fundamentos de la convivencia humana

35. Por esto, la convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad humana si se
funda en la verdad. Es una advertencia del apóstol San Pablo: Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad
con su prójimo, pues que todos somos miembros unos de otros [25]. Esto ocurrirá, ciertamente, cuando cada cual
reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los deberes que tiene para con los demás. Más
todavía: una comunidad humana será cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia,
respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando estén movidos por el amor de tal manera,
que sientan como suyas las necesidades del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes, y procuren que en
todo el mundo haya un intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu humano. Ni basta esto sólo,
porque la sociedad humana se va desarrollando conjuntamente con la libertad, es decir, con sistemas que se ajusten
a la dignidad del ciudadano, ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta, por lo mismo, responsable de sus
acciones.

Carácter espiritual de la sociedad humana

36. La sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser considerada, ante todo, como una
realidad de orden principalmente espiritual: que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse
entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a desear los bienes del
espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados
continuamente a compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho propio, los bienes
espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura,
de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y, finalmente,
de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su incesante desarrollo.

37. El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en la verdad, debe
practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último,
respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana.

La convivencia tiene que fundarse en el orden moral establecido por Dios

38. Sin embargo, este orden espiritual, cuyos principios son universales, absolutos e inmutables, tiene su origen
único en un Dios verdadero, personal y que trasciende a la naturaleza humana. Dios, en efecto, por ser la primera
verdad y el sumo bien, es la fuente más profunda de la cual puede extraer su vida verdadera una convivencia
humana rectamente constituida, provechosa y adecuada a la dignidad del hombre [26]. A esto se refiere el pasaje de
Santo Tomás de Aquino: El que la razón humana sea norma de la humana voluntad, por la que se mida su bondad, es
una derivación de la ley eterna, la cual se identifica con la razón divina... Es, por consiguiente, claro que la bondad de
la voluntad humana depende mucho más de la ley eterna que dé la razón humana [27].

Características de nuestra época

39. Tres son las notas características de nuestra época.

La elevación del mundo laboral

40. En primer lugar contemplamos el avance progresivo realizado por las clases trabajadoras en lo económico y en lo
social. Inició el mundo del trabajo su elevación con la reivindicación de sus derechos, principalmente en el orden
económico y social. Extendieron después los trabajadores sus reivindicaciones a la esfera política. Finalmente, se
orientaron al logro de las ventajas propias de una cultura más refinada. Por ello, en la actualidad, los trabajadores de
todo el mundo reclaman con energía que no se les considere nunca simples objetos carentes de razón y libertad,
sometidos al uso arbitrario de los demás, sino como hombres en todos los sectores de la sociedad; esto es, en el
orden económico y social, en el político y en el campo de la cultura.

La presencia de la mujer en la vida pública

41. En segundo lugar, es un hecho evidente la presencia de la mujer en la vida pública. Este fenómeno se registra con
mayor rapidez en los pueblos que profesan la fe cristiana, y con más lentitud, pero siempre en gran escala, en países
de tradición y civilizaciones distintas. La mujer ha adquirido una conciencia cada día más clara de su propia dignidad
humana. Por ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario,
que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y
obligaciones propios de la persona humana.

La emancipación de los pueblos

42. Observamos, por último, que, en la actualidad, la convivencia humana ha sufrido una total transformación en lo
social y en lo político. Todos los pueblos, en efecto, han adquirido ya su libertad o están a punto de adquirirla. Por
ello, en breve plazo no habrá pueblos dominadores ni pueblos dominados.

43. Los hombres de todos los países o son ya ciudadanos de un Estado independiente, o están a punto de serlo. No
hay ya comunidad nacional alguna que quiera estar sometida al dominio de otra. Porque en nuestro tiempo resultan
anacrónicas las teorías, que duraron tantos siglos, por virtud de las cuales ciertas clases recibían un trato de
inferioridad, mientras otras exigían posiciones privilegiadas, a causa de la situación económica y social, del sexo o de
la categoría política.

44. Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción de que todos los hombres son,
por dignidad natural, iguales entre sí. Por lo cual, las discriminaciones raciales no encuentran ya justificación alguna,
a lo menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una importancia extraordinaria para lograr una
convivencia humana informada por los principios que hemos recordado. Porque cuando en un hombre surge la
conciencia de los propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias obligaciones; de forma que
aquel que posee determinados derechos tiene, asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos,
mientras los demás tienen el deber de reconocerlos y respetarlos.

45. Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los derechos y de los deberes, los hombres
se abren inmediatamente al mundo de las realidades espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia,
de la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal sociedad. Y no es esto todo, porque,
movidos profundamente por estas mismas causas, se sienten impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que es
superior al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las relaciones que los unen con Dios son el fundamento
de su vida, de esa vida que viven en la intimidad de su espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.

II. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES POLÍTICAS

La autoridad

Es necesaria

46. Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las
instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país. Toda la
autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San Pablo: Porque no hay autoridad que no
venga de Dios [28]. Enseñanza del Apóstol que San Juan Crisóstomo desarrolla en estos términos: ¿Qué dices?
¿Acaso todo gobernante ha sido establecido por Dios? No digo esto -añade-, no hablo de cada uno de los que
mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan las autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo
suceda sin obedecer a un azar completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría [29]. En efecto, como
Dios ha creado a los hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que
mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común,

resulta necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que, como la misma sociedad,
surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor [30].

Debe estar sometida al orden moral

47. La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad
consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria
procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso advierte nuestro predecesor,
de feliz memoria, Pío XII: El mismo orden absoluto de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona
autónoma, es decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca
también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir... Y como
ese orden absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro
origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su
participación en la autoridad de Dios [31].

Sólo así obliga en conciencia

48. Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o el temor de las
penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar por el bien común, y,
aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser racional y
libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial, una fuerza física; por ello tienen que apelar los gobernantes a la
conciencia del ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pronta colaboración al bien
común. Pero como todos los hombres son entre sí iguales en dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia,
puede obligar a los demás a tomar una decisión en la intimidad de su conciencia. Es éste un poder exclusivo de Dios,
por ser el único que ve y juzga los secretos más ocultos del corazón humano.

49. Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando su autoridad está unida a la
de Dios y constituye una participación de la misma [32].

Y se salva la dignidad del ciudadano


50. Sentado este principio, se salva la dignidad del ciudadano, ya que su obediencia a las autoridades públicas no es,
en modo alguno, sometimiento de hombre a hombre, sino, en realidad, un acto de culto a Dios, creador solícito de
todo, quien ha ordenado que las relaciones de la convivencia humana se regulen por el orden que El mismo ha
establecido; por otra parte, al rendir a Dios la debida reverencia, el hombre no se humilla, sino más bien se eleva y
ennoblece, ya que servir a Dios es reinar[33].

La ley debe respetar el ordenamiento divino

51. El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes
promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente, opuesta a
la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al
ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres [34]); más aún, en semejante situación, la
propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: En
cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es
manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene
carácter de ley, sino más bien de violencia [35].

Autoridad y democracia

52. Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en modo alguno deducirse que los hombres
no tengan derecho a elegir los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los
procedimientos y los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda
conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente democrático [36].

69-71

69. Sin embargo, para que esta organización jurídica y política de la comunidad rinda las ventajas que le son propias,
es exigencia de la misma realidad que las autoridades actúen y resuelvan las dificultades que surjan con
procedimientos y medios idóneos, ajustados a las funciones específicas de su competencia y a la situación actual del
país. Esto implica, además, la obligación que el poder legislativo tiene, en el constante cambio que 1a realidad
impone, de no descuidar jamás en su actuación las normas morales, las bases constitucionales del Estado y las
exigencias del bien común. Reclama, en segundo lugar, que la administración pública resuelva todos los casos en
consonancia con el derecho, teniendo a la vista la legislación vigente y con cuidadoso examen crítico de la realidad
concreta. Exige, por último, que el poder judicial dé a cada cual su derecho con imparcialidad plena y sin dejarse
arrastrar por presiones de grupo alguno. Es también exigencia de la realidad que tanto el ciudadano como los grupos
intermedios tengan a su alcance los medios legales necesarios para defender sus derechos y cumplir sus
obligaciones, tanto en el terreno de las mutuas relaciones privadas como en sus contactos con los funcionarios
públicos [49].

Cautelas y requisitos que deben observar los gobernantes

70. Es indudable que esta ordenación jurídica del Estado, la cual responde a las normas de la moral y de la justicia y
concuerda con el grado de progreso de la comunidad política, contribuye en gran manera al bien común del país.

71. Sin embargo, en nuestros tiempos, la vida social es tan variada, compleja y dinámica, que cualquier ordenación
jurídica, aun la elaborada con suma prudencia y previsora intención, resulta muchas veces inadecuada frente a las
necesidades.

72-76

72. Hay que añadir un hecho más: el de que las relaciones recíprocas de los ciudadanos, de los ciudadanos y de los
grupos intermedios con las autoridades y, finalmente, de las distintas autoridades del Estado entre sí, resultan a
veces tan inciertas y peligrosas, que no pueden encuadrarse en determinados moldes jurídicos. En tales casos, la
realidad pide que los gobernantes, para mantener incólume la ordenación jurídica del Estado en sí misma y en los
principios que la inspiran, satisfacer las exigencias fundamentales de la vida social, acomodar las leyes y resolver los
nuevos problemas de acuerdo con los hábitos de la vida moderna, tengan, lo primero, una recta idea de la
naturaleza de sus funciones y de los límites de su competencia, y posean, además, sentido de la equidad, integridad
moral, agudeza de ingenio y constancia de voluntad en grado bastante para descubrir sin vacilación lo que hay que
hacer y para llevarlo a cabo a tiempo y con valentía[50].

Acceso del ciudadano a la vida pública

73. Es una exigencia cierta de la dignidad humana que los hombres puedan con pleno derecho dedicarse a la vida
pública, si bien solamente pueden participar en ella ajustándose a las modalidades que concuerden con la situación
real de la comunidad política a la que pertenecen.

74. Por otra parte, de este derecho de acceso a la vida pública se siguen para los ciudadanos nuevas y amplísimas
posibilidades de bien común. Porque, primeramente, en las actuales circunstancias, los gobernantes, al ponerse en
contacto y dialogar con mayor frecuencia con los ciudadanos, pueden conocer mejor los medios que más interesan
para el bien común, y, por otra parte, la renovación periódica de las personas en los puestos públicos no sólo impide
el envejecimiento de la autoridad, sino que además le da la posibilidad de rejuvenecerse en cierto modo para
acometer el progreso de la sociedad humana [51].

Exigencias de la época

Carta de los derechos del hombre

75. De todo 1o expuesto hasta aquí se deriva con plena claridad que, en nuestra época, lo primero que se requiere
en la organización jurídica del Estado es redactar, con fórmulas concisas y claras, un compendio de los derechos
fundamentales del hombre e incluirlo en la constitución general del Estado.

Organización de poderes

76. Se requiere, en segundo lugar, que, en términos estrictamente jurídicos, se elabore una constitución pública de
cada comunidad política, en la que se definan los procedimientos para designar a los gobernantes, los vínculos con
los que necesariamente deban aquellos relacionarse entre sí, las esferas de sus respectivas competencias y, por
último, las normas obligatorias que hayan de dirigir el ejercicio de sus funciones.

4.

GS 75b

Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública,
es necesario un orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la
autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse,
respétense y promuévanse los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio,
no menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario mencionar el deber de aportar a la
vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer
las asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su
legítima y constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos
por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al
Estado de manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las
personas, de las familias y de las agrupaciones sociales.

PT 57-59

Abarca a todo el hombre

57. Hemos de hacer aquí una advertencia a nuestros hijos: el bien común abarca a todo el hombre, es decir, tanto las
exigencias del cuerpo como las del espíritu. De lo cual se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por
las vías adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al
ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu [42].

58. Todos estos principios están recogidos con exacta precisión en un pasaje de nuestra encíclica Mater et magistra,
donde establecimos que el bien común abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los
ciudadanos e1 desarrollo expedito y pleno de su propia perfección [43].
59. E1 hombre, por tener un cuerpo y un alma inmortal, no puede satisfacer sus necesidades ni conseguir en esta
vida mortal su perfecta felicidad. Esta es 1a razón de que el bien común deba procurarse por tales vías y con tales
medios que no sólo no pongan obstáculos a la salvación eterna del hombre, sino que, por el contrario, le ayuden a
conseguirla [44].

5.

GS 75c

A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más
frecuencia en materia social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor
eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre. Según las diversas
regiones y la evolución de los pueblos, pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la socialización y la
autonomía y el desarrollo de la persona. Esto, no obstante, allí donde por razones de bien común se restrinja
temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las
circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas
dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales.

MM 60-62

60. Este progreso de la vida social es indicio y causa, al mismo tiempo, de la creciente intervención de los poderes
públicos, aun en materias que, por pertenecer a la esfera más íntima de la persona humana, son de indudable
importancia y no carecen de peligros.

Tales son, por ejemplo, el cuidado de la salud, la instrucción, y educación de las nuevas generaciones, la orientación
profesional, los métodos para la reeducación y readaptación de los sujetos inhabilitados física o mentalmente.

Pero es también fruto y expresión de una tendencia natural, casi incoercible, de los hombres, que los lleva a
asociarse espontáneamente para la consecución de los objetivos que cada cual se propone y superan la capacidad y
los medios de que puede disponer el individuo aislado.

Esta tendencia ha suscitado por doquiera, sobre todo en los últimos años, una serie numerosa de grupos, de
asociaciones y de instituciones para fines económicos, sociales, culturales, recreativos, deportivos, profesionales y
políticos, tanto dentro de cada una de las naciones como en el plano mundial.

Valoración

61. Es indudable que este progreso de las relaciones sociales acarrea numerosas ventajas y beneficios. En efecto,
permite que se satisfagan mejor muchos derechos de la persona humana, sobre todo los llamados económico-
sociales, los cuales atienden fundamentalmente a las exigencias de la vida humana: el cuidado de la salud, una
instrucción básica más profunda y extensa, una formación profesional más completa, la vivienda, el trabajo, el
descanso conveniente y una honesta recreación.

Además, gracias a los incesantes avances de los modernos medios de comunicación —prensa, cine, radio, televisión
—, el hombre de hoy puede en todas partes, a pesar de las distancias, estar casi presente en cualquier
acontecimiento.

62. Pero, simultáneamente con la multiplicación y el desarrollo casi diario de estas nuevas formas de asociación,
sucede que, en muchos sectores de la actividad humana, se detallan cada vez más la regulación y la definición
jurídicas de las diversas relaciones sociales.

Consiguientemente, queda reducido el radio de acción de la libertad individual. Se utilizan, en efecto, técnicas, se
siguen métodos y se crean situaciones que hacen extremadamente difícil pensar por sí mismo, con independencia de
los influjos externos, obrar por iniciativa propia, asumir convenientemente las responsabilidades personales y
afirmar y consolidar con plenitud la riqueza espiritual humana.

¿Habrá que deducir de esto que el continuo aumento de las relaciones sociales hará necesariamente de los hombres
meros autómatas sin libertad propia? He aquí una pregunta a la que hay que dar respuesta negativa.
Bloque DH

1.

DH 1a

Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana, y aumenta
el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad
responsables, guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción. Piden igualmente la delimitación
jurídica del poder público, para que la amplitud de la justa libertad tanto de la persona como de las asociaciones no
se restrinja demasiado. Esta exigencia de libertad en la sociedad humana se refiere sobre todo a los bienes del
espíritu humano, principalmente a aquellos que pertenecen al libre ejercicio de la religión en la sociedad.
Secundando con diligencia estos anhelos de los espíritus y proponiéndose declarar cuán conformes son con la
verdad y con la justicia, este Concilio Vaticano estudia la sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales
saca a la luz cosas nuevas, de acuerdo siempre con las antiguas.

PT 34

El deber de actuar con sentido de responsabilidad

La dignidad de la persona humana requiere, además, que el hombre, en sus actividades, proceda por propia
iniciativa y libremente. Por lo cual, tratándose de la convivencia civil, debe respetar los derechos, cumplir las
obligaciones y prestar su colaboración a los demás en una multitud de obras, principalmente en virtud de
determinaciones personales. De esta manera, cada cual ha de actuar por su propia decisión, convencimiento y
responsabilidad, y no movido por la coacción o por presiones que la mayoría de las veces provienen de fuera. Porque
una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente, los
hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al
propio perfeccionamiento.

79

No obstante, estas tendencias de que hemos hablado constituyen también un testimonio indudable de que en
nuestro tiempo los hombres van adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su propia dignidad y se sienten,
por tanto, estimulados a intervenir en la ida pública y a exigir que sus derechos personales e inviolables se defiendan
en la constitución política del país. No basta con esto; los hombres exigen hoy, además, que las autoridades se
nombren de acuerdo con las normas constitucionales y ejerzan sus funciones dentro de los términos establecidos
por las mismas.

2.

DH 2a

Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en
que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y
de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su
conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de
los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad
misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural.
Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la
sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil.

PT 14

Entre los derechos del hombre dé bese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta norma de su
conciencia, y profesar la religión en privado y en público. Porque, como bien enseña Lactancio, para esto nacemos,
para ofrecer a Dios, que nos crea, el justo y debido homenaje; para buscarle a Él solo, para seguirle. Este es el vínculo
de piedad que a Él nos somete y nos liga, y del cual deriva el nombre mismo de religión [10]. A propósito de este
punto, nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: Esta libertad, la libertad verdadera, digna de los
hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y
de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que
reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que
consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos [11].

3.

DH 3c

Ahora bien, la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social,
es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del
diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado,
para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; y una vez conocida ésta, hay que aceptarla firmemente con
asentimiento personal.

PT 47-49

Debe estar sometida al orden moral

47. La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad
consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria
procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso advierte nuestro predecesor,
de feliz memoria, Pío XII: El mismo orden absoluto de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona
autónoma, es decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca
también al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir... Y como
ese orden absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro
origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su
participación en la autoridad de Dios [31].

Sólo así obliga en conciencia

48. Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o el temor de las
penas o en la promesa de premios, no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar por el bien común, y,
aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser racional y
libre. La autoridad no es, en su contenido sustancial, una fuerza física; por ello tienen que apelar los gobernantes a la
conciencia del ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pronta colaboración al bien
común. Pero como todos los hombres son entre sí iguales en dignidad natural, ninguno de ellos, en consecuencia,
puede obligar a los demás a tomar una decisión en la intimidad de su conciencia. Es éste un poder exclusivo de Dios,
por ser el único que ve y juzga los secretos más ocultos del corazón humano.

49. Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al ciudadano cuando su autoridad está unida a la
de Dios y constituye una participación de la misma [32].

4.

DH 6b

La protección y promoción de los derechos inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil.
Debe, pues, la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos
con leyes justas y otros medios aptos, y facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa, para que
los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes, y la misma sociedad
goce así de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres para con Dios y para con
su santa voluntad.

PT 60-62

Deberes de los gobernantes en orden al bien común

1. Defender los derechos y deberes del hombre


60. En 1a época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y
deberes de 1a persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos
cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada
ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos de 1a persona
humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder público [45].

61. Por eso, los gobernantes que no reconozcan los derechos del hombre o los violen faltan a su propio deber y
carecen, además, de toda obligatoriedad las disposiciones que dicten [46].

2. Armonizarlos y regularlos

62. Más aún, los gobernantes tienen como deber principal el de armonizar y regular de una manera adecuada y
conveniente los derechos que vinculan entre sí a los hombres en el seno de la sociedad, de tal forma que, en primer
lugar, los ciudadanos, al procurar sus derechos, no impidan el ejercicio de los derechos de los demás; en segundo
lugar, que el que defienda su propio derecho no dificulte a los otros 1a práctica de sus respectivos deberes, y, por
último, hay que mantener eficazmente 1a integridad de los derechos de todos y restablecerla en caso de haber sido
violada[47].

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