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Dejar de fumar: Aristóteles contra Platón

Armando Massarenti

Un efecto beneficioso de la ley que prohíbe fumar en los locales públicos es que permite a
todos, fumadores y no fumadores, comprender mejor algunos aspectos de la filosofía de Platón y
Aristóteles.

Imaginemos a los dos filósofos ante la cuestión de «dejar de fumar». Para Platón (o mejor
dicho, para Sócrates, el protagonista de sus diálogos), la solución es sencilla. Una vez que se
conocen el bien y la virtud, no se puede sino actuar en consecuencia. Para el sabio y para el filósofo,
sabiduría y virtud sólo pueden ir de la mano. Aristóteles habría llegado a una conclusión bien
distinta. Saber que dejar de fumar es bueno no suficiente. Él había descubierto un fenómeno: la
akrasia,o debilidad de la voluntad, que nos impulsa a tomar decisiones en desacuerdo con lo que
consideramos un bien para nosotros. Ni siquiera el sabio, el erudito o el aspirante a tal está a salvo
de los accidentes de la suerte, el deseo, las tentaciones externas y los placeres. Para poder
afrontarlos debe construirse, día a día ―con estratagemas que recuerdan a Ulises resistiéndose al
canto de las sirenas―, hábitos mentales y de conducta que lo empujen a adoptar comportamientos
virtuosos. Se construye así una «segunda naturaleza» que, a la larga, modifica el propio carácter
hasta que ser virtuoso se transforma en un instinto.

La idea es genial y profunda, pero quizás hoy seríamos menos optimista que Aristóteles en
cuanto al resultado final de tales estratagemas. «El próximo poema que componga... ―escribe
Raymond Carver―, ¡oh, el próximo poema echará chispas! Pero no habrá cigarrillos en ese poema.
Empezaré a fumar en pipa.» Y queda también por definir en qué sentido dejar de fumar pude
considerarse una virtud o una ventaja; o de qué manera ―aun beneficiando nuestra salud― puede
modificar nuestro destino.

Un importante filósofo de nuestro tiempo, Allen Konigsberg, también conocido como


Woody Allen, nos da un motivo para meditar sobre esos problemas que nos superan. Al contrario
que Carver, él ha vencido heroicamente en su batalla contra el vicio: «He dejado de fumar. Viviré
una semana más, durante la que lloverá siempre».

Armando Massarenti Instrucciones sobre cómo tomarse las cosas ~ Píldoras de filosofía mínima
2010 pp.15 y 16 8
Hechos y valores a prueba de imbéciles
Armando Massarenti

Cuando nos ponemos a discutir sobre cualquier tema ―economía, política, fútbol, el
carácter de una persona, cocina o tantas otras cosas―, se nos puede ocurrir espontáneamente,
llegados a cierto punto, la necesidad de remitirnos a los «hechos», entendiéndolos como algo
objetivo que hay que separar de los valores y de los gustos personales, es decir, de cualquier cosa
que se sobreentienda que pertenece ala esfera de la subjetividad. ¿Es una decisión acertada?
¿Estamos haciendo, en la medida de nuestras posibilidades, filosofía de la buena?

Durante siglos, filósofos de primera categoría (a partir de Hume) abrazaron esa distinción. Y,
al aclararla, pensaron que hacían dar un paso adelante a la filosofía. Sin embargo, precisamente a
partir del uso correcto del lenguaje común, existe la duda de que las cosas realmente sean siempre
así. Si fuesen así deberíamos pensar que, como decíamos, lo que es objetivo, o real, se refiere sólo a
los hechos y no a los valores. Pero estos últimos se presentan, en muchas descripciones objetivas, o
que pretenden serlo, intrínsecamente mezclados con los hechos. Cuando decimos que un conocido
nuestro es impertinente, cabezota, aburrido, etc., o que piensa sólo en el dinero, estamos intentando
proporcionar una descripción verídica de cómo es en realidad. Sin embargo, aunque esos términos
describan a nuestro conocido y nos digan cómo es, nos dan también una idea muy precisa de lo que
pensamos de él, de nuestros juicios de valor. Puede que éstos sean discutibles, pero parecen estar
dotados también de una cierta objetividad. «Es usted un auténtico imbécil», le dice el peatón a un
conductor que ha pasado con el semáforo en rojo y por poco lo atropella. ¿Podemos llevarle la
contraria?

Armando Massarenti Instrucciones sobre cómo tomarse las cosas ~ Píldoras de filosofía mínima
2010 pp.15 y 16 8
San Agustín y el tanga de Pinocho
Armando Massarenti

A menudo nos sorprende de repente una reflexión filosófica mientras estamos viendo una
película. Me ha ocurrido, por increíble que parezca, durante la proyección de unos dibujos
animados: la segunda parte de la ya célebre saga de Shrek (que, a todo esto, se ha transformado en
un apuesto joven), su amigos Asno (que, obviamente, se ha transformado en un corcel blanco para
estar a la altura del rubio caballero) y el Gato con Botas aparecen encadenados a un muro en el
fondo de un profundísimo pozo. Llegan de repente sus amigos para intentar salvarlos: entre ellos,
destacan por su originalidad Jengi ―el hombrecillo de bizcocho glaseado― y el clásico Pinocho.
Van bajando poco a poco a este último por el pozo y le confían, por tanto, la parte más «peligrosa»
de la misión: de hecho, su nariz extensible hará las veces de puente para que, a ritmo de la música
de Misión Imposible, Jengi llegue hasta los prisionero con la llave que los liberará. Jengi se
descuelga hasta la cabeza de Pinocho. Desde ahí debe salvar el camino hasta los prisioneros
caminando por la nariz de la marioneta, ¡nariz que debe alargarse a toda costa!

Sin embargo, la nariz no se alarga. Hace falta una buena mentira ―eso dice el cuento―
parece que le crezca la nariz, así que Shrek grita: «Rápido, ¡di una mentira!». Y Pinocho, dubitativo,
contesta: «¿Y qué digo?». Jengi: «Lo que sea, ¡pero rápido!».

Detengamos la imagen. ¿Por qué duda Pinocho? Porque no se le ocurre ninguna mentira.
Pero ésta es una respuesta banal. El hecho es que lo que le piden es absurdo, contradictorio. ¿Cómo
hace uno para mentir a petición? Para decir una mentira no basta con pronunciar una frase falsa. Es
necesario que el otro se la crea y que exista la intención de engañarlo. Si se dice al que la pide, ¿qué
mentira es esa?

La casualidad socorre a nuestros héroes. Asno tiene una idea y la sugiere: «Una locura,
como “Llevo ropa interior de chica”». Pinocho entra en el juego: «Llevo ropa interior de chica».
Pero la nariz no le crece. Shrek: «¿En serio?». Pinocho «Por supuesto que no». Entonces sí que le
crece la nariz y Asno comenta: «Parece que es por supuesto que sí». Pinocho «No la llevo». Y le
crece más la nariz. Y el Gato con Botas continúa: «¿De qué clase?». Y Jengi lo azuza: «¡Es un
tanga!», y, descubriendo las nalgas de Pinocho, muestra a todos precisamente un bonito tanga.
Pinocho se defiende, avergonzado: «¡Ay! Es un eslip». Y Jengi lo desmiente: «No. Es un tanga». Y
Pinocho: «¡Si, pero también puede ser un eslip!».

Pinocho miente para salir del paso, jugando con el hecho de que sus calzoncillos sean un
eslip en vez de un tanga (una prenda íntima que suena bastante rara en una marioneta), pero, en
efecto, pueden ser las dos cosas. Aquí se nos presenta, pues, la segunda lección filosófica, derivada
nada menos que de san Agustín: cuenta lo que él «realmente» piensa que es (es decir, un tanga), por
lo que cuando Pinocho afirma que se trata de un eslip (es mentira), su nariz se alarga y Jengi puede
recorrerla y llegar hasta los prisioneros.

¡Todos libres gracias a las mentiras de Pinocho!, pero sobre todo, gracias a su pudor.

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2010 pp.15 y 16 8
Una pequeña (pero completa) lección de bioética
Armando Massarenti

¿Qué nos ha enseñado realmente el caso de Terri Schiavo? Un caso mediático que pone en
juego emociones, o no nos enseña nada, o nos enseña cosas muy simples. Esta vez nos ha enseñado
al menos algo muy simple: que el testamento vital es importante. Por lógica, las posibles posiciones
respecto al caso Terri son tres:

1. La eutanasia no es lícita en ningún caso; no se puede hacer uso de la vida humana, que es
sagrada en todas sus manifestaciones.
2. Es lícita sólo si la desea el interesado.
3. En algunos casos es lícita, y hasta deseable, incluso sin el consentimiento del interesado.

Para cada una de estas posiciones se pueden aducir argumentos excelentes, pero lo que Terri
nos ha enseñado es que la que goza de mayor aceptación es la segunda. Por tanto, si existe voluntad
en uno u otro sentido, es mejor expresarla lo antes posible. Una paginita escrita de su puño y letra,
en la que se hubiera expresado su voluntad, habría evitado dilemas inextricables e incomprensiones
sin fin. De hecho, muchos norteamericano, la familia Bush a la cabeza, se han apresurado a redactar
su living will [testamento vital], puesto que saben que unas pocas frases pueden evitar diatribas
lacerantes, que surgen inevitablemente, incluso con la mejor de las intenciones, entre familiares
igualmente preocupados por hacer lo más adecuado, aunque sus ideas puedan ser radicalmente
distintas.

Pero ¿qué escribir en esa paginita? Sobre todo dos cosas: decir claramente si preferimos o no
que nos mantengan en ese estado vegetativo, si se diera el caso, e indicar la persona a la que confiar
las últimas decisiones que nos afecten cuando ya no seamos capaces de expresar nuestra voluntad.

Una última advertencia: dar a conocer y confiar este documento a un ente público que lo
custodie, para evitar que se pierda o acabe en la papelera de algún voluntarioso partidario de las
posiciones 1 o 3 anteriormente descritas. De hecho, estoy convencido de que incluso muchos de los
que apoyarían sinceramente la posición 2 si estuviese en juego su destino personal no dudarían en
adoptar posiciones como la 1 o la 3 si se tratara de decidir el destino de los demás.

Armando Massarenti Instrucciones sobre cómo tomarse las cosas ~ Píldoras de filosofía mínima
2010 pp.15 y 16 8
La paradoja del racista
Armando Massarenti

En una ciudad vive un negro por cada diez habitantes. Un hombre denuncia que un negro lo
ha agredido. La policía simula la escena varias veces, con las mismas condiciones de luz y con
personas diferentes en el papel del agresor, mitad blancas y mitad de color. En el 80% de los casos
el hombre indica correctamente si el actor es blanco o negro. En el 20% se equivoca. Pregunta: ¿en
qué medida está justificado su convencimiento de que el verdadero culpable es negro?

En un 80%, será la respuesta más inmediata. Sin embargo, no es así. De hecho, para hacer
un cálculo correcto, hay que tener en cuenta cuántos negros hay en la ciudad. Un 10%, habíamos
dicho. Por tanto, de cada 100 personas, 10 son negras. De estas 10,2 serán identificados
erróneamente como negros. Así pues, las probabilidades de que el agresor sea negro son sólo de 8
entre 26, es decir, algo más del 30%. ¡Nada de un 80%!

Añádase que si los negros fuesen no el 10, sino por ejemplo, el 1% (cifra que se acerca
mucho más a la realidad de los inmigrantes en Italia), las probabilidades de que el agredido tenga
razón serían poco más del 3%. En cambio, al aumentar el número de negros, las probabilidades se
incrementarían proporcionalmente, hasta la certeza absoluta. Pero, en tal caso, el hombre agredido
viviría en una ciudad en la que todos (excepto él) son negros. El la «paradoja del racista». Aunque
quizá ni siquiera sea una paradoja, sino tan sólo un ejemplo de las distintas maneras en las que, por
un error de perspectiva, que por pereza no nos esforzamos en corregir, solemos tratar injustamente a
las minorías étnicas.

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2010 pp.15 y 16 8
Instrucciones para reconocer a quien dice fantochadas
Armando Massarenti

A Isaiah Berlin le encantaba hablar de un profesor que daba un curso de Filosofía en Oxford
para estudiantes de otras facultades. «Algunos de vosotros ―decía al principio― seréis abogados,
médicos, ingenieros, soldados, administradores públicos o terratenientes. Lo que voy a decir en
estas clases os será de escasa utilidad en vuestros campos. Sólo puedo prometeros que, si seguís este
curso hasta el final, ya siempre seréis capaces de saber si alguien dice fantochadas.»

Llamémoslas incluso «gilipolleces», como un importante filósofo norteamericano, Harry G.


Frankfurt, ha titulado uno de sus ensayos, un éxito de ventas en Estados Unidos, titulado On
bullshit. Sobre la manipulación de la verdad. ¿De dónde nace la exigencia de formular, con «un
análisis filosófico provisional y preliminar» las premisas para «una teoría de la gilipollez»? Muchas
de las cosas que ocurren en torno a nosotros indican que era obligado hacerlo. Estamos rodeados de
idioteces de todo tipo. Frases descuidadas, tonterías frívolas y expresiones que revelan una pobreza
de pensamiento desesperante se pronuncian impunemente a nuestro alrededor. Y no sólo lo hacen
los políticos. Abundan en la televisión y en los periódicos. Sin embargo, nadie se toma la molestia
de indagar en la naturaleza del fenómeno. Por supuesto, advierte Frankfurt, «toda propuesta
respecto a las condiciones necesarias y suficientes para la constitución de las gilipolleces está
destinada a ser en cierta medida arbitraria». E incluso podemos añadir que esta misma propuesta
podría revelarse una gilipollez.

No es el caso de Frankfurt. Su análisis conceptual y lingüístico indaga sutilmente, además de


en el objeto «gilipollez», en los motivos que llevan a decirlas. Así, descubrimos que éstas se
parecen a los embustes sólo superficialmente y que se diferencian de ellos, al menos, en un aspecto
esencial. Quien miente, como nos enseñó san Agustín, tiene en común con quien dice la verdad el
hecho de referirse a una serie de creencias, sobre sí mismo o sobre el mundo, que considera
verdaderas. En cambio, quien dice sandeces demuestra un desinterés total por la verdad. Todo está
sometido a otros objetivos. Su progresivo alejamiento de los hechos empieza con la interiorización
de la siguiente máxima: «Nunca cuentes embustes cuando puedas arreglártelas a base de
gilipolleces».

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2010 pp.15 y 16 8
La elección imposible de Hannah
Armando Massarenti

Una vez, Hannah Arendt relató esta historia espeluznante. En Lituania, un oficial de la
Gestapo dijo al jefe de un grupo de judíos: «Eres responsable de los judíos que viven aquí, ellos
confían en ti, administras sus vidas, eres el jefe de la comunidad judía porque nosotros te hemos
elegido. Danos sus nombres y direcciones. Obviamente podríamos averiguarlo sin tu ayuda, pero
para ello necesitaríamos más tiempo. Si haces esto por nosotros, te dejaremos marchar y podrás
llevarte contigo a 72 personas. Si no lo haces, ya sabes lo que te ocurrirá a ti y a los demás».

Por tanto, se trataba de elegir a 72 personas a las que salvar. Ante un deber como éste no
podemos sino quedarnos paralizados. De hecho, Hannah Arendt argumentaba que no tenemos
derecho a hacer nada. Con el diablo no se negocia. La única solución es decir «No estoy de
acuerdo» y que te maten.

Sin embargo, incluso en una situación tan extrema pueden imaginarse posibilidades
diferentes. Isaiah Berlin nos ha indicado tres. La primera elección, de lo más digna, es suicidarse.
La segunda es dar los nombres y después avisar a todos del peligro para que puedan huir, aunque la
posibilidad de fuga sea mínima y probablemente terminen muriendo. La última elección es aceptar:
salvares con 72 personas más.

¿Qué elegimos? «En una situación extrema ―comenta Berlin― no se pueden condenar los
actos de las víctimas. Cualquier decisión que tomemos debemos considerarla plenamente legítima.
Emitir un juicio sobre las decisiones o las acciones de alguien que se ha encontrado en una situación
tan terrible es señal de una arrogancia indecible por parte de quienes nunca la han vivido. No hay
lugar para elogios ni reproches: no se aplican las categorías morales normales. Cualquiera de las
elecciones no puede sino ser digna de elogio».

Un hombre eligió realmente salvarse a sí mismo y a otras 72 personas. Murió asesinado en


Israel a manos de un pariente de uno de los que había abandonado.

Armando Massarenti Instrucciones sobre cómo tomarse las cosas ~ Píldoras de filosofía mínima
2010 pp.15 y 16 8
Por qué sabemos tanto (mejor dicho, tan poco)
Armando Massarenti

Noam Chomsky es famoso por haber reformulado así el problema de Platón: ¿por qué
sabemos tantas cosas si disponemos de tan poco estímulos? ¿Cómo aprenden los niños pequeños a
hablar con la rapidez que todos podemos observar? La facultad del lenguaje, responde Chomsky,
toma de sí misma gran parte de su riqueza y se «fija» en una lengua concreta dependiendo del
ambiente lingüístico con el que interactúa. Así nos pasa también a nosotros, que, como en los
diálogos de Platón (el Menón, por ejemplo), descubrimos que sabemos cosas que creíamos no saber.
Pero hay otro problema, formulado al contrario, que interesa al gran lingüista: ¿por qué sabemos tan
poco aun disponiendo de tanta información? O, en otras palabras, ¿Por qué la inmensa cantidad de
noticias que difunden los medios de comunicación no siempre dan como resultado un buen
conocimiento de cómo es la realidad? De esta manera, Chomsky ha redefinido el «problema de
Orwell», que se refiere a la manipulación que sufren las noticias por parte de los medios de
comunicación, que, cuanto más capaces son de poner en escena un pluralismo de opiniones y
puntos de vista fingido en vez de real, incluso sobre cuestiones meramente factuales, más engañosos
llegan a ser. Un mecanismo infernal que, comparado con el que Orwell concibió en 1984, es casi
deseable.

Cuando Chomsky formuló la cuestión en estos términos, a principios de los años ochenta,
Internet todavía no estaba generalizado. Siempre me he preguntado si con este nuevo medio de
comunicación se habría podido resolver el problema. Siempre he pensado que sí. Hasta que una
persona muy prestigiosa ―el rector de una universidad― me habló de una investigación que
probaba que los adolescentes sí que usan Internet, pero sobre todo para visitar las webs
pornográficas. Esto no debería sorprender. Lo que resulta interesante son sus motivaciones: para
ellos, en Internet prácticamente no hay otra cosa.

No sé si es verdad. Si lo es, me pregunto si el problema orwelliano planteado por Chomsky


no está formulado en términos demasiado sofisticados, y si más bien no sería cuestión de afirmar
que sabemos tan poco a pesar de contar con tanta información simplemente porque, en muchos
casos, no queremos saber.

Armando Massarenti Instrucciones sobre cómo tomarse las cosas ~ Píldoras de filosofía mínima
2010 pp.15 y 16 8

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