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Filosofía y Teo-Filosofía

NIMIO DE ANQUÍN
(1896 - 1979)

JOSÉ RAMÓN PÉREZ


Filosofía y Teo-Filosofia
NIMIO DE ANQUÍN
(1896 - 1979)
t
JOSÉ RAMÓN PÉREZ

Filosofía y Teo-Filosofía
NIMIO DE ANQUÍN
(1896 - 1979)

Ediciones del Copista


Pérez, José Ramón
Filosofía y teo-filosofía : N im io de Anquín :
1896-1979 - la cd. la reimp. - Córdoba :
D el Copista, 2008.
111 p. ; 24x15 cm.
ISBN 978-987-9192-30-6
1. N im io de Anquín-Biografía. I. Título
CDD 921

P0SN0V1CIÄD. 0 MIGUEL UHI


Inventario 00 ^ 2.5

Z3/&?/Z&1¿f

Ilustración de contratapa:
Don Nimio de Anquín en su escritorio.
(Foto tomada de “ Tiem po Cultura”, 27 / 11 / 9 7 ) .

Primera edición: 1999


Primera reimpresión: 2008
Copyright © 1999,2008 José Ramón Pérez.
Copyright © 1999, 2008, Ediciones del Copista.
Lavalleja N° 47 - Of. 7 - X5000KJA Córdoba - República Argentina.
elcopista@amet.com.ar - info@elcopistaeditorial.com.ar

IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723
I.S.B.N.: 978-987-9192-30-6
A Nimio de Anquín
a quien debo el amor a la Sabiduría
brindado en su palabra y con su ejemplo.

Los caminos de la verdad


son inverosímiles para el hombre,
porque son siempre los caminos
del amor.
“Escuchar con los ojos a los muertos ”
(Q uevedo )
PRO -LO G O S

“Non ridere, non lugere, ñeque detestari, sed intelli-


gere’\ como si dijera: nada adelantamos con reír, ni llo­
rar, menos que menos con insultar, cuando toda cuestión
consiste siempre en entender, es un muy buen consejo
que, definiendo su propia actitud, nos ha brindado en su
oficio simbólico un filósofo pulidor de cristales. Ya en su
escucha dejemos de lado, por un momento siquiera,
nuestros propios sentimientos y no para anularlos sino,
precisamente, a la espera de verlos florecer en alguna pri­
mavera perfumando y coloreando lo que en sí mismo ha­
laga sólo a la desnuda inteligencia. Nuestras burlas,
como así mismo nuestras lamentaciones y no digamos
nuestros desprecios, sólo alimentan nuestra propia inep­
cia y debilidad mental cuando a un filósofo se refieren,
lo mismo que nuestras obsequiosas alabanzas. En reali­
dad de verdad cuando procedemos de este modo nos
autodefinimos y yendo ingenuamente en contra de noso­
tros mismos nos declaramos a ojos vistas esclavos. En
efecto, “Radix totius líbertatis, est in ratione constitutcC\
esto es, la raíz de la totalidad de la libertad está fundada
en la razón, nos dijo ya hace mucho tiempo un teólogo,
fraile mendicante medieval, que se rio de algunas cosas,
lloró por otras y detestó principalmente una sola entre to­
das ellas, la falsedad de una afirmación por más trivial
que aparentemente alguien profiriere; y en este caso
idéntica actitud la suya coincidente en todo con la del ju ­
dío de Amsterdam pero que él había aprendido ya en su
mocedad de su maestro, el viejo sabio alemán de Colo­
nia, enojado de veras como así corresponde con “los bru­
tos animales que ultrajan y pisotean lo que ignoran”.
- Parejas van la inteligencia y la voluntad en el hom­
bre y esto de tal modo que cuando éste se vuelve pareje­
ro de la voluntad sólo queda una única explicación de se­
mejante defección: no sólo ya no sabe sino no quiere ya
ese hombre saber más nada ni de sí mismo ni de los de­
más hombres, actitud que a las claras pone en evidencia
o bien el juvenil desconocimiento del laberíntico camino
de lo humano, o bien el resignado reconocimiento de su
misma derrota y completo extravío dentro del mismo. No
serán ya más la inteligencia ni la razón las que goberna­
rán el corazón y los pies del hombre controlando justicie­
ramente su equilibrio sino serán la misma razón y el mis­
mo intelecto los que buscarán, no ya más sólo entender,
sino servilmente justificar la propia y ajena esclavitud.-
Detrás de los irresponsables juegos, de las llorosas la­
mentaciones y de los enervantes escepticismos siempre
nos encontramos, cuando de relaciones humanas se trata,
con la debilidad de una inteligencia que dejando de cum­
plir con su inalienable función entra a depender de un
poderío aparente de oropeles y colores, exactamente
igual a una pompa de jabón iluminada por el sol, pero
que en sí mismo es signo de la máxima debilidad en un
hombre. ¿Puede, en efecto, darse, en cualquier relación
que fuere, debilidad más radical que la de una libertad
absolutamente arbitraria? De la voluntad depende obvia­
mente la función ineludible e insoslayable de mantener
cualquier tipo de relación si hay qué relacionar, pero, en
tal caso, la propia voluntad es sostenida, por toda diversi­
dad y por su unidad vuelta en sí misma indestructible,
Pero, si la voluntad se vuelve el criterio de toda relación
no hay ya qué relacionar distinto de la propia decisión,
i.e., no existe otra cosa, ni realidad, que una solipsista
voluntad sin dominio sobre nada, ni sobre sí misma por­
que en tal caso no hay, porque en absoluto puede haber,
unidad, ni siquiera la aparente unidad de una leve pompi-
ta de jabón y, menos que menos, la posible existencia de
un sol que ilumine su irisencia. Sólo un necio, i.e., un
hombre que ignora la raíz de su propia libertad, puede
acomplejarse o amilanarse frente a aparentemente pode­
rosas técnicas y estrategias cuidadosamente elaboradas
por una voluntad despótica y arbitraria, no hablemos de
la voluntad de un mortal común y vulgar como lo es uno
mismo y cualquier hombre, sino, ni siquiera, de la de un
Daimon o de la del mismo Dios de un crédulo papanatas.
Por consiguiente, de sólo entender se trata en esta
magna cuestión que, queramos o no, siempre tenemos
entre manos, y, por ello, de ser uno justamente uno mis­
mo como lo dice “estremecidamente” Carlos Astrada:
“Queremos ser sólo lo que podemos ser. La esencia del
hombre está en lo que éste realmente es, y no más allá”,
y nosotros, gustosos de entrar en el diálogo, agregaría­
mos ya por nuestra cuenta, ni tampoco más acá, sino, en
el centro. ¿Cómo lograr dar con el centro de uno mismo
en el laberinto cuando es de uno mismo de quien se tra­
ta? Obviamente que ni los dioses afrontan el problema
ni ningún otro ser, que no sea el hombre, lo puede plan­
tear siquiera. ¿Adonde iremos si, yendo a donde vaya­
mos, somos inexorablemente nosotros mismos, y no
otros, los que vamos? No hay, no existe en ningún lado,
miremos donde miremos, quien pueda aliviamos de esta
tarea, tampoco por momentos, nosotros mismos, ya que
si no sabemos aun ni quienes somos, i.e., de dónde veni­
mos y adonde vamos, ¿de qué nos servirá repetir — des­
esperados— nuestro propio nombre, como Kim, el huér­
fano de Kipling, frente al muro, esperando en vano
apresamos en el eco de las palabras que continuamente
se desvanece en nuestros oídos, lo que nos obliga a re­
petir, hasta el límite del agotamiento, la vana operación?
Una sensación de total desnudez vergonzante y de una
más amarga ridiculez, si creemos que alguien nos ha
descubierto en nuestro solitario ejercicio, nos invade el
alma y el cuerpo y todo: somos, por un instante, sólo esa
sola sensación. ¡Qué carajo el nuestro! ¿Cómo y por
dónde salir de él? No pudiendo parar el zangoloteo
aparecemos y somos un perfecto zanguango.

Los filósofos

Si por una casualidad — aparente— se cruza en


nuestra vida un-transeúnte-filósofo-seguro-en-su camino
que nos permita dirigirle la palabra, a él recurrimos;
pero de manera inverosímil, ante su graciosa, precisa e
incomprendida respuesta, reaccionamos con una conteni­
da violencia inusitada exigiéndole que ella sea sencilla,
no tan difícil y complicada. Nos defendemos, entonces,
de él, sea filósofo o teólogo, huyendo con prontitud a
ocultamos o bien en nuestros anteriores juegos infanti­
les, o bien en nuestras recientes y secretas lágrimas ar­
dientes y salobres, o bien terminamos de solapamos
adoptando un aspecto, aparentemente indestructible, de
inconmovible desprecio en nuestra marmórea mirada e
irónica sonrisa. Esfuerzo el nuestro obviamente en bal­
de. Nada nos alivia sino transitoriamente. Entender es la
cuestión que para nosotros se vuelve desde entonces la
cuestión ineludible. No nos queda, en efecto, otra salida
y decididamente ponemos manos a la obra. Nos olvida­
mos definitivamente de nuestras tonteras de querer vivir
por el sólo hecho de vivir y de nuestros estentóreos y
vacantes reclamos. Decidimos, recién ahora de verdad,
prestar toda la atención a lo que — severos— nos indi­
can con el dedo y siguiendo su índice bienhechor anda­
mos por un tiempo, nosotros también sus propios pasos
en el sendero. Pero, ¡ay!, muy poco tiempo dura nuestro
alivio.' Luego de cada recorrido caemos en la cuenta de
que son diversos cada uno de los caminos indicados,
más aun, inconciliablemente contrapuestos. En efecto,
son distintos los cielos con sus dioses, también la tierra
con sus cosas, el hombre y sus destinos.
¿Qué diablos podré yo hacer, y menos decidir, si
todos me convencen por igual? Podríamos, acaso por
una mínima prudencia, abandonar a nuestros ya logra­
dos amigos, pero, ¿dónde encontrar otros que, aunque
sea de muy lejos, se les parezcan en algo, al menos?
Ellos, los teólogos o filósofos, entre sí todos se parecen
por la sencillísima razón de que no existe entre los de­
más hombres nada parecido. Toda su rareza consiste,
hablen o permanezcan en silencio, en su mirada siem­
pre llena de inteligencia y siempre lo suficientemente
lúcida como para percibir inmediatamente la menor
seña de cualquiera de sus compañeros. Y — cosa más
rara aún pero en todos ellos manifiesta— hasta los más
aparentemente apresurados caminan como si tuviesen
todo el tiempo del mundo en sus bolsillos. Forman ob­
viamente una comunidad y no esotérica que sólo puede
parecer tal — esotérica— a quien no ve sino sólo hasta
su propia nariz que por más extendida que la sienta no
deja de ser sino la de un pendenciero Cyrano de Berge-
rac más en la comedia. Sólo nosotros, que aun no ve­
mos, nos mostramos inquietos y desarraigados, y siem­
pre apresurados. No olvidaré jamás la respuesta que a
mi pregunta en el fondo irónica por inquisidora dio uno
de ellos, también cordobés como Astrada: “ ¡Piénselo,
m ’hijito!”. Fue en Santa Fe dp la Vera Cruz, ahora con
su puente colgante destruido.
¡Qué distintos indudablemente son ambos filósofos
mediterráneos pero cuánto más son de parecidos! Que
los filósofos estén de acuerdo o aparezcan en un es­
truendoso desacuerdo no es la cuestión, por lo menos la
posibilidad, para nosotros de entender sus respuestas.
Imposible de toda imposibilidad resulta nuestra preten­
sión de entender una respuesta, cualquiera sea, si pre­
viamente no nos detenemos morosamente — con todo el
tiempo del mundo por delante— en lo que el mismo fi­
lósofo plantea y, principalmente, en el preciso modo
como él enfoca todos los problemas. Por supuesto que
lo que nos interesa es su respuesta pero, en nuestro
ahogo, la exigimos de la misma manera como un enfer­
mo reclama del médico, en su urgente espera, la receta.
Muy pronto nos damos cuenta de que en estas cuestio­
nes no hay recetas ni curaciones milagreras. Es enton­
ces cuando nuestro apresurado paso hacia el futuro ne­
cesariamente se vuelve un lento andar retrocediendo
hacia el pasado. Hemos pagado la cuota de ingreso para
estar en su honorable compañía y se nos otorga gra­
tuitamente el carnet de compañon, pues es ésa la per­
manente e inmediata sensación que un filósofo produce
a los demás hombres quienes, como Aquiles el de los
pies ligeros, saben en su indubitable y segura efecti­
vidad, aparentemente, lo que quieren. Ante semejante
mentalidad el filósofo aparece siempre andando con
pies de plomo pues, según este sentir común, porque no
avanza, no vive, más bien siempre se lo ve retroce­
diendo y medio muerto. Obviamente un hombre así es
un rémora para todos que se vuelve absolutamente inso­
portable cuando, impertinente, indica con severa certeza
e incontestable autoridad el talón de Aquiles. ¿Cómo
parar el combate y la danza de la vida y de la muerte?
Ante esta tremenda pregunta y antes de que el gusano
de la duda carcoma la madera el hombre se apresura a
exclamar, aun triunfante: ¡No existe el talón; sólo,
Aquiles! Evidentemente, para quien no ve no existe
aquello mismo que no ve. Así de simple. ¿Será porque
no hay luz que el hombre anda ciego o, más bien, por­
que estando ciego el hombre dice que no hay luz? De
cualquier talante que sea la posible respuesta, sólo exis­
te, para el hombre, lo que él soló ve.

¿Quién es filósofo?

- Un filósofo es un hombre que ve con sus ojos. No


necesita de nadie que le diga lo que debe ver pues en
esta tarea es él solo quien se ha decidido irrenunciable-
mente a ver por sí mismo, no, por lo que otro le indica. *
Ya en otra circunstancia, muy especial para nosotros, y
en memoria del primer aniversario de la desaparición
del otro filósofo de Córdoba del Tucumán mostramos la
situación de cualquier filósofo, desde la partición mis­
ma de los tiempos. Decíamos en el año 1980: “Nihil
magis praestandum est, quam ne pecorum ritu sequa-
mur antecedentium gregem, pergenies non qua eundum
est, sed qua itur” ( S é n e c a ) , y libremente habíamos tra­
ducido: “Para que no sigamos siendo uno más del re­
baño como las multitudes anteriores, se ha de tener
sumo cuidado en recorrer hasta el final el camino por
donde se va, y no por donde, dicen, se ha de ir”. Con­
fiar en sí mismo sin término ni desfallecimientos es
todo el honor del hombre y su dolor, i.e., el peso incon­
movible que le permite moverse, luego de un prolon­
gado espacio de tiempo abarcador generalmente de toda
su entera vida, con un ritmo ajustado por severo, pero
» con soltura leve por graciosa.'Cada filósofo danza su
propio ritmo con un certero m ovim iento/O bviam ente
que nuestro filósofo, al igual que un común mortal
cualquiera, ríe y llora, también desprecia, pues sería
imposible imaginamos un hombre que así no lo hiciere,
pero, siendo uno mismo un poco perspicaz logra, al
igual que él, también ver y entender por qué hay que
reír, cuándo, llorar y cómo y qué cosas despreciar.
Reírse de un filósofo — joh la siempre revivida mu­
chacha tracia!— , compadecerlo luctuosamente o cor­
dialmente odiarlo no lo afecta a él, precisamente, sino,
a nosotros mismos.
En realidad nuestro problema, cuando rememora­
mos como hoy la aparente desaparición de un filósofo,
consiste en comprender nosotros mismos lo que él pen­
só detenidamente, entendiéndolo con claridad y formu­
lándolo necesariamente con mucha dificultad. Así, de
este modo, nuestra coincidencia o nuestra disidencia
sólo es posible si tenemos ya aclarada nosotros mismos
la manera como entendemos- la cuestión dentro de la
cual estamos, al igual que él, también felizmente embar­
cados sin remedio. Discutir y, menos que menos, preten­
der refutar en un irresponsable y breve juicio sumario
conclusiones nos parece una actitud que pone en eviden­
cia que quien así procede no ha navegado aún en los ríos
de lo humano. Lo que primeramente se necesita en esta
empresa es una embarcación adecuada con su proa, su
popa, con su profundidad en relación directa con su altu­
ra, es decir, su puente vuelto el puesto de mando por ser
el lugar —el más riesgoso— desde donde observando se
ve. Sólo en el cruce de estas dos líneas, la horizontal y
la vertical, encuentra el hombre el punto de equilibrio
asegurado. Sea lo que sea lo navegado depende de la
nave y su piloto. Lo que se intentará entender de entrada
es, por lo tanto, las coordenadas en base a las cuales se
calculan distancias y tiempos de recorrido. Sólo así re­
sulta comprensible lo avanzado —también lo retrocedi­
do— de una madurez humana.
En una tierra seca y dura como lo es esta bendita
provincia mediterránea, además de serrana, y con un sol
ardiente que destiñe rápidamente los trapos, pero que
curte al mismo tiempo endureciendo el rostro de sus
hombres, y en una ciudad, la del Suquía, donde lo reli­
gioso cristiano católico, transido aún de España medie­
val y de su lucha con los moros, aparece siempre en la
maraña, de a momentos tempestuosa y turbulenta, de su
rio, de sus sierras y de su cielo, no resulta nada extraño
que aparezcan hombres claros que definan sus colores,
siempre vivos, y contengan en sus letras el fuego que­
mante de su ardiente temperatura. Yo no dudaría un ins­
tante en declarar a la ciudad de Córdoba del Tucumán la
Capital de los Filósofos en la Argentina, la “civitas phU
losophorum” ( A l b e r t o e l G r a n d e ), ya que según el
decir clarividente de Martín Fierro, “Entre dos no digo a
un pampa: / A la tribu si se ofrece.”, y Córdoba obvia­
mente que ya los tiene de vigías en el mangrullo. No es
retórico lo que expreso. Manifiestamente es una verdad
de hombres estremecidos y hechos al combate, a la lu­
cha que inexorablemente se entabla entre el Cielo y la
Tierra con sus dioses y sus hombres. En esa lucha se
plantaron al nacer, desnudos, con las piernas abiertas y
muy firmes en el suelo, así vivieron y murieron. Es el
Dios, el único Dios verdadero del Catolicismo con el
que entran en lid personal los dos filósofos cordobeses.
Ese solo hecho mide la dimensión de la pelea. Todo su
valor reside en que, en el fragor de la batalla, ponen en
total evidencia que en estas cuestiones tan altas no hay,
porque no puede haberlos, términos medios y el hecho
que ellos personalmente se hayan resuelto decididamen­
te a favor de la Tierra con sus dioses, en contra del Dios
del cristianismo con su Cielo, sólo es consecuencia in­
eludible del método moderno aplicado y utilizado por
los filósofos de Córdoba del Tucumán para plantear y
resolver todos sus problemas.
Esta lucha franca, en todas y en cualquiera de las
cuestiones en las que crucen dos hombres sus aceros,
manifiesta que lo único que a ambos interesa poner en
evidencia en la pelea es lo que cada uno de ellos ve,
i.e., la verdad. Es por ella, por la mismísima verdad sin
concesiones, por la que dos hombres “cruzan invisibles
aceros’’ templados y recíprocamente reconfortados por
su mismo espíritu en el fragor horrendo de la batalla.
Es por ella, por la verdad, por la que se mide todo y
cualquier respeto, todo honor y libertad humanos. Sola­
mente quien no sienta el mismo ardor por ella, dos ve­
ces abrasador y simultáneamente abrazador, puede sen­
tirse ofendido, por disminuido, con lo que un filósofo o
un teólogo de envergadura declare con la autoridad que
gratuitamente le otorga su intelligere. Su palabra impe­
ra que nadie, si es un hombre, llore, ni se mofe, ni
adopte actitud alguna despectiva, ni, menos que menos,
payasee.
Pero, amigos míos, el entender la verdad de cual­
quiera y de toda relación es la tarea más ardua, por difí­
cil, a la que se puede abocar un hombre por ser tal. Pero,
no es precisamente el hombre una realidad que, como
pretendieron algunos filósofos, pueda expresarse en sólo
fórmulas matemáticas, igual que si fuese una función,
ni, y ya en el otro extremo que sin embargo — ¡oh pa­
radoja!— se tocan, obscurecerlo del todo en una noche
mística como murmuran en silencio algunos poli-teólo-
gos. Siendo, por lo tanto, esa su situación y presupuesto
el ardor infatigable en su corazón de encontrar la identi­
dad consigo mismo, se necesitan varios recaudos insubs­
tituibles para no extraviar el camino de su centro en
equilibrio. Según sean, pues, los elementos o coordena­
das que se manejen, suponiendo habilidad en su manejo,
serán los resultados — decisivos— de su afán. Demás
está decir que no hay cosa más importante que poder
acertar con la respuesta verdadera pero, como ésta, en
nuestro caso y en todo caso, debe ser lógica y coherente,
además de verdadera, se ha de tener muy en cuenta qué
es lo que se plantea y cómo se lo plantea. Resulta esto
último de tal obviedad que, hasta tanto dos filósofos no
se pongan de acuerdo en los criterios con los cuales cada
uno de ellos enfoca los problemas, no habrá ninguna po­
sibilidad de diálogo verdadero. Es muy raro este diálogo
pues sólo dos hombres, que lo son entero, a él se atre­
ven. De lo cual resulta que es de suma importancia el
P O S N O V IC IA D O
AV. CARCAMO 75 - Tel./Fax 4848418
5003 - CORDOBA_________

Pro-Logos 23

prestar decidida atención, antes aun que a las respuestas,


al modo como el filósofo ha encarado la cuestión y, si se
trata de uno mismo, en realizar el mayor esfuerzo para
poner en evidencia manifestando con la mayor claridad
posible cuáles son las pautas precisas de nuestro propio
modo de filosofar. Estas pautas suelen regir constituyen­
do una época histórica completa. Así de simple.
i

(
FILO SO FÍA Y TEO -FILO SO FÍA :
N IM IO DE AN Q U ÍN

Introducción

La cuestión de la metafísica es la cuestión sin más,


puesto que es la cuestión de lo inteligible, o sea, del ser
y de su relación con la inteligencia.
Con esta afirmación no se adelanta ninguna res­
puesta metafísica a la cuestión por ella planteada. Preci­
samente, al afirmarse que la cuestión de lo inteligible
sea la cuestión de la metafísica, lo único que se afirma
es qué sea lo que se cuestiona la metafísica, y, por con­
siguiente, qué sea la misma metafísica.
Tampoco con esta afirmación se dice nada sobre
quién sea el que pueda, o deba, plantear la cuestión so­
bre lo inteligible, y hacer, por lo tanto, metafísica.
Sin embargo, y de acuerdo con lo que veremos en
adelante, se dice, de algún modo, todo ello, y, aún, más.
1. En primer lugar, la palabra cuestión no es sinóni­
mo de duda. Precisamente, plantear una cuestión, en ge­
neral, es no dudar, en absoluto de ella. Se puede dudar
sobre los límites que tenga esa cuestión, como, asimis­
mo, sobre las posibles respuestas que respecto a ella pue­
dan encontrarse, o, también, la duda puede recaer sobre
la propia capacidad de quien la plantea: Pero, la duda no
tiene en sí misma sentido. Más bien, es al revés; sólo una
cuestión puede traer consigo una duda, y, no sólo una
duda, sino, generalmente muchísimas dudas para quien
investiga. Mas, la duda por sí misma nunca es una cues­
tión. Nunca, en efecto, se puede confundir la duda sobre
los límites de algo, o la duda sobre las posibles respues­
tas, o la duda sobre la capacidad misma del planteo, o la
equis cantidad de dudas que abrumen al investigador de
una cuestión cualquiera, con la cuestión susodicha.
En todos estos casos, la duda es relativa a la cues­
tión. Ser relativo a la cuestión planteada significa que,
desaparecida la cuestión, desaparece necesariamente la
duda. Es por eso que si alguien pretendiese afirmar que,
para plantear una cuestión, sea cualquiera ella, se debe
comenzar por dudar absolutamente de esa cuestión, se
puede asegurar que no sabe lo que dice. Una cosa es,
en efecto, que la cuestión planteada sea la duda misma,
y, otra, muy distinta, que se dude acerca de una cues­
tión cualesquiera.
Siendo esto así, no se ve qué asidero pueda tener el
afirmar, sin ninguna duda, h.e., como principio de inves­
tigación, la duda en sí misma. Lo que se pretende decir,
en tal caso, es que la cuestión decisiva es la duda, y,
siendo, como es, la duda la cuestión decisivamente plan­
teada, ¿cómo se puede siquiera imaginar que haya posi­
bilidad de plantearse seriamente una cuestión, sólo una,
así sea ésta, la de la duda?
Ahora bien, la desaparición de una cuestión, y, por
consiguiente, la desaparición de la o las dudas sobre la
cuestión, puede acontecer por dos razones; en realidad,
por una sola razón: o bien, porque se ha encontrado la
respuesta, o bien, porque la respuesta la cuestión dice
que no tiene ningún sentido el plantearse tal cuestión.
Haber encontrado la respuesta a la cuestión plan­
teada significa eso: haber encontrado la respuesta. La
respuesta encontrada elimina las dudas originadas en la
ignorancia de la respuesta sobre la cuestión planteada.
De la misma manera, afirmar que no tenga ningún sen­
tido el plantearse una cuestión es, también, una respues­
ta sobre la cuestión planteada, y, por ende, eliminatoria
de toda duda.
Aquí corresponde dejar muy en claro que la respues­
ta es verdadera respuesta para quien se haya planteado la
cuestión, porque el simple leer una respuesta no implica,
generalmente, el haberla entendido. Para decirlo de otro
modo, todas las dudas que asaltan a quien ha realizado el
único esfuerzo de leer una respuesta, no significan sino,
y, sólo, esto: que no se ha entendido la respuesta.
De todo lo dicho hasta ahora se puede concluir lo
siguiente: el plantear una cuestión, o el responder al
planteo de una cuestión, cualquiera sea, no puede llevar
nunca a la conclusión de que la duda, en cuanto duda,
de por sí, sea una cuestión, y, menos aún, de que la
duda sea la cuestión fundamental. En tal caso, en efec­
to, no hay posibilidad de planteo de ninguna cuestión, o
sea, no hay, en absoluto, nada de cuestión. El plante­
arse una nada-de-cuestión es lo mismo que plantearse
una cuestión-de-nada, hablando siempre, por supuesto,
de la duda. La nada-de-cuestión no es jamás origen de
ninguna cuestión, y, ni, tampoco, origen de ninguna
duda, y ni origen, por consiguiente, de ninguna respues­
ta. En efecto, no hay respuesta a una pregunta sobre
nada; ni, tampoco, dudas sobre ello; que nunca lo que
no es, en absoluto, cuestionable, puede dar origen a una
cuestión, y, menos aún, a una respuesta.

2. La obviedad de lo afirmado anteriormente pone


de manifiesto que cuestión, cuestionable significan que
algo no es aún entendido. Lo que quiere decir que no
siendo aún entendido, puede ser entendido. Algo puede
ser entendido porque es entendible. ¿De qué otro modo
podría cuestionarse algo si no se diese por sentado que
es inteligible? Toda pregunta presupone lo inteligible.
Dicho de otro modo: no habría posibilidad de ninguna
pregunta, de planteo de ninguna cuestión, si no se presu­
pusiese lo inteligible. Mejor dicho aún: no se daría, ni
siquiera la posibilidad de ningún tipo de respuesta, si no
se hubiese ya supuesto, de entrada nomás, lo inteligible.
Sin embargo, puede darse el hecho de que una
cuestión no tenga respuesta, y no tenerla por tratarse de
una falsa cuestión. Muchas veces, en efecto, sucede que
la investigación se ha propuesto un falso camino o un
falso problema. Pero, no poco logro es el darse cuenta
ya de esta situación. Aparece, entonces, la ocasión de
comenzar la interrogación con nuevos bríos, siendo el
espíritu joven, pues ya se sabe que, por lo menos, por
ese lado no va la cuestión.
Ahora bien, si algo, para ser cuestionado, presupone
que deba ser inteligible, nada más que, por ser aun no
entendido se ha vuelto precisamente cuestionable, signi­
fica que lo que es cuestionable, en cuanto tal, presupone
siempre un ser inteligente que se plantee la cuestión. Sin
inteligencia no hay cuestión que valga. ¿Cómo podría
hablarse, siquiera, de lo inteligible, sin una inteligencia
que viera lo inteligible? El no ver aun lo inteligible, es
decir, el plantearse una cuestión, es propio de una inteli­
gencia, puesto que, de otro modo ¿cómo es que se po­
dría decir —tan siquiera— que se plantea una cuestión?
Por consiguiente, cualquier cuestión presupone también
una inteligencia que se haga cargo de la cuestión.
Con lo que aún no se ha dicho todavía de qué in­
teligible se trata ni, tampoco, qué inteligencia esté en
juego.

' 3. Lo que sí podemos ya afirmar es que el ámbito


de lo inteligible sustenta toda posibilidad de cuestiona-
m iento.'Lo que quiere decir: lo-aún-no-entendido y el-
posible entendedor, ambos se mueven siempre dentro
de lo inteligible, sin poder jamás salirse de él. En efec­
to, lo aún no entendido es aquello aún no visto como
inteligibles El posible entendedor es aquel que aún no
ha visto aquello inteligible: De allí mismo el origen de
la cuestión: ésta presupone como punto de partida y
como punto de llegada lo inteligible. No hay tránsito,
para ninguna inteligencia, incluida la del hombre, si no
se presupone este ámbito de lo inteligible. Este transitar
permanente de la inteligencia del hombre por este ám­
bito de lo siempre inteligible es lo que caracteriza la
realidad del hombre mismo. Este carácter, dado por el
transitar dentro de lo inteligible, significa que el hom­
bre es hombre, no sólo por el mero hecho de estar den­
tro de lo inteligible, sino que, decisivamente lo es, por
tener también la posibilidad de cuestionar todo lo inte­
ligible.
Esta afirmación: posibilidad de cuestionar todo lo
inteligible, puede significar varias cosas. En primer lu­
gar significa que más allá del límite de lo inteligible
resulta imposible avanzar o retroceder. El límite, en
efecto, de lo inteligible, en el sentido de lo que no es,
de la nada, es siempre lo absolutamente ininteligible.
Pero, en segundo término, de lo recientemente afir­
mado en el sentido de que haya imposibilidad de tránsi­
to dentro de lo que es absolutamente ininteligible, no se
sigue necesariamente que, dentro de lo que es inteligi­
ble, no lo haya. Precisamente, tránsito puede haberlo
sólo en lo inteligible. Lo que quiere decir que lo inteli­
gible es presupuesto de todo tránsito. Pero, además, se
dice que hay tránsito; y hay tránsito porque hay posibi­
lidad de cuestionamiento. Ya se ha dicho, más arriba,
que cuestión implica inteligible, pero, inteligible-aún-
no-entendido. Es por eso mismo que, habiendo cues­
tión, hay posibilidad de tránsito hacia lo inteligible y,
por consiguiente, hay también posibilidad de respuesta
inteligible. Aún-no-entendido no es sinónimo de ininte­
ligible. Lo primero, en efecto, significa cuestión. Lo úl­
timo es una respuesta. Y ambos presuponen lo inteli­
gible. Por lo tanto, ahora se puede ya afirmar más
claramente que, siendo lo inteligible el límite de toda
cuestión, el límite de lo inteligible es siempre lo inteli­
gible mismo.
En tercer lugar, y es esto lo que aquí interesa de­
cirse, el cuestionar todo lo inteligible significa que hay
cuestiones y cuestiones, pero, hay, también y necesaria­
mente, una cuestión límite, sin el planteo de la cual no
hay posibilidad de ninguna cuestión, es decir, de ningu­
na inteligibilidad. Esta es la cuestión decisiva, la máxi­
ma cuestión, la cuestión de lo inteligible a secas, en
una palabra: la cuestión del ser. Es esta cuestión, la
cuestión que plantea la metafísica. Con lo cual queda
dicho, por consiguiente, que lo que caracteriza la reali­
dad del hombre es su posibilidad de plantear el proble­
ma de la metafísica.
Siendo así la cosa, se puede seguramente afirmar
que lo que también distingue al hombre es su inteligen­
cia, por medio de la cual tiene éste la capacidad de plan­
tear la cuestión de la metafísica. Pero, esta cuestión del
hombre, y, en este caso, la de su inteligencia, es sólo
una cuestión, importante, por cierto, entre otras también
importantes; pero, por ser sólo una de las cuestiones, no
es, evidentemente, la cuestión. Sin embargo, no deja esta
cuestión de estar presupuesta, puesto que, si fuese de
otra manera, no se ve cómo podría afirmarse que lo inte­
ligible sea la cuestión de la metafísica. En efecto, sólo
es posible que la inteligencia del hombre afirme que la
cuestión de la metafísica sea lo inteligible. Mejor dicho,
sólo a la inteligencia humana le compete naturalmente
afirmar que lo inteligible es la cuestión de la metafísica.
Además, no sólo se presupone la inteligencia del
hombre cuando se afirma que la cuestión de la metafísi­
ca es lo inteligible, sino que, también, lo inteligible,
cualquiera sea, presupone, en absoluto, la inteligencia.
Pero, con esto no se dice que la inteligencia presupues­
ta sea, precisamente, la del hombre.
Lo único que se afirma ahora es que la realidad del
hombre es de tal modo que la cuestión de lo inteligible
sin más no puede ser negada por él. En efecto, para que
la pudiese negar habría que, o bien negar lo inteligible, o
bien negar que lo inteligible sea la cuestión. Pero, en
ambos casos, se presupone el planteo previo de la cues­
tión de lo inteligible, y, por consiguiente, también en
ambos casos, lo único que se intentaría afirmar sería
algo absolutamente ininteligible, pues, ¿desde qué ámbi­
to de inteligibilidad se determinaría la ininteligibilidad? -
Por consiguiente, ninguno de los dos extremos enun­
ciados son viables para el hombre, por ser ambos incon­
cebibles: ni la negación lisa y llana de lo inteligible resul­
ta concebible para ninguna inteligencia humana, ni,
tampoco, la negación de la cuestión de lo inteligible, in­
teligible. En ambos intentos desaparecería, sin duda, la
metafísica; en el primero, porque se destruiría su ámbito,
es decir, lo inteligible; y, en el segundo, porque ya no ha­
bría cabida para el planteo de la cuestión de lo inteligible.
Necesariamente se ha de volver a afirmar nueva­
mente que sólo el ámbito de lo inteligible sustenta toda
posibilidad de cuestionamiento y de respuesta.
Siendo, por lo tanto, la cuestión de la metafísica lo
inteligible, resulta lógico afirmar que la cuestión propia
de la metafísica consista en averiguar qué inteligible
sea su cuestión. Lo que, evidentemente, presupone que
se conozca ya qué inteligencia está en juego, es decir,
qué inteligencia pueda plantearse la cuestión de lo inte­
ligible como tal.
Nosotros, y esto es ya una afirmación, no conoce­
mos otra que la inteligencia del hombre, de tal manera,
que nos vemos obligados a afirmar que lo propio del
hombre, la ciencia eminentemente humana, es, sin nin­
guna duda posible, la metafísica. La verdadera categoría
humana se encuentra en la misma posibilidad dada al
hombre de plantear la cuestión de la metafísica. Mejor
dicho aún, la verdadera posición humana consiste en te­
ner entre sus manos, ineludiblemente, esta cuestión de la
metafísica. De allí que, al nC[ haber metafísica, como es
el caso en cualquiera de los dos sentidos enunciados más
arriba, ^iebamos inexorablemente salimos de lo humano?)
Por supuesto que, de hecho, el hombre podría, en­
cogiéndose de hombros, exclamar: #¿y, si desapareciese
la metafísica, qué? Pero, este mismo hombre, con los
mismos labios de su boca abierta con tal exclamación,
no podría pretender hablar de humanismo. •
Sin metafísica, no hay humanismo.
De allí, entonces, que el primer deber de un hom­
bre que pretenda ubicarse como hombre, sea, el plan­
tearse esta cuestión de la metafísica. *

4. Es necesario precisar, aún más, el tema.


Qué sea lo inteligible, dejamos dicho anteriormen­
te, es la cuestión de la metafísica.
Qué relaciones exige lo inteligible es lo que necesa­
riamente se ha de preguntar quien plantee la cuestión de
qué sea lo inteligible.
e Preguntarse qué sea lo inteligible y averiguar sus re­
laciones es andar buscando la médula de la verdad — la.
verdad redonda— desde la cual todo, absolutamente
todo, adquiere su sentido. *
En efecto, desde ella se entienden: lo inteligible, las
relaciones de lo inteligible, y, el mismo andar del hom­
bre en averiguación de lo inteligible y de sus relaciones.
5. Que la inteligencia del hombre no pueda menos
que buscar ineludiblemente qué sea lo inteligible, resul­
ta una evidencia. Seguramente que el hombre puede y
debe buscar la inteligibilidad de muchas cuestiones. Así
lo hace generalmente buscando el sentido de aquello
que se le presenta con mayor urgencia. Siempre, ade­
más, el hombre vive en el ámbito de cuestiones graves
y muy urgentes.
Pero, no hay cuestión, por urgente que sea, que su­
plante, en principio, la cuestión de la metafísica, esta
cosa de lo inteligible sin más. Porque ¿qué sentido ten­
dría el plantearse la inteligibilidad de todas las cuestio­
nes que se quiera, o, se pueda, y, aún la urgencia dra­
mática de algunas de ellas, si no se conoce ya el
sentido de lo inteligible como tal y, por consiguiente, el
sentido de lo verdaderamente urgente?
Siempre se presupone el sentido de lo inteligible
sin más.
El intento mismo de negar que tenga algún sentido
el plantearse la cuestión de la metafísica, ya presupone
que se tenga un sentido de lo inteligible, mejor dicho,
un pretendido sentido inteligible, ya que, en este caso,
lo que preténdese como tal no es nada más que un sen­
tido ininteligible para cualquier inteligencia humana,
o Es ésta la evidente situación humana: estar siempre
dentro del ámbito de lo inteligible. Por más que quiera
el hombre salirse de él, habita siempre en él, de modo
que lo único que se dice cuando se niega lo inteligible es
que se ignora qué sea lo inteligible. Ahora bien, de la
ignorancia de lo inteligible no se sigue que el hombre
habite en lo ininteligible, porque no existe nada que no
sea inteligible, incluida la ignorancia misma de lo inteli­
gible. En efecto, es completamente inteligible lo ininte­
ligible/¿Cómo podría ser de otro modo?iEl hombre está,
de verdad, en el ámbito de lo inteligible cuando se da
cuenta de que, efectivamente, no puede ser de otro
m odo.,
La diferencia entre el estar siempre en el ámbito de
lo inteligible y el estar-siempre-de-verdad en él es lo
que marca la diferencia entre el estar el hombre en la
cuestión de la metafísica y el estar, este mismo hombre,
en cualquier otra cuestión, cuya importancia sólo puede
ser medida desde la inteligibilidad del ser.
Esta simple y sencilla observación solamente puede
chocar a una inteligencia que ha transitado siempre
dentro de la inteligibilidad de cuestiones, incluso las
más arduas, pero, ignorando, en definitiva, la verdad de
lo inteligible.
La posibilidad de superación del estado de extra-
ñeza producido por lo dicho no puede nunca consistir
en afirmarse como extraño, puesto que tal intento pre­
supone el no ser ya un extraño, o sea, presupone el es­
tar ya dentro de la cuestión de lo inteligible *No otra
cosa pretende la metafísica: Plantear la cuestión de lo
inteligible. ;-~-
E1 hombre ha de preguntarse: ¿Qué es lo inteligible?

6. Esta pregunta lleva necesariamente a quien se


la formula a preguntarse por las relaciones que exige
lo inteligible. Pero, esto no resulta ya tan evidente
como el punto anterior. Para ello, en efecto, se debe
conocer ya qué sea lo inteligible, porque, de otra ma­
nera, ¿cómo se puede, siquiera, buscar tales relaciones?
Esto, por un lado. Pero, por otro lado, el buscar re­
laciones entre lo inteligible presupone ya quería inteli­
gencia del hombre se ha encontrado con el hecho de
que hay inteligibles.* Lo que, a su vez, reenvía a lo di­
cho anteriormente, e.d., se puede hablar de inteligibles,
previa noticia de lo inteligible. Pareciera todo esto una
ronda de niños, y, sin embargo, no lo es. Es, sí, un
juego viviente entre lo inteligible y la inteligencia del
hombre. (En efecto, la cuestión de la metafísica es un
juego, pero, un juego que tiene sus leyes, las leyes
más rigurosas que conozca el hombre. Las leyes, en
este juego, las establece la realidad dentro de la cual
todo hombre busca su propia posición. Aquí, sí, se
puede afirmar, sin exageración, que un mínimo error
de cálculo resulta fatal para el hombre mismo. Sin el
conocimiento de las leyes lógicas no puede el hombre
ingresar de verdad en el ámbito de lo inteligible que
sustenta toda posibilidad de cuestionamiento. Estas le­
yes, en efecto, son las leyes de la inteligencia, de lo
inteligible y de sus relaciones.^ Respecto de la lógica
sólo esta única observación: Las leyes lógicas no son
previas al ámbito de lo inteligible, i.e., al ámbito del
ser. Si fuese de este modo, se pretendería decir que lo
ininteligible es la medida de lo inteligible; dicho de
# otra manera, lo irracional, el criterio de lo racional *La
lógica establece las leyes descubiertas por la inteligen­
cia dentro de lo inteligible y de sus relaciones/Es esta
la razón por la cual cualquier movimiento dentro de lo
inteligible, las presupone conocidas.

7. La pregunta decisiva es la siguiente: ¿Por qué,


en absoluto, es cuestionable el ámbito de lo inteligible?
La respuesta es la respuesta a la cuestión de la me­
tafísica. Sobre ella ya se ha adelantado lo siguiente:
• Es cuestionable el ámbito de lo inteligible preci­
samente porque se trata de un ámbito inteligible que
aún no es entendido.
- Este ámbito, no siendo aún entendido, presupo­
ne, sin más, lo inteligible.
• Que todo ello sea inteligible sólo resulta obvio
para una inteligencia. En este caso, para la inteligencia
del hombre.
• Pero, también es manifiesto que esta misma in­
teligencia del hombre no es lo inteligible mismo, de
cualquier lado que se lo mire. De no ser así, ¿cómo
habría posibilidad de cuestionamiento alguno de lo in­
teligible?
( Ahora bien, las relaciones inteligibles no pueden
ser ni relaciones, ni inteligibles, si la inteligencia del
hombre no averigua lo inteligible absoluto que permita
el sentido de cualquier inteligibilidad, y, por ende, de
cualquier relación.)
La respuesta a la pregunta decisiva dice así: se
puede, en rigor, afirmar que el ámbito de lo inteligible
sea cuestionable porque el hombre no es ni lo inteligi- $
ble absoluto, ni, tampoco, la inteligencia absoluta, a
pero, sí, siendo inteligente, puede lograr el sentido de
todo lo inteligible, y, por lo tanto, de su propia inte­
ligibilidad, cuando encuentra lo inteligible absoluto
que da sentido, es decir, vuelve inteligible el mismo
andar del hombre en búsqueda de lo inteligible y sus
relaciones.
Pero, esto es ya lo menos evidente de todo. Es, en
efecto, no la cuestión de la metafísica, sino, la respues­
ta a su pregunta, y, por consiguiente la respuesta que
encuentra el hombre sobre el sentido de su propia exis­
tencia. Pero, es también evidente, y, como tal, no puede
ser negada, porque es la médula de la verdad, sin la
cual nada puede serle comprensivo.
Toda vez que el hombre no logra ver la verdad re­
donda que, consigo, trae la metafísica, verdad que cubre,
protege, ampara y sustenta toda situación humana, ronda
los límites peligrosos de la gran pesadilla que inmovili­
za inexorablemente todo andar humano: no se puede dar
un solo paso, ni adelante, ni atrás, es decir, no se puede
afirmar nada, ni siquiera que todo sea absurdo. Y, sin
embargo, no otra cosa se pretende decir cuando se afir-
ma que no hay verdad redonda. Pero, está visto que esto
no lo puede jamás el hombre afirmar sistemáticamente.
Sí, puede sufrirlo, y sufrirlo en tal extremo, que intente,
incluso contra toda lógica, afirmarlo.

8. Siempre la cuestión de lo inteligible a secas es


la cuestión más urgente que un hombre puede y debe
plantear. Pero, no hay situación histórica en que apa­
rezca con mayor urgencia la necesidad de plantearse
la cuestión de la metafísica, que aquella en la que se
intenta precisamente negarla, ya que, en tal caso, de­
trás de semejante negación sólo puede existir una
voluntad irracional, es decir, la voluntad de una inteli­
gencia que pretende mantenerse y transitar por lo
ininteligible, cuando ya se sabe que la voluntad, para
que pueda llamarse humana, deberá ser siempre la de
un ser racional.
No sólo es, entonces, urgente plantearse la cues­
tión, lo que es de máxima evidencia, sino, también,
buscar sus relaciones, tarea que ya no resulta tan evi­
dente como la anterior, y, además, encontrar y mantener
a toda costa la respuesta, que siempre es evidente, pero,
indudablemente, la más difícil e importante de todas las
cuestiones que el hombre pueda plantearse y resolver,
pero, precisamente, la única que establece verdadera­
mente la categoría humana. De esta última, en definiti­
va, depende que el hombre vea la importancia y no se
arredre, por consiguiente, delante de su dificultad; por­
que difícil no quiere decir imposible. Sólo significa que
se puede encontrar con mucho esfuerzo.
9. Ahora bien, quien se ha enfrentado con la cues­
tión difícil, porque ha planteado la cuestión de la meta­
física, preguntando qué sea la inteligibilidad del ser,
cuáles, sus relaciones, y, cuál, la verdad de lo inteligi­
ble y de sus relaciones, es decir, quien ha habitado per­
manentemente y en verdad dentro del ámbito de lo inte­
ligible, merece un nombre venerable. Merece el nombre
de filósofo. Sólo un necio o un insipiente pueden des­
preciar lo que en sí mismo es venerable.

10. La presente Introducción fue escrita con el títu­


lo: “La cuestión de la metafísica” y junto con el traba­
jo de Carlos Parajón: “F. Nietzsche. Afirmación del de­
venir como imposibilidad de una fundamentación
crítica del conocimiento” y el de Myriam Corti: “Hei-
degger y el Ser” constituyeron el homenaje que dedica­
mos a Nimio de Anquín con motivo de cumplir sus
ochenta años. Su PRÓLOGO, muy breve, decía así:
“Los tres escritos presentes quieren testimoniar su ho­
menaje a Nimio de Anquín. A manera de escrito con­
memorativo son reunidos bajo el título Pensar y Ser.
Con esta expresión se hace referencia a la siempre
renovada cuestión, en la cual la perseverancia y profun­
didad de la obra de de Anquín se reconocen como los
mejores atributos de su ejemplaridad y enseñanza.”
Córdoba, agosto de 1976.
Nos han parecido, en esta oportunidad, las palabras
más adecuadas para la presentación del presente traba­
jo, pues, creemos, expresan el esfuerzo realizado por
quien fuera nuestro Profesor y Maestro en la Facultad
M íG U E I .
PO SNO VIC IADO
Av. CARCANO 75 • TeUFax 4846418
5003 - CORDOBA

Pensar y Ser 41

de Filosofía de la Universidad Católica de Santa Fe,


Argentina.

PENSAR Y SER

( La tesis que pretenderemos desarrollar consistirá


en mostrar cómo un método en filosofía, o sea, el uso
que se haga de la misma, es la causa explicativa de las
consecuencias a las cuales se arriba, i.e., de los mismos
contepiaosr^ dicha filosofía. )
- De Anquín puede ser catalogado como un filósofo
/ que duraríte mucho tiempo, y de acuerdo con su misma
| calificación, especuló dentro de lo que él llamó una
^ “filosofía de los cristianos” (“Jerarquía de los bienes”,
4, in fin em , 1949, transcripción Jorge Linossi), que
no es lo mismo decir “filosofía cristiana”, denomina­
ción que de ningún modovresultaría aceptable para de
Anquín de acuerdo con su propia posición en este pro­
blema. Pero, llámesela como se la llame, es la tercera
escolástica, desde el papa León XIII para acá, lo que
se significa cuando se habla de este modo. Ahora bien,
ésta intentó siempre y en general^establecer una rela­
ción armoniosa entre la razón de la filosofía y las afir­
maciones de la teología cristiana, siguiendo este orden
preciso: acceder desde la razón a la fe revelada no
presuponiendo ninguna relación previa de aquella con
ésta| En efecto, siempre se pensó y así se dijo que los
preambula fidei constituían el presupuesto de esta mis­
ma fe, no dándose cuenta de que si la razón natural,
propia de la filosofía, hablaba de los preambula fid ei
era porque la razón misma presuponía necesariamente
en su intento de relación con la fe, esta misma fe
como punto de partida. Por consiguiente, en este pro­
blema sólo se logra la respuesta verdaderamente ade­
cuada si se aplica el método consistente én, partiendo
siempre de la fe, entender ésta con la razón, i.e., con la
filosofía.
Así es como de Anquín, representante típico de
esta tercera escolástica,pliega a la conclusión de que el
ser de la filosofía no puede coincidir con el Dios de la
revelación, conclusión correcta dentro del método utili­
zado pero no, precisamente, la conclusión v erd ad er^
Sólo el Dios de la revelación coincide, si coincide, con
el ser de la filosofía cuando el filósofo ha partido en su
especular desde la fe en la palabra revelada de este mis­
mo Dios, ya que cuando, inversamente procede partien­
do del ser de la filosofía para intentar acceder al Dios
de la revelación nunca puede encontrar esa relación.
Efectivamente, tiene razón de Anquín cuando afirma
que la filosofía de los cristianos no es filosofía cristia­
na, pero, no por la razón que él aduce, razón que, por
su parte aduce en general toda la tercera escolástica,
sino porque en lugar de filosofía cristiana se debe ha­
blar de teología así como hablaron todos los teólogos
medievales quienes jamás supusieron que por hablar de
este modo no pudiesen filosofar sino que, contrariamen­
te, pensaron era el mejor modo de filosofar y no sólo el
mejor modo sino el único adecuado para un creyente
pues, de esta manera, no podía ni debía arrojar por la
borda lo mejor que había el hombre elaborado con su
razón: la ciencia y la filosofía. Esta, en tal tesitura, no
es jam ás autónoma de la fe sino, y precisamente y
siempre, su instrumento.
Ahora bien, y en una segunda etapa, mostraremos
cómo, según de Anquín, el ser no coincide con Dios y
por qué razón. En efecto, para que póclalmos hablar de
Dios desde la razón ésta concebirá a E)ios de acuerdo
con el modo como concibe la realidad, i.e., el ser. Si se
concibe el ser en el mejor estilo parmenídeo de Anquín
deberá necesariamente entender la relación de éste con
Dios como un obscurecimiento de la diáfana inteligibi­
lidad de la realidad toda: se tratará entonces no del ser
sino de algo totalmente distinto, trascendente al ente; se
tratará de la creación bíblica. Esta creación bíblica pre­
supondrá crear de la nada.
En una tercera etapa, se intentará mostrar qué en­
tiende de Anquín por nada y cómo el modo de entendi­
miento de esta misma nada lo reenvía nuevamente al
ser, el cual, evidentemente, no puede coincidir entonces
con el Dios en el cual cree de Anquín y en el cual se­
guirá, pese a todo, creyendo, posibilidad ésta que no
será contradictoria con lo afirmado lógicamente, ya que,
para salvar su fe, de Anquín la incluirá, no en un juicio
lógico, e.d., verdadero, sino en un juicio que él llama
asuntivo, i.e., de valor o mítico.
Alrededor de este tema en estos tres jalones ha gi­
rado todo el pensamiento de de Anquín, desde sus pri­
meros escritos hasta sus últimas preocupaciones. De
esto se quiere hacer cargo el presente trabajo. Comen­
zaremos con la primera parte.
I
El M odo de F il o s o f a r C r is t ia n o

Que de Anquín haya usado el método de la ter­


cera escolástica resulta evidente con sólo consultar el
orden que dispuso de los capítulos de su único libro
publicado en España en la Editorial Gredos; nos referi­
mos a Ente y Ser. Perspectivas para una filosofía del
ser naci-ente. En efecto, recién en el último capítulo se
dedica a la relación entre la razón y la fe: al problema
de la filosofía cristiana. En esto el método es común
con la escolástica: desde la filosofía se enfoca el pro­
blema de la fe; así una vez que se han tratado todos
los problemas de la filosofía, se intenta considerar la
posible relación de la razón con la fe, dándose, en
general, por supuesta esta relación que se considera
positiva. Pero la consideración de de Anquín es ne­
gativa resolviéndola en dos páginas que dejan fuera de
toda duda la posición del autor. Allí en efecto dice así:
“Por ello no hay más que dos posibilidades: la revela­
ción exterior y la religión racional. La prim era es
absolutamente externa y por allí es extraña a la razón y
a todas sus construcciones; la segunda es un aspecto
de la vida de la razón, y nada más. No puede haber,
pues, estrictamente hablando, ninguna influencia reli­
giosa en la filosofía, no puede haber una filosofía cris­
tiana.” p. 216.
Es bien sabido, por otra parte, que toda la escolás­
tica es una método que consiste en filosofar de tal
modo que todo su especular, por más autonomía que
reclame respecto de la fe, es una preparación para la
teología de tal manera que siempre la filosofía, según
los escolásticos, queda abierta a un horizonte que la re­
basa, que la sobrepasa, que la trasciende. Todo su es­
fuerzo consiste en encontrar una filosofía abierta a la
trascendencia, e.d., a la revelación. Así y todo siempre
se afirma reiterativamente que es. una filosofía autó­
noma de toda influencia extraña a la razón.
De Anquín durante mucho tiempo de su especula­
ción intentó esta relación y esta apertura de la razón a
la fe cristiana; pero, luego de infructuosos esfuerzos lle­
gó a la lógica conclusión de que desde la filosofía no se
puede acceder al Dios de la revelación puesto que aque­
lla se basta a sí misma no admitiendo, por consiguiente,
ninguna realidad más allá y distinta de sí misma. Es por
esto mismo que no puede haber ninguna influencia ex­
traña a la razón y a todas sus construcciones.
Solamente traeremos dos citas para mostrar las vi­
cisitudes de esta aparente paradoja. En Génesis interna
de las tres escolásticas de Anquín había afirmado: “Yo,
como laico no creo que la Escolástica sea un «Robot»
inventado para una guerra, sino que se trata de una mo­
rada acogedora de la razón humana.” p. 8, año 1953;
luego, casi veinte años más tarde, en De las dos inha-
bitaciones en el hombre de 1971, p. 54, diría su opinión
definitiva: “El deseo del hombre por conocer a Dios
vivo nunca recibió ningún estímulo de parte de la esco­
lástica, que vista de afuera parece ahora un castillo de
sillares húmedos y callados, inhabitable por el hombre
ambicioso de luz y de pensar.”
¿Cómo llegó de Anquín a semejante conclusión?
Intentaremos mostrarlo desde distintos niveles. Que de
Anquín sea el hombre ambicioso de luz y de pensar no
hay quien lo pueda poner en duda, y, también, que su
manera peculiar de concebir el cristianismo, el tomismo
y el conocimiento en general le impidieran durante mu­
cho tiempo el logro de su ambición lo demuestran estas
pocas citas de un trabajo juvenil. En Nota preliminar a
una filosofía de la inteligencia fechado en Hamburgo,
octubre 26 de 1928, expresa en distintos lugares lo si­
guiente: “El conocimiento confuso, en cuanto conoci­
miento humano, es el sello peculiar de la humanidad li­
mitada, finita, condenada a ver en espejo: el sello de la
humanidad caída.” p. 7; “El tomismo ... es, considerado
en este sesgo, una prueba maestra de la incapacidad de
la filosofía para franquear los aledaños de la humanidad
finita, condenada a ver en espejo.” p. 20; “Los elemen­
tos racionales utilizados en este proceso no son más
que los rastros más comprensibles para la determina­
ción del ser, indicios adecuados a la limitación de las
categorías que, como cosas humanas, están certificadas
con el sello de nuestra pequeñez y de nuestra culpa.” p.
31, y, en la misma pág. 31 y para que no queden dudas,
agrega: “Es una dicción que desciende en un proceso
creciente de adecuación a las facultades humanas y que
se condensa en las fórmulas racionales como el grado
más accesible al ser caído, condenado a ver en espejo;
pero no debemos deducir de este hecho que la inteli­
gencia medieval está totalmente incluida en el raciona­
lismo escolástico, ni que este limite sus ambiciones a la
determinación lógica y transitoria de Dios.” Esto último
lo dice porque él mismo distinguirá luego en la Edad
Media entre teoría y doctrina, dándole a aquella mayor
alcance cognoscitivo que a ésta.
Y bien, si éste es el modo de entender la historia
bíblica, la escolástica y el conocimiento en general, re­
sulta del todo comprensible que su esfuerzo consista en
desprenderse de esta finitud, originada en la caída y en
la culpa, que le impide ver con claridad lo que ansiosa­
mente desea ver: el Ser y, en este caso, también Dios.
Después de mucho trajinar llegará a la conclusión de
que a Dios no lo puede ver con claridad porque se en­
cuentra en una distancia infinita que resulta imposible
recorrer debido a que el ser se ha vuelto necesariamen­
te creador de la nada. En efecto, caída y culpa son actos
de responsabilidad de una creatura frente a su Señor-
Dios creador y el ver en espejo y la ceguera, conse­
cuencias de tales actos. ¿Durante cuánto tiempo de An-
quín pensó de esta manera? Oigamos sus propias
palabras: “...en mis años de sueño dogmático con fre­
cuencia me hallaba perplejo frente al gran problema del
universal y del particular” les dijo en el año 1977 a los
egresados del Colegio Nacional de Monserrat de quie­
nes fuera profesor durante un cuarto de siglo, pues “Co­
nocer rigurosamente es conocer por conceptos, y cono­
cer por conceptos es ser capaz de captar lo universal y
lo particular en una síntesis viva, en que ambos aspec­
tos no se excluyan sino que se integran”, cuando en la
misma Nota preliminar a una filosofía de la inteligen­
cia había afirmado: “Por ello, concepto omniinclusivo
es una expresión poco feliz, pues universalidad y con-
cretidad, es decir, abstracción y vida, se excluyen den­
tro del concepto, si se considera éste como una finali­
dad de la investigación filosófica y como el órgano por
excelencia para la investigación de la verdad”, afirma­
ción que, por otra parte, había sido dada en contesta­
ción a una observación hecha por él mismo dos años
antes en Un aspecto de la neoescolástica, nueva form a
del realismo inmediato donde había dicho textualmente:
“El concepto debe ser omniinclusivo ... luego el concep­
to deberá ser universal concreto o universal histórico.
Universalidad y concretidad son caracteres esenciales.”
p. 27. Resulta muy clara la perplejidad del filósofo con­
fesada públicamente frente a sus propios ex-alumnos.
Nosotros, de nuestra parte, confiamos en que con el co­
rrer de lo que vayamos afirmando, lograremos aclarar
estas aparentes contradicciones del autor.
De cualquier modo que sea ya va apareciendo con
suficiente claridad el porqué de Anquín cierra cualquier
posibilidad de relación entre filosofía y teología. Por su­
puesto que el problema es mucho más complejo, pero,
ya desataremos más adelante esta complejidad y en base
a lo que el filósofo mismo haya ido viendo y afirmando
durante el transcurso de su larga vida intelectual. Lo
único que nosotros, por ahora, queremos destacar es que
las consecuencias a las que al final arribó de Anquín ya
estaban in nuce desde el comienzo mismo de su especu­
lar, de tal modo que deducir las consecuencias resultaba
cuestión de tiempo y decisión. Lo cual significa que si
alguien retoma luego el problema planteándolo en los
mismos términos, deberá, aunque no lo quiera ni preten­
da, arribar a las mismas conclusiones. Nosotros creemos
que todos los malentendidos que se han dado entre Ni­
mio de Anquín y la escolástica, dentro de la cual habitó
durante mucho tiempo, se deben no a una incoherencia
en nuestro filósofo, sino, precisamente a una inconse­
cuencia de la misma escolástica. No puede filosofar un
creyente como si la fe no existiera. Esta, en efecto, con­
diciona y determina todo su modo de filosofar que se
vuelve de este modo un filosofar dentro de la fe. Ahora
bien, si la filosofía de un creyente pretende ella lógica­
mente filosofar separada de la teología téngase por segu­
ro que sus conclusiones, así sean verdaderas, no se las
podrá hacer coincidir con el Dios de la fe, pues esta per­
tenece a otro género de conocimiento, no siendo, por lo
tanto, la verdad revelada la que se encuentra más allá del
camino de la razón como nos lo quieren hacer entender
los mismos escolásticos. Así la alternativa resulta del si­
guiente modo: o bien la fe está de entrada en la especu­
lación del creyente, o bien no se la encuentra más en una
relación adecuada con la razón, e.d., con la filosofía.
Tal también la experiencia del proceso seguido por
de Anquín quien llevó hasta sus últimas consecuencias
el método que se practicaba dentro de esta misma terce­
ra escolástica. Que luego los escolásticos se sientan
molestos con Nimio de Anquín nos resulta comprensi­
ble, pero no nos parece lógico, como así tampoco de la
coherencia en el planteo del problema realizado por de
Anquín se sigue que sea verdad lo que dice. Pero, ya es
mucho el ser coherente en el planteo y respuesta del
problema, porque no hay coherencia que no ayude a
clarificar la verdad, que es lo que busca tanto el filóso­
fo como el teólogo,
A de Anquín le produciría horror el ser catalogado
como teólogo o filósofo cristiano, el mismo horror que
le produce a cualquier escolástico el ser denominado
teólogo, pues en tal caso, y esto es lo que se presupone,
no podría jamás ser filósofo. Nada más y nada menos
que de Anquín no sólo pretende ser filósofo, sino que
afirma que no hay ninguna relación entre la filosofía y la
teología, en lo cual demuestra realmente ser filósofo ya
que, por su parte, los escolásticos pretenden ser filósofos
filosofando fuera de la fe y luego, e inconsecuente­
mente, intentan hacer que las conclusiones de la filoso­
fía coincidan con la teología. La verdad es que no se ve
cómo pueda ser esto factible.

La cuestión de un método y la filosofía

Para ello, nada nos parece mejor que traer en este


momento a colación lo que hemos afirmado sobre “La
cuestión de un método y la filosofía” en las Jornadas de
Filosofía tituladas Filosofía actual y Crisis del hombre
en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Uni­
versidad Católica de Córdoba en el año 1983. En esa
oportunidad decíamos lo siguiente: “Pareciera que la
cuestión que ahora plantearemos estuviese ya resuelta,
sin más ni más, y esto de tal modo que nuestra tarea de
hoy no pudiese aparecer teniendo otro significado que
el de una franca pérdida de tiempo frente a los gravísi­
mos y más que urgentes problemas con los que nos ve­
mos todos, y todos los días, enfrentados sin posibilidad
de retardo o dilación alguna. Es muy cierta esta última
impresión que todos experimentamos, casi sin pausa.
No nos hemos de detener en ella.
Nos detendremos, sí, en la segura impresión que
experimentamos de la importancia en esta cuestión de
un método y la filosofía. Nos nos referimos, evidente­
mente, al método de la filosofía, sino, a uno de los mé­
todos y la filosofía. Si la cuestión que pretendiésemos
plantear fuese la del método de la filosofía, resuelto
éste, no cabría obviamente la posibilidad de ensayar
ninguna respuesta filosófica fuera de él. Nuestra preten­
sión es más simple: intentaremos mostrar cómo la filo­
sofía puede funcionar dentro de un cierto método, fun­
cionamiento que, en absoluto, le impedirá funcionar
fuera de él. Avanzando un poco más, afirmaremos que
la filosofía, no sólo puede, sino, debe funcionar dentro
del método propuesto, lo cual reiteramos, no le quitará
que pueda y deba funcionar, también, fuera de él.
El problema es antiguo como el cristianismo; lo
cual no significa, necesariamente, su falta de actuali­
dad ni, tampoco, de responsabilidad histórica en la ac­
tual crisis del hombre; y, en ciernes, aún más antiguo,
ya que el cristianismo no inventó la filosofía, sino,
más bien, y luego de una muy larga disputa entre cri­
terios distintos, la incorporó al cuerpo de su doctrina,
e.d., la convirtió en un instrumentos esclarecedor de la
misma revelación. Para decirlo de otro modo: no sólo
los entonces doctores cristianos establecieron la posibi­
lidad de filosofar dentro de la fe, sino, lo que es mu­
cho más severo, pusieron en evidencia la necesidad in­
eludible de su uso como signo de la madurez de un
hombre creyente.
En este problema la actitud de los medievales es
distinta de la nuestra contemporánea. Para nosotros, en
efecto, que somos herederos directos de los modernos,
quienes establecieron la autonomía de la razón y de la
filosofía respecto de la teología cristiana, todo el pro­
blema se centra en no desvirtuar la filosofía, i.e., la ra­
zón del hombre, en su contacto con la fe. ¿Qué fuerza y
poder dignos del hombre podría mantener la razón que
confiesa paladinamente su incondicional servicio a la
ciencia, no del hombre, sino, del Dios revelado? ¿Qué
libertad y honor humanos resultarían sostenibles en la
expresa declaración de esclavitud ante la autoridad del
Dios creador y redentor?
La situación de los medievales frente a esta formu­
lación aparece exactamente como la otra cara de la mo­
neda: ¿Cómo lograr que la razón del hombre, creatura
de Dios y miserable pecador redimido por ese mismo
Dios, no desdibuje aún más con atrevidas formulacio­
nes lógico-racionales el misterio insondable de lo que
Dios mismo dice de sí que es y de lo que él hizo, y no
adelgace, aún más, con su obrar inseguro e inestable los
hilos que le aguantan para que no naufrague trágica­
mente? ¿Cómo no desvirtuar, es decir, restarle todo po­
der de salvación a la palabra revelada con la intromi­
sión de la razón?
Así fue como el medieval estableció una muy es­
trecha relación entre la fe y la filosofía a través del
clásico método fid es quaerens intellectum, por medio
de cuya aplicación la razón del hombre intentó enten­
der esa misma fe salvadora estructurando los conteni­
dos inteligibles revelados en una ciencia llamada con
toda seguridad teología.
No hemos de historiar el intento de reunión, ni,
tampoco, el intento de separación radical de la fe y de
la razón en el Occidente cristiano, pues no es esa
nuestra intención. Sólo observaremos lo siguiente:
Hoy, habiendo aún fe cristiana, hay hombres que se
autodenominan teólogos, y, siendo hombres que aún
usan la razón, filósofos; en todos ellos se da una
característica muy peculiar de modo tal que apenas
aparecen en escena muestran el problema que quere­
mos plantear: Efectivamente, cuando en un mismo
hombre se da la fe y la razón aparece en él, con toda
seguridad, un problema aparentemente insoluble, me­
jor dicho, un conflicto que pareciera no dejarle otra
alternativa que ésta, o bien eliminar la fe para seguir
siendo hombre, o bien abandonar la razón para seguir
siendo creyente. ¡El mismo viejo problema y el mis­
mo viejo malentendido!
Nuestra propuesta reza así: la única manera de que
no sobrevenga, necesariamente, semejante disyunción
consiste en volver al método por medio del cual se lle­
ga, también necesariamente, a la conclusión de que,
por más viejo que sea el problema, resulta siempre de
máxima actualidad su ya clásica solución.
Observaciones
Ahora sólo pondremos algunas observaciones a
consideración.

1. Hoy ya resulta obvió que al ámbito de ía fe no


se puede acceder filosofando. No es la razón
del hombre el fundamento de la fe en un cre­
yente, sino, y como lo ha sido siempre, es Dios
mismo quien se autorrevela y participa por me­
dio de la fe su Verdad salvadora al hombre.

2. Si las vías de acceso a la fe no son construidas


por la razón del hombre, tampoco pueden ser
obstruidas estas vías por la razón humana.
Todas las afirmaciones de la filosofía jamás lo­
gran alcanzar una sola verdad de la fe y ningu­
na afirmación de la filosofía puede negar, ni
siquiera poner en duda, ya sea real o metódica­
mente, todas las afirmaciones de la fe. Es de­
cir, la filosofía no puede, de manera alguna,
absorber a la teología, ni, por ello, negar la teo­
logía.

3. La filosofía funciona y se estructura como


ciencia de acuerdo con sus propios principios,
que por ser propios de la actividad del hombre
funcionan siempre en él, sea creyente o no cre­
yente. La filosofía, en efecto, no es nunca una
doctrina de salvación, e.d., una religión y, me­
nos aún, la religión revelada cristiana.
4. La teología no es una ciencia que esté más allá
del conocimiento alcanzado por el filósofo. En
efecto, la teología no es una trans-filosofía ni
una trans-metafísica. La teología es una doctri­
na Sagrada, es decir, su clave de bóveda es
Dios y su instrumento, la filosofía.

5. Toda teología cristiana, en efecto, siempre uti­


liza los conocimientos logrados por el admira­
ble esfuerzo del hombre, especialmente ios co­
nocimientos filosóficos, para dilucidar y
esclarecer el camino de salvación que Dios ha
puesto a disposición del hombre.

6. Toda la cuestión se le plantea únicamente y


siempre al teólogo, es decir, al hombre creyen­
te, y, no, al filósofo no creyente. ¿Qué proble­
ma, en efecto, puede ser para un hombre que
no entiende de qué se le habla cuando se men­
ciona la fe, la relación entre esa misma fe y la
filosofía? Por cierto, ninguno.

7. La única manera, humana y digna del hombre,


de plantear al filósofo esta cuestión consiste en
filosofar con él en el mismo ámbito por él esta­
blecido cuando filosofa, discutiendo todas las
cuestiones que la misma filosofía intenta plan­
tear y resolver.

8. La peor manera de filosofar, para un creyente,


es su pretensión de filosofar como un filósofo
no creyente, es decir, pretender filosofar fuera
de la fe. Resulta obvio, en efecto, que para la
fe cristiana no puede haber nada fuera de la fe,
menos que menos, la razón humana y su tarea
principal, la filosofía.

9. Todos los filósofos cristianos, defensores de su


filosofía autónoma de la revelación en el senti­
do de que la razón no tiene nada que ver con la
fe, lo único que ponen de manifiesto es que
han perdido la vieja noción de teología estruc­
turada de acuerdo al método medieval Fides
quaerens intellectum, porque filosofar fuera de
la fe no es lo propio de un filósofo creyente,
sino, precisamente de un filósofo que nunca ha
creído o ha dejado ya de creer en la revelación.

10. De lo cual no se deduce que el creyente no pue­


da filosofar. Sólo se dice que el filósofo creyen­
te puede y debe filosofar dentro de la fe, preci­
samente para intentar avanzar ininterrumpida­
mente en el esclarecimiento de esa misma fe.

11. Filosofar dentro de la fe de acuerdo con lo di­


cho es lo que se denomina filosofía cristiana,
eufemismo que no puede de ninguna manera
suplantar la clásica denominación: teología
cristiana o doctrina sagrada.

12. Ahora bien, la situación contemporánea ha co­


locado al hombre creyente filósofo en tal inco-
modidad que el hecho de atreverse a decir pú­
blicamente que la tarea por él realizada es teo­
logía lo descalifica inmediatamente como filó­
sofo, e.d., como un hombre que ha logrado su
adultez en la proporción de su decisión de usar
la razón fuera de toda fe.

Malentendido
Es aquí donde nos encontramos con un malen­
tendido. No pretenderemos desatar todos los nudos
del problema, sino indicar solamente por dónde va el
hilo de su madeja para así no realizar un esfuerzo
que nos dé por resultado lo contrario de lo que se
quisiera lograr.
Es un lugar común que se diga lo siguiente: la fi­
losofía no es teología y, por supuesto, la teología no
es filosofía. Con sólo dos aclaraciones a esta afirma­
ción se pondrá al desnudo el malentendido.

PRIMERA ACLARACIÓN.

En primer lugar, resulta obvio que la realidad de


un hombre no es la misma que la realidad de un tronco,
aunque todavía siga hoy resonando la palabra de Eras-
mo frente a ineptos doctores de la Sorbona: “truncus
verius quam h o m o Dicho de otro modo, la esencia, la
esencia humana y la vegetal, no es la misma, o, si se
quiere decir así, la esencia vegetal no constituye la
esencia humana. En este caso estamos hablando de co­
sas reales, que existen, y que, por consiguiente, o bien
son lo uno, o bien son lo otro, sin poder ser ninguna de
las dos la misma cosa, a la vez, en la realidad.
En segundo término, también es obvio que cuando
se dice filosofía, ésta no es teología, y, cuando se ha­
bla de teología, ésta no es .filosofía. La filosofía, en
efecto, puede ser y es generalmente .sujeto de defini­
ción: La filosofía es tal o cual, etc. Del mismo modo,
también la teología es objeto de definición: La teología
es tal por cual, etc. Es decir, tanto la teología como la
filosofía son sujetos lógicos de predicación en tanto se
pueda predicar de ellos las diferencias. Pero, y aquí se
encuentra uno de los nudos de los que hablábamos an­
tes, no todo sujeto lógico es necesariamente un sujeto
real. Tanto la filosofía como la teología son nociones
abstractas de un acto o acción concreta, filosofar en el
primer caso y teologizar en el segundo caso. De algún
modo entendemos el verbo filosofar a través de lo que
concebimos abstractamente como filosofía, y, también
nos resulta más fácil entender la acción de teologizar
cuando logramos apresarla en una definición abstracta,
teología. Un ejemplo más común clarificará lo que in­
tentamos señalar; carrera es la explicación o definición
o descripción de una acción concreta, correr; carrera es
la definición abstracta de lo que es la acción concreta
de correr. Ahora bien, la relación de carrera a correr,
de filosofía a filosofar o de teología a teologizar no es
la misma que la de esencia a ser (S. T o m á s , S.Th. I,
54, 1, ad 2).
Toda esencia es siempre un sujeto que es real. En
el caso del que hablábamos anteriormente, la esencia
real del hombre es distinta de toda otra esencia real que
no sea, precisamente, hombre.
El sujeto lógico carrera no es real; lo que es real es
el sujeto que corre.
El sujeto lógico filosofía —supongamos su defini­
ción, cualquiera sea ella— no es real; lo que es real es
el sujeto que filosofa.
El sujeto lógico teología — supongamos, también,
su definición, cualquiera sea— no es real; lo que el real
es el sujeto que teologiza.
Y, aunque carrera — i.e., correr— no sea lo mismo
que filosofía — i.e., filosofar— o teología — i.e., teolo­
gizar— no se ve cómo un mismo sujeto, en este caso el
hombre, cualquiera fuere, no pueda real y verdade­
ramente correr, filosofar y teologizar; o, teologizar, fi­
losofar y correr; o, filosofar, teologizar y correr, e,
incluso, al mismo tiempo. Se puede en efecto, correr y
filosofar, o también teologizar y correr. ¿Se recuerda
que los peripatéticos fueron llamados así porque filoso­
faban caminando o, porque caminaban filosofando?
Conclusión: Ni correr, ni filosofar, ni teologizar
son la esencia real del hombre, sino, sólo actos realiza­
dos por éste. Por consiguiente, del mismo modo que un
hombre puede ser corredor, también lo es el que pueda
ser filósofo y, también, ¿por qué no?, teólogo; o ser
teólogo-filósofo; en realidad, como ya señaláramos an­
teriormente, no podría ser teólogo si no filosofase, del
mismo modo que puede ser filósofo sin teologizar, e.d.,
ser filósofo sin ser teólogo; pero este filósofo que no es
teólogo mal filósofo será si no entiende — y es lo co­
mún— que pueda haber un filósofo que teologice o un
teólogo que filosofe. Filosofantes llamábanles los me­
dievales; filósofos cristianos les llamamos en la actuali­
dad, pero el término que dice con exactitud lo que son
es el término clásico teólogos.
Es muy claro, por otra parte, que todo lo que esta­
mos diciendo presupone una mayor complejidad de la
peculiar manera de entender la fe, Dios, la realidad, el
hombre, la esencia, el ser, el conocimiento, la teología,
la filosofía, la lógica, el lenguaje, etc.; por lo tanto,
puede haber y hay, por supuesto, otras maneras de en­
tender todas estas cuestiones que llevan, consecuente­
mente, a conclusiones distintas de las nuestras. Precisa­
mente aquí se aclara, también, lo que afirmamos en el
parágr. 5: Toda teología cristiana utiliza siempre una fi­
losofía; de lo que podemos deducir una conclusión apa­
rentemente extraña: El problema de la teología siempre
lo dilucida la razón, i.e., la filosofía; una filosofía, en
efecto, que funciona como instrumento, como esclava,
de la teología. El centro de la discusión es siempre qué
filosofía sea o no sea la más adecuada como instrumen­
to de la fe, e.d., de la teología, problema que sólo la
razón puede plantear y resolver.
Mientras haya teología, tendrá que haber necesaria­
mente filosofía. El filósofo puede estar seguro de que
mientras el hombre tenga fe en la revelación cristiana
habrá seguramente filosofía. Lo que no quiere decir, en
absoluto, que no haya filosofía fuera de la fe. El cristia­
nismo no inventó la filosofía y, cuando la encontró, no
sólo no la rechazó, sino, la exigió para constituir el
ámbito de la teología. Hoy la filosofía funciona, en ge­
neral, fuera de la fe. No ha de ser la fe la que la niegue
sino, al revés, será nuevamente una cuidadosa discusión
filosófica dentro de la fe la que nos dirá qué puede y
qué no puede la razón del hombre creyente instrumen-
talizar para entender lo que ya cree.
Pero, nos hemos excedido en las conclusiones, ya
que la única conclusión a la que podemos arribar en
esta primera aclaración es la siguiente: Lo que existe
realmente es siempre el hombre concreto que, si no
cree, puede filosofar y si es creyente puede también fi­
losofar. Demos ahora un paso más.

SEGUNDA ACLARACIÓN.

En lo que hemos dicho hasta ahora en la primera


aclaración hemos supuesto, con toda intención, que tan­
to la filosofía como la teología revelada están en un
mismo plano de conocimiento, i.e., el conocimiento hu­
mano. Decimos con todas las letras “supuesto”. ¿Qué
implica ésta suposición? Exactamente todo lo que los
viejos doctores medievales se temían: El esfuerzo reali­
zado por el hombre para reducir el conocimiento que da
la fe al conocimiento que logra la razón humana a tra­
vés de la filosofía. Pero, tal intento no es posible, dije­
ron; y, con toda razón, porque tal intento presupone fi­
losofar fuera de la fe, lo cual no es, de ningún modo,
posible para un hombre creyente en la Palabra revelada,
i.e., encarnada. En efecto, la teología revelada es la
ciencia del Dios-que-habla. La filosofía, i.e., la metafi-
sica, también llamada ya por Platón y por Aristóteles
teología, no es la palabra de ningún dios sino, del hom-
bre-que-habla. La Palabra de Dios es camino de salva­
ción para el hombre. La palabra del hombre es sólo pa­
labra humana, y ésta nunca puede absorber el ámbito de
la Palabra divina, reduciéndola a su mismo nivel; pero,
sí puede, y debe, estar al servicio de ella, y, lo cual su­
pone, decisivamente, que ya el hombre cree en ella al
filosofar dentro de ella.
“Cuando, en efecto, se supone que la fe y la razón
pertenecen a un mismo ámbito de conocimiento, como
si fuesen dos especies dentro de un mismo género, in­
eludible resulta el concluir que la Teología, en cuanto
tal, deba excluir la Filosofía e, inversamente, la Filoso­
fía, excluir, también, la Teología.
En semejante formulación, y, consecuentemente, la
situación de un teólogo es la de no poder filosofar, y,
también, la situación de un filósofo es la de no poder
hacer ninguna referencia a lo que, como creyente, cree.
Este supuesto es hoy lo más común y habitual.”
(Cf. nuestro trabajo: “Fides quaerens intellectum: Coor­
denadas antropológico-m etafísicas” presentado en el
Primer Congreso mundial de Filosofía Cristiana y pu­
blicado en La Filosofía del cristiano, hoy, U.N.C., Cór­
doba, 1981, T. III, p. 1129).
Por lo tanto, nuestra conclusión de la segunda acla­
ración es la siguiente: Un supuesto equivocado, por
más común y habitual que sea, no es, de ningún modo,
una razón. Este supuesto, en efecto, equivoca el camino
de relación entre la fe y la razón, entre la teología reve­
lada y la filosofía, puesto que el camino adecuado es
siempre el que se expresa a través del método fld es
quaerens intellectum, método que dice con toda exacti­
tud y verdad que la filosofía se vuelve instrumento para
entender la revelación.
El hombre, ahora, no sólo cree sino, también, in­
tenta entender con su razón lo que ya cree.
Hemos visto, por lo tanto, que este método es el
adecuado, en el sentido de posible, porque, ni en la si­
tuación concreta de un hombre real es correcto afirmar
que no pueda éste filosofar siendo creyente y teologizar
siendo filósofo, ni en el ámbito abstracto resulta, tam­
poco, correcto afirmar que ambas, la teología y la filo­
sofía, estén en un mismo nivel de conocimiento. De
este modo, usando de la filosofía, es como la teología
se estructura como ciencia, pero, sin dejar de ser lo que
siempre ha sido de entrada: Ciencia Sagrada, doctrina
sagrada, i.e., ciencia y doctrina de lo que Dios habla.
Filosóficamente hablando no se puede afirmar que
la filosofía no pueda ser servidora de la teología. Pero,
nosotros hemos afirmado aún más. Ya lo hemos dicho
anteriormente varias veces, y de hecho, siempre sucede
así (parágr. 5): Toda teología cristiana utiliza siempre
una filosofía, pues toda teología debe usar siempre la
filosofía. Una fe que no use la razón para entender lo
creído corre el riesgo de permanecer infantil. Pero ésta
es ya otra cuestión, la de poner en evidencia el núcleo
del método medieval, que por ser precisamente el de
un camino a andar sólo puede acceder a él aquel que
lo haya transitado, i.e., su experto, lo que nosotros lia-
mamos un baquiano de la fe y de la filosofía. Nada di­
remos de esta cuestión, ya que lo único que nos intere­
só ha sido desatar algunos nudos que impiden ver cuál
sea la vía de acceso a la verdad, lo que no es, eviden­
temente, hablar de la verdad (Cf. nuestro trabajo: Fides
quaerens intellectum y la cuestión de la metafísica en
san Anselmo de Canterbury, Acta Scientifica n. 17,
U.C.C., Córdoba, 1982).

CONSECUENCIA .

Queremos ahora, en el poco tiempo que nos queda,


señalar una consecuencia de todo lo que hemos dicho,
pero, frente a un problema que, para nosotros los argen­
tinos cristianos, se ha vuelto ya casi dramático, sin pre­
tensiones de incursionar en lo inmediatamente histórico
para no herir la posición de nadie. Nos referimos al
problema de la relación entre la fe y la política, proble­
ma que siempre aparece en las largas disputas sobre la
vieja noción medieval Christianitas (S. Anselmo, O 10,
188), cristiandad.

Observaciones

Aquí también sólo propondremos algunas observa­


ciones a consideración.

1. El problema de la relación entre la fe y la polí­


tica es el mismo que el de la relación entre la
teología y la filosofía.
2. Por consiguiente, aquí son numerosos los mal­
entendidos, pero, básicamente, son los mismos
que se dan entre la fe y la razón, bien sea en el
hombre concreto como en el planteo teórico.

3. Pero, como los problemas políticos aparecen,


en general, como urticantes y siempre urgentes,
y cada día más sangrientos, es por lo que se
corre más fácilmente el riesgo de equivocar el
camino de su solución adecuada.

4. El planteo y la solución de este arduo problema


depende de los filósofos creyentes cristianos,
i.e., de los teólogos. No depende, por consi­
guiente, ni de los no creyentes, ni, tampoco, de
los creyentes de otras religiones, cualesquiera
sean.

5. Un hombre creyente cristiano puede y debe


plantear y resolver esta cuestión.

6. El peor método que puede aplicar un hombre


creyente para resolver el problema de la rela­
ción entre la teología y la política consiste en
pretender que esta última, su filosofía, sea au­
tónoma de la teología.

7. Pero, y aquí aparece con toda claridad el mal­


entendido que se da hoy, de manera casi inevi­
table, sobre estas cuestiones: La fe y su cien-
cía, la teología, no es, en absoluto, ni nacional,
ni, tampoco, internacional en el sentido político
del término.

Católico, en efecto, no significa internacional, ni,


consecuentemente, negación de lo nacional. No es el
cristianismo afirmación o negación de lo político, sea
este nacional o internacional, por la sencilla razón de
que la Iglesia no es una trans-nacional, ni una inter-na-
cional, ni un estado nacional. Las organizaciones políti­
cas, estructuradas o no jurídicamente, internacionales o
nacionales son obra del esfuerzo humano, i.e., intentos
de relación humana estructurados por los hombres.
Mientras que la organización cristiana llamada Iglesia
es una estructura de salvación constituida por los hom­
bres creyentes en base a su clave de bóveda, Jesucristo,
el Salvador de todos los hombres.
Por consiguiente, ser un hombre, creyente o no,
significa obviamente pertenecer en cuanto tal a un ám­
bito político. Sólo que, en el caso de un hombre creyen­
te, éste pertenece siempre, sin que podamos decir tam­
bién, a un ámbito que no es político, sino, religioso. La
religiqn, por lo menos la religión católica, no sólo le
posibilita el vivir en una comunidad política, como lo
hace cualquier hombre, sino le indica la necesidad,
ineludible, de responsabilizarse de los asuntos políticos
humanos, sea que se trate de su elaboración teórica
como, asimismo, de su realización histórica.
Queremos significar lo siguiente: Un hombre cris­
tiano puede y debe decidir, según un criterio político,
ser de derecha, de centro o de izquierda; pero, lo que
no puede jamás pretender es, precisamente, que seme­
jante decisión sea identificable con el cristianismo, ya
que éste, en cuanto tal no es, ni jamás lo será, ni de de­
recha, ni de centro, ni de izquierda, nacional o interna­
cional, lo cual, lamento sinceramente tener que decirlo,
parecen saberlo mejor los hombres no creyentes que los
mismos cristianos, y esto por la sencilla razón de que
no teniendo ya la cuestión que le plantea al hombre el
cristianismo sus decisiones no tienen, en absoluto, que
preocuparse por el supuesto Dios de los cristianos.
Es siempre la razón humana príncipe y juez de
todo lo que hay en el hombre (S. A n s e l m o , I, 10, 1-2),
incluida, por supuesto, la fe. Nada más — y nada me­
nos— que en la propuesta de nuestro método, la razón
funciona siempre dentro de la fe, de modo tal que es a
ella, a la razón, a la que le compete dilucidar qué po­
lítica sea, o no sea, más concorde con la misma fe.
Ahora bien, cuál sea la situación de los organis­
mos políticos actuales en relación con la fe cristiana es
otra cuestión, sobre la cual no tenemos ninguna difi­
cultad en expresar nuestra opinión. Así como el cristia­
nismo no inventó la política, i.e., se encontró con ella,
así hoy la situación contemporánea ha colocado al
hombre creyente en tal incomodidad que cuando éste
formula públicamente lo que acabo de señalar es acu­
sado inmediatamente de in-sano o de solapado enemi­
go de la obra humana política. La política contemporá­
nea, en efecto, se caracteriza porque no sólo de hecho
no tiene nada que ver con la fe, sino, porque no quie­
re — decididam ente— tener nada que ver con la fe
cristiana.
Como conclusión, nos parece que si los cristianos
planteasen y entendiesen adecuadamente el problema de
acuerdo con todo lo que hemos dicho, tal vez, algún día
que nos parece bastante lejano, podrán comenzar a ha­
blar de política cristiana, y, tal vez, algún día vivir den­
tro de una estructura política que posibilite el desenvol­
vimiento de su vida cristiana. Mientras tanto, es bueno
tener presente que “De las dos posibles clases de ton­
tera, hay una que es peligrosa y la otra no. La tontera del
tonto es anodina, pero la tontera de los inteligentes es la
cosa más peligrosa del mundo. Una de estas últimas for­
mas consiste en explicarlo todo con argumentos que pa­
recen excelentes, que son muy buenos, que se tienen
muy erguidos, sólo que están fuera de la cuestión” (M a -
l l e a ). La cuestión que hoy planteamos es responsa­

bilidad de sólo los creyentes, quienes teniendo una fe


verdadera, i.e., una fe viva, estructuren lo que se debe
estructurar — y es ésta nuestra observación más impor­
tante— para conservar “la semilla en su carozo y el ca­
rozo en su tierra y esta tierra en su invierno” como lo
profirió ya — ¡con qué caracterizada lucidez!— el más
grande poeta cristiano argentino del siglo XX”. Nos re­
feríamos en esa circunstancia, sin duda, a Leopoldo Ma-
rechal, quien en su Heptamerón, nos da este consejo
coincidente, por otra parte, con el que con una significa­
ción totalmente distinta, nos dio Nimio de Anquín en
“La Argentina en el nuevo eón del mundo” de Escritos
políticos, Instituto “Leopoldo Lugones”, Santa Fe - Ar­
gentina, consejo este último que resulta de una clarivi­
dencia elocuente dentro del pensar deanquinatense.

Filosofía vs. Teología

Luego de este largo paréntesis, volvamos nueva­


mente a de Anquín quien no sólo separa la filosofía de
la teología, como lo haría cualquier escolástico, sino
considera que la filosofía es eliminada en nombre de la
teología. “El cristianismo, dice en Las dos inhabitacio-
nes en el hombre, eliminó a la filosofía, que solamente
servía para la inmanencia” p. 41. En otras palabras,
toda trascendencia es eliminatoria de la filosofía. Ya
tendremos oportunidad de ver más adelante las razones
de semejantes afirmaciones.
De todas maneras nos resulta ya claro que no sólo
hay separación entre filosofía y teología sino una elimi­
nación que deberá ser mutua. En este momento de
nuestro desarrollo no interesan las razones por las cua­
les se produce esta exclusión. Nos referimos a temas
tales como inmanencia-trascendencia; Ser-Dios; ente-
creatura; participación-analogía; etc.; sino que el alcan­
ce de nuestra afirmación es el siguiente: La exclusión
entre filosofía y teología debía darse de cualquier
modo, cualesquiera fuesen las razones que el filósofo
adujese para ello puesto que el problema era enfrentado
metodológicamente desde la filosofía y no desde la teo­
logía, como debiera ser para lograr una resolución favo­
rable a su relación. Es así como al no poder encontrar
la posibilidad de relación el filósofo debía dar razones
que supuestamente explicasen esa misma falta de rela­
ción. Pero, estas razones eran precisamente la conse­
cuencia de la falta de relación y no las causas reales y
verdaderas de esa misma falta de relación: Ese es, pre­
tendemos, el alcance de nuestra afirmación. Del mismo
modo que quien establece la relación entre teología y
filosofía busca y encuentra luego razones que justifi­
quen tal relación, así, quien no puede encontrar la rela­
ción entre la filosofía y la teología busca y encuentra
razones que justifiquen esa falta de relación. En absolu­
to quiere esto decir que las razones no lo sean en am­
bos casos. Los dos, tanto el teólogo como el filósofo
pretenden que lo sean, y toda la cuestión consiste en
este caso en saber si son o no son razones verdaderas.
Pero, este intento de averiguar si las razones lo son
es un problema distinto y posterior a lo que nosotros
queremos mostrar en este momento, y en cualquier
caso. En efecto, cualquier intento de relación entre la
filosofía y la teología, como ya lo hemos dicho ante­
riormente, presupone que la filosofía está ya dentro de
la teología; dicho de una manera más simple; todo in­
tento de relación entre la razón del hombre y la fe cris­
tiana de este mismo hombre presupone siempre que el
hombre crea primero en lo que cree y recién luego in­
tente con su razón entender lo creído. ¿Qué otra cosa
hacen el teólogo y la teología? Por consiguiente, la filo­
sofía aparece de entrada instalada dentro de la teología
y esto de tal modo que cuando aquella pretende fun­
cionar fuera de ésta, no puede jamás encontrar un nexo
con ella. Y cuando esto sucede es este método el que
lleva luego al filósofo que ve una y otra vez la imposi­
bilidad de la relación a buscar razones que expliquen
esa misma falta de relación. Esta cuestión resulta tan
acuciante que se vuelve una preocupación en Nimio de
Anquín. Casi podríamos afirmar que a medida que pasa
el tiempo se lo ve más y más preocupado. ¿Por qué?
Evidentemente porque el filósofo no quiere perder su
fe. La razón, en efecto, es imposible que la pierda
mientras siga siendo hombre y filósofo; pero la fe sí la
puede perder sin dejar por ello de ser hombre; de An­
quín siempre sostuvo que el cristianismo era un ac­
cidente en la naturaleza humana. Circunstancia que
muestra directamente el asunto más importante que po­
damos señalar hasta el momento y que es el siguiente:
si el hombre no pueda lograr una relación, así fuese la
mínima, con lo que cree por su fe cristiana y así y todo
mantiene personalmente esa misma fe contra toda razón
y contra todas las razones que la razón encuentra de esa
falta de relación es porque la fe no es cosa humana,
sino cosa de Dios. Y así es nomás. La fe es una cues­
tión divina que sólo puede ser admitida por el hombre
si Dios le da la posibilidad de acceder a ella. No hay
otra explicación al hecho de que un hombre se vuelva
creyente en la palabra de Dios. Todas las razones del
mundo de la filosofía 110 rozan, siquiera, una sola afir­
mación de fe, no porque la fe no tenga nada que ver
con ella, que sí tiene que ver y mucho, sino porque la
fe pertenece a otra dimensión que la humana; es, en
efecto, de origen divino. Como no se cansó de repetirlo
de Anquín expresándolo de un modo lógico, para hablar
de la fe debemos hacer un cambio de género, del cono­
cimiento humano debemos trasladamos al conocimiento
divino, no en el sentido del conocimiento que el hom­
bre pueda tener de ello, sino en el sentido del conoci­
miento divino que Dios posee de Sí mismo, conoci­
miento que es el origen del conocimiento que por
medio de la fe el hombre puede tener de Dios. Y no en
vano recordaba siempre las palabras de San Pablo, 2
Cor. V, 17: “las cosas viejas pasaron, he aquí se han
hecho todas nuevas” (De las dos inhabitaciones en el
hombre, p. 42). Demasiado duramente han de sonar es­
tas palabras en un oído acostumbrado a los razonamien­
tos de la filosofía. La fe, en efecto, es cosa de Dios; la
razón, por su parte, cosa humana. Al respecto nuestra
tesis dice lo siguiente: Cómo la razón de un hombre
pueda aparecer contradiciendo un contenido de la fe
cristiana es una cuestión no de una razón inteligible
verdadera, sino principalmente de una equivocación de
método en el tratamiento de estos dos términos, la fe y
la razón. Desde la razón sola no puede solucionarse el
problema, sino desde una fe que utiliza la razón. De lo
cual se deduce que cualquier acercamiento entre la ra­
zón y la fe, habiendo previamente equivocado el méto­
do, es un seudoacercamiento, cosa que quien no cree
percibe inmediatamente; lo que no acontece tan fácil­
mente con quien creyendo pretende filosofar como si su
razón no tuviese nada que ver con su fe. Sus denomina­
das aperturas a la revelación desde la filosofía son seu-
doaperturas. En efecto, que el hombre abra su razón a
las verdades de la fe sólo es posible para quien sea ya
creyente de esta misma verdad revelada. A nosotros nos
resulta del todo asombroso el hecho de que tengamos
que decir esto. Sin embargo, no nos asombra tanto
cuando logramos ver con alguna claridad el mal planteo
metódico del problema. Se filosofa diciéndose y dicién-
donos continuamente que las razones filosóficas nada
tienen que ver con las verdades reveladas y luego, ya
en el final de la investigación filosófica, se dice y se
nos dice que la filosofía conduce a la verdad de salva­
ción que nos brinda la fe, sistematizada en una teología.
Semejante actitud resulta ilógica de cualquier lado que
se la mire, ya sea del lado de la razón como del de la
fe. De ésta porque semejante método presupone poner
la fe divina en el mismo nivel que la razón humana, di­
luyendo, por lo tanto, la substancia viva de la fe y de
aquella porque significa hacer afirmaciones que a todas
luces van más allá del alcance de la misma razón.
Tal modo de ver las cosas es confirmado tanto por
el teólogo que filosofa, como por el filósofo que no
cree, por la sencilla razón de que quien cree filosofa
aunque en un orden distinto de quien no cree, que tam­
bién filosofa. Evidentemente que estamos hablando des­
de un punto de vista metódico sin que pretendamos por
ello afirmar que uno filosofe y el otro no. Ambos, en
efecto, filosofan; pero, uno dentro de la fe y el otro fue­
ra de ella. Por lo tanto, se tenga o no se tenga fe, por
más duros que suenen en nuestros oídos ciertos térmi­
nos, lo que se debe hacer siempre es usar la razón; de
este modo cuando veamos un filósofo manteniendo su
fe contra viento y marea entenderemos claramente la
razón de ello; nos daremos cuenta, en efecto, de que la
fe la da Dios al hombre, sea o no sea filósofo, y, si en
el caso de éste último su razón no coincide con su fe,
se deberá sin duda al método equivocado en el uso de
la razón puesto que si se intenta una relación de ésta
con la fe, siempre se deberá hacerlo dentro de la misma
fe, y, nunca, fuera de ella.
Tal el caso, creemos, de Nimio de Anquín, quien
desde que comenzó a filosofar dio vueltas alrededor del
problema entre la filosofía y la teología. Más adelante
tendremos oportunidad de analizar algunas de las razo­
nes que adujo para separarlas. Por ahora sólo enunciare­
mos una afirmación que se repite reiterativamente en
todas las exposiciones que hizo el filósofo: que la crea­
ción de la nada no tiene en absoluto algo que ver con la
filosofía. Pero esto lo desarrollaremos bien entre la se­
gunda y tercera parte, discutiendo si es o no es verda­
dera esta misma afirmación.
Lo que siempre nos ha causado asombro ha sido el
ver al filósofo negando por un lado la posibilidad de
acceso racional a Dios y afirmando por otro verdades
reveladas por este mismo Dios. La insistencia del filó­
sofo en plantear de esta manera el problema y la persis­
tencia de nuestro asombro nos llevó a pensar en el pro­
blema de la relación entre la fe y la razón, y hemos
llegado, luego de analizado y consultado el problema
con san Anselmo de Canterbury, a la misma conclusión
que de Anquín, pero por razones distintas. “Uso el tér­
mino «Escolástica» en un sentido lato, en cuanto es
aplicable a todas las escuelas católicas o a la «Escuela
católica», para emplear un universal que comprehenda
tanto a tomistas, como a escotistas o a suarecianos... La
«escuela» a que nosotros nos referimos es, pues, la de
filósofos de fe católica en toda su latitud.” (Génesis in­
terna de las tres escolásticas, p. 3).
Que de Anquín manejara de punta a cabo toda la
literatura de la tercera escolástica de fines del siglo pa­
sado y de todo el corriente siglo da testimonio este es­
crito recién citado. Precisamente, y es una afirmación
nuestra, el haber entrado a la primera escolástica, la
medieval, a través de la segunda y tercera escolástica,
nos parece que ha sido la causa de que de Anquín no
pudiese de entrada comprender el modo de filosofar de
aquella. Evidentemente que, como dice y ya lo hemos
citado, no puede haber filosofía cristiana, porque la fi­
losofía cristiana es un nombre desafortunado que se
aplicó a la escolástica cuando ésta perdió su verdadero
nombre: teología. De Anquín dice que la filosofía cris­
tiana o la escolástica es teología; es teo-filosofía como
gusta denominarla (“Las cuatro instancias filosóficas
del hombre actual” ARKHÉ, junio 1965, Cba., p. 5).
Pero con ello quiere decir que no puede ser filosofía.
Por otra parte, los escolásticos, y durante mucho tiempo
el mismo de Anquín, dijeron que la escolástica era filo­
sofía y no, teología. ¿Cómo entender este aparente cam­
bio de posición? Sin embargo resulta coherente, ya que
si en primera instancia se ha afirmado que la filosofía
no puede ser teología, y luego, en una segunda instan­
cia se afirma que es teología, deberá afirmarse conse­
cuentemente que no puede ser filosofía. Esto sucede así
porque metódicamente se ha separado la filosofía de la
teología. La verdad de la cuestión es que la escolástica
es teología, pero, también es filosofía. Dicho con más
precisión: es un modo de filosofar propio de un teólogo
consistente en usar la razón dentro de la fe. Como ya lo
hemos señalado no aparece ninguna contradicción en
esa manera de proceder.
De Anquín no sólo separó la filosofía de la teolo­
gía sino que hizo más; hizo que aquella no pudiese ni
desde dentro ni desde fuera coincidir con la revelación,
pues todo el esfuerzo realizado a través de la participa­
ción no puede impedir que se borre la analogía, como
tendremos más adelante posibilidad de analizar, porque
por más que la analogía implique relación ¿qué relación
puede darse entre dos términos que están infinitamente
separados? De Anquín contesta que ninguna aunque
siempre agrega que debe haber alguna relación; pero,
evidentemente el modo según el cual entiende de An­
quín la cuestión impide de derecho tal relación; en efec­
to, si no hay ya más equivocidad, habrá sólo univoci­
dad, desapareciendo entonces la analogía y quedando
sólo la participación en el Ser, e.d., con el todo. Con
toda intención hemos sido ambiguos en la expresión de
la relación, pues quisimos manifestar la misma ambi­
güedad permanente que aparece en todos los escritos de
de Anquín; sin embargo, la cuestión se clarifica, como
tendremos oportunidad de verlo hasta lograr, como el
mismo filósofo lo dice en la “Introducción” de Ente y
Ser, p. 17, un pensar coherente; no podía ser de otra
manera si se presupone que Ser (realidad) es lo mismo
que pensar. Ahora bien, cuando el filósofo logra esa
claridad en su propia posición, volcará todo su esfuerzo
en salvar la fe y esto de tal modo que la reiteración per­
manente de la cuestión pondrá nerviosos a creyentes y a
no creyentes, cuando en realidad de lo que se trata es
de coherencia en el planteo del problema; un creyente
podrá encontrar todas las razones que se pueda o se
quiera para no creer, pero, si es creyente de verdad, se­
guirá creyendo por la sencilla razón de que este mismo
hombre es un hombre creyente por la gracia de Dios y
no por méritos o deméritos de sus razones lógicas.
¡Qué ejemplo digno de ser meditado la precisa ac­
titud de Nimio de Anquín en esta cuestión! Para ello,
aquietado ya el ánimo, se debe plantear esa misma
cuestión. Es lo que, creemos, hemos hecho hasta aquí.

II

E nte y S er

Vayamos ahora al segundo punto que queríamos


plantear: la no relación entre el ser de la metafísica y el
Dios de la revelación. Para ello, lo primero que debere­
mos hacer, de acuerdo con el método seguido por Ni­
mio de Anquín hasta aquí, es plantear la cuestión de la
metafísica y según ese planteo ver por qué no coinciden
el ser y Dios.
Nos vemos obligados a hacer primeramente una re­
ferencia a la “Antropología de los tres hombres históri-
eos” publicado en 1951 en la Revista de la Facultad de
Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de
Córdoba, Año III, Nos 1-2-3, p. 9-43. La indecisión en
la formulación categórica de los mismos nos de­
mostrará, de paso, que lo que hemos afirmado en la pri­
mera parte de este trabajo no andaba del todo desacerta­
do. En efecto, allí de Anquín establece tres hombres
históricos: el hombre judío, el hombre griego, y por fin,
el hombre cristiano. Cuando habla del hombre judío si­
gue textualmente a Hegel: “la separación absoluta del
Universal y de lo Singular, es característica del Judais­
mo” p. 14; señala “la falta de un trabajo personal en la
fimdamentación de su fe” p. 16, indicando que “no ad­
quirió el hábito de inquirir por el propio y personal es­
fuerzo los arcanos del ser” p. 17. Luego prosigue su
descripción: “Ahora vamos a pasar al otro extremo de
la antropología: del hombre judío que recibió la predes­
tinación de ser elegido y que tuvo todo de Dios y por
Dios y para Dios, nos trasladamos al hombre griego
que tuvo todo de sí, por sí y para sí.” p. 17. Ahora bien,
“Entre estos dos tipos antropológicos ¿no cabe ninguna
reconciliación? ¿Forman una antítesis irreductible?
Creemos que no y creemos que la fusión de ambos se
realiza en el HOMBRE CRISTIANO.” p. 23. Estamos
frente al tercer tipo antropológico determinado por de
Anquín: Cristo, “la fusión de lo divino y de lo humano,
el gran misterio, del Teandrismo.” p. 23.
Doce años más tarde, en 1963, en la conferencia
que dio en la ciudad de Santa Fe: “Presencia de Santo
Tomás en el pensamiento contemporáneo”, Cuad. 4, Ed.
Hostería Volante, p. 19, definirá el problema: “Entre la
concepción judía y la griega no había conciliación posi­
ble”. Este “no había” — joh pretérito melancólico!—
nos remite indudablemente al monólogo continuado que
el pensador mantenía, en voz alta y delante de nosotros,
consigo mismo. Sin embargo, y casi inmediatamente,
agrega: “...está presente (en la teología de Santo To­
más) el deseo profundo de reconciliación del pensa­
miento griego del Ser eterno con la conciencia cristiana
de creación.” p. 20-21. Aún no está definida del todo la
posible relación entre el Ser y Dios, pero ya se van
dando los elementos que posibilitarán una respuesta de­
finitiva. En efecto, se puede observar que cambia el or­
den mismo de la antropología de los tres hombres histó­
ricos; no digamos, su contenido cuanto afirma “...todo
depende del fondo natural de cada uno. Por eso se es
como uno se despierta en la admiración.” p. 6. En las
palabras subrayadas por el mismo autor está la clave
del bóveda de toda la respuesta: lo natural es el ser, y
siendo el Ser lo natural, es la realidad primordial y pro-
tointeligible, e.d., principio de inteligibilidad de cual­
quier otra realidad. Por consiguiente, cuando el autor
dice casi inmediatamente: “La primera es la actitud ori­
ginaria del hombre griego.” p. 7, la palabra “primera”
no tiene una significación de un orden meramente tem­
poral, sino, metafísico, aunque sí podríase decir tam­
bién con significación temporal si entendiésemos, como
se ha de entender, que el tiempo no es nada más que la
medida acompasada de la misma eternidad, que es, ob­
viamente, el Ser. Así, “Quien despierta a su contorno
con alegría y sin temor, se ve en relación filial o frater­
nal con él; como una parte de él, como si hubiese des­
cubierto a si propio en el contorno.” p. 6. Esta actitud
inspira los poemas p erí physeos. La segunda, la de
quien se despierta a su contorno con temor o apenas
con desconfianza ve en él un otro al que teme o de
quien desconfía, la del judío, ha inspirado los Salmos.
Y la tercera, la del indú, inspiradora de los Upanishads,
es la de quien despierta con indiferencia, asume una ac­
titud pasiva y mira al contorno como si nada. p. 7.
En la “Introducción antropológica” que entregó a
F e r m ín Cha v e z y que éste publicara en Megafón N° 9/
10, año V, En.-Dic., 1979, Ed. Castañedas, de Anquín
logra precisar aún más su pensamiento. Allí leemos lo
siguiente: “Visto el problema desde Occidente, hay por
lo menos tres manifestaciones filosófico-antropológicas,
a saber:
Io La propia del hombre griego.
2o La propia del hombre semita.
3o La propia del hombre asiático.
Puede haber otras, pero por el momento carezco de
competencia para determinarlas con suficiente preci­
sión.” p. 278. Este “por lo menos” y el “puede haber
otras” nos impiden afirmar que este esquema sea defini­
tivo en el pensador; pero no nos impide decir que actuó
de un modo decisorio en su posición, pues él mismo nos
lo dice, aunque a través de un rodeo: “Nuestro esquema,
que anticipamos al comienzo de estas reflexiones, tiene
la ambición de ser libremente inspirado y deja margen
para una elección. Por las razones que se darán y que
juzgamos discretamente válidas, discriminamos la opor­
tunidad que corresponde a cada uno de los tipos que
hemos discernido, y necesariamente reservamos una op­
ción, movidos por razones de analogía y por un senti­
miento de simpatía que no puede ni debe quedar exclui­
do de esta decisión. Buscamos razones para justificamos
y confiamos haberlas hallado, como se verá por una des­
cripción de los tres tipos históricos que hemos determi­
nado en libertad desde nuestra posición tridimensional,
que corresponde a la del nuevo mundo americano, acer­
ca de cuya absolutidad o de su novedad misma no acer­
tamos a encontrar una prueba suficiente.
Corresponde ahora determinar el perfil metafísico
de cada tipo antropológico según nuestra comprensión,
para ahondar luego un estudio somero de cada uno de
ellos. Resulta, así, el siguiente esquema:
Io El hombre “Capax eritis”.
2o El hombre “Capax De i”.
3o El hombre uCapax resignationis”.
Como se comprueba por la simple inspección de
los dos esquemas que proponemos, el "hombre capax
entis” corresponde al hombre griego; el “hombre capax
D ei” corresponde al hombre semita y con mayor pre­
cisión judío, para evitar equívocos; el “hombre capax
resignationis” corresponde al hombre asiático, y con
mayor precisión, budista, que es el más definitorio de
Asia, el máximo exponente del gran complejo asiático.”
p. 280/281.
Como se puede fácilmente apreciar ha desapareci­
do el originario “hombre cristiano” y como ni siquiera
se pregunta ahora por la posible relación entre el hom­
bre “capax entis” y el “capax Dei” suponemos con mu­
cho de fundamento que la cuestión estaba ya casi deci­
dida en la conciencia de de Anquin. Pero, lo que en
este momento nos interesa hace referencia al orden den­
tro del cual planteó el problema, según lo hemos visto
en la Primera Parte de este trabajo. Si se parte del hom­
bre “capax entis”, es decir, de la filosofía, y con mayor
precisión, de la metafísica, nunca se puede lograr una
relación con un hombre “capax D ei”. Esta imposibili­
dad llevará necesariamente al filósofo, como en este
caso lo llevó a de Anquin, a encontrar en esta capaci­
dad de Ser la explicación de esa falta de relación con
esa otra capacidad de Dios.
Volviendo ahora a lo que estamos comenzando a
desarrollar en esta Segunda Parte, corresponde en pri­
mer lugar que nos preguntemos ¿Qué significa “capax
entis”? Traducido textualmente significa “capacidad de
ente” o, también, “capacidad del ente” según sea un
genitivo objetivo o subjetivo el que prime en la tra­
ducción. Sin embargo ninguna de las dos versiones
logran expresar lo que se quiere significar con la expre­
sión latina. Si preguntamos de otra manera quizá apa­
rezca lo que queremos mostrar: ¿Cuál es la capacidad
del ente? Obviamente, su capacidad es Ser. El Ser es el
lleno del ente. Y este, el ente, plenitud de Ser. Estamos
de lleno en la cuestión de la metafísica como la enten­
día Nimio de Anquin. Demoremos nuestros pasos en
ella. Andaremos por “Ser, nada y creación en la Edad
Media” de Ente y Ser, p. 153/202; “Las cuatro instan­
cias filosóficas del hombre actual” ARKHÉ, Córdoba,
1965, p. 3/22 y, por fin, De las dos inhabitaciones en el
hombre, p. 7/62, sin citas entorpecedoras para nuestro
andar, puesto que estos tres trabajos de Nimio de An-
quín constituyen una misma meditación sobre el enig­
ma del Ser y el misterio de Dios. A propósito de Notas,
nos parece que el propio filósofo ha sido víctima de jui­
cios equivocados respecto de sus permanentes notas
eruditas en casi todos sus ensayos, notas que constitu­
yen un seguro magisterio en este preciso sentido: ellas
indican a las claras que los juicios emitidos sin su debi­
da confrontación resultan a lo largo de la vida prejui­
cios que imposibilitan entender la cuestión que el filó­
sofo pretende plantear y resolver.
De Anquín se sitúa en el centro y desde él plantea
y resuelve. Dice: El Ser. Desde allí saca la línea y tira:
Hay Ser. Entonces gira y dice: Solamente hay Ser. Vol­
viendo se cierra en el centro: El Ser es la razón de ser.
Es el corazón de la verdad totalmente redonda que le
contaba la diosa a Parménides. Nada ha cambiado ni
nada cambiará más acá o más allá de esta afirmación.
Son puntos inconmovibles a través de los siglos, inclu­
yentes de todo el pensar griego y del futuro pensar oc­
cidental. Des-cubrimiento del Ser, originario y primiti­
vo, necesario e irreductible, aunque predicado en sus
múltiples apariencias. Siempre que el Ser se dice de di­
versos y múltiples modos se lo dice por referencia a un
solo principio, al uno y a una cierta naturaleza. Decir
Arkhé, en y physis es decir el Ser, el cual es el Princi-
pium , el Uno, la Naturaleza. La univocidad rige las
m últiples apariencias. Siempre que el Ser rige, es la
univocidad la que impera. La analogía pretende salvar
una distancia que siendo infinita se vuelve irreductible
y ontológicamente equívoca. Todo, en efecto, es de una
misma naturaleza porque el Ser es todo. Y Todo es el
Ser. Porque no hay más que Ser. El. Ser es todo y es
solo. La escuela de Elea es la más importante de todas
por ser la descubridora del Ser, y que haya Ser es el
acontecimiento frente al cual todos los demás, sin ex­
cepción, empalidecen. El entusiasmo crece a medida
que el filósofo avanza. Se trata de una revelación; de
una buena nueva; de un evangelio. Así dice que el Perl
Physeos de Parménides “es como un evangelio filosófi­
co” De las dos inhabitaciones en el hombre, p. 42. Este
adjetivo “filosófico” nos dice a las claras de la enverga­
dura consciente de su propia afirmación que hay segu­
ramente en lo afirmado por el filósofo.
Sigamos. Este Ser tiene sus propias características
que el filósofo denomina los primeros trascendentales
del Ser. Ellos son; 1. Inteligibilidad, 2. Necesidad, 3.
Verdad y 4. Unidad.
Si la inteligibilidad es protointeligibilidad la inte­
ligibilidad será necesariamente la primera característica
del Ser. Es lo que hemos querido expresar en la larga
introducción al presente trabajo, aunque, obviamente,
cuando allí hablamos de la cuestión de la metafísica in­
tentamos ensayar una inteligibilidad distinta a la deter­
minada aquí por Nimio de Anquín. Pero que decir ser
sea significar inteligibilidad ningún metafísico lo pon­
drá jamás en dudas. Ahora bien, si es protointeligible el
Ser se presupondrá en toda demostración. Pero, enton­
ces, la demostración será tautológica. Por consiguiente,
y de cualquier lado que se lo mire, el Ser es mostrable,
no, demostrable. En lo que puede aparecer como de­
mostración se va de lo mismo a lo mismo, lo cual sig­
nifica que no se va; simplemente se ve, y se ve con tal
necesidad que resulta imposible su demostración a
posteriori, por la sencilla razón de que no hay, no pue­
de haber ninguna contingencia a partir de la cual se
pretendería una demostración inductiva, sino, al revés,
todo es siempre necesario, i.e., a priori.
La necesidad será la segunda característica del Ser.
Si lo inteligible exige la necesidad de cualquiera de sus
posibles relaciones, es porque, también, la inteligencia
es lo mismo que lo inteligible, lo cual es la verdad.
Pero, entonces, la verdad no es la relación entre lo inte­
ligible y la inteligencia, es, más bien, lo mismo inteligi­
ble y es la misma inteligencia. Esto mismo es el Ser. El
Ser es lo inteligible y la inteligencia que es lo que se
dice unidad, porque siendo el Ser lo inteligible = nece­
sario = inteligencia = verdad = unidad, el Ser es uno.
Son los trascendentales del Ser. Donde hay Ser, hay in­
teligibilidad. Donde, inteligibilidad, necesidad. Donde,
necesidad, verdad. Donde, verdad, unidad. Donde, uni­
dad, Ser. Queda cerrado el círculo; mejor dicho, la esfe­
ra. La cual vista desde fuera — es imposible ver desde
fuera— o desde el centro parece quieta — “El movi­
miento circular del retomo en realidad no es movimien­
to, porque el principio coincide en él con el fin, por lo
que en cualquier parte está el comienzo y en cualquier
parte está el fin.” op. cit., p. 16— pero, hasta tanto no
se vea el centro parece inquieta. ¿Qué es lo que impide
ver el centro y desde él toda la quietud? Seguramente
que otros factores que no son ni el Ser, ni la inteligibi­
lidad, ni la necesidad, ni la verdad, ni la unidad. Ahora
bien, y esto es ya una dificultad, si el Ser es todo,
¿cómo puede haber algo distinto del Todo? Para de An-
quín lo ha habido y de gran influencia en Occidente; se
llama Dios; Dios creador; Dios creador de la nada. Im­
posible el intento de relación entre el Ser y Dios, pues
implicaría la creación, y ésta, la nada, y la nada no pue­
de ser entendida por de Anquín de ningún modo, por­
que lo único inteligible, nos dirá una y mil veces, es el
Ser. Es lo que precisaremos en la Tercera Parte. Pero
ahora, ya que estamos hablando de este asunto, quere­
mos mostrar cómo lo que parece imposible de relacio­
nar, en este caso el Ser concebido como lo concibió
Parménides, con el Dios de la Biblia puede, si se aplica
el método adecuado que desarrollamos en la Primera
Parte, intentarse su relación. Lo interesante del caso es
que fue un autor que gozó de gran simpatía por parte de
Nimio de Anquín, al menos, en los comienzos de su ju ­
venil filosofar: nos referimos a san Buenaventura y a su
librito Itinerarium mentís in Deum. De Anquín anduvo
recorriendo un tiempo este itinerario. Véase en una sim­
ple comparación textual lo que dijo Parménides y lo
que dijo este fraile del siglo XIII en el Cap. V de dicha
obra, texto, por otra parte, verificatorio de esta afirma­
ción del mismo de Anquín, cuando escribió allá en
Hamburgo, 1928, en “Nota preliminar a una filosofía de
la inteligencia”, p. 19, lo siguiente: “Toda la Edad Me­
dia, época del señorío pleno de la inteligencia que logra
afrontar los más profundos problemas, es una pugna-
ción por expresar el Ser... el primado teologal... no ad­
mite la especulación racional sino como una escala en
la ascensión de la mente hacia Dios.”, agregando ape­
nas más adelante esta, para nosotros, preciosa frase: “el
filósofo medieval era necesariamente teólogo.”
La coincidencia de Nimio de Anquín con san Bue­
naventura, y la de ambos con Parménides parece un he­
cho. Veámoslo en este “Camino de la verdad”, trabajo
presentado en las Sextas Jornadas Nacionales de Filoso­
fía, Vaquerías-Valle Hermoso, Córdoba en noviembre
de 1982 y publicado por la Universidad Nacional de
Córdoba, Facultad de filosofía y humanidad, Escuela de
Filosofía, en las Actas que llevan el título: El problema
de la verdad, p. 351-356.

EL CAMINO D E LA VERDAD.

El título hace referencia al método apropiado para


plantear así co-rrectamente el problema de la verdad se­
gún Parménides y san Buenaventura. Dieciocho siglos
de diferencia, con la partición de los tiempos de por me­
dio, no impiden que la cuestión sea puesta sobre el tape­
te y, por supuesto, también, respondida. Como la sola
lectura de los fragmentos de Parménides (D.K., Die
Frag. d. Vors., 8, 1956) y del Capítulo V del Itinerarium
mentís in Deum de san Buenaventura (Obras San Bue­
naventurat, 3a ed. bilingüe, BAC., Madrid, 1968: se cita
el cap., el parágr. y la pág.) produce la sensación de es­
tar contemplando simultáneamente dos pinturas super­
puestas hasta el límite extraño de no poder distinguir
cuál de los dos cuadros es el soñado y cuál, el visto, es
por lo que nos resulta particularmente oportuna la oca­
sión para la breve presentación de los mismos.
Parménides, el afortunado del Derecho y la Justi­
cia, el mortal que ve, es guiado por doncellas al famo­
so y ancho camino que, atravesando todas las ciudades,
conduce desde la morada de la obscuridad nocturna ha­
cia la puerta de la luz diurna. La Diosa, al recibir afec­
tuosamente al joven compañero de inmortales conduc­
tores, le dice que el camino que lo instala en el corazón
imperturbable de la Verdad bien redonda no es un ca­
mino humano, pues la verdadera creencia no es, eviden­
temente, una opinión de los mortales.
Es éste el resumen de lo que suele denominarse el
Proemio de los versos atribuidos a Parménides.
Luego aparece muy claramente la metodología que
se aplicará, destacándose tres posibilidades:
El Ser.
El no-Ser.
El Ser y el no-Ser.
Como el camino del no-Ser es intransitable, pues
siendo éste impensable e inexpresable porque de ningu­
na manera es real, se descarta, también, el camino cons­
tituido por la mezcla del Ser con el no-Ser en el que
andan los mortales ignorantes, extraviados, bicéfalos,
incapaces, vacilantes, arrastrados, sordos, mudos, estu­
pefactos, sin criterio alguno, moviéndose continuamen­
te con la mirada borrosa, con el oído aturdido y trisca­
da la lengua.
Según Parménides, no parecen exagerados los abun­
dantes calificativos que aplica a quienes la indecisión de
su capacidad intelectual los hace ir y venir constante­
mente en distintas direcciones, cuando, en realidad de
verdad, un único camino queda: es.
Comienza, entonces, el fidedigno discurso y pensa­
miento sobre la Verdad. Ya que del Ser se trata siem­
pre, es necesario decir y pensar que lo que es, es. No
habiendo, en efecto, partes que se dispersen, ni tampo­
co, partes que deban ser reunidas, da igual por donde
comience pues lo mismo es el pensar y el Ser.
La deducción que sigue nos muestra la claridad y
la evidencia con las que Parménides vio el Ser: ingéni­
to; imperecedero; completo; imperturbable; sin fin, es
todo a la vez; uno; continuo; sin momento en el cual no
haya sido y, también, será; ni ha nacido ni, tampoco,
nada nacerá a su lado; indestructible; ni está dividido;
no es más ni menos; es un lleno de Ser; inmóvil sin
comienzo ni fin; lo mismo permanece en lo mismo
asentado firmemente en sí mismo; no es infinito, i.e., es
acabado y perfecto como la masa de una esfera total­
mente redonda igual en fuerza a partir del centro por
todas partes; homogéneo; inviolable, i.e., sin dentro ni
fuera, de modo tal que es igual en todas direcciones y
alcanza de igual manera sus propios límites.
Se cierra el discurso y pensamiento sobre la Ver­
dad del Ser. Lo que luego viene es ya un orden engaño­
so de palabras que expresan las opiniones mortales y
dentro del cual, tampoco, nadie, ni nada lo ha de supe­
rar, aunque ya se sabe que nadie, ni nada, supera a na­
die, ni a nada, fuera de la Verdad, según ha quedado
firmemente establecido por las poderosas cadenas en­
volvente del Hado y de la Necesidad.
Hasta aquí Parménides.

San Buenaventura proporciona un itinerario com­


pletamente detallado para el amigo (VII, 5, 533) que,
purificado por la justicia (I, 6, 422), desea ingresar en
la Verdad divina (I, 2, 480). Sólo indicaremos algunos
de estos detalles y una de las etapas del camino que
conduce de las tinieblas a la admirable luz divina (II,
13, 499), a través de la única puerta que es necesario
franquear para disfrutar de la Verdad (IV, 2, 510). Es la
caminata de tres días, alejada de todas las cosas, en el
desierto (I, 3, 480) y elevada, luego, a seis iluminacio­
nes entre alas de serafines y querubines.
Hasta aquí esta pequeña introducción al Capítulo V
del Itinerarium, el cual es una consideración de uno de
los dos modos que versan sobre Dios: el que fijando la
vista en el mismo Ser, ve y dice que el Ser es el primer
nombre de Dios.
Muy claramente es, también en este caso, expuesta
la metodología. Son consideradas tres posibilidades:
El Ser.
La nada.
El ser particular-universal.
El Ser pone en total fuga a la nada y la nada, al
Ser. Supuesta la nada, nada habría de ser. Pero, la nada
se entiende como no-Ser, i.e., privación del Ser. Por
consiguiente, es por referencia siempre al Ser que pode­
mos pensar y hablar, incluso de ser en potencia y de ser
en acto. Este Ser puro es lo primero que entiende el en­
tendimiento, y es el Ser divino. Vista la necesidad de
afirmar, en primer lugar, el Ser divino, queda en fuga la
nada, pero, no quedan excluidos los seres particulares,
aunque este camino, destaca san Buenaventura, pone en
evidencia la extraña ceguera del entendimiento que,
acostumbrado a la obscura multiplicidad de los seres,
parécele no ver nada cuando intuye la misma luz del
sumo Ser.
Comienza ahora una atenta deducción de los esen­
ciales de este Ser que pone de manifiesto la deslum­
brante claridad con la que san Buenaventura vio el
Solo-Dios-Ser-Uno. Siempre aparecen como giros que
buscan reconcentrar, más y más, los seis esenciales di­
vinos. Nosotros, abreviando, los señalaremos en un solo
lugar, por vez.
1. Porque no viene de la nada, ni, de otro ser,
considéreselo como se lo considere, siempre es
Primero y Ultimo, es el Principio y la Consu­
mación, el Alfa y la Omega, Origen de todas
las cosas y Fin que las perfecciona.
2. Sin principio ni fin, es Eterno y siempre Pre­
sente, no deriva de otro, ni deja de ser lo que
es, ni se degrada de uno en otro, no teniendo
pasado ni futuro envuelve y compenetra todas
las duraciones.
3. Sin aleaciones, es Simplicísimo y Máximo en
poder que, por estar reconcentrado, es Infinito,
estando todo dentro y todo fuera de todas ,las
cosas, siendo, por ello, “la esfera inteligible
cuyo centro está en todas partes y en ninguna
su circunferencia.”
4. Sin ninguna posibilidad, es lo más Actual y to­
talmente Inmutable, no necesita de novedades,
ni pierde lo adquirido, no pudiendo cambiar, es
el punto fijo que mueve el universo.
5. No faltándole nada, es Perfectísimo, no pudien­
do pensarse nada mejor, más noble, más digno
ni mayor más allá de El mismo pues, siendo
Inmenso, está dentro de todo, pero, no inclui­
do; fuera de todo, pero, no excluido; sobre to­
das las cosas, pero, no levantado; debajo de
ellas, pero, no aplastado.
6. No teniendo nada múltiple, es sumamente Uno;
Principio universal de cualquier multiplicidad y
la Causa universal que todo lo realiza, lo mo­
dela y perfecciona, pero, no es la esencia de
todas las cosas sino, la Causa superexce-
lentísima, universalísima y más que suficiente
de todas las esencias; siendo todo en todas las
cosas, es la Unidad simplicísima todo poder
que puede todo, la Verdad serenísima todo mo­
delo que sabe todo, la Bondad sincerísima pura
comunicación que todo lo relaciona.
Hasta aquí san Buenaventura.
He aquí el camino de la Verdad que proponen Par-
ménides y san Buenaventura. No hemos de afirmar aho­
ra que sean hoy el mismo camino, o, más bien, caminos
opuestos; que, quizás, sean paralelos, o, más bien, con­
tinuación uno del otro; que, tal vez, sólo se crucen o,
mejor aún, que no tengan un solo punto en común. Lo
que no podemos asegurar, de ningún modo, es que sean
caminos de nada.
Dejando a un lado esta aproximación textual que
nosotros hicimos para que mejor se pudiese apreciar su
gran similitud, y volviendo ahora a lo que estábamos
desarrollando, veremos que la aparente coincidencia de
estos pensadores fue transitoria en el caso de Nimio de
Anquín. Pasando revista a los filósofos griegos, inclui­
dos ya dentro del hombre “capax entis”, el filósofo, no
ya más teólogo, deducirá una a una las notas constituti­
vas del Ser, las que, a medida que vayan apareciendo,
lo alejarán definitivamente del Ser-Dios, relación que,
como tendremos la ocasión de verlo, intentó hasta casi
los últimos días de su vida en un prolongado y porfiado
esfuerzo. .Esta deducción la realizará, en primer lugar,
en Ente y Ser y, luego, en De las dos inhabitaciones en
el hombre.
Veamos lo que señala en Ente y Ser. “Parménides
acuñó la fórmula exacta y definitiva de la filosofía occi­
dental, que no ha sido ni puede ser modificada nunca
más. Pero no fue totalmente una intuición, como acaso
nosotros mismos dijimos alguna vez, sino también una
deducción parcial, que tuvo antecedentes histórico-filo-
sóficos dentro de la misma escuela de Elea.” p. 169. El
modo mismo de comenzar este aparente análisis históri­
co muestra a las claras la ubicación desde donde de An-
quín ve la realidad.
La convicción de Tales será la del Ser naciente ori­
ginario; el Ser eterno y auroral.
El ápeiron de Anaximandro será identificado con
el concepto de physis o naturaleza, “principio en sí mis­
mo”, inmanente y mismificante.
“La fórmula definitiva del pensamiento occidental
está ya dada con el sistema de Parménides del Ser eter­
no, subsistente, unívocamente predicado en relación con
los Entes.” p. 180/181.
El Ser platónico será eterno como el de Parméni­
des, unívoco, sin creación de la nada.
El pensamiento de Aristóteles es el del Ser subs­
tancial, sin el mínimo vestigio de Nada. El Estagirita es
tan greco-parmenídeo como Platón mismo. La reduc­
ción de Aristóteles a Platón y de éste a Parménides es
evidente. Todo el intento de Nimio de Anquín ha sido
reducir santo Tomás de Aquino, en cuanto es una sínte­
sis de la Edad Media, a Aristóteles, tarea en la que
finalmente se declaró vencido, puesto que la equivoci-
dad de la analogía de un medieval, según de Anquín,
será imposible de relacionar con la univocidad de un
griego, aunque esta afirmación nunca la hayamos visto
escrita en lo que hemos podido comprobar, pero, sí, la
hemos podido oir de sus propios labios. En efecto, el tí­
tulo mismo De las dos inhabitaciones en el hombre,
e.d., de la inhabitación del Ser griego y del Dios cristia­
no en la conciencia del hombre, esta diciendo claramen­
te que en el año 1971, cuando el filósofo tenía ya 75
años, no estaba aún definida del todo la cuestión. Creo
que se puede hablar, sin falsa modestia, de una giganto-
maquia cristiana y, si pensamos en la Argentina, única.
En este último librito recién citado, de Anquín
hace un análisis sistemático de los filósofos griegos
prescindiendo, como es lo habitual en cualquier esco­
lástico, de la revelación que “nos enseñaron nuestros
padres cristianos, cuando nos dijeron: «tú eres una
creatura de Dios» — prescindamos digo de esa reve­
lación y nos daremos con esta comprobación funda­
mental: somos, simplemente porque somos manifesta­
ción del Ser o porque somos seres y nada más.” p. 8/
9. Oigámosle,
“El descubrimiento que debe atribuirse a Anaxi-
mandro, según mi deducción, es el de la inmensidad, o
el Ser como i n m e n s o p. 12.
Viene luego el análisis de Parménides, en quien se
produce “La «revelación» del Ser como protoprincipio.”
p. 12. Dice allí de Anquín que “La sentencia que enun­
cia este hecho único en la historia del pensamiento con­
ceptual es lapidaria, y quedará acuñada para siempre: El
Ser es, el no Ser no e s ” p. 14. Tenemos la impresión
de que cuando de Anquín escribió “lapidaria” estaba
pendiente de las otras tablas de Moisés, las de la ley,
que no son ni conceptuales, ni pensamientos, precisa­
mente, porque no son.
Su discípulo Zenón dejará establecido irrefragable­
mente la perfección de la inmovilidad del Ser eterno,
mientras que Meliso establecerá el de su unidad.
Heráclito establece la relación uno-todas las cosas
que “encaja al filósofo rebelde en el círculo del Ser y lo
substrae a la an-arquía ontològica.” p. 21.
Cuando menciona a Empédocles, de Anquín obser­
va que “La mostración del Ser sobreviene por alguna de
sus perfecciones, no por todas a la vez.” En este caso se
tratará de la eternidad y de la ingeneración del Ser.
Cuando considera el Espíritu de Anaxágoras de
Anquín precisa que “No se busca nunca una trascenden­
cia en el sentido riguroso del término, es decir, paso de
un género a otro, sino una trascendencia específica den­
tro de un género inviolable y único. No se trata de rom­
per una inmanencia constitutiva y fatal, sino de lograr
descripciones más variadas y ricas de una misma reali­
dad.” p. 24/25. Es “el Ser presente como Espíritu, como
el principio de inteligibilidad de las cosas.” p. 26.
Siguiendo esta deducción ontològica se refiere aho­
ra al complejo Leucipo-Demócrito que al establecer el
vacío, que no es la Nada semítica, posibilita “afirmar
con convicción que el Ser es también múltiple.” p. 29.
“El Ser es, pues, de acuerdo a nuestra indagación,
inmanente, inmóvil, uno, todo, eterno, ingenerado, inte­
ligible, múltiple, necesario... Platón es el receptor de
esta riqueza metafísica única... logró agregar a las per­
fecciones del Ser dos nuevas...: primeramente agregó al
Ser la belleza... La segunda perfección que Platón agre­
ga al Ser parmenídeo es la participación.” p. 29/30/32.
Y llegamos, por fin, nuevamente a Aristóteles, de
quien de Anquín ha tomado este modelo de análisis que
está llevando a cabo. Es la substancia el Ser, “pero sola­
mente vista según el criterio del más y el menos: el mí­
nimo acto es la potencia, pues no puede darse el aniqui­
lamiento de la potencia; y por ello, el proceso ontológi-
co se reduce en realidad a sólo el acto, que en su
extremo mínimo se llama potencia, y en su extremo
máximo se llama acto puro... O sea que si a la materia
no se la reduce a la nada — lo cual grecamente no es
pensable—, el proceso se extiende de una inteligibilidad
mínima a una inteligibilidad máxima o absoluta.” p. 34.
Lo que viene luego de Aristóteles es decadencia, y
“nada tendremos que ver, pues, con griegos, lo cual es
un antecedente importante para nuestro problema del
Ser parmenídeo-platónico-aristotélico.” p. 38. En efec­
to, ni el último de los grandes, Proclo, logró añadir
nada más, ya que la trinitariedad del Ser no tiene ma­
yor validez.
Hemos recorrido un camino que en sus diversas
etapas nos muestra a las claras qué entendía de Anquín
cuando pensaba y hablaba del Ser. En efecto, hemos
establecido los tres hombres históricos; hemos resumido
lo que dijó Parménides, prototipo del “capax entis” de­
terminado por el filósofo y hemos visto las principales
características que algunos filósofos griegos dedujeron
de su manera de ver la realidad. Es la relación Ente y
Ser la que está presente en todas estas consideraciones.
Siendo el ente de la misma naturaleza que el ser, es una
manifestación suya necesaria. Si es necesaria la relación
es tautológica: da lo mismo decir ente que decir Ser.
Esto resulta claro. Pero, ¿da lo mismo decir Ser que
decir ente? Nos parece que de Anquín ha escrito el títu­
lo Ente y Ser pensando en el subtítulo: Perspectivas
para una filosofía del Ser naci-ente. Pero, ¿se puede, en
rigor, hablar de un Ser naci-ente? Si el Ser es, ¿nacerá
algo a su lado? Evidentemente que de Anquín quiere
con esto indicar que el Ser es, para nosotros los ameri­
canos, auroral, virginal con, apenas, un vagido por voz
y logos. Por eso le llama ente: y ente no es algo distin­
to del Ser según el filósofo. Es un pensar que apenas
balbucea el Ser. Pero, ¿cómo se puede hablar de balbu­
cear? Si el filósofo balbucea el Ser es porque su trans­
lúcida claridad está opacada, y, por consiguiente, la
misma inteligencia, obnubilada. Según de Anquín la in­
teligencia del hombre occidental está obnubilada por
2.000 años de cristianismo creacionista. Es por eso que
el hombre parece ver el Ser, pero, no lo ve del todo;
parece sacar las consecuencias que se siguen de esa vi­
sión, pero, no las saca del todo. El bagaje del cristianis­
mo es todo un parque completo, aún. Más, el catolicis­
mo dentro del cual nació, luchó, vivió y murió Nimio
de Anquín así cumpliendo en sí mismo ajustadamente
con los acordes de Fierro: “de aquel que en duros tor­
mentos / nace, crece, vive y muere.” Más, la escolásti­
ca tom ista-de la cual fue indudablemente una figura
destacada. Por más que pensó, y pensar es Ser, no pudo
de Anquín dejar de ser lo que era: un hombre, a la vez,
capax Dei y capax entis. Hemos visto en la Primera
Parte cómo su razón no coincidía con su fe, y, sin em­
bargo, cómo mantuvo esa misma fe. Hemos visto ahora
su noción de Ser encerrada dentro de una univocidad tal
que resulta totalmente excluyente del Dios de la Biblia.
Veremos ahora cómo entiende de Anquín lo que cree
por su fe y lo que sabe por la filosofía. Lo que cree lo
cree cualquier creyente de la revelación bíblica: que
Dios es el creador de todo. Lo que sabe lo sabe cual­
quiera que entienda su noción de Ser: El Ser es increa­
do. Y bien, ¿Qué hará el filósofo?

III

L a C r e a c ió n de la N ada

Hay una frase en “Los griegos y el problema de la


demostración de la existencia de Dios”, publicada en
Revista de Humanidades, Córdoba, Argentina, 1971, p.
33, que dice así: “ ...porque lo fundamental para una
idea de Dios, no es que sea móvil o inmóvil sino que
sea creador o que tenga la posibilidad de serlo, y de
esto no hay —no podía haberlo como no fuese por ac­
cidente— ni rastro en Jenófanes, ni en ninguno de los
filósofos griegos de todos los tiempos, cuyo problema
fue siempre el Ser inteligible.” No nos parece que co­
metamos una exageración si afirmamos que en esta fra­
se está compendiado todo el esfuerzo de toda la vida
filosófica de Nimio de Anquín. Obviamente, que sea
móvil o inmóvil la idea de Dios no es el problema; los
procesos trinitarios bastan para confirmar esto; pero,
además, porque este problema es también el problema
del Ser, aunque ya hemos visto que, siendo el movi­
miento circular, el movimiento del Ser no es movimien­
to lineal, es decir, es un movimiento que no tiene prin­
cipio ni fin, y al no tenerlo no se ve cómo se pueda ha­
blar de un cambio real; más bien debiera decirse que el
cambio es aparente, en el sentido de que aparece como
si comenzara y aparece como si terminara, cuando en
realidad de verdad nunca comenzó y nunca terminará,
porque esa impresión no es nada más que la impresión
que nos da el tiempo, pero, éste no es sino la imagen
móvil de la eternidad inmóvil. Y el Ser inteligible es
eterno; eterno en el sentido de necesario; necesariamen­
te el Ser es. Por consiguiente, el Ser es increado, h.e.,
excluye la idea, mejor dicho, el principio de creación
que resulta totalmente extraño a la razón iluminada por
la inteligibilidad del Ser.
Dios creador y Ser inteligible se excluyen. La crea-
tura y el ente, también. Porque la creatura es creatura
de un Dios creador y el ente es el ente del Ser. Si, por
otra parte, el ente naturalmente es ente del Ser, el hecho
que el ente se vuelva o pueda ser llamado creatura es
un accidente, algo que le ocurrió al ente, algo de otra-
naturaleza, de una sobre-naturaleza, de una a-naturale-
za, de cualquier modo que se lo denomine la creaturei-
dad proviene de algo que no es natural. ¿Cómo
determinarlo si no es natural? Natural quiere decir
siempre Ser. Ser quiere decir siempre real; así, la po­
tencia es real, siempre real; por ejemplo, la materia. La
posibilidad es otra cosa; es, en efecto, lo opuesto a lo
necesario; y, si lo necesario es el Ser, lo opuesto a lo
necesario será lo opuesto al Ser. Lo opuesto al Ser es la
nada. Si el Ser es inteligible y protointeligible, su
opuesto, la nada será ininteligible y protoininteligible.
La creación de la nada será necesariamente ininteligi­
ble. Un Dios creador será, a fo rtio ri, ininteligible. La
posibilidad de una creatura, también. Toda la cuestión
está en que Dios, como lo expresa exactamente de An-
quín, sea creador o tenga posibilidad de serlo. El tema
se centra, entonces, en la creación de la nada. ¿Cómo
podremos entender la creación de la nada?
Si la posibilidad de entendimiento de cualquier
cuestión para un filósofo depende siempre de lo que él
entiende por ser, porque siendo el ser lo primero conce­
bido por la inteligencia del hombre en él se resolverán
necesariamente todos los demás conocimientos, se de­
duce que según entienda el ser, entenderá de seguro
cualquier cuestión. También ésta de la creación de la
nada. Ahora bien, si el filósofo entiende el ser del
modo como lo entendió de Anquín, como ya hemos te­
nido oportunidad de verificarlo ¿cómo entenderá cuan­
do se le habla del Ser-creado? Seguramente que enten­
derá que el Ser es creado. ¿Cómo podrá entender a
Dios sino como el Ser-creador? ¿Cómo podrá compren­
der la nada a partir de la cual, se le dice, Dios crea
todo? Y la creatura, ¿cómo entenderá la creatura?
Donde está el tema mejor desarrollado por el autor
es en el Capítulo “Ser, nada y creación en la Edad Me­
dia” del libro Ente y Ser. Ensayaremos la comprensión
de su contenido. El título ya indica por sí mismo la res­
puesta. En efecto, “En la Edad Media” ya nos está se­
ñalando que se trata de una mediación. Esta, la media­
ción, es exigida porque se ha producido una ruptura en
el Ser. Es la Nada la que ha roto la inteligibilidad cerra­
da del Ser. La Nada es la fisura del Ser. Si el Ser es
concebido sin fisura alguna, porque el Ser es, y lo que
se opone al Ser, la nada, nada es, la única manera de
entender la creación de la nada es entender que e l Ser
no es ahora increado, sino, creado. Ahora bien, ¿cómo
entender que el Ser es creado? Deberemos entender que
hay un Ser creador, Dios y un Ser creado, el ente, que
ahora se ha vuelto creatura. ¿Por qué el Ser se ha vuel­
to creador? Porque se ha vuelto omnipotente, caracterís­
tica que no aparece en ninguna de las deducciones on-
tológicas realizadas por un filósofo griego. Y, ¿Por qué
el Ser debe ser ahora omnipotente? Porque, como está
ahora dividido, escindido por la nada, trata obviamente
de eliminar de sí esa escisión, esa división, para recupe­
rar su unidad originaria. Resulta evidente que si la
Nada rompe la unidad cerrada del Ser, debe, deberá ser
tan real como lo es la realidad del Ser. De Anquín le
llama Nada-nada o, también, Nada ontològica, para di­
ferenciarla de la mera privación — lo que Aristóteles
llamó stéresis— del Ser, que en nada se opone al Ser,
ya que lo que no es ¿cómo podrá ofrecer alguna resis­
tencia a la beatitud inmutable de lo que es? Si ofrece
resistencia es porque es real; pero esta resistencia no
puede ser sino una resistencia negativa respecto de lo
que es real, de lo que es el Ser. Es la esfera de Ser que
concibió Parménides, pero, ahora con un cuño dentro
que la divide de su unidad prístina y originaria. O, si se
quiere usar otra imagen, es la línea sin principio ni fin
del Ser, de la cual emergen los entes, como emergen las
olas en el horizonte del mar, la que se ha visto ahora
quebrada, impidiendo que los entes logren su unidad
natural con su origen, el Ser.
Es entonces cuando el tiempo tiende a ser real; es
decir, a ser decisorio del propio destino. El individuo
prima sobre lo universal al pretender no sujetarse al
destino del Ser, sino de sí mismo. La multiplicidad des­
truye la unidad de la realidad. La parte adquiere mayor
importancia que el Todo. La libertad despótica destruye
todo orden porque inaugura el caos. Estamos en el rei­
no de la creatura. Pero, no nos adelantemos. Decíamos
que el Ser tiende a ser creador. Crear es crear creaturas;
pero, la creatura no es el ente. Este emergía espontánea­
mente del Ser para volver a él naturalmente. La creatu­
ra sale del Ser y de la Nada; es decir, no es sólo Ser
como el ente, sino que está compuesta de Nada y de
Ser. Entonces, en la proporción en que el Ser-Dios, el
Ser flanqueado por ía Nada, crea creaturas, en esa mis­
ma proporción abre más la brecha de la Nada que pre­
tendía con la creación cerrar. La Nada se vuelve un
Anteo invencible; la creatura, una realidad contradicto­
ria; Dios; un Ser ininteligible. El Ser-Dios no puede ser
entendido como Ser-Dios, ya que se sigue concibiendo
la realidad del Ser como el Ser de Parménides y con la
misma necesidad que la del eléata. ¿Qué es la omnipo­
tencia del Ser-Dios sino la misma necesidad del Ser?
¿Dónde queda la libertad del acto creador y la relación
meramente lógica de la unidad con la multiplicidad
creada? ¿Cómo juzgar de la contradicción, sea de la
creatura como del creador, sin el Ser? Y, finalmente,
¿Cómo entender ahora las siguientes afirmaciones: el
Ser es ahora el Ser amenazado; hay Ser y Nada; no hay
solamente Ser; el Ser y la Nada son la razón de Ser? Si
el Ser no puede ser amenazado por nada; si no se pue­
de hablar de que haya nada; si no puede haber otra cosa
distinta del Ser y si no hay otra razón que el Ser, ¿de
qué estamos hablando cuando hablamos de la creación
de la nada? Obviamente que no hablamos de nada. Para
que haya dia-logos, se requiere siempre hablar del Ser.
En realidad no se habla del Ser, sino que, más bien, es
el Ser el que habla. Ahora, uno se pregunta ¿Por qué el
Ser habla? Mejor dicho, ¿cómo puede uno preguntarse
por qué el Ser habla? Pareciera una pregunta sin senti­
do. En realidad de verdad pareciera que ninguna pre­
gunta sea cual fuere, tuviese sentido. ¿Cómo, tratándo­
se del Ser, puede haber enigma, puede haber problema?
Porque una pregunta presupone un enigma, un proble­
ma, una cuestión. Toda cuestión presupone siempre ig­
norancia. En efecto, si el Ser es protointeligibilidad,
¿cómo puede haber obscuridad, e.d., no inteligibilidad?
De Anquín dirá que se debe a ese obscurecimiento
insólito de la creación de la nada que hace que el Ser
lleve ahora una sombra negativa que lo acompaña
implacablemente, haciéndole tener conciencia de que él
no está solo en la existencia ontológica, p. 158. Pero,
entonces, la pregunta se vuelve aún más general: ¿Es
que puede, no darse, sino, siquiera, pensarse que se dé
un posible obscurecimiento? Esto resulta un verdadero
misterio. Para de Anquín Dios es un misterio porque no
hay ninguna relación entre el Ser y Dios. Para nosotros,
más bien, un Ser sin Logos es el misterio, un misterio
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La Creación de la Nada

tenebroso sin logos. Dicho de otra manera, el misterio


siempre coincide con el logos, es decir, con el Ser. Si
así no fuese, el Ser sería mudo, pues no se expresaría.
Ahora bien, si el Ser se expresa ¿qué es lo que lo im­
pulsa a manifestarse? Qué relación tenga este misterio
con Dios y la creación es un problema cuya respuesta
no pretenderemos ensayar aquí, pero que, evidentemen­
te, no será coincidente a primera vista con lo que de
Anquín ha dicho. Más bien tratemos de sacar algunas
conclusiones dentro de lo que, en general, nos hemos
propuesto en el trabajo.
La conclusión de que el Ser no coincide con Dios,
porque en tal caso el Ser tendría que ser creador y un
Ser creador es contradictorio porque su efecto, la crea-
tura, es contradictoria por estar compuesta de Ser y
Nada, lleva a la conclusión de que la filosofía no coin­
cide con la teología, porque la razón no coincide con la
fe. Esta, la teología, será llamada en muchas ocasiones
Teo-filosofía, en un intento por diferenciarla y separarla
de la filosofía. Esta, nos dice de Anquín, no tiene nada
que ver con Dios ni con ninguna Teodicea. Sin embar­
go, ¿por qué de Anquín la llama Teo-filosofía? Quizás
una frase nos clarifique el problema. “Me atrevo a decir
que toda la historia de la filosofía es la historia del es­
fuerzo constante del hombre por lograr la mostración
de Dios creador, así como lograra en la inspiración par-
menídea la mostración del Ser eterno.” p. 53 en De las
dos inhabitación en el hombre', y un poco antes, en
p. 51: “La historia de la analogía, que ya puede escri­
birse, es un esfuerzo sostenido de la teología por expli-
car la relación Dios (creador) - creatura.” Ha sido, dice,
una analogía sin participación; es decir, una equivoci-
dad sin univocidad, ya que cuando luego se intenta
incorporar la participación, siendo ésta m etafísica
como ya lo hemos visto, tiende a la univocidad y se
vuelve, por consiguiente, contradictoria con la analogía,
porque la participación es metafísica, no, teológica. Es,
lo recordamos, uno de los nombres del Ser establecido
por Platón.
El problema que Nimio de Anquín plantea es el si­
guiente: Si la multiplicidad es creada de la nada por la
unidad, la relación entre la multiplicidad y la unidad
será necesaria, pero, no, inversamente; la relación de la
unidad a la multiplicidad será lógica, no, real; es decir,
será una relación libre; en efecto, la manifestación de la
multiplicidad a partir de la unidad será libre, no, nece­
saria. La dificultad, entonces, será comprender una rela­
ción que no es una relación real. Esto por el lado de la
relación creatura-creador que de Anquín entiende en
este caso de la manera como se la ha entendido ya clá­
sicamente, pero por el otro lado, por el de la relación
entre el ente y el Ser, de Anquín dirá que, de donde se
lo mire, la relación será real, ya sea del ente al Ser,
como, del Ser al ente. Ahora bien, si el Ser expresa la
unidad y el ente, la multiplicidad, ¿qué consistencia
tendrá el ente que deberá pagar pena y castigo por su
individuación según la ley del tiempo? Si es tan breve,
hablando metafísicamente, la consistencia del ente,
¿qué relación real podrá establecer con el Ser? Tampo­
co, en este caso, se ve con claridad la relación. Intente­
mos mostrarlo de otra manera. El acceso a la unidad
puede intentarse desde la multiplicidad. Se logra, en
esta situación, una unidad creadora. Pero, si la unidad
es creadora de la nada, el paso de la unidad a la
multiplicidad no es necesario, sino, libre. La dificultad
consiste en ver la relación entre la unidad-multiplicidad,
e.d., como no se ve totalmente la unidad porque no se
la es, no se puede ver, tampoco, su relación con la mul­
tiplicidad. Pero este acceso puede intentarse también
desde la misma unidad. Se sitúa el pensamiento en la
unidad y desde allí pretende descender a la. multipli­
cidad. Pero, entonces, lo que no se ve con claridad es la
multiplicidad, porque lo que en realidad sé ve no es la
real multiplicidad, sino los reflejos evanescentes de la
misma unidad. Desde cualquiera de los extremos que se
intenta ver la relación, bien sea desde la unidad, bien,
desde la multiplicidad, no se logra indudablemente una
claridad absoluta. En un caso no se ve con claridad la
unidad y en el otro, la multiplicidad.
Lo que queremos señalar es que de Anquín ha
mostrado" la dificultad llevada hasta la contradicción
que se encuentra en la creación de la nada, y por eso
mismo rechazada como inteligible, pero, no se ha arre­
drado ante la otra dificultad cuando se habla de la ma­
nifestación necesaria del Ser sin la creación. Resulta
imposible la analogía, porque lo real, todo lo que es
real, lo es por la participación necesaria del Ser.
Nos parece que ha llegado ya el momento dentro
de lo que venimos desarrollando de mostrarlo en un es­
quema:
Razón — Fe
Ser — Dios
Ente — Creatura
Inmanencia — Trascendencia
Unidad — Multiplicidad
Participación — Analogía
Univocidad — Equivocidad
Filosofía — Teología
Mostración — Demostración
Potencia — Posibilidad
Necesidad — Contingencia
Orden — Caos
Justicia — An-arquía

Con este esquema se puede leer y entender la


aparentemente confusa literatura de Nimio de Anquín,
porque, según el interés del problema planteado, el
autor relaciona un tema con otro, y, hasta que no se
logra ver la relación pertinente de dicho tema con to­
dos los otros temas, no resulta evidentemente fácil la
intelección de lo que se lee. Por ejemplo, cuando se
habla de Orden y Justicia, opuesto a Caos y An-arquía
y se los aplica también a un orden o desorden políti­
cos, no resulta muy fácilmente acertable la interpreta­
ción que se suele hacer de la concepción política de
Nimio de Anquín, por la sencilla razón de que lo que
el filósofo entiende por Orden y Justicia depende en
este caso y en todos los casos, obviamente, de lo que
él mismo entiende por Razón, Ser, Ente, Inmanencia,
Unidad, Participación, Univocidad, Filosofía, Mostra­
ción, Potencia, Necesidad, y sus opuestos que apare­
cen en la otra columna, y, como se puede fácilmente
apreciar, siendo todos temas que no pueden dilucidar­
se de un día para otro, arriesgar una interpretación
política del filósofo es arriesgarse a poner en eviden­
cia que se ignora totalmente de lo que se está hablan­
do. Nosotros no plantearemos ahora este urticante
tema, pero, hecha la observación anterior, está, cree­
mos, salvada la cuestión y entendida la afirmación de
de Anquín cuando nos habla del bien del aquende y
del bien del allende.
Cuando, en efecto, se logra relacionar la razón con
el Ser, viendo la inmanencia que significa el ente en el
Ser; la unidad entre el ente y el Ser por la participa­
ción, lo cual implica la univocidad, se ve entonces
todo el contenido de la Filosofía, m ejor dicho se
“muestra” su inteligibilidad, hasta la inteligibilidad de
la materia, que por ser el acto mínimo, es Ser, es de­
cir, perfección que expresa la necesidad de punta a
cabo, el orden y la justicia, características todas que
son siempre del aquende. Pensar y Ser es lo mismo, y
el hombre es, en tal caso, “capax entis”. En cualquier
sentido en que se recorra el camino, se está siempre
dentro del mismo camino.
Cuando, por su parte, la revelación bíblica nos ha­
bla de Dios, el hombre cambia de género, se re-genera,
se convierte por la fe en creatura. La creatura, el hom­
bre “capax D eF intenta acceder a través de la multipli­
cidad que se expresa en la analogía, superando así la
equivocidad creatura-creador, a Dios. Es la elaboración
propia de la teología que se carga con demostraciones
de la existencia de Dios a través de las posibilidades y
contingencias de las creaturas. Resulta imposible supe­
rar este caos porque, en sí mismo es an-árquico, i.é.,
sin Ser.
Nimio de Anquín ha recorrido todas las relaciones
entre los términos de estas dos columnas. Ha ensayado
una y otra vez su posible relación. Incansablemente. No
hay oportunidad en la que al hablar de Ser, no nos ha­
ble del Ser-Dios. Si es del ente del que se trata, nos re­
mite a la creatura. ¿Cómo decir inmanencia sin proferir
trascendencia? La participación unívoca se enfrenta con
la analogía equívoca; la filosofía, a la teología. La mos­
tración es mostración del Ser; la demostración no de­
muestra a Dios, sino que vuelve a mostrar el Ser. El
acto y la potencia excluyen la posibilidad y la contin­
gencia. En una palabra: no ha podido expresar un solo
pensamiento —no olvidemos que pensar es Ser— sin
una relación expresa a la fe creyente cristiana. Que co­
incida o no coincida lo que de Anquín pensó con la fe
cristiana de sus padres, es obviamente un problema.
Nosotros hemos visto, en la Primera Parte, por qué no
podía coincidir. En la Segunda y Tercera Parte hemos,
creemos, mostrado por qué no coincidía su metafísica
con su Dios. Pero, la cuestión es siempre, más allá de
cualquier coincidencia o no coincidencia, que de An­
quín, cuando habla y cuando escribe, plantea una y otra
vez el problema. En su propia terminología: plantea el
enigma y el misterio. Enigma es el del Ser. Misterio, el
de Dios.
Perifonía
No hemos encontrado mejores palabras para finali­
zar las nuestras prosaicas que las redondas letras de
nuestro amigo, el poeta Daniel Vera, Perífrasis Grie­
gas, en este soneto en memoria de

NIMIO DE ANQUÍN (1896 - 1979)

“Pensaste lo más hondo. Nada más.


¿Qué más incumbe al hombre por ser hombre?
¿Qué, después de buscar el quieto nombre
de la Esfera sin siempre ni jam ás?
¿Qué, más que la razón de las razones
—razón de ser del astro y de la rosa—
la razón que ilumina cada cosa
cuando el hombre despoja sus visiones?
tal fu e señalado tu destino,
tu tiempo, tu vigilia, tu esperanza,
tu labor, tu fatiga, tu templanza,
tu ¡palabra, tu amor y tu camino,
y así, sin más, tu vida se ha cumplido
como un Enigma pleno de sentido. "

Córdoba de la Nueva Andalucía, 16.mayo.1989.


ÍNDICE

PRO-LOGOS..................................................................................... 11
Los filó s o fo s ............................................................................... 14
¿Quién es filó s o fo ? ......................................................................... 19

FILOSOFÍA Y TEO-FILOSOFÍA: NIMIO DE ANQUÍN


Introducción................................................................................ 27

P ensar y S e r ........................................................................................... 41
I. El modo de filosofar cristiano............................................ 44
La cuestión de un método y la filo so fía .................... 50
Filosofía vs. T eología....................................................... 69
II. Ente y S e r .............................................................................. 77
III. La Creación de la Nada..................................................... 99
Se term inó de imprimir en febrero de 2008,
en Editorial “El Copista”,
Lavalleja 47 - Of. 7, X5000KJA Córdoba,
República Argentina.
C orreos-e:
cIcopista@ arnct.com .ar
in fo@ elcop istacd itorial.com .ar
Lavalleja 47 • D plo. 7 - Cordoba - Tel/Fa* 4215449

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