Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
© Tsanya, 2022
Safe Creative:
Punto de inicio
–¡Firmes!
Todo el ejército juntó los pies y enderezó la espalda frente a la
capitana general. Las tiendas habían desaparecido y el espacio que
ocupaban los soldados era incalculable. Estaban listos. La emoción
y los nervios eran una sola cosa en el aire que los rodeaba. Iban a la
guerra. Chocarían los metales, matarían, podían morir. O podían
ganar. Dafya sentía la excitación en el viento que los despeinaba;
ella también estaba nerviosa. Por contagio, tal vez. O porque temía
morir. De cualquier manera, su corazón latía de prisa y sus
músculos vibraban como si la batalla estuviera a punto de empezar.
–¡Giren y saluden a los reyes!
El ejército entero, miles de cuerpos perfectamente sincronizados,
se dio la vuelta para mirar el castillo. Los reyes ni siquiera estaban
allí; tal vez dormían, desayunaban o hacían sus necesidades en el
baño. Pero, como si estuvieran, cada uno de ellos se inclinó en la
reverencia larga que correspondía a la familia real. La joven volvió a
erguirse cuando lo hicieron los otros y se giró, también, cuando lo
hicieron los otros, como si su cuerpo fuera un títere. La
individualidad desaparecía en medio de aquella masa y, con ella,
también la posibilidad de decidir. Había que cumplir órdenes.
–¡Podrán relajarse hasta que lleguemos al camino principal, allí
formarán filas de cinco! ¿Está claro?
–¡Sí, señora! –respondieron todos a la vez y el sonido fue tan
potente que hizo vibrar la tierra.
–¡Saben lo que pasa con los desertores! –dijo. Aunque su voz era
fuerte, había un general en la mitad de la formación que hacía eco
de sus palabras–. ¡Cualquier persona que se salga del camino, será
considerado un desertor!
Se hizo un silencio rígido mientras la mujer se acercaba a un
capitán para murmurarle algo. Todos estaban ansiosos y, en una
masa en la que el individuo no existía, la ansiedad se arrastraba
fuera de los cuerpos y flotaba en el ambiente. Durante la pausa,
nadie se movió. Soportaron la expectativa como piezas de cerámica.
–¡Andando!
La emoción le ganó a los nervios y el grupo comenzó a seguir a la
capitana. Marchaban a la guerra.
Al principio, las sensaciones continuaron contagiándose y el
ambiente se mantuvo uniforme, mientras el sonido de los pasos se
superponía al silencio. La formación se mantuvo hasta que
aparecieron los primeros árboles. Cuando las filas se rompieron y
los soldados decidieron relajarse, la unidad también se destrozó y
las voces se alzaron por sobre las pisadas. Se formaron grupos
entre los soldados, se escucharon risas. La emoción del viaje se
volvió ruido.
Dafya fue apartándose de los grupos y las conversaciones que,
de cualquier modo, también la rechazaban. La sensación de
pertenecer a un todo se rompió y volvió a quedarse sola. Perdida en
su propio silencio, se dedicó a mirar. Conocía muy pocos rostros;
reparó en Tien, que conversaba efusivamente con su grupo, y en la
princesa, lejos, con el cabello ceniza como estandarte. Suspiró.
Caminaron durante toda la mañana. Se alejaron de los árboles
hacia una zona de colinas y la joven se quedó sin mucho que mirar;
solo había pasto y cielo. Las nubes tapaban y destapaban el sol y
dejaban asomar trozos celestes, pero se movían muy despacio. Se
aburrió de verlas después de la primera hora.
Disimuladamente, hizo bailar el viento durante el camino. Las
ráfagas compartieron con ella fragmentos de alguna oración, olores,
y la hicieron sentir un poco menos sola.
A media tarde, creció una mancha a un costado de las colinas.
Habían caminado durante horas y la velocidad había empezado a
disminuir, al igual que las risas y las voces. A lo lejos, divisaron el
primer pueblo; la capitana anunció que acamparían.
A medida que se acercaban, la joven empezó a distinguir una
mancha de otra y su cerebro comprendió las formas de los edificios
a pesar de la distancia. Las casas estaban amontonadas de forma
irregular, pero el centro parecía organizado alrededor de un espacio
verde. Se preguntó cómo sería caminar por esas calles.
Se preguntó si alguna vez había caminado por esas calles.
Mientras se sumergía en su propia imaginación y pensaba en el
pueblo, la visión de sus ojos comenzó a nublarse y su entorno, por
un momento, cambió. Lo vio todo desde cerca. Calles borrosas,
edificios, mucha gente. Creyó que era un recuerdo y se aferró a las
imágenes, pero algo la expulsó. Como si una fuerza extraña no la
quisiera allí, la joven regresó a la realidad en el momento justo en
que se tropezaba con otra persona.
La princesa se giró y los ojos de hielo se clavaron en Dafya como
un insulto silencioso. Varios se giraron a mirar. Incómoda, hizo un
gesto fugaz como toda disculpa y se atrasó para alejarse de ella.
Rebuscó en su memoria lo que acababa de ver y, obediente, su
consciencia se transportó a un pueblo idéntico al que se extendía
junto a la marcha de soldados. Pero las imágenes no salían de su
memoria. Cuando vio a Vastak y comprendió que se había perdido
en él una vez más, intentó salir y no pudo. Como si el vínculo fuera
una telaraña, cuanto más intentaba irse más nítido se veía el
pueblo, el edificio alto de piedra oscura, la calle silenciosa.
Él no la vio. Estaba de pie frente a una puerta, bajo la sombra de
una torre muy alta. Golpeó la madera dos veces y esperó hasta que
alguien, desde adentro, le indicó que podía pasar.
Mientras la puerta se abría con un crujido sutil, la joven se perdió
entre ambas imágenes. Vio el ejército, vio un espacio en
penumbras; árboles rojos, una figura envuelta en blanco; tierra bajo
sus pies, mármol bajo los pies del vaxer.
Mareada, dejó de caminar. La capa negra se movió en la
penumbra mientras él se acercaba a la única persona que había en
aquellas sombras. Frente a las estatuas y los ídolos de cera, una
mujer rezaba. De su vestido se desprendía el velo que le cubría el
rostro; aun sentada, parecía ella misma una estatua de alguna diosa
muerta.
La figura se puso de pie mientras el vaxer se ponía de rodillas,
con un movimiento frío. La capa se frunció sobre el mármol, los
hombros se inclinaron hacia delante, los ojos se clavaron en el piso
en una reverencia antigua. Los dos cuerpos, negro y blanco, se
recortaron contra el altar como en una pintura religiosa.
–El ejército está listo –dijo él, y su tono de voz, usualmente
impasible, vibró de forma extraña–. Tenemos que seguir
moviéndonos, Majestad.
La mujer se desprendió del velo y dejó que la penumbra mostrara
su rostro. Habría sido más hermosa que un ícono en su juventud, y
todavía conservaba su belleza a pesar del tiempo. Sonreía con la
misma luz con la que, probablemente, sonreían los dioses.
–¿Cuándo creciste tanto? –murmuró y, aun así, su voz atravesó el
silencio para ocupar cada porción del edificio–. Ya no me llamas
mamá.
Vastak se incorporó, despacio. En sus ojos brillaba la duda.
–Me gustaba que lo hicieras –continuó, con un tono dulce que
cautivaba–. ¿Ya no soy como una madre para ti?
Dafya sintió que su propio cuerpo se tensaba por contagio.
Cuando él abrió la boca para contestar, la imagen se partió y ella
regresó al camino con un golpe brusco. Alguien se tropezó con el
impacto y, en cadena, un grupo de seis o siete personas sufrió el
empujón. Las maldiciones flotaron en el aire. Sus compañeros la
apuñalaron con los ojos. El joven que se había tropezado se puso
de pie y se acercó, tan de prisa, con tanta rabia, que ella no atinó a
moverse. Tien la sujetó de la camisa.
–Lo haces a propósito –dijo, escupiendo las palabras desde una
mueca furiosa.
–Me tropecé.
Observó por instinto el puño comprimido del soldado. Vibraba.
–¿Crees que ser un vaxer te da derecho a cualquier cosa?
Todo el grupo se rezagó para mirar, mientras los desconocidos
continuaban marchando y sacudían la cabeza con desaprobación.
Todos los ojos que se clavaban en ella eran hostiles. Dafya sintió el
odio en la piel, pero fue incapaz de devolverlo; su mente continuaba
distraída y sus pensamientos se habían quedado en Vastak. Y en la
reina.
La reina impostora.
Miró a Tien a los ojos, y la rabia en sus pupilas la aturdió.
–¿Qué? –dijo, enfadado, esperando una respuesta que no
aparecía–. ¿Vas a hacerme volar por los aires?
Le sostuvo la mirada y, despacio, sin saber muy bien qué estaba
haciendo, rodeó su muñeca con los dedos; el gesto tranquilo,
pacífico, lo desconcertó. La mano que se aferraba a su camisa
perdió fuerzas.
–Lo siento –dijo, y las palabras que no había esperado decir le
parecieron de pronto muy fáciles–. Por lastimarte.
La rabia en los ojos del soldado se volvió confusa, la sorpresa lo
desestabilizó. Los dedos que se enterraban en su camisa
comenzaron a desenredarse, aturdidos, y el ímpetu belicoso se
desmoronó sin que él pudiera sostenerlo. Tien le sostuvo la mirada,
sin saber qué hacer. El aire a su alrededor se volvió confuso.
–¿Qué diablos hacen?
La voz del capitán los sobresaltó y el soldado aprovechó para
soltarla. El grupo perdió el interés, los cuerpos se dispersaron; el
desconcierto duró algunos segundos. Luego, regresaron las
conversaciones y la joven fue olvidada. El capitán los vigiló el resto
del camino, hasta que el sonido de un cuerno les indicó que debían
detener la marcha.
El ejército se ordenó enseguida y escuchó las indicaciones de la
capitana general. Habían llegado al primer pueblo antes de lo
previsto. Se detendrían allí, aunque aún hubiera luz de sol, para
recargar provisiones. No desplegarían las tiendas. Dormirían a la
intemperie cada vez que lo permitiera el clima.
Dafya apenas escuchó su voz, o la voz que hacía eco de sus
palabras. Se había distraído observando el pueblo y, desde la altura
de la colina que ellos manchaban de rojo, estudiaba un edificio en
particular.
Una torre alta. De piedra oscura.
La aldea
–¡Dafya!
La voz llegó desde lejos, las llamas habían desaparecido.
Quedaba su cuerpo para escuchar, pero su mente se perdió en otro
lado. Sentía el bosque, el viento, a él, pero las imágenes que veía
estaban más allá del mundo. Eran recuerdos.
Uno tras otro, como flechas en el cráneo, imposibles de procesar
a la vez. Fue una larga historia que su mente contó de manera
desordenada, brusca, implacable, como si se dijera a sí misma:
<<mi nombre es Dafya y vengo de un lugar lejano>>. En pocos
segundos. Porque la memoria es la narradora más veloz y no
necesita orden ni lenguaje; se expande como luz y lo abarca todo.
Se vio a sí misma jugando con los pastizales y corriendo con las
ráfagas de viento. No vio su rostro, pero escuchó el sonido de su
risa y percibió la felicidad en los dientes. Había sido una niña
pequeña, una vez, había nacido para correr con el viento. Vio a su
papá alzándola en brazos, lo vio sosteniendo a su hermana, lo vio
muriendo de hambre.
Vivience, su hermana menor. El cabello rubio de su abuela
muerta, las manitos, el llanto fácil. La recordó con tanta nitidez como
si la hubiera visto el día anterior. Con cinco años, con diez, con
quince. Las discusiones, las luchas por juguetes o comida, pero
también la sonrisa cuando Dafya hacía bailar el viento para ella.
Vio la casa en el campo. La aldea. Las calles enfangadas, el
mercado, el viento… Su madre la había golpeado por manipular el
aire frente a los demás. La había golpeado muy fuerte. Y ella, como
respuesta, había hecho un berrinche de ráfagas.
Poco después, los golpes en la puerta. Los recordó y volvió a
sentirlos en el pecho como si el corazón fuera el responsable de las
memorias. Las botas habían dejado huellas de barro. El estandarte,
la violencia, el fuego.
Apenas escuchó la voz de Vastak mientras la escena se repetía
en su cabeza, mientras sus ojos se abrían y solo el miedo (el horror)
le impedía retroceder. No lo vio, porque sus ojos estaban
desconectados de su mente. No sintió el aire que se arremolinaba
de formas imposibles. Se sumergió en el pasado hasta olvidar el
presente por completo.
Los habían invitado a entrar. A los soldados, los sargentos, lo que
fueran aquellas diez personas que se sentaron en la sala mientras
Vivience les servía agua a todos. Habían ofrecido un trato para
reclutarla, habían sido tan amables que la joven había llegado a
creer que podía decir que no.
<<Un vaxer que no lucha para nuestro ejército, es un vaxer que
puede luchar para el enemigo>>.
Les había pedido por favor que no las lastimaran, pero su madre
se había negado a dejarla ir. <<La guerra ya mató a mi marido de
hambre>>. Las palabras resonaron en su mente y, aunque las
imágenes se desordenaban y superponían, las voces sonaban como
estruendos claros. <<No dejaré que también mate a mi hija>>.
La habían arrastrado, con sus botas y sus estandartes rojos,
mientras echaban fuego a todo lo que no podían llevarse. A la casa
entera.
–Dafya…
Los recuerdos se mezclaron con la realidad, la silueta que estaba
frente a ella se mezcló con el fuego y con los hombres que la
arrastraban. Su voz se ahogó bajo los gritos de su familia. Dio un
paso atrás, temblando, y, cuando su espalda impactó con un tronco,
se sobresaltó. El viento sacudió las hojas de los árboles y sus ojos
confundidos vieron un bosque en llamas. La rabia se mezcló con el
terror, todo lo que había estado conteniendo estalló en pedazos y le
robó el juicio. Se aferró al tronco.
Lo vio avanzar, pero no lo reconoció ni pudo entender su mirada o
sus manos en alto; solo vio un hombre que se acercaba a ella. Y
fuego y soldados y una casa ardiendo.
Les arrebató el aire a los soldados (a él también) y corrió hacia la
cabaña en llamas (al menos, en sus recuerdos). Se metió entre
ellas, las esquivó, las ahogó como podía y buscó la fuente de los
gritos. Pero era tarde. Toda la casa olía a piel quemada. Vivience
yacía en el suelo, hecha una columna de carbón, y su madre aún
ardía.
Recordó el pánico, pero, sobre todo, recordó cómo se le había
desgarrado el pecho. Volvió a sentir una piedra filosa en la garganta,
una máquina de torturas en el corazón y los ojos llenos de lágrimas
que no caían. Los soldados entraron y volvieron a arrastrarla
mientras ella intentaba resistirse, con la mirada clavada en el cuerpo
que había dejado de soltar gritos y se deshacía.
–Dafya…
La voz ronca la arrastró hacia la realidad, pero no del todo. Vio
otra vez, pero su mente se negó a procesar lo que veía. El bosque,
el viento. El cuerpo que cayó de rodillas.
Vastak se inclinó, se aferró a su pierna mientras se asfixiaba.
Intentó reconocerlo, intentó recordarlo... Pero vio fuego cuando lo
miró a los ojos, pensó en fuego, y el pánico congeló su mente.
Incapaz de respirar, él se llevó una mano a la garganta; parecía
desorientado, tenía los ojos vidriosos y perdidos como si ya no
pudiera ver. Se aferró a ella, luchó por incorporarse a pesar de la
asfixia, la usó para trepar.
Dafya sintió su peso y se pegó más al tronco, temblando,
deseando desaparecer. Volvía a ser un animal lleno de instintos, sus
pensamientos eran torpes y sus recuerdos eran solo ideas aisladas.
Sabía… Sabía que ese hombre era como una gran llama oscura.
Que tenía el poder de derretirla, hacerla arder, matarla como habían
matado a su familia.
El pánico la llevó a asfixiarlo más, como si quitara el oxígeno del
fuego para apagarlo. Pero los dedos que rozaban su piel… No
quemaban. Ese hombre era una llama oscura que no quemaba.
¿Por qué? Si podía convertirla en fuego, ¿por qué…? En lugar de
quemar, solo se aferró a ella para incorporarse. Sin fuerzas. La
joven sintió todo su peso mientras él la aplastaba sin querer.
Mientras la abrazaba para no caerse.
<<Dafya>>.
La voz resonó en su cabeza mientras Vastak rodeaba su cintura
con una mano temblorosa y torpe. Enredó la otra en su cabello,
apoyó el mentón sobre su frente. La joven sintió el calor del cuerpo
que decía <<soy yo>> sin necesidad de palabras. Sintió el contacto
suave, a pesar de todo, que intentaba hacerla reaccionar. Que no
quemaba.
Porque esa llama oscura podía prenderla fuego. Podía matarla
para no morir y, sin embargo, no lo hacía. La abrazaba. Con menos
fuerzas a cada segundo, como un consuelo, como un mensaje,
como una manera de llegar hasta su mente y obligarla a
reconocerlo.
Después de todo, ya estaba en su mente. Una nube familiar se
impuso por encima del miedo y los recuerdos. Dafya inhaló con un
jadeo horrorizado y volvió en sí.
Lo rodeó con los brazos, asustada, mientras él respiraba una vez
más. Le fallaron las rodillas y ella se esforzó por sostenerlo. Lo
abrazó. Lo apretó contra sí, lo dejó apoyarse.
–Lo siento –dijo, mientras las lágrimas le pinchaban los ojos y
empezaban a caer. Le hablaba a Vastak, pero también a su familia.
Lo abrazó más fuerte, enterró los dedos en su espalda–. Lo siento.
Casi recuperado, él le acarició la cabeza y la atrajo hacia su
hombro. No dijo nada. Todavía respiraba con dificultad. Pero sí
correspondió a su abrazo con la misma fuerza. Su cuerpo estaba
tenso y endurecido, pero también caliente. Su suavidad y su calor le
hicieron compañía mientras lloraba.
Las lágrimas se convirtieron en sollozos y todo el bosque escuchó
rugir las ráfagas. Un rugido desgarrado, desgarrador, triste como
solo pueden sonar el viento y los sollozos. La mano en su cabello
siguió consolándola, el mentón en su coronilla la reconfortó, pero ni
una cosa ni la otra calmaron el dolor que le partía el pecho.
<<Mamá>>.
<<Vivience>>.
Las había olvidado. Había olvidado a su familia, su casa, todo lo
que había dejado atrás. No solo había sido responsable de sus
muertes, sino que también había sido tan egoísta que se había
olvidado de ellas. Las había matado otra vez, en su memoria.
<<Mamá>>.
<<Vivience>>.
Repitió esas palabras una y otra vez y cada una dolió un poco
más que la anterior, arrancó más lágrimas del pecho, como quien
arranca raíces llenas de sangre.
<<Mamá>>.
<<Vivience>>.
Les pidió perdón hasta que los ojos ardieron de tanto llorar.
Vastak no se apartó de su lado ni un momento.
El dolor, tampoco.
Continuará