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© Tsanya, 2022

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Punto de inicio

En sus sueños, las llamas eran demasiado reales.


El fuego se aferraba a la madera y se alimentaba de piel.
Se arrastraba como una serpiente de luz.
Dafya sintió el calor venenoso en todo el cuerpo. Las llamas
treparon, se reflejaron en sus pupilas, se acercaron para lamerlas.
Cuando entraron en sus ojos, la joven los abrió.
La pesadilla se convirtió en humo y la realidad la asaltó con un
golpe de imágenes y ruidos. Pero el miedo no se fue. Le mordió la
garganta con tanta fuerza que el grito se atoró y se convirtió en
temblores. Con las pupilas intactas, trémulas, tan dilatadas que
apenas había color en los ojos, se aferró a su entorno para que el
pánico no la hundiera en algún tipo de locura.
Estaba sola. Protegida en un interior desconocido, pequeño,
sobre mantas limpias. Pero la tela de las paredes parecía hecha de
sangre, el crujido del viento imitaba el crepitar del fuego, los gritos
del exterior se asemejaban demasiado a los ecos de su pesadilla.
Su visión saltó por los rincones de la tienda. Pasaban sombras
por las paredes. Porque no eran paredes. La tela dibujaba los
cuerpos que, en el exterior, corrían. Sus pasos rápidos se
escuchaban como susurros desesperados, ahogados por las voces
que gritaban órdenes o pedían ayuda y los metales que chocaban y
el viento contra la tienda y el murmullo de los árboles furiosos.
Dafya se miró los brazos y su primer instinto (su único instinto) fue
abrazarse las rodillas. La mente estaba vacía de palabras y llena de
sensaciones. Un grito desgarrado hacía eco en lo más profundo de
su subconsciente, un grito de terror, de rabia, de tristeza. Rojo,
estruendo, miedo. Paredes de tela, gritos y espadas, una mano de
sombras destrozando sus pulmones.
La mirada estaba perdida más allá de la cordura, los glóbulos
oculares temblaban desenfrenadamente. La boca entreabierta, el
sabor del pánico. No había humanidad en sus ojos.
Los alzó. Clavó la mirada en la tela y el temor se transformó en
instinto. Mientras el viento le llevaba crujidos familiares y un olor
horrible, Dafya se convirtió en un animal.
Fuego. Había fuego. Y la tienda podía arder con la misma
facilidad con la que podía arder ella misma. Sabía eso. Aun si no
sabía nada más, aun si no recordaba nada más, recordaba
perfectamente cómo… el fuego… la piel…
Se incorporó para escaparse, pero las piernas se doblaron
enseguida y la arrojaron contra las mantas. Los dedos se hundieron
en lo que encontraron, en medio de temblores, y arrugaron todo. Los
brazos la ayudaron a arrastrarse, las manos intentaron asirse a las
paredes, los puños tiraron de la tela roja en un intento por hacer
andar las piernas. Como un sudario de sangre, la tienda se
desplomó hasta encerarla en una tumba oscura.
Afuera, los gritos se volvían más horrorosos, pero menos audibles
a medida que el fuego avanzaba y el viento elevaba sus crujidos.
Las armas estaban quietas, los metales habían dejado de sonar.
Con prisas desesperadas, la joven se arrastró, sin ver. Se
desprendió de las telas e ignoró la luz que le lastimaba las pupilas.
Demasiada luz. Calor. El aroma inconfundible de los cuerpos
quemados.
Hizo un nuevo esfuerzo por ponerse en pie mientras los ojos, por
instinto, buscaban captarlo todo. Árboles. Las piernas recordaron
como extenderse. Hojas de colores. Dio un paso torpe, dos pasos.
Hojas del color del mar. Dio más pasos, las manos aferradas a los
troncos gruesos, el césped oscuro bajo los pies descalzos, la tierra
humedecida. Muchas tiendas rojas, grandes, dispersas en el
bosque. Y vio con horror los cuerpos desparramados. Cuerpos
muertos.
Las piernas funcionaban, recordaban cómo caminar y empezaron
a recordar cómo correr. Dafya corrió. Dejó de apoyarse en los
árboles, esquivó los cuerpos, pisó la sangre fría. Se movió entre los
troncos iguales sin saber a dónde ir. Evitaba el fuego, pero el fuego
parecía llegar desde todos lados. El crujido de las cosas
consumiéndose era estruendoso y, a sus espaldas, la luz rojiza
comenzaba a dejarse ver. Como una sombra alzándose para
envolverla.
Las ramas le arañaron el rostro, y las piernas golpearon troncos y
raíces, pero la joven no sintió nada.
El follaje era cada vez más denso. Intentaba apartarlo con los
brazos, intentaba correr, intentaba respirar a pesar del humo. Su
cabello espeso se enredaba con los árboles mientras sus ojos
buscaban un camino. O un cuerpo con vida.
Cuando intuyó que el resplandor también se acercaba desde el
frente, se detuvo en seco. Pero las piernas obedecieron demasiado
rápido. Dafya se aferró a lo que pudo, pero la madera se quebró
bajo su peso y la tierra la recibió con un golpe en la palma de las
manos y en las rodillas. Sus dedos se hundieron en el barro. Su
respiración agitada se enredó en el humo y forzó un ataque de tos.
Intentó pensar. Pero no había nada más que las imágenes, más
que el barro que tocaba, más que el fuego que se acercaba desde
todos lados. En su mente, solo quedaba el eco de la pesadilla. La
sensación de pánico, la idea instintiva de que el fuego era sinónimo
de horror.
Y su nombre. Una voz lejana, en su mente, gritaba su nombre con
desesperación. Miles de voces. Dafya.
No sabía nada más. No podía pensar en nada más.
Se arrodilló en el barro y miró a su alrededor, más allá del humo y
más allá de las ramas que se retorcían como barrotes. Buscó algún
rincón en el que no hubiera luz, una dirección en la que no brillara el
resplandor del fuego. No había. Las hojas azules se recortaban en
aquel fulgor caliente. Los gritos habían dejado de sonar. Por encima
de los árboles ardiendo, solo quedaba el silencio de la muerte.
Dafya ya no temblaba cuando escuchó los pasos. Primero los
pasos, luego la respiración convertida en sollozos y jadeos. Terminó
de incorporarse, se giró, buscó a través del humo el cuerpo vivo que
también huía de las llamas. Un traje de soldado se dibujó en la
niebla oscura. La joven entornó los ojos, lo vio correr y abrió la boca
para gritarle algo. Llamarlo. Pero sus cuerdas vocales parecían
gastadas. Las palabras se atoraron, la voz se congeló. Los ojos se
clavaron en la sombra que, de pronto, emanó del fuego.
Una sombra blanca.
El soldado dejó escapar el último grito de la tarde y, como si el sol
lo condenara a morir, las llamas brotaron de su mismo cuerpo y lo
tragaron. Mientras el sonido desgarrador de su agonía desordenaba
el bosque, Dafya percibió la mirada de la sombra desde el otro lado
del humo. Clavada en ella.
La capa negra ensombrecía un rostro que no alcanzaba a ver,
pero la camisa blanca… La camisa blanca resonó como una voz en
su mente vacía. Ejército blanco.
Echó a correr. Fue hacia donde la llevaban las piernas, pero no
había a dónde huir. No había rincón al que no llegara el fuego, cada
vez más cercano, más alto, como el marco grotesco de otra
pesadilla.
Retrocedió y cambió de rumbo tantas veces que perdió la
percepción del espacio. No sabía dónde estaba, dónde había estado
ni a dónde corría. Como un animal en una jaula, después de unos
minutos, dejó de correr. Dejó de moverse. El pánico dio lugar a un
dolor insoportable en la parte más densa del pecho; se llevó una
mano al corazón mientras se asfixiaba.
Cuando el dolor se asentó en ella, se oscureció y se volvió ira. El
viento le azotó la ropa con tanta fuerza que el humo, por un instante,
se disipó. Y la sombra blanca se hizo visible.
El hombre se recortó en las llamas y avanzó con pasos tan
tranquilos que a ella le parecieron espantosos. Inhumanos.
Caminaba con la indiferencia del fuego. Como una amenaza que
está más allá de la maldad y que asesina por naturaleza.
Demasiado consciente del calor que la encerraba, dio un paso
hacia atrás y buscó algo que pudiera serle útil. Un arma, un
escondite, un camino, cualquier cosa a la que aferrarse para
sobrevivir. ¿Pero qué arma podía luchar contra el fuego?
Lo miró avanzar, con ojos ansiosos, y retrocedió otro paso. Su
espalda chocó con un tronco y toda su columna vibró de dolor. La
joven no era consciente de su propia humanidad; sin pensamientos,
solo había instinto.
Si hubiera encontrado con qué, lo habría matado.
Como los animales que perciben una amenaza, habría saltado
sobre él y le habría destrozado el cuello para que las llamas dejaran
de moverse. Pero no había cómo. Lo miró acercarse, quieta,
temiendo que la hiciera arder.
El viento volvió a soplar con fuerza entre los dos, con un rugido
ronco. La capucha osciló sobre él hasta desprenderse; el rostro
quedó libre. Dafya no le prestó atención. Su memoria estaba rota y
no había sitio en ella para nada nuevo. Solo miró lo que le
importaba. Buscó peligro y encontró un incendio dentro de las
pupilas oscuras. Iba a matarla.
Por eso se arrojó sobre él.
Luchó por llevar los dientes a su garganta, pero el hombre la
detuvo enseguida y una mano firme se ciñó a su cuello. En pocos
segundos, volvió a chocar con el tronco. Su laringe empezó a
cerrarse entre los dedos que la oprimían y sus ojos se clavaron en
los ojos del fuego. Si hubiera habido maldad en ellos, la mirada
negra habría resultado menos aterradora.
Arañó la mano que la ahogaba y que empezaba a calentarse.
Como si tuviera llamas en las venas, la piel del hombre ardía. Arañó
también sus brazos y se aferró a la tela de la capa como si así
pudiera llevárselo consigo, o atarse a sí misma al mundo.
Los ojos negros se entornaron, en medio de un rostro que parecía
aburrido. El viento los despeinó. El viento rugió como si brotara del
centro de la tierra.
A medida que la piel de su cuello se quemaba bajo la presión
caliente, las llamas a su alrededor empezaron a apagarse. Como si
alguien las estuviera ahogando a ellas también, agacharon la
cabeza y desaparecieron.
El hombre aflojó apenas la mano y miró a su alrededor. Frunció el
ceño.
Y, cuando volvió a mirarla, la piel de la joven ardió como si la
incendiaran y le consumieran, una a una, las cuerdas vocales. El
viento los golpeó más fuerte, un grito ahogado se escapó de su
garganta adolorida y la rabia se extendió por su sangre con un calor
distinto.
Entonces empezó.
Dafya dejó de sentir la presión que le quemaba el cuello. En
cambio, sintió la piel de una garganta, una tráquea bajo dedos que
no parecían suyos. Como si se ahogara a sí misma. Pero fue él
quien se apartó y se llevó una mano al cuello, desconcertado,
asfixiándose. Como si sus cuerpos se hubieran mezclado.
Por un momento, ninguno de los dos comprendió quién era quién.
El viento los sacudió, confundiéndolos. Atándolos.
El mundo dio vueltas y la joven sintió que todo a su alrededor se
desmoronaba. El bosque se volvió negro.
Su mente se apagó.
Bienvenida

Los ojos del sacerdote eran como cuchillos amables. Cada


arruga del rostro formaba una sonrisa y las manos viejas se
entrelazaban entre sí en un gesto paciente. Todo en él parecía
preparado para ganar confianzas.
La joven fijó sus ojos en la llama pequeña de las velas, hasta que
la penumbra se endureció y la oscuridad empezó a tragarlo todo.
Pestañeó. Las cosas volvieron a la normalidad.
–¿Y todavía no recuerdas nada?
Dafya apartó la mirada de la luz y la clavó, por un instante, en la
penumbra del cuarto. Había una escalera, en un rincón. Un altar.
Apenas visible, a lo lejos, una puerta. Pero el Centro de Ayuda del
castillo era tan oscuro que todo parecía escondido de la vista
humana. Volvió a las velas, luego al hombre. La luz caía sobre el
rostro sin llegar a las arrugas que, ensombrecidas, pintaban un
cuadro extraño.
–No.
La expresión del sacerdote se volvió indulgente. Juntó las manos,
un poco más, y las mangas rojas se rozaron entre sí.
–¿Nada sobre tu familia?
En la mente de la joven, su voz era un eco pegajoso. Pensó en
familia y solo pudo recordar fuego.
–No.
–¿Cuál es tu primer recuerdo? –preguntó, y la sonrisa se hizo
más amplia, como si quisiera envolverla en simpatía.
Pero todo manto de amabilidad le resbalaba de los hombros y la
dejaba a solas con una extrañeza que la mantenía en un estado de
ansiedad constante. Dafya tenía la sensación de estar cayendo,
permanentemente, sin un solo recuerdo al que aferrarse ni una
identidad a través de la que comprender las cosas. Disimuló. Clavó
los ojos en la túnica del hombre, larga hasta los pies y del color de la
sangre.
–El bosque y los soldados muertos –dijo. Su voz todavía sonaba
como un arroyo entre rocas: ronca, torpe, débil. No hacía eco en la
habitación oscura, como la voz del sacerdote.
–¿Puedes decirme cómo murieron esos soldados?
–Ardieron –dijo, con una indiferencia que corrigió enseguida–. Los
mató el hombre que controlaba las llamas.
Aun si fijaba sus ojos en telas o paredes, Dafya percibía la
expresión atenta del sacerdote. Los efectos de la luz en la piel
envejecida. La sonrisa que parecía un dibujo sobre plástico.
–¿Cómo sabes que controlaba las llamas?
Miró la sombra que proyectaban las patas de la silla, sin
parpadear. Pensó en la pregunta, pero la tensión extraña en el
rostro amable la obligó a mentir.
–Porque atravesó el fuego –dijo y lo miró a los ojos, con un
semblante inexpresivo. La ansiedad oscura que le pinchaba los
huesos, como una sensación de pesadilla, no era visible en su
mirada.
–¿Y sabes quién es él? ¿Sabes lo que es un vaxer?
Dafya sostuvo sus ojos por un momento y luego volvió a
concentrarse en las llamas de las velas. La incomodaban tantas
preguntas. La enojaban. Sabía su nombre. Nada más. ¿Un vaxer?
Las pequeñas llamas oscilaron, acariciadas por una brisa seca, y la
luz movió las sombras de lugar; las arrugas del sacerdote se
reacomodaron.
Negó con la cabeza.
–Ese hombre era el vaxer del ejército blanco –explicó despacio y
la estudió con ojos atentos–. ¿Sabes qué es el ejército blanco?
Dafya ladeó la cabeza y miró la túnica del sacerdote. En su mente
no había imágenes ni palabras, pero sí conceptos. Ideas tan
afianzadas como su nombre, o más. El blanco era un color
prohibido. Se mordió la lengua, sin saber qué responder, y no dijo
nada mientras las luces continuaban oscilando. El aire se movía de
formas extrañas en aquel lugar.
El sacerdote respiró hondo y se esforzó por mantener intacta su
sonrisa.
–Hemos estado en guerra con ellos durante más de trescientos
años. ¿Tampoco recuerdas eso?
–Recuerdo… –Dafya entrecerró los ojos, las llamas se
difuminaron–. Recuerdo que la nieve trae mala suerte.
El hombre se enderezó en la silla y la sonrisa se grabó en su
carne con más profundidad.
–Así es.
Alentada por la ternura en los ojos y por la sensación de que ya
no flotaba sino que podía asirse a algún recuerdo, forzó los
engranajes de la mente. El corazón comenzó a latir de prisa.
–Recuerdo que la ropa blanca… –Miró al hombre a los ojos, con
los labios entreabiertos y un ceño que intentaba no fruncir–… tiene
que teñirse de rojo.
El sacerdote asintió; su mirada estaba húmeda, la sonrisa había
dejado de ser plástico y se había convertido en algo más real, más
viscoso. Dafya se atrevió a hacer una pregunta por primera vez.
–¿Qué significa eso?
–Significa que usar el color del enemigo se paga con sangre –dijo,
sin rodeos, interesado en continuar su propio interrogatorio–.
¿Sabes por qué estamos en guerra?
La joven volvió a negar.
–Bueno, tienes mucho que aprender –dijo, con un suspiro
resignado, dejando que su sonrisa se marchitara. Sus ojos se
perdieron por un instante. Se volvieron más oscuros–. Lo que debe
quedarte claro, por ahora, es que son ellos o nosotros. Matar o
morir. Matar o dejar que muera nuestro reino. ¿Lo entiendes?
Dafya quiso desviar la mirada, pero no pudo. Los ojos del hombre
la retenían con esa gravedad que la obligaba a asentir, mientras la
ansiedad crecía en su pecho como si su mente se estuviera
llenando de plantas desconocidas. Espinosas y oscuras. Hostiles.
–Ese vaxer que conociste allí ha matado a tantas personas que
sus cadáveres podrían llenar el bosque. Pero ni siquiera deja sus
cuerpos para que hagamos el ritual. Los quema –dijo, con los
dientes apretados. Había incomodidad en su mirada y algo que
estaba entre el dolor, el odio y el miedo–. Tuviste mucha suerte de
sobrevivir. Nos alegra mucho que hoy estés con nosotros.
La joven volvió a mirar las llamas de las velas. Recordó los gritos,
el fuego, los ojos oscuros y, sobre todo, la sensación extraña de salir
del cuerpo. De ahogarse a sí misma con una mano ajena y sentir,
por un momento, que su cuello era de otro, que todo su cuerpo era
de otro y que su mente se mezclaba con una cosa muy oscura.
No dijo nada de eso. Simplemente, no dijo nada.
–Todos esos hombres y mujeres que murieron en el campo de
batalla…, esos hombres y mujeres que viste morir, lo hicieron
luchando por lo que más querían. De una forma horrible, pero con
honor y dignidad –dijo y volvió a esbozar una sonrisa dulce que, en
la penumbra, tomaba la forma de una mueca–. Tu familia también
murió luchando. Por ti, por todos nosotros.
Dafya buscó en los ojos del sacerdote sus propios recuerdos, con
un anhelo hambriento. Pero no había imágenes ni nombres. No
había más que escleróticas envejecidas y agrietadas, iris marrones,
pupilas que reflejaban fuego.
–¿Mi familia?
El sacerdote asintió, despacio.
–Tu familia luchó con honor. Por el reino –dijo, pronunciando cada
palabra como si lanzara un hechizo–. Pero no dejaremos que tantas
muertes sean en vano.
Negó con la cabeza mientras hablaba, despacio, y Dafya lo imitó
inconscientemente. La luz de las velas osciló al mismo ritmo, como
si el aire intentara participar.
–Y el ejército necesita de cada uno de nosotros. Cada valence
tiene un lugar en el plan de Hwiro –dijo y algo en la mirada de la
joven lo interrumpió. Con una sonrisa seca, se corrigió para que la
muchacha sin memoria lo comprendiera–: Dios, en el plan de Dios.
Creemos que tu camino está con nosotros, Dafya.
Pronunció su nombre como si la invocara. Como si intentara
atarla. Ella esperó a que siguiera hablando, pero el sacerdote dejó
que el silencio jugara con las sombras.
–¿En la iglesia? –preguntó, casi un minuto después.
Sus palabras ensancharon la sonrisa del sacerdote. Se cruzó de
brazos, con una mirada irónica que la joven no entendió.
–No, muchacha. En el ejército. –Dafya intentó reaccionar, intentó
sentir algo, buscó en su mente vacía una opinión inexistente. Se
sentía una muñeca rota. Un títere indiferente–. No cualquiera puede
pertenecer al eslabón más importante de la guerra. No cualquiera
tiene el valor de luchar por otros.
Recordó al hombre que controlaba el fuego. Recordó los gritos de
los soldados, la mano en su garganta, la piel caliente…
–Pero yo no sé luchar.
No era una objeción, sino simplemente una advertencia. Estaba
demasiado confundida como para tener miedo. Cuando pensaba en
la guerra, imaginaba espadas; no les tenía miedo a las espadas. Al
fuego, por otro lado…
–Nadie sabe luchar en una guerra –dijo y, otra vez, la joven no
comprendió–. No te preocupes por eso, se te enseñará lo que
necesitas saber.
Extravió su mirada más allá del hombre, con la sensación
desagradable de que las palabras la ahogaban. Quería asirse a algo
familiar. Necesitaba, desesperadamente, ver algo conocido. Pero,
para su memoria vacía, el mundo era un espacio ajeno. Las
sombras se metían en su boca en forma de ansiedad.
–¿Qué dices? Nadie te obligará a nada que no quieras. Pero la
familia real te necesita, Dafya. El reino te necesita, nos necesita a
todos. Hwiro te señala este lugar para que hagas historia y nos
ayudes a ganar la guerra.
Quería irse, pero ni siquiera sabía a dónde. Quería estar sola.
Quería respirar, necesitaba respirar antes de que la sensación
oscura que le mordía los pulmones la partiera en pedazos. Se
mordió la lengua para contener la inquietud, asintió con la cabeza
para que la dejara irse.
El sacerdote ensanchó la sonrisa, mostró los dientes.
–No sabes cuánto me alegro –dijo, relajando la espalda en la
silla–. ¿Quieres ir a descansar?
–Sí, señor.
–Puedes ir a tu tienda, entonces. Luxeo te puede acompañar más
tarde a conocer al capitán y a tus compañeros.
La joven se puso de pie, como si tuviera resortes en los dedos. Su
cuerpo no había perdido la memoria; hizo una reverencia corta y
esperó a que el hombre le diera permiso para irse.
–Pero recuerda tres cosas, Dafya. Tienes que volver cada tanto
para tus confesiones. Si alguna vez te sientes… extraña, ven a
hablar conmigo. Y –se inclinó hacia delante, la miró con seriedad–
ese hombre, el vaxer del ejército blanco, es realmente inhumano; si
lo vuelves a ver… si dudas… estarás muerta en un segundo.
¿Entiendes?
La joven no entendió, pero asintió con la cabeza. Si lo volvía a
ver, en una batalla, ¿por qué habría de dudar? No tenía idea de lo
que pasaba por la mente del sacerdote, no comprendía la seriedad
atrapante de los ojos oscuros.
La sonrisa, perezosa, regresó a los labios pálidos y viejos.
–Ve, entonces. Descansa.
Dafya miró las escaleras oscuras, por encima del sacerdote. Una
sombra, la sombra más densa de la habitación, tomó forma de
persona por un instante. Pero los párpados empujaron con fuerza
las retinas, las pestañas aletearon en su rostro y las cosas volvieron
a la normalidad.
Se giró y caminó de prisa hacia la luz del exterior, hacia un viento
que le diera la bienvenida a aquel lugar extraño.

El hombre de la bata le tendió un vaso y Dafya lo aceptó, por


instinto; cerró los dedos en torno al metal y se dedicó a mirar el
líquido verde que giraba despacio.
–Bebe. Te ayudará con tu memoria.
Llevaba dos días bebiendo, sin preguntar. La mezcla tenía un
sabor a césped que no le molestaba. Alzó el rostro y dejó que su
garganta abrazara el líquido, mientras los ojos paseaban por la
tienda. La misma tela roja. Botiquín de hierbas. Instrumentos para
operar. El hombre delgado, de pie, mirándola fijo con una expresión
endurecida.
Apartó los ojos, terminó de beber y devolvió el vaso. Poco a poco,
el agujero de ansiedad disminuyó. La mezcla bajó por su cuerpo y
licuó sus emociones. El nudo que le oprimía la lengua se desenredó
y las palabras que se amontonaban, histéricas, se ordenaron y
fluyeron.
–Dijo que mi familia está muerta.
–Entonces lo está.
La respuesta de Luxeo fue cortante y desinteresada. La joven lo
miró a los ojos y estudió las arrugas de su expresión tensa. La
miraba siempre con los músculos endurecidos, esforzándose por
ocultar algo que parecía desconfianza.
–Ya –dijo, despacio, y apartó los ojos–. Pero, de todas formas, me
gustaría encontrarlos. Encontrar mi casa.
–Tu pueblo está lejos. Tardarías semanas en ir y volver. –Se giró,
sacó las manos de los bolsillos de su bata y rebuscó entre una pila
de telas–. Además, todo el reino está de luto; no te encontrarías a
nadie en el camino.
–¿De luto?
–Porque perdimos la última batalla y el ejército se replegó –dijo,
con voz seca–. Estamos en guerra hace más de trescientos años, el
pueblo se toma estas cosas en serio. Y no hay un solo prisionero de
guerra para ofrecer, así que el luto es el único rito que queda.
Dafya no necesitaba recordar para comprender algunas cosas;
sacó sus propias conclusiones y no hizo más preguntas. Tenía la
sensación de que al curandero le disgustaban las preguntas. Le
disgustaba ella.
Se quedó en silencio y, cuando él se giró otra vez, extendió los
brazos para aceptar la ropa limpia. Por encima del montón de telas,
había un atado de hierbas oscuras.
–Tienes que tomar eso todos los días. Cuatro hojas en un vaso de
agua –dijo, modulando las palabras con intensidad–. Cuatro. Y
todos los días. Es muy importante que las tomes.
La miraba a los ojos con el ceño tensionado y esperaba una
respuesta. Dafya asintió dos veces.
–Puedes venir a buscar más cuando se acaben. Cámbiate y sal.
Te llevaré al campamento de la tropa.
Le dio la espalda y levantó la tela para salir; la luz del exterior,
brumosa, se coló y desdibujó las sombras de la tienda.
–¿Cuánto tiempo crees que durará la guerra? –preguntó, a pesar
de haberse prometido que se callaría. El hombre se detuvo en el
umbral, la mano todavía alzada, el color rojo entre los dedos como
un manto de sangre. Se encogió de hombros, pero no se giró; su
espalda siguió frente a ella como un muro desdeñoso.
–Cuantos más soldados blancos asesines en el campo de batalla,
menos.
Salió y dejó que el aire volviera a estancarse. Dafya miró la tela
en la que oscilaba la luz, mientras la infusión se extendía por su
cuerpo, se enraizaba y apagaba la sensación oscura de estar
cayendo. La tienda se volvió menos roja frente a los ojos que se
entrecerraron, como adormecidos.
Se puso de pie, sin pensar en nada, y se vistió con la ropa negra
que le había entregado el hombre de la bata. Cuando terminó de
atarse el cinturón, estudió el escudo de su camisa con la esperanza
de que apareciera en su mente alguna luz de reconocimiento.
Valixia. El reino por el que había muerto una familia a la que no
recordaba. Su reino. Pero su memoria era un pozo de oscuridad y
cuanto más intentaba nadar en ella, más se hundía en la inquietud.
Se dejó llevar por el cosquilleo que le adormecía la mente. Salió.
Luxeo la esperaba de espaldas. A su alrededor, la luz tenue del
cielo nublado desparramaba el color rojo de las hojas de los árboles;
la joven no pudo evitar el pensamiento de que todo parecía estar
tranquilamente en llamas. El césped se extendía, prolijo, en todas
direcciones; las tiendas del ejército se dibujaban a lo lejos, entre
árboles, y detrás de ella… Se giró para echar una mirada al castillo.
Las torres negras rodeaban un edificio viejo, circular y enorme, lleno
de banderas que ondeaban con la brisa como amenazas rojas.
–Es allí –dijo, y la joven se volvió para mirar lo que el hombre
señalaba–. ¿Crees…? ¿Crees que puedes ir sola?
Su tono era duro y frío, y sus ojos se clavaban en el suelo para
evadirla. Dafya percibía su desconfianza, la sentía en la piel, y por
eso asintió con la cabeza.
Se llevó una mano al hombro en un impulso instintivo, a modo de
saludo. Su cuerpo recordaba cosas que ella no. Luxeo imitó su
gesto, sin ganas, pero no se fue. ¿La seguiría con los ojos hasta
que alcanzara el campamento? ¿La vigilaba?
El viento sacudió los árboles, y las hojas arrancadas se recortaron
en las nubes, como lágrimas de fuego. Dafya le dio la espalda al
hombre y caminó por el prado hacia el ruido y el olor amargo. No se
giró para confirmar sus sospechas, pero algo en el viento que la
acompañaba le susurró que sí, que los ojos vigilantes del curandero
continuaban clavados en ella.
Las tiendas crecieron cuando la joven se acercó. Se multiplicaron
hasta volverse infinitas frente a sus ojos sorprendidos; ¿cuántos
hombres tenía el ejército rojo? El campamento era un mar
inabarcable por una mirada humana. Las personas, como hormigas
brotando de un hormiguero destruido.
Sintió que la presión en el estómago volvía hasta sobrepasarla y
arrebatarle el aire. Se sintió pequeña frente a aquella multitud de
personas, y el ruido sobrecogedor de voces y gritos comenzó a
envolverla, a encerrarla como una burbuja. Sus pasos se volvieron
más lentos y tuvo que luchar por no detenerse a mitad del camino.
Luxeo debía estar mirándola. Debía estar frunciendo el ceño.
Por un momento breve, tuvo una idea inexplicable. Una
sensación: era prisionera. Era un muñeco. Un recipiente vacío sin
identidad. Un insecto en una mano gigante que la aplastaba hasta
robarle la respiración.
Se detuvo, sin darse cuenta. Sus piernas se quedaron sin
energía, sin órdenes; la mente vibraba como un montón de
escombros en medio de un terremoto. Se sintió perdida y el viento
comenzó a golpearla como si quisiera hacerla reaccionar. Lo sintió
una extensión de sí misma; desató en él todas sus inseguridades.
La rabia, la ansiedad, la angustia.
Lejos de calmarse mientras el aire se enrollaba a su alrededor,
comenzó a perderse más allá de su cuerpo. Su mente intentó
escapar de las sensaciones que explotaban. Se encontró a sí misma
en un tubo extraño, un tubo oscuro que no tenía direcciones y se
enrollaba para desorientarla y se alejaba de la realidad y
desembocaba en una luz... Una luz fuerte. Blanca. Y una sombra.
Y…
–Dafya, ¿no es así?
El aire entró en sus pulmones y la luz blanca se esfumó. La
realidad regresó a sus ojos y, con ella, el cielo, contaminado por un
sol amarillo y sucio. Y las hojas de los árboles, que se habían
agitado y ahora temblaban.
Un hombre la miraba con atención amable, las cejas alzadas y
una sonrisa leve, comprensiva. La joven luchó para que el torbellino
en su cuerpo se aplacara. Intentó aferrarse a la sonrisa de aquel
desconocido, pero la amabilidad en sus ojos no hizo más que
erizarle la piel. Buscó alguna voz racional en su cabeza, pero solo
encontró un silencio oscuro y tormentoso; ¿estaba rota? ¿Por qué
todo lo que la rodeaba tenía el color de una pesadilla?
–Mi nombre es Rehin –dijo y se llevó una mano al hombro. Dafya
lo imitó sin darse cuenta, estudiándolo. La mirada brillaba con
calidez y la sonrisa dejaba huellas finas en las comisuras de los
ojos, como una marca de sinceridad–. El sacerdote nos avisó que
vendrías. ¿Estás bien?
Ella escondió las manos. El dolor de las uñas clavándose en su
piel la ayudó a mantenerse quieta, a mirarlo con una expresión
tranquila.
–Estoy bien.
–Estás pálida –dijo, recorriéndola con ojos preocupados. El viento
se interpuso, como una barrera–. ¿Estás tomando lo que te dio
Luxeo?
Dafya sintió el atado de hierbas en su bolsillo. Asintió con la
cabeza y algo imperceptible cambió en la expresión del hombre,
algo se tensó alrededor de sus ojos y su mirada se volvió más
profunda. Más quieta. Inaccesible.
–Ya veo –murmuró. Observó algo por encima de ella y luego
sonrió de nuevo, con amabilidad–. Vamos, te mostraré el
campamento.
Las tiendas, a simple vista, parecían desordenadas. Dafya tardó
en darse cuenta de que la disposición asimétrica tenía un orden
propio y una razón de ser y de que todo, incluso la multitud que se
entrecruzaba y se agrupaba para entrenar, era parte de una
organización exacta.
–Estamos renovando las fuerzas –dijo el hombre, unos pasos por
delante, mientras la guiaba a través de las tiendas y la gente.
Algunos se detenían e inclinaban para saludarlo. Dafya observó su
camisa roja, simple, y se preguntó si era un capitán–. Tuvimos que
replegarnos durante la última batalla. Pero, bueno, no tengo que
contártelo. Estabas presente.
La joven no respondió. Si un ejército así había tenido que
replegarse, ¿cómo sería el ejército que había vencido? Recordó al
hombre de camisa blanca, a la sombra que había intentado
quemarla viva, y un zumbido atravesó su mente.
–Por eso estamos reclutando. Volveremos a salir en un mes.
¿Crees que podrás… adaptarte en ese tiempo?
Tuvo la sensación de que, en realidad, le estaba haciendo otra
pregunta. ¿Sabía que ella había perdido la memoria?
–Sí –mintió. No tenía idea, tampoco le importaba. Solo quería
estar sola.
–Aquí es. –Señaló una de las tiendas, tan grande como una casa
real, y enseguida levantó la entrada para dejarle paso–. Puedes
descansar por hoy. Mañana te unirás a los entrenamientos.
Dafya comprendió que eso era una despedida y sintió alivio. La
tienda era un desorden de sábanas y pertenencias, pero estaba
vacía de personas. Lo saludó automáticamente, ansiosa, llevando
una mano fugaz al hombro. Pasó junto a él para entrar en aquella
penumbra. Se detuvo cuando su aliento le rozó la oreja.
–Y, Dafya… –dijo, con un murmullo extraño que le provocó
deseos de vomitar o de correr–. Si en algún momento te sientes…
distinta, o pasa algo fuera de lo común, dímelo primero.
Escuchó, detrás de sus palabras, el eco de lo que había dicho el
religioso. Asintió con la cabeza, sin comprender, sin querer
comprender, y entró.
Se sintiera como se sintiera, jamás acudiría a ninguno de ellos.
Se giró ligeramente para recibir la última sonrisa y, con la piel
erizada, lo vio desaparecer. La tela cayó y siguió oscilando durante
algunos minutos. Ella no se movió. Se quedó quieta hasta que el
ruido amortiguado del exterior la convenció de que por fin estaba
sola.
Miró las camas improvisadas. Dormirían más de cincuenta
personas en aquel lugar, pero, por el momento, estaba sola. Se hizo
un sitio entre dos frazadas, se sentó y se quedó quieta. Cerró los
ojos. Intentó relajarse y buscó en su mente el rincón que
perteneciera a la memoria. Se esforzó por encontrar algo, un
nombre, una imagen, una voz, lo que fuera que la ayudara a
ubicarse dentro de sí misma y dentro del mundo. Algo que hiciera
desaparecer el nudo constante en el estómago y la sensación de
pesadilla. Algo. Pero en el lugar de sus recuerdos solo había una
nube oscura.
Suspiró, masticando rabia, y abrió los ojos. Palpó su bolsillo y, en
un acto casi inconsciente, introdujo la mano. Cuando la retiró, había
dos hojas verdes entre sus dedos. Se las llevó a la boca.
Una más

Se ordenaron en filas, como piezas de dominó. Más de treinta


pares de pies se clavaron en el suelo, las espaldas imitando una
línea recta, los cuellos tensos y los rostros en alto. Dafya pensó que
era una puesta en escena extraña, pero los imitó lo mejor que pudo.
Desde la segunda fila era capaz de ver al capitán paseándose de un
lado al otro y vigilando, con un brillo hambriento en la mirada, las
respiraciones. Porque no había nada más que vigilar. Nadie movía
un solo dedo. Incluso el viento estaba tranquilo y los árboles,
alrededor, permanecían inmóviles como si observaran.
–No queda mucho tiempo antes de que dejemos estas tierras.
Eso significa que no queda mucho tiempo antes de que vean una
batalla por primera vez.
Era un hombre bajo, pero la extensión de sus hombros le
otorgaba autoridad física. En sus ojos había voracidad, ansias de
algo, sed.
–Ustedes son el único grupo que aún no ha estado en el campo
de batalla. Lo más probable es que sean los primeros en morir. Para
que eso no pase, entrenarán todos los días. Sin días libres. ¿Está
claro?
–Sí, señor.
La voz casi simultánea de los soldados sacudió el aire con una
vibración tosca. La joven deslizó los ojos por las filas. Todos miraban
al frente. Rostros inexpresivos y ojos concentrados; no encontró otra
cosa. Como si se jugaran algo más que sus vidas en aquel
entrenamiento.
La muchacha que estaba a su lado cerró los ojos un instante,
suspiró en silencio y se giró para mirarla. Su cabello, como largas
cenizas rubias, le rodeaba el rostro y enmarcaba unos ojos de plata
que parecían cuchillos. <<¿Qué diablos quieres?>>, preguntaban.
<<¿Qué estás mirando?>>.
Dafya apartó los ojos, exagerando su desinterés.
–¿De quién depende el futuro del reino? –preguntaba el capitán,
alzando la voz como si le hablara a todo el ejército y no a un
pequeño grupo de treinta personas–. ¿Depende de los
constructores? ¿Depende de los curanderos? ¿De los poetas? ¡El
futuro de Valixia depende de nosotros! ¡De que ganemos cada
batalla! ¿Ganaremos?
–¡Sí, señor!
Intentó sumarse a las voces, pero nada salió de su garganta y el
momento se esfumó demasiado rápido.
–¿Vengaremos a nuestros padres, abuelos, amigos que murieron
en manos de esos traidores? –preguntó el capitán, mientras seguía
caminando de un extremo al otro de las filas.
–¡Sí, señor!
–¿Recuperaremos las tierras que nos robaron?
–¡Sí, señor!
–¡¿Mataremos a cada lereste que se pare en el campo de
batalla?!
–¡Sí, señor!
En ese momento, mientras los demás gritaban con una efusividad
escalofriante, los ojos del capitán se encontraron con ella.
–¿Traeremos la cabeza de la impostora blanca para honrar a
nuestros reyes?
Dafya abrió la boca y fingió que se sumaba a las voces.
–¡Sí, señor!
Intentó que el grito saliera de sus entrañas, pero se sintió estúpida
y su garganta prefirió el silencio. No sentía aquella exaltación que
hacía brillar los ojos de los demás. Bajo la influencia de las hierbas,
no sentía nada.
El capitán dejó de hacer preguntas y se acercó despacio, con esa
mirada que atravesaba todo y vigilaba cada aliento. Dafya observó
sus propios pies. Rezó para que desviara su camino, para que fijara
sus ojos en alguien más, pero no dio resultado.
Él se detuvo solo un instante y, con su señal, la primera fila se
desarmó. Vio sus botas acercándose, pisando despacio sobre la
tierra seca. Las vio deteniéndose.
–¿No respondes? –preguntó, con un tono tenso pero tranquilo.
Intentó pensar, pero su mente estaba enmarañada. No había
dormido la noche anterior, incómoda entre un montón de cuerpos
desconocidos, y las hierbas que le habían dado para ayudarla a
calmarse… la ayudaban de más.
–Es nueva, señor –dijo una voz a su lado. La muchacha,
probablemente. Dafya apretó los puños, los escondió detrás de su
espalda.
–¿Y muda? –preguntó el capitán.
Respiró hondo, intentó aclararse y alzó los ojos hasta él.
–No, señor.
–¿Y por qué no respondías? ¿Te caen bien los traidores?
Esperó, intentó pensar, escrutó el brillo tramposo en la mirada de
aquel hombre. ¿Importaba lo que respondiera? Tuvo la sensación
de que, sin importar qué sonidos salieran de su boca, ya había
perdido.
–No, señor.
La rabia volvió para calentar su sangre y, con ella, volvió el viento.
–¿Sabes luchar?
–No estoy segura. –Apartó los ojos–. No lo creo, señor.
El capitán se lamió los labios y asintió con la cabeza. Por detrás
de su expresión grave, parecía satisfecho. Extrañamente feliz. Dio
un paso hacia atrás, miró a su alrededor y la joven pensó que,
quizás, se iría. Una parte de ella deseaba que la dejase en paz. Otra
parte, sin embargo, quería derribarlo a golpes. ¿De dónde salía esa
rabia intermitente?
–¿Alguien quiere mostrarle a esta novata lo que aprendemos
aquí?
Volvió a clavar los ojos en el suelo, escuchó el silencio incómodo
que se extendía entre los soldados. En pocos segundos, no
obstante, se rompió. Alguien dio un paso al frente mientras Dafya
continuaba observándose los pies.
–Yo, señor –dijo una voz segura.
–Adelántate.
La joven grabó en su memoria vacía la textura de la tierra. Se
concentró tanto que el contorno de la imagen se difuminó y sus
pensamientos se convirtieron en humo. Su mente quedó en blanco.
Pero, aun así, las sensaciones no se fueron: frío, tensión, ansiedad.
Angustia. Ira.
–¿Qué estás esperando, muchacha? Pasa al frente.
Dafya inclinó la cabeza y obedeció. No tenía miedo. Lo que le
erizaba la piel eran las miradas, la atención de tantos desconocidos,
los ojos extraños en un mundo donde nada le resultaba familiar. Los
sentía en la piel.
Se detuvo delante de otras botas y levantó la mirada. El joven,
con los ojos enmarcados dentro de una tez oscura, la observaba
con curiosidad, un poco de orgullo y una arrogancia que disimulaba
a medias detrás de su postura tranquila. Rondaba los veinte años y,
aun así, parecía un niño: su cuerpo hambriento de pelea, sus ojos
sedientos de aprobación.
–¿Qué hacemos aquí?
–¡Luchar!
Todas las voces volvieron a alzarse. Las filas de soldados, vistas
desde el frente, parecían muros hostiles; la joven buscó una mirada
que pudiera comprender entre tantos ojos vacíos. No la encontró.
Volvió a sentir que el piso bajo sus pies se desprendía.
–Empiecen.
La furia del viento

Miró a su contrincante, con las pupilas dilatadas y las


extremidades demasiado quietas. Una ráfaga le enfrió el sudor
mientras el joven se acercaba despacio. Su cuerpo era ancho como
una trampa, su sombra parecía tantear terreno.
Dafya no se movió. Sus músculos estaban enfangados y el
corazón le aturdía la mente. Su contrincante esperó unos segundos
a que reaccionara, con una mirada divertida, pero ella no lo hizo.
Sentía que su cuerpo estaba hecho de piedra.
El primer golpe se enterró en su estómago. El aire se escapó de
sus pulmones; abrió la boca, en un intento inútil por recuperarlo. La
imagen del cuerpo masculino entre los árboles rojos se difuminó,
mientras ella escuchaba su propio jadeo como si perteneciera a otra
persona. El dolor se espació por su mente.
No cayó, porque las piernas seguían clavadas al piso. Pero el
segundo golpe, en el rostro, la empujó hacia atrás. Sus huesos
vibraron casi al mismo tiempo en que su espalda impactaba con el
suelo y el mundo empezaba dar vueltas.
Duele. Eso fue todo lo que pudo pensar, pero fue suficiente para
que su cuerpo reaccionara por instinto. Se giró y se arrastró sobre la
tierra seca.
–Levántate –dijo el capitán.
Dafya sintió que la sangre circulaba más deprisa y más caliente,
como el viento que comenzaba a envolverlos en polvo. Clavó la
mano en el suelo, con fuerza, y se impulsó hacia arriba. Se irguió
despacio, para que el dolor no la asaltara de pronto. Volvió a
plantarse frente a él.
El soldado la esperó, una vez más, pero su condescendencia le
costó un labio partido. Con una mueca, Dafya se miró la mano
entumecida mientras el joven, con ojos muy abiertos, daba un paso
atrás. Había sido fácil. El puño había volado como una flecha.
No volvió a darle ventaja. Se arrojó sobre ella y, mientras la
sujetaba del cuello, le asestó una patada que le quitó el aire. Por un
momento, dejó de ver. Su visión se tornó negra y sintió cómo su
rostro impactaba con una rodilla dos veces. Perdió el sentido por un
instante. Detectó dolor, pero no supo qué parte de su cuerpo dolía, o
qué parte no dolía, y no fue consciente de que había aterrizado en el
suelo.
Para cuando su visión dejó de ser una nube oscura y sus sentidos
regresaron, tenía la boca llena de tierra y sangre, y los huesos
vibraban de dolor.
No esperó a que el capitán hablara. Fuera de sí, tan rápida como
una ráfaga de viento, se giró sobre sí misma y enganchó su pie con
los de su contrincante. Él perdió el equilibrio y cayó, mientras sus
ojos se agrandaban y se llenaban de sorpresa. Dafya rodó para
esquivarlo, se puso de pie como si no le doliera todo el cuerpo y,
antes de darse cuenta, estaba sentada encima de su estómago.
Levantó un puño para darle un golpe, más despierta que nunca,
despejada, ansiosa por descargar toda su frustración.
Pero, antes de que pudiera golpear, vio la sombra.
Una silueta recortada en el follaje rojo, a unos cuantos pasos.
Su cuerpo perdió firmeza y su mente se desorientó como si
entrara, una vez más, en un túnel. Con los ojos muy abiertos, se
paralizó. El viento se detuvo. Los ojos oscuros, desde la distancia, la
miraron sin comprender, mientras el mundo que los rodeaba
desaparecía. El miedo le aceleró el corazón y volvió a convertir sus
músculos en piedra. Recordaba esos ojos. La camisa blanca. La
capa.
El soldado la empujó, y Dafya apenas se dio cuenta. Su visión se
emborronó una vez más, su cuerpo rodó y se llenó de polvo. Tan
pronto dejó de girar, ignoró a su contrincante y se incorporó lo
suficiente para ver… los troncos, las hojas, las ramas. Con las
manos aferradas a la tierra, temblorosas, buscó la imagen que había
desaparecido. No había sombra, ni camisa blanca, ni una capa
oscura; solo árboles muy quietos.
El soldado aprovechó la distracción para arrojarse sobre ella.
Apretó su garganta, la obligó a ponerse en pie.
La joven se olvidó de defenderse. Su cerebro vibraba de
confusión mientras sus ojos continuaban buscando, frenéticamente,
lo que no estaba allí. No tenía tanta imaginación. No podía haberlo
imaginado. La ansiedad se hizo una bola insoportable, tan tortuosa
que casi llegó a agradecer la patada que le sacudió el hígado.
Los dolores aparecían demasiado rápido y no la dejaban pensar.
Labio roto, mejilla izquierda insensible, estómago adolorido.
Pulmones que ardían. Sus rodillas tocaron el suelo y, con la visión
nublada por las lágrimas y la asfixia, volvió a buscar la silueta que
no estaba. Que había desaparecido o que, tal vez… Se giró para
mirar a los demás soldados, buscó ansiosamente algún signo de
que alguien más hubiera visto lo mismo que ella.
Pero una patada en pleno rostro le cerró los ojos. La empujó con
tanto ímpetu que su cuerpo se deslizó y levantó la tierra seca.
Tosió y, a pesar del polvo, entreabrió los párpados, lista para otro
golpe que no llegó nunca. El joven esperó, por si ella decidía
levantarse. Luego de un minuto de tensión y silencio, se irguió,
adoptó una postura firme y orgullosa y saludó al capitán.
Dafya cerró los ojos otra vez, cansada. Respiró hondo, con alivio,
y se quedó quieta como si eso pudiera paliar el dolor; por el
contrario, fue cada vez más consciente de su cuerpo. Un hilo de
sangre se desprendió de su boca cuando la abrió; todo su rostro ya
era un lienzo de manchas rojas y de tierra.
–¿Te dije que pararas?
La voz del capitán llegó hasta sus oídos como un eco ahogado.
–¿Señor?
–La pelea no terminó.
–Pero… no puede levantarse.
El orgullo había desaparecido de su voz, reemplazada por una
confusión inquieta.
–En el campo de batalla, la pelea termina cuando el enemigo deja
de respirar –dijo. Un silencio incómodo se extendió entre las filas de
soldados–. Aquí, la pelea termina cuando lo digo yo.
La joven abrió los ojos, comprendiendo que no tenía más
opciones. Ignoró el dolor, contuvo un suspiro irritado y separó el
torso del suelo con torpeza.
–Sí, señor –murmuró su contrincante.
Se acercó, se agachó frente a ella y Dafya vio un brillo de
incomodidad en sus ojos. Pero no vio dudas.
El golpe fue incluso más fuerte que los anteriores y volvió a
tumbarla. El mundo giró detrás de sus párpados cerrados y el dolor
se convirtió en zumbido.
Él la sujetó de la camisa, volvió a alzarla y le dio otro puñetazo.
Repitió el proceso una y otra vez, siempre alzándola, como si hiriera
su orgullo golpear a alguien que estaba tendido en el suelo. La
diferencia no era mucha.
La repetición se volvió angustiante, y el dolor, una tortura.
Mientras la sangre manaba de sus labios rotos, se arrastró un metro
y llenó la tierra de manchas rojas. La incomodidad entre los
soldados había crecido.
El joven la alcanzó con apenas dos pasos y se agachó. La levantó
de nuevo. Dafya negó con la cabeza, adolorida, cansada y a punto
de llorar, pero los ojos de su contrincante se habían endurecido.
–Puede morir, señor.
Reconoció la voz de la muchacha rubia. Una advertencia fría, un
aviso. Nada más, y sin respuesta.
Se sintió una cosa, un trapo roto, mientras la mano del soldado
retrocedía, hecha un puño, y golpeaba una vez más. Se desplomó.
La vibración de sus huesos se transformó en angustia, la angustia,
en lágrimas y las lágrimas, en ira. Sus venas hirvieron.
Él la obligó a girarse y la alzó, sin darse cuenta de que estaba
más pesada. Tensa, como algo que está sobrecargado y a punto de
explotar. Dafya rechinó los dientes y lo miró a los ojos, desesperada,
buscando algo a lo que aferrarse para no odiarlo. Pero no lo
encontró. La orden del capitán no llegó nunca. Nadie más se atrevió
a decir nada. La mano se volvió un puño y buscó el ángulo para
bajar…
Pero no pudo.
Primero fue el viento. Un viento que rugió de pronto y levantó la
tierra, los despeinó, los obligó a cerrar los ojos. Dafya no los cerró.
Sentía que se asfixiaba y que el viento era un grito de sus propios
pulmones, un rugido de desesperación.
Entonces, como si hubiera estallado una pequeña bomba y
provocado un huracán, el aire lo arrastró con tanta fuerza que el
joven voló por un instante. Su cráneo golpeó un tronco. El sonido
resonó y fue izado por las ráfagas. El cuerpo se desplomó como un
saco pesado, duro, inerte.
El silencio fue absoluto.
La sorpresa tensó el aire.
El viento comenzó a amainar, despacio, la tierra se asentó otra
vez y las miradas se clavaron en el cuerpo que no se movía. Se
levantaron murmullos de horror.
El capitán fue el único que no miró al soldado. Con algo parecido
al miedo, clavó los ojos en Dafya, los hundió tan intensamente como
si clavara cuchillos.
–Vayan a buscar a Rehin –dijo, con un tono neutro que no
delataba nada–. ¡Ya!
El otro lado

Dafya no se movió. Incluso después de que los demás lo


levantaran a cuestas y el cuerpo inerte desapareciera de su rango
de visión, continuó clavando las pupilas en el tronco moteado de
tierra y de sangre.
Ni un soplo de viento se atrevió a interrumpir la tensión que los
rodeaba. El entrenamiento se detuvo, el silencio se expandió como
una cápsula asfixiante y nadie hizo nada hasta que llegó Rehin.
Dejó que alguien la rodeara con los brazos. Se puso en pie
cuando la forzaron a hacerlo, se dejó llevar. Apenas escuchó la voz
que intentaba tranquilizarla, un eco lejano de otro mundo. Estaba
tranquila. Perdida en una nube dentro de su propia mente, pero tan
tranquila que la ansiedad había escapado de su cuerpo y la rabia le
había dejado únicamente un cosquilleo desagradable. Rehin dijo
muchas cosas, pero ella escuchó menos de la mitad; su boca
abierta parecía una fuente infinita de murmullos estúpidos. Deseó
que se callara.
¿Que ella había provocado el accidente? Ya lo sabía. ¿Cómo
podía no saberlo? El viento había brotado de sus entrañas, con el
ritmo de su ira y el frío de su desesperación. El aire se había
convertido, por un instante, en una parte de ella.
No contestó a ninguna pregunta, no prestó atención a sus
palabras. Cuando alcanzaron las tiendas y las manchas rojas
aparecieron frente a sus ojos, borrosas, se detuvo. Sin mirarlo, abrió
la boca por primera vez.
–¿Está muerto? –preguntó.
Clavó la mirada en la tierra y, mientras esperaba, contó los brotes
de césped que luchaban por asomarse a la luz. Temía mirarlo.
Temía ver en sus ojos una respuesta a la que no sabría cómo
reaccionar.
–No te preocupes por Tien –dijo, con ese tono amable que la
desconcertaba–. Se lastimó la cabeza, pero, para cuando llegó con
Luxeo, ya estaba consciente. No le pasará nada. Preocúpate por
ti… ¿Estás bien?
Estiró una mano hacia ella para rozar sus golpes; cuando Dafya
alzó la mirada y la clavó en sus ojos, con una calma fría, la mano se
suspendió en el aire.
Era su sonrisa. Quieta como un animal agazapado, esa sonrisa
inmóvil era lo que le ponía los pelos de punta.
Algo lo disuadió y lo forzó a bajar el brazo; la amabilidad del rostro
se tensó imperceptiblemente.
–Descansa. Puedes pedirle a Luxeo ropa limpia –dijo–. Mañana
haz un poco de tiempo para mí. Te explicaré algunas cosas.
La joven se tocó el hombro e inclinó la cabeza, a modo de saludo,
antes de darle la espalda. Caminó entre las tiendas vacías, lejos del
ruido que llegaba como eco difuso, y se metió en la que pertenecía
a su escuadrón.
Se tendió en un hueco entre mantas y cerró los ojos, mientras el
dolor palpitaba en su piel y el nudo en el estómago regresaba y
echaba raíces hacia el pecho.
No le gustaba ese sitio.
Quería irse.
No tenía a dónde.
Se repitió una y otra vez lo mismo, incapaz de pensar en nada,
hasta que el cansancio la sujetó y la hundió hacia el sueño. No
despertó cuando los ruidos empezaron a vibrar a su alrededor, ni
cuando las pesadillas la trasladaron de una imagen horrible a otra.
Durmió mientras los sonidos, las imágenes y las sensaciones se
mezclaban con un sueño lleno de oscuridad.
Volvió a ser consciente de su cuerpo algunas horas después.
Empujaron su pierna y el dolor la recorrió como una descarga. Abrió
los ojos. La luz anaranjada que se colaba en la tienda formaba una
penumbra que le permitió ver formas y colores. Se incorporó de un
salto. Sentada, observó al joven que le clavaba los ojos como si
fueran cuchillos.
Su grupo había vuelto del entrenamiento para buscar ropa y
cambiarse, y el ruido de las voces superpuestas la aturdió.
Pretendían ignorarla. Conversaban de otras cosas como si sus
miradas no estuvieran fijas en ella. El aire transportaba
desconfianza y miedo.
–Ese es mi lugar.
Estaba con vida. Una venda roja le rodeaba la cabeza; su
expresión llena de odio ocultaba una mueca constante, apenas
perceptible, de dolor. Mirándolo, a Dafya se le quitaron las ganas de
disculparse. La atravesaba con las pupilas como si pudiera hacerla
desaparecer, apuñalarla, convertirla en polvo.
La rabia y la culpa se mezclaron hasta neutralizar sus emociones.
Suspiró, se incorporó lentamente para no forzar el cuerpo
entumecido.
–Las mantas están llenas de tierra –se quejó él, con un rictus
asqueado–. ¿No podías cambiarte la ropa?
Todos, algunos más disimulados y otros menos, habían dejado de
recoger sus cosas y se habían detenido a mirar. Las pupilas
brillaban en la penumbra; nerviosa, intentó ignorarlas. Las sentía
como cuchillos en la piel. La rabia amenazó con ganar dentro de su
cuerpo mientras el soldado esperaba una respuesta.
¿Qué diablos quería? ¿Pelear? El pensamiento cosquilleó en su
sangre, todo su cuerpo se tensó como si estuviera listo y ansioso.
Ella sí quería pelear. Quería molerlo a golpes, romperle la cabeza
otra vez, gritarles a todos hasta que dejaran de observarla.
¿Qué me sucede?, se preguntó.
–Encuentra un lugar que esté desocupado –murmuró él, como si
hubiera visto algo peligroso en la mirada de la joven. Se agachó
para limpiar la tierra, ignorándola.
La conversación había terminado y los demás volvieron a
concentrarse en otra cosa.
Dafya miró a su alrededor, buscó un lugar oscuro para poder
tenderse, con la rabia todavía latiéndole en los huesos. No habló
con nadie y nadie habló con ella; fingieron que no existía. La
convirtieron en una sombra que esquivar.
Se sintió cómoda así, pero… la ira no se fue. Era como un fuego
seco que ardía y también se dedicaba a succionar cualquier otra
emoción, cualquier idea. Algo que le pinchaba la piel y la asfixiaba.
Cenó a un costado, esa noche, mientras todos se amontonaban
sobre el césped en pequeños grupos y conversaban bajo las
estrellas. Resonaban risas y voces. La comida (sobras que enviaban
desde el castillo) fue devorada en pocos minutos.
Dafya comió sin ganas, sola, y se acostó antes. No se cambió,
porque no quería pedirle ropa limpia a Luxeo. No quería volver a
sentir su mirada recelosa. No quería hablar con nadie.
Se instaló en un hueco en el que no había mantas, para estar
segura de que no usurpaba el sitio de alguien más, y acercó las
rodillas al pecho. Hacía frío.
Tal vez porque hacía frío, cuando cerró los ojos, vio llamas.
Se dejó llevar, creyendo que había entrado en alguna pesadilla, y
abrazó las imágenes confusas. Su consciencia cayó o se deslizó
vertiginosamente, como cae o se desliza una consciencia
adormecida. Las imágenes giraron, se superpusieron y, poco a
poco, comenzaron a estabilizarse. El frío se evaporó de su cuerpo y
tuvo la sensación de que había un piso firme bajo sus pies.
El cuarto estaba en penumbras.
La tienda había desaparecido y, en su lugar, había paredes
oscuras, sombras, velas. Antes de que la imagen se concretara y el
espacio la envolviera por completo, su nariz la obligó a dar un paso
atrás. Olía a quemado. No, a piel. A piel quemada.
Dafya se tropezó con sus propias botas mientras retrocedía y,
cuando cerró los ojos para estabilizarse, se encendió una luz en su
memoria. Una luz débil. Horrible.
Volvió a abrir los ojos, asustada, y vio su entorno con una claridad
que le erizó la piel. Había tres hombres en el centro de la habitación;
ninguna ventana, ni una sola corriente. La luz de las velas estaba
tan quieta como estancado el aire. Un sótano.
La temperatura comenzó a sofocarla mientras ella observaba la
escena con los ojos muy abiertos. La imagen era demasiado real
para ser una pesadilla. Las pesadillas no se sienten en la piel.
No pudo distinguir los rasgos de la persona que estaba junto a las
escaleras, pero supo que era un militar por su postura. No se movía.
La escena pertenecía al hombre sentado y a la capa sin rostro
que se inclinaba hacia delante como si quisiera hacerle sombra. La
silla de madera temblaba. El joven, sobre ella, soltaba palabras sin
sentido. Dafya solo pudo ver el sudor de su nuca y un breve perfil
del rostro desfigurado. Quemado. Sus temblores eran los de una
persona enloquecida.
–¿Tengo que preguntar otra vez?
La voz de la capa era fría y magnética, poco más fuerte que un
susurro y grave como un crujir de rocas. No había sentimientos en
esa voz. No había prisas, ni miedo, ni placer. A la joven le pareció
aterradora, pero no pudo apartar los ojos de la piel quemada que
parecía cera derretida.
–No… no… no… sé.
Una mano se extendió, despacio, hacia la cabeza trémula.
–¡No sé, no sé, no sé…! –gritó, y sus palabras se fueron
rompiendo por el horror–. ¡No lo sé, por favor, no lo sé!
La voz se volvió un hilo agudo que gritaba desde la locura. Dafya
sintió que se le metía dentro y le contagiaba una angustia
desesperada. ¿Estaba soñando? Percibía los latidos del corazón
con tanta nitidez que le dolía el pecho; olía la piel quemada,
escuchaba los gemidos, veía con claridad los cuerpos y las
sombras. Asfixiada, retrocedió un paso. Y entonces… el hombre de
la capa levantó la cabeza.
La vio. Sus miradas se encontraron.
Su rostro se hizo visible a pesar de la penumbra; las llamas
perezosas de las velas pintaron de luz y oscuridad una imagen
conocida.
Era él. El primer rostro que guardaba su memoria, su primer
recuerdo; <<el vaxer del ejército blanco>>.
Los ojos oscuros reflejaron la luz, mientras la observaban, y una
confusión brillante se encendió en ellos. Se irguió despacio, como si
temiera hacerla desaparecer, y se giró hacia el militar que estaba en
las sombras. El sótano se congeló por un instante. Cuando volvió a
mirarla, la luz en los ojos era más intensa y la confusión, más fría.
Dafya se sintió un espectro. ¿Estaba en una pesadilla? ¿O era la
pesadilla de otra persona?
Con pasos lentos que dudaban, el hombre se acercó. Caminó con
prudencia y sus pies casi no hicieron ruido; el cuarto habría estado
totalmente silencioso de no ser por los balbuceos incomprensibles y
asustados que continuaban haciendo eco en las paredes.
Se desprendió de la capucha, se detuvo frente a ella. A menos de
un metro de distancia, pudo verlo bien. Era joven. Sus ojos parecían
tallados en mármol negro. Los mechones que caían sobre su frente
proyectaban sombras en el puente de su nariz y en sus mejillas. Su
expresión era… indescifrable.
–Tayzo –murmuró, con voz helada. No le hablaba a ella.
–¿Señor? –respondió el militar desde las sombras. El ceño del
vaxer se tensó, sus ojos la atravesaron con una intensidad
confundida.
–¿No la ves…? –preguntó, pero en un susurro tan bajo y tan lleno
de dudas que flotó solo sobre ellos y se esfumó antes de alcanzar al
soldado.
–¿Señor? ¿Podría repetir…?
–No es nada –dijo, cortante, sin desclavar los ojos de la joven que
también lo miraba con atención.
Se estudiaron. Como si intentaran comprenderse. ¿Quién era la
pesadilla de quién? La misma pregunta brillaba en los ojos negros.
Extendió una mano, despacio, hacia ella. Dafya supo enseguida lo
que quería comprobar. Se asustó, interpuso el antebrazo y esperó
de forma inconsciente a que el contacto le quemara la piel. Pero no
sucedió nada. No sintió ni siquiera un roce. Miró los dedos que la
atravesaban como si fuera un espectro y dio un paso atrás. Alzó los
ojos y se encontró con su mirada fija.
Él tampoco comprendía, y la confusión de ambos parecía
mezclarse en el aire estancado del sótano. Poco a poco, no
obstante, el brillo de perplejidad de su rostro se transformó en un
destello hostil. Se giró y volvió sobre sus pasos, la capa ondeando
en la corriente que generaba su cuerpo al avanzar.
Firme y seguro, se paró frente al hombre de la silla. Se inclinó y
volvió a colocar una mano en la cabeza que aún temblaba. Clavó los
ojos fríos en la joven.
–No, por favor, por favor, ¡por favor!
Los gritos de la víctima se expandieron por la habitación mientras
las patas de madera comenzaban a sacudirse y golpeaban el suelo.
Las palabras siguieron brotando, pero de forma incoherente.
Dafya sostuvo la mirada que se hundía en sus ojos y negó con la
cabeza. Negó otra vez. Le pidió que se detuviera, en silencio, y lo
habría pedido con palabras si su voz no se hubiera escondido y
enredado en el miedo.
Quería asustarla. A nadie le gustan los espectros ni las pesadillas,
menos aun las que aparecen cuando no se está dormido. Dafya
también quería irse, con todas sus fuerzas, pero no sabía cómo y
solo pudo negar mientras los gritos destrozados llenaban la
habitación y la piel empezaba a deshacerse. Miró a través de las
lágrimas que no caían, con horror, cómo todo el cuerpo se pintaba
de rojo y exhalaba humo. El aroma llegó a su nariz y la llenó de
desesperación y rabia. Los recuerdos rozaron su mente, por un
instante fugaz.
–¡Para ya! –gritó, mientras las imágenes se enredaban con su
memoria y el cadáver sin piel, casi carbón, dejaba de gritar.
Lo último que vio, entre la angustia y la ira, fueron sus ojos. Se
clavaban en ella como dos cuchillos.
Las imágenes se esfumaron y el túnel la tragó otra vez.
Se sentó, con el corazón en las orejas y un nudo caliente
atravesado entre el pecho y la garganta. La oscuridad era total. Los
ronquidos le erizaron la piel. Se tocó el cuerpo para asegurarse de
que estaba entera y, en medio de los soldados dormidos, abrazó sus
propias rodillas. Había vuelto. Nunca se había ido.
Pero estaba segura de que tampoco había soñado, porque el olor
continuaba adherido a su nariz y las imágenes, grabadas en su
memoria.
Clavó los ojos en la oscuridad, arrancó tres hojas de su bolsillo y
las masticó.
Esa noche, no durmió nada.
Sombras en el castillo

–La familia real quiere conocerte –dijo, tendiéndole una muda de


ropa.
Ella lo miró, sin comprender, y tomó el montoncito de telas.
Esperó una explicación, pero Rehin mantuvo un silencio extraño. La
amabilidad era más tensa y la sonrisa, pálida.
–¿A mí por qué? –preguntó.
La gente que caminaba entre las tiendas (todavía no era capaz de
distinguir quiénes pertenecían a su grupo y quiénes no) prestó
atención a lo que hablaban. Con disimulo, algunos incluso se
arrimaron a escuchar. Dafya solo reconoció los ojos grises, fríos,
que la apuñalaban desde lejos. Los ignoró.
–Por el espectáculo de ayer –dijo, con una sonrisa imperceptible
que parecía tallada.
Enarcó las cejas, pero Rehin volvió a optar por el silencio. ¿La
castigarían?
–¿Para qué quieren conocerme?
–¿No deberías estar contenta en lugar de hacer tantas
preguntas? –Su voz seguía siendo cálida y sus ojos, amables. Pero
la joven sintió que sus palabras eran piedras. Rehin ensanchó la
sonrisa, como si olfateara su recelo, y las arrugas volvieron a
formarse alrededor de sus ojos–. Te invitaron a almorzar. Todavía no
pude hablar contigo como corresponde, pero…
Se tocó el hombro a modo de saludo, como si quisiera
presentarse.
–Soy Rehin, el vaxer del ejército.
Dafya se tocó el hombro de forma inconsciente.
–¿Vaxer…? –preguntó, escuchando en su cabeza los ecos
confusos de lo que había dicho el sacerdote. Reviviendo las
imágenes del fuego. Recordando al hombre de la capa.
–Te lo explicaré todo más tarde –dijo y le hizo una señal con la
cabeza para que entrara a vestirse–. Si dicen algo que no entiendes,
solo limítate a asentir.
Las miradas que caían con disimulo sobre ella, como plumas con
el viento, eran curiosas y hostiles. Dafya se mordió la lengua para
contenerse y, sin quejas ni preguntas, se metió en la tienda.
Rehin la esperó, mirándola por el resquicio que dejaba pasar luz.
Con esa expresión que le erizaba la piel, la observó de arriba abajo
mientras se desvestía. La sonrisa, poco a poco, desapareció de sus
labios.
Tardaron más de media hora en caminar hasta el castillo y,
cuando llegaron, un hombre vestido de rojo los condujo por los
corredores. Dafya perdió el sentido de la orientación enseguida. Las
paredes eran tan altas que ni siquiera la iluminación (exagerada y
ostentosa) alcanzaba a espantar la oscuridad del techo. Los pasillos
eran largos y levemente curvos. Los adornos de oro, los cuadros y
las alfombras llamaban la atención bajo la luz de las velas.
Resplandecían. La desorientaban.
Los hombres se detuvieron frente a una puerta adornada y
grande, lo suficientemente lujosa como para ser una entrada a otro
mundo. Se abrió con un rugido, dio paso hacia una sala enorme.
Cuando los reyes y sus tres herederos se pusieron de pie, la joven
agachó la cabeza para no mirarlos. Copió las reverencias de los dos
demás, mientras la princesa se acercaba a recibirlos y les enseñaba
sus sitios en la mesa.
Todo su grupo de entrenamiento habría podido sentarse en esa
mesa (y ni siquiera de ese modo se habría acabado la comida). Era
un festín.
Incómoda, tomó asiento y miró los platos lujosos, sin saber a
dónde más mirar. Observó los cuadros colgados. Las estatuas, que
parecían vigilarla de reojo. Y…
Su corazón dio un vuelco.
¿Qué…?
Él, una vez más. La sombra que aparecía en sus pesadillas. Sin
abrigo, con su camisa brillando bajo la luz de las arañas, se
apoyaba en algo que en realidad no estaba allí y clavaba los ojos
oscuros en ella. ¿Por qué…?
Parecía tranquilo. Como si llevara un rato observándola sin que
Dafya reparara en él.
–¿Así que esta es la nueva muchacha? –preguntó la reina.
No lo veían. Al igual que en el entrenamiento, nadie más…
¿Si lo ignoraba, desaparecería? Fijó sus ojos en el cabello rubio
del rey y decidió fingir que su corazón no daba golpes estruendosos.
Comenzó a sudar. Los recuerdos de la noche anterior volvieron a
aparecer detrás de sus pupilas. El olor del almuerzo se convirtió, por
un instante, en olor a quemado.
–Sí, Su Alteza –dijo Rehin.
La reina abrió la boca para decir algo, pero el mismo hombre que
los había guiado hacia la habitación apareció otra vez y su
presencia pareció congelarlo todo. Se acercó, le susurró algo al oído
y la expresión de la mujer se volvió oscura. El ánimo de la familia
real se tornó hostil. Todos miraron, con mayor o menor disimulo,
hacia la única silla vacía.
–Encuéntrala –dijo.
Dafya no prestó atención a los murmullos. Hacía su mejor
esfuerzo por no mirar hacia la camisa blanca, pero estaba en su
campo de visión. El reflejo en el rabillo de sus ojos le impedía
concentrarse.
Fijó la mirada en el cabello de la reina, esta vez. Cuando el paje
desapareció de la sala, la mujer le dedicó una sonrisa endurecida.
–Parece que habrá un plato vacío en la mesa –dijo y, aunque el
rey carraspeó, continuó hablando–. Los hijos son difíciles, a veces.
La joven asintió con la cabeza, porque no sabía qué más hacer,
mientras el vaxer empezaba a moverse con pasos aburridos. El
esfuerzo que necesitó para no mirarlo se multiplicó. Se pisó un pie,
ansiosa.
–Te agradecemos mucho que te hayas unido al ejército –dijo el
rey–. Estamos reclutándolos a todos, pero nos hace falta más…
gente como tú.
La camisa blanca se movía por la habitación, se detenía frente a
los cuadros con una postura aburrida. ¿Él tampoco sabía cómo
regresar? No lo mires, se regañó. Finge que no está aquí. Porque
no está aquí. No hay forma de que…
–Escuché que perdiste todos tus recuerdos –dijo la princesa, una
joven hermosa que a Dafya le resultó familiar. Aunque no la había
visto nunca.
Asintió, distraída, esforzándose por dividir su atención entre ellos
y el joven que se había girado, ligeramente, para escucharlos.
–Ahora estás con nosotros –dijo la reina, sonriendo con una
dulzura empalagosa–. No tienes que preocuparte por nada.
–Puedes pedirnos lo que quieras –dijo el rey, mientras comía.
Dafya miró su propio plato, lleno, y sus tenedores limpios–. Los
vaxers son especiales. Hacemos todo lo posible por cuidarlos bien.
La camisa blanca se volteó hacia la mesa y ella creyó ver una
sonrisa en su rostro. Desvió los ojos para observarlo, incapaz de
contenerse, pero la expresión ya había desaparecido; solo quedaba
un rastro irónico.
Él continuó paseando. Se asomó a la puerta, con curiosidad, y
miró hacia el pasillo. Salió un instante, pero regresó enseguida.
Dafya lo siguió con los ojos, sin darse cuenta, y la reina se giró para
buscar aquello que la distraía.
–Oh, ¿te gustan los cuadros?
El joven comprendió, por la pregunta, que por fin lo observaba;
alzó los ojos hacia ella. Sus miradas se encontraron un instante y
Dafya apartó la suya, esforzándose por ignorarlo otra vez. Por favor,
vete ya, siseó su mente. Vio de reojo el fantasma de una sonrisa y
los hombros que se encogieron, en una respuesta muda: <<si
pudiera…>>.
Rehin la empujó suavemente con el codo y la obligó a regresar.
–Sí, señora, me gustan –mintió.
–¿Y qué es lo que haces tú? –preguntó el mayor de los dos
príncipes–. Escuché que cada vaxer tiene un poder distinto.
El hombre que vagaba por la habitación se detuvo, como si
quisiera escuchar esa respuesta. Pero no hubo tal respuesta. Dafya
solo pudo observar al príncipe con los labios separados y una
mirada vacía. Quería irse. No soportaba los ojos clavados en ella ni
el relucir de los metales ni los cuadros ni el lujo ni, sobre todo, aquel
fantasma que no desaparecía.
–Está aprendiendo–dijo Rehin, para llenar el hueco incómodo–.
Aún no estamos seguros.
–Espero que no sea algo peligroso –dijo el más joven de los
príncipes. Un codazo en las costillas lo obligó a callarse.
La conversación continuó, entre bocado y bocado, pero ella no
tocó su comida. Dos veces fue incapaz de resistirse y buscó la
silueta blanca. La primera vez, la encontró apoyada en algún objeto
invisible, mirando el techo con una expresión entre cansada y
aburrida. Había marcas oscuras debajo de sus ojos, como si no
hubiera dormido.
La segunda vez que lo buscó, se topó con la habitación vacía.
Se concentró en los reyes. Y escondió debajo de la mesa las
manos que temblaban. Quería irse. El hueco en su pecho
comenzaba a ser asfixiante y la conversación superficial era como
combustible en un incendio. Deseó, con todas sus fuerzas, una hoja
de las que había en su bolsillo. Pero no se atrevió a tomarla.
Donde deben estar las princesas

Erediel luchaba mejor cuando superponía el rostro de sus


hermanos al de sus contrincantes. Luchaba mejor, pero perdía.
Furiosa, alzó la espada sin filo y el metal se reflejó en las pupilas
dilatadas del muchacho. Como siempre, sus manos se detuvieron
en el aire. El rostro de su hermano mayor, imaginado, empujaba y
detenía su cuerpo con tanta fuerza que sus brazos comenzaron a
temblar. Temió que se rompieran.
El soldado aprovechó el momento y la golpeó con la empuñadura.
Cayó sentada. Arrojó su arma con ira y gritó de frustración,
mientras sus movimientos levantaban una nube de polvo que
enseguida volvió a decantarse. Odiaba perder, pero más aún odiaba
perder frente al rostro de su hermano, o de su hermana, o de sus
padres. Odiaba que se le aparecieran. Los odiaba a ellos, tanto que
quería golpearlos y, aun así, cuando imaginaba sus rostros, era
incapaz de golpear a nadie.
Su compañero le tendió una mano. Lo fulminó con la mirada y
estuvo a punto de descargar su rabia en él, pero se controló a
tiempo. Si había perdido, solo podía echarse la culpa a sí misma.
Tomó la mano que le ofrecía, se incorporó y se sacudió la tierra.
Cuando la ira terminó de diluirse, alzó los ojos y le dedicó una
sonrisa avergonzada. Se posicionó para luchar otra vez. Las dos
palmas al aire, sin embargo, la detuvieron.
El grupo se paró firme y se giró para enfrentar al capitán. El
entrenamiento había terminado. Con una expresión desinteresada y
una seña desdeñosa para que se perdieran, los dejó ir. Los
soldados se relajaron y comenzó el sonido habitual de las
conversaciones. Sin prisas, comenzaron a marcharse, mientras el
sol del atardecer enrojecía el cielo; ese era el momento favorito de
todos los valences. El momento rojo.
–¿Qué sobras habrá hoy para cenar? –El muchacho que había
entrenado con ella empezó a seguirla–. Cuando no hay un ejército
en sus tierras, ¿qué hacen en el castillo con toda esta comida?
¿Tirarla?
–Si no te gusta, no la comas –contestó, con una sequedad hostil
que lo tomó por sorpresa.
Dejó de perseguirla y ella se sintió culpable. Se detuvo para
decirle que lo sentía y que, simplemente, estaba de mal humor, pero
alguien más gritó su nombre desde lejos.
–¡Diel!
Reconoció el tono autoritario que detestaba y, con un suspiro, se
giró hacia el capitán. Fue él quien se acercó, mientras el soldado se
alejaba sin que Erediel hubiera tenido la oportunidad de disculparse.
Cuando la alcanzó, lo primero que hizo fue observar los árboles en
busca de algún oído indiscreto. Estaban solos. Se inclinó hacia ella
y le habló con una sumisión exagerada.
–Su majestad la reina la está buscando.
–¿A mí? Qué sorpresa –dijo y se rio de su propio chiste–. ¿Qué
quiere?
El capitán se irguió, pero no la miró a los ojos. Dio vueltas con la
mirada y con los pensamientos antes de responder.
–Dijo que es… poco aceptable que su alteza esté aquí. Es su
madre y está preocupada…
–¿Dijo eso? ¿Dijo que está preocupada? –preguntó, con una
ironía que solo era real a medias. Con un poco de atención,
cualquiera habría encontrado un brillo de ansiedad en sus ojos
grises.
–No, pero…
–¿Qué dijo? –interrumpió, apretando los dientes.
–Que su alteza debe regresar al castillo... –Dudó antes de
continuar, o al menos fingió que dudaba–. En este instante.
Erediel dibujó una sonrisa tensa y miró el atardecer que, sobre
ellos, desplegaba una multitud de tonos rojos. Bufó.
–¿Eso es todo?
–Así es... ¿Le digo a su majestad que volverá al castillo?
–No. –Sin abandonar la sonrisa, frunció el ceño–. No pienso
volver a ningún sitio hasta que ganemos la guerra. Puede decirle
que espere y que mire. Le traeré la cabeza de la reina blanca.
–Pero la guerra no es lugar para una princesa –protestó–. Si le
sucede algo, me colgarán a mí. Puede esperar la victoria desde la
comodidad de su castillo y rezar para que….
Erediel se cruzó de brazos, mientras su sonrisa se crispaba.
–¿Quién dijo que la guerra no es lugar para una princesa?
–No, yo… Nadie, pero…
–Todos los valences somos familia. ¿No dicen eso todo el tiempo?
Si una familia estuviera en guerra con otra, creo que lucharían todos
–dijo, con el ritmo acelerado y la facilidad de palabras que le
regalaba la furia–. ¿No le parece?
–Pero… –A él, en cambio, siempre se le trababa la lengua–. La
familia real es la columna que sostiene el reino. Si la columna se
cae…
–La reemplaza otra –dijo, con una sombra de satisfacción en el
rostro–. ¿Los reyes son inmortales? Un rey muere, un rey asume: el
ciclo infinito de las monarquías.
–Alteza, ¿cómo puede decir eso? Su padre…
–Mi padre tiene tres herederos perfectamente sanos. No morirán
de la noche a la mañana –cortó, cansada escucharlo–. Los
soldados, sí. Me quedo. Puede decirle a la reina lo que quiera
decirle.
Se giró, sin saludar, y estuvo a punto de internarse entre los
árboles para acortar camino… Pero la vio. Mientras el capitán se
alejaba y sus pasos hacían eco en el bosque, Erediel clavó una
mirada sorprendida en aquella espalda que le parecía familiar.
Se quedó muy quieta y, con los dientes apretados, observó la
silueta que se movía entre los troncos como un espectro a punto de
desaparecer. No tuvo tiempo para pensar. Corrió hacia ella y, bajo la
luz rojiza que filtraban los árboles, le sujetó el brazo y la detuvo.
El cuerpo de la joven se tensó y Erediel pudo sentir los tendones
debajo de la camisa. Tardó varios segundos en girarse; cuando lo
hizo, se tomó su tiempo. El cabello encrespado y oscuro resaltaba
un rostro frío, pero lo primero que reconoció en ella fueron sus ojos.
Tenía la mirada de un animal; uno que se esconde del peligro,
pero, ante la más pequeña duda, ataca. Una mirada en la que
conviven rabia y miedo, un equipo peligroso en un cuerpo humano.
En un vaxer.
–¿Cuánto oíste? –preguntó, mientras barría sus ojos en busca de
una respuesta que no obtuvo. Ella se limitó a mirar su brazo, como
si el contacto le resultara irritante; Erediel no la soltó–. ¿Lo
escuchaste todo?
Los ojos, como madera barnizada (dura, vacía e insensible),
volvieron a alzarse y el viento las despeinó a las dos. La muchacha
sintió que el silencio se volvía estruendoso. El aire, imposible de
respirar.
Sin darse cuenta, soltó su brazo y desvió los ojos hacia el piso
mientras resistía el impulso de retroceder. Cuando fue consciente
del temor que hacía cosquillas en su sangre, la vergüenza se
convirtió en resentimiento, y el resentimiento se volvió orgullo. Alzó
el rostro y la enfrentó.
–¿Lo escuchaste o no lo escuchaste? ¿En verdad eres muda?
–Escuché algo. ¿Qué quieres? –dijo, con un tono congelado.
–¿Qué escuchaste? –preguntó, con la paciencia carcomida por la
rabia y la inquietud.
–Sé que eres la cuarta hija de los reyes. Eres muy parecida a tu
hermana.
Erediel escuchó un <<pero>> mudo en su oración. Siempre había
un <<pero>> cuando la gente la comparaba con su hermana.
–No le dirás nada a nadie, ¿está claro? –dijo, atravesándola con
los ojos.
Pero no hubo miedo o sumisión en la mirada de madera; solo un
terremoto extraño. Su rostro se endureció una vez más y el viento
arañó el aire.
Aquella joven parecía contener una tensión imposible. Había algo
comprimido en ella, algo volátil que siempre estaba a punto de
estallar. De romperla. De romperlos a todos. Erediel recordó cómo
Tien había volado por los aires y sintió un escalofrío.
–¿Me lo estás pidiendo? ¿O es un comentario al azar?
Se mordió el labio y fue incapaz de contener una mirada de odio.
Qué mujer desagradable, pensó. Los demás soldados no la
aceptarían nunca. Pero los reyes la quieren, se murmuró a sí
misma, porque es un vaxer.
–¿Se lo dirás a alguien o no?
La joven apartó la mirada, indiferente.
–No lo haría ni aunque me lo pidieras –dijo, por fin–. No me
interesan los asuntos de los demás.
Se giró y, cuando Erediel volvió a sujetarla del brazo, el viento le
rugió en el rostro como un animal enfurecido. Se esforzó por
ignorarlo y la obligó a voltearse de nuevo, a pesar del cosquilleo de
temor que le revolvía el estómago.
–¿Cómo puedo confiar en ti?
Su mirada la confundió tanto que volvió a soltarla; ¿cómo podía
ser al mismo tiempo una súplica y una advertencia?
–Si confías en mí o no, es problema tuyo. No escuché la
conversación a propósito, así que déjame en paz.
Las últimas palabras vibraron en el aire con desesperación.
–Confiaré en ti... Pero si le dices algo a alguien…
El viento enloqueció.
–¡No lo haré! –dijo, furiosa, mientras un remolino de aire brusco
se enredaba en torno a la muchacha y luego la empujaba hacia
atrás.
–¡No puedes usar tus poderes así! –gritó, con los ojos cerrados,
mientras se protegía el rostro del viento. Las ráfagas eran
impredecibles, estaban frenéticas y le golpeaban el cuerpo desde
todos lados. Su cabello ondeaba en el aire como una bandera
desgarrada–. Si lastimas a alguien…
El viento se retiró antes de que pudiera terminar sus palabras y,
cuando volvió a abrir los ojos y la buscó, la joven no estaba allí. Solo
quedaba el movimiento de las ramas y el murmullo apagado de las
hojas. Quedaba silencio, vacío y una tensión hostil que tardó en
disiparse. Erediel compuso una mueca de aprehensión y, con los
puños apretados, regresó al campamento.
Guerras

Pasaron tres días antes de que Rehin cumpliera lo que había


prometido. Cuando Dafya salió de la tienda y entrecerró los ojos
para que la luz del amanecer no la cegara, se encontró con él.
Alrededor de su cuerpo, el cielo se iluminó un poco más; lo rodeó
un haz extraño que la obligó a apartar la vista. Se refregó los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, lo encontró más cerca. Ya no brillaba.
–Si tienes un rato antes del desayuno, podemos hablar lo que
habíamos dejado pendiente –dijo, alzando las cejas, con una
expresión dulce. Se sentía una niña cuando la observaba así.
¿Cuántos años tiene?, se preguntó. Estudió su rostro, pero era
como una cáscara vacía; no encontró ni su edad ni sus
pensamientos. ¿Qué importaba? Ni siquiera sé cuántos años tengo
yo.
–Sí –dijo.
Lo siguió, entre las tiendas, hacia el prado que separaba el
campamento del castillo. Se detuvieron junto a un árbol que los alejó
del sol. Las hojas cobrizas eran como manchas de sangre. Rehin se
sentó sobre las raíces y le hizo un gesto para que lo acompañara; la
joven tardó unos segundos en hacer caso. Se sentó y acercó las
rodillas al pecho.
–¿Tienes frío? –preguntó él–. ¿Quieres que encienda un fuego?
La palabra fuego sacudió algo en su inconsciente. Un
estremecimiento doloroso le pinchó la piel y la piedra que pesaba
constantemente en su estómago se convirtió en metal. Con los ojos
un poco más abiertos y fijos en las raíces, negó con la cabeza.
Pensó en llamas. En el sonido de la piel que se consumía. En los
ojos oscuros del vaxer que ignoraba los gritos y…
Parpadeó dos veces para ahuyentar el recuerdo, temiendo que
volviera a aparecer. Alzó la mirada y escrutó el terreno vacío, por las
dudas.
–¿Qué buscas? –Rehin había tensado su expresión amable, otra
vez, y sus ojos se habían entrecerrado de forma apenas perceptible.
–Nada.
No confiaba en él, ni en nadie; no confiaba ni siquiera en sí
misma. Intentó que la ansiedad no se reflejara en su mirada y, para
eso, su expresión se endureció. El hombre respondió con otra
sonrisa. Era carismático, atractivo y sus ojos brillaban con calidez.
¿Por qué se sentía tan incómoda a su lado?
–Bueno, prometí explicarte algunas cosas –dijo, entrelazando los
dedos, con una postura tranquila–. ¿Cuánto recuerdas? Dime la
verdad.
Dafya se encogió de hombros, clavó los ojos en la tierra y sacudió
la cabeza, despacio. No necesitaba mentir.
–No recuerdo nada –dijo.
Abrió la boca para añadir ideas y sensaciones, como su relación
con el fuego, la resonancia que tenían ciertas palabras en su mente
o imágenes absurdas que aparecían en pesadillas, pero no se le
ocurrió cómo explicarlo. Volvió a negar.
–Está bien. Entonces voy a empezar desde el principio –dijo. Ella
lo estudió por un instante y, donde esperaba ver algún destello de
impaciencia, encontró una expresión alegre y tranquila–. Hace
mucho tiempo, los dioses vivían entre los humanos. Es la historia
que nos cuentan a todos en la escuela, cuando somos pequeños.
¿No te suena de nada?
–No.
–Los dioses se dividieron, comenzaron una guerra y acabaron por
desaparecer. Su descendencia se perdió entre los humanos, la
sangre divina se diluyó y hoy son solo personas comunes: los
sacerdotes y la familia real. La religión existe para honrar símbolos
del pasado, para creer que todavía están en alguna parte. Lo
importante aquí es que los dioses tenían sirvientes: los vaxers. Les
trasladaban poderes y ellos vivían para protegerlos. –Hizo una
pausa corta y buscó sus ojos–. ¿Entiendes? Nosotros somos lo
único que queda de ellos. Las habilidades también se diluyeron con
el paso de los años. Los vaxers que las usaban para lastimar a otros
fueron perseguidos y cazados; otros, simplemente, formaron su
familia con personas comunes. Por eso, hoy somos muy pocos y las
habilidades que tenemos no son nada en comparación con las que
tenían nuestros antepasados. Pero seguimos teniendo la misma
misión: existimos para proteger a nuestros reyes, a nuestros
sacerdotes y, en general, a todo el pueblo. Tenemos capacidades
especiales y, por eso, nuestras responsabilidades también son más
grandes. Tu tarea, la mía, es que el reino esté seguro. En otras
palabras, ganar la guerra. ¿Te estoy mareando?
La joven lo miró, sin responder a su pregunta.
–¿Y cuáles son… esas capacidades? –preguntó, y su voz se
mezcló con el susurro del viento.
–No todos conservamos los mismos poderes. Yo me llevo muy
bien con la luz –dijo, y el espacio entre ambos se oscureció tan
lentamente que la joven pensó que era un efecto de sus ojos. Rehin
sonrió y aprovechó la penumbra para sentarse frente a ella–.
Tendremos que averiguar, juntos, cuál es la tuya.
Dafya no respondió. Lo miró a los ojos, temiendo que, si volvía a
apartar la mirada, él continuara acercándose.
–Pero… –dijo, mientras la luz volvía poco a poco a la
normalidad–. Si los dioses comenzaron la guerra, ¿cuánto hace
que…?
–No, esa es otra guerra. –Se miró los pies, soltó un suspiro–. Esto
es un poco largo, pero no creo que necesites una lección de historia
en este momento. Si tengo que resumirlo… El reino valence, no
hace mucho, era una unidad. Hasta que la iglesia comenzó a
fragmentarse. Los seguidores de Laera formaron una secta y
atacaron. Dejaron de reconocer a Hwiro como un dios y… ¿Ahora sí
te estoy confundiendo?
Dafya asintió con la cabeza y él volvió a esbozar una sonrisa.
–Bueno, no es importante. Seguro que el sacerdote real puede
explicártelo mejor que yo. Pregúntale la próxima vez que te
confieses –dijo, con una paciencia que parecía infinita–. Lo que sí
importa… es que tienes habilidades especiales, que ahora sabes
por qué y, sobre todo, que son peligrosas.
Dafya lo miró y recordó (tal vez porque él quería que lo recordara)
cómo su compañero de grupo había volado por los aires. No
contestó. Se quedó quieta, con una expresión que ni acordaba ni se
oponía.
–Somos peligrosos porque no podemos controlar bien nuestros
poderes. Y lo peor que podría pasar es que nosotros, que juramos
proteger al reino, terminemos lastimándolo. ¿No te parece?
Se encogió de hombros, primero, pero después asintió despacio.
Una voz en su cabeza susurraba que era mejor decir que sí, sin
importar a qué.
–Por eso, solo usamos las habilidades en el campo de batalla –
dijo, y su sonrisa, poco a poco, se esfumó. Clavó en ella una mirada
que no le permitía apartar la suya. Sus ojos eran imanes y, por
primera vez, estaban serios–. Pase lo que pase, no puedes volver a
usar tus poderes. Por la seguridad de tus compañeros, no está
permitido. Si lo haces, te castigarán y, si lastimas a alguien otra
vez… Dime si lo entendiste.
Dafya se sintió pequeña frente a los ojos que la absorbían.
Incómoda. Enfadada.
–Entendí –dijo.
Su sonrisa regresó; se inclinó hacia ella y le acarició el cabello
como si fuera una niña. Se tomó más tiempo, sin embargo, del que
se habría tomado si hubiera sido una niña; su mano se coló entre
los mechones y bajó lentamente hasta llegar al cuello.
Dafya no se movió. No dejó de mirarlo fijamente hasta que él
decidió apartarse.
–Bien. Puedes preguntarme si quieres saber otra cosa –dijo.
–¿Viajas con el ejército?
Rehin sonrió y asintió con la cabeza.
–Claro que sí. Yo también participo en las batallas.
–Entonces… ¿sabes algo sobre mí? –Escondió la ansiedad que
quería vibrar en su voz–. ¿Por qué estaba en ese bosque cuando
nos atacaron? O ¿dónde y con quién vivía? O… lo que sea.
–Estabas con nosotros porque habías decidido unirte al ejército –
dijo, mirándose las manos–. Pasamos por tu pueblo para reclutar y
te ofreciste. Tu familia había muerto en la guerra. Pero, uno o dos
días después, enfermaste; por eso descansabas en la tienda del
Luxeo. Y, por eso, sobreviviste.
–¿Y cómo…? –Dafya no entendía por qué habían desaparecido
sus recuerdos de la noche a la mañana, pero se arrepintió y decidió
no preguntar. En cambio, dijo–: ¿cómo sobreviví al incendio?
–Cuando te encontramos, el fuego se había extinguido. El bosque
estaba carbonizado y lleno de cenizas, pero tu cuerpo estaba
tendido en medio de un claro que no había llegado a quemarse –dijo
y se encogió de hombros–. Probablemente usaste tus poderes.
–¿Y el hombre que nos atacó…?
Dejó la frase inconclusa cuando vio que su expresión se tensaba
y sus ojos comenzaban a brillar. Pensó, escondiendo su sorpresa,
que parecía una persona diferente. Más real. Una diversión ansiosa
y una rabia oscura se mezclaban en su rostro.
–El vaxer del ejército blanco –dijo, y entornó los ojos sin dejar de
sonreír–. Su reina jamás ha reclutado a nadie más. A ningún otro
vaxer, quiero decir. Asesina todo lo que toca y sus incendios han
provocado que miles de los nuestros murieran de hambre. Si lo
encuentras en el campo de batalla, no pelees con él.
Dafya recordó la temperatura de su mano y se tocó el cuello
instintivamente.
–¿Por qué no? –preguntó, a pesar de todo. ¿No había que
matarlo para que se acabara la guerra?
–Porque es peligroso. El pueblo blanco es cruel; son como
bestias. Imagina a una bestia con poderes –respondió, pero en sus
ojos no había miedo. Hizo una pausa y su mirada perdida se llenó
de sombras–. Es mi objetivo. Tú puedes volver con la cabeza de la
reina blanca, yo prometí volver con la suya.
Dafya miró a su alrededor, temiendo que pudiera escucharlos.
Pero no había nadie allí. Rehin malinterpretó el brillo de sus ojos.
–Lo siento, vas a perder el desayuno si no vuelves –dijo y se puso
de pie para tenderle una mano. Ella fingió que no la había visto y se
incorporó sola; no quería que volviera a tocarla.
Él se despidió, con una sonrisa más tensa, y se marchó hacia el
castillo. La joven, sin moverse de donde estaba, siguió su espalda
con los ojos. Las torres se recortaban en el cielo, largas y oscuras,
filosas y antiguas.
Cuando estuvo segura de que él ya no la veía, volvió a sentarse
junto al árbol y, sin darse cuenta, azuzó el viento. Le gustaba la
sensación. Cuando el aire soplaba en su rostro, se imaginaba que la
ráfaga era ella misma y que podía recorrer el mundo sin que nadie
la viera.
Llevó una mano a su bolsillo, instintivamente, y acarició las pocas
hojas que quedaban.
Pero, antes de que pudiera decidirse, escuchó voces. Miró el
prado desierto, confundida, pero no vio a nadie y las imágenes se
desenfocaron y comenzaron a girar. Se sujetó de las raíces,
mareada; se aferró a la rugosidad de la madera para contrarrestar la
sensación de que caía y se apartaba de su cuerpo. A una velocidad
tan vertiginosa que le provocó náuseas, perdió contacto con su
entorno y se dio de bruces con imágenes distintas.
Su mundo

Un cielo nublado giró sobre ella y, después de oscilar unos


segundos, se quedó quieto. Hacía frío. Y, aunque el sol se ocultaba
detrás de las nubes, había demasiada luz; Dafya entrecerró los ojos.
Esperó a que sus pupilas se acostumbraran y la cabeza dejara de
zumbar.
Creyó que estaba viendo nieve. El frío respaldó el espejismo por
un instante, pero, cuando sus ojos se adaptaron, la ilusión se
desmoronó. Las paredes estaban pintadas de blanco y los
adoquines eran de un color gris enfermizo.
Estaba de pie, en medio de un callejón, dentro de una ciudad que
no conocía. Tocó una de las casas con la punta de los dedos, pero
no sintió la textura de la piedra. La atravesó, como un fantasma.
Se giró para buscarlo, segura de que lo encontraría. Casi como si
pudiera sentirlo. El vaxer, con el cuerpo tenso, volvió el rostro hacia
atrás. Por un instante, Dafya creyó que él también estaba
buscándola, que también la había sentido.
Pero los ojos oscuros se posaron en el militar que caminaba tras
él como una sombra.
A lo lejos, se escuchaba un murmullo urbano de caballos y gritos.
–Voy a ver al sacerdote. No tienes que seguirme a todos lados –
dijo–. Vuelve al campamento, estaré allí en menos de dos horas.
El militar dudó, mientras el sol asomaba por encima de las casas
y la sombra del vaxer lo empequeñecía. Dafya supuso que no
podría discutir con su tono de voz ni, mucho menos, con su mirada.
–Sí, señor.
Se inclinó como si estuviera frente a un príncipe y, reticente, se
giró para marcharse. No la vio. Podría haberla atravesado y, lo supo
con certeza, no la habría visto. Con el corazón golpeando en lugar
de latir, se mantuvo inmóvil, mientras los pasos del militar resonaban
en los adoquines. Pero el vaxer, que sí podría haber reparado en
ella con solo girarse un poco más, continuó su camino con prisas.
Como si estuviera escapando del callejón. De las sombras. O, tal
vez, de la luz.
Se quedó en su sitio y observó la capa que ondulaba con el
viento. Podía sentir las ráfagas, la temperatura, el aire. ¿Por qué no
podía sentir la rugosidad de las paredes? Miró a su alrededor, sin
saber qué hacer, y decidió no hacer nada. Si se quedaba allí,
inmóvil, tal vez pudiera regresar.
Pero las imágenes comenzaron a borrarse y su entorno, a
empalidecer; se asustó. ¿Y si no volvía? ¿Y si acababa perdiéndose
en algún otro sitio? Cuanto más se alejaba la silueta del hombre,
más se desintegraba su propio cuerpo. En un impulso, caminó tras
él.
Se mantuvo a una distancia discreta, mientras los pasos rápidos
dejaban de ser rápidos y el joven comenzaba a frenarse. Tardó
varias cuadras en perder toda su velocidad y detenerse. Cuando lo
hizo, fue en medio de ninguna parte, como si las fuerzas para
caminar se le hubieran ido agotando de a poco.
Dafya salió del callejón y, con disimulo, se mezcló entre la gente
para acercarse a él. Había mucha. Frente a ellos, en una rotonda,
se cruzaban cuerpos y jugaban los niños. Había negocios en el
contorno de la plaza y las personas aparecían desde todos lados
como si el mundo entero confluyera allí, en el árbol enorme que
extendía sus ramas y enseñaba las hojas blancas al viento.
No pudo evitar que las palabras de Rehin hicieran eco en su
mente. ¿Bestias? Pensó que parecían personas normales en medio
de un pueblo normal. El único que destacaba, entre la actividad y las
voces, era él: como una sombra invisible.
Dio un rodeo y se colocó a su altura para mirarle el rostro. ¿Qué
buscaba, en medio de tanta gente? Su expresión estaba tan vacía
que, en contraste, sus ojos brillaban con un halo vidrioso e intenso.
Se movían, sin sentido, por la plaza llena. La joven sintió que su
propio cuerpo pesaba un poco más, por contagio.
Lo estudió durante varios minutos, mientras él observaba la
rotonda y, a su alrededor, todos se movían como si no lo vieran. Era
más joven de lo que le había parecido en un principio y, envuelto en
su propio silencio, no parecía aterrador. Solitario, sí. Cansado.
Un grupo de niños, vestidos de blanco de la cabeza a los pies,
comenzó a correr y perseguirse alrededor de esa rotonda. El más
pequeño, absorto, dio de bruces con la capa. Cayó al suelo.
El vaxer miró su propia pierna y luego bajó la mirada, sorprendido,
como si tampoco lo hubiera visto aparecer. Por un momento,
ninguno de los dos dijo o hizo nada.
El niño se miró las manos, rojas y sucias, y sus ojos se
humedecieron. Parecía dudar entre estallar en lágrimas o huir. Él
también dudó. Estudió al niño con incomodidad y un brillo de
incomprensión en los ojos oscuros. Esperó a que se pusiera de pie,
o llorara, mientras la tensión crecía.
Finalmente, tendió una mano vacilante. El pequeño lo miró a los
ojos, todavía a punto de llorar, como si buscara en ellos un motivo
para dar rienda suelta a las lágrimas. Pero, lo que fuera que
encontró, convirtió su angustia en una sonrisa vidriosa; le permitió
que lo ayudara y se puso de pie. Volvió a ignorarlo y corrió detrás de
sus amigos. Lo olvidó enseguida.
El vaxer lo siguió con una mirada opaca y, en el camino, sus ojos
se toparon con ella.
No reaccionó. Dafya tampoco. Había algo aplastante en el
ambiente y, poco a poco, se le contagiaba. No sintió miedo. Ni odio.
No sintió; la apatía brillaba en cada una de las imágenes que estaba
viendo a través de los ojos de ese hombre. Ella no estaba realmente
allí. Estaba en alguna parte de él.
La observó con indiferencia, durante un rato, mientras un viento
frío los atravesaba a los dos. Eran invisibles para los demás, aunque
fuera de formas distintas; pero, aun si no les gustaba, no eran
invisibles el uno para el otro. Mientras la gente pasaba y hacía ruido,
un silencio quieto los conectaba de forma extraña. ¿Qué había
pasado ese día, en el bosque, que los había unido?
El joven desvió los ojos por un instante, los posó en algún punto
por detrás de ella. Cuando volvió a observarla, mostraban un
destello distinto que podía parecerse a la curiosidad. Con
movimientos lentos que indicaban tregua, se acercó un paso.
Antes de que pudiera dar otro, no obstante, la ilusión se convirtió
en nada.
Dafya volvió a sentir que su mente caía en círculos. Chocó con su
propio cuerpo y respiró con fuerza, mientras el viento a su alrededor
movía las hojas de los árboles. Rojas. Como cenizas en llamas.
Familias

Había dos lugares, alrededor del campamento, en los que existía


la privacidad: el bosque rojo y la tienda de Luxeo. A su hermano
nunca le había gustado el bosque.
Erediel se detuvo en la entrada y miró la tela que oscilaba por el
viento. Se mordió el labio inferior y, con el estómago endurecido, se
preparó a sí misma para una conversación que no quería tener.
–Los dejo para que hablen, Su Alteza –dijo el capitán. Se inclinó
en una reverencia larga y luego se fue. Ella se quedó a solas con las
paredes de la tienda, el miedo y el rencor.
Respiró hondo y descorrió la entrada. La silueta familiar se recortó
en un fondo rojo; mientras él se giraba para mirarla, Erediel entró.
Su segundo hermano le dedicó una sonrisa incrédula.
–Así que estabas aquí –dijo, estudiándola de la cabeza a los pies.
Un brillo divertido iluminaba sus ojos, mientras que una capa de
desdén los oscurecía. Se sintió un insecto, una vez más, frente a
esa expresión. Apretó los puños para contenerse.
–¿Qué quieres, Waff?
–Nada –dijo, encogiéndose de hombros–. ¿Necesito un motivo
para venir a buscar a mi hermanita?
La diversión y el desdén eran disfraces. Detrás de la arrogancia
había algo más fuerte que el desprecio, un rencor que tenía raíces
demasiado profundas.
–¿Mamá te dijo que vinieras a buscarme?
–¿Mamá? ¿Un soldado puede dirigirse así a la reina? –dijo y soltó
una risa cruel–. De hecho, ¿no deberías inclinarte ante mí? Estás
hablando con un príncipe…
–¿Recuerdas cuando te fracturaste la mandíbula? –masculló,
mientras se esforzaba por sonreír y sus puños temblaban de rabia–.
Supongo que te gustó, viendo que quieres repetirlo.
La diversión en los ojos de su hermano se tornó oscura y la
sonrisa, despacio, se marchitó. Con las manos metidas en los
bolsillos, dio un paso adelante.
–Lo recuerdo. Recuerdo también que estuviste un mes encerrada,
sin ver el sol, así que no te metas conmigo. Si vuelves a
golpearme… –La sonrisa regresó, torcida– creo que podrían
encerrarte para siempre.
Erediel abrió la boca para escupir veneno, pero se mordió la
lengua antes de que las palabras comenzaran a salir. Intentó apagar
la ira y respiró hondo antes de hablar. No servía de nada. Se
lastimaba a sí misma.
–¿Qué diablos quieres? –preguntó, clavando sobre él su mirada
más dura.
–¡Ya te dije que nada! –dijo, alzando las cejas como si estuviera
ofendido. Entonces volvió a sonreír–. ¿Qué? ¿Crees que alguien en
el castillo quiere que vuelvas?
Erediel se mordió los labios una vez más, tan fuerte que las
lágrimas le pincharon los ojos y las imágenes se nublaron.
–No, espera, sí hay alguien. Ese viejo, ¿lo recuerdas? El
consejero de papá que te mira como si fueras comida –dijo y se
dobló sobre sí mismo para reírse–. Ese debe estar extrañándote.
–Si no quieres nada, ¿puedes irte? –pidió, entre dientes, usando
todas sus fuerzas para contener sus emociones.
–Estoy bromeando. ¿Nunca te tomas nada bien? Parece que
estuvieras a punto de llorar –dijo y se humedeció los labios como un
animal salvaje–. Es cierto que mamá te está buscando. Nadie quiere
a una princesa loca causando escándalos por ahí, ¿no te parece?
–Dile que no volveré.
Se rio, con un brillo burlón en la mirada, y se acercó otro paso
hacia ella. Las comisuras de sus labios subieron tanto que la sonrisa
se convirtió en mueca irónica.
–No le diré que te he encontrado.
Erediel lo estudió, sin comprender, y frunció el ceño; no dijo nada.
Esperó, segura de que había un remate. Su hermano volvió a reír y,
con las manos todavía en los bolsillos, se inclinó lentamente.
–Vine a pedirte un favor, en realidad –susurró, mientras su sonrisa
moría y su tono de voz se volvía frío y sincero–. ¿Recuerdas?
Cuando éramos niños solías escuchar todos mis caprichos... Diel…
¿puedes no regresar a casa?
Erediel deseó con todas sus fuerzas que su cuerpo se encendiera
de rabia, pero su odio se enfrió y, en su lugar, sintió que una mano
le desgarraba el pecho. Se detestó a sí misma.
–Vete…
–Por los viejos tiempos. Por mamá y papá. Por favor, no vuelvas –
dijo, y sus palabras no le habrían provocado nada si su voz hubiera
sido cruel. Pero era sincera. La súplica brotaba desde su corazón y
era tan honesta que la muchacha se quedó en blanco durante unos
segundos.
Sintió que algo en su cuerpo se rompía. Buscó en los ojos de su
hermano algún destello de lo que había sido, algún rastro del niño
con el que había jugado entre corredores oscuros y adultos hostiles.
Se odió por recordar. Por ser la única que todavía recordaba.
–Piénsalo –dijo, mientras se erguía y continuaba mirándola con
ojos suplicantes y serios–. Te lo pido en nombre de todos.
Dejó de prestarle atención, suspiró y pasó junto a ella para
dirigirse a la puerta.
–No –dijo, en un susurro. Se tragó las lágrimas, se aseguró de
que no saldrían y dejó que la rabia ardiera y secara cualquier
sentimiento. Se giró para mirarlo, con ojos de metal–. Voy a ganar
esta guerra. Y volveré. Traeré tantas cabezas como hagan falta para
demostrar que eres un idiota asustado y que yo tengo más derecho
que tú a mostrar esta cicatriz.
Se descubrió el hombro para enseñar la marca que la identificaba
como descendiente del rey. Sostuvo la mirada fría de su hermano.
–¿Crees que alguien te querrá solo porque seas otro peón en el
campo de batalla? –dijo, esbozando una mueca de amargura–.
Alguien como Rehin o algún general se llevará todos los laureles,
Diel. Tú solo serás una princesa loca que se escapó del castillo para
hacer lo que no debía. Sabes bien qué hace la historia con las
princesas que no se quedan en casa.
La miró con desprecio por una última vez y salió de la tienda.
Erediel se quedó sola y, por un largo rato, no pudo desclavar los
ojos del espacio vacío. Su visión fuera de foco diluía los objetos y le
permitía encerrarse y no pensar. No sentir.
Pero, después de contenerse todo lo que pudo, las lágrimas
volvieron para pinchar los ojos y el pecho escoció como si lo
apretaran. Se preguntó si todos sus hermanos se habían puesto de
acuerdo; no le costó imaginar que sí. Su familia.
¿Qué significaba eso? Solo los unía la sangre y el odio.
Se limpió las lágrimas y no permitió que brotaran más.
Ganaría la guerra. Y, cuando volviera, sus padres la aceptarían.
Par

Sentadillas, abdominales, ejercicios de fuerza. Una y otra vez,


una ronda tras otra y en perfecta sincronía. Si alguien perdía el ritmo
y actuaba a destiempo, el capitán lo obligaba a empezar desde el
principio; <<la coordinación es lo más importante en una batalla>>,
decía y disfrutaba ver cómo los soldados sudaban bajo el rayo del
sol.
–Tú. Empieza otra vez.
Dafya no había perdido el ritmo en ningún momento, pero ese
dedo ya la había señalado tres veces. Sin detenerse ni siquiera para
respirar, tan cansada que le temblaban las piernas, empezó desde
cero mientras los demás soldados terminaban las sentadillas y
esperaban, exhaustos, bañados en sudor.
Cuando todos terminaron los ejercicios, el grupo se posicionó
firme y aguardó órdenes. El capitán no dio tiempo para que
descansaran; repetía, casi todos los entrenamientos, que el único
descanso en una batalla es la muerte.
–Pónganse en parejas y cojan una espada.
La formación se rompió y, por un momento, el terreno vibró bajo
los pasos desordenados. Pero todo volvió a organizarse demasiado
de prisa y Dafya solo atinó a retroceder para no chocar con nadie.
Las parejas se armaron en pocos segundos y la bolsa de espadas
quedó casi vacía.
–Practiquen lo que estuvieron aprendiendo. ¡Empiecen!
El sonido de metales chocando aturdió el aire. La joven miró a los
demás desde un costado, mientras el cosquilleo ansioso, que
siempre nacía en su pecho, se extendía a su estómago y viajaba por
sus extremidades. Observó la práctica, muy quieta; si no se movía,
si no respiraba, tal vez su cuerpo se volviera invisible. Deseó, con
todas sus fuerzas, irse a otro sitio.
Pensó en el vaxer del ejército blanco. De forma inconsciente, lo
buscó. Pero las imágenes no cambiaron, su mente se quedó en su
cuerpo y el estruendo de metal comenzó a asfixiarla.
El capitán la vio. Esbozó una mueca de desdén, pero, cuando se
acercó a ella, Dafya vio lo que intentaba ocultar. Un destello que se
parecía al temor.
–¿Qué? ¿Estás cansada? ¿Los vaxers no entrenan?
–No tengo pareja.
Su voz brotó desde algún lado de su estómago, fría y de modo
casi inconsciente.
–¡Entonces hazlo sola! –masculló él, señalando la bolsa en la que
aún quedaban espadas.
Dafya bajó los ojos y, por un momento, temió que sus piernas no
se moviesen. No le quedaban fuerzas y la incomodidad había
endurecido sus músculos hasta convertirlos en mármol. A pesar de
eso, fue capaz de obedecer. Caminó hacia la bolsa, tomó una
espada sucia y sin filo y se colocó junto a los demás.
Durante algunos segundos, solo pudo mirar cómo el sol se
reflejaba en el arma. Se sintió estúpida y la impotencia que
endurecía su cuerpo creció; hizo mucha fuerza para posicionarse y,
tragándose los sentimientos, luchar contra un enemigo invisible.
Intentó olvidarse de que se veía patética. Empezó a moverse por
instinto, sin pensar en nada, conteniendo todo en un pequeño
cúmulo que le oprimía el pecho.
Pero, cuando la luz le lastimó los ojos y la obligó a desviarlos, lo
vio. Y la fuerza de voluntad se volvió humo. Y su cuerpo se convirtió
en piedra.
Se detuvo en seco y clavó en él una mirada sorprendida. No quiso
preguntarse cuánto tiempo llevaba allí, apoyado contra algo
inexistente, observándola. No quiso pensar, no quiso leer su
expresión, pero, de cualquier manera, no pudo dejar de verse en los
ojos oscuros. Sintió rabia, primero, y deseó gritarle que la dejara en
paz. La vergüenza, sin embargo, le tiñó rápidamente las mejillas y
apagó cualquier otra cosa que no fuera la ansiedad y la
desesperación. Quería estallar. Quería que dejara de mirarla. Quería
que los sonidos a su alrededor se detuviesen.
Intentó calmarse y, para eso, desvió los ojos. Si de cualquier
manera no podía forzarlo a irse, si ni siquiera él sabía cómo
regresar, lo mejor era ignorarlo. Pensar que su silueta era una
sombra, una planta, una ilusión.
El capitán se paró frente a sus ojos y consiguió distraerla.
–¿Así que decidiste desobedecer? –dijo. Dafya abrió la boca para
decir que no, o para pedir disculpas, pero el hombre le dio la
espalda antes de que pudiera hablar y caminó entre las demás
parejas. Los obligó a detenerse–. ¡Atención! Por culpa de algunos
soldados que son perezosos y desobedientes, el entrenamiento se
extenderá dos horas más para todos. ¡Y terminaremos la jornada
con más ejercicios!
Suspiró y bajó la mirada al suelo para no ver los ojos llenos de
rabia. De cualquier forma, los sintió. Flechas en la piel, pinchazos de
odio. Incluso ella misma se despreciaba. Se frotó el rostro con las
manos, se esforzó por no temblar de ira e impotencia y, más aún, se
esforzó por no mirar al joven que, lejos de mostrarse aburrido,
todavía la atravesaba con los ojos.
–Tengo algo que hacer, así que los dejaré practicando solos
durante unos minutos –dijo el capitán–. Si me entero de que alguien
holgazanea, aunque sea una sola persona, todo el grupo pasará la
noche haciendo abdominales. ¿Está claro?
–¡Sí, señor! –La respuesta fue unánime.
El hombre se giró y, antes de irse, le dedicó una mueca de
desdén. Dafya vio un brillo de satisfacción en sus ojos.
Imitó a sus compañeros y entrenó posturas y ataques. Durante
uno o dos minutos, no sucedió nada y el sonido metálico se volvió
un ritmo repetido. Cuando tres soldados se apartaron un instante
para tomar agua y pasaron junto a ella, Dafya sintió el primer golpe.
Se llevó la mano a la cabeza, sorprendida, y los miró. El pequeño
grupo le daba la espalda y se había alejado lo suficiente como para
no parecer culpable. Los tres soldados bebieron, se pasaron la bota
de agua y regresaron a sus sitios. Pocos minutos después, otros
repitieron lo mismo; el golpe fue un pinchazo con la espada.
Bebieron, regresaron. Molesta, intentó evitar al tercer grupo, pero un
pie la hizo tropezar.
El sonido de metales escondió las risas y los murmullos, pero no
escondió la rabia que brillaba en los ojos de sus compañeros.
Se tragó la tierra que había masticado sin querer y esperó a que
el polvo se asentara. Todavía en el suelo, se frotó las manos y se
mordió la lengua hasta que saboreó sangre. Lo miró.
El vaxer no se había movido. Con la boca apenas entreabierta y la
mirada cargada de atención, todavía la observaba; parecía que
intentaba comprenderla. Dafya se sintió una cosa, y una cosa muy
estúpida, mientras intuía su propia imagen en las pupilas que no
alcanzaba a ver.
<<Vete>>, dijo en silencio, con los ojos vidriosos, moviendo los
labios hacia él y remarcando la palabra. <<Por favor, vete>>.
La boca del joven se cerró, los labios formaron una línea. Dafya
interpretó su parpadeo pausado como un gesto de comprensión.
Pero no se fue. Con un encogimiento de hombros, le recordó que no
podía irse.
Suspiró, bajó la mirada hacia el suelo y se puso de pie. Los
murmullos de los demás soldados se volvieron inaudibles mientras
ella se sacudía la ropa. Llamó al viento instintivamente, buscando
compañía, fuerzas, buscando sentirse más que un cuerpo inútil y
patético, pero el viento no le respondió. Las hojas de los árboles no
se inmutaron y el aire, mudo y sordo, no dio ninguna señal. Dafya se
tragó la desesperación, alzó su espada sin filo y aguantó. Continuó
practicando, mientras el nudo en la garganta se extendía por todo el
cuerpo y el corazón protestaba con cada latido. Aguantó.
Lo único que podía hacer era recordar. Recordar quién era, de
dónde venía. Y, sobre todo, a dónde podía volver.
Vastak

La única pista que tenía de su pasado eran las pesadillas.


Variaban detalles, pero, en esencia, era siempre el mismo sueño.
Llamas.
Había una casa oscura en la que el fuego se arrastraba como
serpiente y peleaba con las sombras. El humo no la dejaba respirar
y la tos se superponía a los gritos. Su cuerpo quería escaparse,
pero algo la empujaba a buscar en las habitaciones incendiadas,
con desesperación. Entonces aparecía la imagen, siempre la misma
imagen, del cuerpo que se descomponía entre gritos y entre llamas
furiosas. Las cuencas de los ojos estallaban en chispas. Los
alaridos se derretían como la piel. El cuerpo se convertía en fogata.
La vida, en humo.
Se despertó, con la angustia al borde de ser grito y el sudor
empapando su cabello. Miró a su alrededor y no vio nada, porque la
oscuridad en la tienda era casi absoluta. Cuando los latidos de su
corazón dejaron de ser estruendosos, pudo escuchar los ronquidos
de los demás.
Intentó calmarse. Se dijo a sí misma que todo estaba bien, que no
había fuego, y se acurrucó en su sitio con cuidado de no tocar a
nadie. Pero no volvió a cerrar los ojos, porque el sueño seguía
enterrado en sus pupilas y la ansiedad era estruendosa. No tenía
nada de lo que poder asirse, nada en lo que pensar para calmarse.
No había un hogar en su mente al que volver, ese rincón de la
cabeza en la que se guardan las cosas familiares y las zonas de
confort. Para ella, no había nada familiar. Estaba rodeada de
extraños que no la querían, personas que, en su mente, ni siquiera
tenían nombre. No confiaba en nadie. Estaba sola.
El cuerpo anónimo que dormía junto a ella se quejó dormido y se
giró; la joven sintió los ronquidos en su propia piel mientras, del otro
lado, una pierna inconsciente la pateaba para buscar espacio. Cerró
los ojos. Se concentró en su respiración e intentó ignorar la angustia
que vibraba en su cuerpo. Pero los ronquidos eran estruendosos y
la incomodidad ardía tanto que parecía una llama furiosa.
La respiración en su oreja. La pierna que seguía tocándola. Los
cuerpos. El calor. El aire. El silencio. Toda la ansiedad acumulada se
enredó en torno a su cuello y amenazó con hacerla vomitar.
Abrió los ojos. Se incorporó con urgencia y esquivó los cuerpos
sin mucho cuidado. Se tropezó una o dos veces, pero nadie se
despertó y, si lo hubieran hecho, Dafya no lo habría notado.
Caminaba con tantas prisas como si fuera a explotar. Iba a explotar,
y necesitaba hacerlo afuera.
Salió, caminó entre las tiendas que, bajo la luz de la luna, se
veían pálidas. Tropezó varias veces. No se esforzó por evitar a las
dos siluetas que vigilaban el campamento. Una dormía y la otra, de
espaldas, no la escuchó. Cuando atravesó todas las tiendas, la
joven echó a correr y una ráfaga la empujó como si corriera con ella.
Fue una primera forma de explotar.
Sus pisadas, los latidos de su corazón y el viento eran el único
sonido de la noche. La luna brillaba como una moneda y el
parpadeo de las estrellas la ponía nerviosa. Cuando llegó al sitio en
el que entrenaban, se detuvo, se giró y miró hacia atrás. La
distancia hacía que el campamento pareciera un río de sangre.
Se volvió hacia el bosque. Había empezado a caminar otra vez
cuando vio un destello metálico en el suelo. Agitada por la carrera,
se acercó a él. Se agachó junto a la espada sin filo que se
camuflaba entre el polvo. Alguien la había olvidado y, bajo la luz de
la noche, parecía una reliquia escondida. Dafya la tomó. La alzó en
el aire y observó su reflejo oscuro sobre la hoja sucia. Se puso de
pie, con la espada en la mano, y siguió su camino.
Con pasos que oscilaban entre una caminata rápida y una
carrera, se internó entre los árboles hasta que los troncos
comenzaron a aparecer más y más juntos y su entorno empezó a
parecerse más a un bosque. Un bosque rojo, en el que la luna solo
podía entrar con una luz extraña.
Siguió andando. Anduvo hasta que le dolieron los pies, mientras
la rabia subía y la ansiedad le golpeaba los huesos y la angustia le
abría el pecho en dos. Anduvo hasta que no aguantó más. Entonces
alzó la espada, golpeó un árbol con todas sus fuerzas y, en medio
de la noche, soltó un grito.
Su voz llenó el aire de rabia y todo el bosque vibró con una
angustia furiosa; su desesperación hizo eco en el silencio.
¿Apareció entonces? ¿O, de nuevo, llevaba algún tiempo
observándola? Vio su silueta entre las sombras, porque la camisa
blanca reflejaba la luz. Lo ignoró. Empezaba a acostumbrarse a que,
para ella, la privacidad ya no existía.
Alzó la espada otra vez y volvió a asestar un golpe al árbol, entre
gruñidos de ira. El viento giró a su alrededor, golpeó las ramas y
rugió en un espiral que arrastraba tierra y hojas. Sintió la fuerza del
aire, dejó que sus sentimientos se convirtieran en ráfagas y se
expandieran de prisa en una tormenta de viento. El desastre que
había en su interior se trasladó al bosque.
Soltó otro grito frustrado y arrojó la espada al suelo con tanta
fuerza que, a pesar del césped, la hoja tintineó. Jadeó de cansancio
mientras el viento se calmaba y, con pasos torpes, se acercó al
tronco que acababa de marcar. Se apoyó en él. Le dio un puñetazo,
soltó otro grito. Entonces suspiró, apoyó su espalda en la corteza y
las ráfagas, lentamente, se detuvieron.
–¿No puedes dejarme en paz?
La silueta, que se había quedado inmóvil durante toda la
explosión, colocó las manos en los bolsillos y dio dos pasos hacia
ella. La luna dejó de iluminar solo su camisa y también le alumbró el
rostro. Parecía cansado y, al mismo tiempo, muy despierto. Después
del espectáculo que acababa de hacer, a Dafya no le sorprendía; su
rabia se esfumó y, por un momento breve y absurdo, estuvo a punto
de reír. Cerró los ojos. Escuchó su propia respiración, en un intento
por calmarse.
–Si pudiera, estaría durmiendo –respondió, con una voz tranquila.
Abrió los ojos y los fijó en él. Su imagen era lo único iluminado en
el bosque lleno de sombras, de soledad y de silencio. Dafya
empezaba a sentirse más tranquila cuando recordó, como un golpe,
los gritos del hombre torturado. El olor. El fuego. Sus pesadillas se
mezclaron con recuerdos y tuvo que cerrar los ojos otra vez para no
marearse. Vio llamas. Escuchó gritos. Vio un cuerpo incendiado que
pedía ayuda y gritaba su nombre.
<<¡Dafya!>>.
Rebuscó en su bolsillo y sacó el ramo de hojas que, dos o tres
días atrás, le había pedido al curandero. Abrió los ojos, arrancó dos
y las llevó a la boca para masticarlas. La amargura en la lengua la
tranquilizó.
Él la observó con ojos extraños, pero no dijo nada al respecto.
Clavó la mirada en las marcas que atravesaban la corteza como
grabadas por un animal feroz.
–Con otro ataque de furia, podrías ganar la guerra tú sola.
Sus palabras cargaban ironía, pero su tono era neutro y su rostro,
inexpresivo. Ella apretó los dientes.
–Deja de aparecer –pidió, imprimiendo frustración y angustia en
las palabras–. ¡Por favor! Siento que… estoy a punto de volverme
loca.
Hubo un silencio breve, pero tan hondo como la oscuridad. Él no
se molestó en repetir que no podía. No hizo más que observarla.
Después de unos segundos, con un tono apagado, preguntó:
–¿Recuerdas tu nombre?
–Sí –respondió y, por un momento, no añadió nada más. El
silencio le indició que no era eso lo que él estaba preguntando.
Dudó. Reticente, con un tono bajo e inseguro, dijo–: Dafya.
–Nos veremos seguido. Y si no, de cualquier forma, nos
encontraremos otra vez. Cuando tengamos que matarnos –dijo, sin
expresión, y su voz vibró en el aire como una despedida. Dio un
paso hacia atrás y la joven, de pronto, dejó de verlo–. Mi nombre es
Vastak.
El viento arrastró su nombre y el eco fue lo último en borrarse. Lo
buscó entre las sombras, prestó atención al silencio, pero no había
nadie. Volvía a estar sola. La espada sin filo resplandecía bajo la luz
de la luna, pero Dafya ya no tenía ganas de blandirla. No sentía
odio, ni angustia, ni ansiedad. No sentía absolutamente nada.
Suspiró y se sentó a esperar a que amaneciera. Sola, entre la
oscuridad y el frío.
Una princesa loca

Cuando el entrenamiento superaba cierto punto, a cada soldado


se le otorgaba una espada con filo. Forjadas en algún pueblo sin
nombre y compradas con el dinero real, eran las armas más feas
que Erediel hubiera visto en su vida. Toscas y gruesas, parecían
incapaces de clavarse en ningún lado.
Había blandido la suya dos días atrás, junto con sus compañeros;
le costó tanto moverla que, si lo hubiera intentado en el campo de
batalla, la habrían asesinado varias veces en pocos segundos. No
pensaba llevar eso a la guerra. Prefería luchar con las manos
desnudas antes que cargar con un largo bloque de acero pesado.
Ella tenía una espada. Un arma elegante y ágil que le había
comprado, tiempo atrás, el rey. Enfundada en oro. Protegida en un
clóset. El problema era que, para tomarla, tenía que entrar en el
castillo.
El orgullo y, sobre todo, la conversación con su hermano le
impedían regresar. Si se topaba con su familia ¿qué podía decirles?
¿Cómo podía mirarlos a los ojos mientras las palabras se repetían
en su mente una y otra vez como un bucle insoportable?
<<Por favor, no vuelvas>>.
Por eso, durante dos días, no había hecho más que pensar y
observar su nueva espada. Entrenó con ella, como todos, e intentó
acostumbrarse al tamaño y al peso. Pero cuanto más la usaba, más
crecía su frustración.
¿El que fabricaba las armas era un espía blanco?
¿Les daban esa cosa para que tardaran menos en morir?
¡¿Por qué era tan pesada?!
El tercer día despertó quejándose, con los brazos entumecidos y
la sensación de que el entrenamiento de la tarde se convertiría en
una tortura. Suspiró y tomó la decisión antes de abrir los ojos. Si
otros soldados habían llevado sus propias espadas, ¿por qué ella no
podía volver a casa a buscar la suya? Frunció el ceño y se sentó,
como impulsada por un resorte. Iría a buscarla después del
desayuno.
Comió, estiró el cuerpo y se acercó al castillo a la hora de
almorzar, para asegurarse de que nadie la viera. Se aproximó a las
paredes oscuras, que tantas veces habían sido compañeras de
juego y le habían regalado largas sombras, y las rodeó despacio. De
la puerta que usaba el servicio, pequeña y escondida, solo salían
voces.
Erediel se apoyó en un rincón, se hundió en la oscuridad de un
recoveco y esperó a que apareciera la señora Geb, como todos los
días, para colgar la ropa. Cuando lo hizo, salió de su escondite y la
sujetó del brazo.
–¡Su Alteza! –La miró con los ojos muy abiertos, tan sorprendida
como si la muchacha fuera un fantasma. Erediel se llevó un dedo a
los labios, pero fue inútil–. ¡Empezaba a creer que se había
esfumado para siempre! Todos temían que le hubiera sucedido algo
malo. Desapareció de la noche a la mañana y nos dio un susto de
muerte, pero aquí está, y en una pieza…
Ella volvió a hacerle una señal para que se callara, incómoda. La
jefa de servicio se alegraba de verla otra vez, aun si apenas la
conocía, mientras que sus hermanos le pedían por favor que no
volviera.
Algo se apagó en su cuerpo. La confianza y la seguridad, que la
habían acompañado siempre, empezaron a extinguirse. Sintió que
no merecía un recibimiento especial. Creyó, por un instante, que lo
que decían sus hermanos era cierto, y se sintió una intrusa en un
papel que no le correspondía.
–Necesito algo de mi habitación –dijo, con un tono cálido que
intentaba compensar la sonrisa que no podía mostrarle; sus labios
pesaban tanto que las comisuras se negaban a moverse–. ¿Cree
que podría recogerlo en mi lugar?
–Pero ¿no quiere subir a ver a su familia? –preguntó, mirándola
con ojos preocupados–. Su madre estuvo buscándola, ¿por qué no
pasa a verla? Y podría ponerse ropa limpia y asearse…
–No quiero entrar –dijo, y no tuvo fuerzas para disimular sus
contradicciones–. ¿Puede hacerme ese favor?
La señora Geb la miró fijamente durante un rato y asintió con la
cabeza. No preguntó nada más. Erediel, avergonzada, no quiso
imaginarse qué aspecto tendría su rostro.
Le explicó lo que quería y dónde estaba la espada y la observó
marcharse. Para llegar a su habitación, había que subir unas largas
escaleras y atravesar muchos pasillos; se apoyó contra la pared y
se dedicó a mirar el cielo, dispuesta a esperar. Estaba nublado. La
luz del sol, desde algún sitio, pegaba sobre el fondo gris y lo
transformaba en sepia.
Había pasado menos de un minuto y sus pensamientos se habían
perdido más allá del paisaje cuando escuchó los pasos. Su corazón
saltó. No podía ser ella, tan pronto. Y todas las demás opciones le
parecieron espantosas. Se movió otra vez hacia el recoveco oscuro
que había a un costado de la entrada, entre dos muros, y se
escondió detrás de la ropa seca. Allí se tendían los uniformes del
servicio. No los había notado nunca.
Se pegó a la pared cuando los pasos llegaron a la puerta y se
detuvieron.
Por debajo de la ropa que se balanceaba con la brisa, pudo
atisbar un pantalón. Las piernas permanecieron quietas y luego se
giraron, como si la enfrentaran. Como si la vieran. La oscuridad a su
alrededor empezó a disiparse y la muchacha observó, atónita,
esforzándose por no respirar, cómo una luz extraña se acercaba y
amenazaba con tocarle los pies. Retrocedió todo lo que pudo, se
paró de puntillas y, cuando el resplandor estuvo a dos pulgadas de
sus botas, resonaron otros pasos.
La luz se detuvo y, poco a poco, la oscuridad volvió a esconderla.
–Señor, escuché que me estaba buscando.
La voz del capitán la sorprendió. Se movió para ver un pedazo de
su rostro. Apretó los dientes y, con una mueca de disgusto, volvió a
pegarse a la pared. Rezó a Hwiro para que se fueran de prisa.
–No te estaba buscando. Te pedí que vinieras– dijo el otro
hombre, con una arrogancia cortés–. Pero tardaste.
Erediel conocía la voz. Cerró los ojos e hizo fuerza para recordar;
una voz que no le gustaba, una voz que le erizaba la piel, una voz…
–Lo siento. ¿Quiere hablar en otro sitio? ¿O prefiere…?
–Prefiero que sea una conversación muy corta –dijo y la
muchacha lo reconoció. Rehin. Volvió a mirar sus pies, con una
incomodidad parecida al miedo. ¿La habría visto?
–Sí, señor.
–Antes que nada, ¿tu grupo está listo? Saldremos dentro de
pocos días.
–¿Listo? –Erediel detectó una sonrisa sutil en sus palabras–. Para
sobrevivir, no. Para distraer al enemigo, tal vez sí.
–Está bien. Que luchen en la primera línea, entonces –dijo,
desinteresado.
–Sí, señor.
–Pero eso no es lo importante. Dafya. Quería hablar sobre ella.
–¿La nueva?
Se hizo un silencio incómodo y Erediel sintió que el aire se
tensaba.
–Esa muchacha nueva es un vaxer –dijo Rehin, entre dientes–.
Así que no la provoques.
–Con todo respeto, señor, soy su capitán. Es mi trabajo entrenar a
los soldados y…
Los pies que estaban frente a Erediel se movieron hacia delante,
y las palabras se marchitaron enseguida.
–No lo digo porque ella esté por encima de ti –dijo, con una
paciencia que sonaba falsa–. Lo digo porque, cuanto más la hagas
enojar, más amiga se hará de sus habilidades. Un vaxer fuera de
control es peligroso. Si la sigues molestando y se pone en tu contra,
o escapa, habrá que matarla. Perderemos al único vaxer que hemos
encontrado en años. Y, si eso pasa, los reyes te matarán a ti.
El capitán guardó silencio una vez más, y Erediel imaginó una
expresión sumisa en su rostro. Rodó la mirada, impaciente. Ansiosa.
Si la señora Geb volvía…
–Lo tendré en cuenta –dijo, después de unos segundos tensos.
–Y avísame si hace algo extraño. Le dije que sus habilidades
están prohibidas fuera del campo de batalla.
–Sí, señor.
Los pasos volvieron a resonar y Erediel respiró, aliviada, mientras
uno de ellos comenzaba a alejarse. Sin embargo, el capitán se
detuvo y se giró; la conversación se hizo más larga.
–Señor, ¿y qué debería hacer con la princesa?
Todos los músculos de su cuerpo se convirtieron en mármol.
–¿Hacer? No hagas nada. Llévala contigo –respondió, indiferente,
como si hablara de un mosquito.
–Pero ¿los reyes…?
La muchacha sintió que la risa de ese hombre se le clavaba en el
pecho y la descomponía.
–¿Crees que no saben dónde está? Mientras que nadie se entere
de que hay una princesa loca en el ejército, no habrá ningún
problema –dijo–. Un soldado más es un soldado más, esté bien de
la cabeza o no.
–Sí, señor.
La muchacha lo escuchó marcharse y contuvo la bola de rabia y
náuseas, mientras la respiración del capitán resonaba en el silencio.
Un suspiro atravesó el aire. Después de unos segundos, una voz
cansada añadió:
–Imbécil.
Los pasos del capitán se alejaron y Erediel se quedó sola. La
rabia se convirtió en vergüenza y la vergüenza se convirtió en algo
más triste, más pesado, más oscuro. Se quedó escondida, como
una niña que juega y descubre que no quiere ser hallada.
Una princesa loca.
Sonrió con amargura y volvió a mirar el cielo; esta vez, para que
las lágrimas no bajaran. Esperó a que la mujer volviera y, cuando lo
hizo y le tendió la funda, la espada que le había regalado su padre,
de pronto, se sintió tan pesada como diez barras de acero. No
podría levantarla en una guerra.
Regresó al campamento, sin prisas. Arrojó el arma entre dos
árboles antes de ir a comer.
Durante el entrenamiento, alzó la espada que le habían entregado
y la miró bajo la luz del sol. No estaba tan mal. No era tan fea. Y,
después de todo, no pesaba tanto.
Pesadillas

La arrastraban hacia atrás y, aun así, ella se empeñaba en correr


hacia el fuego. Había alguien esperándola, entre las llamas. Alguien
gritaba su nombre y le pedía ayuda, y cada grito era como un golpe
en el corazón.
La joven se deshizo de las manos que la sostenían, pisó un pie,
mordió un dedo y volvió a entrar. Atravesó la puerta y el humo se le
metió en los pulmones enseguida. Ignoró la tos, miró las llamas que
se aferraban a la madera y la devoraban. Sofocada por el calor,
corrió a través de los pasillos y se esforzó por ver algo más allá del
humo.
–¡Mamá! –llamó, y el grito que le respondía la guio hacia las
habitaciones.
Abrió una puerta y se inclinó para toser, mientras los ojos
buscaban, desesperados. Había un cuerpo en llamas. El fuego se
extendía como si la piel fuera combustible, chasqueaba, se
fortalecía como un monstruo con las fauces abiertas. El olor la
obligó a inclinarse y vomitar. La mujer gritaba. Gritaba. Y, de pronto,
se calló.
–¡Mamá!
Entre sollozos, se arrojó hacia ella. Y, antes de tocar el fuego, se
detuvo. No supo qué hacer. Se quedó mirando mientras el cuerpo
se volvía nada y el humo se le metía en los ojos y las llamas crecían
a su alrededor.
–Mamá…
Asfixiándose, con esa imagen horrorosa clavada en las pupilas,
se dejó caer. Abrazó sus propias rodillas, que temblaban (o tal vez
temblaban los brazos, o tal vez temblaba todo su cuerpo), y enterró
el rostro en ellas. Lloró a voz viva, entre gritos, y esperó a que el
fuego la consumiera también o el miedo la volviera loca.
Pensó en alguien. Apenas una imagen, un cuerpo pequeño,
cabellos rubios, una tez pálida que contrastaba con el fuego que la
había consumido... Pero no pudo recordar su nombre. No quiso. No
quiso pensar en nada más ni se movió un solo centímetro mientras
esperaba.
Sin embargo, mientras tenía los ojos cerrados, las llamas no se
acercaban a ella. Estaban quietas, como si el sueño se hubiera
detenido. Después de todo, esas llamas no existían fuera de su
mente.
Escuchó pasos. ¿O los imaginó? Se abrazó las rodillas con más
fuerza y siguió llorando, mientras el olor a piel quemada se le metía
en lo más profundo del cerebro y la torturaba hasta volverla loca.
–Es solo una pesadilla.
La voz la distrajo, por un instante. Cuando abrió los ojos, las
llamas volvieron a moverse y a chasquear. El cuerpo siguió
ardiendo. Desde su posición, alzó el rostro y lo giró hacia un
costado. La figura familiar la confundió, hizo que el temor se
convirtiera en un eco más distante. Los ojos la miraban desde
arriba. Oscuros, poco expresivos. Reflejaban las llamas.
–¿Apareces aquí también? ¿En mis pesadillas?
Se encogió de hombros como toda respuesta. La joven se limpió
las lágrimas, avergonzada, y miró a su alrededor. Aprovechó el
momento de consciencia para memorizar lo que veía. Soñaba lo
mismo todas las noches, pero, después de abrir los ojos, la
secuencia se convertía en imágenes y las imágenes se difuminaban
hasta casi desaparecer.
Miró el fuego y frunció el ceño, con una expresión angustiada. Los
sentimientos de la pesadilla continuaban allí, la sensación de
pérdida, el miedo, la ira. Y las imágenes, los gritos. El olor.
Se arrastró hacia atrás cuando el fuego amenazó con rozarla. Aun
si sabía que era un sueño, el horror era real. Y las imágenes, muy
nítidas. Retrocedió, intentó ponerse en pie y estuvo a punto de
perder el equilibrio. El vaxer extendió un brazo, instintivamente, pero
solo la atravesó como un fantasma hecho de humo.
–Puedo controlar el fuego, ¿recuerdas? –dijo, en un tono tranquilo
que la obligó a observarlo. Las llamas habían dejado de reflejarse
en su mirada; la oscuridad de sus pupilas parecía segura, fría,
incapaz de albergar ningún rastro de luz–. Este no es real. Cierra los
ojos y apágalo.
Dafya le sostuvo la mirada durante un momento, mientras la
ansiedad le mordía el estómago y las piernas seguían temblando.
<<No es real. Esto no es real. Cierra los ojos y…>>. Lo hizo. Cerró
los ojos, se recordó que estaba en una pesadilla. El fuego era parte
de su mente. Ella lo había creado, ella podía hacer que
desapareciera. Así que apretó los párpados y, con el corazón en la
garganta…
…, los abrió. Despertó con un salto, como todas las noches, en la
tienda.
Escuchó los ronquidos, miró la oscuridad y volvió a acostarse,
lentamente. Mientras intentaba que su respiración se normalizara,
miró a su alrededor. Con la poca luz que entraba por la puerta
abierta, buscó su rostro.
Pero solo encontró sombras.
Suspiró, resignada, y se esforzó por no pensar en los gritos. Por
no pensar en el olor. En el fuego.
Y por no pensar en él.
Pareja

–¿Te ayuda? –preguntó, mirándola con escepticismo–. ¿Sirve


para descargarte?
Su voz la ponía nerviosa, hacía que la sangre corriera más
caliente y a mayor velocidad. Su postura tranquila (las manos en los
bolsillos, las cejas levemente alzadas) le resultaba irritante.
El sonido de metal contra corteza resonó en el bosque. Dafya se
detuvo para respirar, apretó los dientes.
–No lo hago para descargarme –dijo–. Es entrenamiento.
De reojo, vio la sonrisa irónica en sus labios. Sus sonrisas eran
extrañas. Aparecían como chispas pálidas que se esfumaban
enseguida y dejaban un rastro tétrico.
Suspiró, volvió a alzar el arma y arrojó su filo contra la madera.
Las marcas habían dejado de ser lineales, la corteza había
desaparecido. Reunió todas sus emociones y siguió golpeando
hasta que un grito ronco se escapó de sus pulmones.
Clavó la espada en el suelo, se giró, observó las sombras que
escapaban de la luna. Su rabia no se iba. ¿Por qué? La ansiedad, la
angustia, la sensación de estar atrapada. La sensación de estar
cayendo. De estar a punto de explotar.
Suspiró, se apoyó contra el tronco y se permitió un descanso.
Después de unos segundos, mientras el viento le acariciaba el
rostro como si quisiera calmarla, se resignó y deslizó los ojos hacia
él. El vaxer le sostuvo la mirada. Ninguno de los dos habló y el
murmullo de los árboles, por un momento largo, acrecentó el
silencio que los envolvía.
Dafya había dejado de asociar su rostro con el fuego. Las llamas
que ardían en sus ojos no quemaban. Eran oscuras, frías y no
despedían humo sino tristeza. Las comprendía un poco más y ya no
les tenía miedo; la imagen que veía frente a ella no podía tocarla.
No podía hacerle daño.
Y, mientras no pudieran lastimarse, corría entre ambos una tregua
implícita.
–¿Dónde estás? –preguntó.
–En una posada.
Su voz siempre respondía con tranquilidad, sus ojos habían
dejado de ser agresivos.
Dafya se irguió, cerró la mano alrededor de la empuñadura y
volvió a colocarse frente a la corteza destrozada. Con más calma y
precisión, practicó los movimientos que les habían enseñado.
Durante varios minutos, no hizo más que repetirlos, distraída, con la
mente en blanco y el sudor resbalando por su rostro.
Él no se movió. No dejó de mirarla y la joven, después de un rato,
comenzó a sufrir el pinchazo de sus ojos. La incomodidad intensificó
los golpes que caían en la corteza. Nerviosa otra vez, volvió a gritar
de frustración.
–¿Qué? –le preguntó, girándose para enfrentarlo.
Vastak alzó las cejas.
–No dije nada.
–Pero no dejas de mirarme.
La sonrisa irónica volvió a sus labios, leve, apenas un movimiento
instintivo.
–¿A dónde quieres que mire? –preguntó, encogiéndose de
hombros y paseando los ojos por el bosque–. Eres lo único que se
mueve.
Dafya bufó.
–Si te aburres, busca la manera de irte –dijo. Desvió los ojos,
molesta, y el filo de la espada, cuando volvió a blandirla, brilló bajo
la luz blanca de la luna–. ¿No tienes nada que hacer? Pasas cada
vez más tiempo en mi cabeza.
Su sonrisa, esta vez, fue una mueca de incredulidad. Él también
desvió los ojos, los paseó por el bosque con una expresión fría.
–A esta hora, dormir –respondió–. Pero verte destruir árboles es
mucho más divertido.
El sarcasmo en su voz era como un eco; sus ojos parecían
realmente concentrados en estudiar el bosque. Como toda
respuesta, la joven golpeó el tronco; durante uno o dos minutos,
volvió a rodearlos el silencio.
–El otro día… –murmuró–, ¿no desapareciste por voluntad
propia? Cuando me dijiste tu nombre y te esfumaste.
Vastak tardó un momento en recordar y, cuando lo hizo, clavó los
ojos en ella. Había dudas en sus pupilas.
–No –dijo.
Pero Dafya continuó mirándolo, porque su boca estaba
entreabierta como si quisiera decir algo más. El silencio se impuso,
finalmente, y cerró la conversación. Resignada, continuó su
entrenamiento nocturno.
Golpeaba la madera con tanta fuerza que, al día siguiente, otra
vez, le dolerían los brazos. Pero, aunque era mentira que se
escapaba todas las noches al bosque para practicar, en realidad
había mejorado mucho. Sus ataques eran más precisos.
–Úsame a mí.
Su presencia, después de un rato de silencio, la sobresaltó. Se
giró a mirarlo y aprovechó para respirar, mientras su mente
intentaba procesar lo que había escuchado y se rendía. Demasiado
cansada, frunció el ceño.
–¿Qué?
–En lugar del árbol –dijo, señalando con la cabeza la madera
lastimada–. Entrena conmigo. Seré tu pareja.
Se mantuvo inmóvil y, por un rato, no dijo nada. Solo lo miró. Su
cerebro únicamente fue capaz de procesar imágenes e ideas: la
tierra seca, los soldados, el choque de metales. La soledad y la
vergüenza. El entrenamiento diario en el que siempre practicaba con
el aire.
–Pero no puedes sujetar un arma –dijo, por fin.
–El árbol tampoco.
Dafya dejó que una media sonrisa pálida asomara a su boca,
mientras los ojos avergonzados barrían la tierra. Asintió.
–Está bien –dijo.
Vastak se irguió y se acercó, lentamente, sin retirar las manos de
los bolsillos. Ella alzó la espada, mientras su corazón latía más
rápido, e intentó recuperar la rabia que se había escapado y
perdido. Dudó. El viento se volvió inseguro y sopló en remolinos
desordenados.
–Solo te atravesará… ¿no es cierto?
La pregunta pareció desconcertarlo. La observó con ojos un poco
más fríos y, por un rato, no respondió. Al final, se encogió de
hombros.
–Haz una prueba –dijo.
Dafya acercó el filo a su cuello, lentamente. Volvió a dudar.
Comprendió, aun si no tenía memoria para respaldar sus
conclusiones, que jamás había blandido un arma contra nadie. Su
piel parecía delgada bajo la luz de la luna. Débil. Demasiado blanda
junto al filo de su espada nueva.
Una ansiedad distinta recorrió su cuerpo, mientras él le clavaba
los ojos oscuros: ¿miedo? Pensó en la cantidad de personas que
tendría que matar en la guerra y se le revolvió el estómago. Disimuló
sus inquietudes, molesta consigo misma, y cambió el objetivo; antes
de que sus brazos volvieran a dudar, le pinchó el hombro. La punta
lo atravesó sin lastimarlo.
Asintió y volvió a alzar la espada. Se preparó, esforzándose por
no mirarlo, pero sus ojos continuaban clavados en ella y, en lugar de
diluirse en las sombras, resplandecían. Continuaban apuñalándola.
La ponían nerviosa.
Su cuerpo se veía demasiado real. Como si pudiera romperse.
Inhaló hondo, apretó la empuñadura y vio cómo el filo temblaba a
menos de un centímetro de su camisa. Se mordió los labios,
contuvo una mueca de disgusto mientras sus nudillos comenzaban
a palidecer. Si no dejaba de mirarla así, si su cuerpo no dejaba de
verse tan…
Cerró los ojos y se esforzó por mover los brazos. Realmente se
esforzó.
Frustrada, clavó la espada en el suelo y soltó un suspiro.
–Te mueves mucho –dijo, rehuyendo sus ojos.
Mientras él levantaba una ceja que ponía en evidencia su mentira
estúpida, Dafya se apoyó en el árbol y se dejó caer. Se relajó, miró
el cielo que se recortaba en el follaje de las ramas.
Una vez más, se quedaron en silencio. Ella cerró los ojos e intentó
imaginar que estaba sola. Inconscientemente, metió una mano en
su bolsillo y rozó las hojas con la yema de los dedos. Sintió una
ansiedad extraña, similar al hambre o a la sed.
Cuando separó los párpados y el bosque se volvió visible una vez
más (y la ilusión de estar sola se rompió en pedazos), encontró una
expresión tensa en su rostro. Vastak apartó la mirada, y una duda
incómoda brilló de nuevo en sus pupilas. Su suspiro se mezcló con
el susurro del bosque.
–No tengo por qué decirte esto –murmuró, resignado, y clavó los
ojos más allá de la oscuridad–, pero deberías dejar la lividrina.
No conocía el nombre de la planta y, aun así, entendió de todas
formas. Se aferró a la rama que abultaba su bolsillo, instintivamente,
como si intentara protegerla. Volvió a fijar los ojos en él.
–Me relaja.
Vastak asintió con la cabeza. La profundidad del gesto le hizo
pensar que él también la había probado.
–Lo sé –dijo, encogiéndose de hombros–. Apaga tus habilidades,
te adormece y te impide pensar. Un humano común podría matarte
en menos de un minuto mientras estés bajo los efectos de la droga.
Su primer instinto fue ponerse a la defensiva, pero la mirada
honesta la disuadió; se quedó en silencio, con los labios ligeramente
separados. No había malas intenciones en sus ojos. Cerró la boca y
bajó la mirada para pensar. Antes de que pudiera volver a abrirla, un
sonido los sobresaltó a ambos.
Como golpes en la puerta.
Pero no había puertas en el bosque.
Sus ojos oscuros la atravesaron, como si miraran más allá, y el
rostro del vaxer se tensó. Sacó las manos de los bolsillos.
Desapareció entre las sombras.
A veces, si despertaba sola en mitad de la noche y la ansiedad la
consumía, se escapaba al bosque a practicar. Vastak no había
vuelto a aparecer y ella comenzaba a pensar que no volvería. Al
principio la idea la reconfortó, pero la tranquilidad que había
conseguido entre los árboles, en el silencio del bosque, fue
diluyéndose. La soledad, que debería haberla ayudado a calmarse,
tenía un efecto extraño. Era absoluta. Dafya no contaba consigo
misma, no tenía recuerdos en los que apoyarse, no tenía una
identidad; estar sola significaba más que no estar con gente.
Se esforzó por no consumir lividrina, pero la abstinencia
empeoraba todo. Los ronquidos de sus compañeros la ponían
nerviosa, la oscuridad le recordaba al fuego, las miradas hostiles la
llenaban de una ira que no podía calmar.
Pasó una semana y el ejército comenzó los preparativos para
marchar a la guerra. Cada pesadilla desordenaba más sus
sentimientos y comenzó a creer que, antes de partir, acabaría por
volverse loca.
La noche en que volvió a verlo, se despertó sobresaltada.
Se quedó muy quieta mientras su corazón latía como si quisiera
escaparse. La luz de la luna, que se colaba con el frío, le permitía
ver los cuerpos amontonados. Escuchaba los ronquidos a su
alrededor. Incluso sentía las respiraciones en su rostro. Le dio la
espalda a una de las sombras y reptó unos centímetros para
escaparse de la otra, con la sensación de que estaba acostada en
un campo de espinas.
Apretó los dientes y volvió a cerrar los ojos. Los cerró con fuerza.
Deseó desaparecer, mientras esos ronquidos se le clavaban en la
imaginación y los cuerpos la apretaban y asfixiaban incluso en la
oscuridad de su mente. Esbozó una mueca de angustia. No podría
volver a dormir. No estaba segura de querer, tampoco; en cuanto la
arrastrara el sueño, se encerraría una vez más en la pesadilla de
todas las noches.
Abrió los ojos despacio, mientras intentaba decidir si levantarse o
no, y se encontró con una oscuridad distinta. La tienda… no estaba.
La luz de la noche entraba con más fuerza y la penumbra estaba
acompañada de silencio. Los ronquidos se habían esfumado. Se
tensó inconscientemente cuando reconoció el cuerpo (de pronto, el
único) que dormía junto a ella.
Se recostó boca arriba, juntó las manos y observó la habitación.
El armario, la mesa de luz, la ventana que dejaba entrar la luna. No
había un solo sonido en su noche. No había soldados
amontonándose.
Lo miró de reojo, insegura, preguntándose si estaba dormido de
verdad o si era un efecto de las sombras; despacio, casi sin darse
cuenta, se volvió hacia él. Con los ojos cerrados y el cabello revuelto
sobre la frente, aplastado contra las sábanas, se veía muy joven. La
luz perlada lo asemejaba más a una ilusión, a un sueño.
Se sintió incómoda, como si estuviera haciendo algo malo, como
si estuviera observándolo a traición. Pero los ojos ignoraron a la
mente y estudiaron, sin prisas, las sombras de sus pestañas. La
forma de sus cejas. El puente de su nariz.
Poco a poco, la ansiedad y la ira se esfumaron y la dejaron a
solas con una tranquilidad que se parecía al efecto de las hierbas.
Soltó un suspiro imperceptible y, como si fuera un espejo, imitó su
postura. Continuó observándolo.
El cansancio comenzó a arrastrarla hacia otra oscuridad. Los
párpados comenzaron a caerse y el negro acabó por abarcarlo todo.
Dormida, se acercó inconscientemente.
Lo tocó.
Pero no se despertó cuando sus cuerpos, por primera vez, no se
atravesaron.
La reina blanca

–¡Firmes!
Todo el ejército juntó los pies y enderezó la espalda frente a la
capitana general. Las tiendas habían desaparecido y el espacio que
ocupaban los soldados era incalculable. Estaban listos. La emoción
y los nervios eran una sola cosa en el aire que los rodeaba. Iban a la
guerra. Chocarían los metales, matarían, podían morir. O podían
ganar. Dafya sentía la excitación en el viento que los despeinaba;
ella también estaba nerviosa. Por contagio, tal vez. O porque temía
morir. De cualquier manera, su corazón latía de prisa y sus
músculos vibraban como si la batalla estuviera a punto de empezar.
–¡Giren y saluden a los reyes!
El ejército entero, miles de cuerpos perfectamente sincronizados,
se dio la vuelta para mirar el castillo. Los reyes ni siquiera estaban
allí; tal vez dormían, desayunaban o hacían sus necesidades en el
baño. Pero, como si estuvieran, cada uno de ellos se inclinó en la
reverencia larga que correspondía a la familia real. La joven volvió a
erguirse cuando lo hicieron los otros y se giró, también, cuando lo
hicieron los otros, como si su cuerpo fuera un títere. La
individualidad desaparecía en medio de aquella masa y, con ella,
también la posibilidad de decidir. Había que cumplir órdenes.
–¡Podrán relajarse hasta que lleguemos al camino principal, allí
formarán filas de cinco! ¿Está claro?
–¡Sí, señora! –respondieron todos a la vez y el sonido fue tan
potente que hizo vibrar la tierra.
–¡Saben lo que pasa con los desertores! –dijo. Aunque su voz era
fuerte, había un general en la mitad de la formación que hacía eco
de sus palabras–. ¡Cualquier persona que se salga del camino, será
considerado un desertor!
Se hizo un silencio rígido mientras la mujer se acercaba a un
capitán para murmurarle algo. Todos estaban ansiosos y, en una
masa en la que el individuo no existía, la ansiedad se arrastraba
fuera de los cuerpos y flotaba en el ambiente. Durante la pausa,
nadie se movió. Soportaron la expectativa como piezas de cerámica.
–¡Andando!
La emoción le ganó a los nervios y el grupo comenzó a seguir a la
capitana. Marchaban a la guerra.
Al principio, las sensaciones continuaron contagiándose y el
ambiente se mantuvo uniforme, mientras el sonido de los pasos se
superponía al silencio. La formación se mantuvo hasta que
aparecieron los primeros árboles. Cuando las filas se rompieron y
los soldados decidieron relajarse, la unidad también se destrozó y
las voces se alzaron por sobre las pisadas. Se formaron grupos
entre los soldados, se escucharon risas. La emoción del viaje se
volvió ruido.
Dafya fue apartándose de los grupos y las conversaciones que,
de cualquier modo, también la rechazaban. La sensación de
pertenecer a un todo se rompió y volvió a quedarse sola. Perdida en
su propio silencio, se dedicó a mirar. Conocía muy pocos rostros;
reparó en Tien, que conversaba efusivamente con su grupo, y en la
princesa, lejos, con el cabello ceniza como estandarte. Suspiró.
Caminaron durante toda la mañana. Se alejaron de los árboles
hacia una zona de colinas y la joven se quedó sin mucho que mirar;
solo había pasto y cielo. Las nubes tapaban y destapaban el sol y
dejaban asomar trozos celestes, pero se movían muy despacio. Se
aburrió de verlas después de la primera hora.
Disimuladamente, hizo bailar el viento durante el camino. Las
ráfagas compartieron con ella fragmentos de alguna oración, olores,
y la hicieron sentir un poco menos sola.
A media tarde, creció una mancha a un costado de las colinas.
Habían caminado durante horas y la velocidad había empezado a
disminuir, al igual que las risas y las voces. A lo lejos, divisaron el
primer pueblo; la capitana anunció que acamparían.
A medida que se acercaban, la joven empezó a distinguir una
mancha de otra y su cerebro comprendió las formas de los edificios
a pesar de la distancia. Las casas estaban amontonadas de forma
irregular, pero el centro parecía organizado alrededor de un espacio
verde. Se preguntó cómo sería caminar por esas calles.
Se preguntó si alguna vez había caminado por esas calles.
Mientras se sumergía en su propia imaginación y pensaba en el
pueblo, la visión de sus ojos comenzó a nublarse y su entorno, por
un momento, cambió. Lo vio todo desde cerca. Calles borrosas,
edificios, mucha gente. Creyó que era un recuerdo y se aferró a las
imágenes, pero algo la expulsó. Como si una fuerza extraña no la
quisiera allí, la joven regresó a la realidad en el momento justo en
que se tropezaba con otra persona.
La princesa se giró y los ojos de hielo se clavaron en Dafya como
un insulto silencioso. Varios se giraron a mirar. Incómoda, hizo un
gesto fugaz como toda disculpa y se atrasó para alejarse de ella.
Rebuscó en su memoria lo que acababa de ver y, obediente, su
consciencia se transportó a un pueblo idéntico al que se extendía
junto a la marcha de soldados. Pero las imágenes no salían de su
memoria. Cuando vio a Vastak y comprendió que se había perdido
en él una vez más, intentó salir y no pudo. Como si el vínculo fuera
una telaraña, cuanto más intentaba irse más nítido se veía el
pueblo, el edificio alto de piedra oscura, la calle silenciosa.
Él no la vio. Estaba de pie frente a una puerta, bajo la sombra de
una torre muy alta. Golpeó la madera dos veces y esperó hasta que
alguien, desde adentro, le indicó que podía pasar.
Mientras la puerta se abría con un crujido sutil, la joven se perdió
entre ambas imágenes. Vio el ejército, vio un espacio en
penumbras; árboles rojos, una figura envuelta en blanco; tierra bajo
sus pies, mármol bajo los pies del vaxer.
Mareada, dejó de caminar. La capa negra se movió en la
penumbra mientras él se acercaba a la única persona que había en
aquellas sombras. Frente a las estatuas y los ídolos de cera, una
mujer rezaba. De su vestido se desprendía el velo que le cubría el
rostro; aun sentada, parecía ella misma una estatua de alguna diosa
muerta.
La figura se puso de pie mientras el vaxer se ponía de rodillas,
con un movimiento frío. La capa se frunció sobre el mármol, los
hombros se inclinaron hacia delante, los ojos se clavaron en el piso
en una reverencia antigua. Los dos cuerpos, negro y blanco, se
recortaron contra el altar como en una pintura religiosa.
–El ejército está listo –dijo él, y su tono de voz, usualmente
impasible, vibró de forma extraña–. Tenemos que seguir
moviéndonos, Majestad.
La mujer se desprendió del velo y dejó que la penumbra mostrara
su rostro. Habría sido más hermosa que un ícono en su juventud, y
todavía conservaba su belleza a pesar del tiempo. Sonreía con la
misma luz con la que, probablemente, sonreían los dioses.
–¿Cuándo creciste tanto? –murmuró y, aun así, su voz atravesó el
silencio para ocupar cada porción del edificio–. Ya no me llamas
mamá.
Vastak se incorporó, despacio. En sus ojos brillaba la duda.
–Me gustaba que lo hicieras –continuó, con un tono dulce que
cautivaba–. ¿Ya no soy como una madre para ti?
Dafya sintió que su propio cuerpo se tensaba por contagio.
Cuando él abrió la boca para contestar, la imagen se partió y ella
regresó al camino con un golpe brusco. Alguien se tropezó con el
impacto y, en cadena, un grupo de seis o siete personas sufrió el
empujón. Las maldiciones flotaron en el aire. Sus compañeros la
apuñalaron con los ojos. El joven que se había tropezado se puso
de pie y se acercó, tan de prisa, con tanta rabia, que ella no atinó a
moverse. Tien la sujetó de la camisa.
–Lo haces a propósito –dijo, escupiendo las palabras desde una
mueca furiosa.
–Me tropecé.
Observó por instinto el puño comprimido del soldado. Vibraba.
–¿Crees que ser un vaxer te da derecho a cualquier cosa?
Todo el grupo se rezagó para mirar, mientras los desconocidos
continuaban marchando y sacudían la cabeza con desaprobación.
Todos los ojos que se clavaban en ella eran hostiles. Dafya sintió el
odio en la piel, pero fue incapaz de devolverlo; su mente continuaba
distraída y sus pensamientos se habían quedado en Vastak. Y en la
reina.
La reina impostora.
Miró a Tien a los ojos, y la rabia en sus pupilas la aturdió.
–¿Qué? –dijo, enfadado, esperando una respuesta que no
aparecía–. ¿Vas a hacerme volar por los aires?
Le sostuvo la mirada y, despacio, sin saber muy bien qué estaba
haciendo, rodeó su muñeca con los dedos; el gesto tranquilo,
pacífico, lo desconcertó. La mano que se aferraba a su camisa
perdió fuerzas.
–Lo siento –dijo, y las palabras que no había esperado decir le
parecieron de pronto muy fáciles–. Por lastimarte.
La rabia en los ojos del soldado se volvió confusa, la sorpresa lo
desestabilizó. Los dedos que se enterraban en su camisa
comenzaron a desenredarse, aturdidos, y el ímpetu belicoso se
desmoronó sin que él pudiera sostenerlo. Tien le sostuvo la mirada,
sin saber qué hacer. El aire a su alrededor se volvió confuso.
–¿Qué diablos hacen?
La voz del capitán los sobresaltó y el soldado aprovechó para
soltarla. El grupo perdió el interés, los cuerpos se dispersaron; el
desconcierto duró algunos segundos. Luego, regresaron las
conversaciones y la joven fue olvidada. El capitán los vigiló el resto
del camino, hasta que el sonido de un cuerno les indicó que debían
detener la marcha.
El ejército se ordenó enseguida y escuchó las indicaciones de la
capitana general. Habían llegado al primer pueblo antes de lo
previsto. Se detendrían allí, aunque aún hubiera luz de sol, para
recargar provisiones. No desplegarían las tiendas. Dormirían a la
intemperie cada vez que lo permitiera el clima.
Dafya apenas escuchó su voz, o la voz que hacía eco de sus
palabras. Se había distraído observando el pueblo y, desde la altura
de la colina que ellos manchaban de rojo, estudiaba un edificio en
particular.
Una torre alta. De piedra oscura.
La aldea

El ejército se había dispersado en la colina, formando una


pequeña ciudad sobre césped y rocas. Los grupos se habían
sentado y las conversaciones eran tantas que se superponían hasta
anularse entre sí. Los capitanes habían comenzado a reclutar
sargentos para un pelotón de provisiones; bajarían la colina hasta la
aldea y regresarían después del anochecer. Mientras un sol
moribundo bañaba las cosas con luz de sangre, Erediel se escabulló
lejos de la gente y se acercó a los caballos de carga.
Ella no era un sargento. A simple vista, no obstante, la única
diferencia entre ese rango y el suyo era una cinta roja como
cinturón. Con la excusa de ayudar a descargar, metió una mano
entre los uniformes y escondió la tela en su bolsillo. Era rápida
robando. Solía jugar mucho, de niña, a quitarle cosas a cualquier
persona que le cayera mal. Con su hermano. Los castigos
correspondientes, no obstante, siempre los había recibido sola.
Mientras los encargados ordenaban y transportaban provisiones,
Erediel se escabulló hasta perderse entre los animales. Los acarició
para que no hicieran ruido, luego cambió su cinturón por la cinta roja
y se recogió el cabello. Miró, por encima de los caballos, la
enormidad de la multitud. Tendría que alejarse de la gente que la
conocía y sumarse al grupo sin que la descubrieran.
<<Mientras que nadie se entere de que hay una princesa loca en
el ejército…>>. Los reyes nunca le habían permitido salir de sus
tierras, porque los avergonzaba. Erediel esbozó una sonrisa amarga
que, al mismo tiempo, era una mueca de determinación. La princesa
loca vagaría por primera vez entre el público. Y volvería sin que se
enterara nadie.
Cuando el pelotón de sargentos, a varios pies de distancia,
terminó de oír indicaciones, la muchacha liberó a uno de los
animales y lo palmeó. Sobresaltado, el caballo comenzó a relinchar
y alzó las patas delanteras. Azuzó a los otros, generó la distracción
que ella necesitaba para huir. Mientras los soldados corrían tras el
animal que escapaba hacia los árboles, Erediel se escurrió por el
otro lado. Alejándose lo más posible de quienes la podían
reconocer, caminó con la postura confiada de quien no está
haciendo nada mal. Además de robar, también se le daba bien
mentir.
Se unió a la fila de sargentos, mientras bajaban la colina, y nadie
se giró para mirarla. Sincronizó sus pasos, imitó posturas; el sonido
de la marcha se atenuaba sobre el césped y, con el sol ocultándose
detrás del pueblo, las largas sombras se extendían hacia atrás. Era
poco probable que alguien se volteara hacia ella, pero Erediel no
solo sabía robar y mentir, sino que también había experimentado
profundamente las consecuencias de no tener cuidado.
El plan era desaparecer en el camino.
Esperó a que el grupo alcanzara una roca lo bastante grande, se
rezagó y se arrojó detrás. Agazapada, alzó los ojos por encima de la
piedra y observó los uniformes que continuaban alejándose. Con los
ojos fijos en ellos para asegurarse de que nadie se volteaba y de
que desaparecían, se desplazó hacia la izquierda y comenzó a
rodear la roca. Dio tres pasos silenciosos antes de impactar con
algo que también se desplomó. Hicieron el ruido suficiente como
para que las descubrieran.
Desde el suelo, con los ojos muy abiertos, observó a la joven que
había caído hacia el otro lado y que también parecía desconcertada.
El nuevo vaxer. Se observaron y la sorpresa, despacio, fue
convirtiéndose en irritación. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué siempre
aparecía donde no tenía que estar y lo arruinaba todo? Abrió la boca
para preguntárselo, pero ella se llevó un dedo a la boca y le dedicó
una mirada severa para que se callara.
–¿Qué fue eso?
La voz las alcanzó desde lejos y las paralizó. Erediel apretó los
dientes y, con el ceño fruncido, intentó pensar, pero no se le ocurrió
nada para hacer que el pelotón siguiera su camino.
–No lo sé, señor –respondió un sargento–. ¿Quiere que vuelva a
revisar?
Antes de que las palabras terminaran de hacer eco en su cerebro,
una ráfaga las apagó. El viento sopló sin mucha fuerza, pero con la
densidad exacta para que las rocas más pequeñas chocaran entre
sí. Sacudió los árboles lejanos y bailó sobre el césped con un silbido
que parecía saludar, retar, pedir que lo persiguieran.
–Creo que fue el viento, señor.
Ninguna de las dos escuchó lo que vino después. Se miraron, con
las cejas alzadas y los cuerpos quietos. <<¿Qué está pasando?>>.
<<Yo qué sé>>. <<Asómate a mirar>>. <<Asómate tú>>. Después
de un minuto, cuando las ráfagas se cansaron y dejaron de
revolverlo todo, Erediel suspiró y acercó el rostro a la roca. Muy
despacio, se levantó y asomó los ojos; la piedra dejó lugar al campo,
al pueblo y al grupo que se alejaba y empequeñecía.
Respiró con alivio y se dejó caer. Sentada, asintió hacia el rostro
expectante. Mientras la joven volvía a respirar, la estudió con los
ojos entornados. Carraspeó, apartó la mirada hacia la colina.
–No eres una completa inútil –dijo, en un susurro.
La nueva la miró, parpadeó despacio y, entre dientes, dijo:
–Gracias. –Se arrodilló para mirar sobre la roca–. Diría lo mismo
de ti si pudiera.
Erediel dibujó una sonrisa irritada en sus labios y también se
asomó. Ambas miraron cómo el pelotón seguía alejándose. El sol
todavía no se resignaba a morir y el color rojo había sido degradado
hasta devenir en un naranja fuerte. La imagen de los cuerpos bajo
aquella luz, del pueblo bajo aquella luz, era como un espejismo
distante.
–Parece un incendio.
Erediel frunció las cejas y la observó. Bicho raro, murmuró para sí
misma, antes de volver los ojos hacia el grupo que empezaba a
perderse en la aldea. Esperaron a que desapareciese por completo
y, con sigilo, se pusieron de pie.
La muchacha se giró hacia la colina.
–¿Crees que nos pueden ver desde allí? –preguntó,
entrecerrando los ojos en un intento por distinguir algo.
La nueva se paró a su lado y alzó una mirada impenetrable.
–Si se asoman, sí.
–Démonos prisa –dijo, y comenzó a rodear la roca antes de fruncir
el ceño y detenerse. Se giró hacia ella–. Espera. ¿Tú qué diablos
haces aquí?
La joven le devolvió la mirada y, por unos segundos, no contestó.
Se encogió de hombros, molesta, y el viento volvió a sacudirlas.
–¿Qué haces tú aquí?
Erediel sintió deseos de golpearla, pero solo sonrió. Su manera de
responder le erizaba los nervios.
–Supongo que no es asunto mío –dijo, ignorando su pregunta.
Se apartó de la roca y comenzó a caminar. Sin detenerse, se giró
para decirle que debían bajar por separado para no llamar la
atención, pero la joven la adelantó en ese instante y tan de prisa que
Erediel se atragantó con las palabras.
Apretó los dientes. No sería ella la que se quedara atrás: el
orgullo no se lo permitía. Aceleró los pasos, la alcanzó.
–¿Cómo te llamas? –Para odiarla, necesitaba saber su nombre.
–Dafya –dijo, sin prestarle atención. Giraba el rostro cada pocos
segundos, como si buscara algo. Como si tuviera miedo.
–¿No vas a preguntarme cómo me llamo?
Consiguió que, por un instante, posara sus ojos en ella. Volvió a
distraerse enseguida, pero el temor que brillaba en su mirada
comenzó a desaparecer.
–Debería dirigirme a una princesa como corresponde –dijo, con
una ironía casi imperceptible. Casi–. Sobre todo, cuando haya más
gente escuchando.
–Eres muy simpática –masculló–. No veo por qué no le caes bien
a nadie.
El insulto no hizo ningún efecto en ella. Como si no lo hubiera
escuchado, clavaba los ojos en el pueblo y parecía pensar en otra
cosa.
–¿Qué diablos vienes a buscar? –preguntó Erediel, escondiendo
un dejo curioso detrás de un tono irritado.
–Dijiste que no era asunto tuyo.
Quería golpearla. Suspiró y también observó el pueblo. El color
naranja había empezado a apagarse y una luz lila que no permitía
sombras, pero que parecía una sombra en sí misma, había
comenzado a teñir las calles. Sobre esas calles flotaban voces y
ruidos. Olor a comida y a deshechos. ¿Música?
–Mi nombre es Erediel –susurró, con la mirada perdida en la
aldea.
Dafya la observó. Había dejado de parecer un animal alerta y
comenzaba a relajarse.
–No te pregunté –dijo, pero con un tono resignado que ya no
buscaba pelear.
–Aun así…–Dibujó una sonrisa falsa, irónica–. Deberías saber los
nombres de tus reyes y princesas.
La joven bufó. Su mirada se oscureció por un momento, su voz
fue incluso más débil que un susurro.
–Apenas conozco el mío.
Erediel observó la tensión de su rostro y pensó que, quizás, sería
mejor callarse. Pero su boca no hizo caso. Por impulso, se abrió de
todos modos.
–¿Qué quieres decir? –preguntó, esforzándose por sonar
indiferente.
–Quiero decir lo que dije. Apenas conozco mi propio nombre –
masculló–. Mi memoria está en blanco.
Erediel la miró, sorprendida, y, por un momento, no supo qué
contestar.
–¿Nada? ¿No recuerdas nada de nada?
Negó.
–Ni siquiera mi edad, o mi rostro.
La muchacha guardó silencio durante un rato y ambas se
quedaron solas con el sonido de sus pisadas, con el murmurar del
pueblo y el susurro de los soldados que se preparaban para cenar.
Pensó que, tal vez, bromear no fuera una buena idea. Pero, cuando
el aire se volvió pesado e incómodo, decidió que sí.
–¿Alrededor de 50 años? –dijo, sin mirarla–. Y eres muy fea.
Caminó más rápido y la adelantó, pero aun así escuchó el bufido.
Dafya igualó su velocidad sin ningún problema y, durante un minuto,
volvió a rodearlas un silencio parcial. El pueblo no estaba muy lejos
y los sonidos y olores eran cada vez más fuertes.
–No es cierto –murmuró, con un ligero tono de pregunta–. No
tengo cincuenta años.
Erediel escondió una sonrisa y, esta vez, fue ella quien bufó.
–Si hubieras vivido cincuenta años, serías un poco más
inteligente.
–¿De qué me servirían, si no los recuerdo?
Se enredaron en discusiones que no tenían sentido hasta que las
casas comenzaron a rodearlas y el suelo se convirtió en un fango
apestoso. La muchacha dejó de prestar atención a su compañera y
observó las calles. La gente caminaba de prisa y entraba a sus
hogares para cenar antes de que la oscuridad lo envolviera todo y el
sueño golpeara a sus puertas. La luz del cielo era cada vez más
tenue y caía sobre los techos de teja o paja como una pincelada de
paz. Las paredes eran grises. Por supuesto, no había una sola mota
de blanco a su alrededor. Y todo estaba mucho más tranquilo de lo
que ella había esperado. Nadie la miró mal, nadie la señaló con un
dedo porque nadie la reconocía. ¿Cómo iban a reconocerla si jamás
la habían dejado salir de casa?
–¿Primera vez pisando el fango, Su Alteza? –preguntó Dafya,
mientras buscaba algo con los ojos.
–Cállate. También es tu primera vez.
–No lo sabes.
–Tú tampoco lo sabes –dijo, con un tono burlón, y luego frunció el
ceño–. Y si alguien te escucha llamarme así, haré que te
sacrifiquen.
Continuaron caminando juntas, sin darse cuenta, hasta que las
calles desembocaron en una plaza chica. Dafya se detuvo y Erediel,
por instinto, la imitó.
–¿A dónde estás yendo? –preguntó, con un susurro distraído.
La muchacha miró los edificios que la rodeaban y se encogió de
hombros. Estuvo a punto de decir la verdad, <<a cualquier parte>>,
pero se arrepintió. ¿Por qué tenía que contestar ella primero?
–Ya que lo que hagas no es asunto mío ni lo que haga yo, asunto
tuyo, separémonos –sugirió–. ¿Volvemos a encontrarnos aquí en
una hora?
Dafya la miró con curiosidad y sorpresa.
–¿Para qué? –preguntó, y lo preguntó en serio.
–¿Para qué puede ser? Para regresar.
–Es más probable que nos vean si somos dos personas –dijo,
alzando las cejas con una expresión irónica pero también
desconcertada. Erediel suspiró. Estaba tan ansiosa por recorrer el
pueblo que se permitió olvidar su orgullo.
–Vete y regresa en una hora.
No esperó a que respondiera, sabía que de cualquier forma diría
que sí. Se giró y, sin disimular que estaba emocionada, comenzó a
andar por una calle aleatoria. Las casas de piedra negra, altas y
rodeadas por escaleras circulares, se acababan a una o dos
cuadras del centro y dejaban lugar a construcciones más pobres.
Erediel caminó entre las paredes de madera y espió, a través de
las ventanas, las risas, las discusiones, los manteles, la comida, las
velas, las vidas normales de familias normales.
Sonrió mientras observaba a dos hermanos que se jalaban el
cabello, pero su sonrisa, poco a poco, perdió brillo y empezó a
oscurecerse. El cielo, como si la imitara, también se oscureció.
Tanto ella como la aldea se sumieron en una penumbra triste. Se
apartó de las casas y, casi por instinto, se dedicó a seguir los pasos
de la gente. Nadie la vio, nadie gritó <<¡princesa loca!>>. Comenzó
a pensar que el pueblo no era tan divertido como había esperado.
Las calles estaban enfangadas, las personas caminaban muy de
prisa y había niños en las esquinas que dormían a la intemperie. La
guerra había fragmentado a las familias y relegado a segundo lugar
la alimentación; en un reino en donde lo fundamental era fabricar
armas y fortalecer el ejército, ¿qué quedaba para toda esa gente
que elegía no alistarse?
Se sintió estúpida comparando su propia vida con la de aquellas
personas, y la curiosidad dio paso a una apatía gris. Dio algunas
vueltas más mientras la aldea se sumía en silencio y las ventanas
se cerraban, y luego decidió volver.
Se sentó en la plaza a esperar y observó los trozos de cielo
recortados por los edificios. Las estrellas se veían distintas desde el
suelo, desde las calles enfangadas y en medio de aquel olor.
Brillaban más. Intentó imaginar una vida bajo esas estrellas y se
sintió extraña, lejana como si perteneciera a otro mundo. Sacudió la
cabeza para espantar pensamientos que no terminaba de entender
y se acomodó sobre el césped.
¿Su familia estaría mirando el mismo cielo? ¿Alguno de sus
hermanos pensaría en ella? ¿La extrañaban sus padres?
Comenzaba a sentirse triste cuando una sombra conocida se paró
frente a sus piernas y la distrajo. Se esforzó por ver los ojos oscuros
a través de la penumbra.
–Todavía no pasó una hora –le dijo, y Dafya se encogió de
hombros.
–¿Volvemos?
Asintió despacio y, desde el piso, tendió una mano hacia ella. La
joven la observó con las cejas alzadas y una expresión recelosa.
–Ayúdame –protestó.
Dafya soltó un suspiro, tomó su mano y la alzó con un tirón rápido
y fuerte. Con pasos lentos y un ánimo parecido, se pusieron en
marcha hacia la colina oscura que, desde lejos, parecía cercana a
las estrellas. Se alejaron de la plaza y de los edificios. El pueblo ya
estaba casi vacío y en silencio.
–¿A dónde fuiste? –le preguntó, después de uno o dos minutos.
La joven giró el rostro para mirarla de refilón.
–¿No te rindes nunca? –dijo, pero con un tono tranquilo que no
buscaba pelea. A Erediel le pareció que dudaba, así que mantuvo el
silencio y esperó–. Vi una torre, desde la colina, que me pareció
familiar.
La observó, con ojos agrandados. Casi excitada.
–¿Recordaste algo? ¿Ya habías estado aquí? ¿Recuperaste la
memoria?
Pero Dafya negó con la cabeza y anuló todas las preguntas.
–No era un recuerdo –dijo–, y el edificio tampoco era el mismo.
Erediel no terminó de comprender, pero fingió que sí. Después de
todo, lo que sí entendía era que ambas caminaban sobre la
decepción. Hizo una mueca, miró el cielo y soltó un suspiro. Se
sorprendió pensando que, al menos, no caminaban solas. El sonido
de sus pasos se sincronizaba como si los cuatro pies se hicieran
compañía.
–¿A dónde fuiste tú?
La pregunta la tomó por sorpresa. Se esforzó por seguir mirando
hacia delante y por contener una sonrisa. Pero la sonrisa murió en
sus labios cuando se preparó para contestar.
–A ningún lado –respondió–. Solo di vueltas.
Continuaron andando, en silencio, por las calles ensombrecidas.
Erediel se perdió en sus pensamientos, pero sus pensamientos
regresaron hacia ella. ¿Cómo sería despertar y no recordar nada?
Sintió una pesadez ajena en el pecho, un cosquilleo ansioso que le
desagradó. ¿Cómo sería no tener una identidad, una familia, un
pasado?
Dafya se detuvo frente a una sombra alta y, por instinto, la
muchacha la imitó. Una escultura de barro, vieja y desgastada,
parecía pendiente de ellas a través de las sombras. Como si las
acusara con sus ojos inexistentes.
–¿Qué estás mirando? –le preguntó a su compañera. La joven se
encogió de hombros.
–Me pregunto quién es y por qué le hicieron un monumento en
una calle perdida.
–Un vaxer –dijo Erediel, disimulando el sabor amargo de la
envidia que no podía evitar–. Las esculturas de barro son para los
vaxers que mueren en batalla, las de piedra son para los reyes.
Dafya se giró a mirarla y la muchacha sintió que sus ojos la abrían
y la estudiaban por dentro.
–Podrías ser reina algún día –dijo, después de un rato. Erediel
sonrió.
–Tal vez. Si se mueren todos mis hermanos y mis padres no me
repudian antes. –Negó con la cabeza, sintiéndose, de pronto,
extrañamente animada–. No quiero ser reina. Ni tampoco quiero una
estatua.
La joven asintió y, sin prisas, comenzó a caminar otra vez.
–Mejor así, porque sería un desperdicio de piedra…
Abrió la boca para responder a la provocación, pero se calló
cuando la vio girarse. La expresión de su rostro había cambiado.
Dafya regresó, la sujetó con urgencia y la empujó hacia abajo para
ocultarla detrás de la base del monumento. Con una mirada alerta,
le indicó que no hiciera ningún ruido. <<¿Y ahora qué?>> preguntó
con los labios, pero ella frunció el ceño en lugar de contestar. Sus
ojos habían vuelto a brillar con miedo, grandes y oscuros como los
de un animal en peligro.
Algo resonó del otro lado de la estatua. Pisadas, primero, luego
órdenes. Erediel reconoció los pasos militares.
El muchacho y el fuego

Incapaz de contener la curiosidad (era injusto que ella no hubiera


visto nada), asomó la mitad del rostro por encima de la base y espió
por un segundo, antes de que una mano le sujetara la camisa y
tirara de ella. Ambas se fulminaron con los ojos. Comenzó una
guerra de voluntades con miradas furiosas, empujones y tirones.
Erediel intentó volver a mirar. La joven volvió a tirar de ella hacia el
suelo. Se empujaron, forcejearon.
Y un estruendo de sonidos las paralizó a las dos.
Asustadas, dejaron de pelearse y compartieron miedo. Las cosas,
delante de ellas, parecían desgarrarse o caerse. Algo explotó y
ambas dieron un salto sincronizado. Resonaron gritos.
Se dedicaron una mirada de precaución cómplice y, muy
despacio, se asomaron por encima de la base. Los dos pares de
ojos, marrones, grises, muy abiertos, escrutaron la penumbra.
Dos sargentos esperaban, en una puerta. Los gritos llegaban
desde el interior. Insultos, súplicas y llantos hicieron vibrar las
paredes. Las calles continuaron desiertas, el silencio que rompían
los gritos se profundizó y las pocas ventanas que seguían abiertas
se cerraron de forma brusca.
Un cuerpo salió expulsado hacia el barro y rodó mientras la paja
del techo comenzaba a desprender humo. Una luz espectral, en
principio leve, iluminó el callejón con un tono de sangre.
Fuego.
Dafya se aferró a la base de barro con tanta fuerza que sus
manos se tiñeron de nieve y su rostro adquirió un color enfermizo. A
Erediel le pareció que temblaba.
Los militares de la puerta se apresuraron a levantar el cuerpo del
suelo y lo inmovilizaron antes de que pudiera volver a entrar. Un
muchacho. En las lágrimas de su rostro se reflejaban las llamas.
Con una mueca de desesperación, intentó arrojarse sobre la casa
que ardía, pero los sargentos aprovecharon para patearlo y arrojarlo
una vez más al piso.
–¿Lo ves? –dijo uno de ellos, con una mueca de repulsión y
desconfianza–. Por eso tendrías que haber venido con nosotros
cuando te lo pedimos con amabilidad.
El cuerpo de dieciocho o diecinueve años se arrastró por el piso e
intentó levantarse antes de que lo volvieran a golpear.
–Por favor –dijo, con una voz ronca y desesperada que solo llegó
hasta ellas porque la arrastró el viento–. No los lastimen.
Desde el interior de la casa en llamas, aún resonaban gritos. Los
militares salieron del humo arrastrando cuerpos que se sacudían sin
fuerza, golpeados; un niño, un hombre y una mujer gritaban a la vez
y sus súplicas se volvían inentendibles.
–¡Basta! ¡No! –El muchacho consiguió arrastrarse hacia su familia
antes de que volvieran a golpearlo. Le temblaba todo el cuerpo y la
impotencia brillaba en sus ojos como brillaban las llamas–. Déjenlos
en paz. ¡Iré, pero déjenlos en paz!
–¡Silencio!
La voz de la capitana que comandaba el pelotón se superpuso a
los ruidos con la autoridad suficiente como para anularlos. Incluso el
niño dejó de gritar e intentó tragarse las lágrimas mientras los
obligaban a ponerse de rodillas. La mujer uniformada se acercó a él,
se agachó junto y lo sujetó del cabello para alzar su rostro.
–¿No te parece demasiado tarde? –dijo, impaciente, mirándolo
con una expresión feroz–. No nos gusta jugar con niños
caprichosos. Las basuras como tú, que no se preocupan por el
bienestar del reino, deberían ser enterradas en el fango.
Lo empujó hacia abajo con fuerza, golpeó su cabeza contra el
suelo y luego se puso de pie. Suspiró, se alisó el uniforme y miró a
los sargentos del pelotón.
–Mátenlos a todos y carguen con él.
Erediel se irguió por instinto, con los ojos desconcertados, llenos
de lágrimas. Abrió la boca para gritarles que se detuviesen y una
mano la enmudeció, volvió a esconderla. Dafya temblaba. La miró
con ojos severos y le dijo que no con un murmullo. La muchacha no
habría cedido si no hubiera visto algo más en los ojos de su
compañera, un miedo tan profundo y extraño que se le metió en los
huesos y la obligó a obedecer. La voz del muchacho las sobresaltó.
–¡Me mataré! –gritó, desesperado, mientras el niño se revolvía y
soltaba un chillido de horror–. ¡Si les tocan un pelo, me cortaré la
garganta con la primera espada que vea!
El cuerpo se irguió y se deshizo de las manos que intentaban
sujetarlo. Las llamas habían devorado la casa por completo e
iluminaban la calle con tanta fuerza que parecían formar un pequeño
sol. El muchacho se resistió cuanto pudo mientras clavaba los ojos
en la mujer y la fulminaba con odio y miedo. Su rostro, teñido de
naranja por la luz, era un cuadro de barro y lágrimas.
–Déjenlos en paz –dijo, con una mueca de dolor que Erediel sintió
en su propio pecho–. Si los dejan vivir, seré el soldado más
obediente. Lo juro.
Los sollozos de su familia se confundieron con el crujir de las
llamas. Nadie habló. Ninguno de ellos quería morir allí, aun si eso
significaba perder un hijo. Erediel dejó de ver, entre humo y
lágrimas, y se frotó los ojos mientras algo en su pecho se llenaba de
dolor. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué el ejército…?
–Si hubieras dicho eso antes, tu familia no habría perdido su
hogar –dijo la capitana, mirando el incendio con una sonrisa
tranquila.
Dafya dejó de ver la escena. Apoyó la espalda en la base,
sentada en el suelo, pálida como si luchara por contener el vómito.
Erediel no podía apartar los ojos. Necesitaba comprender qué…
–Si cometes un error, uno solo, tu familia morirá enterrada –
añadió, con una mueca de desdén, y luego se dirigió a los demás–.
¡Llévenlo al campamento!
Cuando los soltaron, los tres se dejaron caer; los adultos
escondieron el rostro para llorar y el niño sollozó entre gritos
mientras gritaba el nombre de su hermano. <<¡Ezox!, ¡Ezox!>>.
El muchacho no se giró para mirarlos. Su rostro estaba contraído
y temblaba en un esfuerzo imposible por contener su propio llanto.
Observó, apenas un instante, la casa que se había convertido en
fuego y que iba camino a ser cenizas. Tragó el dolor y el odio y se
dejó llevar por los uniformes.
Erediel se agachó antes de que la vieran. Se mordió el labio y,
desconcertada, perdió los ojos más allá de las sombras. Después de
un minuto se giró hacia la joven, que no dejaba de temblar, y sintió
que la angustia la envolvía. No sabía dar abrazos, ni le habían
gustado nunca, así que se limitó a pegar su hombro con el de ella y
a esperar… Sin saber bien qué esperaba.
Más allá de la estatua, seguía chasqueando la madera.
El fuego continuaba creciendo como producto de alguna pesadilla.
Confesiones

–No te he vuelto a ver desde aquel día.


El sacerdote sonrió y la joven tuvo la extraña idea de que los
tiburones debían sonreír igual. Los labios estirados, los dientes
amarillos, la mirada que se esforzaba por ser lo que no era.
Entrelazaba las manos en un gesto de paciencia y las escondía
entre las mangas de su túnica roja, sagrada. El emblema de los
mensajeros de Hwiro decoraba su pecho.
A diferencia de la vez anterior, no sintió la necesidad de apartar
los ojos y la ansiedad fue solo un pinchazo que se parecía a la ira.
Su mente estaba mucho más clara y despierta, podía ver las
arrugas de su rostro sin evocar sombras y podía leerlo con facilidad.
No sintió miedo, sostuvo su mirada.
Esta vez, no estaba sola.
–Tienes que venir a verme más seguido –dijo, con una severidad
estúpida que parecía dirigida a un niño pequeño–. Todos vienen al
menos una vez a la semana a confesarse. Y las personas como tú,
sobre todo, tienen más tendencia a los pensamientos incorrectos.
Vastak alzó las cejas y expresó una falsa mueca de interés
mientras caminaba y se aburría. La joven lo ignoró. Asintió hacia el
sacerdote, sin saber qué más hacer. No dijo nada.
–¿Aún no tienes recuerdos? –interrogó.
¿Tenía recuerdos? ¿O pesadillas? La joven había perdido la
capacidad de ver la diferencia. En sus sueños había fuego, en sus
recuerdos también. Alguien gritaba; a veces, eran dos personas.
Algo la arrancaba de las llamas mientras ella (a veces, en sus
sueños, no era ella sino el muchacho nuevo) se esforzaba por entrar
y se estremecía de dolor al escuchar los gritos. Sus pesadillas se
entremezclaban con lo que había visto en la aldea.
Y, en el fuego, había imágenes extrañas. El viento, a veces, le
susurraba cosas y atraía hacia ella voces que desconocía. Había
una niña en sus recuerdos (¿o sueños?). La niña era ella y jugaba
con las ráfagas y con su madre y una llama brotaba de su interior y
ambas se consumían entre alaridos y…
–No –dijo, porque habría sido incapaz de resumir todo eso en una
frase aunque lo hubiera deseado.
Vastak le dedicó una mirada de reproche que estaba cargada de
ironía. Era su forma de aburrirse un poco menos mientras ella se
empeñaba en no prestarle atención.
–Eso es muy malo. ¿Absolutamente nada? ¿Ni siquiera sobre tu
familia?
La joven sacudió la cabeza. Afuera, el viento hizo crujir las ramas
de los árboles, frotó sus hojas y golpeó la tela roja de la tienda. Las
provisiones de Luxeo, amontonadas, convertían aquella ceremonia
religiosa en una improvisación ridícula. Dafya se esforzó por no
bostezar y sus ojos se humedecieron con lágrimas que el hombre
malinterpretó.
–Oh, no te aflijas. Tu memoria volverá –dijo, frunciendo el ceño, y
se inclinó lo suficiente como para tomarla de las manos. La joven
sintió su piel llena de arrugas, pero no bajó los ojos. Se quedó muy
quieta, mientras Vastak la observaba sin expresión–. ¿Estás
tomando los remedios que te dieron?
Dafya dudó un instante. Pensó al respecto, pero no encontró
motivos para mentir.
–No.
El sacerdote frunció el ceño y, esta vez, la preocupación en sus
ojos fue sincera. La joven creyó que se enfadaría y la soltaría, pero
el agarre se hizo más fuerte y asqueroso.
–¿Por qué no? –dijo, con una voz paciente que ocultaba rigidez.
Vastak se cruzó de brazos.
–Porque no estaban haciendo efecto.
Después de unos segundos de silencio y tensión, el hombre
sonrió con ternura y le acarició las manos. Miró hacia abajo,
mientras el silencio los envolvía, y luego clavó los ojos en ella con
una fuerza renovada.
–Tienes que tomarlos durante varios meses para que haga efecto
–dijo–. Te necesitamos sana para ganar la guerra, niña. Tienes que
tomar lo que te den.
Y su mirada comenzó a oscurecerse con sombras tan profundas
que la joven se alegró de haber dejado las hierbas. Fingió que lo
observaba con atención. La inquietud no tuvo que fingirla. Si seguía
mirándola con tanta intensidad y sujetándole las manos, la ansiedad
volvería a revolverle el estómago y los golpes del viento acabarían
por delatarla.
Vastak estaba tan tenso como ella. A veces, Dafya creía que se
contagiaban las emociones además de compartir imágenes.
El sacerdote le dio una palmada en las manos para reclamar su
atención y, con ojos rapaces, dijo:
–No tomarlos no es una opción.
Se apresuró a asentir, con un arrepentimiento falso y urgente,
para que le soltara las manos.
–Los tomaré –dijo, con un tono convincente–. Lo prometo.
La mirada dulce volvió a armarse entre las arrugas. Una última
palmada la estremeció y el hombre, por fin, liberó sus manos para
erguirse en su asiento.
–Supe desde el primer momento que eras una muchacha
confiable –dijo, como si se felicitara a sí mismo–. Y dime: ¿te has
adaptado bien? Los reyes me dieron la orden de facilitarte cualquier
cosa que necesites. ¿Hay algo que quieras?
Dafya negó y fingió que la primera pregunta no había existido. El
sacerdote tampoco dio señal de recordarla; probablemente le
importara poco. Sonrió con sus labios pálidos, como de muerto.
–¿Y qué te parece? ¿Ganaremos la guerra?
La joven sintió que todo el interrogatorio era una trampa y que de
sus respuestas dependía algo importante, como su propia vida. De
cualquier forma, dudó. Tuvo que esforzarse mucho por no mirar a
Vastak. ¿Podía ganarle al fuego? De pronto, no quiso mirarlo. Se
sintió incómoda.
–Sí –dijo, aunque en realidad no tenía idea.
El sacerdote ensanchó su sonrisa con satisfacción. Pero, poco a
poco, la sonrisa murió en sus labios. La atravesó con una mirada
que buscaba leer dentro de ella y arrancarle las verdades del cuerpo
como se arrancan las flores. Muy despacio y de forma oscura, volvió
a inclinarse. Dafya intentó no suspirar mientras se preguntaba
cuándo la dejaría ir.
–Hay algo que quiero preguntarte, y es importantísimo que seas
sincera conmigo –dijo. La joven asintió, intimidada por la seriedad
de sus ojos–. ¿Has estado viendo algo extraño? ¿A alguien? Sea
quien sea. Puedes decirme.
Y él mismo asintió con la cabeza para atrapar su confianza,
mientras ella intentaba ocultar los latidos de su corazón.
Sobresaltada por la pregunta que no había esperado, fue incapaz de
impedir que sus ojos se desviasen del sacerdote y observaran al
vaxer blanco.
Vastak le sostuvo la mirada. Con ojos fríos y graves, y un rostro
tenso, sacudió la cabeza de forma casi imperceptible. <<No>>,
decía su expresión.
El sacerdote se giró para seguir el ángulo de su mirada y la joven
la desvió, para disimular. ¿Confiaba más en el enemigo que en un
sacerdote de su propio pueblo? ¿Y si estaba haciendo las cosas
mal, al revés, torcidas? ¿Y si se estaba comportando como una
estúpida?
–¿Ves algo? –preguntó el religioso, con los ojos muy abiertos. Ella
fingió una sonrisa pálida.
–Hay un agujero –dijo y, antes de que el hombre se girara a mirar
otra vez, el viento rasgó la pared más lejana de la tienda.
Una ráfaga culpable corrió entre ambos, pero él no la notó. Vastak
miró la tela desgarrada con ojos atentos, sorprendidos. El sacerdote
asintió con la cabeza.
–Me alegro de que eso sea todo –dijo–. No sé si lo sabes, pero
los vaxers tienen una maldición extraña que los une. Algunos no lo
notan en toda su vida, pero para otros es tan fuerte que, una vez
que se encuentran o se tocan, quedan atados para siempre. ¿Rehin
no te ha dicho que, a veces, entra en contacto contigo?
Dafya sintió que se le helaba la sangre y fue incapaz de disimular
una mirada sorprendida y llena de desconcierto.
–¿Me ha visto? –preguntó. Creyó que se desarmaría de alivio
cuando el hombre sonrió y negó con la cabeza.
–No, no es un vínculo tan fuerte. Pregúntale a él; yo no entiendo
mucho de estas cosas –dijo e hizo un gesto con la mano para restar
importancia a esa conversación–. Volviendo a la guerra, hay algo
importante que tienes que hacer en el campo de batalla. Creo que
ya lo sabes.
Lo miró, en silencio. Después de casi un minuto sin que la joven
respondiera nada, el sacerdote asumió que no lo sabía. Suspiró.
–Un vaxer es el mejor remedio para deshacerse de otro –dijo y
ella deseó que no siguiera. Deseó que Vastak se esfumara y dejara
de escuchar–. Y, por suerte, la reina blanca solo tiene uno. Ha
hecho que él mismo asesinara a todos los demás.
No comprendió por qué, pero sintió que sus mejillas enrojecían.
Se esforzó por no mirarlo. No quería saber qué expresión había en
su rostro. No quería saber si era verdad.
–Es demasiado fuerte –susurró, con voz ronca, fijando los ojos en
el piso.
–Pero es uno solo –dijo, con una sonrisa tranquilizadora que
Dafya captó de refilón. ¿Por qué no dejaba de hablar?–. La reina
impostora tiene un solo vaxer, nosotros tenemos tres.
La joven estaba distraída, incómoda, y tardó medio minuto en
sorprenderse. Alzó los ojos hacia el sacerdote, frunció el ceño. El
viento volvió a azotar la tienda mientras Vastak la imitaba y clavaba
los ojos oscuros en el hombre.
–¿Tres? –dijo, y el joven murmuró la misma pregunta como si
fuera un eco.
El sacerdote sonrió.
–Sí –dijo, con una chispa alegre en la mirada–. El muchacho
nuevo, ¿no lo has visto? Es un vaxer.
Peones

Cuanto más se adentraban en el bosque, más desaparecía el


calor. Los árboles rojos se mezclaban con la flora natural del reino:
troncos robustos de color ceniza y hojas verdes que, bajo la luz,
adquirían un tono turquesa. El frío empezaba a picar, pero los
dirigentes se negaban a desplegar el campamento por las noches.
Erediel llevaba más de una hora despierta, inmóvil, observando la
lentitud del amanecer entre las hojas de los árboles. Acostada en
tierra húmeda, escuchando los sonidos de los animales. Muerta de
frío. Cuando los primeros soldados de su grupo comenzaron a
despertar, se incorporó de mala gana, se revolvió el cabello en un
gesto de frustración y se alejó unos pasos para poder estirarse.
Todos tenían esa costumbre. El entrenamiento diario y la caminata
dolían un poco menos si los músculos comenzaban el día
preparados.
Todos, excepto él. Ezox.
Era uno de los primeros en despertar y el último en moverse; sus
ojos siempre parecían perdidos. Mostraba pocas expresiones, como
si la mente escapara de su cuerpo y se olvidara de controlar los
músculos faciales. Al principio había mostrado un eco de odio y
tristeza, pero, últimamente, los sentimientos parecían haberlo
abandonado. Parecía muerto.
Cuando él se incorporó, Erediel apartó los ojos y, disimulada,
continuó estirando. Nunca reparaba en ella. Ni en Dafya, que a
veces le echaba una mirada de reojo llena de curiosidad. Ni en
nadie. Estaba encerrado en sí mismo y evitaba a los demás tanto
como ellos lo evitaban a él.
Antes de que el último soldado estuviera en pie, se formaron las
filas para el <<desayuno>>. Una cebolla, probablemente, o una
papa cruda. Erediel escuchó a su estómago protestar mientras
avanzaba hacia los encargados del racionamiento. La calidad y
cantidad de la comida serían pobres hasta que pasasen por otra
aldea o cazaran. Lo segundo era más probable. Se dirigían a las
profundidades del bosque y, en poco tiempo, estarían rodeados de
animales.
Se sorprendió cuando le entregaron una papa y también una
cebolla. Su humor comenzó a erguirse. Encontró a Dafya entre el
montón de gente, se dirigió hacia ella y no le permitió que se
sentase a desayunar; la sujetó del brazo y la arrastró.
–¿Qué haces? –preguntó la joven, con una mueca resignada.
Todavía intentaban acostumbrarse la una a la otra y no podían
pasar una tarde sin discutir, pero Erediel se sentía extrañamente
cómoda entre sus muecas e insultos. No le interesaba entender por
qué.
–Vamos a hablarle –dijo, y el plural salió de su boca con
naturalidad. Dafya frunció el ceño y se detuvo por instinto, pero
cedió cuando ella siguió arrastrándola.
–¿A quién? –preguntó, pero ya sabía a quién–. ¿Por qué?
–Porque está solo –dijo, guiando los pasos hacia el muchacho
que se había sentado lo más lejos posible de los demás–. Y porque
quiero saber qué pasó esa noche.
–Erediel, no…
El tono desaprobaba, pero las palabras murieron y la resistencia
desapareció. La muchacha no estaba pidiendo que opinase. Estaba
arrastrándola, sin pedir permiso. Probablemente la joven
comprendió que sus razonamientos se darían de bruces contra una
pared. Adormecida y despeinada, se dejó arrastrar. Erediel se
detuvo frente al muchacho, se sentó y tiró de ella; las rodillas de
Dafya impactaron con el suelo. Con un gruñido sutil, se arrastró
hacia atrás, como si quisiera dejar claro que se mantendría en el
margen de la escena.
Por eso, cuando él levantó los ojos, los clavó en Erediel.
Sorprendido. ¿Intimidado?
–Me dicen Diel –dijo, sonriendo–. Esta es Dafya.
El silencio, al principio, fue un pinchazo de incomodidad. Esperó.
Tensó su sonrisa mientras el murmullo de voces, como telón de
fondo, fortalecía la rigidez del aire y la mirada muda empezaba a
molestarla. Los ojos parecían endurecidos, indiferentes y, en todo
caso, desconcertados. Su sonrisa, poco a poco, se marchitó y toda
su confianza se hizo humo. ¿No pensaba responder? En medio de
la tensión incómoda, inhaló hondo y decidió empezar de nuevo.
–¿Cuál es tu nombre? –preguntó, alzando las cejas, modulando
despacio.
La única respuesta a su pregunta fue una mirada que la
incomodó, si cabe, aún más; sus ojos eran transparentes y, detrás
de ellos, flotaba como un papel escrito: <<es una idiota>>.
A Erediel no le molestó tanto que la juzgara tan deprisa, pero sí el
hecho de que pensara sobre ella sin incluirla en la conversación.
Que no le respondiera. Podía lidiar con las palabras, pero ¿cómo
lidiar con el silencio? Tensó los labios y esperó. La incomodidad se
volvió tan insoportable que Dafya le clavó un codo discreto en las
costillas.
–¿Para qué quieres mi nombre? –dijo, por fin. Su confusión era
sincera.
Erediel estuvo a punto de enojarse. Pero la imagen de las llamas
y los gritos la aplacaron enseguida y ablandaron su expresión. Lo
observó con tristeza, en silencio, y esta vez fue él quien se tensó
como si estuviera incómodo. Probablemente tuvieran la misma
edad; su rostro tenía una belleza casi infantil y no parecía hecho
para la guerra.
–Quiero tu nombre –dijo, incapaz de esbozar otra sonrisa– para
llamarte por tu nombre.
La idea de que lo llamara, fuese como fuese, lo espantó casi tanto
como pareció irritarlo su tono de voz. Una chispa de miedo apareció
en sus ojos. La muchacha se encogió frente a la mirada de angustia
y fastidio que le pedía por favor que lo dejara en paz. Insegura,
incapaz de soportar otro silencio, giró el rostro para buscar ayuda.
Pero Dafya clavaba los ojos en el suelo y manejaba la incomodidad
de la mejor manera: fingiendo que no estaba allí. Se tomó un
instante para insultarla y, sin saber qué hacer, volvió a mirarlo y dijo:
–Lo vimos todo. Esa noche.
Dafya alzó el rostro para fulminarla, pero la muchacha ya no le
prestó atención. Si no estás aquí, no opines. La rigidez del cuerpo
masculino aumentó y llegó a los ojos como una tormenta de
emociones. Erediel sintió que estaba acorralando a un animal para
comerlo y, angustiada, suspiró. Buscó una manera de alcanzarlo,
algo que decir para pacificar el aire y superar la barrera que él había
plantado entre su cuerpo y el mundo.
Pero no encontró ninguna forma de atravesar la mirada con la que
la repelía.
No supo qué hacer, así que bajó los ojos y comió. Descargó su
frustración en la papa. El viento pasó silbando entre los tres,
ahogado por el estruendo de voces y risas. Molesta, se giró para
clavar los ojos en el pequeño océano militar de idiotas que
devoraban la comida como si aquello fuera realmente un desayuno.
Mientras los fulminaba con la mirada, no obstante, sucedió algo
extraño. El estruendo se volvió cada vez más tenue, se convirtió en
un susurro y se ahogó bajo el siseo del viento y de las hojas. Todos
los sonidos, poco a poco, se transformaron en una vibración lejana,
como si acabara de envolverlos una burbuja.
Con el ceño fruncido, miró las bocas que se abrían para gritar o
reírse. Observó la escena muda, sin comprender.
–Ezox –dijo la voz del muchacho.
Ella olvidó el desconcierto y se giró para clavarle una mirada
sorprendida. Le sonrió, de forma espontánea, y no le molestó que él
no correspondiera su expresión ni que bajara los ojos como si se
escabullera.
Se giró hacia Dafya para arrojarle una mirada alegre que decía
<<¿lo ves?>> y volvió a observarlo. Abrió la boca, pero se contuvo.
El silencio parecía funcionar mejor; dejaría que se adaptara a ellas
antes de volver a hablar. Y se prometió que pensaría cada palabra
dos veces. Se comió la papa mientras él pelaba su cebolla y Dafya
ignoraba la comida. Tenía los ojos perdidos más allá de ellos, en
algún sitio en el que no había nada. A veces hacía eso. Como si su
mente huyera hacia otra parte.
Erediel la ignoró y miró cómo Ezox se comía la cebolla. Sonrió, le
tendió la suya.
–¿Quieres? –dijo y él se inclinó hacia atrás tan pronto como ella lo
hizo hacia delante–. No me gusta. Hace que me piquen los ojos.
La observó durante un momento demasiado largo y, antes de
aceptar, estiró el brazo lentamente y le tendió su papa. Erediel
aceptó el canje con una sonrisa (aunque sí le gustaba la cebolla) y
comió. Había dado el primer paso. Se había acercado a él. Su
confianza regresó y los pensamientos se aceleraron en su mente
con empujones demasiado bruscos. Se relajó. Se permitió ser ella
misma.
–Pero… lo que no entiendo –dijo, olvidándose de pensar dos
veces– es por qué te negabas al principio.
El muchacho, que clavaba los ojos en el suelo y comía, se detuvo.
El peso de un océano helado parecía haber caído sobre él. Dafya se
atragantó y el viento habló por ella, volando y haciendo gruñir las
ramas de los árboles. Erediel no notó ninguna de esas cosas.
–Quiero decir, cualquiera consideraría un honor que un sargento
golpeara a su puerta y le pidiera que…
–¿Eso es lo que no entiendes? –dijo, con los ojos congelados,
procesando las palabras a través de un ceño fruncido. El aire se
endureció, su voz fue como un susurro de hielo–. Que haya dicho
que no.
Supo que se había equivocado por cómo alzó el rostro y por
cómo, casi por primera vez, la miró sin titubeos ni temblores. Pero
no comprendió en qué se había equivocado. Abrió la boca y buscó,
de prisa, palabras para arreglar las cosas y salvar lo poco que había
conseguido. ¿Lo siento?
No, no se disculparía. ¿Qué había hecho mal?
–No entiendo nada de lo que pasó esa noche –dijo, con un tono
cauteloso–. Por eso estoy tratando de entender.
Le pareció ver duda en la mirada del muchacho. Una duda
furiosa, como si su cuerpo tirara con fuerza para irse y su boca
empujara con rabia para hablar; sus labios, tensos, temblaban.
–Esa noche –dijo, forjando cada palabra con la misma furia que
brillaba en sus ojos– me ofrecieron el honor de ir a dejar las tripas
en algún barrial y me negué. Quemaron mi casa y estuvieron a
punto de matar a mi familia. ¿Quieres saber alguna otra cosa? ¿Te
doy más detalles?
El tono de su voz la obligó a encogerse y le impidió ver lo que
estaba detrás de los ojos enojados. Sobre todo, el orgullo le impidió
pensar. ¿Cuándo había tenido que encogerse, ella, frente a otras
personas?
–Así que eres más locuaz de lo que parecías –dijo, y contuvo un
gruñido cuando el codo de Dafya volvió a enterrarse en su cintura.
En lugar de tranquilizarla, el gesto la enfureció más–. Y rechazaste
el reclutamiento porque tenías miedo de perder las tripas en el
campo de batalla. Mucho mejor si las pierde otro.
Dafya dejó escapar un suspiro frustrado, se puso de pie y se alejó
de ellos. Erediel la ignoró. No apartó los ojos del rostro que volvía a
expresar <<es una idiota>>. El ceño fruncido con asco. La mirada
brillante que parecía esconder lágrimas de odio e impotencia.
–Mucho mejor –dijo– si los que arriesgan las tripas son los que se
benefician si ganamos.
–¿Y tú no te beneficias si ganamos? ¿No eres un valence?
Le molestaban esos ojos. Se sentía tonta mientras se tensaban,
se clavaban en ella, buscaban en silencio algún motivo para
mantener la conversación y no huir a otro lugar más agradable.
–Lo soy –dijo, asintiendo–. Nací en Valixia. Pero lo que diga un
trozo de papel en algún archivo no tiene nada que ver con morir en
una guerra que decidió alguien desde un sillón de terciopelo.
Hablaba con tanta facilidad que a Erediel se le escaparon sus
propias palabras. Las oraciones extensas y los razonamientos
enredados la irritaban. Tensó la mandíbula. Lo desafió con los ojos.
–La guerra empezó cuando los lerestes se separaron y usurparon
tierras.
–¿Vas a darme clases de historia? –preguntó, su rostro oscilando
entre la repugnancia, el aburrimiento y la frustración–. No creas en
todo lo que te dicen.
Su sangre comenzaba a hervir de rabia, pero también de
impotencia. Sentía que su voz impactaba con una pared y regresaba
en forma de golpe.
–Es la verdad.
Ezox esbozó una mueca que, en otras circunstancias, podría
haberse confundido con una sonrisa.
–Los que deciden cuál es la verdad son los mismos que deciden
cuándo iniciar o detener una guerra –dijo, con un tono tranquilo que
le puso los pelos de punta. Lo que más le molestaba era la
sensación de que estaba perdiendo.
–¿Entonces no te importa que nos invadan y que masacren a
todos? –preguntó, desviándose disimuladamente del tema para
escapar de lo que no sabía cómo responder.
–El ejército blanco no es estúpido. ¿Por qué masacraría
trabajadores después de duplicar sus tierras?
–Pero… –dijo, frustrada, con las mejillas encendidas.
–Pero de pequeña tus profesores te dijeron que los blancos son
los malos de la historia –interrumpió. Dejó que la cebolla resbalara
de sus manos y la observó rodar–. ¿Qué les dirán a los niños
lerestes sobre nosotros?
Los ojos grises se clavaron en él como cuchillos.
–¿Por qué hablas como si lo supieras todo?
–Porque sé mucho más que tú –dijo, con una sinceridad tranquila
que la forzó a apretar los dientes.
–Eres solo un muchacho salido de un pequeño pueblo.
Las palabras no solo no lo lastimaron, sino que ablandaron la
expresión de su rostro y pusieron en sus labios el comienzo de una
sonrisa.
–Y, aun así, sé mucho más que tú –dijo, y Erediel contuvo un
puño trémulo.
–¡Todo lo que dices es blasfemia! ¡Y una traición a la corona!
–No dije nada sobre la corona. Mi problema es con quienes la
usan, en lugar de usar una espada y venir a pelear sus propias
guerras.
Las palabras se le clavaron en el pecho en forma de rabia y de
dolor. Su orgullo se resquebrajó en un millón de trozos puntiagudos
y la imagen de sus padres apareció para confundirla. Si ella
pensaba lo mismo, ¿por qué dolía tanto en la boca de otro? ¿Quién
era él para hablar de lo que no tenía ni idea? ¿Quién diablos creía
que era para meterse en el desastre que era su familia?
–No puedes hablar así de los reyes –dijo, masticando las
palabras.
–¿Qué tiene que ver contigo? ¿Eres la hija del rey? –preguntó, y
la rabia de Erediel se esfumó como si alguien hubiera echado agua
helada sobre el fuego. Su corazón latió de prisa. ¿Y si contestaba
que sí? ¿Qué diría entonces?–. Déjame en paz.
Permitió que el silencio los acompañara y no se movió. No habló,
tampoco. Esperó a que el cosquilleo de la ira se disolviera y la
abandonara bajo un cansancio que le entumeció los músculos.
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué había hecho?
Ezox suspiró, se puso de pie y dio un paso para marcharse. Se
detuvo, se giró. La muchacha tuvo la desagradable idea de que en
aquellos ojos había lástima.
–No tengo nada contra ti –dijo, con una mirada triste que también
estaba llena de cansancio y contenía demasiado dolor–. Lo siento si
fui grosero.
Y, sin embargo, esos ojos también decían <<no volvamos a hablar
nunca>>. Erediel no respondió nada, clavó sus ojos en el suelo y
escuchó los pasos, mientras se perdían en el estruendo que
comenzaba a regresar.
En un repentino ataque de frustración, se puso de pie y buscó a
Dafya en los rincones alejados. La encontró, sola, terminando su
papa sin hablar con nadie. Todo terminó de disolverse (rabia,
frustración y orgullo) mientras la miraba comer. Pensó que esos dos
se parecían.
Con un suspiro, se sentó a su lado sin decir una palabra. La joven
fue la primera en hablar, con ojos indiferentes.
–Eres una tonta –dijo, y Erediel comenzó a pensar que podía
tener razón.
–Tú eres una tonta –respondió de forma automática. Miró los
árboles.
Se quedaron en silencio. El viento sopló despacio, como si
quisiera consolar y, al principio, funcionó. La muchacha alzó el rostro
y dejó que el aire lavara los conflictos y enfriara su piel. Cerró los
ojos. Se dejó llevar por el murmullo del viento entre las ramas
tranquilas y comenzó a calmarse.
Hasta que el murmullo se convirtió en rugidos.
Manada de lobos

Sonaron los cuernos que advertían y los relinchos de los


caballos se ahogaron bajo las voces. El ejército se desorganizó, la
masa dejó de ser masa y los individuos obedecieron al miedo.
Alrededor, los matorrales se movían y ocultaban sombras. Los
gruñidos se superponían al viento. El pelaje gris era apenas visible
entre follaje y ramas.
La princesa le hizo un gesto rápido para que se agrupara con los
demás y corrió a ofrecer ayuda a los capitanes, que luchaban por
recuperar el orden. El ejército estaba entrenado para pelear contra
metal, no colmillos. Los soldados no tenían miedo de morir bajo el
peso de una espada, pero nadie los había preparado para el terror
de unas fauces sobre el rostro.
A Dafya no la asustaron los rugidos, pero sí las voces, los pasos
desordenados y el miedo que dominaba el aire. Mareada y nerviosa,
se acercó a su capitán para oír indicaciones.
Escuchó palabras sueltas, en el camino. Colmillos. Bestias. Miles.
Los valences no estaban acostumbrados a los animales, porque
llevaban siglos cazando para desterrarlos del reino. Solo los
caballos, por su utilidad, habían sobrevivido a la purga. Los perros
salvajes se habían extinguido, las aves eran raras de ver y los
zorros aparecían alguna vez cada muchos años. Pero el bosque era
distinto. El bosque era el territorio en el que se reagrupaban, la zona
que gobernaban ellos.
–¡Es una manada pequeña! –gritaba el capitán. Dafya consiguió
abrirse paso entre su grupo–. De otra forma, ya habrían atacado.
Mantengan el orden y preparémonos para avanzar.
Pero los soldados murmuraban. Los cazadores llevaban un siglo
haciendo correr el rumor de que las manadas pequeñas no existían.
Valixia no había dejado espacio suficiente como para que los lobos
se mantuvieran separados. Se decía, en los pueblos, que solo
quedaba una manada o dos. Una manada de miles.
El ejército comenzó a recuperar el orden a pesar del miedo. Cada
grupo se reunió con su capitán mientras la mujer que los dirigía a
todos pasaba por el campamento dando órdenes. Dafya miró a su
alrededor, buscando a los animales entre las sombras. Buscó a
Vastak, también, en un impulso tonto que se había convertido en
costumbre. Cuando no lo encontró, buscó a Erediel. ¿Dónde se
había metido y por qué no estaba con el grupo? La incomodidad le
pinchó el estómago y el nerviosismo, poco a poco, se transformó en
preocupación. Se giró y encontró a Tien a su lado.
–¿Has visto a Erediel? –le preguntó y el grupo entero se giró a
mirarla, como si escucharla hablar fuera un evento desagradable y
raro. Él respondió con un silencio indiferente y la ignoró.
Contuvo una mueca de fastidio; continuó buscando a su
alrededor, entre los dirigentes, alguna cabeza rubia que se
destacara. Sin darse cuenta, hizo rodar el viento. Se esforzó por
encontrarla en el aire que giraba alrededor. La preocupación se
volvió ansiedad y la ansiedad le mordió el cuello. La princesa podía
cuidarse sola. No tenía nada que ver con ella. No era su amiga.
¿Pero dónde diablos estaba?
Miró a su capitán, que se había distraído y oía, con el rostro
rígido, las órdenes que gritaban desde lejos. Aprovechó para
moverse. Nadie la vio cuando se alejó del grupo, Dafya tenía esa
habilidad. Controlaba el viento y, para sus compañeros, era invisible.
Se movió entre troncos, sin pensar en los animales que se
agazapaban cerca. Ignoró los gruñidos que no le daban miedo y
buscó. Las voces habían empezado a apagarse, doblegadas por las
órdenes. Los soldados estaban más tranquilos. Si no habían
atacado aún, probablemente no lo hicieran nunca.
La joven pasó entre ellos y luego se alejó unos pasos para
observar mejor. Se estiró para ver desde arriba. La cabeza de
cenizas brillaba bajo la luz que filtraban los árboles. Se movía,
hablaba con los demás.
Dafya inspiró hondo, sintiendo que lo que entraba en sus
pulmones era alivio, y se apoyó en un árbol para suspirar. La insultó.
Un gruñido, sin embargo, se superpuso a su propia voz.
Se volteó justo a tiempo para ver al animal. A sus espaldas,
escuchó los gritos. Se encontró de frente con los ojos amarillentos.
El gruñido hacía vibrar el pelaje gris, erizado, y los colmillos
goteaban saliva. El animal se agazapó. El animal saltó hacia ella.
Dafya agrandó los ojos y no tuvo tiempo de pensar. Su mente
procesó la imagen de las patas en el aire, el estómago contraído, las
fauces abiertas, y su cuerpo se movió solo. Impactó contra el suelo,
rodó, abrió los ojos para ver al animal que aterrizaba sobre tierra y la
encaraba. Los murmullos asustados se convirtieron en gritos
mientras la manada dejaba el escondite. Se desató una guerra que
no había esperado nadie.
Los animales atacaron y las espadas solo pudieron defender
quienes alcanzaron a desenfundarlas. Los gritos se mezclaron con
rugidos, carne desgarrada y chillidos guturales, mientras la joven se
apuraba a ponerse en pie. El lobo se acercó despacio y ella
desenfundó. Supo que la miraban los ojos del alfa. Ninguno de los
dos hizo más que observarse, armados con colmillos o metal,
mientras a su alrededor volaban las órdenes y el olor de los
muertos.
De pronto, algo cambió. La tensión que los envolvía se disolvió
despacio y el gruñido se volvió más y más tenue hasta desaparecer.
El animal relajó las patas y comenzó a acercarse. La mirada en
los ojos cambió, el pelaje se alisó sobre el lomo. La joven relajó la
mano que sujetaba el arma. Mientras se miraban por última vez,
dejó que la bestia pasara a su lado. La mente no comprendió, pero
el cuerpo sí; ya no estaba en peligro.
Enfundó y corrió hacia los ruidos y los muertos.
Eran demasiados soldados como para perder esa batalla, pero
cada persona que asesinaban los lobos era una probabilidad menos
de ganar la guerra real. Dafya dudó, mientras buscaba a sus
compañeros, y acabó desenfundando. La manada parecía estar en
paz con ella, pero no pudo ignorar los gritos y los ojos asustados de
las personas que corrían.
Con una mano temblorosa, asesinó por primera vez.
Blandió la espada por instinto y un animal se desplomó, chillando;
cerró los ojos un segundo para no verlo morir. Para no vomitar.
Luego volvió a abrirlos y corrió entre la multitud desordenada.
Se encargó de otro que estaba agazapado y a punto saltar sobre
un hombre aturdido; lo atravesó por detrás, primero, y después le
rajó el estómago. Las tripas se escaparon al mismo tiempo que la
vida e hicieron un sonido desagradable mientras brotaban. Su
chillido se metió en ella y la lastimó. Contuvo las náuseas y se
impidió sentir nada. Blandió y mató todo animal que se cruzó en su
camino, hasta que las manos se le agarrotaron, llenas de sangre, e
incluso sus ojos comenzaron a temblar. El ejército había avanzado y
eran cada vez menos los que quedaban entre la manada que
parecía infinita.
Una mano la detuvo antes de que pudiera atacar otra vez. El lobo
que había estado a punto de matar se giró hacia ellos, pero un
resplandor de luz lo atacó, le arrancó un chillido y lo encegueció al
instante. La espada de Rehin le cortó la cabeza limpiamente. La
sangre borboteó alrededor del hueso que sobresalía, el cuerpo se
desplomó, los músculos se endurecieron y la garganta
desmembrada manchó el césped de rojo…
La voz del vaxer llegaba desde lejos, como un murmullo. Un
silbido.
–¡Dafya! –dijo, sacudiéndole los hombros. La joven reaccionó y
alzó el rostro–. A menos de una milla, hay un claro y una cascada.
Vete con los demás. ¡De prisa!
Asintió, aturdida, y se salpicó con sangre cuando sacudió la
espada. No la enfundó. La usó unas cuantas veces más mientras se
alejaba de allí y comenzaba a correr detrás del ejército. La blandía
de forma torpe, pero muy rápido, y el metal era implacable contra la
piel y los músculos. Se preguntó si sería así de fácil asesinar en la
batalla. Si sería así de fácil cortar humanos y…
El ataque de náuseas la tomó por sorpresa. Se detuvo para
vomitar, se inclinó junto a un tronco. El eco de los chillidos resonaba
en su cabeza como un martillo rompiendo cosas. Eran animales.
Los valences cazaban animales o los animales cazaban valences,
no había otro tipo de relación. ¿Por qué, entonces, se sentía
extrañamente conectada con ellos?
Escuchó el sonido de las patas que la perseguían, que los
perseguían a todos, y no se giró. Se internó más entre los troncos,
con el sabor del vómito en la lengua, y corrió hacia donde creía que
estaban los demás. Después de unos minutos, empezó a oír el
sonido de la cascada por encima de los rugidos.
En ese momento, los árboles dejaron de rodearla. La luz
repentina la sobresaltó y estuvo a punto de hacerla tropezar. Detuvo
la carrera, acostumbró los ojos a la luz del cielo y los oídos a las
voces del ejército que se organizaba.
A través de los cuerpos y del desorden vio, a varios metros, el
acantilado. Justo debajo debía correr agua que no veía y, más allá,
el bosque continuaba extendiéndose como si fuera infinito. Una
parte del ejército se preparaba para ganar tiempo contra los lobos y
la otra descendía por ese acantilado. En la primera fila le hicieron
señas para que fuera con los demás.
Los soldados se habían extendido casi una milla para cubrir el
borde del acantilado y bloquear a los animales mientras los demás
bajaban. Dafya se acercó, asomó la cabeza y vio los cuerpos que se
aferraban a las piedras y descendían. O perdían apoyo y se rompían
la cabeza con las rocas antes de desaparecer en el agua. Vio el
lago, casi invisible entre los cuerpos que se amontonaban y
nadaban a la orilla. Una gran cantidad había alcanzado el bosque;
algunos ayudaban, algunos se habían sentado a descansar.
Alguien la empujó sin querer y la joven estuvo a punto de caerse.
Miró hacia abajo con miedo mientras su cuerpo se inclinaba y el
equilibrio desaparecía; la distancia entre sus ojos y el agua pareció
duplicarse. Una mano la sujetó y tiró de ella.
Si giró, y Tien le dedicó una mueca irritada. Pero ninguno de los
dos tenía tiempo para pelear; los lobos, en ese momento,
abandonaron los árboles. Corrieron por el claro hacia ellos. Ambos
se distrajeron, ambos miraron. Eran muchísimos. Uno tras otro, en
una carrera ágil, se abalanzaron sobre el ejército. Dafya fue incapaz
de moverse, sorprendida, mientras observaba atónita la cantidad
incalculable. La línea de defensa no alcanzó. Todos lo que seguían
del lado incorrecto del acantilado desenfundaron sus espadas y, con
las prisas urgentes que ameritaba la situación, se turnaron sin
mucho orden para seguir bajando. El estruendo estalló otra vez.
Los lobos no eran los únicos que seguían apareciendo entre los
árboles y las sombras; los soldados que se habían quedado atrás
también se enfrentaron a los animales. La situación era un caos. En
un campo de batalla contra los lerestes, aquel desorden les habría
costado una derrota segura.
–Baja –le dijo Tien, olvidando por un instante la rivalidad y
priorizando el miedo. Le ofreció una mano, pero Dafya negó con la
cabeza.
–Baja tú primero. Te cubro –dijo, alzando la voz para hacerse oír
por encima de gruñidos, gritos y metales–. Y olvidamos todo lo que
sucedió.
Hizo una mueca y soltó un gruñido, pero ese gruñido se convirtió
en un sonido de impotencia cuando los lobos atravesaron las
primeras líneas.
–Tengo muy buena memoria –masculló, mientras desenfundaba.
Dafya lo ignoró y buscó su arma a tientas, incapaz de apartar los
ojos de las patas que corrían. Se acercaban. Rugían hacia ellos y la
mano temblorosa no podía encontrar la espada y los colmillos
brillaban bajo la luz del sol y el pelaje gris y… Uno de ellos saltó.
Dafya encontró su arma. Tien retrocedió para esquivar al animal.
Perdió el equilibrio. Cruzaron miradas.
La joven atravesó la garganta del lobo, tan rápido que no le
permitió emitir un solo gemido, y se volvió para ver el cuerpo que
desaparecía. Sin aire en los pulmones, se arrojó al borde del
acantilado y se asomó a mirar. Lo vio caer. Tan rápido como puede
caer una bolsa de estiércol, un montón de piedras, un peso
indistinguible. Dafya sintió que se atragantaba con un grito.
Horrorizada, de espaldas a los animales que se arrojaban sobre ella,
cerró los ojos. Sin emitir un solo sonido, hizo estallar todo su miedo.
Aullidos del viento

No vio nada. No necesitaba ver, porque ella era el aire y el aire


sentía.
Tien se elevó antes de tocar el suelo, como si el agua lo hubiera
rechazado. Pesaba; la joven supo que lo estaba sosteniendo,
aunque no supiera cómo. Supo que los animales se estaban
asfixiando. Los escuchó chillar, antes de que un viento furioso los
empujara por el aire contra los troncos o contra otras bestias.
Asfixiada ella misma, incapaz de sostener, empujar y respirar al
mismo tiempo, abrió los ojos. Sintió que Tien se le escurría.
Intentó aferrarlo entre ráfagas de viento, pero lo escuchó gritar y
se detuvo. Lo enredó en un remolino, casi un tornado, y lo mantuvo
girando en el silencio sorprendido de un ejército que no comprendía
nada.
Los lobos, que intentaban avanzar contra la barrera de viento, se
chocaron entre sí. Rugieron, chillaron, se revolvieron mientras la
joven hacía volar a los que se empecinaban.
El aire era suyo. Ella era el aire.
Volvió a cerrar los ojos y se dejó llevar. Se desprendió del cuerpo
que la distraía y que intentaba anclarla a un solo sitio, y su mente se
fundió con el espacio.
Aflojó la presión sobre Tien, lo acercó al agua y lo soltó. Rozó la
frialdad del lago mientras volaba (ella o el viento, daba lo mismo) y
subía. Rozó la tierra y la alzó contra los animales. Se oprimió contra
los cuerpos, sintió pelo, piel, latidos. Empujó. Más. Gritó (el viento
gritó) y la ráfaga aplastó a los primeros lobos.
Escuchó los crujidos.
El alfa aulló.
Los lobos chillaron y toda la manada se replegó bosque adentro.
Regresó a sí misma con una rapidez vertiginosa y, mareada, abrió
los ojos para verlos huir. En el silencio absoluto y atónito, solo
escuchó el eco de las arcadas de Tien. Y, a lo lejos, los aullidos.
Dafya respondió a las miradas, una por una, que se clavaban en
ella con miedo. Con admiración. O con curiosidad. Encontró a
Erediel, inexpresiva entre rostros que no le resultaban familiares.
Encontró a Rehin y se detuvo en él. Paralizado, tan sorprendido
como los demás, la miraba con una mezcla de asombro y… ¿rabia?
Fue el primero en moverse. Frente a los ojos del ejército (sobre el
acantilado y por debajo, todos miraban lo mismo) se acercó. Nadie
pestañeó mientras un vaxer se aproximaba a otro. Rehin se detuvo
frente a ella; tenía los ojos muy abiertos y escondía tantas cosas
que Dafya no llegó a comprender ninguna.
El sonido de la bofetada rompió el silencio.
La joven se encogió, sobresaltada, y se llevó una mano al rostro.
Entre miedo, incomprensión y rabia, clavó los ojos desconcertados
en él. A su alrededor, los soldados estallaron en susurros
sorprendidos.
Rehin alzó la mano una vez más. Dafya se encogió, esperó el
golpe que no llegó nunca.
–Baja –dijo él, con la voz enronquecida, luchando por
contenerse–. Hablaremos más tarde.
Forzó una sonrisa, una mueca grotesca que le estremeció la piel a
todos, y se alejó.
Dafya se quedó quieta en medio de las miradas, bañada en
desconfianza y con la mejilla adolorida que comenzaba a hincharse.

El grillete se cerró sobre su muñeca, el metal chasqueó. Dafya


alzó los ojos para mirar al vaxer que le sostenía la mano. El ejército,
detrás de él y más allá de unos cuantos árboles, desplegaba las
tiendas y fingía no mirar. Pero miraba. No había una sola persona
que no estuviera pendiente de ellos.
Rehin se inclinó para estar a su altura. Volvía a fingir amabilidad;
la rabia había desaparecido. De su rostro. Clavó los ojos en ella y
esbozó una sonrisa triste.
–Te advertí que no usaras tus habilidades fuera del campo de
batalla –dijo, tan cerca que la joven podía ser el aire cálido que
desprendía su voz. La cadena pesaba sobre su muñeca, pero él no
le permitía bajar la mano–. No quiero hacer esto, pero no tengo
opción. Las reglas son las reglas y yo soy el responsable de…
enseñarte a controlar esas habilidades.
Los ojos la observaban como si estuvieran esperando a que ella
comprendiera. Dafya no habló. Le sostuvo la mirada, sin una sola
expresión en el rostro. ¿Qué podía responderle? No lo comprendía
en absoluto. Solo sabía una cosa sobre él: era falso. Su boca
siseaba mentiras y sus ojos miraban con una dulzura venenosa. El
dolor en su mejilla era real. Le habría gustado tocarse la piel, pero la
mano izquierda estaba encadenada.
Como si pudiera escuchar sus pensamientos, Rehin le acarició el
rostro con los nudillos. Frunció el ceño, deslizó la mano con
suavidad y recorrió la hinchazón que él mismo había provocado. La
joven tuvo a la impresión de que el bosque se oscurecía.
<<Puedes matarlo antes de que parpadee>>.
La voz de Vastak la sobresaltó. Sonaba seca, ronca y enfadada.
Buscó entre los árboles, pero no encontró más que sombras y
matorrales oscuros. No estaba allí.
No era la primera vez que el vínculo arrastraba hasta él sus
emociones o le contagiaba su rabia, pero sí era la primera vez que
llevaba hasta ella solo el sonido de su voz.
Rehin sujetó su barbilla con suavidad y recuperó su atención a la
fuerza. Fruncía el ceño y sus ojos escondían suspicacia.
–¿Qué estás mirando?
Dafya le devolvió una expresión endurecida, casi desafiante. Casi.
Prefería no perder el tiempo y que la dejara en paz.
–Las sombras.
El vaxer buscó en su rostro algún signo de falsedad o mentira,
pero no encontró nada. Poco a poco, se relajó y volvió a fingir.
–Lo siento por esto –dijo, rozándole la mejilla, otra vez, con el
dorso de la mano.
El viento rugió a lo lejos, como si respondiera, pero ella no lo dejó
avanzar; alejó las ráfagas. Se contuvo y guardó silencio.
–Si no dices nada, harás que me sienta culpable –murmuró, con
una mirada triste. Dafya admiró su actuación con algo de respeto
mientras él continuaba tocándole el rostro como si fuera una niña–.
No me gustan los castigos. Solo tendrás que pasar una noche a la
intemperie; ya estás acostumbrada. Tal vez la noche de hoy esté
más fría, pero no te matará.
Vastak seguía allí. Podía sentirlo en su cabeza; la rabia se dividía
en dos y fluía desde un ser al otro. No hablaba, pero palpitaba en su
mente y la confundía. No podía matar a Rehin y eso lo sabían los
dos; la asesinarían por traidora. Pero… ¿quería? ¿De quién era el
instinto que la empujaba a mirarle el cuello? ¿De quién era el
murmullo que la obligaba a clavar los ojos en la vena yugular y a
imaginar la sangre?
<<Si no vas a colaborar, vete>>, dijo en silencio, sin abrir la boca.
No sabía si él podía escucharla.
Rehin no había terminado de hablar.
–No me gusta hacer esto, pero ¿comprendes por qué lo hago?
Lo que Dafya comprendió es que esperaba una respuesta. Hasta
que la obtuviera, no se acabaría el monólogo y, hasta que no se
acabara el monólogo, no dejaría de sujetar su mano ni de acariciarle
la mejilla.
Bajó la mirada. Asintió.
Su mano la obligó a levantar el rostro otra vez mientras los labios
de plástico formaban una sonrisa. Una expresión cargada con
orgullo y dulzura. Con cariño. Las náuseas la estremecieron cuando
sus dedos fríos le apartaron mechones del rostro y se entrelazaron
con su cabello despeinado.
–¿Y puedes aceptar el castigo y prometer que no volverás a
desobedecerme? –preguntó, buscando los ojos que rehuían los
suyos.
Dafya se obligó a mirarlo y contuvo su irritación y su ansiedad.
¿Por qué no se iba? Prefería pasar mil noches a la intemperie,
encadenada, que un solo minuto más frente a su rostro falso.
Se forzó a asentir. Rehin, finalmente, la soltó y le acarició la
cabeza. La joven sintió que la humillaba a propósito. ¿Era un
espectáculo para todos los ojos que fingían no ver pero veían?
–Sé que sí –dijo, con tono paternal.
Tocó por última vez la mejilla lastimada, con un brillo triste en la
expresión, y le soltó la mano. Dafya sintió todo el peso de la cadena.
Mientras él se alejaba, se giró y siguió los eslabones. El otro
extremo estaba cerrado en torno a una raíz que el viento podía
quebrar en un instante. Pero no lo haría. No tenía ningún sentido.
Se sentó junto al árbol que la mantenía prisionera y miró la
espalda erguida y orgullosa que ya se había alejado bastante. Antes
de que Rehin desapareciera por completo entre tiendas y soldados,
alguien lo detuvo. Dafya tardó en adivinar el cuerpo de Tien más allá
de los troncos. Gesticulaba con respeto y temor. Señaló hacia ella,
mientras el vaxer lo fulminaba con los ojos y negaba. El soldado
pareció dudar, con una posición firme y una expresión sumisa. Pero
alzó el rostro. Desde la distancia, la joven supo que sus miradas se
estaban encontrando. Tien volvió a enfrentarse a Rehin, gesticuló de
nuevo cosas que ella no podía escuchar. Parecía insistir y, cada vez
que una palabra brotaba de su boca, la expresión del vaxer se
endurecía. Con una última negativa firme, Rehin dejó de escucharlo
y se marchó. Dafya lo vio desaparecer.
Su compañero volvió a observarla, desde lejos, con una expresión
que la joven no pudo distinguir. Pero su mente, de cualquier forma,
comprendía. Asintió. Lo vio bajar la cabeza y esfumarse.
Dafya creyó que, de un momento a otro, todos empezarían a
olvidar y la atención se dispersaría por el campamento. Pero los
ojos continuaron clavándose en ella hasta la hora de dormir. Las
miradas volvían a buscarla una y otra vez, los rostros se giraban
para verla, con expresiones que no entendía. ¿Miedo? ¿Curiosidad?
Brillaban con una luz intensa y grave cuando la observaban de
reojo.
Los miró armar las tiendas, sentada, aburrida, mientras el viento
soplaba con libertad a su alrededor. Buscó a Vastak. No se preguntó
por qué buscarlo se había convertido en costumbre; solo lo buscó.
Sin embargo, el vínculo había aparecido como una llama enfermiza
y se había apagado sin dejar rastros de humo.
Se sintió extraña mientras los soldados se movían de un lado al
otro y el viento arrastraba voces hasta ella. El silencio, a pesar del
ruido, era estruendoso. El murmullo de las ráfagas entre ramas y
hojas no tenía compañía. Dafya se apoyó en el tronco y miró cómo
la luz en las copas, tenue, amenazaba con morir.
Oscurecía temprano, en el bosque. Antes de que la luz se
esfumara y los soldados se metieran en sus tiendas, la joven se
recostó entre las raíces y cerró los ojos. Como cada vez que lo
hacía, intentó recordar. Pensó en las llamas mientras el frío húmedo
del piso se le metía en los huesos. Rebuscó en las imágenes de sus
pesadillas algo a lo que aferrarse para retroceder en el tiempo, para
ver su infancia, para encontrarse a sí misma. Pero no había nada.
Solo frío.
–Rehin es un imbécil.
Dafya se sobresaltó y abrió los ojos. Se incorporó a medias para
mirar a la muchacha que se sentaba a su lado. Frunció el ceño,
porque no la esperaba (y porque fruncir el ceño, cada vez que ella
aparecía, se había convertido en costumbre), pero se alegró de
verla allí. ¿Cuándo había sido la última vez que se había alegrado
de no estar sola? El silencio se evaporó, las imágenes de fuego
quedaron olvidadas.
–Ten –dijo la princesa mientras le tendía una manta. Dafya dudó.
–No creo que la idea de castigo incluya…
–¡Mi brazo se cansa! –interrumpió–. ¿Te parece bien hacer que el
brazo de una princesa se canse? Podrían sacrificarte por menos.
Ocultó una sonrisa, suspiró y tomó la manta. Extendió la mano
para tomar la otra, pero Erediel alzó las cejas y se la arrebató. Dafya
la miró, sin comprender.
–Esta es mía –dijo y se tendió entre las raíces, de cara al cielo
que brillaba con su última luz.
Volvió a fruncir el ceño, pero no supo qué decirle. Cuando abrió la
boca para quejarse y obligarla a regresar, las palabras no salieron.
No quería obligarla a regresar, porque no quería que regresara. No
quería estar sola.
Para que la princesa no viera la humedad agradecida en sus ojos,
la imitó y se acostó a observar el cielo. Las raíces eran duras y la
tierra, fría. Después de un silencio largo, giró el rostro hacia ella y la
observó.
–¿Estás segura de que no se caerá tu título si duermes aquí?
Erediel bufó y sonrió al mismo tiempo.
–Llevamos durmiendo a la intemperie todo el mes, ¿recuerdas? –
dijo y la sonrisa, poco a poco, perdió luz y se volvió triste–. Además,
mi título no puede caerse. Tengo una cicatriz. Toda mi familia tiene
una cicatriz.
La joven asintió y volvió a mirar el cielo.
–La cicatriz real –dijo.
–¿Recuerdas eso, pero no sabes cuántos años tienes ni quiénes
son tus padres?
Se encogió de hombros, en un gesto indiferente que nada tenía
que ver con sus verdaderas emociones.
–Esas cosas son las más fáciles de recordar –dijo–. No sé por
qué.
Se mantuvieron en silencio mientras las sombras se imponían y
espantaban la luz. Los ruidos del campamento empezaron a
esfumarse. Dafya se giró, le dio la espalda y se acomodó para
dormir. Sintió que los ojos grises se clavaban en ella.
–¿Qué? –preguntó, sin moverse, con sus ojos cerrados.
–Nada –dijo, pero el silencio que flotó sobre las dos fue un
silencio que decía un montón de cosas. La voz se convirtió en
murmullo–. Fue impresionante lo que hiciste hoy. Salvaste a Tien.
Nos salvaste a todos.
Dafya sintió que algo se removía en su pecho. Las palabras
vibraron en su mente con una calidez que la sobrecogió, que no
esperaba y que espantó el frío rígido de la tierra. No supo qué
responder. Al principio, tampoco encontró su voz.
–Gracias –dijo, en un susurro. La escuchó girarse.
–Tú nos salvaste, ¿por qué me das las gracias?
–Duérmete.
La princesa gruñó y volvió a acomodarse de cara al cielo. Al
parecer, dormir no estaba en sus planes.
–¿Todavía no recuerdas nada sobre tu familia?
–No.
A lo lejos, escucharon el sonido de las ráfagas, como si el viento
estuviera llorando. Los ruidos del campamento se habían apagado
del todo. La luz del día también.
–No habría estado tan mal tener una hermana como tú –murmuró.
Dafya no llegó a conmoverse; sabía que habría un remate y, en
silencio, esperó por él–. Con tu mal humor, quiero decir. Habrías
hecho más divertida a mi familia.
La joven se chocó con dos caminos. Seguir la broma o hundirse
en la tristeza que sugería su tono de voz. Insegura, dudó antes de
contestar.
–¿No te llevas bien con tus hermanos?
–No.
Las palabras que quería decir acudieron a su boca enseguida,
pero tardó un largo silencio en atreverse a soltarlas. Algo las estaba
reteniendo. Algo le decía que no tenían sentido. Que podían cargar
el aire con incomodidad. Supo, sin embargo, que también podían
disolver la tristeza.
–Puedes encontrar una familia nueva en el camino –murmuró.
El silencio, durante un rato, fue estruendoso. Dafya llegó a pensar
que la princesa dormía.
–Tú también –dijo ella, no obstante, después de un minuto o dos.
Ninguna dijo más palabras esa noche, bajo las estrellas que se
colaban entre las hojas oscuras. No eran necesarias más palabras.
Cerraron los ojos y durmieron, en una soledad que compartían y que
las hacía sentir acompañadas. El frío de la medianoche las encontró
juntas. Y no dolió tanto.
Vaxers

Ezox nunca había sido una persona de muchas palabras. Le


gustaban las palabras mudas, en todo caso, porque eran directas: le
gustaba leer. Cuando los conceptos se pronunciaban en voz alta, el
significado se volvía confuso y él se perdía en la comunicación. Las
expresiones, las mentiras, el movimiento corporal, la intención, la
mirada, todo en el lenguaje interactivo le parecía un misterio. Un
misterio estúpido, de cualquier forma, que no quería resolver. Que, a
veces, lo asustaba. Por eso prefería los libros antes que las
personas.
En medio del bosque, sin embargo, no había absolutamente nada
que leer. Y demasiadas personas. Las voces eran tantas que no
podía escuchar sus propios suspiros, las risas eran fuertes y
estúpidas, las miradas pasaban por él como si fuera invisible y
cuando lo observaban, apenas uno o dos segundos, era con recelo.
Ezox nunca había entendido a la gente. Entendía muchas cosas. El
mundo le parecía algo fácil de descifrar, los números eran siempre
iguales, la naturaleza tenía leyes constantes. Y porque entendía
muchas cosas, en el fondo, tenía miedo de las que no podía
comprender.
A ella no la entendía.
La siguió con ojos desconcertados mientras se sentaba frente a él
y tiraba del brazo de su amiga. Ni siquiera lo miró; fingió que no
estaba allí y continuó comiendo, mientras la joven de cabello oscuro
se sentaba y le pedía disculpas con los ojos. Ezox apartó los suyos.
No le gustaba hacer contacto visual, porque las miradas eran otro
sistema de comunicación y él no sabía cómo hablar en ese idioma.
Intentó volver a comer e ignorarlas, pero no pudo. Su estómago se
rehusó mientras algo que estaba entre la inquietud y el fastidio le
tensaba los músculos del rostro. Dejó la cuchara sobre el cuenco.
–Creí que había mutuo acuerdo en no volver a hablarnos –dijo,
con una voz más angustiada que hostil, casi una súplica para que lo
dejaran en paz.
–Comamos en silencio, entonces –dijo la muchacha, siguiendo su
propia sugerencia con una tranquilidad que lo puso más nervioso.
Ezox miró a su amiga, buscando aliados inconscientemente. La
reconoció. Todo el ejército conocía a la joven que los había salvado
de los lobos. ¿Qué relación había entre ellas? No eran familia,
porque no se parecían en nada; hablaban muy poco como para ser
amigas y ni siquiera parecían tener la misma edad. La muchacha
que estaba empeñada en molestarlo aún tenía un pie en el borde de
la adolescencia, mientras que la otra había puesto los dos pies en la
juventud. Y, aun así, parecía natural que estuvieran juntas.
–Estuve pensando en lo que dijiste ayer –dijo, sin mirarlo a los
ojos. Ezox vio venir otra discusión–. Si la guerra es un juego tonto
que no beneficia a nadie más que al rey, ¿entonces qué pasa con
todas estas personas que se alistaron voluntariamente? ¿Son
estúpidas?
No iba a caer de nuevo en la misma conversación inútil; se mordió
los labios para asegurarse. ¿Cuál era su problema?
–¿No estaba decidido que comíamos en silencio?
–No estás comiendo. Interpreté que preferías hablar conmigo –
dijo, todavía sin mirarlo a los ojos. Señaló a la joven que estaba a su
lado–. Es que mi amiga quiere saber. Tiene mucha curiosidad.
A su amiga no pareció hacerle gracia que la incluyera en la
conversación, pero la muchacha ignoró su mirada oscura. Ezox
sintió que algo tiraba de él mientras ella lo absorbía con los ojos. Se
sintió un poco más pequeño, más confundido. Tenía una mirada
extraña, como de metal. Como imanes plateados. Apartó los ojos.
Responder fue la única distracción en la que pudo pensar.
–¿Alguna de todas estas personas es el rey? –preguntó, con la
mirada fija en el cuenco de madera y la mezcla babosa que
contenía.
–No.
–¿Un alto mando religioso?
–No –dijo, irritada. Se notaba que prefería las respuestas cortas.
–¿Un terrateniente?
Fingió dudar, miró a su alrededor como si buscara un motivo para
no responder lo que él esperaba. No había.
–Probablemente no.
–Entonces sí –dijo, y se sorprendió de que esas palabras salieran
de su boca con tanta simpleza–. Todas estas personas son
estúpidas.
La muchacha esbozó una mueca irritada y, por fin, decidió no
responder. Ezox suspiró. ¿Por qué no se iba? ¿Por qué no lo dejaba
en paz?
Desvió los ojos de ella y se encontró con una mirada más oscura.
La joven también tenía ojos extraños; se clavaban con una
intensidad tranquila, como paredes envolventes que no se podían
atravesar y que encerraban a las personas hasta ahogarlas. Desvió
su mirada, otra vez. Dudó. Dudó de nuevo, pero le pareció que era
correcto decir lo que tenía entre los labios.
–Fue impresionante lo que hiciste ayer –murmuró, pero no se
atrevió a alzar los ojos–. Todos dicen que el castigo fue injusto.
Comió un bocado para disimular su inquietud. Impresionante no
era la palabra que quería usar, pero no encontraba la correcta. O no
quería encontrarla. Prefería no admitir que la había admirado,
porque eso significaría pensar, de manera más profunda, en sus
propias habilidades. En lo que hacía con ellas.
–Gracias –dijo, y algo en la voz incómoda le hizo pensar que, tal
vez, aquella joven se le parecía.
–¿Y tú cómo lo sabes? –preguntó la muchacha, con las cejas
alzadas–. Si no hablas con nadie.
El comentario le molestó. No entendió muy bien por qué, pero un
pinchazo incómodo le tensó el estómago.
–Los que menos hablamos tenemos más tiempo y posibilidades
de escuchar
Ella dejó la comida y alzó los ojos. Sonrió, con los labios rígidos.
–¿Siempre eres tan inteligente? –dijo, y esta vez no le molestó la
pregunta, pero sí la mirada. ¿Qué había dicho, el día anterior, para
enfadarla tanto?
–¿Y tú? ¿Por qué eres tan difícil? –preguntó, con curiosidad
sincera.
Antes de que la muchacha abriera la boca para contestar, la otra
intervino como si quisiera callarlos.
–Escuché que también eres un vaxer –dijo, de prisa, pero con
curiosidad. Ella parecía transparente. Más honesta y simple.
–¿Eres un vaxer? –preguntó la muchacha, con un brillo irritado en
los ojos muy abiertos.
Ezox apartó la mirada y se apresuró a decir que no.
–Lo escuchaste ¿dónde? –Incómodo, recordó todo lo que le había
costado esa palabra–. No soy un vaxer.
–Lo dijo el sacerdote.
–Por eso aquella noche estaban tan desesperados por…
–Puedes decirnos –la interrumpió la joven de cabello oscuro,
como si intentara evitar una pelea. Lo miraba con ansiedad. Quería
un sí, ¿por qué?–. No vamos a contarle a nadie si no quieres.
–No lo soy –dijo, cortante. Se arrepintió de ser grosero con ella a
pesar de su amabilidad, así que, después de unos segundos tensos,
añadió–: Tengo un talento especial para la música. Eso es todo.
La muchacha soltó un bufido.
–No traen bardos al ejército.
El tono burlón lo obligó a olvidarse de que era mejor no responder.
–En la Primera Guerra con Akánida, los capitanes no eran los
mejores en batalla sino los que más sabían de música. Los hombres
pensaban que las canciones eran ofrendas y que los dioses los
protegerían mejor cuanto mejor cantaran.
–¿Y cómo sabes eso? –preguntó, mirándolo con una expresión
llena de contradicciones.
–Hay libros incluso en los pueblos más pequeños.
Ella alzó las cejas, con los ojos fijos en su cuchara.
–¿No estás muy a la defensiva?
–No se me ocurre por qué –dijo, en un susurro, mirando su propio
cuenco con irritación.
La voz que respondió no fue la que esperaba.
–¿Qué sabes sobre la guerra?
Cuando alzó el rostro encontró un brillo ansioso, casi hambriento,
en los ojos marrones.
–¿La Primera Guerra?
–Esta guerra.
Ezox se encogió de hombros, mientras el viento se metía bajo su
ropa y le helaba los huesos. Dudó. No quería empezar otra pelea
con la muchacha que fingía ignorarlo.
–Sé… que voy a morir. Es lo que más me importa –dijo, inseguro,
clavando los ojos en el césped mientras las ramas crujían sobre él.
Sin darse cuenta, ahogó las voces del ejército y aisló los sonidos.
Ellas no lo notaron–. Pero leí algunas otras cosas. ¿Qué quieres
saber?
–No le preguntes, comenzará a alardear.
–¿Por qué empezó? –dijo, ignorando a su amiga como si no la
escuchara–. ¿Qué hicieron para que lucháramos una guerra de
trescientos años?
–Tal vez no te guste la respuesta –dijo, mientras giraba la cuchara
en el engrudo como distracción.
–Tal vez la respuesta sea una tontería –murmuró la más joven,
como si hablara consigo misma.
–Dime.
–Los blancos no empezaron la guerra –dijo y alzó los ojos, porque
hablar de lo que sabía le inyectaba un poco de confianza–.
Originalmente, los rojos y los blancos eran parte de un mismo reino.
Todos estaban asentados en el territorio de Valixia y, lo que ahora es
Leriova, pertenecía a las tribus de las montañas. Hasta que la
religión se dividió. Se dice que una persona encontró las últimas
páginas del diario de Hwiro (lo que escribió antes de morir), pero
nadie vio esas páginas, jamás. Si existieron, se quemaron. Si no,
fueron la excusa para alguna puja de poder. En el diario, Laera
aparecía como una traidora. Los demás dioses fueron olvidados y la
religión se partió en dos: quienes querían expulsar a Laera de todos
los templos e íconos y los que defendían el nombre de la diosa. Al
final, se los llamó traidores. Blasfemos, herejes. Los expulsaron de
Valixia y ellos se unieron a las tribus de las montañas para fundar su
propio reino. Pero ambos bandos creen que el territorio de Valixia
les pertenece y ambos bandos lo reclaman. Guerra.
Las dos lo escucharon en silencio; ni siquiera la muchacha se
atrevió a interrumpirlo. Lo miraba con ojos atentos que lo
incomodaron de una manera distinta. Casi parecía creer en lo que
acababa de escuchar. Casi. Había una reticencia que la empujaba a
mirarlo con recelo.
–¿Y nuestros sacerdotes son descendientes de Hwiro?
Ezox miró a la joven de cabello oscuro.
–¿Quién te dijo que nuestros sacerdotes son descendientes de
Hwiro? –le preguntó.
–Incluso los niños de los pueblos más pequeños lo saben –dijo su
amiga, pero en un susurro. Su voz ya no combatía con la misma
seguridad.
–Rehin.
El silencio que se instaló entre los tres fue rígido, casi sólido,
mientras él y la muchacha miraban de reojo la marca que había
quedado en su mejilla. Aún estaba levemente hinchada. El eco del
golpe resonó en sus recuerdos. Todo el ejército había estado
pendiente de ese golpe, a todo el ejército le había dolido. No
deberías confiar en la misma persona que te abofetea, pensó. Pero
no se atrevió ponerlo en palabras.
–A los sacerdotes les gusta decir eso, sí. Pero no hay una sola
evidencia que los respalde.
–Pero reciben mensajes de los dioses… –dijo, a la defensiva, la
muchacha rubia.
–¿Los has visto recibir mensajes de los dioses?
La mirada que lo fulminó lo hizo con menos fuerza y con más
dudas. Dudas… y miedo. Había un abismo en sus ojos. La estudió,
incómodo y sin entender ni su miedo, ni sus ojos, ni a ella en su
totalidad.
–¿Y qué sabes de los vaxers? –preguntó la joven. Ezox no supo
qué responder. No quiso responder. Odiaba esa palabra.
–¿Los vaxers?
–El vaxer del ejército blanco –especificó de pronto,
sorprendiéndolos a los dos.
Tanto Ezox como la muchacha la miraron, compartiendo algo por
primera vez: curiosidad y desconcierto. Él se encogió de hombros,
no se atrevió a hacer preguntas.
–Nadie que esté vivo aparece en las bibliotecas –dijo–. Solo sé lo
que dicen los demás. Pocas emociones y mucho talento para el
asesinato.
La joven asintió y fijó la mirada en sus propias piernas. Se dedicó
a comer. Ezox sujetó su cuchara, ansioso por disfrutar el silencio,
pero las palabras que no había dicho flotaron en su mente y lo
torturaron hasta que cedió.
–También se dice que los vaxers son descendientes de los dioses
–dijo, en voz baja. Por eso dedicaron siglos a cazarnos antes de
empezar a pelearse entre ellos. No lo añadió. No añadió nada más.
Fuego y viento

Las hojas verdes se volvían más grandes en las profundidades


del bosque; el viento tenía que esforzarse por hacerlas bailar. En la
noche, con la luna luchando por colarse entre ellas, movían las
sombras y esparcían la luz de modo caprichoso. Para Dafya, el
crujido del viento era como una canción. Seguía el ritmo de la
espada o la espada seguía su ritmo, el orden no era importante.
Eran una misma cosa. Y cuanto más se volvía una misma cosa con
el aire, más se llenaba el vacío que no la dejaba dormir.
Alzó el arma y rascó la corteza con movimientos ágiles. Los había
repetido tantas noches que la empuñadura se sentía como una
extensión de su brazo. Ya no fallaba en los entrenamientos y, tal vez
por ese motivo, el capitán había dejado de meterse con ella. Ezox
era su nueva víctima. Un muchacho nuevo que no quería pelear era
un blanco fácil.
Dafya dio los últimos golpes al árbol y se detuvo para recuperar
aliento. Se giró, se apoyó en la corteza destrozada y, cuando alzó
los ojos, dio un respingo. Se llevó una mano al pecho para calmar el
sobresalto.
Sentado en la tierra, Vastak esbozó el fantasma de una sonrisa y
apartó los ojos.
–Lo siento –dijo, mientras la luz de la luna caía sobre él e
inmediatamente después desaparecía, consecuencia del viento y la
danza de las hojas–. No quise asustarte.
Dafya no respondió. Clavó la espada en el suelo, dubitativa, y
luego volvió a tomarla. La soltó. Incómoda, se apoyó en el árbol otra
vez y se dejó caer hasta sentarse. Lo observó. Cada vez que la luna
decidía rozarlo, sus ojos brillaban. A pesar del frío, la joven no
detuvo el viento. Prefería el juego de luz y sombras antes que
perderlo en una oscuridad total.
–No te he visto en semanas –dijo, con un tono bajo y curioso.
Esta vez fue él quien permaneció en silencio. No había nada que
responder; ellos no controlaban el vínculo. Ninguno de los dos podía
predecir ni comprendía cuándo, dónde, cómo y por qué. Lo que
Dafya quería preguntar era otra cosa, pero no se atrevió. ¿Qué has
estado haciendo? ¿Todo va bien? ¿Dónde estás? No preguntó
nada, porque no se le ocurrió ninguna excusa para justificar su
curiosidad.
–Estás mejor –dijo él, después de un rato de silencio, señalando
el árbol con los ojos–. La ira ya no te controla.
Se encogió de hombros y asintió. Su relación con el viento había
dado vuelta las cosas, pero ese no era el único motivo. Erediel era
otro. Él también. No lo dijo. Apartó los ojos para que no pudiera
leerlo en sus pupilas.
El silencio no le molestaba; no sentía la obligación de hablar con
él. La relación involuntaria que los unía era cómoda precisamente
porque no dependía de ellos. El vínculo los conectaba sin pedir
permiso. Si lo que pensaran o sintieran al respecto no cambiaba las
cosas, era mejor no pensar ni sentir. Esa era su propia definición de
adaptarse. Estar juntos, después de todo, era tan inevitable como
estar con uno mismo; por eso, el silencio no le molestaba.
Pero que no le molestara no significaba que lo prefería; Dafya no
quería el silencio. No quería la comodidad. Porque él desaparecería
de un momento a otro y la dejaría sola con las palabras que no
hubiera dicho, con las preguntas no hubiera hecho y con la ansiedad
de mirar a todos lados por si aparecía otra vez.
–Mi capitán ha dejado de meterse conmigo –respondió, después
de uno o dos minutos de silencio–. Y creo que los demás ya no me
odian.
Vastak la miró con una expresión que la tomó por sorpresa; sus
rasgos se suavizaron y la luz de la luna, fría, se volvió cálida en sus
ojos.
–Los salvaste de morir –dijo. Observó su mejilla, casi
inconscientemente, y la luz que había hecho brillar su rostro
comenzó a marchitarse.
Dafya se tocó el pómulo por instinto, pero la piel se había
desinflamado y ya no quedaban ni rastros ni dolor.
–¿Estuviste ahí?
Lo había sentido, por momentos. Había escuchado su voz. Pero
eso era todo.
–A medias –dijo, mirándola con esa intensidad que convertía sus
ojos en imanes–. Fue todo un espectáculo.
–¿Te estás burlando de mí?
–No. Lo digo en serio. Tu vínculo con el aire es increíble.
Las palabras la avergonzaron, la honestidad en su rostro la obligó
a encogerse y encendió lentamente sus mejillas. Él era la última
persona de la que habría esperado un cumplido. No supo cómo
procesarlo, así que lo ignoró.
–Tu vínculo con el fuego es una leyenda –dijo, clavando los ojos
en el césped, evocando gritos sin querer–. ¿Te gusta?
–¿El fuego?
Alzó los ojos para mirarlo. Para que supiera que preguntaba con
curiosidad, sin malas intenciones.
–Quemar gente.
La mirada oscura se endureció, al principio, mientras ambos
recordaban la escena del sótano y él, probablemente, otras tantas
más. Pero la rigidez duró menos de un minuto. Cuando se disolvió,
solo dejó un abismo hueco.
–No.
–Aun así, lo haces –dijo, despacio, con un tono inquisitivo.
–Dije que no lo disfruto, no dije que lo odio.
Sus palabras sonaban tan lógicas y simples que Dafya quería
comprenderlas. Quería comprenderlo a él y por eso lo estudió con
anhelo en los ojos entornados. Pero no lo comprendió en absoluto.
–Eres una persona extraña.
–La gente usa palabras más fuertes –dijo, con el rostro relajado y
una luz intensa en los ojos. La joven había llegado a la conclusión
de que esa era su manera de sonreír.
Se encogió de hombros, miró las sombras del viento. La gente
juzgaba muy rápido cuando no entendía, y las palabras más fuertes
eran las más fáciles de usar. Negó con la cabeza. Cuando volvió a
observarlo, la luz en sus ojos brillaba diferente. Le habría gustado
entrar en su cerebro y comprender. Saber en qué estaba pensando,
qué significaban los matices en la luz que devolvía su mirada.
El silencio flotó en el bosque mientras los rodeaba un viento frío.
–¿Ya no me tienes miedo? –preguntó él, después de unos
segundos. Pensó en mentir, al principio. Pero no encontró motivos.
–Sí. Mucho –dijo, evitando su mirada. La imagen del fuego crepitó
en sus pensamientos. Se deshizo de ella, se forzó a alzar los ojos
hasta él–. Pero no ahora. Tengo miedo… del hombre que encontraré
en el campo de batalla, no de ti. No puedes comenzar un incendio
en mi cabeza. La única forma en que podrías lastimarme, en este
momento, es con palabras y tus palabras son…
–¿Son?
Amables.
–Inofensivas –susurró.
El viento posó todas las sombras sobre él y, con una mirada
oscura, la observó sin parpadear, como si quisiera abrirla y
estudiarla por dentro. Como si no la entendiera y eso le molestara,
lo hiciera sentir incómodo, tensara todos sus músculos faciales. Algo
extraño apareció en esa mirada fija. Algo que se parecía a la culpa.
–No confíes en palabras –dijo, con una expresión fríamente
honesta. El viento dejó de soplar, expectante, y el rostro masculino
se llenó de sombras–. Serás la primera a la que mate cuando nos
encontremos.
La brisa que sopló lo hizo despacio. Las hojas grandes se
movieron con cautela, como si observaran. Como si el bosque
entero estuviera pendiente de la forma en la que sus ojos se
entrelazaban, intentaban comunicarse y se extraviaban entre sí, en
un vínculo que los confundía cada vez más. El bosque fue testigo de
que brillaban, a pesar de las sombras. De que se transmitían mucho
más de lo que ellos mismos alcanzaban a entender.
Dafya ignoró el cosquilleo incómodo que le recorrió la sangre, un
hormigueo que se parecía al frío porque le calaba los huesos; apartó
los ojos para fingir que ese cosquilleo no existía. Que la idea de la
muerte no le provocaba nada. Tuvo que esforzarse para asentir: su
cabeza, de pronto, pesaba más que un cajón lleno de rocas. <<Un
vaxer es el mejor remedio para deshacerse de otro>>.
–Lo sé –dijo, con una expresión tranquila–. Tal vez yo te mate a ti.
Él relajó los rasgos y movió imperceptiblemente las comisuras de
la boca. En un primer momento, la joven pensó que desestimaba la
posibilidad. Pero no era eso. La sonrisa apagada y la mirada
tranquila no eran condescendencia sino desinterés. Vastak no tenía
miedo de morir.
Abrió la boca para preguntar, pero una idea la interrumpió y borró
todos sus pensamientos de un plumazo frío. Una imagen. Una
fantasía espantosa. Paralizada, sintió cómo las náuseas le
pinchaban el estómago y el miedo se metía en corazón. Lo miró a
los ojos, con urgencia. Y un brillo suplicante. Lo vio sorprenderse.
En menos de un segundo, Vastak se inclinó hacia atrás como si el
temor se le contagiara, con una expresión incómoda y aturdida.
–¿Qué…?
–Si me matas, hazlo con tu espada –dijo ella–. No me quemes.
Por un momento, no respondió. Parecía descolocado, perdido en
la mirada que se aferraba a él con demasiada fuerza. Dudó, tensó
los músculos del rostro.
–El fuego es mi espada –dijo, con un hilo de voz–. Me estás
pidiendo que luche desarmado.
Dafya sintió que el miedo frío se convertía en angustia y apartó
los ojos para esconder sus sentimientos. Se esforzó por no pensar,
pero no pudo. Imaginó el fuego. Imaginó la piel deshecha, el dolor,
los gritos y todo eso se reflejó en su mirada con tanta claridad que el
vaxer se encogió con culpa.
–Está bien –susurró–. Con una espada.
Dafya alzó los ojos, despacio, y buscó alguna señal de que
estuviera mintiendo. Se arrepintió y los apartó enseguida, porque no
quería saber; las palabras, confiables o no, eran suficientes para
espantar el pánico. Sintió algo más que agradecimiento. Un
pinchazo similar que le humedeció los ojos porque también se
parecía al dolor.
–Gracias –dijo–. Yo también. Prometo no usar el viento.
Él asintió y ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Ella
paseaba la mirada por el bosque mientras sus pensamientos se
perdían; él, por el contrario, la fijaba en alguna parte. En ella, por lo
general. En el cielo, a veces.
–¿No tendrías que regresar y dormir? –preguntó, con el rostro
inclinado hacia las estrellas–. No faltan muchas horas para el
amanecer.
–Cuando me duermo, ¿vuelves en ti?
La pregunta pareció tomarlo por sorpresa. Como si hubiera
olvidado que no estaba en el bosque y que ella no estaba realmente
frente a él.
–A veces, supongo. Otras veces me metes en tus pesadillas, o
me quedo en la tienda.
Dafya no quería meterlo en sus pesadillas, no quería dejarlo solo
entre el montón de cuerpos que roncaban, pero, sobre todo, no
quería que volviera a desaparecer. Así que no respondió y cambió
de tema, como si él nunca hubiera formulado la pregunta.
–¿En dónde estás ahora?
Vastak alzó las cejas ante el viraje repentino, pero se dejó llevar.
–En otra posada.
Asintió e intentó imaginarlo en un cuarto que era solo para él.
Silencioso. Demasiado silencioso.
–¿Viajan de pueblo en pueblo?
Él esbozó una sonrisa de humo, leve y fugaz, mientras la
observaba.
–¿Me estás sonsacando información? –dijo, y ella se sorprendió a
sí misma sonriendo. Como si se contagiasen, la sonrisa en el rostro
masculino se volvió un poco más real. Los labios formaron una
curva leve, los ojos se entornaron. Asintió con la cabeza–. Viajamos
de pueblo en pueblo.
–Imagino que no todos se hospedan en posadas.
Vastak tensó ligeramente el rostro, apenas un instante. Su sonrisa
desapareció, pero su expresión volvió a relajarse enseguida.
–No. Probablemente no haya posadas suficientes en el mundo
para hospedar a todo el ejército.
–¿Acompañas a la reina?
Parpadeó despacio, de forma extraña, antes de responder.
–Sí.
Ella abrió la boca para hacer otra pregunta, pero el rostro
oscurecido la detuvo. El viento se olvidó de soplar y lo sumió en las
sombras. Dafya reparó por primera vez en la incomodidad que
tensaba el aire y decidió callar. Lo miró. Una silueta negra en la
noche. Una camisa blanca. Pensó en algo que decir para cambiar
de tema y disipar la incomodidad. Volvió a abrir la boca…
Pero otra voz rompió el silencio. Partió la tensión en mil pedazos.
–¿Con quién diablos hablas?
Enemigos

Se sobresaltó, tanto que el corazón brincó hasta su garganta y


los ojos, por unos segundos, barrieron el bosque. La princesa
fruncía el ceño, parada bajo la luz, y su orgullo era lo único que la
separaba, no demasiado, del temor. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?
Dafya la observó con los ojos muy abiertos y un silencio
atragantado. ¿Qué podía contestarle?
Desvió los ojos un segundo, miró a Vastak y enseguida se dio
cuenta de su error. ¿Parecía una loca? La diversión en su mirada le
respondió que sí. Parpadeó muy lentamente para disimular, se
esforzó por ignorarlo. Como si no estuviera.
–¿Dafya?
–Con nadie –dijo, clavando los ojos en la muchacha–. Hablaba
sola. ¿Me seguiste?
–No hablabas sola –dijo, mientras se acercaba y miraba
alrededor. Hizo de cuenta que no había escuchado la pregunta–.
¿Con quién hablabas?
Se paró frente a ella, escrutó el bosque y, cuando sus ojos
pasaron sobre Vastak, no reaccionó en absoluto. No podía verlo.
Claro que no podía verlo, porque no estaba realmente allí. La joven
se esforzó por tranquilizarse, ansiosa como quien esconde algo en
un armario, y no respondió.
Erediel se sentó junto a ella, todavía mirando, con desconfianza,
las sombras. La luna le daba un tinte blanco a su cabello; si la
hubiera visto la persona equivocada, podrían haberla acusado de
herejía. Una princesa roja con el cabello casi blanco. Una
contradicción. Soportó el silencio por un instante, solo un instante, y
luego lo quebró. Hizo una mueca.
–¿Puedes hablar con Hwiro? –preguntó, con un brillo burlón en la
mirada–. ¿O ves gente muerta?
–Erediel…
–Es lo mínimo, si eres descendiente de los dioses –dijo, rodando
los ojos en un gesto de desdén que no estaba dirigido a ella.
Vastak alzó las cejas y preguntó con la mirada, pero no habló.
Tenía la amabilidad de no distraerla (demasiado) cuando había
alguien más presente. Ella se esforzó por fingir que no existía y
prestar atención a la princesa, pero la mitad de su mente se
extraviaba cada pocos segundos.
–Si no te cae bien, ¿por qué no lo dejas tranquilo?
En donde fuese que estuviera, Vastak se reclinó y cerró los ojos.
No era mucha privacidad, pero Dafya la agradeció de cualquier
forma.
–Te lo diré si me dices con quién hablabas –dijo, con tono de
protesta.
No respondió. Ninguna mentira sonaría convincente y la verdad…
La verdad era extraña, incomprensible y peligrosa. Erediel era hija
de los reyes y, aunque confiaba en ella, ¿con qué expresión la
miraría si escuchaba esa verdad? ¿Seguiría hablándole aun
sabiendo que la mitad de las cosas las podía oír el enemigo?
La princesa suspiró. Respetó el silencio durante otro rato, volvió a
observar las sombras. Revisó las estrellas del cielo, como si se
preguntara si había estado rezando, pero frunció el ceño y la nariz
porque la idea no tenía sentido. Con una expresión frustrada, tuvo la
cortesía de rendirse.
–Lo dices como si acercarme a él fuera algún tipo de tortura –dijo,
aceptando por fin cambiar de tema, aunque a regañadientes y de
mal humor–. Cree que lo sabe todo. Estoy esperando a que se
equivoque para demostrar que no es así. Y además…
El orgullo herido se transformó en otra cosa en la voz de la
princesa. La joven se obligó a mirarla, le prestó el cien por ciento de
atención. O el noventa y nueve, por lo menos. Había algo oscuro en
su rostro. Algo asustado y triste.
–Si lo que él dice es verdad… –Por primera vez, parecía una niña.
O una mujer que se giraba hacia la infancia y la veía
resquebrajándose. Tomó aire y continuó, mirando las raíces–. Si lo
que dice es verdad, significa que el ejército está sacando
muchachos de sus casas y asesinando a sus familias.
Vastak entreabrió los ojos. La observó. La idea también cruzó por
la mente de la joven, como una luz fugaz, una llama rápida, pero la
desazón y la presión en el pecho la distrajeron. Y cuando Erediel
continuó, el cosquilleo que había incomodado a su memoria acabó
esfumándose.
–Y eso significaría que mis padres están ordenando asesinatos.
Desde la comodidad del castillo, como dijo él.
<<Mis padres>>. Dafya sintió que su sangre se convertía en hielo,
que todo su cuerpo se convertía en hielo y en plomo.
Vastak enderezó la espalda.
No.
Abrió los ojos por completo.
No, no, no, no.
Los clavó en Erediel, sorprendido, y, cuando la miró a ella, la
joven vio algo parecido a la culpa en sus pupilas. Él también habría
preferido no escuchar. Habría preferido no saber.
Negó con la cabeza, asustada, sintiéndose una idiota. Ahora
sabía. Por su culpa, estaba al tanto de que habría una princesa en
el campo de batalla.
El orden de a quién debía matar primero había cambiado.
–¿Eso en qué me convierte? –continuó, pero la joven ya no oía ni
siquiera el viento. Tenía los ojos fijos en él, como si mirarlo con
fuerza pudiera borrar las palabras que ya se habían dicho y la
información que ya se había procesado–. Si el nuevo tiene razón, yo
misma soy todo lo que odio.
–Calla –susurró. Una ráfaga sopló entre ambas, intentando borrar
la voz de la princesa y expulsar al intruso. <<Vete>>, pidió sin
hablar, con los ojos vidriosos. Erediel no la escuchó, Vastak no le
hizo caso.
–Pero si demuestro que no lo sabe todo…
–¡Calla! –explotó, mientras el viento azotaba el bosque con
violencia.
Cerró los ojos para contener la angustia, o para que Erediel no la
notara y, en la desesperación, lo encontró dentro de su mente.
Como algo que no debía estar allí, una niebla extraña, una
presencia ajena. Por primera vez, un grito silencioso lo expulsó.
Cuando abrió los ojos y vio la mirada confundida de la princesa,
se sintió impotente y estúpida. ¿Por qué no lo había pensado?
¿Cómo es que no se había dado cuenta de que algo así podía
suceder? Moriría por su culpa. La imaginó quemada, y la sensación
que la invadió fue peor que ahogarse. Lo odió, por un segundo. Por
algo que todavía no había hecho. Se odió a sí misma y, con
lágrimas de rabia, se puso en pie.
Ignoró los ojos desconcertados y estuvo a punto de marcharse
sola. Se obligó a contenerse. Se obligó a detener las ráfagas, de a
poco, mientras los árboles crujían como si estuvieran protestando.
–Lo siento –dijo, con un hilo de voz–. Volvamos a dormir.
Erediel no cuestionó nada. En voz alta, al menos; en su mente
probablemente cuestionara muchas cosas, como su cordura. Pero
no hizo preguntas y, con el cuerpo tenso y los ojos cargados de
preocupación, se dejó llevar hacia las tiendas. Caminaron en
silencio; ella, dos pasos por delante, ansiosa y llena de culpa.
Tuvo que convencerse de que la princesa no moriría quemada.
No la dejaría morir.
Ganaría la guerra, si era lo que hacía falta para que Erediel
regresara a salvo. Porque si alguien más moría por su culpa
(¿alguien más?), si volvía a ver un cuerpo en llamas…
No podía cargar con otro recuerdo. Con más fuego. Con más
gritos, sangre, muerte.
En sus sueños no había lugar para más pesadillas.
Haría lo que tenía que hacer.
El sonido del corazón

Ezox escuchaba los pasos. Escuchaba muchas cosas, porque el


bosque estaba lleno de sonidos, pero el roce de las botas contra el
césped seco se amplificaba en su cabeza. Un paso. Otro paso. Un
paso. Otro paso. Un paso. Otro… Suspiró, frustrado; si seguían así,
acabarían persiguiéndolos por desertar. Se detuvo y se dio la vuelta.
La muchacha no intentaba camuflarse. Lo seguía con tanta
tranquilidad como si estuvieran caminando juntos: las manos en los
bolsillos, la expresión descarada en el rostro, la sonrisa inocente
que estaba hecha para irritar.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó, con el ceño fruncido.
El viento arrastraba las voces de los soldados, que marchaban a
una distancia suficiente como para que resultaran invisibles. Él se
había salido del camino. Marchaba en línea paralela para no tener
que hablar con nadie, para que nadie hablara con él y para que el
capitán se olvidara de que existía.
Erediel miró alrededor, paseó los ojos por el bosque y se encogió
de hombros.
–Vine a conversar con un amigo. ¿No puedo?
Era tan malo para comprender las ironías que se giró y buscó, por
un momento, la silueta de alguien más. Cerró los ojos, sintiéndose
un idiota. Suspiró y decidió que hablar con ella era tiempo perdido.
Si quería seguirlo y discutir al viento, que lo hiciera. Estaba cansado
de escucharla.
Se volteó, retomó sus pasos y expulsó cualquier resonancia que
proviniera de ella. Como cuando sus padres discutían, se encerró en
una burbuja de silencio y solo se permitió oír los sonidos de los
soldados para no perderse.
Cuando ella habló, la voz llegó hasta él como una vibración en su
burbuja. Nada más. Las palabras se deshicieron en el aire como si
fueran humo y sus vestigios los arrastró el viento. Pero volvieron a
impactar, con más fuerza, rápidas. Sonidos altos y urgentes. Ezox la
ignoró. Siguió caminando, con la mandíbula tensa y la frustración
oscilando entre rabia y angustia. ¿Por qué no lo dejaba en paz?
¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué…?
Cuando una mano se cerró en su brazo para detenerlo, apretó la
boca e hizo su mayor esfuerzo para no estallar. Estaba cansado de
ese sitio, cansado del bosque, de no estar en su casa, de las
pesadillas, de los recuerdos, ¡¿por qué no lo dejaba en paz?! Se
giró y la fulminó con una mirada vidriosa que la tomó por sorpresa.
Ella soltó su brazo. Sus mejillas se pintaron de rojo y, cuando
abrió la boca, las palabras no salieron.
–¿Qué sucede? –preguntó, tan cansado de todo que el nudo en la
garganta le enronquecía la voz–. ¿Qué? ¿Qué pasa?
–Que te quedes quieto –dijo, con un susurro tímido. Señaló los
arbustos–. Hay algo ahí.
Dejó que la rabia se diluyera antes de mirar. Avergonzado por su
reacción, estudió los arbustos que se movían en desorden y prestó
atención a los sonidos. La vibración de un cuerpo que temblaba, la
respiración de algo pequeño, los dientes que se rozaban entre sí,
las glándulas que producían saliva…
Negó con la cabeza.
–No hay nada –dijo, pero la muchacha ya había desenvainado.
–Quédate quieto.
Dio un paso cauteloso hacia los arbustos y, esta vez, fue él quien
la sujetó del brazo. La muchacha se giró, frunció el ceño.
–No hay nada –repitió, consciente de que era un mal mentiroso.
–¡Mira cómo se mueve eso! –dijo, en un susurro, mientras se
deshacía de su mano–. Si tienes miedo, quédate atrás.
Ezox escuchaba la respiración del lobo como si fuera la propia. Se
mordió el labio inferior mientras la veía avanzar, dudó. La muchacha
se detuvo frente a las hojas desordenadas que cubrían al animal de
sombras y alzó el filo, despacio. La luz del sol, fragmentada y llena
de manchas, brilló en la hoja.
El lobo se removió y, cuando comenzó a gruñir, ella bajó el arma
con fuerza. Pero Ezox también había desenfundado y los metales
emitieron un chasquido tan potente que los pájaros huyeron en
bandadas y el bosque se llenó de movimiento.
Erediel lo miró, confundida, mientras el lobo rugía con torpeza, se
desenredaba y escapaba hacia el interior del bosque. La muchacha
apretó los dientes. Lo fulminó con los ojos y luego echó a correr
detrás del animal.
–¡Es un cachorro! –le gritó, antes de verla desaparecer entre
madera y follaje.
Frunció el ceño y sacudió la cabeza. Enfundó la espada, por fin
solo, y siguió caminando mientras la respiración asustada del animal
todavía le dolía por dentro. No quería ver. La matanza en el
acantilado había sido lo bastante horrible como para hacerlo
vomitar, pero el asesinato de un cachorro…
Era tradición en Valixia. Se lo repitió para no culparla. Enseñaban
a todos los niños que los animales eran peligrosos, les enseñaban a
odiarlos, les enseñaban a cazar. ¿Cómo podía, una persona tan
cuadrada como ella, comprender? Las costumbres y las leyes no
eran su culpa, así como pensar no era su mejor talento.
Suspiró, intentó sacarse de la cabeza la imagen del lobo
asesinado y se esforzó por disfrutar del silencio. Un silencio
interrumpido por la marcha, tal vez, por los pájaros, por los pasos
lejanos de la muchacha que corría, del cachorro que atravesaba
matorrales, por el gruñido adulto…
Y por el grito.
Ezox se detuvo para escuchar, pero los sonidos se enredaron en
su mente. Amplificados, cada ruido del bosque llegó a su cabeza
como un estruendo. Se perdió en ellos, confundido. Miró hacia el
ejército, pero no llegaría a pedir ayuda.
La escuchó perder la espada y arrastrarse.
Echó a correr.
Esquivó los troncos con facilidad mientras el bosque pasaba a su
lado y los colores se confundían. Tuvo que ahogar los latidos,
apagar el estruendo de su respiración. No era bueno peleando, pero
corría de prisa. Había escapado muchas veces, entre los callejones
de su pueblo, sobre el fango resbaloso. Había escapado de golpes,
risas y piedras.
Escuchó la voz de la muchacha y se dejó guiar. Saltó raíces,
atento al rugido de la loba que se acercaba. El roce del cuerpo que
se arrastraba hacia atrás. La respiración del cachorro, escondido. La
respiración de Erediel. Los músculos trémulos, los movimientos
cautelosos. Ezox escuchó su propio gruñido.
La muchacha se arrastró con más prisas, olvidando la prudencia y
sucumbiendo al miedo. La loba tomó sus movimientos como una
invitación. Se curvó su lomo, se flexionaron sus patas y saltó. Ezox
la vio saltar. La escuchó, pero también llegó a tiempo para verla; el
pelaje erizado, las fauces abiertas, la mirada llena de furia amarilla.
Cerró los ojos y dejó que los pies patinaran sobre el césped. Su
cuerpo se deslizó por el propio peso, frente al animal que aterrizaba
casi sobre él y acercaba las fauces a su rostro. No vio los dientes
(de haberlo hecho, le habría explotado el corazón por el pánico),
pero escuchó la vibración de los gruñidos y, con la expresión
constreñida por el miedo, interpuso un brazo. Justo a tiempo. Las
fauces se arrojaron hacia él y se atoraron allí, los dientes mordieron
con furia. Ahogó el grito cuando la piel se perforó, abrió los ojos y
contuvo las lágrimas. Dolía como si le estuvieran arrancando el
brazo.
Erediel se arrastró con torpeza hacia la espada que había
perdido. La empuñó, y las vibraciones del metal recorrieron el
bosque.
Ezox miró a la loba a los ojos, esforzándose por contener el dolor,
por no vomitar. Alzó la mano libre para detener a la muchacha.
El animal tenía miedo. Estaba enfadado, también, pero no retorcía
los dientes ni intentaba desgarrarle el brazo. Lo mantenía sujeto,
como una advertencia, con los labios contraídos y la saliva
mezclándose con la sangre humana. La mirada era la mirada de un
lobo. Un depredador que protege a su cría.
No quiso preguntarse en dónde estaba su manada.
Le costaba respirar por encima del dolor. Cada aliento era como si
un colmillo más se clavara en su carne. La muchacha había
obedecido y se había quedado quieta, pero alzaba el arma sobre el
cuello de la loba.
Ezox llevó su mano libre hacia el pelaje gris y, a pesar del gruñido,
la acarició. Él entendía los ojos del animal; tenía que hacer que el
animal entendiera los suyos. No iba a hacerle daño. Todo estaría
bien.
Erediel lo miraba con ojos atónitos. La mano en la espada
temblaba un poco más con cada gota de sangre que caía al suelo.
La loba, después de un momento tenso, lo entendió. Los vaxers y
los animales solían llevarse bien, cuando ambos podían vivir en paz
entre los humanos y nadie se dedicaba a cazar a ninguno de los
dos.
No pudo evitar un gemido cuando los dientes, cautelosos, se
retiraron. El animal no dejó de gruñir mientras retrocedía y, después
de unos segundos, ladró hacia su cachorro y ambos echaron a
correr.
Erediel soltó la espada y se arrodilló a su lado en menos de un
segundo. Sus ojos se clavaron en la sangre, muy abiertos, fuera de
sí. Buscó el brazo herido y lo acercó, sin pensar; Ezox volvió a
quejarse y se apartó inconscientemente. Asustado. Le dolía y no
quería ver, no quería que ella viera, no quería que lo tocara.
Escondió la herida mientras se ponía de pie. No pudo evitar sentir
el calor de la sangre que resbalaba entre sus dedos, ni oír el sonido
de las gotas cuando se estrellaban en el césped.
–Era solo un cachorro –reprochó, en voz baja.
Erediel no lo miró a los ojos. No dejó de mirar la sangre que se
había perdido en el suelo.
–Los cachorros crecen –dijo, sin prestar mucha atención a sus
palabras.
Estaba aturdida. Ezox podía escuchar los latidos de su corazón,
bombeando al ritmo del miedo. Se arrepintió de su brusquedad y,
por un instante, olvidó su propio dolor.
–Los niños también –dijo, torciendo el gesto mientras tendía hacia
ella una mano pacífica–. Y nadie los caza solo por existir.
La muchacha alzó la mirada hacia la mano que le ofrecía ayuda,
la observó. Parecía perdida. Los ojos grises estaban extraviados
más allá de la realidad y una capa de lágrimas, muy quieta y bajo
control, brillaba en ellos.
Despacio, con un movimiento casi inconsciente, aceptó su ayuda.
Ezox sintió el calor de sus dedos en la piel y los envolvió con
suavidad para tirar de ella. Su mano era suave y extraña al tacto.
Tiró para levantarla y solo entonces se miraron a los ojos. Erediel
tenía el cuerpo tembloroso y a él le pesaban tanto las piernas que
había dejado de sentirlas. La muchacha perdió el equilibrio. Ezox
usó el brazo herido, instintivamente, para sostenerla y ella,
instintivamente, se aferró a la piel desgarrada.
Soltó un grito. Ambos se enredaron y cayeron.
Sintió el golpe, dos gruñidos atravesaron el aire. Su brazo se
apoyó contra el suelo para no dejarlo caer y el dolor le cortó la
respiración tan de prisa que no pudo gritar de nuevo. Se mordió la
lengua y abrió los ojos, luchando por contener lágrimas y náuseas.
Pero el rostro bajo el suyo, poco a poco, lo distrajo.
Parecía más aturdida que él; azorada, sorprendida, culpable. Y…
en el fondo de sus ojos grises, había un destello de dolor. La
muchacha tensaba los músculos en un gesto de empatía.
Había caído sobre ella y lo único que le impedía aplastarla eran
sus manos sobre el suelo. Pero Erediel no se mostraba preocupada
por lo cerca que estaban sus cuerpos, por la claridad con la que
podría ver los detalles de sus ojos, por lo estruendosa que era su
respiración. Estaba preocupada por él. Lo miraba a los ojos con una
expresión tensa para no tener que mirar su brazo. Se sentía
culpable. Su dolor le daba miedo.
Él sí se preocupó por esas cosas que ella no parecía notar, pero
también se sorprendió de todo lo que podía ver en sus ojos si los
miraba de cerca. Decían mucho más de lo que podían decir las
palabras, de lo que podía decir un libro. Ezox la entendió. Por
primera vez, comprendió a otro ser humano.
Se olvidó del dolor. La luz navegaba en los ojos grises como en
un mar de plata derretida. En el momento en que el muchacho
descubrió que podía entenderla, dejó de comprenderse a sí mismo.
Dejó de comprender su cuerpo. Sus sensaciones.
–Eres un poco torpe –dijo ella, en un susurro, a pesar de que sus
ojos preguntaban: <<¿estás bien?>>.
Ezox no se sintió más seguro que antes; una cosa se había vuelto
clara para que otra se oscureciera.
–Te acabo de salvar la vida –dijo, con voz ronca.
El sonido de los pájaros, el silbido del viento. La luz del sol
oscilando entre las hojas de los árboles.
La muchacha abrió la boca para discutir, pero la voz no salió. Los
labios temblaron. La luz se reflejó en ellos. Sin dejar de mirarlo un
solo segundo, casi aturdida, volvió a abrir la boca. Durante unos
segundos, solo soltó silencio entre la lengua y los dientes.
–Gracias –dijo, despacio.
Ezox ya no le miraba los ojos. Su cuerpo se había tensado, su
sangre circulaba a mayor velocidad porque el corazón latía más
rápido y estaba más caliente. Su sangre…
–De nada –dijo, confundido.
Apartó los ojos y se puso de pie, antes de que pasara algo
extraño con su cuerpo. Antes de que ella lo notara. Olvidó que
estaba herido, con las prisas, y se apoyó en la mano errónea. Gruñó
y todo el ardor de su cuerpo se disipó en un instante. Se preocupó
por respirar. Sabía cómo respirar, comprendía cómo respirar. Se
aferró a eso.
Erediel se puso de pie, tomó su espada y la enfundó. Tardó unos
segundos en girarse hacia él de nuevo, con su orgullo de siempre
un poco aplacado y las mejillas enrojecidas. Pero lo miró a los ojos.
Él no pudo.
–Tenemos que volver para que Luxeo te trate –dijo. La confianza
había vuelto a su voz. Se giró para mirar su entorno, estudió troncos
y arbustos, se encogió de hombros con cansancio–. ¿Nos
perdimos?
Ezox alzó los ojos, lentamente, y se atrevió a mirarla mientras ella
estaba distraída. Había miedo, detrás de su orgullo. Uno pequeño,
aplacado y que la muchacha no habría admitido jamás. Por algún
motivo que no comprendió, se vio obligado a esconder una sonrisa.
Negó con la cabeza.
–No se han ido muy lejos –dijo–. Sígueme.
Comenzó a caminar entre arbustos y troncos, consciente de que
ella caminaba tras él. Aunque se hubieran ido lejos, Ezox no los
habría perdido. Los escuchaba. Podría haberlos escuchado aun si
se encontraran en el fin del mundo.
La espía
(TW: violencia, abuso).

No, no disfrutaba quemar gente.


No lo odiaba, tampoco. Nunca había tenido un talento particular
para conectarse con otras personas. No estaba muy seguro de
poder sentir empatía. Si podía empatizar, ¿por qué no le importaba
que sus víctimas lloraran de dolor? Quemar y matar eran partes de
él. Como un aguacero produce inundaciones, él incendiaba cosas y
personas.
A la reina le gustaba decir que era un talento: talento para
asesinar. Pero Vastak estaba cada vez más seguro de que no tenía
un talento, sino que carecía de otro. Talento para sentir.
Los dos hombres estaban encapuchados, atados a las sillas, y
uno de ellos temblaba. Eran espías del ejército rojo y no habían
hecho nada malo. Seguían órdenes y morirían por ello. Después de
hablar.
Podría haber conseguido la información de una manera más
limpia, pero a la reina le gustaban el miedo, el olor a quemado y los
gritos. Por eso había construido un sótano especial.
En ese momento, no obstante, no estaban en el palacio y la reina
no estaba allí; él habría preferido darles una muerte rápida. Lo
consideró, apenas un instante. Pero las sombras a su alrededor lo
disuadieron. No podía. Lo observaban. Siempre lo observaban.
Se acercó a los hombres y sus botas chasquearon sobre el barro.
Estaban en un lodazal a las afueras del pueblo, lo suficientemente
lejos como para no molestar a nadie, lo suficientemente cerca como
para que los gritos pudieran escucharse. La noche sobre sus
cabezas estaba cubierta por nubes. La única luz provenía de las
antorchas que sostenían sus guardias. Cuando desprendió las
capuchas, esa luz iluminó los dos rostros como un presagio rojizo.
Un hombre y un muchacho. El color de las llamas bailó en ellos.
El hombre clavó los ojos resignados más allá de las sombras, el
más joven miró al único vaxer que vería en su vida. Vastak había
hecho eso muchas veces; el momento más difícil no eran los gritos
del final, sino el pánico del principio. Se paró entre ambos y los miró.
Sus ojos, inexpresivos, solían asustar más que sus poderes.
Por algún motivo, pensó en ella. Se imaginó que estaba allí, atada
en una de esas sillas, y sintió un cosquilleo desagradable en todo el
cuerpo. Como náuseas heladas que le rajaban las venas. Descartó
la imagen.
–Esto puede ser muy largo. O muy corto –dijo, con tranquilidad–.
Si es corto, mejor.
–¿Qué…? ¿Qué quiere saber? –tartamudeó el muchacho.
Vastak se encogió de hombros, en un gesto casi imperceptible.
Era más difícil levantar los hombros con su ropa de guerra,
adornada de metal y completamente inútil.
–La ruta del ejército. En dónde piensan interceptarnos. Por dónde
planean atacar. Si tomarán ciudades. Lo que sea.
El muchacho miró a su compañero y dudó por un segundo. Solo
un segundo.
–Se esconden en los bosques para que los espías blancos no los
vean, saldrán por la ruta de las montañas y esperan que la batalla
sea en territorio lereste –dijo, tan rápido como si recitara de
memoria–. Es todo lo que sé, señor.
Estaba tan asustado que la luz del fuego se reflejaba como un
brillo de pánico en sus ojos. Le creyó. No necesitaba torturarlo; un
miedo tan honesto rara vez era capaz de mentir.
Se acercó a su silla. Puso una mano en su hombro a modo de
agradecimiento. O de consuelo. Pero no lo miró a los ojos mientras
la retiraba y la apoyaba, con suavidad, en su cabeza. El cuerpo se
tensó, asustado. El muchacho esperó, con las palabras convertidas
en vidrio dentro de su boca; cuando sintió el calor, sin embargo, no
tuvo más opción que comprender.
Se sacudió. Aterrado, comenzó a llorar.
–No, le dije… le dije todo lo que sé –sollozó, mientras intentaba
soltarse. La silla se movió junto con su cuerpo, el sonido de la
madera bailando fue lo único que acompañó su voz–. ¡Por favor!
¡Por favor, no quiero morir! ¡Le dije todo lo que sé!
Se esforzó por hacerlo rápido, porque no le gustaban los gritos; la
sensación, mientras los escuchaba, era parecida a tener escalofríos
en los huesos. Quemar a alguien no era algo que pudiera hacerse
de prisa, en realidad, pero esas eran las órdenes de la reina. Vastak
había llegado a acostumbrarse.
<<Si me matas, hazlo con tu espada>>.
Volvió a pensar en ella mientras el muchacho se retorcía y aullaba
de dolor; un escalofrío en la médula espinal estuvo a punto de
detenerlo. Pero la cabeza ya desprendía humo y el calor había
llegado a atravesar el cráneo. Dio un último empujón y los gritos
también se derritieron. El silencio, en contraste, resultó estruendoso.
Un soldado de su guardia, probablemente nuevo, se alejó para
vomitar. Sus arcadas llenaron ese silencio durante unos segundos.
El espía rojo que quedaba con vida no se había girado a mirar a
su compañero. Su rostro estaba tenso, pero inexpresivo. Vastak
sabía distinguir quiénes hablaban y quiénes morían muy despacio,
en un silencio lleno de honor. Ese hombre era de los segundos.
–¿Qué hay de ti? –dijo, deteniéndose frente a él, preguntando de
todos modos. Su mano cosquilleaba, manchada con sangre, como
siempre que la usaba para transmitir calor–. Debes tener algo que
aportar.
No contestó, no lo miró a los ojos; parpadeó mientras luchaba por
contener el miedo. Vastak aguardó. No esperaba que respondiera,
pero le pareció un gesto mínimo de cortesía. Al final suspiró,
cansado, y puso su mano sobre el hombro tenso. El espía se
sobresaltó.
Lo primero en consumirse fue la ropa, con un pequeño fuego;
entonces sus dedos entraron en contacto con la piel. La sintió
escamarse, despacio. Luego comenzó a fundirse y la sangre que
había debajo se evaporó y formó una costra reseca mientras el
hombre, por fin, respondía con un grito. Un grito desde lo más
profundo del estómago.
No era la respuesta que quería, así que derritió la costra y su
mano se empapó de aquella sustancia viscosa que era sangre y piel
y músculos derretidos. Cuando tocó el hueso, los gritos eran
alaridos atragantados y los ojos miraban el cielo, desencajados de
dolor. Vastak no se detuvo. El hueso se calentó bajo sus dedos. Los
gritos se quebraron, la mente también y…
–¡Basta!
La voz lo sobresaltó y su primer instinto fue esconder los dedos
en un puño. Encogió los hombros, cerró los ojos y soltó un suspiro
para no insultar en voz alta su mala suerte. Ahora no. No tendría
que estar allí, no tendría que haber visto.
Se giró despacio. Dafya estaba de pie entre la luz y las sombras.
Temblaba. Sus ojos tenían lágrimas sin derramar y no miraban al
hombre sino el cuerpo del muchacho. Más específicamente, la
cabeza derretida.
–No hagas esto –suplicó–. Yo te diré lo que quieres saber.
Estaba blanca, de un color blanco enfermizo, al borde del vómito.
La mirada estaba llena de horror, de rabia, de un dolor que no le
pertenecía. Sentía el dolor del hombre. Empatizaba. Vastak habría
dado cualquier cosa por que no fuera así. No era lo mismo ver ese
dolor en sus ojos.
Sus hombres lo observaban en silencio, sin comprender, y
buscaban en las sombras lo que fuera que él estaba mirando.
Creerían que estaba loco. A Vastak le daba igual.
–Tú no sabes lo que yo quiero saber –dijo, pidiéndole con los ojos
que desapareciera. Pero los dos habían aprendido que eso no
funcionaba.
–Lo averiguaré –dijo, y también había lágrimas en su voz–. Te diré
lo que haga falta, pero, por favor, déjalo en paz. Dale una muerte
limpia.
Negó con la cabeza, mientras los guardias se revolvían y la luz de
las antorchas comenzaba a inquietarse. ¿Qué pensarían de un
vaxer que hablaba con las sombras?
–No puedo. Son órdenes.
Pero la súplica en la mirada de la joven era tan fuerte que su
mano se enfrió, sin permiso.
–Por favor. Vastak. –No había odio en sus ojos. Por el contrario, lo
miraba con una confianza que le resultó inquietante–. Si yo fuera
ese muchacho, ¿habrías hecho lo mismo?
No dijo nada, porque no sabía qué decir. Para saberlo habría
tenido que imaginar la escena y no quería. No quería imaginar sus
gritos, el olor de su piel, el dolor… Tensó el rostro.
Observó a los guardias; todas esas miradas llenas de miedo que
se clavaban en él porque luego debían informar cada detalle.
Suspiró. Se acercó a uno de ellos y, antes de que pudiera asustarse
lo suficiente como para retroceder, le arrebató la espada. Atravesó
la distancia sobre el lodo y la inquietud en el aire se volvió
murmullos.
–Señor… –dijo uno de ellos.
Lo ignoró y, con un movimiento rápido, abrió la garganta del
espía. La sangre salpicó el uniforme y borboteó mientras el herido
abría la boca, ahogándose. No tardó en morir. No fue una muerte
limpia, quizás, pero sí rápida.
Los dos cadáveres parecían estatuas macabras. Estaban
rodeados de un silencio especial: el silencio de los muertos, eterno y
estruendoso. Ninguno de los guardias volvió a abrir la boca para
advertir o protestar, porque el miedo no los dejaba y porque ya
tendrían tiempo para hablar cuando estuvieran enfrente de la reina.
Se giró para mirarla una última vez: Dafya observaba los
cadáveres con una expresión vacía.
Soltó la espada, que chapoteó y se hundió en el lodo. Una joven
que no sostenía antorchas le tendió un pañuelo, extendiendo su
brazo todo lo posible para no acercarse. Lo usó para quitarse la
sangre de las manos y se lo devolvió.
–En el rostro… también… –dijo, con una voz llena de miedo.
Vastak no le hizo caso. Le tendió la tela sucia y se dirigió hacia la
aldea. Caminó por las calles menos transitadas y más oscuras para
no espantar a nadie; como una sombra a la que ya se había
acostumbrado, ella caminó tras él.
Una mujer lo esperaba en la puerta de la posada. Le hizo una
reverencia cuando llegó, con una sonrisa amable que parecía de
plástico.
–Señor, se nos ha ordenado prepararle un baño.
Tuvo la cortesía de no mirar directamente las manchas de sangre.
Vastak asintió y la siguió puertas adentro por los pasillos oscuros.
Las luces se habían apagado y la gente dormía (al menos, la gente
que no había escuchado los gritos). No se giró ni una sola vez, pero
no necesitaba verla para saber que Dafya continuaba allí.
Se detuvo frente una puerta que desprendía luz y la mujer lo hizo
pasar. Velas, una tina que exhalaba vapor, una toalla, jabón y ropa
limpia.
–¿Necesita algo más?
–No –dijo–. Gracias.
Comenzó a desatar las partes de su uniforme, con una expresión
torcida de fastidio, pero se detuvo. Volvió a observar a la mujer que
continuaba allí, dura como un soldado, con los ojos perdidos y llenos
de inquietud. Vastak frunció apenas el ceño y esperó. ¿Por qué no
se iba?
–Señor, si me permite ayudarlo…
Su voz era un hilo de excitación y miedo. Tan pronto como ella dio
un paso hacia delante, él lo dio hacia atrás. Llena de dudas, con la
mano todavía extendida hacia él, alzó el rostro y lo miró a los ojos.
La oscuridad en ellos, negra, ardiente, hostil, la envolvió y comenzó
a ahogarla. La mujer bajó la mano para que él no la viera temblar e
hizo una reverencia corta.
En menos de tres segundos, rígida de miedo, se esfumó. Cerró la
puerta y sus pasos resonaron en el pasillo con el ritmo de la
urgencia. Vastak apretó los labios, se deshizo de la sensación
desagradable que lo había envuelto y volvió a desatarse el uniforme
con movimientos tranquilos.
No la miró. Sabía que la joven estaba allí, en un rincón del baño, y
sentía sus ojos en la piel. Su mirada paseaba errante por el cuarto y,
cada pocos segundos, volvía. Hacía eso cuando estaban solos.
Se quitó la parte superior del uniforme por encima de la cabeza; el
movimiento lo despeinó y esparció las manchas de sangre que
había en su rostro. Llevó las manos al pantalón, pero los dedos
estaban agarrotados, el pecho se había encogido y la piel sentía
pinchazos en la zona pectoral.
–¿Puedes… darte la vuelta? –preguntó, con un murmullo.
Dafya se sobresaltó, como si hubiera olvidado que él podía verla,
y obedeció enseguida.
–Lo… lo siento.
Negó con la cabeza mientras continuaba desvistiéndose.
–Es una manía personal.
La privacidad entre los militares era un privilegio inaccesible, la
desnudez formaba parte de la guerra. Y la reproducción estaba
prohibida. Sus cuerpos eran armas, y lo importante de un arma está
en su filo, su agilidad y su fuerza. No había espacio para el deseo.
Y, asesinado el deseo, había muerto el tabú.
Para él, no. Odiaba que lo vieran desnudo. Odiaba que lo tocaran
como si fuera una cosa.
Se sumergió en la tina y el agua se revolvió, le dejó espacio y
luego cubrió todo su cuerpo con un sonido tímido. Los hilillos de
vapor lo envolvieron y continuaron ascendiendo como si se
desprendieran de él. El agua, poco a poco, comenzó a teñirse.
Se frotó los brazos, se lavó el rostro y el cabello. Se quitó el
cosquilleo que le dejaba la muerte, se olvidó de los gritos y, más
relajado, se permitió alzar los ojos. Ella no podía verlo. Le enseñaba
una espalda tensa que se estremecía, incómoda, cada vez que él
movía el agua y el sonido viajaba por la habitación. Sin dejar de
mirarla, volvió a frotarse los brazos. Sintió en su propia piel el
escalofrío que a ella le recorrió la espalda. Bajó los ojos y se lavó
más despacio, pero el agua en movimiento no dejó de emitir
sonidos. En el silencio incómodo, casi estruendos.
Volvió a observarla. El cabello negro, la camisa. Las puntadas
rojas en el pantalón. Las manos ocultas, el peso en una pierna, los
hombros tensos. Probablemente estuviera mirando la pared,
sujetándose las manos. Bajó los ojos, de nuevo, y barrió el agua.
–¿Te aburres? –preguntó.
Pareció sobresaltarse. La espalda se estremeció, el cabello vibró
imperceptiblemente, los hombros se tensaron otro tanto. Después
de un instante, volvió a erguirse con normalidad. O casi.
–No tengo muchas alternativas –susurró.
No estaba enojada. En sus palabras no había odio, miedo ni la
repulsión con la que lo había mirado al principio. La repulsión que
aparecía en los ojos de todo el mundo cuando se clavaban en él.
Revolvió el agua, incómodo. Su amabilidad lo hacía sentirse
extraño. Lo volvía consciente de sí mismo.
–Lo siento. Tu amiga.
El peso de su cuerpo pasó a apoyarse en la otra pierna y el rostro
se movió hacia un lado como si resistiera el impulso de volverse.
Volvió a pararse derecha frente a la pared. No contestó enseguida.
–No importa. Es mi culpa, así que no dejaré que le hagas daño. –
Los hombros se encogieron imperceptiblemente, en un gesto de
duda o inseguridad. Luego volvieron a erguirse–. No te disculpaste
cuando dijiste que me matarías a mí.
Su rostro se ablandó con la calidez de una sonrisa que no llegó a
concretarse. Le gustaban sus respuestas. Le gustaba no estar solo.
Clavó los ojos en el agua, en la luz que oscilaba entre las ondas y
pensó antes de responder. Se encogió de hombros.
–Te importa más su vida que la tuya.
–¿Por qué piensas eso?
–No lo sé. ¿Me equivoco?
–No –dijo y ella también hizo una pausa antes de preguntar–.
¿Qué hay de ti? ¿Por quién estás peleando esta guerra?
Vastak siempre había odiado las preguntas. Revolvió el agua con
un brazo, perdió los ojos más allá de sus propias piernas. Se
encogió de hombros otra vez, antes de recordar que ella no podía
verlo. No quería contestar. Si hubiera estado frente a otra persona,
habría dejado que el silencio hablara. Pero ella…
–¿No peleamos todos por una reina o por un rey, al final? –dijo, y
aunque su voz fue un susurro, el eco de sus palabras trepó por las
paredes y cubrió la habitación.
Dafya asintió, como si entendiera.
–Es como una madre para ti –dijo, en algo que no era ni una
pregunta ni una afirmación. El tono perfecto. Le permitía no
contestar y le permitía no preguntarse.
Se levantó despacio y el sonido del agua desprendiéndose volvió
a tensar el aire que los rodeaba. El vínculo era extraño. Que ella
estuviera ahí era extraño. Sus ojos lo engañaban y dibujaban su
cuerpo con tanta nitidez que su mano quería intentar de nuevo. Si
podía tocarla, sin embargo, tendría que atravesar su corazón con un
cuchillo.
Se secó el cuerpo con la toalla y se vistió. La camisa blanca se
humedeció al contacto con su cuerpo y el pantalón se enredó antes
de deslizarse. Aun así, tardó menos de un minuto en estar vestido.
–Ya está –dijo.
Dafya se volteó, despacio, y él fingió no darse cuenta de que lo
miraba fijo. No había mucho que mirar, después de todo, en el baño
de una posada. Arrancó una vela y, en su mano, la llama brilló con
más intensidad mientras atravesaba la puerta y caminaba por los
pasillos. Las sombras bailaban en la penumbra. Llegaban ronquidos
desde algunas puertas cerradas. Gemidos, desde otras.
Abrió la puerta de su cuarto, colocó una mano en la pared y el
calor encontró su camino hacia las velas. La habitación se llenó de
luz y la oscuridad huyó hacia el pasillo. Vastak cerró, se sentó en su
cama y se dejó caer hacia atrás. Estaba cansado. De dar órdenes,
de recibirlas, de caminar, de quemar gente. Pero no quería dormir.
No mientras ella estuviera allí de pie, sin saber qué hacer o dónde
meterse.
–¿Estás en el bosque? –le preguntó, mirándola de reojo–. ¿En la
tienda?
Frunció el ceño, como si se hubiera olvidado de que su cuerpo
estaba en otro sitio.
–En el bosque. Creo.
Vastak asintió, el silencio volvió a rodearlos y la quietud del cuarto
se tornó incómoda. Aun así, la observó. El cabello desordenado y
negro enmarcaba sus mejillas y la luz del fuego se metía en sus ojos
de madera y los llenaba de brasas. Sin apartarlos de él, Dafya se
sentó en el suelo. Una imagen. Una ilusión que parecía real, aunque
el cuerpo estuviera a muchas millas de distancia y fuera
inalcanzable.
–¿Cómo te hiciste amiga de la princesa? –preguntó. Rodó a un
lado para verla bien, se acomodó sobre las sábanas.
Dafya lo observaba con ojos extraños y tardó varios segundos en
procesar la pregunta, algunos más en contestarla.
–No lo sé –dijo, barriendo el suelo con los ojos. Tensó los
músculos, frunció el ceño como si se esforzara–. Me recuerda a
alguien.
Inclinó la cabeza y la observó.
–Aún no tienes recuerdos.
–No –dijo. Ella tampoco parecía comprender sus propias
palabras.
Vastak entornó los ojos y estudió su expresión pensativa. No
quería recordar y por eso bloqueaba su memoria; lo que había
sucedido en esa casa, en ese incendio, lo habían visto juntos en
muchas pesadillas. Y, sin embargo, ella las olvidaba al despertar.
Recordaba los gritos y el fuego, pero no las botas, los golpes, la
discusión. No era tonta. Si hubiera querido atar los cabos, lo habría
hecho en el momento en que las llamas volvieron a aparecer. Pero
¿por qué se negaba con tantas fuerzas?
–¿Qué? –preguntó, intimidada.
Pero si ella no quería saber, él no iba a decírselo. Se encogió de
hombros, negó y abrió la boca para contestar una mentira.
Pero los golpes en la puerta lo paralizaron.
Su garganta se congeló, sus ojos se perdieron más allá de Dafya
y todo su cuerpo se tensó de frío. Ella se sobresaltó. Sus
sentimientos se contagiaron y fue casi imposible distinguir de quién
era el miedo. Casi.
Ahora no. Ahora no. Los golpes volvieron a sonar y Vastak cerró
los ojos. Sintió que algo le quemaba el pecho mientras una
serpiente de náuseas se retorcía en su estómago y extendía su
veneno a todo el organismo.
El problema no era la puerta, sino ella. Ella no tenía que estar allí.
La miró y sus ojos la asustaron. <<Vete>>. Negó con la cabeza,
confundida. <<No sé cómo>>, dijo, sin hablar, <<sabes que no sé
cómo>>. Escuchó su voz como un murmullo en lo más profundo de
su cabeza y la ansiedad comenzó a desesperarlo. Se incorporó,
cerró los puños.
<<Como sea, vete>>. Miró la puerta con urgencia y luego la
fulminó con los ojos, llenos de impotencia, de rabia. <<¡Vete!>>. La
joven no comprendía. Intimidada por la fuerza de sus sentimientos,
dio un paso atrás y siguió mirándolo con ojos confundidos que
compartían su temor.
–¿Vastak? Sé que estás ahí.
La voz de la reina fue como una flecha en el estómago. El miedo
se convirtió en resignación y la rabia, en vergüenza. Bajó los ojos, la
ignoró y se dirigió hacia la puerta para girar el picaporte, mientras
deseaba con toda la tensión de su cuerpo que Dafya se esfumara
de allí. Que desapareciera.
¿Por qué importaba tanto? ¿Por qué sentía tanto desprecio por sí
mismo cuando imaginaba…?
Abrió la puerta y la reina ladeó el rostro antes de sonreír. <<Me
hiciste esperar>>, decían sus ojos. Le hizo una reverencia y se
apartó para dejar que entrara. El pasillo estaba vacío. Apretó el
picaporte con tanta fuerza que sus nudillos se quedaron sin sangre.
Cerró otra vez.
La reina se desprendió de su velo y su cabello blanco quedó libre.
Había una sonrisa en su rostro, estaba de buen humor y, con
movimientos alegres, se sentó sobre las sábanas. Vastak se
preguntó qué le habían informado. Se esforzó por no ver más que a
la reina y se arrodilló, miró el suelo.
–Oh, vamos –dijo, con el brillo en los ojos que solo le producían
las muertes y el alcohol–. Siéntate aquí.
Por un momento, creyó que las piernas no responderían. El
cuerpo entero pesaba con una vergüenza fría que no terminaba de
entender, que llegaba desde algún lugar extraño. Quería irse. Habría
pagado sangre y fuego por irse.
Y, aun así, compuso un semblante inexpresivo y se incorporó para
sentarse a su lado. El colchón cedió bajo su peso y la reina volvió a
sonreír.
–Escuché los gritos –dijo, y sus hombros vibraron con una risita
leve–. Me dijeron que el más pequeño habló enseguida. ¿Cómo
fue? ¿Lloró?
Tensó los labios, asintió con la cabeza.
–Sí, Su Majestad –dijo, evitando mirarla a los ojos–. Habló rápido
y lloró mucho.
Vastak había pasado casi toda su vida con ella y aún no la
comprendía del todo. Las cosas que le parecían graciosas, el brillo
en la mirada cuando se trataba de muerte, su decisión de
acompañar al ejército en todas las batallas… Vivía a su manera,
disfrutaba a su manera. Él no había intentado juzgarla nunca,
porque no se comprendía ni siquiera a sí mismo y porque, de
cualquier forma, no se puede juzgar a quien se quiere.
–Lamento no haber estado, entonces –dijo, con una mueca
distraída–. Pero me dijeron algo más. ¿Por qué mataste al otro
antes de que hablara?
Había curiosidad sincera en su voz. Ni reprensión, ni rabia, ni
disgusto; a veces, le hablaba como si en verdad fuera su madre. La
miró a los ojos, buscó alguna señal de que estuviera enfadada.
–No habría hablado –dijo.
Bajó los ojos y, aun así, la vio sonreír con indulgencia. Sintió su
mano en el cabello, tibia, reconfortante. La calidez lo invadió tan
rápido como lo hizo el frío y contuvo dos impulsos: tocar su mano,
apartarla.
–Está bien –dijo, acariciándolo como si fuera un niño–. Puedes
tomarte tus libertades de vez en cuando. Eres mi hijo.
Le gustaba escuchar eso, tanto como le dolía. Mantuvo los ojos
en las sábanas para no ver a ninguna de las dos; la reina, la imagen
borrosa que continuaba de pie un poco más atrás. Pero una mano le
levantó el rostro con suavidad y lo obligó a mirar los ojos azules.
–¿Eres mi hijo? –le preguntó, con tanta dulzura en el rostro que
Vastak sintió cómo su cuerpo se desarmaba. La resignación se abrió
paso para superar a la vergüenza.
–Sí.
Sonrió, como sonreiría una madre, y pegó su frente a la suya.
Lo besó.
Vastak cerró los ojos, pálido y tenso, mientras ella infiltraba una
mano por debajo de su camisa y continuaba besándolo. Besos
cortos, dulces, como quien besa a un niño. Los dedos se pegaron a
la piel del pecho, lo acariciaron, la respiración de la reina se aceleró.
La otra mano empezó a desatar lazos y fue en sentido contrario.
Se dejó tocar. Quieto, con los ojos cerrados, apoyó la frente en su
hombro mientras ella tomaba lo que era suyo y repetía el mismo
juego de todas las noches.
El cuerpo femenino se sentó sobre él, las manos lo empujaron
hacia atrás mientras lo desnudaban y su espalda cayó contra el
colchón.
Abrió los ojos, los clavó en el techo.
No dejó de sentir a Dafya ni un solo momento mientras la reina lo
usaba; su rostro continuó tensándose hasta que el techo se difuminó
y los ojos se volvieron más oscuros.
Luz gris

Pálida, tensa, distraída.


Erediel llevaba preocupada desde el momento en que la había
visto hablando sola, pero esa noche a Dafya le pasaba algo distinto.
Había despertado antes de que saliera el sol (o no había dormido
nada) y con el rostro de una persona enferma. Aun después de que
el grupo se amontonara alrededor de una pira para combatir el frío
de la noche, ella ni siquiera había notado la luz. El fuego la
asustaba. Erediel la había visto temblar frente al incendio en la
aldea. Entonces ¿cómo podía clavar los ojos en el suelo, mientras
las llamas ardían frente a ella, y pensar en otra cosa?
Abrió la boca para preguntarle si estaba bien, pero las palabras no
salieron. No estaba habituada a ese tipo de cosas. No habría sabido
qué decir si ella decía que sí, ni mucho menos si ella decía que no.
El soldado que estaba a su izquierda la empujó para acercarse
otro tanto al fuego. Erediel lo observó. Cuando él se levantó para
buscar su plato de comida, tropezó con un pie que había salido de la
nada. Su rostro quedó cerca del fuego. Tan cerca del fuego que dio
un respingo y tuvo que arrastrarse antes de que sus pestañas
ardieran. La ronda de soldados se rio mientras él soltaba
maldiciones.
–Necesitabas un corte de cabello, Rag –dijo una de las
muchachas. Beffen. Su rostro estaba iluminado por la pira.
Erediel se olvidó de Dafya por un momento y sonrió, con los ojos
entornados por la luz y fijos en el hombre que continuaba
maldiciendo. Él volvió a sentarse. Cuando la miró, receloso, la
princesa ensanchó la sonrisa. Se dedicó a comer.
–Niña –dijo una voz ronca, del otro lado del círculo–, ¿no puedes
hacer algo con este viento insoportable?
En silencio, todos miraron con una incomodidad curiosa hacia la
joven que, por fin, había despertado de su distracción.
Dafya entrecerró los ojos para mirarlo a través del fuego. Observó
los árboles que se sacudían alrededor del claro, con una expresión
perdida y somnolienta. Las ráfagas frías comenzaron a calmarse,
primero, para luego desaparecer. El bosque quedó inmóvil.
–No es una niña, Dogo –dijo Tien, mientras afilaba su espada y el
metal devolvía el color rojizo de la luz–. Tú eres un abuelo.
El resto del grupo festejó la broma. En parte, porque la había
hecho el soldado más fuerte, y el soldado más fuerte siempre tiene
el talento de ser gracioso (o de que los demás finjan que lo es). Pero
ese no era el único motivo. Dafya les había salvado la vida. Ya no
era una amenaza o una niña nueva, no era Rehin, no miraba a los
otros con desdén. Era un vaxer. Era una de ellos. Y lo que es
poderoso y propio…
–Para mí son todos niños, muchacho –respondió, sin ofenderse,
antes de levantar el plato, llevarlo a su boca y beber toda su
comida–. Incluso el capitán es un maldito niño.
Nadie se atrevió a reír, pero fueron pocos los que no sonrieron.
Erediel sonrió. El anciano le caía bien.
–Bueno, mejor que ese maldito niño no te escuche.
–Que me escuche, si quiere –dijo, limpiándose la comida de la
barba gris–. Entre morir en el bosque o morir en el campo de batalla,
mientras me cago encima y el enemigo me prende fuego…
El ambiente, propenso a risas, se diluyó y dejó paso a un frío más
duro. Los rostros se apagaron, los ojos se perdieron en el fuego y en
la imaginación. El crepitar de la pira fue lo único que llenó el silencio
durante un rato.
–Dogo…
–No hablo por ustedes, muchacho –dijo, con una sonrisa–. Hablo
por mí. Estoy viejo y la única diferencia que voy a hacer en la batalla
será engrosar la montaña de cadáveres.
–¿Por qué te alistaste, entonces? –preguntó Erediel, con
curiosidad.
Muchos ojos se clavaron en el suelo. Alguien carraspeó.
–Porque alguien tenía que luchar por mi familia –dijo–. Y el rey
estaba demasiado ocupado, así que vine en su lugar.
Se rio de su propio chiste mientras los demás se removían, en
silencio; burlarse del capitán era una cosa, burlarse del rey era una
cosa muy distinta. Erediel no consiguió enfadarse; lo único que
sintió fue vergüenza. Miró a Dafya, pero no encontró ningún
consuelo en los ojos distraídos. ¿Qué diablos le sucedía a esa
mujer?
Cuando volvió a buscar los ojos del anciano, se encontró con
otros. Su mirada se detuvo a mitad de camino, en Ezox. Se tensó, a
la defensiva, pero la expresión no se burlaba ni decía en ninguno de
sus rasgos <<yo tenía razón>> o <<todos piensan igual>>. El
muchacho la miraba. Solamente la miraba. El fuego se reflejaba de
refilón en sus ojos marrones y los hacía parecer más cálidos.
Resistió el impulso de apartar los suyos. Sintió algo similar a la
vergüenza, aunque más parecido aún a la embriaguez. Había
bebido alcohol un par de veces: las mejillas calientes como si las
besara el fuego, la visión distorsionada, la sangre palpitando como
si se bombeara sola.
Él apartó los ojos. Ella no.
Erediel se permitió observarlo: la luz que se enredaba en su
cabello e iluminaba su rostro, la mirada fija en las manos que se
frotaban para darse calor, la boca tensa. Y el brazo herido. Envuelto
en un vendaje que se disimulaba bajo la mezcla de luz y sombras.
La muchacha no había dejado de recordar, ni una sola noche, la
escena. Si cerraba los ojos veía los dientes del lobo, escuchaba los
gruñidos, sentía el miedo. Volvía a ver la sangre. Y, cada vez que
intentaba dormirse, la mente se empeñaba en evocar su rostro. Su
rostro torcido de dolor, con la mirada llena de lágrimas que, a pesar
de todo, guardaba calidez para el animal que le perforaba el brazo.
No dejaba de verlo. Una y otra vez, noche tras noche, la mano
alzándose para acariciar el pelaje gris.
Un deseo fugaz cruzó su mente mientras lo observaba.
–Ya vuelvo.
La voz a su lado la sobresaltó. Se giró, sorprendida, hacia la joven
que se incorporaba. Le sujetó la muñeca. La miró a los ojos,
mientras la preocupación volvía a ella como una ola de mar.
–¿De dónde?
Dafya la miró, en silencio, como si no esperara esa pregunta.
Pestañeó dos veces, por sobre los surcos oscuros del insomnio.
–Tengo que hacer pis –dijo, y Erediel torció el gesto en una mueca
de inquietud.
–Voy contigo.
–No –dijo, cortante, y la muchacha no supo qué hacer; le soltó el
brazo. Dejó que se fuera.
Observó su espalda mientras se perdía en las sombras del
bosque. Más allá del claro, algunos grupos continuaban comiendo y
otros habían comenzado a acomodarse para dormir. Había varias
tiendas rojas desplegadas, brillando como manchas de sangre en
las tinieblas.
Dejó de mirar e intentó olvidarse de Dafya; intentó convencerse
de que lo que estuviera sucediendo no era problema suyo.
Últimamente, sin embargo, eso no funcionaba. La preocupación se
obstinaba en echar raíces y sembrar preguntas. Sacudió la cabeza
para espantarlas, bebió del odre.
Suspiró y sus ojos volaron, sin permiso, hacia Ezox. El muchacho
miraba las llamas (¿pensaba en su familia?) y se frotaba las manos
para deshacerse del frío o de los recuerdos. Era extraño que
estuviera allí, compartiendo espacio con otras personas; parecía
preferir la soledad. Erediel tuvo la impresión de que, de un momento
a otro, huiría. Frunció el ceño.
Se ató el odre a la cintura, dejó su plato vacío a un costado y se
dirigió hacia él. Nadie la miró mientras atravesaba la ronda, porque
estaban distraídos charlando, pensando en la muerte o quedándose
dormidos. Y porque a nadie le importaba lo que hiciera. En aquel
sitio, no era hija de reyes.
Obligó a uno de los hombres a que se moviera y se sentó junto al
muchacho, que giró el rostro para mirarla. No parecía enfadado. Ni
siquiera parecía sorprendido.
¿Y ahora qué?, pensó, ¿qué puedo decirle? No quería decir
nada, quería sentarse a su lado y mirar el fuego en silencio y no
estar sola y preocupada por una persona que no regresaría porque
no había ido al bosque a orinar. Pero no podía hacer eso. Era
extraño.
–¿Cómo estás? –preguntó, sin mirarlo, haciendo un gesto hacia la
herida.
Ezox asintió con la cabeza.
Frunció el ceño y giró el rostro hacia él, preguntándose si
hablaban el mismo idioma. Lo vio cerrar los ojos, avergonzado.
Abrió la boca, dudó y, con voz insegura, dijo:
–Bien.
Estaba inquieto. Erediel no quería hacerlo sentir incómodo, no
estaba allí para molestarlo, pero ¿cómo decírselo? ¿Cómo
disculparse por…?
–Lo siento.
Arrugó el ceño, desconcertada, y clavó los ojos en él. El
muchacho siguió frotándose las manos y observándolas, como si
hubiera algo interesante en la palidez de sus nudillos.
–¿Qué? –preguntó Erediel.
Él se encogió de hombros y torció el gesto, con la expresión de
quien no quiere hablar porque no sabe cómo. Pero, aun así, habló.
–Lo siento –dijo, de nuevo, y entornó los ojos para esforzarse
más–. No debería haber dicho lo que te dije la primera vez que
hablamos. Y debería haberme disculpado antes. Fui descortés y…
menosprecié tus creencias como si no fueran válidas…
–No. Detente ahí –interrumpió. Si decía una palabra más, Erediel
comenzaría a vomitar culpa–. Yo lo siento.
Mantuvo la boca abierta, porque quería decirle por qué. Decirle
que sentía haberlo utilizado para proyectar sus propios conflictos.
Haberlo insultado. Haber discutido con él a pocos días de que lo
arrancaran de su casa, sin ningún tipo de tacto o consideración…
Pero no pudo. Las palabras no salieron. Erediel había crecido
aprendiendo a ocultar lo que sentía, no a expresarlo.
El silencio se extendió entre ambos, lleno de voces y risas y
chasquidos del fuego. Después de un rato, fue él quien lo rompió.
–¿Tu amiga está bien? –dijo, y Erediel lo observó con los ojos
muy abiertos.
–¿Por qué piensas que podría no estar bien?
Le devolvió la mirada, confundido por una pregunta que le parecía
estúpida (se veía en sus ojos que le parecía estúpida) y se encogió
de hombros.
–Porque no se veía bien. Además, no suele dejarte sola.
Erediel miró el suelo y fingió indiferencia. No quería admitir que no
sabía, no quería admitir que Dafya no confiaba en ella lo suficiente
como para contarle lo que estaba sucediendo. Y, sin embargo… Lo
observó. Había timidez en sus ojos, pero también mucha
honestidad. No podía responder con silencios o mentiras a una
mirada así.
–No sé –susurró–. No quiere decirme nada.
Ezox dudó antes de abrir la boca. Parecía tener miedo de
equivocarse. Miedo de enfadarla y desatar las discusiones otra vez.
Miedo de perder la tregua que acababan de construir.
Lo observó dudar. Siguió las luces y sombras de su rostro, leyó su
preocupación, escondió el fantasma de una sonrisa. Era
transparente. Un muchacho transparente.
–¿Le has preguntado? –dijo, después de algunos segundos.
Sintió el impulso de mentirle. El orgullo la empujaba a asentir con
la cabeza. Sin embargo, su mirada…
–No sé. Creo que no.
–Pregúntale.
–¿Cómo? –dijo, encogiéndose de hombros y haciendo un gesto
con las manos–. ¿Y qué le digo cuando me responda?
Ezox sonrió. Una sonrisa que, lejos de burlarse, parecía
comprender.
–Eso depende de lo que te responda.
–Da igual. Sea lo que sea, no sabré qué decir. –Lo observó y
encontró tanta atención en sus ojos, en la luz que reflejaban, que se
sintió aturdida por un instante. Miró hacia otro lado antes de que se
le escaparan las palabras y sus mejillas se pusieran rojas–. No sé
sostener ese tipo de conversaciones.
–Así –dijo él, con un hilo de voz–. Como estás haciendo ahora.
Erediel esbozó una sonrisa.
–Yo no estoy sosteniendo esta conversación, la estás sosteniendo
tú.
–¿Yo? –dijo, también sonriendo–. No he tenido una conversación
tan larga en toda mi vida.
La muchacha dudó y también se frotó las manos antes de mirarlo
a los ojos. Sí lo incomodaba. Pero no de la manera en la que ella
había supuesto que lo hacía. Se sintió extraña mientras luchaba por
no apartar los ojos; la vergüenza empujaba hacia un lado, ¿qué era
lo que empujaba hacia el otro y la obligaba a fijarlos en él?
Las llamas, probablemente. La luz del fuego en sus ojos,
danzando, reflejándose en la mirada gris que parecía un estanque
limpio y transparente. Y cálido. Erediel se sintió como un insecto
embelesado por esa luz.
Pero algo la arrancó de su aturdimiento.
Un grito entre las sombras del bosque la sobresaltó.
Ambos miraron hacia el mismo lado, mientras los demás se
levantaban para armar las tiendas como si no lo hubieran oído. Fue
apenas un instante y todo volvió a estar en paz.
Ni siquiera se escuchaba el susurro del viento; solo quedaban
algunas voces, pocas risas. Todo estaba tranquilo. Todo estaba casi
igual que siempre.
Pero Dafya no había regresado del bosque.
Información

Había muy pocos árboles tras los que esconderse. El viento


arrastraba el sonido de las voces, el chasquido del fuego, y
enmudecía los pasos que no querían hacerse oír.
Dafya se movió entre las tiendas y evitó a los soldados. Se ocultó
tras las telas oscurecidas por la noche y se volvió sombra. El césped
se doblaba bajo sus pies y amortiguaba los sonidos.
Azuzó el viento para que arrastrara lejos los tintineos de la espada
y dejó atrás las voces.
Había cuatro personas en el campamento que poseían una tienda
individual. La más grande pertenecía a la capitana: un cilindro alto,
una cúpula de tela negra y pesada, una bandera con el estandarte
de los reyes. Estaba separada de las demás y, a su alrededor, no
había dónde esconderse.
Dafya dudó. Miró hacia atrás. El campamento estaba cada vez
más tranquilo, los soldados se acomodaban para dormir y el viento
que hacía oscilar las tiendas arrastraba cada vez menos voces. El
fogón, a lo lejos, seguía brillando. La imagen del fuego la estremeció
y la forzó a volver la vista al frente.
Era poco probable que la vieran, pero ¿y si la veían? ¿Si la
encontraban espiando? Intentarlo sola era peligroso y estúpido. Tal
vez sería mejor esperar. Tal vez otra noche pudiera esconderse en
la sombra de un árbol y…
Pero los había visto. Rehin estaba en esa tienda, la capitana
también, y si desperdiciaba la oportunidad ¿habría otra? Recordó
cosas que no quería recordar, tensó el rostro y avanzó solo para
distraerse. Que la descubrieran. Tenía demasiadas cosas en las que
no quería pensar y morir era una excelente manera de borrarlas.
No puedes morir, se recordó mientras caminaba con cautela.
Prometiste proteger a Erediel. Pero protegerla ¿de quién? Esa era
otra cosa en la que no quería pensar, otra imagen que le oprimía el
pecho. Cuando se acumulaban tantas ideas en el cajón de las cosas
enterradas, la ansiedad volvía. Otra vez una flecha en la garganta,
dos en el pecho, un vacío en el estómago y la sensación de que el
cuerpo quería explotar.
Rodeó la tienda sin hacer un solo sonido, se colocó detrás y se
agazapó. Había luz adentro. La tela roja brillaba, y en ella se
dibujaban las siluetas como sombras grises; había tres sombras.
Tres voces que conversaban. ¿De qué?
Se acercó hasta que su hombro rozó la tienda, cerró los ojos y se
esforzó por escuchar. Reconoció la voz de Rehin y la de la capitana.
Tardó en reconocer la voz del sacerdote.
–Si estamos aquí ¿no podríamos tomar la ruta para llegar a las
montañas? –La voz del anciano era casi un susurro. La sombra de
su dedo señalaba algo que la joven no podía ver.
–No –dijo Rehin.
–Pero llegaríamos en poco tiempo y los tomaríamos por sorpresa.
–No, no lo haríamos.
–Pero…
–El vaxer tiene razón –dijo la capitana, acercándose al centro de
la tienda y mezclando su sombra con la del anciano–. Decidimos
desde el principio viajar por el bosque. Hay espías blancos en todas
partes. Lo que me preocupa son los lobos.
–No van a regresar –dijo Rehin–. En cuanto nos internemos en las
mesetas, dejaremos atrás a la mayoría de los animales.
–¿Estás seguro?
–Sí. Se han librado demasiadas batallas en el límite entre los dos
reinos. Todas las criaturas vivientes, incluso los humanos, evitan ese
sitio.
–Seguiremos por el bosque, entonces. Estaremos en territorio
lereste en pocas semanas. Rehin, ¿puedes enviar un pelotón a la
capital sin que los soldados mueran en el camino?
–Puedo.
Dafya aplacó el viento para poder escuchar mejor, pero las voces
eran murmullos. Los dedos de sombra se movían sobre una mesa
como si señalaran partes de un mapa que ella no comprendía,
porque no podía verlo y porque los nombres se le escapaban. Rehin
dijo algo sobre morir, la capitana se encogió de hombros.
–¿Qué estás haciendo?
Tardó unos segundos en comprender que la voz no llegaba desde
la tienda. Se sobresaltó y cayó tan cerca de la tela roja que tuvo que
hacer equilibrio para no golpearla. Se enderezó, alzó el rostro.
Vastak miraba las sombras con las cejas alzadas y ojos exhaustos.
Evitaba mirarla a ella.
La joven bajó el rostro y se removió, incómoda. Se esforzó por
enterrar lo que había visto y la vergüenza de haberlo visto todo,
desde el principio hasta el final. No había podido voltearse ni cerrar
los ojos. Su cuerpo se había paralizado y…
Sacudió los recuerdos y se concentró en las voces. Las sombras
se miraban entre sí, peleaban por algo que ella acababa de
perderse.
–Dafya. –Reprochaba, esperaba una respuesta.
<<Te prometí información>>, dijo en silencio, también evitando su
mirada.
Los ojos que se clavaron en ella la estremecieron. Se esforzó por
no mirarlos y, aun así, no pudo evitar sentirlos en la piel como
aguijones. Desconcierto. Aprensión. La luz de la luna se oscurecía
en esos ojos.
–Te sacrificarán por esto –dijo, con una voz tan tensa que las
palabras estuvieron a punto de materializarse–. Vete de aquí antes
de que te vean.
No respondió. Adentro, la capitana daba órdenes. Enviar
mensajes al castillo; crear un pelotón para recolectar recursos y
reclutar personas en los pueblos cercanos; enviar dos soldados para
contabilizar el ejército enemigo. Cortarles la lengua antes de
enviarlos. Para que no hablaran.
–Te arrancarán los brazos, te pincharán los hombros y te clavarán
en la punta una torre para que te desangres –insistió, con la voz
firme y endurecida.
¿Le importaba? ¿Observaría cómo la hacían pedazos con la
misma parálisis que había sufrido ella la noche anterior? ¿Echaría
de menos el vínculo? ¿O se alegraría de, por fin, quedarse a solas?
No lo miró a los ojos porque no quería saber.
<<Sé lo que significa sacrificar>>, respondió, sin expresar nada
en la voz o el rostro.
Rehin discutía una orden, adentro. Otra orden que ella se había
perdido por escucharlo a él. Intentó prestar atención a las sombras,
mientras el viento reflejaba su ansiedad y azotaba los árboles.
–No quiero tu información –dijo él, entre dientes.
Dafya tensó el rostro y contuvo las ráfagas para que no saltaran
sobre las cosas y despedazaran el campamento. Ráfagas de
impotencia, confusión y rabia. Un viento angustiado. Con las
emociones contenidas, con los recuerdos contenidos, lo miró a los
ojos. Todo lo que estaba escondiendo, sin embargo, fue visible en
su mirada. Brilló.
<<Y yo no quiero que tortures a más personas>>.
Vastak tensó el rostro y la luz de la luna esquivó su semblante por
un momento. Allí estaba: el hombre que le había dado tanto miedo,
la mirada que le había parecido aterradora. Las sombras en los ojos,
la tensión en los músculos. Pero ahora, detrás de esa mirada, la
joven veía mucho más.
–Eso no tiene nada que ver contigo –dijo, y su voz sonó tan
oscura como su rostro.
Dafya ya no sentía miedo. No la asustaron ni sus palabras ni sus
ojos; lo que sintió, en cambio, fue un pinchazo en el pecho. Una
puñalada. Incomodidad, ira, vergüenza. Y dolor.
<<Sí tiene>>. Miró los ojos negros que, en contraste con la
camisa, parecían más oscuros que la noche. Estaban endurecidos.
Mantenían distancia. Ocultaban cosas. <<Nadie debería verse
obligado a morir así>>. Dafya apartó los ojos, los entornó y miró las
sombras que se reflejaban en la tela. Encogió el cuerpo, tragó sus
dudas. <<Y nadie… debería verse obligado a matar así>>.
Incluso de refilón pudo ver cómo él se removía con incomodidad.
Su cuerpo parecía enfadado. Aprensivo.
–No me molesta.
<<Sí te molesta>>, discutió otra vez. La capitana dijo algo sobre la
princesa, pero ella no pudo escucharlo.
Vastak se tensó, colocó las manos en los bolsillos y los músculos
del brazo se endurecieron. Enojado. Pero lastimado, también, como
si la joven estuviera hurgando en una herida con un palillo de metal.
Tal vez era lo que estaba haciendo. Tal vez quería demostrarle que
esa herida existía. Que era humano.
–¿Crees que me conoces? –dijo, con una mueca irónica, amarga,
que parecía una sonrisa tensa y oscura–. Solo porque te metiste un
par de veces en mi vida ¿sabes algo sobre mí?
Las palabras la atravesaron como una flecha de dolor y
vergüenza. El dolor y la vergüenza, cuando se juntan, suelen
convertirse en rabia. Lo fulminó con ojos vidriosos y lo odió por un
instante, pero se odió más a sí misma. ¿Qué estaba haciendo?
¿Qué estaban haciendo los dos? ¿Adónde los había llevado el
vínculo? Tragó saliva, pero el nudo en la garganta se negó a bajar.
Apartó los ojos.
<<Estuve en tu cabeza>>, dijo, mientras el sabor de la rabia se
esparcía por su boca. <<Paso la mitad de mi tiempo en tu
cabeza>>.
La misma idea los asaltó a los dos, el mismo recuerdo que, en
Dafya, se volvió vergüenza y, en él, ira. Pero Vastak no explotaba ni
azotaba el aire con sus sentimientos; su rabia era silenciosa y
oscura.
–Haz que te maten, entonces –dijo, con una mirada tan fría que
Dafya la sintió en los huesos. Y en el pecho, también.
No pudo evitar que su rostro se frunciera ni que la amargura
bajara por su garganta, le envolviera el corazón y descendiera más
para revolver su estómago. Apretó los dientes, clavó los ojos en la
tienda para disimular las lágrimas de furia. ¿De furia?
–Vete y déjame en paz –gruñó. En voz alta.
Y los ruidos de la tienda se callaron.
Vínculo

El eco de su voz (su voz convertida en sonido, vibrando en el


aire y arrastrándose por todo el lugar) volvió a su mente como un
golpe en medio del silencio. La rabia en los ojos oscuros se aplacó y
la sorpresa aprensiva los envolvió a ambos. Dafya cerró los ojos, se
maldijo, intentó escuchar.
–Ve a ver –ordenó la capitana, en un susurro.
Los pasos resonaron de prisa, la luz se expandió y alguien salió
por el otro extremo de la tienda. La joven vio la punta de una sombra
deformada, sobre el césped. Se agazapó, tan quieta que sus
pulmones casi no respiraban. El dueño de la sombra miró a los
costados. El silencio y la expectativa la pincharon por dentro. Por un
instante, el hombre no se movió. Su sombra se quedó quieta,
escuchando. Dudando.
Y entonces comenzó a rodear la tienda.
Dafya contuvo un gemido de miedo y rabia y sopló. O el viento
sopló, daba lo mismo; eran una sola cosa. El aire se desplazó con
fuerza y prisas sobre el suelo y lo rozó con tanta violencia que
desprendió tierra seca de donde podía encontrarla y la arrojó sobre
el hombre. Mientras Rehin se refregaba los ojos y maldecía, la joven
echó a correr.
La luz corrió tras ella, como un rastro delator, y Dafya no tardó en
escuchar los pasos que la perseguían. Se internó entre los árboles.
Pero nada puede correr más rápido que la luz y, aunque ella lo
intentó y comenzó a jadear por el esfuerzo, enseguida se encontró
en un bosque tan iluminado como si fuera de día.
No había sombras en las que esconderse. La oscuridad de la
noche fue barrida de un plumazo. Los insectos se paralizaron en sus
sitios, sorprendidos, y algunos pájaros se removieron en las ramas.
Dafya miró a su alrededor mientras corría, buscando dónde
meterse, buscando a Vastak por instinto. Estaba en su cabeza y
compartía su miedo, pero solo era una presencia borrosa.
Escuchó los pasos que corrían tras ella, mientras esquivaba
troncos y saltaba raíces y el sudor le cubría el rostro y le enfriaba la
piel. Escuchó también los latidos de su corazón, acelerado como si
quisiera imitar el ritmo de las piernas. Recordó sus palabras, con un
escalofrío. <<Te cortarán los brazos, te pincharán los hombros y te
clavarán en la punta una torre para que te desangres>>.
<<¿Estás ahí?>>, preguntó en silencio, mientras Rehin le gritaba
que se detuviera. ¿La habría visto? ¿Serviría de algo correr y
esconderse?
<<Sí>>. Voz rígida.
<<Enviarán un pelotón a la ciudad>>, dijo, repitiendo lo que había
escuchado. <<Creen que la reina…>>
<<¡No es momento para esto!>>.
Dafya apretó los dientes, miró a su alrededor y cambió de rumbo.
Era el momento perfecto; si la mataban y no alcanzaba a decírselo,
todo habría sido en vano. Pero no insistió. Siguió esquivando
árboles y huyendo de los pasos sin ganar distancia, escuchando las
advertencias de Rehin para que se detuviera y… el arroyo. También
podía escuchar el arroyo.
El río al que habían saltado para escapar de los lobos, millas
después, se había convertido en un hilo de agua rápida y ruidosa.
Dafya siguió el sonido y se esforzó por diluir sus pisadas con
ráfagas violentas. Corrió lo más rápido que pudo para ganar la
distancia suficiente y alcanzó a ver, a lo lejos, el brillo de la luz sobre
el agua sucia. La velocidad de la corriente la hacía oscilar entre las
rocas.
Corrió aún más rápido y se detuvo en seco cuando llegó al arroyo.
Para que el sonido no la delatara, se metió despacio. Arrastró las
piernas mientras el agua chocaba con su ropa y le empapaba el
cuerpo. Contuvo la ansiedad que la impulsaba a moverse más
deprisa y, con cuidado, esforzándose por mantener el equilibrio para
que no la arrastrara la corriente, se aferró a una de las rocas. La
rodeó, mientras los pasos se volvían más audibles. Se agazapó
detrás y borró las huellas con el viento. Hundió la cabeza bajo el
agua.
Dejó de escuchar los sonidos del exterior porque el fluir de la
corriente era estruendoso y violento. Golpeaba y se removía sobre
ella como si rugiera e intentara expulsarla. Se sujetó a la roca para
mantenerse quieta y contuvo el aire. Pero el aire empezó a arder.
Ella comenzó a ahogarse. Debajo del agua, sin embargo, estaba
sorda y ciega con respecto a lo que sucedía en el exterior; no podía
salir.
<<Sigue allí. Te esta buscando>>, dijo una voz en su cabeza,
fuerte, ansiosa. Con urgencia, añadió: <<El aire>>.
<<¿Qué?>>, preguntó, casi sin escucharlo. Necesitaba respirar.
Solo asomar la cabeza y…
<<Controlas el aire>>, dijo, impaciente, como si él también se
ahogara. <<¡Haz algo!>>.
Dafya frunció el ceño, pero intentó obedecer. Una ráfaga furiosa y
desesperada se estrelló contra el arroyo. No, se dijo a sí misma,
intentando razonar. Así no. Se relajó (se esforzó por relajarse) y
llamó, despacio, al viento. Un pequeño cilindro de aire. No
necesitaba más. Como una vara, se clavó en el arroyo sin prisas
pero con fuerza y llegó a su nariz.
La joven respiró, el aire se mezcló con el agua y tuvo que luchar
para no toser. Lo intentó de nuevo, con mayor prolijidad, y se
esforzó por mantener la vara abierta. Respiró una vez. Dos veces.
Se tranquilizó y se agazapó un poco más detrás de la roca,
temiendo que de un momento a otro una sombra que no podía ver
se cerniera sobre ella y una mano la arrancara de su escondite.
Ciega, sorda. Se sintió impotente.
<<¿Lo ves?>>.
<<Sí>>, dijo Vastak. ¿Por qué él veía lo que ella no? <<Se frota la
cabeza y da vueltas, buscándote. No es muy simpático. Acaba de
patear el suelo… Comienza a irse>>.
<<¿Puedo salir?>>.
<<Espera…>>. Su voz era fría y distante. La joven lo buscó en su
mente y lo encontró como una nube de pensamientos y sensaciones
en las que no quiso entrar. Lo sentía con más fuerza que la vez
anterior, la nube era más nítida y el vínculo, más duro. <<Sal, pero
no hagas ruido>>.
Dafya se empujó con la roca y salió despacio a la superficie. Se
sorprendió cuando abrió los ojos y encontró un bosque en
penumbras; Rehin se había llevado su luz y la luna había quedado a
solas.
Respiró con profundidad, caminó y nadó al mismo tiempo hasta la
orilla. Se sentó para recuperar el aire y descansar las piernas. Su
corazón todavía estaba acelerado. El temor comenzaba a irse de su
cuerpo en forma de vibraciones.
Se frotó el rostro para retirar el agua, lo alzó, deslizó la mirada
hasta él. Estaba allí. Tenía las manos en los bolsillos y un semblante
que prometía paz. Buscó con cautela e inquietud algún rastro de
enfado o ira, pero solo vio cansancio en la luz vaga de sus ojos.
Resignación. Tregua.
Aliviada, suspiró y miró su propio cuerpo. Se había empapado de
la cabeza a los pies y el aire frío congelaba su ropa. Se incorporó
con dificultad, cansada como si hubiera corrido durante horas
enteras, y comenzó a desatar los lazos de su camisa. Con
movimientos lentos, Vastak se giró.
Alzó los ojos para mirarlo antes de desnudarse de la cintura para
arriba.
–A mí no me importa –dijo, en voz baja, mientras escurría la tela.
El agua se desprendió y el sonido correspondiente se mezcló con el
estruendo que hacía el arroyo.
Miró el trapecio invertido, blanco, que era su espalda. Por detrás
de su camisa, los músculos estaban tensos.
Despacio, como si los miembros de su cuerpo estuvieran tan
llenos de dudas que resultaban pesados, se giró otra vez. Dafya
evitó el contacto visual para no ponerlo incómodo; se desprendió de
la espada y luego del pantalón, fingiendo que sus últimas palabras
eran verdad. Que no le importaba. Que el cosquilleo en la piel era a
causa del frío.
Desnuda, escurrió y sacudió ambas prendas. Las colgó en su
hombro mientras se desprendía de las botas y volcaba el agua que
habían acumulado. No pudo evitar buscar sus ojos antes de vestirse
otra vez y los encontró clavados en el suelo, opacos, perdidos en
algún sitio más allá de la tierra. No la miraba.
Cuando terminó de enlazar los hilos de la camisa húmeda y de
atar el arma a su cinturón, tiritando de frío, se frotó los brazos.
Aquietó el viento para no congelarse, pero el aire no se calentó por
el simple hecho de estar quieto.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó, alzando los ojos hacia ella.
Dafya se encogió de hombros y escondió el frío, el miedo, la
angustia. O lo intentó, al menos, pero ¿qué podía esconderle a una
nube que era capaz de entrar en su cabeza?
–Supongo que esperar a que se seque la ropa.
–¿Y si revisan el campamento? –dijo, mirándola con seriedad.
Volvió a encogerse de hombros.
–¿Y si me ven empapada?
¿Y si Rehin ya me ha visto? ¿Y si está esperando a que regrese
para…? Tal vez la mejor opción fuera no regresar. Sacudió la
cabeza para deshacerse de la idea y escurrió su cabello mientras
pensaba. ¿Debía esperar? ¿Debía volver? Las preguntas se
volvieron un nudo y cayeron, como una piedra, en el estómago.
Cuando volvió a mirarlo, encontró un semblante tenso y
ligeramente contraído. La observaba sin saber qué hacer, como si lo
acosaran las mismas preguntas. Dafya suavizó su rostro a modo de
consuelo y fingió que todo estaba bien. Incluso forzó una sonrisa
(triste, pero sonrisa en fin).
Se acercó unos pasos hacia él, mientras el agua todavía goteaba
por su rostro y los mechones se empeñaban en adherirse a sus
mejillas. Lo miró a los ojos y, sin palabras, se disculpó. Luego apartó
la mirada y su rostro se llenó de dudas. La incomodidad tensa entre
los dos no desaparecería hasta que el tema se volviera real.
–Vastak… –dijo, en un murmullo, mirándose las botas para
esconder las contradicciones que le ensombrecían el rostro. Lo
sintió tensarse–. No preguntaré si no quieres.
No deseaba incomodarlo ni obligarlo a hablar… Sobre todas las
cosas, no quería herirlo.
El silencio duró casi un minuto, denso y lleno de dudas. Dafya se
atrevió a alzar el rostro, pero detuvo la mirada en su camisa. Se
mordió los labios. Esperó.
–Pregunta –dijo, con un hilo de voz ronca.
El alivio le duró solo un instante y luego murió aplastado por la
inseguridad. Las imágenes regresaron a ella. La habitación, la
cama, la reina. Todo. Se esforzó para espantarlas y juntó fuerzas; lo
miró a los ojos. La mirada expectante, entre el recelo y la
resignación, se le clavó en el rostro. Pero también, de una forma
distinta, se le clavó en el pecho.
–No fue la primera vez –dijo ella, con un tono que confirmaba.
Vastak dejó salir una sonrisa rígida.
–Esa no es una pregunta –dijo. Pero los ojos parpadearon
despacio y la mirada concedió.
Dafya tenía miedo de preguntar. Cuanto más perdía los ojos en
los suyos, más retumbaba el miedo en su corazón.
–¿Y cuándo empezó… empezaron a…?
Vastak desvió los ojos, miró por encima de ella hacia las sombras
de los árboles.
–No sé –dijo, con la voz un poco más fría–. Hace muchos años.
Muchos años.
La respuesta cayó como un balde de agua helada sobre el miedo
y lo convirtió en otra cosa. Enfado. Desconcierto.
Hace muchos años…
Volvió a mirarse las botas para esconder el rostro y también lo
que pensaba, porque ¿qué podía decir? Había visto su mirada fija
en el techo, el semblante endurecido, la resignación. Había visto la
vergüenza en sus ojos. Sabía que él no lo disfrutaba, que no
quería.
Hace muchos años…
Había una palabra para ese tipo de cosas: abuso.
–Vastak…
–Nunca me ha lastimado –dijo, cerrando los ojos y anticipándose
a la conversación–. Lo disfruta. Y a mí no me molesta.
La joven sintió que se le revolvía el estómago y que algo le
oprimía el pecho, pero no quiso repetir la escena ni volver a
escuchar esas palabras: <<Solo porque te metiste un par de veces
en mi vida, ¿sabes algo sobre mí?>>. El silencio del bosque los
rodeó durante un rato. El viento no sopló.
–Creo que deberías regresar –dijo él.
Dafya lo observó y encontró la mirada de siempre, la expresión
tranquila, los ojos apagados. Todo había vuelto a la normalidad, la
tensión se había desvanecido. Pero aun así… Suspiró y asintió con
la cabeza. Se mantuvo en su lugar por un instante, sin moverse.
Perdió la mirada en el arroyo y sintió que su cuerpo pesaba más.
Cargaba con piedras que no eran suyas, ¿por qué? Cerró los ojos,
incómoda con sus propios pensamientos. Mientras los abría de
nuevo, le dedicó una sonrisa fantasma.
–¿Crees que Rehin me arrancará los brazos él mismo? –
preguntó, cambiando de tema para disipar el eco de las palabras.
Vastak correspondió a su sonrisa con una más leve.
–Querrá intentarlo –dijo–. Luego te consolará y te dirá que todo es
por tu bien.
Dafya ensanchó la sonrisa y escondió, detrás, su preocupación.
Su miedo. Sus inseguridades. Si la mataban al regresar, al menos
no estaría sola. El pensamiento cruzó su mente y la alivió.
Pero entonces escuchó ruidos en el bosque y la conversación
dejó de ser divertida y el alivio se partió en dos y su corazón dio un
salto. Incapaz de respirar, miró la profundidad de las sombras y
buscó, a lo lejos, lo que fuera que se movía y hacía ruido. Dio un
paso atrás para ver mejor. Su pie intentó asentarse sobre una roca,
su tobillo se dobló de una forma extraña.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, incapaz de
apartar los ojos de las sombras, perdió el equilibrio. Su cuerpo se
inclinó hacia atrás. Y, en un parpadeo, una mano en la espalda la
sostuvo.
Un brazo rodeó instintivamente su cintura y le impidió caer. Se
dejó enderezar, con la atención todavía en los árboles, y luego lo
miró. Lo primero que notó fue que estaba demasiado cerca. Lo
segundo, que su brazo era maravillosamente cálido. Lo tercero, que
tenía los ojos desorbitados y los músculos muy tensos como si
estuviera… sorprendido.
Se quedó sin aire, se paralizó y sus pupilas se dilataron.
Entreabrió la boca, confundida y desconcertada, mientras la mano
se aferraba a ella con más fuerza como si quisiera asegurarse de
que era verdad. De que podía tocarla.
Porque podía tocarla.
Matar o morir

Dafya sintió que el corazón se le salía del pecho. La mano la


sujetó con más suavidad, los ojos negros se clavaron en ella como
si la vieran por primera vez, el ceño se tensó y comenzó a fruncirse.
Los dos se endurecieron, a la espera, porque sabían lo que
estaba a punto de pasar, lo que tenía que pasar. Si lo retrasaban era
porque, por primera vez, podían sentirse y mirarse como si
estuvieran realmente juntos. Por última vez, podían tocarse.
Lo sintió todo con demasiada claridad. Los músculos del brazo
rodeando su cintura, la mano aferrándose a su cuerpo, los dedos
hundiéndose en su piel. La sensación de que en verdad… estaba
allí.
Dafya deseó con todas sus fuerzas que no lo estuviera.
Expectante, le sostuvo la mirada. Él también tenía la boca abierta,
pero los ojos negros estaban entornados y perdidos. Pasaban
demasiados pensamientos por esas dos sombras y la luz de la luna
no llegaba a hacerlas brillar.
Dafya comprendió de todos modos. Tensó el cuerpo y la
mandíbula, y siguió deseando que desapareciera. Que el vínculo,
por primera vez, la escuchara. Que la suerte, siquiera por un
instante, estuviera de su lado.
Pero Vastak no desapareció. Comenzó a bajar los ojos. Los
deslizó despacio. Nariz, boca. Mentón, cuello. Su ceño se fruncía
cada vez más a medida que continuaba, como si algo de lo que
estaba viendo le doliera en algún sitio. Pecho, abdomen. La joven
sintió su respiración, esperó, entornó los ojos. Tensó el cuerpo.
Espada.
Reaccionó tarde. No habría podido hacerlo antes, no habría
querido. Vastak arrancó la empuñadura de su funda en apenas un
segundo y el silencio se quebró. La quietud del bosque se hizo
pedazos. El viento arrastró las hojas de los árboles y corrió hasta él,
lo cegó, lo obligó a cortar el aire, a ciegas, y a ella le permitió pensar
mientras esquivaba.
No podía huir. El vínculo no se lo permitía. Se mordió el labio
inferior hasta hacerlo sangrar y descargó su furia en el viento. Se
abalanzó sobre él de espaldas y, con un golpe del codo y mucha
ayuda del aire, lo desarmó. El metal chocó varias veces con el suelo
mientras las ráfagas lo hacían rodar y lo alejaban.
Vastak entreabrió los ojos a pesar de la tierra y la sujetó contra sí
antes de que pudiera escapar. Sintió el calor de su cuerpo en la
espalda. Los brazos la rodearon con fuerza y, aunque se sacudió, la
sostuvieron como cadenas de hierro (pero más suaves, más
cálidos). El viento azotó otra vez, pero poco a poco empezó a
calmarse.
Aunque apenas podía verlo de reojo, intuyó su sonrisa tensa.
Incómoda.
–Prometiste que no harías eso –susurró, y Dafya sintió el roce de
su mandíbula.
Lo había prometido. Pero ¿qué podía hacer cuando el corazón
latía tan de prisa que no la dejaba pensar? Reprimió su impulso, así
como sus emociones, y permitió que las cosas se asentaran. El aire
dejó de correr de un lado al otro, el bosque se calmó.
Cerró los ojos y lo sintió con más intensidad; en su espalda, en su
mente. Ni un solo momento dejó de preguntarse quién moriría esa
noche mientras la respiración cálida y viva le rozaba la oreja y la
obligaba a estremecerse.
Dafya no podía morir.
Cuando él la soltó y se volteó para buscar la espada, la joven hizo
todo lo posible por impedírselo. Lo sujetó por detrás, Vastak se
revolvió para soltarse. Se colocó frente a él, lo empujó, asestó un
codazo en su estómago y no pudo evitar alejar la espada con ayuda
del viento. Recibió otra sonrisa amarga como respuesta.
<<Tramposa>>, acusó la voz en su mente. La empujó a un lado y
Dafya perdió el equilibrio, pero se aferró a su brazo con todas sus
fuerzas. Tiró de él y lo mordió mientras caía. Vastak cayó con ella,
mascullando algún insulto, y rodaron por el suelo en tanto el aire se
esforzaba por quedarse tranquilo y no lo conseguía. Hojas muertas
se arrastraron por la tierra.
Vastak aterrizó sobre ella e intentó incorporarse, pero Dafya lo
sujetó de la camisa y lo atrajo hacia sí de nuevo. El cuerpo la
aplastó y la dejó sin aire. Deseó que se quedara quieto. Que se
quedara así. Que dejara de intentar matarla.
Pero no lo hizo.
La joven se permitió hacer trampa una última vez, en medio de la
angustia y la impotencia, y dejó que el viento arrastrara la espada al
arroyo. Él se giró para verla chocar con las rocas y desaparecer
corriente abajo. Todavía sobre ella, sosteniéndose con los brazos en
tensión, le dedicó una mirada tan oscura que le habría robado el aire
al soldado más valiente. Los ojos la atravesaban, acusaban,
envueltos en una tormenta de conflicto.
Una mano firme se cerró en torno a su cuello, despacio. Con
suavidad. Estaba áspera por la tierra, pero tan caliente que el
cuerpo de la muchacha se estremeció. Colocó su propia mano
encima, lo miró con ojos grandes. Apretó, como si quisiera
convencerlo. Casi una súplica. La mirada llena de miedo.
–No –dijo. Sacudió la cabeza para acompañar sus palabras.
Intentó incorporarse, pero la mano en su cuello la empujó otra vez y
su cabeza cayó con un golpe sordo–. Lo prometiste.
Se aferró a sus dedos para enfatizar las palabras, en un instinto,
como quien se aferra a la vida. La oscuridad de sus ojos se volvió
brillante. Un brillo filoso que los hería a ambos, que se parecía al
destello del metal pero también al de las lágrimas.
–Tú también –murmuró.
Dafya negó con la cabeza, más de una vez, mientras él tensaba el
rostro. Buscó palabras, pero no las encontró. Lo sujetó de la camisa,
lo atrajo hacia sí para mirarlo más de cerca. Vio llamas en sus ojos.
Vio miedo, también.
–Lo siento. Por favor… –dijo, con un hilo de voz que le dio
vergüenza–. Dijiste que no lo harías.
–Dije que no confiaras en mí –susurró.
La oscuridad se había esfumado de su rostro y había dejado un
gesto adolorido. Vastak luchaba contra sus propias contradicciones
mientras la observaba. Por un rato de tensión y silencio, mantuvo la
mano inmóvil. Dafya pensó en él, por un instante. Se olvidó de sus
miedos, olvidó que era su enemigo y se puso en la piel del joven
que había llegado a conocer casi tanto como se conocía a sí
misma.
No la quemaría. La certeza llegó junto con un dolor extraño,
lágrimas y una resolución inesperada. Si alguien tiene que matar, no
quiero ser yo.
Volvió a negar con la cabeza, cerró los ojos y se aferró a su mano.
–Ahórcame –dijo–. No me quemes. Por favor.
No hubo respuesta y, por un instante, nadie se movió. Luego, los
dedos inseguros le rozaron la garganta con la suavidad de una
caricia. El índice subió, el pulgar se deslizó hacia abajo. Su mano
estaba tensa y llena de dudas. Se movía con tanta delicadeza que la
joven solo sentía un cosquilleo caliente.
Esperó. Imaginó la fuerza, la presión en la tráquea, la sensación
de que el aire no podía entrar en sus pulmones. El miedo estuvo a
punto de disuadirla. Podía hacer trampa. Podía matarlo.
Pero no quería matar. La mano en su cuello, a pesar de todo, fue
quien se lo recordó. La calidez que le aseguraba que él estaba allí,
que era de verdad, que esos eran sus dedos y su piel. Todo lo que
había visto era real. Lo que sabía de él, también era real. No quería
matarlo.
Pero la mano no terminó de cerrarse, no hizo fuerza, y el calor
desapareció. Después de unos segundos de silencio, Dafya abrió
los ojos. Encontró una mirada que parecía estudiarla. Una mirada
más tranquila, triste, que estaba llena de cansancio. No era la
mirada de un asesino. Él tampoco quería matar. No esa noche, al
menos. No a ella.
–¿Dafya?
La voz de Erediel los sobresaltó a los dos y, cuando la joven
siguió el impulso de erguirse para mirar a la princesa, el peso sobre
su cuerpo desapareció. Él desapareció. Abrió los ojos, lo buscó con
una desesperación aturdida, pero ya no estaba. El bosque parecía
desierto. Y demasiado frío.
–¿Lo viste? –preguntó, ansiosa, angustiada, sintiendo un vacío en
el pecho que no sabía explicar. No podía irse así, desaparecer,
evaporarse después de…
–¿A quién? –dijo Erediel, frunciendo el ceño con preocupación.
Negó con la cabeza, se acercó para arrodillarse y mirarla a los
ojos–. Tenemos que hablar, Dafya.
La mirada gris brillaba con lágrimas bajo la luz de la luna. La joven
sintió que el vacío le pinchaba los ojos, le enfriaba el cuerpo y la
llenaba de temor. Se abalanzó sobre la princesa y le robó un abrazo.
Sintió que lo necesitaba. Más que cualquier otra cosa en el mundo.
–Está bien –dijo, con un hilo de voz, mientras Erediel combatía su
torpeza y devolvía el abrazo.

Esa noche, mientras Dafya se abría a la princesa, Vastak se dejó


caer en su cama y clavó los ojos en el techo. No pudo dormir. No
quiso dormir, tampoco, porque su cuerpo continuaba vibrando y su
mente estaba llena de ideas. Las imágenes, las sensaciones. No se
iban, aunque las arrancara. Aunque tirara de ellas y apretara los
dientes y cerrara los ojos, seguían clavadas como estacas en la
tierra.
En toda la noche no hizo más que mirar el techo y repetirlas. El
sudor en la piel, el cabello negro mezclado con las sombras, los ojos
cerrados, las palabras que lo habían roto por dentro.
<<Ahórcame>>. La súplica en la mirada de caoba, la boca
entreabierta, la boca cerrada, los labios formando una línea de
miedo. La mano sobre la suya, aferrándose para suplicar, luego para
buscar calor, para morir.
Sintió demasiadas cosas esa noche. Una emoción reemplazó a
las otras, algunas se mezclaron y, para cuando salió el sol, la guerra
de sentimientos se había convertido en una masacre confusa.
Rencor, vergüenza, dolor, culpa y muchas cosas que no
comprendía.
No quería lastimarla. Quería verla. Quería tocarla otra vez.
No entendía nada de lo que pasaba por su mente, no era capaz
de razonar ideas que se le escapaban y sentimientos no tenían
sentido. La angustia se volvió rabia y la rabia se volvió angustia y el
sueño no tuvo la piedad de borrar sus pensamientos y calmarlo.
Tenía que tomar una decisión.
Pero el calor ajeno aún vibraba en su mano con demasiada
fuerza.
A solas

No había agua suficiente en todo el bosque para reponer el


líquido que sudaban bajo el rayo del sol. Habían marchado casi toda
la mañana. El amanecer los había envuelto en brisas frescas,
agradables, y luego las horas se habían encargado de convertir el
aire en un horno húmedo.
–¿Creen que los soldados blancos esperarán a que ustedes se
limpien el sudor? ¡Estarán muertos en menos de un segundo si
parpadean!
Y la luz del mediodía los encontró entrenando. Las pieles ardían y
las ropas estaban empapadas. El capitán se movía despacio entre
ellos, corregía sus posturas y sudaba solo lo mínimo indispensable.
Dafya no tenía lugar en su mente para odiar, pero de vez en cuando
sentía deseos de darle un golpe.
–Son un montón de niños mimados. De todos los que están aquí
quejándose del calor, sobrevivirán tres o cuatro si tenemos suerte.
¡Así que, si quieren ser esos tres suertudos, muévanse!
Eran los mismos movimientos, una y otra vez. Blandir, cortar,
retraer, pinchar, bloquear, empujar y todo eso de nuevo, y de nuevo,
bajo el sol que parecía reírse mientras incendiaba el bosque con sus
rayos. Las copas de los árboles no llegaban a impedirle entrar,
porque había cada vez menos cuanto más avanzaban hacia el reino
blanco.
Dafya intentaba ignorar la piel que ardía y el sudor que le
empapaba la ropa; repetía los movimientos con exactitud. Los había
practicado tanto que eran parte de ella, tan naturales como aplaudir
o cruzar los brazos. Su espada sin filo, opaca y vieja, no reflejaba la
luz y no la obligaba, como las otras, a entornar los ojos.
Cada tanto, le parecía ver un movimiento entre la vegetación del
bosque y se sobresaltaba. Llevaba días sobresaltándose,
ignorándolo, evitando hablar con él. No quería hablarle. Ni
escucharlo, sobre todo, porque tenía miedo de lo que pudiera decir.
De lo que pudiera hacer.
Se había pegado a Erediel, que ahora sabía todo, y a su grupo.
Había dejado de entrenar por sí misma y había evitado, bajo todas
circunstancias, quedarse sola. Pero no podía hacerlo para siempre.
Ezox se detuvo, a pocos pasos de ella, para respirar. Aunque
todavía no alcanzaba el estado físico que se les exigía, su cuerpo
había comenzado a transformarse. Seguía teniendo la contextura de
un muchacho, pero los brazos habían aumentado su grosor y la
espalda se había fortificado después de tanto entrenamiento y,
sobre todo, tantos golpes.
El capitán estaba en el otro extremo de la fila y no lo vio. Dafya le
dedicó una mirada rápida a Erediel, con el ceño fruncido, pero la
princesa estaba demasiado lejos como para darle un empujón y
obligarlo a continuar.
No era el único que se había detenido. Los rostros de los
soldados eran cuadros de desesperación y agobio. Dafya miró a su
alrededor e hizo correr el viento, pero el aire estaba demasiado
caliente como para aliviar a nadie. Cerró los ojos, se detuvo y se
esforzó por buscar ríos, lagos, nubes, cualquier sitio desde el que
pudiera atraer ráfagas más frías.
El viento corrió tan rápido por encima de los árboles que un
pequeño remolino se formó sobre ellos. Cuando cayó, lo hizo sin
disimular. Revolvió los cabellos transpirados, enfrió los cuerpos y
arrancó bocanadas de alivio. Arrancó lágrimas de risa, incluso,
mientras los soldados recuperaban sus posturas y continuaban
practicando.
Dafya sintió las miradas y las sonrisas y las ignoró. Pero no tenía
sentido fingir. No era la primera vez que ventilaba el campamento en
los días de calor y sus ráfagas siempre eran desordenadas y
aleatorias, torpes, evidentes.
–Gracias a Hwiro por el viento –murmuró Beffen, en un
eufemismo irónico que arrancó sonrisas.
No a todos, sin embargo. Dafya apartó los ojos cuando encontró
los del capitán, tan helados que también podían refrescar el
campamento. Fingió que estaba concentrada en entrenar y continuó
moviéndose, incluso mientras el hombre se acercaba a ella. No de
nuevo, pensó, apretando los dientes.
El capitán se detuvo a un paso de distancia para observarla.
Aunque la joven lo ignoró, supo dónde se estaban clavando sus
ojos.
–¿Y tu espada? –preguntó, con una mirada suspicaz y la sonrisa
de quien sabe que tiene todas las cartas para ganar la partida.
Dafya detuvo sus movimientos, se puso en posición e inclinó la
cabeza a modo de saludo. Y aprovechó todo ese tiempo para
pensar. ¿Qué decirle? No encontró mentiras que no fueran absurdas
ni excusas que pudieran salvarla, así que apretó los dientes y se
resignó.
–La perdí, señor.
El capitán alzó las cejas, fingiendo un enfado que no sentía. Poco
a poco, los demás también se detuvieron hasta que las ráfagas
pasaron a ser el único sonido del bosque.
–¿La perdiste?
Los soldados se miraron entre sí, la tensión creció mientras el
capitán no se molestaba en ocultar una sonrisa. Le pidió a la joven
que entregara el arma sin filo, alzó la empuñadura y miró la hoja
bajo la luz del sol. El viento, que chocaba con el metal y lo
desestabilizaba, pareció irritarlo.
–Cuando llegue la batalla, entonces, lucharás con esta cosa.
La blandió con habilidad, hizo un movimiento rápido y, para
remarcar sus palabras, estrelló el filo inexistente contra el costado
de la joven. Los demás se removieron, pero Dafya soportó el golpe
sin perder el equilibrio. Aunque el dolor se expandió por todo su
cuerpo y la obligó a tensarse para no gruñir, no hubo una sola gota
de sangre en su camisa.
El capitán le devolvió la espada y ella la tomó, con los ojos
todavía fijos en el suelo.
–¿Crees que las armas son tuyas para perderlas? –dijo,
arrastrando las palabras desde el centro de la irritación–. ¡Son las
armas del rey! ¡La corona no las paga para que las pierdas, sino
para que mates a unas cuantas bestias blancas!
Dafya agachó más la cabeza a modo de disculpa, pero no
respondió. Si ese imbécil supiera cómo la había perdido, cerraría la
boca. Y, bueno, después la mandaría a matar.
–Te quedarás aquí durante el almuerzo –dijo, mientras hacía una
señal a los demás para que deshicieran las posiciones. De
espaldas, no podía saber que el grupo ya se había desarmado–. No
te moverás del sol un solo segundo y seguirás practicando con esta
porquería. Cuando vuelva, quiero ver que hayas sudado de verdad.
Dafya sintió que una alarma en su pecho se disparaba. Intentó no
pensar en él para no llamarlo, pero la idea de quedarse sola en el
bosque la arrastraba hacia Vastak. Abrió la boca para pedir perdón y
se mordió la lengua. No serviría de nada.
–¿Qué? –dijo, irritado y satisfecho–. ¿Algo que decir?
Mantuvo la cabeza gacha, los dientes apretados y los labios
mudos. No respondió. Tenía tantos deseos de insultarlo que habría
sido peligroso abrir la boca.
–Por eso odio a los vaxers –dijo, con desprecio en la voz–. Se
creen gran cosa hasta que terminan muertos.
Se giró para irse e hizo una seña a los demás, pero las miradas
que lo enfrentaron eran reticentes.
–Señor –dijo Erediel, clavando los ojos grises en él con una
autoridad que solo ellos tres comprendían–. ¿No proveen, los reyes,
espadas de sobra para situaciones así?
Al hombre no le gustó nada que le discutieran. Miró al grupo, uno
por uno, como si grabara sus rostros con una expresión que
prometía revancha. Luego esbozó una sonrisa tensa.
–Deje que practique en la sombra, por lo menos –dijo Tien.
La sonrisa del capitán se convirtió en una mueca.
–Si alguien vuelve a hablar para decir una estupidez –masculló
despacio, entornando los ojos–. Esta muchacha va a pasar la noche
entera haciendo sentadillas.
Dafya suspiró y, con los ojos todavía clavados en el suelo, hizo
correr una ráfaga tranquila. <<Vayan>>, parecía murmurar el viento.
Los soldados obedecieron, aunque no quedó muy claro a quién, y
Erediel fue la última en voltearse para mirarla. Había preocupación
en sus ojos. Dafya le sonrió y negó con la cabeza, en un gesto que
decía <<estoy bien>> y, al mismo tiempo, <<no está aquí>>. La
princesa parpadeó, se volteó hacia los demás y todo el grupo se
perdió entre los árboles hacia el campamento.
Dafya acalló el sonido del hambre, miró a su alrededor (vacío) y
suspiró antes de volver a practicar. Soportó el calor los primeros
minutos, pero, ni bien se distrajo, empezó a llamar al viento de
forma instintiva.
El aire la envolvió, acompañó sus estocadas y calmó el calor
espantoso que bajaba del cielo. Sin dejar de moverse de forma
automática, se preguntó si podía hacer algo sobre el clima. Empujar
las nubes desde alguna parte para que cubrieran el sol. Intentó
concentrarse, pero la sensación de estar en tantos lugares al mismo
tiempo la descompensaba. Era mucho para abarcar y el viento
necesitaba demasiada fuerza para mover las nubes.
–Podrías hacerlo si te permitieran entrenar.
Dio un salto, asustada, y miró a su alrededor. Vastak se cruzó de
brazos, entre dos troncos, y los ojos oscuros la observaron con
reproche. Llevaba días intentando hablar con ella y Dafya,
ignorándolo.
Apartó los ojos, mientras el corazón se quejaba del susto, y sujetó
la espada con firmeza. En la misma posición, continuó practicando
como si no pudiera oírlo. No sabía qué más hacer. La última
conversación había terminado con forcejeos, empujones y súplicas
que todavía la avergonzaban.
Su código moral era muy extraño, pero existía; no intentaría
matarla antes de hablar con ella. Por eso Dafya no quería hablar
con él. La situación no podía postergarse para siempre, pero sí un
día más. Solo un día más. Por favor. Entornó los ojos, deseó que
desapareciera y siguió practicando.
–Dafya –dijo, y su tono de voz se correspondió con la mirada de
reproche.
Descruzó los brazos, la rodeó para mirarla de frente mientras ella
continuaba fingiendo que no lo veía. Blandir, cortar, retraer, pinchar,
bloquear, empujar, retraer. Se enderezó, repitió los movimientos.
Sus ojos estaban tan fijos en la tierra que comenzaron a arder.
Suspiró, se giró para evitarlo y practicó contra un tronco.
Pero Vastak volvió a colocarse en su radio de visión, impaciente.
Colocó una mano en el árbol, se apoyó para inclinarse hacia ella.
–¿Podemos hablar? –dijo, entre dientes.
Los crujidos de la espada contra la corteza se hicieron más
estruendosos. Eso fue lo único que llenó el silencio, porque las
ráfagas habían desaparecido. La joven tensó los labios en una línea
y descargó su ansiedad en la madera.
–Aunque me ignores, el vínculo no se irá a ninguna parte –dijo,
molesto, buscando los ojos que lo rehuían. Suspiró–. No puedo
decir lo mismo de mi paciencia.
La espada golpeó la corteza con brusquedad. Dafya no quería
pensar en nada. No quería abrirse a él, porque para eso primero
debía abrirse a sí misma y eso le daba más miedo que la muerte.
Estaba ocultándose demasiado. Estaba reprimiendo tantas cosas
que separar los labios podía hacer que su mente se desplomara
como un castillo de naipes.
–¿Qué crees que pasará si hablamos? –preguntó, cada vez más
furioso, mientras clavaba los dedos en la corteza e inclinaba el
cuerpo para perseguir la mirada escurridiza–. Si pudiera matarte con
palabras, no estarías aquí.
Blandió la espada con tanta fuerza que el metal se incrustó en el
árbol y el sonido de la hoja contra la madera vibró en el fondo de su
pecho. Se mordió los labios e hizo fuerza para desincrustarla,
mientras él entornaba los ojos con un gesto de impotencia y
apretaba los dientes.
–¡Dafya!
La mano golpeó la corteza para acompañar la exclamación. La
madera soltó un siseo, el siseo se volvió humo.
Y el árbol comenzó a arder.
Dafya alzó los ojos y la llama brilló en ellos. Se metió en sus
pupilas. Llegó hasta el fondo de su cabeza y encendió la luz.
Se quedó sin aire cuando los recuerdos la golpearon.
Memoria

–¡Dafya!
La voz llegó desde lejos, las llamas habían desaparecido.
Quedaba su cuerpo para escuchar, pero su mente se perdió en otro
lado. Sentía el bosque, el viento, a él, pero las imágenes que veía
estaban más allá del mundo. Eran recuerdos.
Uno tras otro, como flechas en el cráneo, imposibles de procesar
a la vez. Fue una larga historia que su mente contó de manera
desordenada, brusca, implacable, como si se dijera a sí misma:
<<mi nombre es Dafya y vengo de un lugar lejano>>. En pocos
segundos. Porque la memoria es la narradora más veloz y no
necesita orden ni lenguaje; se expande como luz y lo abarca todo.
Se vio a sí misma jugando con los pastizales y corriendo con las
ráfagas de viento. No vio su rostro, pero escuchó el sonido de su
risa y percibió la felicidad en los dientes. Había sido una niña
pequeña, una vez, había nacido para correr con el viento. Vio a su
papá alzándola en brazos, lo vio sosteniendo a su hermana, lo vio
muriendo de hambre.
Vivience, su hermana menor. El cabello rubio de su abuela
muerta, las manitos, el llanto fácil. La recordó con tanta nitidez como
si la hubiera visto el día anterior. Con cinco años, con diez, con
quince. Las discusiones, las luchas por juguetes o comida, pero
también la sonrisa cuando Dafya hacía bailar el viento para ella.
Vio la casa en el campo. La aldea. Las calles enfangadas, el
mercado, el viento… Su madre la había golpeado por manipular el
aire frente a los demás. La había golpeado muy fuerte. Y ella, como
respuesta, había hecho un berrinche de ráfagas.
Poco después, los golpes en la puerta. Los recordó y volvió a
sentirlos en el pecho como si el corazón fuera el responsable de las
memorias. Las botas habían dejado huellas de barro. El estandarte,
la violencia, el fuego.
Apenas escuchó la voz de Vastak mientras la escena se repetía
en su cabeza, mientras sus ojos se abrían y solo el miedo (el horror)
le impedía retroceder. No lo vio, porque sus ojos estaban
desconectados de su mente. No sintió el aire que se arremolinaba
de formas imposibles. Se sumergió en el pasado hasta olvidar el
presente por completo.
Los habían invitado a entrar. A los soldados, los sargentos, lo que
fueran aquellas diez personas que se sentaron en la sala mientras
Vivience les servía agua a todos. Habían ofrecido un trato para
reclutarla, habían sido tan amables que la joven había llegado a
creer que podía decir que no.
<<Un vaxer que no lucha para nuestro ejército, es un vaxer que
puede luchar para el enemigo>>.
Les había pedido por favor que no las lastimaran, pero su madre
se había negado a dejarla ir. <<La guerra ya mató a mi marido de
hambre>>. Las palabras resonaron en su mente y, aunque las
imágenes se desordenaban y superponían, las voces sonaban como
estruendos claros. <<No dejaré que también mate a mi hija>>.
La habían arrastrado, con sus botas y sus estandartes rojos,
mientras echaban fuego a todo lo que no podían llevarse. A la casa
entera.
–Dafya…
Los recuerdos se mezclaron con la realidad, la silueta que estaba
frente a ella se mezcló con el fuego y con los hombres que la
arrastraban. Su voz se ahogó bajo los gritos de su familia. Dio un
paso atrás, temblando, y, cuando su espalda impactó con un tronco,
se sobresaltó. El viento sacudió las hojas de los árboles y sus ojos
confundidos vieron un bosque en llamas. La rabia se mezcló con el
terror, todo lo que había estado conteniendo estalló en pedazos y le
robó el juicio. Se aferró al tronco.
Lo vio avanzar, pero no lo reconoció ni pudo entender su mirada o
sus manos en alto; solo vio un hombre que se acercaba a ella. Y
fuego y soldados y una casa ardiendo.
Les arrebató el aire a los soldados (a él también) y corrió hacia la
cabaña en llamas (al menos, en sus recuerdos). Se metió entre
ellas, las esquivó, las ahogó como podía y buscó la fuente de los
gritos. Pero era tarde. Toda la casa olía a piel quemada. Vivience
yacía en el suelo, hecha una columna de carbón, y su madre aún
ardía.
Recordó el pánico, pero, sobre todo, recordó cómo se le había
desgarrado el pecho. Volvió a sentir una piedra filosa en la garganta,
una máquina de torturas en el corazón y los ojos llenos de lágrimas
que no caían. Los soldados entraron y volvieron a arrastrarla
mientras ella intentaba resistirse, con la mirada clavada en el cuerpo
que había dejado de soltar gritos y se deshacía.
–Dafya…
La voz ronca la arrastró hacia la realidad, pero no del todo. Vio
otra vez, pero su mente se negó a procesar lo que veía. El bosque,
el viento. El cuerpo que cayó de rodillas.
Vastak se inclinó, se aferró a su pierna mientras se asfixiaba.
Intentó reconocerlo, intentó recordarlo... Pero vio fuego cuando lo
miró a los ojos, pensó en fuego, y el pánico congeló su mente.
Incapaz de respirar, él se llevó una mano a la garganta; parecía
desorientado, tenía los ojos vidriosos y perdidos como si ya no
pudiera ver. Se aferró a ella, luchó por incorporarse a pesar de la
asfixia, la usó para trepar.
Dafya sintió su peso y se pegó más al tronco, temblando,
deseando desaparecer. Volvía a ser un animal lleno de instintos, sus
pensamientos eran torpes y sus recuerdos eran solo ideas aisladas.
Sabía… Sabía que ese hombre era como una gran llama oscura.
Que tenía el poder de derretirla, hacerla arder, matarla como habían
matado a su familia.
El pánico la llevó a asfixiarlo más, como si quitara el oxígeno del
fuego para apagarlo. Pero los dedos que rozaban su piel… No
quemaban. Ese hombre era una llama oscura que no quemaba.
¿Por qué? Si podía convertirla en fuego, ¿por qué…? En lugar de
quemar, solo se aferró a ella para incorporarse. Sin fuerzas. La
joven sintió todo su peso mientras él la aplastaba sin querer.
Mientras la abrazaba para no caerse.
<<Dafya>>.
La voz resonó en su cabeza mientras Vastak rodeaba su cintura
con una mano temblorosa y torpe. Enredó la otra en su cabello,
apoyó el mentón sobre su frente. La joven sintió el calor del cuerpo
que decía <<soy yo>> sin necesidad de palabras. Sintió el contacto
suave, a pesar de todo, que intentaba hacerla reaccionar. Que no
quemaba.
Porque esa llama oscura podía prenderla fuego. Podía matarla
para no morir y, sin embargo, no lo hacía. La abrazaba. Con menos
fuerzas a cada segundo, como un consuelo, como un mensaje,
como una manera de llegar hasta su mente y obligarla a
reconocerlo.
Después de todo, ya estaba en su mente. Una nube familiar se
impuso por encima del miedo y los recuerdos. Dafya inhaló con un
jadeo horrorizado y volvió en sí.
Lo rodeó con los brazos, asustada, mientras él respiraba una vez
más. Le fallaron las rodillas y ella se esforzó por sostenerlo. Lo
abrazó. Lo apretó contra sí, lo dejó apoyarse.
–Lo siento –dijo, mientras las lágrimas le pinchaban los ojos y
empezaban a caer. Le hablaba a Vastak, pero también a su familia.
Lo abrazó más fuerte, enterró los dedos en su espalda–. Lo siento.
Casi recuperado, él le acarició la cabeza y la atrajo hacia su
hombro. No dijo nada. Todavía respiraba con dificultad. Pero sí
correspondió a su abrazo con la misma fuerza. Su cuerpo estaba
tenso y endurecido, pero también caliente. Su suavidad y su calor le
hicieron compañía mientras lloraba.
Las lágrimas se convirtieron en sollozos y todo el bosque escuchó
rugir las ráfagas. Un rugido desgarrado, desgarrador, triste como
solo pueden sonar el viento y los sollozos. La mano en su cabello
siguió consolándola, el mentón en su coronilla la reconfortó, pero ni
una cosa ni la otra calmaron el dolor que le partía el pecho.
<<Mamá>>.
<<Vivience>>.
Las había olvidado. Había olvidado a su familia, su casa, todo lo
que había dejado atrás. No solo había sido responsable de sus
muertes, sino que también había sido tan egoísta que se había
olvidado de ellas. Las había matado otra vez, en su memoria.
<<Mamá>>.
<<Vivience>>.
Repitió esas palabras una y otra vez y cada una dolió un poco
más que la anterior, arrancó más lágrimas del pecho, como quien
arranca raíces llenas de sangre.
<<Mamá>>.
<<Vivience>>.
Les pidió perdón hasta que los ojos ardieron de tanto llorar.
Vastak no se apartó de su lado ni un momento.
El dolor, tampoco.
Continuará

Atravesó los árboles, mareada, con un dolor de cabeza que le


partía la mente en dos. Ni bien atisbó el campamento, la figura del
capitán cruzó sus pasos y la obligó a frenarse. Los ojos que se
clavaron en él estaban tan enrojecidos como helados. El hombre
dudó, frunció el ceño.
–No veo que hayas sudado mucho –dijo, a pesar de todo.
Dafya no respondió ni inclinó la cabeza. Lo esquivó, sin más.
Caminó hasta que el ejército se volvió visible, ignoró las amenazas
disparadas detrás de ella y miró los movimientos de los soldados
que se cruzaban, en desorden, y hacían cola para buscar comida.
Miró los estandartes rojos. Botas embarradas. Sonrisas, risas,
bromas, palmadas. Ruido, vida.
Miró a su grupo, disperso. Uno por uno, porque los reconocía a
todos, porque había aprendido cada nombre y conocía un poco de
cada personalidad. Con lágrimas en los ojos, ¿de dolor?, ¿de
rabia?, miró los mismos estandartes rojos. Las mismas botas, las
mismas sonrisas y, por detrás, escuchó los gritos de su madre.
Erediel se detuvo para mirarla, con sus ojos grises, las cejas
alzadas, su postura de princesa. Y los gritos de su madre se
volvieron más fuertes. Cuanto más clavaba los ojos en la muchacha,
más veía los cuerpos calcinados en nombre del rey, más olía la
muerte y más sentía el dolor que la destrozaba hasta convertirse en
odio.
La princesa dio un paso para acercarse, pero se detuvo. Viera lo
que viera en la mirada de la joven, se quedó en su sitio. Se miraron.
Y Dafya no dejó de escuchar, ni un solo segundo, los alaridos y el
fuego.
Las había olvidado.
No las olvidaría otra vez.

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