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Si quieres… sígueme 13.

Vida consagrada

Al comenzar nuestro retiro sacerdotal, tenemos que establecernos en las mis-


mas disposiciones que los Apóstoles al iniciar su retiro preparatorio para Pente-
costés. ¿Cuáles eran estas disposiciones? Tres principalmente.
1º Ante todo, grandes deseos de conocer íntimamente al Salvador. Es sig-
nificativo que durante este retiro San Pedro elija al sucesor de Judas. Y ¿qué re-
clama de él? Que sea un testigo de toda la vida de Nuestro Señor Jesucristo, des-
de el bautismo de Juan hasta la Pasión, y sobre todo de la Resurrección.
Ser testigos de Jesús: esto es, vivir en intimidad con El; conocerlo por fuera (obra) y
por dentro (lo que piensa, lo que quiere, lo que prefiere; cómo juzga las cosas, cuáles
son sus disposiciones interiores). Este es el conocimiento interior de Jesús que San
Ignacio nos hace pedir en los Ejercicios Espirituales.
2º Luego, unión profunda con la Santísima Virgen. Es digno de notar que
San Lucas resaltara la presencia de la Virgen en el Cenáculo. Y es que, así como
el Espíritu Santo bajó sobre Ella en la Anunciación, para formar de Ella a la
Cabeza, Jesucristo, así también debía bajar nueva vez sobre Ella en Pentecostés,
para formar de Ella al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia católica.
Mantenernos unidos a la Santísima Virgen: Ella es la mejor imitadora y la mejor
Maestra para aprender a conocer interiormente a Nuestro Señor Jesucristo, a amar-
lo con todo nuestro corazón, y a servirlo fielmente. Ya decía San Luis María que el
Espíritu Santo no se comunica a un alma sino en la medida en que ve formada en ella
a su queridísima Esposa; y por eso, el alma es fecunda espiritualmente sólo en la me-
dida en que se encuentra unida a María. Pedirle, pues, a Ella las luces sobre Jesús.
3º Finalmente, docilidad al Espíritu Santo. A El le fue encomendada espe-
cialmente la misión de dar a conocer a Nuestro Señor: «El me glorificará, porque
tomará de lo mío y os lo dará a conocer». Por eso nada le agrada tanto como ver
que un alma desea de veras conocer a Aquel a quien El debe manifestar, y se le
muestra dócil en acoger sus luces e inspiraciones.
Alimentar grandes deseos y gran confianza de entregarse a la acción santificadora
del Espíritu Santo. El será, en realidad, el gran predicador del retiro. Colocándonos
bajo su influencia, bajo las inspiraciones de su gracia, Jesucristo será formado en
nosotros un poco más. «Qui natus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine»: se dirá
Hojitas de Fe nº 506 –2– VIDA CONSAGRADA
de nosotros lo mismo que de Nuestro Señor: que hemos nacido para Jesucristo del
Espíritu Santo y de María Virgen.

1º Tema del retiro: el alma de Cristo.


¿Cuál será el tema del retiro? Una sola idea, un solo lema: Anima Christi,
sanctifica me! ¡Alma de Cristo, santifícame!
Ver, considerar, meditar en el alma santísima de Nuestro Señor Jesucristo.
Verla: • como santísima en sí misma y, por ende, como modelo supremo de todo
sacerdocio, de toda vida consagrada; • como santificadora, por la unión con ella
y con sus disposiciones interiores, de toda alma sacerdotal.
Consideremos, para entenderlo, que en Nuestro Señor Jesucristo hay realmen-
te dos naturalezas: • la divina, por la que es el Hijo de Dios, consustancial al Pa-
dre, igual en todo a El, Dios como El; • y la humana, constituida de cuerpo y alma,
por la que es el Hijo de María, el Hijo del Hombre, verdadero hombre como to-
dos nosotros. Unión de ambas naturalezas en la persona divina del Verbo, pero
sin confusión de las mismas, guardando cada una de ellas sus propiedades.
Dos puntualizaciones se imponen:
1º La primera, que por la unión hipostática, es la persona divina del Verbo la
que obra continuamente a través de su alma humana. Por eso, cuando hablemos
y meditemos sobre el alma de Nuestro Señor, no la imaginemos como si ella pen-
sara, dijera o quisiera cosas por sí misma: es el Verbo el que por ella piensa, obra,
ama, practica las virtudes, se ofrece a nosotros como modelo de virtudes.
2º La segunda, que Cristo realiza toda su obra de redención por su naturaleza
humana, la única que le permitía ser Mediador entre Dios y nosotros. Cristo es
Sacerdote, Mediador y Pontífice en cuanto hombre (pues en cuanto Dios no es in-
ferior en nada al Padre); y en su naturaleza humana lo que hemos de considerar
sobre todo es el alma, que es la parte más noble de nuestra naturaleza. Se puede
hacer una comparación entre el ser de Cristo y el Tabernáculo, que lo prefiguró:
• El atrio del Tabernáculo, donde estaba el altar de los holocaustos, era figura de su
cuerpo, que debía ser ofrecido en sacrificio expiatorio por nuestros pecados.
• El Santo del Tabernáculo, como intermediario entre Dios y los fieles, era figura del
alma de Cristo; razón por la cual contenía el candelero de siete brazos, el altar de los
perfumes y la mesa de los panes de la proposición, que eran utensilios eminentemen-
te mediadores, y por eso sólo los sacerdotes podían entran en dicho recinto.
• El Santísimo del Tabernáculo, donde estaba el Arca de la alianza, desde la que Dios
hablaba al pueblo como signo manifiesto de su presencia, y ante la cual sólo el sumo
sacerdote podía comparecer una vez al año, era figura de su divinidad.
Pues bien, así como del atrio se pasaba al Santo, y del Santo al Santísimo,
Dios ha querido que, partiendo de los misterios y acciones de la vida de Cristo,
realizados corporalmente, penetremos en su alma sacerdotal, y a través de esta
humanidad santísima, lleguemos a la unión con el Verbo.
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2º Dotes sobrenaturales del alma de Cristo.


El Salmo 44, en su primera parte, nos describe proféticamente el ornato ad-
mirable del alma de Cristo, por el que Cristo pasa a ser el más hermoso de los
hijos de los hombres, su Primogénito, su Cabeza:
«Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se ha derramado en tus
labios; por eso te bendijo Dios para siempre… Amaste la justicia y aborreciste la
iniquidad; por eso, oh Dios, tu Dios te ungió con óleo de alegría sobre todos tus com-
pañeros. Mirra, áloe y casia destilan tus vestidos, desde las casas de marfil».
1º El primer don sobrenatural que recibió el alma de Jesús fue la gracia de
unión hipostática, que hacía de ella el alma personal del Verbo, segunda Per-
sona de la Santísima Trinidad. Careció, pues, esta alma de personalidad humana,
encontrando toda la razón de su existencia, toda la fuente de su actividad, toda
la responsabilidad de sus actos, en la persona divina del Verbo.
Esta gracia supone a su vez una elección especialísima de la parte de Dios, pues el
alma de Cristo, antes de unirse a la divinidad, no podía merecer semejante gracia,
puesto que no existía: la recibió gratuitamente de Dios.
2º El segundo don sobrenatural fue la gracia habitual, que santificó el alma
de Nuestro Señor Jesucristo haciéndola partícipe de la vida sobrenatural, justa,
santa y digna de ver a Dios por toda la eternidad. Esta gracia la recibió el alma de
Cristo en toda su plenitud –es la gracia capital– para poder derramarla y comuni-
carla a todos los hombres que debían formar parte de su Cuerpo Místico.
Así, pues, de tal modo santificaba el alma de Cristo, que la convertía en principio ra-
dical de la santificación de todas las demás almas, englobando así todas las gracias
particulares, todas las vocaciones, todos los estados de vida, todos los carismas.
3º La gracia en el alma va siempre acompañada de las virtudes infusas: pues
la gracia, residiendo en la esencia del alma, produce en sus potencias las virtu-
des. Y como el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud, poseyó tam-
bién la plenitud de todas las virtudes, de todas aquellas que no son incompatibles
con la visión beatífica. También poseyó el alma santa de Jesús la plenitud de los
dones del Espíritu Santo, que perfecciona el modo humano de las virtudes in-
fusas. Esta comunicación del Espíritu Santo había sido anunciada en las Escri-
turas: «Reposará sobre él el Espíritu del Señor, Espíritu de sabiduría y de enten-
dimiento, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, y
lo llenará del Espíritu del temor del Señor» (Is. 11).
De modo que el alma de Cristo, ya desde el primer momento de su existencia, cumplió
en todo la voluntad de Dios llevada por las mociones del Espíritu Santo; sus virtudes
tuvieron siempre el modo divino que los dones confieren a sus actos; y por eso todo
su obrar fue siempre santísimo.
Otros dones adornaban el alma de Cristo, pero lo dicho basta para comprender
cómo el alma de Cristo no sólo era santísima en sí misma («Tu solus sanctus»),
sino capaz de santificar a todos los hombres («anima Christi, sanctifica me»).
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3º Cómo imita el sacerdote las dotes del alma de Cristo.


En la segunda parte del Salmo 44, el poeta inspirado se dirige a la Iglesia, a
las almas que todo lo dejan por seguir al Esposo Rey. Y es que ellas, cual reinas,
han sido galardonadas con dones que las hacen semejantes a Cristo:
«La reina está presente a tu derecha, con manto de oro, rodeada de variedad. Oye,
hija mía, mira e inclina tu oído; olvida a tu pueblo y la casa de tu padre, y codiciará
el Rey tu belleza, porque El es el Señor, Dios tuyo… Vestida de gloria va por dentro
la hija del rey, recamada de oro, toda vestida de varios adornos».
1º No tiene el sacerdote la unión hipostática, pero sí ha recibido de Dios, de
manera absolutamente gratuita e inmerecida, el don de la vocación, que lo llama
y orienta a una unión especialísima con el Verbo de Dios. «Dios, según su volun-
tad libre y todopoderosa, antes de la creación del mundo, nos predestinó, nos
eligió, nos bendijo en Cristo, para que en su presencia seamos santos y puros en
la caridad» (Ef. 1 3 y 6). Desde toda la eternidad Dios amó al sacerdote con espe-
cial predilección, lo prefirió a otras almas, y lo eligió para que se asociara de ma-
nera más perfecta a todos los estados, misterios y virtudes de su Hijo Jesús. «A
quienes Dios predestinó, a éstos también llamó» (Rom. 8 30). Este llamamiento
en el tiempo no es otro que la misma vocación, que invita al sacerdote a desasirse
de todo lo creado para darse exclusivamente a Dios, de modo parecido a como
lo hace el alma de Cristo para darse exclusivamente al Verbo divino.
2º También el sacerdote recibe un grado más elevado de gracia que los de-
más fieles. Basta considerar los múltiples medios de santificación que Dios pone
a su disposición: el marco de su misma vida común, la Regla, la oración y comu-
nión diarias, la Santa Misa. De él se ha de poder decir, como de Cristo mismo,
que «crece en edad, en sabiduría y en gracia, delante de Dios y de los hombres».
3º El mismo hace profesión de seguir de más cerca a Jesucristo, imitándolo
en sus virtudes y buscando una perfecta docilidad al Espíritu Santo y a la acción
de sus dones, que han de coronar el ejercicio de todas sus virtudes infusas.
Conclusión de lo dicho hasta aquí.
Oh Dios, cuyo Unigénito se manifestó revestido de nuestra carne: concédenos, te ro-
gamos, que merezcamos ser internamente reformados por Aquel que hemos conocido
semejante a nosotros en lo exterior (Colecta del 13 de enero, Bautismo del Señor).
Toda nuestra vida sacerdotal, y toda nuestra santidad, consiste en la contem-
plación de los misterios de Cristo para ser reformados interiormente a su seme-
janza (Rom. 8 28); y, por lo tanto, en que nuestra alma se haga semejante a la de
Jesús, y se deje poseer y transformar por ella. Anima Christi, sanctifica me.
Permítanos Dios realizar todo nuestro sacerdocio según este sublime ideal.1

© Fundación San Pío X – Casa San José


Carretera M-404, km. 4,2 – 28607 El Alamo (Madrid)
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