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Vida consagrada

La triple renuncia al mundo por los votos de castidad, pobreza y obediencia


se culmina con el sacrificio completo de sí mismo, ya que el sacrificio es el acto
más perfecto de la religión. Contemplemos, pues, al alma de Nuestro Señor en
su amor de la cruz, que es el aspecto principal de la religión de Cristo hacia su
Padre: el cumplimiento del mandato del Padre, que lo lleva al Calvario.

1º Amor que el alma de Jesús sintió por la cruz.


Que el alma de Jesús sintió siempre un gran atractivo y amor por la cruz, to-
das las páginas del Evangelio nos lo indican. Basten, a modo de ejemplo, algunas
comprobaciones.
• Llama siempre a su Pasión «su hora», aquélla para la que ha venido, aquélla en
que ha de cumplir su misión, o la orden que ha recibido del Padre: «El Hijo del Hom-
bre ha venido para dar su vida por la redención de muchos».
• Es plenamente consciente de que la voluntad de su Padre lo conduce al Calvario:
«Ved que vamos a Jerusalén, y allí el Hijo del Hombre será entregado en manos de
los gentiles, y escarnecido, azotado, crucificado, y lo matarán»; y, sin embargo, sigue
a Jerusalén con paso decidido, sin aceptar siquiera el reparo de San Pedro: «Apár-
tate de mí, que no tienes pensamientos según Dios, sino sólo según los hombres».
• No ignora El que todos los sacrificios del Antiguo Testamento lo han figurado; tam-
bién el sacrificio de Isaac, el cordero pascual, la serpiente de bronce, el profeta Jo-
nás… Sabe que su sacratísimo cuerpo es un templo que será destruido…
• Esta misma cruz, que El debe llevar para mostrar que ama a su Padre, la impone a
los suyos, bajo pena de no reconocerlos como discípulos si no la llevan: «Si alguno
quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día con su Cruz, y sí-
game»; y nos dice por qué: «Pues si alguno ama su vida, la perderá; mas si por Mí
la pierde, la salvará». «Si el grano de trigo…».
• Cuando llegue la hora de la Pasión, El mismo se entrega a sus verdugos, y les deja
cumplir todo el trabajo que había sido ya anunciado en Is. 53, en Sal. 21.
Una vez más, todo eso no es casual. Esta tenacidad del alma de Jesús en apun-
tar a su sacrificio, a la cruz del Calvario, responde a algo que ella ve en el Verbo
en virtud de su unión hipostática.
Hojitas de Fe nº 520 –2– VIDA CONSAGRADA

El alma de Jesús contempla en el Verbo la majestad infinita de Dios, majestad


ofendida por el pecado; ve al mismo tiempo a los hombres, expuestos a la per-
dición y a los castigos eternos; ve la inutilidad de los sacrificios de la Antigua
Ley para aplacar la justicia de Dios y devolver la vida divina a los hombres; y
ve que ella ha sido elegida para reemplazar a dichos sacrificios, a fin de ser in-
molada por amor a su Padre y por amor a los hombres.
Ni sacrificio ni oblación querías,
pero el oído me has abierto;
no pedías holocaustos ni víctimas,
dije entonces: Heme aquí, que vengo.
Se me ha prescrito en el rollo del libro
hacer tu voluntad.
Oh Dios mío, en tu ley me complazco
en el fondo de mi corazón.
(Salmo 39 5-7)
San Pablo, comentando este pasaje, nos dice que contiene el primer acto de
Nuestro Señor Jesucristo apenas se ha encarnado en las entrañas de Nuestra Se-
ñora, y que este acto reviste la forma de una oblación victimal:
«Es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados. Por eso, al entrar
en este mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuer-
po. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí
que vengo –pues de mí está escrito en el rollo del libro– a hacer, oh Dios, tu volun-
tad!” Dice primero: “Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el peca-
do no los quisiste ni te agradaron” –cosas todas ofrecidas conforme a la Ley–; “en-
tonces –añade– he aquí que vengo a hacer tu voluntad”. Abroga lo primero para es-
tablecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la
oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb. 10 4-10).
Sí: el alma bienaventurada de Jesús ve que lo que el Verbo busca en la natu-
raleza humana que se une hipostáticamente es la capacidad de padecer, de sufrir;
ve que busca de ella lo único que le faltaba, y que no puede tener como Dios: la
condición de víctima; ve que esa es la dote que ella debe aportar a los desposo-
rios con el Verbo eterno de Dios; y gustosa accede a ello, gustosa se ofrece, gus-
tosa aporta esa dote: «Padre, he aquí que vengo a hacer tu voluntad».

2º Cómo el sacerdote se une a la cruz de Jesús.


Nosotros, sacerdotes, que como almas consagradas hemos tenido la inmensa
gracia de ser elegidos por Jesucristo a semejanza de su naturaleza humana, debe-
ríamos sentir este amor por la Cruz; y así lo haríamos si viéramos lo mucho que
ganamos en la unión con Nuestro Señor. Eso es lo que nos cuesta, y es ahí donde
hemos de trabajar.
Sin embargo, nuestra espiritualidad es la del domingo de Quincuagésima (Lc.
18 31-43): la total incomprensión de la cruz: • a pesar de ser los íntimos de Jesús;
• a pesar de tener el ejemplo de los Apóstoles; • a pesar de tener el ejemplo de
VIDA CONSAGRADA –3– Hojitas de Fe nº 520

todos los Santos, a los que tanto admiramos; • a pesar de que la cruz está presente
a nuestros ojos continuamente…
La entrada en el misterio de la Cruz es una gracia particular de Nuestro Señor
Jesucristo; no podemos nosotros franquear esa puerta por nuestras propias fuer-
zas, ya que todo lo que sea cruz, y redención por la cruz, es algo totalmente vela-
do a nuestra pobre naturaleza. Le toca a Nuestro Señor, le toca a su gracia, intro-
ducirnos paulatinamente en él, en el momento que Nuestro Señor crea adecuado.
Esta introducción, como hermosa y acertadamente explica el Padre Roger Cal-
mel, corresponde al ejercicio cada vez más habitual e intenso de la virtud de la
caridad, que nos purifica sacándonos de nosotros mismos y llevándonos a la in-
molación de nosotros mismos para que sólo Jesús viva en nuestras almas. Por lo
general, Nuestro Señor irá siguiendo en nuestras almas, si somos fieles, las tres
etapas que apreciamos en San Andrés, el gran amante de la cruz:
• Una primera etapa de total incomprensión del misterio, como los demás apóstoles,
en la que el Señor simplemente le impuso una cruz que no podía comprender: su
propia pasión, que lo dejó perturbado [Monseñor Lefebvre en su conocimiento de
la Santa Misa antes de ser misionero en Gabón].
• Una segunda etapa de comprobación de los frutos que se sacan del misterio de la
cruz, cuando se les presenta ya resucitado, y les hace comprender cómo Cristo debía
entrar en su gloria por el padecimiento y la muerte [Monseñor Lefebvre que ve en
Africa la gracia de la Santa Misa, transformando las familias y las sociedades].
• Una tercera etapa de amor y deseo de la cruz, después de Pentecostés, y que se refle-
ja en su muerte: «Oh cruz, tanto tiempo deseada, tan ardientemente amada»… [Mon-
señor Lefebvre que nos predica de manera constante el misterio de la cruz, recapitu-
lado en la Misa, con la comprensión de la cruz que le hace ver cómo en la Misa se
resume toda la civilización cristiana, toda la obra de la redención, sin apartarse nunca
de este punto de vista].
El misterio de la cruz, aunque sea para nosotros algo incomprensible, no deja
de ser también una de las verdades que la fe nos propone, y que nosotros debemos
ir meditando a su debido tiempo. Centrémonos, pues, en este misterio, ya sea con
motivo de la asistencia diaria a la Santa Misa, ya con la práctica del Vía Crucis,
ya en el período litúrgico de Semana Santa, ya ayudándonos en nuestras medita-
ciones del tema de la Pasión, ya releyendo los Evangelios; eso forma parte del
esfuerzo que reclama nuestra vida espiritual.

3º La Santa Misa, gran medio para vivir la cruz.


Sobre todo, intentemos poner la Santa Misa en el corazón de nuestra vida es-
piritual, según lo reclama nuestra vocación peculiar:
«El fin de la Fraternidad es orientar y realizar la vida del sacerdote hacia lo que es
esencialmente su razón de ser: el Santo Sacrificio de la Misa, con todo lo que signi-
fica, todo lo que de él se deriva, todo lo que lo complementa; profundizar ese gran
misterio de nuestra fe que es la Santa Misa, tener por él una devoción sin límites, po-
Hojitas de Fe nº 520 –4– VIDA CONSAGRADA
nerlo en el centro de nuestros pensamientos, de nuestros corazones, de toda nuestra
vida interior» (ESTATUTOS, II, 1-2).
¿Cómo lograrlo? Convirtiendo cada una de nuestras jornadas en una Misa, por
nuestra unión interior con Cristo en los tres actos que constituyen su sacrificio:
el ofertorio, la consagración y la comunión.
1º OFRECERNOS CON CRISTO en una total y continua entrega de nosotros
mismo para gloria del Padre. El ofertorio siempre ha sido la separación de una
materia, que antes era profana, y que ahora se destina exclusivamente al servicio
de Dios, a la inmolación en honor de Dios. Pues bien, como ya vimos, el primer
acto de Cristo al entrar en este mundo fue un ofrecimiento de Sí mismo a la vo-
luntad del Padre (Heb. 10 5-10), que renovó continuamente a lo largo de su vida,
en la presentación, vida pública, agonía y en el Calvario.
También nosotros hemos de establecernos en la actitud radical de darlo todo
y darnos todo a Dios, dejándole disponer plenamente de la víctima que le ofre-
cemos, y renovando frecuentemente dicho ofrecimiento en las principales accio-
nes del día.
«Así como Yo me ofrecí voluntariamente por tus pecados a Dios mi Padre con las ma-
nos extendidas en la Cruz y todo el cuerpo desnudo, de modo que nada me quedó que
no pasase en sacrificio para reconciliarte con el Padre, así debes tú también ofrecér-
teme cada día en la Misa como ofrenda pura y santa cuanto más entrañablemente
puedas, con toda la voluntad y con todas tus fuerzas y deseos» (IMITACIÓN, IV, 8).
2º INMOLARNOS CON LA HOSTIA SANTA, aceptando los sufrimientos, prue-
bas y penas de cada día por amor a Jesucristo y en unión con El. Nuestro Señor
ofreció en la Cruz el sacrificio del cuerpo y de la sangre que había recibido de
María, aceptando su destrucción, y renovándola místicamente cada día en los al-
tares por la consagración de las especies de pan y vino.
También nosotros, una vez que nos hemos ofrecido a Dios, debemos dejarnos
inmolar por la acción sacerdotal de Jesús, aceptando como venidas de su mano
todas las cruces, inmolaciones y pruebas del día, que no tienen otro fin que ha-
cernos morir a nosotros mismos, a nuestra naturaleza viciada, para comunicarnos
la vida de Jesús.
3º MANTENERNOS UNIDOS A JESUCRISTO por nuestras prácticas de piedad.
Jesucristo se entrega a nosotros en la Sagrada Comunión, para entablar estrecha
unión con nuestras almas.
También nosotros debemos permanecer unidos a Jesús constantemente, sacar
de esta unión su espíritu de inmolación, y asimilarnos sus sentimientos, para vivir
animados por las mismas disposiciones que animaban a Nuestro Señor en la Cruz:
amor intenso de Dios y del prójimo, deseo ardiente de la salvación de las almas,
abandono pleno y total a todas las voluntades divinas.1

© Fundación San Pío X – Casa San José


Carretera M-404, km. 4,2 – 28607 El Alamo (Madrid)
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