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LA ESCUELA COMO REFLEJO DE LA SOCIEDAD

El aspecto decisivo de la educación sigue siendo, en


tanto función social, su referencia al proceso
primariamente material de la asimilación y objetivación
de los contenidos de la sociedad. El carácter y
movimiento de las fuerzas productivas y las relaciones
de producción determinan el carácter de clase de la
educación en todos los contextos de la vida social.

La educación está determinada por los elementos de la


superestructura que, al igual que ésta, posee un
carácter clasista y es instrumento, producto y, a su
vez, objeto de la lucha de clases. La educación depende
en primer lugar del núcleo de la respectiva
superestructura dominante, en especial del Estado; el
cual, para imponer su ideología y mantener la
dominación de una clase sobre otra, se sirve de la
escuela y las instituciones educativas.

El psicólogo y filósofo John Dewey, creador de la


pedagogía pragmática learning by doing (aprender
haciendo), sostuvo que la función de la educación era
dirigir y organizar la relación dialéctica entre el
individuo y el entorno, y que la escuela era una
institución social, donde estaban concentradas las
fuerzas destinadas a reproducir las normas, los
conocimientos y procesos histórico-culturales de la
sociedad.

John Dewey, para quien la escuela era un microcosmos de


la vida social, estaba convencido de que el desarrollo
de la sociedad dependía de las posibilidades de
desarrollo del individuo y de la educación que éste
recibía bajo formas democráticas; educación que, además
de transmitir conocimientos y conductas determinadas,
permitía que el individuo influyera activamente en su
entorno social. Dewey sostenía que las transformaciones
que se producían en las diferentes estructuras de la
sociedad obedecían a los conocimientos que el individuo
asimilaba en las aulas, y que la sociedad era -o debía
ser- el reflejo de la escuela y no a la inversa.

Según las teorías pedagógicas basadas en el


materialismo histórico, la escuela es el fiel reflejo
de la sociedad y el instrumento a través del cual se
reproduce la superestructura, salvo en las
transformaciones de carácter informal en las que no
intervienen las instituciones educativas, debido a que
el educando asimila los conocimientos y la herencia
cultural participando directamente en la vida familiar
y social. Un ejemplo de esta transformación informal se
encuentra en las sociedades primitivas, donde el niño
aprendía los conocimientos del padre o de la comunidad,
sin que interviniesen instituciones creadas para este
fin. En las sociedades industrializadas, en cambio, la
transferencia de los conocimientos y la herencia
cultural se dan de manera formal, por medio de
guarderías, escuelas y universidades.

Si es cierto que la función primaria de la escuela es


similar en todas partes, no es menos cierto que sus
funciones latentes sean diametralmente opuestas,
dependiendo del sistema social al cual representan,
puesto que el educando no sólo asimila conocimientos y
destrezas que se requieren en un proceso social
determinado, sino que, al mismo tiempo, una concepción
ideológica que va implícita en los libros de texto,
delineados por la superestructura o por la clase social
en función de poder. "La educación es en todo momento
una función de la sociedad, basada en estructuras
sociales muy determinadas. En el marco general de la
sociedad, la educación es una función del proceso de
reproducción de la sociedad en un momento determinado.
Tiene sus bases en determinada estructura de la
sociedad, históricamente concreta, y contribuye a la
reproducción de ésta. La estructura de clase de cada
momento determina el carácter de clase de todas las
formas de la enseñanza y la educación, siendo la clase
que domina en un momento determinado, la que determina
-mediante la superestructura- los fines, contenidos y
condiciones generales, así como las líneas de
desarrollo de la educación está -a partir de la base
socioeconómica- dividida en clases y, como todo el
proceso de reproducción, es campo de abono a la lucha
de clases" (Meier, A., 1984, p. 16).

Entonces se puede aseverar que, en el sistema educativo


capitalista, la escuela conserva las contradicciones
sociales existentes en el seno de la sociedad, mientras
que en el socialismo, la escuela cumple la función de
contribuir a la transformación progresiva de los
antagonismos de clase.

Reproducción social

La escuela, en el marco general de la sociedad, hunde


sus raíces en determinadas estructuras sociales,
históricamente concretas, y contribuye a la
reproducción de éstas. Es decir, la clase social que
controla el poder económico y político determina las
formas de enseñanza/aprendizaje, puesto que en una
sociedad dividida en clases, la educación está también
dividida en clases.

Para Erich Fromm, "la función social de la educación es


la de preparar al individuo para el buen desempeño de
la tarea que más tarde le tocará realizar en la
sociedad; esto es, moldear su carácter de manera que se
aproxime al carácter social, que sus deseos coincidan
con las necesidades propias de su función. El sistema
educativo de toda la sociedad se halla determinado por
este cometido; por lo tanto, no podemos explicar la
estructura de una sociedad o la personalidad de sus
miembros por medio de su proceso educativo, sino que,
por el contrario, debemos explicar éste en función de
las necesidades de una sociedad dada" (Fromm, E., 1982,
p. 313).

Esto implica que el individuo no es lo que es, sino lo


que la sociedad quiere que éste sea, o dicho de otro
modo, el fin de la educación consiste en enseñarle al
individuo a no afirmar el Yo. El niño debe aprender no
sólo a quedarse callado cuando ha sido injustamente
reprimido, sino también a soportar en silencio toda
suerte de recriminaciones. "Por otra parte, muy pronto
en su educación se enseña al niño a experimentar
sentimientos que de ningún modo son suyos; de modo
particular, a sentir simpatía hacia la gente, a
mostrarse amistoso con todos sin ejercer discriminación
crítica, y a sonreír. Aquello que la educación no puede
llegar a conseguir se cumple luego por medio de la
presión social" (Fromm, E., 1982, p. 268).
El hecho de que los textos de enseñanza contravengan
los objetivos esenciales de la escuela: los principios
de la democracia, la solidaridad y la tolerancia, es
una prueba de que los paradigmas de la educación son
análogos a las relaciones oprimido-opresor. Tanto el
autor de los libros de texto como el educador son
productos de la sociedad a la cual representan, y no
máquinas repetidoras de conocimientos imparciales; más
aún, si consideramos que la educación no
es objetiva ni neutral, sino una acción política
consciente o inconsciente, y cuyos objetivos reflejan
los intereses de la clase dominante. El pedagogo
brasileño Paulo Freire, al referirse a la pedagogía del
oprimido, dice: la pedagogía de la clase dominante es
un instrumento que sirve para conservar el status
quo de la sociedad dividida en clases, en tanto
la pedagogía del oprimido es un instrumento liberador
del oprimido y del opresor. "La pedagogía del oprimido,
como pedagogía humanista y liberadora, tendrá, pues,
dos momentos distintos aunque interrelacionados. El
primero, en el cual los oprimidos van desvelando el
mundo de la opresión, y se van comprometiendo, en la
praxis, con su transformación y, el segundo, en que una
vez transformada la realidad opresora, esta pedagogía
deja de ser del oprimido y pasa a ser la pedagogía de
los hombres en proceso de permanente libertad" (Freire,
P., 1978, p. 53).

La escuela adoctrina al educando conforme éste acepta


sumisamente el sistema político o ideológico
representado por el educador, fenómeno normativo del
cual no se salvan ni los países que creen tener un
sistema democrático de gobierno y una
educación apolítica; así que el educando acaba siendo
un consumidor pasivo de una enseñanza previamente
elaborada por la superestructura, cuyos conocimientos
empaquetados deben ser asimilados de memoria, para
luego ser reproducidos mecánicamente cuando sean
necesarios.

Según Emilio Durkheim, el sistema de valores y normas


de una sociedad deben ser aprendidos por los miembros
de ésta, adoptando en el individuo la forma de una
conciencia colectiva, pues la educación no es más que
la socialización metódica. La constante presión que
sufre el niño es la presión del propio medio social, el
cual quiere formarlo a su imagen y semejanza, mientras
los padres y maestros sólo cumplen la función de
mediadores de los objetivos que persigue la
superestructura.

El educando no puede transgredir lo determinado por los


poderes de dominación; por el contrario, deben respetar
la propiedad privada de los medios de producción y las
leyes protectoras del Estado, aunque éste sólo defienda
los intereses de la clase que detenta el poder político.

Clasificación social

En el marco del sistema capitalista, la escuela seguirá


siendo una institución vivificadora de las
desigualdades socioeconómicas, al menos, mientras no se
resuelvan las contradicciones sociales en general, pues
incluso los sociolectos del idioma contribuyen a marcar
las diferencias entre las clases. Por ejemplo, los
niños provenientes de los hogares académicos o
burgueses tienen acceso a una mejor educación que los
niños de extracción proletaria, y no sólo debido a que
tienen un mejor status económico, que les permite
estudiar en instituciones privadas, sino también un
desarrollo lingüístico que les permite abstraer con
mayor facilidad el contenido de los libros de texto,
pensados y elaborados por los académicos al servicio de
la clase dominante.

Basil Berstein, catedrático de sociología de la


educación en la Universidad de Londres, detectó que el
conocimiento humano se distribuye en relación al
sistema de clase social, y que ese reparto asimétrico
se canaliza por -y a través- del lenguaje, ya que el
código lingüístico elaborado, usado en la escuela, es
un código al que tienen acceso sólo los hijos de la
clase dominante.

Por otro lado, en los países subdesarrollados, la


educación superior continúa siendo un privilegio al
alcance de una escasa minoría, y las universidades
centros donde se reflejan la discriminación y la
competencia social. Es decir, de nada sirvió la Magna
Didáctica de Juan Amós Comenius, para quien la escuela
debía ser un medio para enseñar a todos todo, puesto
que mientras más se han industrializado las naciones,
más se han polarizado los antagonismos de clase.
Consiguientemente, en los países capitalistas
industrializados, la escuela funciona como un cernidor
que reparte a los educandos conforme a su origen social.
Los estudiantes de origen proletario o campesino son
orientados, de un modo general, hacia enseñanzas de
tipo profesional, entretanto los hijos de la burguesía
hacia enseñanzas académicas, largas y costosas; las
cuales los permite ingresar a las universidades y, más
adelante, proseguir estudios de especialización en
algún instituto superior.

La escuela no contribuye a la igualdad entre los


individuos, sino al acrecentamiento de las
contradicciones ya existentes en la sociedad, donde la
mayoría, marginada de antemano por su escolarización
deficiente, no prosigue estudios superiores. La minoría
privilegiada, en cambio, que tiene posibilidades de
acceder a las universidades, sigue constituyendo la
elite profesional que gobierna junto a los regímenes
empeñados en perpetuar el orden establecido; por cuanto
los presupuestos destinados a la educación sólo sirven
para el provecho de unos pocos, en desmedro de la
mayoría condenada a vivir en la pobreza y el
analfabetismo.

Los sistemas educativos descentralizados, con escuelas


tanto privadas como estatales, son sistemas que
incentivan la desigualdad social y la competencia
profesional. En Estados Unidos, por ejemplo, tiene más
prestigio uno que estudia en una universidad privada
que otro que estudia en una universidad pública; quizá
por esto, cuando los norteamericanos juzgan los
conocimientos académicos de un profesional no sólo
indagan qué estudió, sino también dónde estudió, a
pesar de la suposición de que las profesiones
más prestigiosas están dominadas por los hijos de las
clases pudientes, sobre todo, para conservar
el status social y económico de sus progenitores,
mientras las menos prestigiosas están ocupadas por los
hijos de la clase obrera. Esto ocurre incluso en los
países denominados democráticos, donde la democracia es
una cosa en la teoría y otra muy diferente en la
práctica. Claro está, todas aquellas sociedades donde
existe la discriminación racial, la desigualdad de
derechos entre el hombre y la mujer y el antagonismo de
clases, cuentan con una escuela donde se reflejan estas
diferencias.

Los educandos, desde que empiezan en la escuela


primaria, son adoctrinados con el mensaje de que el
profesional vale más que uno que no lo es, y se les
enseña a pensar que sólo a través de la escuela pueden
acumular un currículo y poseer de un papelito
llamado título profesional, que más adelante les
permitirá gozar de un status social y económico
privilegiados. El individuo que asimila sus
conocimientos en la escuela tendrá más preferencias en
la vida laboral y será halagado por quienes controlan
el poder político.

Ya sabemos que, en toda sociedad clasista, la educación


es una mercancía, un bien de primera necesidad, y que
el título profesional es el producto más codiciado, ya
que equivale tanto como el dinero, exactamente como ser
más equivale a tener más. De ahí que las escuelas y
universidades, en lugar de cumplir la función de
estimular el saber y la investigación, son maquinarias
que distribuyen diplomas a un puñado de profesionales
ávidos de vivir en la opulencia y conservar el
antagonismo de las clases sociales.

El autoritarismo escolar

La estructura económica de una sociedad, al influir en


el modo de vida del individuo, opera en el desarrollo
de la persona, quien tiene que enfrentarse desde su
infancia a un medio que representa todas las
características típicas de una sociedad o clase social
determinada. El individuo no sólo es formado -
deformado- en el seno de la familia, sino también en la
escuela, institución donde eliminan su libertad y sus
sentimientos, para imponerle otros ajenos por medio de
métodos que varían desde el castigo brutal hasta el
soborno. "La función social de la educación es la de
preparar al individuo para el buen desempeño de la tarea
que más tarde le tocará realizar en la sociedad, esto
es, modelar su carácter social; que sus deseos
coincidan con las necesidades propias de su función. El
sistema educativo de toda sociedad se halla determinado
por este cometido, por lo tanto, no podemos explicar la
estructura de una sociedad o la personalidad de sus
miembros por medio de su proceso educativo, sino que,
por el contrario, debemos explicar éste en función de
las necesidades que surgen de la estructura social y
económica de una sociedad" (Fromm, E., 1982, 313).

La escuela está sujeta tradicionalmente a la


discriminación y al autoritarismo social, que es el
reflejo de una sociedad violenta y dividida en clases,
donde una minoría controla la superestructura de la
educación y detenta la propiedad privada de los medios
de producción. "La tradición escolar está hecha también
de violencia brutal del adulto contra el niño, de
golpes, sadismo, crueldad. Documentos filosóficos,
pedagógicos, literarios, de imaginación, atestiguan que
la escuela se ha identificado durante siglos, por parte
de los chicos o de los que hablan en su defensa, con la
disciplina inhumana. Todo esto pertenece al pasado, y
si quedan algunos resabios pertenecen a la crónica,
pero perdura la situación autoritaria en esta relación
en la que el adulto detenta el poder y lo administra de
un modo incuestionable en toda la escuela" (Bini, G.,
1975, p. 158-9).

La escuela tiene históricamente la misión de amaestrar


a devotos y atentos servidores de la clase dominante,
sin preocuparse en hacer de ella un verdadero
instrumento de educación y liberación del hombre. El
mismo abuso de autoritarismo existente en la sociedad,
que repugna a la conciencia y la dignidad humana, se
refleja en la escuela, donde los métodos brutales son
los mejores recursos para amordazar la libertad del
educando. ¿Cuántos niños que han sufrido castigos
físicos y humillaciones morales, como en un recinto
cuartelario o carcelario, no quieren volver más a la
escuela, así sus padres les den un tirón de orejas? La
respuesta obligada a esta pregunta la tienen los
educadores, quienes hacen de su profesión una
caricatura del ser omnipresente, sádico y despótico.

A pesar de las reformas que se introdujeron en la


educación a partir del siglo XIX, con la participación
activa de pedagogos tan ilustres como Dewey,
Pestalozzi, Decroly, Montessori, Makarenki, Freinet,
Nelly, Freire, Ilich y otros, es todavía posible
constatar la aplicación de métodos tradicionales de
enseñanza/aprendizaje, como es el caso de obligar a los
niños a memorizar los conocimientos. Todo el saber se
presenta como un producto inmutable y estático, que el
sujeto solamente tiene que reproducir sin enmendar ni
analizar. "La escuela sujeta a los niños física,
intelectual y moralmente para dirigir el desarrollo de
sus facultades en el sentido que se desea, y les priva
del contacto de la naturaleza para moldearlos a su
manera. He ahí la explicación de cuanto dejo indicado:
el cuidado que han tenido los gobiernos en dirigir la
educación de los pueblos y el fracaso de la esperanza
de los hombres de la libertad. Educar equivale
actualmente a dominar, adiestrar, domesticar" (Ferrer,
F., 1976, p. 73).

Mientras se sostiene que en la escuela se adquiere


saber, libertad y capacidad de pensar, el mecanismo de
transmisión de los conocimientos se funda en la
sumisión al libro de texto o al educador, y el
aprendizaje se desarrolla de manera mecánica y pasiva,
sin estimular en absoluto la iniciativa del educando.
Desde luego, esta educación es ajena a los
planteamientos pedagógicos modernos, incluso a las
concepciones lanzadas a principios del siglo XX, según
las cuales, individualizar la enseñanza/aprendizaje era
tratar al niño como al único protagonista capaz de
desarrollar su propia educación, mas no como un ser
aislado, privado de la influencia de educadores y
educandos, sino procurando que sea él mismo el artesano
principal de su propia formación. Educadores y libros
de texto son solamente medios que deben adaptarse al
niño y no a la inversa.

Con todo, existe la necesidad de forjar un nuevo tipo


de escuela: una escuela donde el educando aprenda por
placer, a través del juego, de su propia actividad
creativa y de la interrelación con sus compañeros; una
escuela que, además de seguir sincrónicamente los
avances de las ciencias pedagógicas, tenga un carácter
laico y científico; una escuela que no sirva para la
formación de individuos sumisos ni para la simple
transmisión de conocimientos concretos, sino que su
función sea la de promover el desarrollo integral del
niño, con la perspectiva de convertirlo en ciudadano
libre y autónomo dentro de una sociedad democrática;
una escuela en la cual el niño goce de una protección
y tenga posibilidades de desarrollo intelectual, que
contribuya a convertir la cultura en una palanca de
transformación social; una escuela donde no haya
premios ni castigos, ni exámenes que clasifiquen a los
niños en buenos y malos.

Modelos pedagógicos

La escuela es una institución social cuyos métodos de


enseñanza y programas educativos están determinados por
las apreciaciones ideológicas que representa la
superestructura de la sociedad.

Los códigos profundos de la escuela están basados en el


lenguaje, las costumbres, los gestos, las actitudes y
los reglamentos, que reproducen la historia y las
relaciones de producción, sin que nada ni nadie pueda
modificarlos sino a condición de revolucionar las
estructuras socioeconómicas, que permitan forjar una
escuela que contribuya al progreso social y la
liberación del hombre.

Los códigos de la educación son sacramentales y, por


eso mismo, difíciles de extirpar de la mente y los
hábitos del individuo, pues la relación oprimido-
opresor, educando-educador, es una norma que, aparte de
haber sobrevivido a los acontecimientos históricos, se
ha transmitido de generación en generación, sin que
esto, en rigor, evitara el surgimiento de distintos
modelos pedagógicos que hoy se aplican en los
establecimientos educativos.

Pedagogía tradicional

Hasta la década de los años sesenta del siglo XX, el


sistema educativo tradicional estuvo dominado por
el método de transferencia, basado en el concepto de
que el educador es el transmisor de los conocimientos
y el educando el receptor pasivo. Además, esta
corriente pedagógica concebía el aprendizaje como un
proceso mecánico y memorístico, conforme a la
psicología de los estímulos externos o reflejos
condicionados.

El pedagogo Friedrich Hebert, que tuvo una amplia


resonancia en la educación convencional de la primera
mitad del siglo XX, sostuvo la concepción de hacer de
las ciencias sociales y exactas disciplinas
universales, y proclamó una enseñanza arraigada en el
imperativo categórico de Kant. Es decir, la ética
señalaría la finalidad de la educación y la psicología
el camino para alcanzar los objetivos.

Burrhus F. Skinner, uno de los pilares del método de


transferencia, sentenció que la escuela debía ser
autoritaria, para inculcar en el educando conductas y
hábitos deseados por la superestructura de la sociedad
imperante. En tal virtud, la escuela era una
institución carente de libertad y democracia, donde se
manipulaba con el individuo intentando formarlo como un
ciudadano ideal o, mejor dicho, como un instrumento al
servicio de las normas ético-morales dictadas por la
clase dominante, pues el individuo que pensaba por sí
mismo, y rompía con las normas establecidas en la
institución escolar, era un peligro en potencia para la
superestructura. De modo que la escuela tradicional
prefería someter al educando a la autoridad del
educador y al orden de la escuela, para así evitar que
se convirtiera en subvertor y en amenaza para los
poderes de dominación.

Para la pedagogía tradicional, un buen educando era


quien asimilaba mecánicamente los conocimientos, y un
buen educador era quien garantizaba la educación moral,
la reproducción de la historia, la asimilación de los
roles sociales y la norma establecida por el Estado,
más aún, si tomamos en cuenta la sociología y la
psicología social burguesa, que muestran al individuo
como un objeto sumiso, cuyas normas de comportamiento
social -asimiladas mediante premios y castigos- son
determinadas o alteradas por el mundo circundante.

Según los cánones de la pedagogía tradicional, los


educandos tenían todo el derecho de castigar física y
psíquicamente a los educandos. El contenido de la
educación estaba regido por los técnicos de los
materiales didácticos, y los objetivos de la escuela
debían hundir sus raíces en una educación programada,
previamente empaquetada, cuya aplicación exigía
disciplina y obediencia, dos conceptos que, durante
siglos, han formado la conducta social de los
individuos no sólo porque así se amparaba el
autoritarismo escolar, sino también el autoritarismo
social, según el cual, el adulto tenía el derecho de
mandar y el niño el deber de obedecer, el hijo de
parecerse al padre y el educando al educador. "El mandar
y el obedecer se unen casi de hecho (¡o por disposición
divida!) a predeterminadas posiciones de preeminencia
y sujeción: quien posee más bienes materiales o
conocimientos y experiencias (maestro, adulto en
general, referente al tema que tratamos) se ve
legitimado a ejercer un poder sobre quines poseen
menos, sin la obligación de una justificación que no
sea el lugar social que se ocupa" (Alberti, A., 1975,
p. 44).

La pedagogía tradicional pretendía, por todos los


medios posibles, uniformizar a los educandos en lugar
de individualizarlos. No se admitía que cada niño
asimilara los conocimientos de acuerdo a su interés,
sus aptitudes y disposiciones, sino que, por el
contrario, el deber de la institución escolar consistía
en impartir los conocimientos a un mismo tiempo y a un
solo ritmo.

Skinner y los behavioristas, apoyados en los


experimentos realizados por algunos fisiólogos como
Iván Pavlov y Edward Lee Thorndike, plantearon la
necesidad de desarrollar una pedagogía planificada,
arguyendo que los hombres, al igual que los animales
inferiores, asimilaban los conocimientos por medio de
estímulos externos o reflejos condicionados, por medio
del premio y el castigo, auque para Jerónimo Bruner, la
motivación interna en el proceso de aprendizaje no
requería de premios ni castigos. De cualquier modo, "el
hombre no aparece en estas teorías como sujeto de las
relaciones sociales, como sujeto de su propia
actividad, de su comunicación y de sus propios valores,
sino como un recipiente en el cual la sociedad vierte
sus normas y valores, sus exigencias y obligaciones
hasta alcanzar el nivel por ella deseado (...) El
control social tiene la misión de reducir la diversidad
de las posibilidades de comportamiento y encausarlo
hacia una dirección concreta y deseada. Se intenta
eliminar algunas posibilidades de comportamiento y
reforzar en contrapartida otras. En este contexto, la
educación es concebida como una forma especial de
control social. Al igual que todas las demás formas de
control, la educación forma un sistema rector para el
comportamiento correcto y socialmente aceptables. Se
intenta que el individuo aprenda lo que a los ojos de
la sociedad o de determinados grupos es bueno y
deseable" (Meier, A., 1984, p. 53-4).

La pedagogía tradicional, estructurada sobre la base de


la teoría del Estímulo y la Respuesta (E-R), aseveraba
que la conducta de los individuos era un producto
exclusivo del medio circundante, negando así la
existencia de factores innatos y hereditarios que, para
la etología y la psicología evolutiva, son también
factores determinantes en el desarrollo intelectual,
emocional, cognoscitivo y fisiológico del niño. Por
ejemplo, la inteligencia, que es la capacidad de pensar
y resolver los problemas, está determinada por la
interrelación existente entre los factores genéticos
que hereda el niño y el medio en el cual vive. Sin
embargo, skinner y los behavioristas se empeñaron en
explicar que el desarrollo psicológico e intelectual
del niño no dependía de los factores innatos ni
hereditarios, sino del método de enseñanza/aprendizaje
que se aplicaba en la escuela; por cuanto el individuo,
al ser considerado un ente pasivo por excelencia y un
material capaz de ser moldeado desde fuera, adquiría
los conocimientos y hábitos deseados gracias a la
injerencia de estímulos condicionados. Para
los behavioristas, toda la responsabilidad del
desarrollo psicológico e intelectual del educando
quedaba en manos del educador, quien era el sujeto
activo en el proceso de educación, en tanto el educando
era el objeto pasivo, cuya única función consistía en
asimilar todo cuanto le transmitía el narrador, en este
caso, el educador. Asimismo, la psicología y
pedagogía behaviorista proclamó, desde sus inicios, un
sistema escolar autoritario e inflexible, cuyas
consecuencias fueron nefastas para el educando:
primero, porque negaba que la naturaleza humana tiene
un dinamismo propio; y, segundo, porque se pretendía
forjar a individuos carentes de un Yo fuerte, a
individuos sumisos y dependientes.

Con todo, los críticos de la pedagogía tradicional han


señalado que las teorías behavioristas no sólo atentan
contra la democracia y la libertad del individuo, sino
que, a su vez, apuntalan una educación bancaria sobre
la base de las contradicciones educando-educador. Paulo
Freire, quien mejor que nadie criticó y definió la
dicotomía existente en la escuela tradicional, escribió
en su Pedagogía del oprimido:

el educador es siempre quien educa; el educando, el que


es educado.

el educador es quien sabe; los educandos quienes no


saben

el educador es quien piensa; el sujeto del proceso, los


educandos son los objetos pensados.

el educador es quien habla; los educandos quienes


escuchan dócilmente.

el educador es quien disciplina; los educandos los


disciplinados.

el educando es quien opta y prescribe su opinión; los


educandos quienes siguen la prescripción.

el educador es quien actúa; los educandos son aquellos


que tienen la ilusión de que actúan, en la actuación
del educador.

el educador es quien escoge el contenido programático,


los educandos a quines jamás escucha, se acomodan a él.

el educador identifica la autoridad del saber con su


autoridad funcional, la que opone antagónicamente a la
libertad de los educandos. Son éstos quienes deben
adaptarse a las determinaciones de aquél.

Finalmente, el educador es el sujeto del proceso, los


educandos, meros objetos (Freire, P., 1978, p. 78).
Pedagogía libre o autorreglamentada

La pedagogía libre es la antítesis de la pedagogía


tradicional o behaviorista, porque considera que el
proceso de enseñanza/aprendizaje está
autorreglamentado por el propio educando, sin que el
educador tenga otra función que apoyar y estimular el
desarrollo natural del niño. Asimismo, el concepto de
maduración, por un lado, y los factores innatos, por el
otro, son los aspectos centrales en este modelo
pedagógico, fuertemente entroncando en la psicología
evolutiva; por cuanto el educando, más que el educador,
es quien determina lo qué debe aprender, según sus
necesidades, aptitudes y disposiciones.

La pedagogía libre o autorreglamentada, además de


estar inspirada en los conceptos naturalistas de Jean-
jacques Rousseau, para quien la educación del niño
debía seguir las leyes de la naturaleza sin imponerle
nada que perjudicara su función personal, está
representada por las teorías psicológicas de Arnold
Gesell, quien estaba convencido que el desarrollo
psicológico e intelectual del niño era reglamentado por
los factores genéticos y no simplemente por la
influencia del medio circundante y los estímulos
condicionados. El niño, decía Gesell, es el arquitecto
de su propia formación y no el entorno. El niño no
aprende a hablar mientras no tenga la necesidad de
expresar sus sentimientos con palabras, como no aprende
a leer ni escribir mientras no se sienta maduro y
motivado para hacerlo. Los niños alcanzan los
diferentes periodos de su desarrollo emocional e
intelectual de un modo individual y no colectivo,
aunque todos avancen, unos antes que otros, desde el
dominio de la destreza motriz y sensorial, hasta el
manejo de los símbolos abstractos y las apreciaciones
lógicas. Por lo tanto, si la maduración individual es
la base fundamental en las teorías de Gesell, entonces
la autorreglamentación debe ser el principio
fundamental de la educación, en la cual se le permita
al niño decidir: qué, cómo y cuándo quiere aprender,
sin que el educador ni los medios didácticos manipulen
con su desarrollo normal.
Siguiendo a Alexander Sutherland Neill, apóstol de la
libertad, la educación debe ser tanto intelectual como
emocional, y adaptarse a la capacidad y necesidad
psicológica del niño; para cuyo cometido, la primera
condición es que el niño desarrolle su personalidad de
un modo integral y armónico, exento de
condicionamientos y exigencias. La única función del
educador consiste en apoyar y vigilar la actividad del
niño cuando éste lo requiera. Las concepciones
pedagógicas de Neill se extienden al extremo de dejarle
decidir al niño, en absoluta libertad, si quiere o no
participar en las lecciones. Es decir, la misma
naturaleza proporciona las leyes según las cuales debe
desarrollarse el niño, y que la tarea de los psicólogos
y pedagogos es descubrir estas leyes, respetando los
principios elementales de la democracia y los derechos
humanos, que constituyen piedras fundamentales para la
formación de individuos libres, democráticos y
tolerantes.

Cuando Neill fundó la Escuela Summerhill en Leiston,


Londres, bajo la influencia de las teorías
psicoanalíticas de Wilhem Reich, amparaba la idea de
hacer una escuela que se adaptara a los niños, en vez
de que los niños se adaptaran a la escuela, sin eludir
el concepto de que el individuo es libre por naturaleza,
y que por naturaleza tiene derecho a la libertad.
También planteó que la escuela debe eliminar la
concurrencia, los premios y los castigos, puesto que
él, al igual que Carl Rogers, estaba convencido de que
el premio radicaba en el resultado de un trabajo bien
realizado y el castigo en el fracaso.

El profesor norteamericano John Holt, que desbarató la


crítica de que la pedagogía
libre o autorreglamentada era un simple libertinaje,
planteó que la escuela debe ser una suerte de banquete
intelectual, artístico y creativo, donde cada educando
tome y pruebe lo que quiera. La escuela debe permitir
que cada educando planee, dirija y decida su propia
profesión y su propio destino, bajo la conducción de un
educador que, por supuesto, le sirva sólo como un punto
de referencia. John Holt, como Neill, Rogers y otros,
criticó también el sistema de concurrencia y las
calificaciones establecidas en la escuela tradicional,
porque entendía que la escala métrica de evaluación a
la cual es sometido permanentemente el alumno tiende no
sólo a degradarlo, sino a corromperlo, pues
la educación bancaria, que hace de la mente de los
educandos un recipiente en el cual se depositan los
conocimientos, en vez de ayudarlo a formar su
integridad personal, le induce a ser una persona
sumisa, tal cual es el deseo de la escuela y la
sociedad.

A lo largo del siglo XX, la pedagogía libre encontró


varios intérpretes, entre ellos, a Carl Rogers, quien
consideraba que el individuo es bueno por naturaleza,
y que, por medio de un idealismo humanista y el apoyo
emocional necesario, podía alcanzar su plena
realización como individuo socialmente apto. Sólo
cuando se deja que la libertad funcione libremente,
cuando el individuo es libre de experimentar y seguir
su propia naturaleza, éste se convierte en un ser social
y positivo, confiable y constructivo. Carl Rogers, que
protestó toda su vida contra el autoritarismo escolar
y social, sabía que, para que la enseñanza contribuya
a la realización del individuo, ésta tenía que ser
genuina y verdadera, ya que cualquier conocimiento que
se impusiera desde fuera, en base a exámenes y
calificaciones, tenía siempre un efecto negativo en la
formación integral del niño. Rogers, como María
Montessori, reconocía que en los niños existe una vida
interna, una especie de impulso subconsciente, que hace
que los niños crezcan y se realicen, y que la única
importancia del mundo externo es la de proporcionarles
los medios necesarios para que cumplan el cometido de
alcanzar su meta natural.

Otra variante es la pedagogía del trabajo de Célestin


Freinet, para quien, como todo crítico de los métodos
tradicionales y autoritarios, la sociedad no podía
oprimir al individuo y menos decidir el rumbo de su
destino; por el contrario, la sociedad debía ofrecer
las posibilidades para que el individuo se desarrolle
plenamente dentro de una colectividad autónoma. En la
pedagogía de Freinet, el aula es un laboratorio de
trabajo, donde el educando, motivado por una
investigación y expresión libres, encuentra las
posibilidades que le permitan organizar y planificar
sus estudios en relación a su entorno. Freinet quiso
crear las condiciones necesarias para desarrollar al
máximo la creatividad infantil y satisfacer sus ansias
de inventar e indagar. Quiso, asimismo, formar
educadores, elaborar materiales didácticos -partiendo
de la motivación y el interés de los niños- y organizar
el trabajo escolar para que el educando pudiera
realizarse a sí mismo, con la menor ayuda posible,
puesto que Freinet, consciente de que cada educando es
el artífice de su propia educación, partía del
principio de que los recursos didácticos de la escuela
sólo servían para la buena elaboración y planificación
del trabajo pedagógico y no para que los educandos
fuesen tiranizados por los materiales didácticos,
previamente elaborados por los tecnócratas de la
educación.

En consecuencia, todas las teorías pedagógicas


mencionadas parten del criterio de que cada niño se
desarrolla a su ritmo, sin que nada ni nadie forcejee
su desarrollo natural. Por eso, la edad
estándar establecida para la escolarización de los
niños es una norma arbitraria y motivo de
controversias, pues a la edad de cinco o seis años,
estar maduro para empezar la escuela implica estar
predispuesto a la socialización, al aprendizaje de los
conocimientos y a la interrelación social que se exige
en le primer año lectivo. El hecho de que un niño esté
o no maduro para empezar la escuela, depende, en gran
parte, del tipo de enseñanza que se le imparta en el
primer año, puesto que los programas escolares, además
de contemplar el necesario aprestamiento motórico,
sensorial, lingüístico, emocional e intelectual,
incluye una serie de conocimientos que deben ser
asimilados por el educando antes de ser promovido a un
grado inmediato superior, sin considerar que los niños,
a pesar de tener la misma edad y proceder del mismo
contexto sociocultural, son diferentes en su nivel de
desarrollo cognoscitivo; por cuanto es natural que cada
niño esté maduro sólo para asimilar un cierto tipo de
conocimientos en desmedro de otros; esta realidad, a su
vez, rechaza los programas escolares que los educadores
aplican esquemáticamente a todos y cada uno de los
niños, sin considerar las premisas, los conocimientos
y el grado de madurez en el que se encuentra el niño
cuando llega a la escuela.

Pedagogía del diálogo

La pedagogía del diálogo está inspirada en las teorías


psicoanalíticas de Sigmund Freud y Erik Homburger
Erikson, en la psicología evolutiva de Jean Piaget y en
la pedagogía del oprimido de Paulo Freire.

La pedagogía del diálogo tiende a modificar los


conceptos retrógrados de la pedagogía tradicional,
porque adapta un programa escolar a partir de las
necesidades, intereses y aspiraciones reales del niño.

A principios de los años setenta se desarrolló


ampliamente la pedagogía del diálogo, cuyo esencial
objetivo era transformar la educación bancaria y, sobre
todo, la relación existente entre educando-educador.
Como es bien sabido, hasta mediados del siglo XX, la
función del educador consistía en transmitir
conocimientos y normas sociales al educando, quien, en
su función de objeto pasivo, estaba obligado a asimilar
mecánicamente los conocimientos, pues la educación
tradicional, reñida desde todo punto de vista con los
principios de la libertad individual, la democracia y
la escuela moderna, había legitimado la supremacía del
educador sobre el educando.

Los pioneros de la pedagogía del diálogo sostienen que


dentro del marco de una sociedad democrática -y una
educación también democrática-, el maestro, mucho más
que despreciar la capacidad del educando, debe
aprovechar sus conocimientos, respetarlos y evaluarlos.
Desarrollar la pedagogía del diálogo implica respetar
los principios democráticos en el sistema educativo y
estimular el respeto recíproco entre educando-educador.

La primera función de la escuela es la de educar a


personas que tengan la capacidad de crear y no sólo de
reproducir lo que otras generaciones hicieron a su
turno, en vista de que los individuos son activos y
creativos por naturaleza. Y, por eso mismo, el educador
debe tender a satisfacer el interés y las aspiraciones
propias del niño, poniéndolo a él en el centro del
proceso de enseñanza/aprendizaje.

En la pedagogía del oprimido de Paulo Freire, arraigado


en los principios marxistas y existencialistas, el
proceso de enseñanza/aprendizaje, además de ser una
forma de liberar y concienciar al educando, es
elaborado con él y para él. La educación, para empezar,
tiene que eliminar las contradicciones entre el
educando-educador, establecida por la pedagogía
tradicional. Sólo la abolición de estos polos puede
garantizar que tanto el educando como el educador sean
sujetos en el proceso educativo.

En la pedagogía del oprimido, la clase se transforma en


una suerte de círculo de estudios, en el cual el
educador es apenas un coordinador. Así, " en el círculo
de cultura, en rigor, no se enseña, se aprende con
reciprocidad de conciencias; no hay profesor, sino un
coordinador, que tiene por función dar las
informaciones solicitadas por los respectivos
participantes y propiciar condiciones favorables a la
dinámica del grupo, reduciendo al mínimo su
intervención directa en el curso del diálogo" (Freire,
P., 1978, p. 12-3).

El diálogo, para Freire, tiene la función de despertar


la conciencia crítica del individuo, de su situación
existencial y de sus posibilidades, esta conciencia
sirve como el camino que conduce a los oprimidos hacia
su liberación. El diálogo permite que tanto el miembro
del círculo como el coordinador se enriquezcan
mutuamente. "De este modo, el educador ya no es sólo el
que educa sino aquél que, en tanto educa es educado a
través del diálogo con el educando, quien, al ser
educado, también educa. Así, ambos se transforman en
sujetos del proceso en que crecen juntos y en el cual
los argumentos de la autoridad ya no rigen. Proceso en
el que ser funcionalmente autoridad, requiere el estar
siendo con las libertades y no contra ellas" (Freire,
P., 1978, p. 90).

El método de conscientización de Paulo Freire, a


diferencia del método de enseñanza tradicional, no
pretende ser un método de enseñanza sino de
aprendizaje, para cuyo efecto es necesario usar el
diálogo, porque el diálogo está basado en la palabra,
y la palabra tiene dos dimensiones: la de reflexión y
la de acción. No existe ninguna palabra real que no
sea, al mismo tiempo, praxis. El hombre, con la palabra,
asume conscientemente su especial condición humana.

La pedagogía del diálogo elimina el monólogo y el


monopolio de la palabra del educador y,
consiguientemente, el sistema bancario de la educación
tradicional, en el cual el educador es el sujeto real,
cuya función indeclinable es llenar a los educandos con
los contenidos de su narración. Paulo Freire, al
referirse a la concepción bancaria de la educación,
antidialéctica por esencia, dice: "La narración, cuyo
sujeto es el educador, conduce a los educandos a la
memorización mecánica del contenido narrado. Más aún,
la narración los transforma en vasijas, en recipientes
que deben ser llenados por el educador. Cuando más haya
llenado los recipientes con sus depósitos tanto mejor
educador será. Cuando más se dejen llenar dócilmente,
tanto mejor educandos serán" (Freire, P., 1978, p. 76).

Otra variante de este sistema pedagógico es el método


LTG (Läsning på Talets Grud), empleado por Ulrika
Leimar en la didáctica de la lectura y la escritura
inicial, que arranca del criterio de que el programa
escolar debe ser aplicado a cada niño de manera
individual, partiendo de su nivel lingüístico e
intelectual. Por lo tanto, es importante que la escuela
y los programas se adapten al niño y no a la inversa.
Ulrika Leimar considera que la escuela debe favorecer
las facultades de expresión oral y escrita del niño,
estimulándolas a partir de su entorno concreto y la
adquisición progresiva de nuevos conocimientos, pues
estimular la libertad de expresión significa no sólo
establecer el juicio propio del niño sobre los
mecanismos intrínsecos y extrínsecos de su mundo
cognoscitivo, sino también enseñarle a respetar las
opiniones de los demás.

El método LTG irrumpió en la escuela sueca a fines de


los años sesenta, como alternativa a las técnicas de
los métodos tradicionales. El objetivo esencial de
Ulrika Leimar era enseñar a leer sin la necesidad de
contar con una lección previamente planificada ni
seguir una serie de técnicas preestablecidas o
esquemáticas.

Este método está basado en el propio idioma del niño y


en su libertad de creación individual, puesto que se lo
considera el autor de su libro de texto, cuya forma y
contenido son los fieles reflejos de su experiencia,
sus conocimientos y su nivel lingüístico. En este
método activo y creativo, el niño es el principal
recurso del proceso de enseñanza/aprendiaje, y las
condiciones de trabajo establecidas democráticamente
entre educando y educador son partes integrantes de la
metodología a seguir.

Para Ulrika Leimar, que pondera más la semántica que la


fonología, el respeto del grado de desarrollo
idiomático e intelectual de cada niño implica no sólo
reforzar y defender la libertad de expresión, sino
también un modo de respetar la integridad del niño,
cuyas conductas y motivaciones están determinadas por
el medio social del cual proviene. Además, aprender a
leer es un proceso complicado, ya que la palabra
simboliza un concepto y el signo escrito simboliza la
palabra. De ahí que las palabras, a las cuales los niños
se enfrentan en el instante de leer, deben representar
conceptos por él conocidos, y no ser una simple
combinación de letras sin sentido. Para el niño es
importante encontrar una relación coherente entre el
pensamiento, la fonética, la imagen y la escritura.

Por otro lado, las dificultades que tiene un niño en el


proceso de la lectura, escritura o pronunciación, no
obedecen necesariamente a factores de índole
neurológico o de deficiencia mental, sino al hecho de
que los libros de texto, escritos
por especialistas y tecnócratas de la educación, le
presentan palabras ajenas a su código lingüístico o a
su realidad cotidiana.

Ulrika Leimar considera que el aprendizaje de la


lectura debe estar vinculado al lenguaje coloquial de
los niños y, sobre todo, a aquellas palabras que tienen
un real significado para ellos. La aplicación de este
método requiere que los niños experimenten vivencias y
descubrimientos de manera colectiva, los cuales
servirán de base en la creación de un texto colectivo,
y de dibujos que cada niño reunirá en su libro de
sucesos (händelseboken), pues los dibujos son un
complemento necesario en este método, no sólo porque
desarrolla la destreza motrórica, sino también porque
es el mejor medio a través del cual los niños canalizan
sus pensamientos y sentimientos.

El método LTG, además de haber obtenido buenos en la


enseñanza de la lectura inicial, es un método que
estimula la fantasía de los niños, ya que su aplicación
no parte de definiciones abstractas, al margen del
interés y capacidad intelectual del niño, sino a partir
de hechos concretos y cercanos a él, teniendo presente
que la lectura no consiste en descodificar las letras
o palabras en un texto determinado, sino en
interpretarlas y entenderlas con precisión, pues una de
las tantas dificultades que los niños tienen en el
proceso del aprendizaje de la lectura inicial es la de
no comprender lo que leen, quizá porque desde un
principio se los acostumbra a sacrificar la comprensión
en provecho de la rapidez.

El planteamiento fundamental de la pedagogía del


diálogo estriba en la necesidad de establecer que el
proceso de desarrollo armónico del individuo está
sujeto tanto a factores internos (innatos) como
externos (adquiridos). La interrelación existente entre
la maduración y el medio circundante es lo que le
permite al niño desarrollar su lenguaje e inteligencia.

En la pedagogía del diálogo es importante que el


maestro considere el grado de desarrollo intelectual y
lingüístico en el que se encuentra el niño, antes de
presentarle los elementos de su mundo cognoscitivo.
Para que esto ocurra, el educador debe internarse en el
mundo del niño; acto que, para los educadores de la
escuela tradicional, resulta complejo y engorroso, ya
que este tipo de relación exige recursos especiales o
actitudes ajenas a las que están acostumbrados.

En la pedagogía del diálogo, la propia actividad y


curiosidad del alumno es un excelente medio para la
adquisición de los conocimientos necesarios. Nada se
puede imponer mecánicamente desde fuera, y menos cuando
el educando no está motivado. Es decir, el educando no
debe ser forzado a aprender nada sólo porque está
establecido en el programa escolar ni porque estará en
el examen, sino porque él mismo ha visto la necesidad
y tiene deseos de progresar hasta ciertas metas
propuestas. El educador debe aprender a conversar con
el educando, reducirse a su estatura, para ayudarle a
resolver los problemas que él no puede resolverlos por
sí solo. Por medio del diálogo puede desarrollarse todo
el proceso de enseñanza/aprendizaje, sin dejar de
contemplar las demás necesidades que tiene el educando,
desde las fisiológicas hasta las psicológicas.

En la Pedagogía del diálogo, el educando y el educador


son sujetos, y ambos participan activamente en el
proceso de enseñanza/aprendizaje. Entre ellos se da un
respeto recíproco y una interrelación constante. No se
admite que ningún educador decida de manera arbitraria
lo que está bien o lo que está mal, sin que exista una
intercomunicación real con el educando; más aún, cuando
se sabe que todo lo que puede ser lógico para el adulto,
puede ser ilógico para el niño, sin que por esto, el
individuo deje de ser, desde un principio, un ente
activo y creativo, que tiene la capacidad de
relacionarse con el mundo cognoscitivo y acumular, por
medio de su inquietud y curiosidad, conocimientos y
experiencias que le ayuden a forjar su personalidad.

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APUNTES PEDAGÓGICOS
VÍCTOR MONTOYA

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