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21/5/23, 3:33 CVC. Rinconete. Literatura. El ajedrez y la literatura (111).

tura (111). Julio Cortázar, «Rayuela» (1963), por Fernando Gómez Redondo.

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Jueves, 28 de mayo de 2020

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LITERATURA

El ajedrez y la literatura (111). Julio Cortázar,


Rayuela (1963)
Por Fernando Gómez Redondo

A Cortázar le pasaba lo mismo que a Unamuno con el ajedrez: lo practicó


con asiduidad durante su juventud hasta que se dio cuenta de que le
quitaba demasiado tiempo, para vivir y para escribir, para soñar relatos
concebidos como juegos o para idear una de las novelas más importantes
del siglo xx, Rayuela, que por algo nada más abrirla entrega al lector un
«Tablero de dirección»; ese extraño paratexto sirve, como es sabido, para
convertir la obra en lo que su autor pretendía: «A su manera este libro es
muchos libros, pero sobre todo es dos libros»; se ofrecen, así, dos
itinerarios de lectura, el corriente que avanzaría del capítulo 1 al 56 —con
dos secciones— y el que se fía a la secreta ordenación de las líneas de
contenido apuntadas en ese «Tablero», en el que se recomienda comenzar
la lectura por el capítulo 73. Por ese motivo, Rayuela es un texto que para
ser leído debe ser también jugado.

El primer libro se ajusta al modelo de una novela convencional y el segundo,


constituido por «capítulos prescindibles», al esquema de la «contranovela».
Ese primer libro consta de dos partes: la inicial —«Del lado de allá»:
capítulos 1-36— transcurre en el París en el que vivía Cortázar y refiere la
extraña relación que el protagonista, Horacio Oliveira, mantenía con una
mujer uruguaya, Lucía, a la que todos apodaban la Maga; alternan con un
grupo de intelectuales con el que forman el llamado Club de la Serpiente y
en el que la Maga no encuentra acomodo pues le faltan las referencias
culturales para seguir las intrincadas conversaciones que allí se entablan;
cuida de su hijo, Rocamadour, cuya muerte le hace abandonar a Oliveira; la
segunda sección —«Del lado de acá»: capítulos 37-56— sitúa al
protagonista en Argentina, malviviendo con los negocios —un circo, un
manicomio— que monta con su amigo, Manolo Traveler, casado con Talita,
en la que Horacio cree reconocer a la Maga; su rechazo lo empuja a
arrojarse desde una ventana, aunque ese final resulte ambiguo. Sigue luego
la que sería tercera parte —«De otros lados»: capítulos 57-155—, formada
por una heterogénea red de digresiones y de fragmentos en los que se
ofrecen las claves para entender —o, al menos, atisbar— el funcionamiento
de este experimento narrativo; de Morelli —un anciano escritor en el que se
encarna Cortázar— depende este desarrollo.

No buscan los personajes ganar el cielo o la última cuadrícula de la rayuela,


ya que sus movimientos —hay un «tablero»— parecen regirse por leyes
semejantes a las del ajedrez. De entrada, en el primer capítulo, Horacio
Oliveira deambula por el Barrio Latino de París, en busca de la Maga:

Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para


desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta
enseguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar
los ojos (…), un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se
moviera como una torre que se moviera como un alfil.

Tales son los poderes de que es dotada la figura de la Maga en la que


confluyen las propiedades esenciales de tres piezas mayores del ajedrez,
superpuestas entre sí, en razón del caos en el que vive y del que emerge la
dimensión del misterio que envuelve al resto de los personajes. Ella quería
huir de las leyes, transgredir las normas sociales, los ritos y los actos que,
en cambio, gobernaban la vida de Oliveira, muy a su pesar, como lo
reconoce Gregorovius, un pretendiente de la uruguaya, en el capítulo 17:

[…] y que un hombre es siempre más que un hombre y siempre menos que un
hombre, más que un hombre porque encierra eso que el jazz alude y soslaya y
hasta anticipa, y menos que un hombre porque de esa libertad ha hecho un
juego estético o moral, un tablero de ajedrez donde se reserva ser el alfil o el
caballo, una definición de libertad que se enseña en las escuelas.

Este Gregorovius, ya en el capítulo 24, en otra conversación con la Maga,


reconoce haberlos seguido, a ella y a Horacio, por París, pendiente de sus
movimientos, al igual que se dedicaba a buscar los defectos de otros
personajes, o a estudiarlos: «Me interesan mucho las conductas de mis
conocidos, es siempre más apasionante que los problemas de ajedrez».

Ya en la tercera parte, en los «capítulos prescindibles», Cortázar introduce


figuras que lo representan en cuanto creador de este abigarrado universo de
seres y de espacios que se van intercambiando constantemente. El más
significativo es Morelli, el escritor anciano que ayuda a definir los dos ejes
lúdicos de este universo narrativo:

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21/5/23, 3:33 CVC. Rinconete. Literatura. El ajedrez y la literatura (111). Julio Cortázar, «Rayuela» (1963), por Fernando Gómez Redondo.
—Una rayuela en la acera: tiza roja, tiza verde. CIEL. La vereda, allá en
Burzaco, la piedrecita tan amorosamente elegida, el breve empujón con la
punta del zapato, despacio, despacio, aunque el Cielo esté cerca, toda la vida
por delante.

—Un ajedrez infinito, tan fácil postularlo. Pero el frío entra por una suela rota,
en la ventana de ese hotel una cara como de payaso hace muecas detrás del
vidrio. La sombra de una paloma roza un excremento de perro: París (cap.
113).

La novela se asemeja a ese ajedrez infinito, descrito en el capítulo 154, para


que lo asuma el lector, en una de las conversaciones que mantienen Oliveira
y Morelli y en la que siguen desgranándose las claves por las que se ha
regido la construcción de esta obra:

—¿Es cierto que hay un ajedrez indio con sesenta piezas de cada lado?

—Es postulable —dijo Oliveira—. La partida infinita.

—Gana el que conquista el centro. Desde ahí se dominan todas las


posibilidades, y no tiene sentido que el adversario se empeñe en seguir
jugando. Pero el centro podría estar en una casilla lateral, o fuera del tablero.

Tal es lo que le ha ocurrido a Oliveira en su persecución de la Maga, tan


difícil de atrapar por la diversidad de movimientos otorgada a su figura.

El ajedrez —ligado al cuadrado mágico de Mercurio: «Decíamos que hay que


pensar en Hermes, dejarlo que juegue»— permite que la lectura de la obra
fluya con entera libertad por los múltiples recodos que se van descubriendo
en sus capítulos, los mismos rincones por los que Oliveira ha ido
perdiéndose sin llegar a encontrar lo que verdaderamente buscaba:

Todo estaba equivocado, eso no tendría que haber sucedido ese día, era una
inmunda jugada del ajedrez de sesenta piezas, la alegría inútil en mitad de la
peor tristeza cuando lo único que le llegaba hasta las manos era esa llave a la
alegría, un paso a algo que admiraba y necesitaba, una llave que abría la puerta
de Morelli, del mundo de Morelli…

O lo que es lo mismo: del interior de una obra en la que sus dos figuras
principales —Oliveira y la Maga— se persiguen y huyen por un ajedrez
infinito, para que una tercera —Morelli (o Cortázar)— pueda describir sus
movimientos en un tablero que se le entrega al lector para que, a su vez,
aprenda a jugar con lo que vive mientras lo lee, por cuanto para su autor
«escribir forma parte del mundo lúdico».

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