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CRÍTICA DEL POSITIVISMO

Como doctrina filosófica, el positivismo ofrece numerosos puntos de débiles. Si


comenzamos por analizar las fallas del sistema cartesiano, antes esbozadas, llegaremos a lo
esencial de las objeciones que se le pueden formular.
Sabemos ya que Descartes inicia su filosofía con su célebre “Pienso, luego existo”.
Creemos que ya aquí ha cometido un error importante. Se dice a sí mismo que si está
pensando es porque existe, caso contrario no podrá hacerlo. Esto es verdad y nadie puede
discutirla, aunque advertimos que hay un sutil y fundamental trastrueque de la realidad.
Descartes debió admitir, como primera evidencia en cuanto a lo que este pensamiento nos
sugiere, que, si bien en el orden lógico es correcto deducir que existe porque está pensando,
en el orden ontológico (o de la realidad de las cosas) está pensando precisamente porque
existe. Descartes deduce que existe porque encuentra su pensamiento, pero lo evidente para
él y para cualquiera es que lo que primero se da en la realidad es la existencia. Una cosa es
la manera según la cual Descartes se da cuenta de que está existiendo y otra muy distinta la
realidad: existe; luego, como es un ser racional (hombre) está pensando. Pero Descartes,
enceguecido por lo que le pareció el más evidente de los pensamientos, desde el primer
instante adoptó esa actitud. Si se hubiese colocado en la posición que señalamos, no la
lógica sino la ontológica, habría debido admitir como primera evidencia la de su existencia
y no la de su pensamiento. Es decir, que debería haber partido desde el ser (la existencia) y
no desde el pensamiento. De esta manera habría llegado enseguida a Aristóteles.
En última instancia, quizá Descartes se apartó deliberadamente de la posición
asumida por el sentido común. En su lugar Aristóteles habría afirmado que si pensaba era
porque existía, pues su sistema filosófico está centrado en el Ser (existencia). Cuando, en la
Edad Media, Tomás de Aquino da gran impulso a la filosofía aristotélica, destaca de
manera singular, como verdadero centro vital y núcleo de todo su pensamiento, el hecho de
la existencia. Partiendo de ella –afirma– alcanzaremos las realidades aun las más elevadas y
abstractas. Conocida es la frase que caracteriza a la filosofía realista: nada hay en el
intelecto que primero no haya estado en los sentidos. Este lema de Aristóteles significa que
todo conocimiento debe comenzar por la experiencia sensible, y a él suscribirá, sin duda
alguna, todo pensador positivista. Pero también quiere dar a entender Aristóteles que el
conocer, lejos de quedar limitado a lo sensible, debe trascenderlo. El lector puede
preguntarse cómo será posible llevar a cabo tal propósito. En este punto es imprescindible
volver a Descartes, para así comprender perfectamente la diferencia esencial que existe
entre aristotelismo y positivismo, pese a que coinciden en una verdad de tanta significación
como la que hemos enunciado.

Ciencia y filosofía

Para Descartes, la realidad está como moldeada sobre un modelo matemático; todo lo
que sobrepase sus contornos es dejado a un lado exactamente como hace el repostero que
pasa un cuchillo por el borde del molde que utiliza, conservando la masa que queda en su
interior y desechando los recortes. Así hizo Descartes: lo que no podía ser explicado porque
no estaba abarcado por el molde matemático, era eliminado de la consideración. Este lote
de recortes estaba constituido por todo lo que llamó ideas oscuras y confusas, incluyendo
especialmente las cualidades secundarias tales como color, sabor, etc. Con el tiempo, la
prohibición se extendió a conceptos tales como los de sustancia, causalidad, etc., según
vimos al recordar las ideas de Locke y demás continuadores. De este modo, Descartes
eliminó el problema: ya no necesitaría indagar cómo el conocimiento podía trascender lo
sensible. Buscar solución a tal problema era una pérdida de tiempo, ya que se trataba, en
verdad, de un pseudo problema. Ello era un simple efecto de su método apriorístico
aplicado a la realidad. Los aspectos de ésta que aquél no incluyese para su consideración
eran desechados, y por eso, según Descartes, como según los positivistas de todas las
épocas, los problemas que se suscitasen para su interpretación eran cuestiones mal
planteadas. Pero, evidentemente, quien no se conformase con la aplicación unilateral y
exclusiva de dicha metodología y todo el ámbito de lo real, no pensaría de igual modo.
Cercenar voluntariamente el cosmos no era científico ni filosófico, ni tampoco dejar una
parte de la realidad fuera del proceso del conocimiento.
Con diferentes matices, y pese a las críticas que le dirigían todos los discípulos del
cartesianismo, tomaban como punto de partida el hecho del propio pensamiento y no la
existencia. Identificaban el ser en general con el ser corporal. Para ellos no existía más ser
que el captado por la experiencia sensible. Asimismo fueron matematizantes, consciente o
inconscientemente. El propio Comte enseñaba que el conocimiento debe reducirse, en una
primera instancia, a establecer relaciones constantes y regulares entre los fenómenos, para
formular luego con carácter de leyes esas mismas constantes. Para el positivismo, los
fenómenos no son pues más las manifestaciones de hechos desconocidos, ajenos al sujeto,
aunque, en rigor, se han autoprohibido hablar de ellas. Hacerlo habría sido perder el tiempo,
porque lo único que el pensamiento puede alcanzar, según su parecer, son los fenómenos y
las leyes que los rigen. Esto es matematicismo puro mezclado con una dosis de
agnosticismo kantiano.

Método y filosofía

Los positivistas incurren en la sutil confusión que consiste en tomar la descripción


psicológica de un hecho de conciencia por su descripción ontológica. Esta confusión de
planos produce fatales consecuencias; en ella han caído pensadores de todas las épocas, que
cegados por un aspecto de la explicación pierden de vista la totalidad del problema en sus
diversos grados de profundidad: lógico, psicológico y filosófico.
Una curiosa falla del sistema positivista se refleja en el hecho de que sus adeptos
están poco menos que deslumbrados por el progreso de la ciencia. Si bien ésta fue y
continúa siendo admirable, siempre ha constituido un error gravísimo intentar extraer
conclusiones de orden filosófico del método y los conocimientos científicos. ¿Cuál ha sido
el origen de este error? Aristóteles definió la ciencia como la búsqueda de las causas
últimas (fundamentales) y los principios constitutivos de las cosas. El término corriente y
popular, en cambio, quiere significar solamente el conocimiento y dominio de la naturaleza.
Esta imagen proviene de la época del Renacimiento, y son muchos hoy los que
inocentemente imaginan al “sabio” como a un señor trabajando en un laboratorio, rodeado
de probetas. Nada más erróneo. El auténtico científico de la actualidad, recogiendo la
tradición que nos llega desde siglos anteriores, es un hombre de mente matemática. El papel
que la matemática desempeña en el ámbito de la ciencia es fundamental. Francis Bacon
había dicho que la naturaleza es como un gran libro de difícil lectura. Galileo descubrió la
clave para descifrarlo, utilizando el método matemático. No obstante, la base exacta y firme
de su concepción era la experimentación. Pero por sobre este punto de partida, que Bacon
comparte, apunta una diferencia que se irá agudizando cada vez más, a saber, que la
hipótesis ha de guiar a la experimentación. Es equivocado pretender que un hombre de
ciencia debe experimentar, y sólo accidentalmente o a posteriori formular sus reflexiones.
Éstas serán, en muchos casos, tanto o más importantes que la labor experimental. Se trabaja
a menudo sobre la base de ideas que sólo posteriormente serán verificadas por la
experimentación. El objeto fundamental de la ciencia, especialmente en el dominio de la
física –pues la biología es mucho más reacia a la matematización– es determinar las
regularidades constantes que rigen entre los fenómenos. Observando varios casos se
advierte que, dadas determinadas causas, se producen determinados efectos. Se pone de
manifiesto la existencia de una constante que, de ser precisada, dará lugar a la formulación
de una ley. Es fácil comprender que, de esa manera, no se llega al fondo de la realidad pero
sí se puede, en cambio, manejarla, aun sin saber -como se ha dicho– en qué consiste
aquello que se maneja. El conocimiento científico tiene por objeto nos las “cosas” de la
naturaleza, sino los “fenómenos” o manifestaciones sensibles que captan nuestro sentidos y
que nos traen –se quiera o no reconocerlo– la existencia de un “algo” existente fuera de
nosotros. Esta conjunción de física y matemática es lo que conforma la llamada ciencia
físico-matemática. La materia con que trabaja es la ofrecida por la experiencia y por eso se
dice que es una ciencia materialmente física; el instrumento mental que aplica a esa
experiencia está integrado por los principios matemáticos y por eso se dice que es
formalmente matemática1. ¿Qué mundo extraño de conocimientos puede surgir de esa
combinación? Nunca nos maravillaremos lo suficiente de que haya en la naturaleza
–«compacta y oscura», como la llama Sartre– aspectos que pueden ser reducidos y
gobernados mediante principios tan inmateriales como los matemáticos. Esta
correspondencia –que los positivistas deberían considerar con más reflexión y profundidad–
llevó a Einstein a decir que lo más incomprensible, en el universo, es que éste sea
comprensible. Y en esta frase –digna de todo ser que saber contemplar el misterio del
cosmos– se trasluce una faceta característica de los grandes hombres de ciencia, en su casi
totalidad. Einstein fue un gran matemático y físico pero su espíritu no pertenecía en
absoluto a la filosofía, quizá a causa de que las grandes mentes matemáticas sufren
frecuentemente la limitación propia de ese tipo de grandeza. Abismadas en la meditación de
verdades y principios perfectamente coherentes en sí mismos, pero que pertenecen
exclusivamente al reino de la cantidad, terminan por olvidar que hay en el universo algo
más que axiomas. Hay también cualidades, existencias y acciones que no pertenecen al
reino cuantitativo y que no son reductibles a su imperio, como sucede con la belleza, la
libertad, la intencionalidad de las acciones, las obligaciones, el concepto del deber, de
patria, etc. Un caso típico de esa clase de mentalidad lo constituye, en nuestra época, la
figura de Bertrand Russell, quien aunque algo cambiante en sus ideas, muestra casi siempre
como base constante de sus afirmaciones una mente perfilada sobre especulaciones
matematizantes. Esto lo lleva al extremo de afirmar que discutir sobre el hecho de la
existencia del mundo y su posible causa, es un problema aparente.
Esta dependencia de la ciencia ha permitido a la llamada filosofía científica cobrar un
impulso excepcional, pues le ha sido posible dominar las estructuras materiales inferiores
desde un punto de vista superior y casi aéreo. Aun en el campo literario, algunos autores
han sentido el impacto extraordinario de este casi nuevo saber y tal impacto ha sido
reflejado con maestría y notable sentido de lo revolucionario del método por no pocos
autores, destacándose, entre otras, la obra de Herman Hesse titulada El juego de abalorios.

1
Maritain, J., Filosofía de la naturaleza.
La esencia del conocimiento matemático reside pues en el hecho de que aparta ciertos
aspectos de la realidad –como la cantidad– y los toma como objetos exclusivos de análisis.
Sus notables éxitos en el campo de las realizaciones prácticas fueron y son deslumbrantes.
Así se originó una fuerte tendencia en el hombre a considerarlo como el auténtico
conocimiento, relegando la filosofía tradicional a un plano cada vez más secundario.
Pronto, las conclusiones pertenecientes a esta última fueron desechadas y se pretendió crear
un nuevo sistema filosófico, de base matemática. Este proceso no fue totalmente consciente
pero ha existido y se prolonga hasta nuestros días con todo vigor. De lo que era en sus
principios un simple instrumento o método de trabajo para manejar los fenómenos, se quiso
extraer conclusiones de carácter filosófico, lo cual resultó un gran error. En el lejano origen
de este proceso, siempre encontramos a Descartes con su concepción de que únicamente las
ideas de orden matemático eran realmente claras. Así, la física se fue cuantificando
paulatinamente. Las cualidades se redujeron a un común denominador: la cantidad. Cuando
en el estudio de algún fenómeno –como el de la caída de los cuerpos por un plano
inclinado– se lograba establecer una constante, se formulaba luego la ley que correspondía
a dicha regularidad y así se podía prever qué sucedería en el futuro en una situación
idéntica. A medida que se estudiaban procesos más complejos, como los del orden químico,
la imaginación era usada con mayor intensidad. Uno de los componentes esenciales de este
tipo de saber es la repetición del fenómeno en el laboratorio y a voluntad del sabio. Un
acontecimiento aislado nada significa para el hombre de ciencia si no es repetible. Esto
debe ser tenido muy en cuenta por aquellos que desean establecer relaciones exactas entre
ciencia y religión.

Teorías e hipótesis

Ahora bien, si la ciencia quedase reducida a estos elementos que hemos enumerado –
observación, experimentación, determinación de las regularidades– su capacidad de
progreso sería grande pero estaría lejos de llegar a lo que es actualmente. La formulación de
las leyes es la base firme, el sustento sólido del conocer científico; pero el verdadero motor
que lo impulsa es la mente humana, la cual formula hipótesis, luego comprobadas como
exactas merced a la experimentación. La mente trabaja en forma tan maravillosa que es
capaz de lograr la captación de ciertas realidades con los pocos datos sensibles que a veces
logra reunir respecto de determinado problema.
Nada significa en contra de esta afirmación el uso de instrumentos de gran precisión
pues, a través de ellos, es siempre el hombre quien observa. La teoría constituye, pues, el
nervio del progreso científico. Gracias a ella ha sido posible llegar a conocer aspectos de la
realidad sensible que difícilmente hubiesen sido alcanzados de otra manera, como ha
ocurrido, por ejemplo, con la presión atmosférica. Esta característica de la ciencia ha sido
muy bien expresada por el científico Pierre Duhem: «En física no es posible dejar puertas
afuera del laboratorio la teoría que se quiere probar, porque son ella no hay manera de
regular un solo instrumento ni interpretar una sola lectura. En el espíritu del físico que
experimenta están siempre presentes dos aparatos: uno es el aparato de vidrio o metal que
maneja; el otro es el aparato esquemático y abstracto con el que la teoría sustituye al
aparato concreto y sobre el cual el físico razona. El físico no puede concebir el aparato
concreto sin asociarle la noción del aparato esquemático. Esta radical imposibilidad que
impide disociar las teorías de la física de los procedimientos experimentales propios para
controlar estas mismas teorías, complica no poco este control».
El restante elemento constitutivo es la hipótesis o solución provisional. Como ha
dicho el célebre Claude Bernard, «sin ella [la hipótesis] no se haría sino amontonar estériles
observaciones». Facilita la tarea de reunir el cúmulo de hechos y también de leyes en
sistemas provisionales pero que tienden a dar una visión panorámica del conjunto. La
hipótesis es de fundamental importancia porque ayuda al investigador, brindándole un
marco al cual incorporar nuevos hechos y leyes. Cuando éste se resquebraja por la
aparición de hechos a los que no puede ya dar cabida, se busca un nuevo esquema. Esto
explica que los sistemas científicos sean reemplazados por otros sin que el ánimo de los
estudiosos decaiga. Y es que la nueva imagen del universo que formulan les brinda
nuevamente la ilusión de poder llegar al dominio total del cosmos. Sin embargo, bueno es
tener presente que, pese a esa renovación continua, siempre subsiste algo que es común a
ellos a través de las sustituciones. Constituyen ese elemento permanente los datos
primigenios que en el tiempo han sido dejados muy atrás por la matemática, pero que
permanecen allí, como firmes testigos de la realidad captada por los sentidos y desde la que
partieron todas las especulaciones. Ésta es otra gran falla de los espíritus de rígido corte
matemático: la de olvidar que fue merced a una experiencia sensible que en algún momento
el hombre comenzó a trabajar. Por aquel lejano choque sensible se iniciaron los
conocimientos humanos. Porque la matemática aparece cuando el individuo despierta a la
vida intelectual, pero es evidente que ha entrado primero cronológicamente en contacto con
el cosmos y comenzado, a raíz de ello, a formularse una serie de preguntas. La historia de la
filosofía de los últimos siglos demuestra que algunos estudiosos han tenido clara conciencia
de la posibilidad de trascender lo puramente fáctico, mediante el uso de la inteligencia, a
través del método matemático. Los progresos de la ciencia han confirmado sus tesis. ¿A
qué se debe que estos mismos hombres nieguen a priori todo valor a la metafísica, si han
comprobado que la materia sensible puede ser trascendida? ¿En qué fundamentos se basan
para afirmar que la única posibilidad de trascendencia proviene de los principios
matemáticos? Será conveniente tener presente esta –al menos aparentemente– arbitraria
limitación de las potencias de la inteligencia, para poder valorar exactamente la postura
positivista en su actitud crítica frente a la metafísica tradicional. Podemos señalar sin
embargo, aunque sea brevemente, que en buena parte este error proviene del hecho de
considerar que la filosofía se reduce a un único plano o grado. Cuando las ciencias de la
naturaleza se aplican a la consideración de sus objetos, hacen abstracción de las
determinaciones individuales de los cuerpos y atienden solamente a la materia sensible.
Intentan establecer cuáles son sus componentes (químicos) y sus propiedades sensibles y
mensurables (física).

Filosofía de la naturaleza

En cambio, la llamada filosofía de la naturaleza, si bien considera el mismo objeto


que la física, a saber, el ser sensible y móvil o cambiante, lo hace desde otro punto de vista.
Busca establecer los “principios” constitutivos de los cuerpos y, así, Aristóteles llega a la
conclusión de que éstos son de naturaleza inteligible y que como tales escapan al
pensamiento puramente científico.
Con la ayuda de estos principios –dice Aristóteles– se pueden comprender y explicar
algunos fenómenos, tales como el del cambio o la transformación de los cuerpos, que
escapan por su naturaleza a las ciencias naturales. Éstas trabajan en lo que se llama el
primer grado de abstracción2. Se hallan como sumergidas en la materia en cuyo ámbito
deben resolver todos los problemas; limitadas por esencia, no pueden dar solución para
cuestiones que exigen un grado de inteligibilidad más alto y el empleo de un método
distinto. La filosofía de la naturaleza, por su parte, si bien ubicada en igual plano, parte de
un punto de vista distinto, o sea que enfoca la misma materia según otro aspecto y otro
ángulo, lo cual configura una gran diferencia. No busca establecer leyes que le permitan
dominar a la naturaleza sino el conocimiento, prescindiendo de la aplicación práctica que
pueda extraer de él. Con dos metas tan distintas, los resultados –consecuentemente– no
podían dejar de ser diferentes. Pero las ciencias de la naturaleza no son opuestas a las
filosofías de la naturaleza. Por el contrario, se complementan pues –trabajando en un
mismo plano y sobre los mismos seres y dando solución a problemas de orden irreductible–
procuran otorgar una visión muchísimo más completa de los cuerpos y de la realidad. La
confusión producida en la época de Galileo provino precisamente de no distinguir entre
estas ramas del saber. Todas las discusiones tuvieron su origen en un malentendido, al
creerse que los descubrimientos científicos podían incidir directamente sobre el saber
filosófico. Como se confrontaban aspectos situados en distintos planos no podía obtenerse
ningún resultado y, por el contrario, se exasperaban los espíritus al no poder demostrar a los
demás la verdad que, cada uno en su posición, veían con tanta claridad.
La ciencia, pues, en el aspecto moderno del vocablo, está ubicada en el segundo
grado de abstracción, o sea en el plano propio de la matemática. Es superior a las ciencias
meramente naturales porque los seres matemáticos, al poder ser concebidos con
desprendimiento de la materia, tienen universalidad y necesidad mucho mayores. Para todo
científico es necesidad primordial el poder repetir en el laboratorio los fenómenos
observados. Dijo Aristóteles que no hay ciencia de lo particular sino de lo general. Con la
observación reducida a un solo fenómeno no es posible enunciar leyes, pues éstas se basan
en la formulación de las constantes. Este concepto es de particular interés para la
consideración del problema de las relaciones entre ciencia y religión, especialmente en el
aspecto de la posibilidad del milagro. Podemos decir que el científico como tal, con los
elementos de que la ciencia más avanzada dispone, nada puede afirmar al respecto, por la
sencilla razón de que el milagro es un hecho aislado. El pedido de algunos sabios de que se
recree por medios no naturales un brazo amputado en presencia de una academia científica,
que sería la única posibilidad de que ellos creyesen en la realización de tales fenómenos,
está asimismo basado sobre la confusión producida en época de Galileo. Aunque la
mencionada recreación se produjese ante mil sabios, no podrían pronunciar juicio alguno.
Su instrumental física e intelectual en tanto científicos no les serviría para ello. La esencia
de su conocimiento es de otra índole, su método y su objeto, distintos e ineptos.
Afirmaciones tales como la citada están respaldadas por posiciones filosóficas muchas
veces inconscientes e implícitas. La moderna fenomenología descriptiva de las vivencias ha
visto bien claro en esto al afirmar que un hecho debe ser tomado en toda su complejidad tal
como se presenta en la realidad para ser debidamente analizado. El concepto de milagro es
esencialmente religioso. Su estructura inteligible es de orden metafísico. El concepto de ley
de la naturaleza que se emplea en su definición no es juricista. La ley no es algo exterior a
los cuerpos, como los cientistas piensan. Las leyes son, en metafísica, la propia esencia y
naturaleza de los cuerpos. Por eso, cuando un religioso dice que Jesucristo hacía milagros,
no piensa que se ha quebrantado una ley exterior a las cosas. Simplemente –dice–, a un

2
Maritain, J., Los grados del saber.
cuerpo no puede devolverse la perfección que ha perdido, ni con sus solas fuerzas naturales
ni con la ayuda de otros cuerpos. Entonces se produce la intervención de un poder
sobrenatural, que, por una abundancia de perfección y sin violentar a la naturaleza,
devuelve a la cosa lo que perdido. Este poder sobrenatural es el Ser, que ha creado las cosas
en su totalidad, que las mantiene en la existencia en todo momento porque así como
ninguna pudo darse el existir tampoco podría mantenerlo por sí misma. Ese “modo” con el
que el Ser ha creado las cosas, así como aquel otro “modo” con el que les devuelve la
perfección perdida (enfermedad que desparece de inmediato) o con el que crea nuevos seres
(multiplicación de los panes), escapan por igual a nuestra inteligencia e imaginación. Con
esto queremos significar la imposibilidad de la ciencia para emitir opinión en materia
religiosa. Es una vivencia especial, y el cristianismo en particular cuenta con una base de
tipo racional metafísico. Esta estructura podrá ser criticada, pero es en ese terreno donde
debe situarse el debate. La ciencia como tal ha perdido, pues, sus antes pretendidos
derechos para afirmar o destruir una religión.
Pero la limitación del saber científico es extensiva a un mayor campo. Así, jamás
podrá explicarnos el porqué de la existencia de las leyes naturales y de su valor necesario y
universal. Sin estas leyes no podría existir, pues el progreso no existiría: ellas son el
sustento y la base del impulso que las anima. Pero si no puede explicarlas, ¿quién lo hará?
Otra vez bordeamos el área metafísica. Bertrand Russell –verdadero representante de un
tipo de pensamiento– es acérrimo enemigo de la filosofía de alto vuelo. En su afán de
destruirla llega a afirmar que las leyes de la naturaleza tienen sólo valor estadístico,
afirmación desesperada ante el deseo de evitar aquella aproximación a la filosofía que tanto
aborrece. Russel advierte que el hecho de admitir la vigencia universal de ciertas leyes
plantea de inmediato el problema de cómo ha de ser esto posible. Él lo ha declarado, por
anticipado, un pseudo problema. Pero es un inútil esfuerzo; el sentido común por un lado y
el progreso de la ciencia por otro demuestran que realmente se hace pie en la propia
realidad. De cierta manera captamos algo de ese más allá de los fenómenos. ¿O pretenderá
Russell que “dos y dos son cuatro” es el producto de una ley estadística o que el concepto
de triángulo podrá variar en una gran cantidad de triángulos?
Para terminar con esta ojeada sobre el alcance real de la ciencia baste recordar que el
porvenir de la humanidad dependerá en buena parte del uso que de los conocimientos
científicos hagan los hombres. Las reglas y normas rectoras no vendrán de la misma
ciencia. El espíritu humano será el que, en orden a otras vivencias de esencia muy distinta,
habrá de ir labrando su propio código, conforme a la naturaleza del hombre en toda su real
complejidad3.
En el positivismo se da, en forma constante, una lucha ininterrumpida entre el
esfuerzo de la voluntad de sus defensores por permanecer apegados a la defensa de lo
meramente sensible y el impulso poderoso de la inteligencia de estos mismos hombres que
se ven llevados mucho más allá. Ya Galileo había notado que la observación quedaba en
cierta forma sujeta a los principios que se toman como punto de partida y dentro de cuyo
marco se realiza la experimentación. Si los principios cambian, la observación se realiza
bajo un punto de vista nuevo.
Uno de los problemas que los positivistas no pueden resolver es el hecho de que una
persona instalada en su gabinete pueda comprender determinada cuestión sin una previa
labor de investigación personal. Esto está íntimamente vinculado al problema del

3
Esta limitación la reconoce Russell en su obra Religión y ciencia, pp. 153 y ss.
conocimiento. En primer lugar, ya hemos visto una limitación esencial que sufre la
ideología positivista. Como la existencia no es un elemento sensible que caiga bajo la
acción de nuestros sentidos, no puede a su juicio recibir explicación. Curiosa posición para
un sistema que se considera apegado a la realidad pero que, confrontado con algo tan
evidente como es el existir, tiene que dejarlo a un lado. Así es como Bertrand Russell alega
que para él carece de sentido preguntar por qué algunas cosas existen en vez de no existir.
Su atención está concentrada en lo que se llama el análisis lógico y matemático. De esta
manera la existencia queda borrada del cuadro de los pensamientos y, junto con ella, el
problema de la causalidad filosófica que hace referencia al orden real, al problema del
cambio, de la existencia de sustancias, etc.

Positivismo y conocimiento

Si preguntamos a la filosofía positivista en qué consiste el conocimiento, nos dirá que


es la impresión que la mente recibe de las cosas. Esta concepción ha sido llamado “idea-
copia”. Una idea, para ser tal, deberá identificarse con el original sensible que la produce.
Esta concepción de la idea es natural en un sistema que por principio hace del sujeto un ser
enteramente pasivo (reacción contra el idealismo) y que asegura que todo el conocimiento
proviene de los elementos sensibles. Pero ofrece graves inconvenientes. Una primera
objeción a esta teoría es tomada de la propia experiencia. Advertimos que muchas veces
nos equivocamos. Ahora bien, si el conocimiento es una copia y no intervienen elementos
subjetivos, no es posible que se produzcan errores. Si se reduce la idea a una simple
impresión, como la moneda sobre la cera, el error no tiene explicación. Por otra parte, las
ideas generales que tenemos, por ejemplo la idea de hombre, son algo más que una simple
copia. También podemos, por análisis de nuestros propios pensamientos e imágenes,
percatarnos de que, salvo en muy raras ocasiones, nunca poseemos una imagen que
reproduzca hasta en sus más mínimos detalles el objeto conocido. ¿Y qué podrá decir un
positivista cuando se le pregunte si para él la vida es algo real? La vida existe y creemos
que nadie puede ponerlo en duda. Los seres individuales viven pero la vida es algo real que
se logra y se pierde. Es evidente que hay seres que comienzan a vivir y luego de un tiempo
dejan de ser seres vivientes. Ahora bien: ¿es posible concebir una idea-copia de la vida? Por
supuesto que no. ¿Negaremos por eso que haya vida? Lo mismo sucede con respecto a los
demás valores humanos superiores tales como la libertad, la belleza, etc. Los positivistas se
ven precisados a negar que estos conceptos tengan algún significado. Escapan a su método,
a sus principios apriorísticos, a sus postulados gratuitos. Para ellos no existen, y si los
aceptan en algún momento forzados por la ley imperiosa del espíritu humano, serán sin
duda inconsecuentes consigo mismos.
Para los positivistas las ideas no son más que asociaciones de imágenes, lo que otros
llaman esencia. Así, por ejemplo, la idea de hombre no representa una realidad. La
“humanidad” no es algo que exista en cada hombre, según erróneamente creía Aristóteles.
Simplemente ocurre que tenemos la imagen de Pedro, de Juan y de muchos otros hombres,
y cuando queremos recordarlos, como tenemos profusión de figuras en la memoria, sus
contornos se esfuman paulatinamente y debido a ello nos parece que hay una idea de
hombre con abstracción de las diferencias individuales. Todas esas imágenes empobrecidas
tienden a hacernos creer que son algo independiente de los seres individuales en los que las
hemos percibido. Pero esta posición es netamente psicologista. Se confunde el proceso de
asociación, que sirve para explicar desde un ángulo psicológico cómo se forman las
imágenes en nuestro espíritu, con el hecho puro del conocimiento. Este error proviene en
realidad de la época de Hume, quien sostenía –como hemos visto– que nunca podremos
asegurar que el fuego siempre dará calor. Es evidente que este filósofo, dedicado a analizar
el proceso natural de formación de imágenes, se ha dejado llevar demasiado lejos por esta
estrecha senda perdiendo de vista el camino real de la filosofía. Hume nunca logró explicar
el hecho de que numerosos individuos puedan ser señalados de inmediato mediante el
mismo signo, en este caso la idea de humanidad que puede ser traducida por animalidad
racional. Si todos los hombres son algo puramente individual, distintos entre sí, y no hemos
visto ni veremos jamás a la inmensa mayoría, ¿cómo explicar que por una simple imagen
empobrecida, extraída de la percepción de algunos pocos seres, podamos saber de
antemano que el resto de ellos –miles de millones– serán, en lo fundamental, exactamente
como los que conocemos? La posición de Hume es comprensible en el estrecho marco de
los principios que ha escogido como punto de partida: fuera de esa perspectiva, es
insuficiente para satisfacer a la inteligencia. Aunque parezca extraño, la actitud humeana es
compartida por muchos pensadores contemporáneos, con pequeñas variantes, que, si bien lo
critican, son discípulos suyos. Algunos de éstos afirman que lo que se llama “idea” no es
sino al efecto de haber concentrado la atención sobre una característica particular de un
objeto, por ejemplo, el color. Luego, apartando de la contemplación las demás cualidades,
quedamos solos frente a ese determinado color y acabamos creyendo que hemos formado
una idea por medio de la abstracción. Esta teoría tropieza con los mismos inconvenientes
señalados anteriormente, al referirnos a la universalidad o intemporalidad de algunas ideas,
como la del hombre o la humanidad. Pero además contradice la sencilla experiencia de cada
uno de nosotros. Si alguien nos dice que posee un jarrón de color, en nuestra mente se
obrará un proceso que, siendo uno, podríamos llamar doble. En nuestra imaginación
aparecerá una imagen correspondiente a un jarrón con tal o cual color, que podrá ser nítido
o simplemente confuso (grisáceo, blancuzco, etc.), pero al mismo tiempo sabremos, en
nuestra inteligencia, que este hombre posee un jarrón de color sin que tengamos necesidad
de saber exactamente la tonalidad que presenta. Asimismo, comprendemos perfectamente,
si alguien nos dice que posee una flor, qué es lo que quiere significar, sin necesidad alguna
de saber qué clase de flor es –rosa, clavel, margarita, etc.– ni, mucho menos, su color.
Parece evidente que –partiendo de la experiencia– la inteligencia capta en los objetos
individuales “algo” que ciertos filósofos llaman esencia y que se da en la realidad en
numerosos objetos haciéndolos pertenecer a la misma especie, con prescindencia de sus
particularidades individuales. Hume decía que la idea es una asociación de imágenes, pero
¿cómo explicar que tenga lugar precisamente entre cosas en las cuales nuestra inteligencia
ha reconocido un fondo común? Creemos que Hume ha tomado el argumento al revés. Él
dice que asociamos ciertas cosas y luego nos parece que tienen algo de común y universal.
Pero no aclara por qué asociamos “esas” cosas entre sí y no otras. Lo que sucede es, según
entendemos, que nuestra inteligencia encuentra algo de común y de allí se origina la
asociación. Una causa del error señalado proviene de que Hume ha separado el acto del
conocimiento en forma arbitraria. Generalmente, la imaginación ayuda al hombre a conocer
ciertas cosas. El ser humano no es pura inteligencia como lo sería un ángel, que –
careciendo de materia– iría hacia los objetos en un acto único e intuitivo.
La adquisición del conocimiento implica un proceso laborioso. En una primera etapa
parte de la experiencia sensible, plano en el cual la inteligencia es ayudada por la
imaginación. La percepción de las cosas sensibles puede ser evocada por la memoria en
forma más o menos regulable y, cada vez que una de estas evocaciones tiene lugar, se
forma una imagen que los aristotélicos llaman “fantasma”. Este proceso responde a la
íntima constitución de nuestro espíritu. Pero sobre el uso de dichas imágenes –importante
en el plano de las ciencias naturales– predomina, y en forma fundamental, con una
diferencia insalvable, la labor de la inteligencia. En el ámbito matemático, la razón no
necesita ya de imágenes y menos aún en el metafísico. Es más, resulta fatal para el filósofo
intentar avanzar en este último grado del saber, valiéndose de la imaginación. Y esto no
significa que, aun en estos grados del conocer, no haya una natural tendencia del espíritu a
producir imágenes. Es el reflejo de aquella necesidad elemental, intrínseca a nuestro punto
de partida desde la experiencia sensible. Por eso es necesario realizar un esfuerzo poderoso
a medida que se comienza a reflexionar sobre seres cuya formulación escapa a lo
meramente sensible. Filósofos notables como Hume no han sabido advertir este doble
aspecto de nuestro acto cognoscitivo: el acompañamiento de la imagen y el acto de
intelección en sí mismo. Con referencia a esta tesis y como una prueba más de su exactitud,
podemos recordar el proceso que se opera cuando alguien nos cita la palabra ángel. En la
generalidad de los casos, aparece de inmediato en nuestra imaginación una figura confusa,
vestida con una especie de túnica, expresión sonriente, provista casi siempre de grandes
alas, etc., muy parecida a las que hemos visto en libros o estampas, o en las iglesias. Es
fácil comprobar con este ejemplo de qué manera la imagen deforma a veces la realidad. Si
el ángel existe, es ante todo un ser inmaterial provisto de pura inteligencia. Como no posee
elementos sensibles o corpóreos, su esencia constituye todo lo que es, resultando de esa
manera que no puede haber dos ángeles iguales en todo el universo. Cada uno es un mundo
enteramente distinto porque la esencia de cada uno es algo totalmente irreductible a la de
otros. Constarían sólo de lo que Aristóteles llamó la forma, y las formas son idénticas o son
enteramente distintas. Ahora bien, las formas idénticas se dan solamente en los seres
materiales, que se diferencian entre sí por las particularidades individuales provenientes de
la materia de la que participan.
Preguntaríamos a Hume: ¿cómo explicar que asociemos imágenes de hombre con
hombre y no de hombre con flor, por ejemplo? Algunos lo atribuyen a la semejanza
externa. Pero se les puede contestar: o lo externo revela algo más íntimo y esencial (la
sustancia se conocería a través de los accidentes) o no revela nada y no constituye pues un
fundamento. Una semejanza externa, puramente mecánica, no significa nada, no explica
nada, no dice nada, a la inteligencia. Un muñeco con forma (figura) de hombre no es un
hombre.
Si el conocimiento no es más que una serie de convenciones originadas por el hábito
o por el común acuerdo de los hombres, ¿cómo explicar que ese conjunto de acuerdos o
resultados de la costumbre práctica alcancen a dar al ser humano el poder de obrar sobre la
naturaleza? ¿Cómo explicar el avance como resultado de una simple coincidencia? La
casualidad no sirve para explicar el hecho de que algo puramente convencional coincida
efectivamente con las realidades sensibles permitiendo manejarlas y transformarlas. El
hábito de asociación tampoco nos permite la comprensión de este problema, pues ya vimos
que, para Hume, no tiene contenido ni consistencia filosófica. Él y sus discípulos modernos
echan tierra sobre este asunto; para ellos es un pseudo problema.

Mecanicismo positivista

Otro aspecto objetable del positivismo es la filosofía mecanicista subyacente en la


mayoría de sus manifestaciones, filosofía de origen cartesiano. Recordemos que Descartes,
en su afán de elaborar ideas claras, eliminó las cualidades y redujo el espíritu al
pensamiento y el cuerpo a la extensión. Para él, materia se identifica con extensión o
cantidad. Así pudo explicar fácilmente el método matemático porque la extensión puede ser
observada, medida, dividida, etc. Pero, evidentemente, la realidad de los cuerpos es algo
más que extensión. Descartes siguió su camino –trazado de antemano– y, para explicar el
cambio (movimiento) de los cuerpos, llegó a la conclusión de que éste se opera por el
cambio de las partes en sus respectivas posiciones. Es decir que todo cambio se reduce a
movimientos locales. Desechó –juntamente con las cualidades corporales– todo concepto
de fuerza o energía y lo que Aristóteles había llamado “formas” (esencia), que eran, a su
entender, verdaderos centros de vitalidad. Las fuerzas no eran para éste algo estático, como
han creído equivocadamente algunos filósofos modernos, sino centros de energía en el
sentido de aquello que posee un ser de más efectivo y profundo. Naturalmente, al limitar la
materia a la extensión y suprimir las esencias, la concepción cartesiana terminó de un solo
golpe con la teoría aristotélica del conocimiento. Cayó también en la tesis de la idea-copia
que luego había de ser recogida por los positivistas. De aquí en adelante, la esencia del
conocimiento cartesiano consistió en las mediciones de orden matemático. Se le puede
aplicar aquello de que «se mide muy bien pero no se sabe qué es lo que se mide», desde que
las esencias han desaparecido. Este concepto mecanicista de la realidad cercena
arbitrariamente la naturaleza acomodándola a las exigencias del método matemático, y es
insuficiente para explicar una multitud de problemas. Uno de ellos, el del cambio o la
transformación de los cuerpos: de acuerdo con lo que afirma el mecanicismo, los cambios
se producen por la distinta posición que toman las partículas constitutivas de la extensión.
Pero recordemos que, con Descartes, se han excluido las esencias, de modo que la
extensión es algo totalmente privado de propiedades y de carácter pasivo. ¿Quién imprimirá
movimiento a las partículas para que cambien de posición? Como Descartes ha suprimido
toda vitalidad, todo centro de fuerza, la extensión ha quedado reducida a una masa inerte.
Carece de todo autoimpulso organizador, nada hay en ella que pueda conducir su
estructuración hacia finalidad alguna. Descartes ha suprimido el concepto de causa eficiente
y casusa final de Aristóteles y ahora se encuentra con la imposibilidad de explicar que las
cosas se muevan hacia objetivos determinados. Aristóteles no sostiene que las cosas tienen
voluntad, lo que sería evidentemente absurdo, pero afirma que el principio de finalidad es
algo real que nuestra inteligencia descubre. La observación parece confinar estas
aserciones. Nadie sostendría que una semilla de robe tiene la voluntad de llegar a ser árbol,
pero lo cierto es que, si las condiciones externas lo permiten, esa transformación llegará a
cumplirse. Existe pues un verdadero objetivo que es el fin en pos del cual va esa aptitud
real de la semilla, aptitud que es llamada potencia.
El mecanicismo tiene que apelar al azar como causa de todos los cambios. Pero es
una aspiración ilusoria. Por de pronto es irracional y sumamente improbable que la ciega
casualidad pueda dar lugar a la aparición de las obras maravillosas del universo: la
extraordinaria complejidad del cuerpo humano, la marcha armónica de los astros, la
estructura molecular, etc., y, por sobre todo, el fenómeno singular y único del pensamiento
humano.
De cualquier manera, si todo fuese casual, la aparición de cada nuevo ser sería obra
de azar, pero esto es desmentido por la teoría de la evolución, que cada vez aparece como
más próxima a la total confirmación. Cuando aparece una especie, sigue su marcha,
supongamos que durante algunos miles de años. Esto no se puede atribuir al azar. Y
tampoco sería legítimo suponer que el primer ser de la serie fue producto de la casualidad y
los restantes no, pues el azar se aplica a todos los cuerpos o a ninguno. Tampoco mediante
el azar pueden ser analizados procesos más complicados, como el conocimiento, el sentido
de la belleza, y otros.
Pretender que todo sea explicado por la simple disposición de los átomos en distintas
posiciones es caer nuevamente en la ininteligibilidad, aun en el caso de que las propiedades
de los cuerpos dependieran de las distintas posiciones y estructuras formadas por los
átomos. Quedaría siempre por explicar por qué éstos se habrían dispuesto de tal o cual
manera. Si la materia es pura extensión, no hay en ella razón alguna que lleve a sus
elementos mínimos a adoptar esta o aquella forma.
Siempre, de una u otra manera, vemos presentarse el espíritu matematizante de estos
hombres. Es lógico que lleguen a tales conclusiones –aunque en relación con la realidad
sean tan absurdas–, pues la matemática no utiliza el principio de finalidad ni el de causa
eficiente. No trata con las existencias sino sólo con las esencias. Luego intentan resolver los
problemas con un concepto de materia reducido a un ente matemático. Al no salir de este
plano, la concepción mecanicista –provechosa para el desarrollo de las ciencias en cuanto
permite reducir a esquemas y fórmulas todas las observaciones realizadas– fracasa siempre
que se la aplica a la resolución de problemas ontológicos en los que esté implicada la
“total” realidad y no solamente algunos aspectos de la misma.
A través de este rápido proceso, hemos apreciado cómo, a partir de los postulados
cartesianos, se desarrolló un tipo de pensamiento cuya vida estuvo íntimamente ligada al
desarrollo de la ciencia. El mecanicismo de Descarte –que debió haber representado para el
hombre de ciencia sólo un método de trabajo– fue convertido en sistema filosófico con el
que se intentó explicar la realidad sin abandonar las tesis fundamentales del conocer
científico. En cuanto instrumento de trabajo dio excelentes resultados; en cuanto doctrina
filosófica ha causado graves daños.
La imagen mecanicista de la naturaleza se derrumbó con los descubrimientos más
modernos y la formulación de ciertos principios, como el de indeterminación de Heisenberg
y la teoría de los “quanta” de Planck. Ha sido muy discutido si en el pensamiento de estos
sabios se había abandonado el rígido determinismo de la física clásica. Sea como fuere, lo
cierto es que aquella concepción ha sufrido una notable disminución. Aún no está dicha la
última palabra, pero es sumamente improbable que se vuelva a aquella seguridad un tanto
ingenua de la que es prototipo el conocido Laplace, seguridad que provenía en realidad de
una filosofía subyacente a la investigación estrictamente científica. Ya veremos si la ciencia
vuelve o no a la concepción determinista de la naturaleza, pero podemos asegurar que ya no
habrá de tener la incidencia filosófica que antes se le dio.
La concepción positivista permanece aún en forma difusa en la mente de no pocos
filósofos, pero más como actitud de rechazo de la metafísica y la religión que como sistema
positivo. Ha renunciado a explicar los problemas del universo y, escudándose en su
agnosticismo, intenta demostrar que no tiene sentido comenzar una disputa sobre aspectos
que son solamente pseudo problemas. Pero, como un reproche siempre vivo a su filosofía,
presenciamos el hecho permanente, real, que no analizan: que nacemos, vivimos y
morimos.

Ares Somoza, Paulino, Bertrand Russell. En torno a su filosofía, Buenos Aires, Eudeba, 1973, pp. 32-56

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