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Ciencia y filosofía
Para Descartes, la realidad está como moldeada sobre un modelo matemático; todo lo
que sobrepase sus contornos es dejado a un lado exactamente como hace el repostero que
pasa un cuchillo por el borde del molde que utiliza, conservando la masa que queda en su
interior y desechando los recortes. Así hizo Descartes: lo que no podía ser explicado porque
no estaba abarcado por el molde matemático, era eliminado de la consideración. Este lote
de recortes estaba constituido por todo lo que llamó ideas oscuras y confusas, incluyendo
especialmente las cualidades secundarias tales como color, sabor, etc. Con el tiempo, la
prohibición se extendió a conceptos tales como los de sustancia, causalidad, etc., según
vimos al recordar las ideas de Locke y demás continuadores. De este modo, Descartes
eliminó el problema: ya no necesitaría indagar cómo el conocimiento podía trascender lo
sensible. Buscar solución a tal problema era una pérdida de tiempo, ya que se trataba, en
verdad, de un pseudo problema. Ello era un simple efecto de su método apriorístico
aplicado a la realidad. Los aspectos de ésta que aquél no incluyese para su consideración
eran desechados, y por eso, según Descartes, como según los positivistas de todas las
épocas, los problemas que se suscitasen para su interpretación eran cuestiones mal
planteadas. Pero, evidentemente, quien no se conformase con la aplicación unilateral y
exclusiva de dicha metodología y todo el ámbito de lo real, no pensaría de igual modo.
Cercenar voluntariamente el cosmos no era científico ni filosófico, ni tampoco dejar una
parte de la realidad fuera del proceso del conocimiento.
Con diferentes matices, y pese a las críticas que le dirigían todos los discípulos del
cartesianismo, tomaban como punto de partida el hecho del propio pensamiento y no la
existencia. Identificaban el ser en general con el ser corporal. Para ellos no existía más ser
que el captado por la experiencia sensible. Asimismo fueron matematizantes, consciente o
inconscientemente. El propio Comte enseñaba que el conocimiento debe reducirse, en una
primera instancia, a establecer relaciones constantes y regulares entre los fenómenos, para
formular luego con carácter de leyes esas mismas constantes. Para el positivismo, los
fenómenos no son pues más las manifestaciones de hechos desconocidos, ajenos al sujeto,
aunque, en rigor, se han autoprohibido hablar de ellas. Hacerlo habría sido perder el tiempo,
porque lo único que el pensamiento puede alcanzar, según su parecer, son los fenómenos y
las leyes que los rigen. Esto es matematicismo puro mezclado con una dosis de
agnosticismo kantiano.
Método y filosofía
1
Maritain, J., Filosofía de la naturaleza.
La esencia del conocimiento matemático reside pues en el hecho de que aparta ciertos
aspectos de la realidad –como la cantidad– y los toma como objetos exclusivos de análisis.
Sus notables éxitos en el campo de las realizaciones prácticas fueron y son deslumbrantes.
Así se originó una fuerte tendencia en el hombre a considerarlo como el auténtico
conocimiento, relegando la filosofía tradicional a un plano cada vez más secundario.
Pronto, las conclusiones pertenecientes a esta última fueron desechadas y se pretendió crear
un nuevo sistema filosófico, de base matemática. Este proceso no fue totalmente consciente
pero ha existido y se prolonga hasta nuestros días con todo vigor. De lo que era en sus
principios un simple instrumento o método de trabajo para manejar los fenómenos, se quiso
extraer conclusiones de carácter filosófico, lo cual resultó un gran error. En el lejano origen
de este proceso, siempre encontramos a Descartes con su concepción de que únicamente las
ideas de orden matemático eran realmente claras. Así, la física se fue cuantificando
paulatinamente. Las cualidades se redujeron a un común denominador: la cantidad. Cuando
en el estudio de algún fenómeno –como el de la caída de los cuerpos por un plano
inclinado– se lograba establecer una constante, se formulaba luego la ley que correspondía
a dicha regularidad y así se podía prever qué sucedería en el futuro en una situación
idéntica. A medida que se estudiaban procesos más complejos, como los del orden químico,
la imaginación era usada con mayor intensidad. Uno de los componentes esenciales de este
tipo de saber es la repetición del fenómeno en el laboratorio y a voluntad del sabio. Un
acontecimiento aislado nada significa para el hombre de ciencia si no es repetible. Esto
debe ser tenido muy en cuenta por aquellos que desean establecer relaciones exactas entre
ciencia y religión.
Teorías e hipótesis
Ahora bien, si la ciencia quedase reducida a estos elementos que hemos enumerado –
observación, experimentación, determinación de las regularidades– su capacidad de
progreso sería grande pero estaría lejos de llegar a lo que es actualmente. La formulación de
las leyes es la base firme, el sustento sólido del conocer científico; pero el verdadero motor
que lo impulsa es la mente humana, la cual formula hipótesis, luego comprobadas como
exactas merced a la experimentación. La mente trabaja en forma tan maravillosa que es
capaz de lograr la captación de ciertas realidades con los pocos datos sensibles que a veces
logra reunir respecto de determinado problema.
Nada significa en contra de esta afirmación el uso de instrumentos de gran precisión
pues, a través de ellos, es siempre el hombre quien observa. La teoría constituye, pues, el
nervio del progreso científico. Gracias a ella ha sido posible llegar a conocer aspectos de la
realidad sensible que difícilmente hubiesen sido alcanzados de otra manera, como ha
ocurrido, por ejemplo, con la presión atmosférica. Esta característica de la ciencia ha sido
muy bien expresada por el científico Pierre Duhem: «En física no es posible dejar puertas
afuera del laboratorio la teoría que se quiere probar, porque son ella no hay manera de
regular un solo instrumento ni interpretar una sola lectura. En el espíritu del físico que
experimenta están siempre presentes dos aparatos: uno es el aparato de vidrio o metal que
maneja; el otro es el aparato esquemático y abstracto con el que la teoría sustituye al
aparato concreto y sobre el cual el físico razona. El físico no puede concebir el aparato
concreto sin asociarle la noción del aparato esquemático. Esta radical imposibilidad que
impide disociar las teorías de la física de los procedimientos experimentales propios para
controlar estas mismas teorías, complica no poco este control».
El restante elemento constitutivo es la hipótesis o solución provisional. Como ha
dicho el célebre Claude Bernard, «sin ella [la hipótesis] no se haría sino amontonar estériles
observaciones». Facilita la tarea de reunir el cúmulo de hechos y también de leyes en
sistemas provisionales pero que tienden a dar una visión panorámica del conjunto. La
hipótesis es de fundamental importancia porque ayuda al investigador, brindándole un
marco al cual incorporar nuevos hechos y leyes. Cuando éste se resquebraja por la
aparición de hechos a los que no puede ya dar cabida, se busca un nuevo esquema. Esto
explica que los sistemas científicos sean reemplazados por otros sin que el ánimo de los
estudiosos decaiga. Y es que la nueva imagen del universo que formulan les brinda
nuevamente la ilusión de poder llegar al dominio total del cosmos. Sin embargo, bueno es
tener presente que, pese a esa renovación continua, siempre subsiste algo que es común a
ellos a través de las sustituciones. Constituyen ese elemento permanente los datos
primigenios que en el tiempo han sido dejados muy atrás por la matemática, pero que
permanecen allí, como firmes testigos de la realidad captada por los sentidos y desde la que
partieron todas las especulaciones. Ésta es otra gran falla de los espíritus de rígido corte
matemático: la de olvidar que fue merced a una experiencia sensible que en algún momento
el hombre comenzó a trabajar. Por aquel lejano choque sensible se iniciaron los
conocimientos humanos. Porque la matemática aparece cuando el individuo despierta a la
vida intelectual, pero es evidente que ha entrado primero cronológicamente en contacto con
el cosmos y comenzado, a raíz de ello, a formularse una serie de preguntas. La historia de la
filosofía de los últimos siglos demuestra que algunos estudiosos han tenido clara conciencia
de la posibilidad de trascender lo puramente fáctico, mediante el uso de la inteligencia, a
través del método matemático. Los progresos de la ciencia han confirmado sus tesis. ¿A
qué se debe que estos mismos hombres nieguen a priori todo valor a la metafísica, si han
comprobado que la materia sensible puede ser trascendida? ¿En qué fundamentos se basan
para afirmar que la única posibilidad de trascendencia proviene de los principios
matemáticos? Será conveniente tener presente esta –al menos aparentemente– arbitraria
limitación de las potencias de la inteligencia, para poder valorar exactamente la postura
positivista en su actitud crítica frente a la metafísica tradicional. Podemos señalar sin
embargo, aunque sea brevemente, que en buena parte este error proviene del hecho de
considerar que la filosofía se reduce a un único plano o grado. Cuando las ciencias de la
naturaleza se aplican a la consideración de sus objetos, hacen abstracción de las
determinaciones individuales de los cuerpos y atienden solamente a la materia sensible.
Intentan establecer cuáles son sus componentes (químicos) y sus propiedades sensibles y
mensurables (física).
Filosofía de la naturaleza
2
Maritain, J., Los grados del saber.
cuerpo no puede devolverse la perfección que ha perdido, ni con sus solas fuerzas naturales
ni con la ayuda de otros cuerpos. Entonces se produce la intervención de un poder
sobrenatural, que, por una abundancia de perfección y sin violentar a la naturaleza,
devuelve a la cosa lo que perdido. Este poder sobrenatural es el Ser, que ha creado las cosas
en su totalidad, que las mantiene en la existencia en todo momento porque así como
ninguna pudo darse el existir tampoco podría mantenerlo por sí misma. Ese “modo” con el
que el Ser ha creado las cosas, así como aquel otro “modo” con el que les devuelve la
perfección perdida (enfermedad que desparece de inmediato) o con el que crea nuevos seres
(multiplicación de los panes), escapan por igual a nuestra inteligencia e imaginación. Con
esto queremos significar la imposibilidad de la ciencia para emitir opinión en materia
religiosa. Es una vivencia especial, y el cristianismo en particular cuenta con una base de
tipo racional metafísico. Esta estructura podrá ser criticada, pero es en ese terreno donde
debe situarse el debate. La ciencia como tal ha perdido, pues, sus antes pretendidos
derechos para afirmar o destruir una religión.
Pero la limitación del saber científico es extensiva a un mayor campo. Así, jamás
podrá explicarnos el porqué de la existencia de las leyes naturales y de su valor necesario y
universal. Sin estas leyes no podría existir, pues el progreso no existiría: ellas son el
sustento y la base del impulso que las anima. Pero si no puede explicarlas, ¿quién lo hará?
Otra vez bordeamos el área metafísica. Bertrand Russell –verdadero representante de un
tipo de pensamiento– es acérrimo enemigo de la filosofía de alto vuelo. En su afán de
destruirla llega a afirmar que las leyes de la naturaleza tienen sólo valor estadístico,
afirmación desesperada ante el deseo de evitar aquella aproximación a la filosofía que tanto
aborrece. Russel advierte que el hecho de admitir la vigencia universal de ciertas leyes
plantea de inmediato el problema de cómo ha de ser esto posible. Él lo ha declarado, por
anticipado, un pseudo problema. Pero es un inútil esfuerzo; el sentido común por un lado y
el progreso de la ciencia por otro demuestran que realmente se hace pie en la propia
realidad. De cierta manera captamos algo de ese más allá de los fenómenos. ¿O pretenderá
Russell que “dos y dos son cuatro” es el producto de una ley estadística o que el concepto
de triángulo podrá variar en una gran cantidad de triángulos?
Para terminar con esta ojeada sobre el alcance real de la ciencia baste recordar que el
porvenir de la humanidad dependerá en buena parte del uso que de los conocimientos
científicos hagan los hombres. Las reglas y normas rectoras no vendrán de la misma
ciencia. El espíritu humano será el que, en orden a otras vivencias de esencia muy distinta,
habrá de ir labrando su propio código, conforme a la naturaleza del hombre en toda su real
complejidad3.
En el positivismo se da, en forma constante, una lucha ininterrumpida entre el
esfuerzo de la voluntad de sus defensores por permanecer apegados a la defensa de lo
meramente sensible y el impulso poderoso de la inteligencia de estos mismos hombres que
se ven llevados mucho más allá. Ya Galileo había notado que la observación quedaba en
cierta forma sujeta a los principios que se toman como punto de partida y dentro de cuyo
marco se realiza la experimentación. Si los principios cambian, la observación se realiza
bajo un punto de vista nuevo.
Uno de los problemas que los positivistas no pueden resolver es el hecho de que una
persona instalada en su gabinete pueda comprender determinada cuestión sin una previa
labor de investigación personal. Esto está íntimamente vinculado al problema del
3
Esta limitación la reconoce Russell en su obra Religión y ciencia, pp. 153 y ss.
conocimiento. En primer lugar, ya hemos visto una limitación esencial que sufre la
ideología positivista. Como la existencia no es un elemento sensible que caiga bajo la
acción de nuestros sentidos, no puede a su juicio recibir explicación. Curiosa posición para
un sistema que se considera apegado a la realidad pero que, confrontado con algo tan
evidente como es el existir, tiene que dejarlo a un lado. Así es como Bertrand Russell alega
que para él carece de sentido preguntar por qué algunas cosas existen en vez de no existir.
Su atención está concentrada en lo que se llama el análisis lógico y matemático. De esta
manera la existencia queda borrada del cuadro de los pensamientos y, junto con ella, el
problema de la causalidad filosófica que hace referencia al orden real, al problema del
cambio, de la existencia de sustancias, etc.
Positivismo y conocimiento
Mecanicismo positivista
Ares Somoza, Paulino, Bertrand Russell. En torno a su filosofía, Buenos Aires, Eudeba, 1973, pp. 32-56