Está en la página 1de 14

http://www.revistaenie.clarin.

com/edicion-impresa/Jon-Lee-Anderson-Siria-Bashar-al-
Assad_0_669533053.html

Siria: las puertas del Apocalipsis


Según la crónica del reconocido periodista y escritor Jon
Lee Anderson, Siria se encuentra en una guerra civil
violentísima que pone en jaque a una dinastía de más de 40
años de gobierno. Los rebeldes resisten y combaten al
régimen de Bashar al-Assad. El relato da cuenta de la
situación política, social y económica en las voces de
quienes sufren la represión y de quienes defienden el
sistema.
POR Jon Lee Anderson - The New Yorker y Revista Ñ

Damasco es una de las ciudades del mundo que está habitada constantemente desde hace más
tiempo, un lugar donde el pasado es de una tenacidad poco común. En los últimos años,
capitales vecinas como Beirut y Amman han sucumbido a modernizaciones al estilo de Dubai,
pero Damasco sigue siendo una ciudad de construcciones bajas de piedra y hormigón. No hay
Walmarts ni franquicias de Starbucks, y las torres vidriadas son pocas. El mundo globalizado
sólo se hace evidente en un hotel Four Seasons, cuya fachada de piedra caliza es de una
blancura incongruente. Cerca de ahí, un predio frente al río se dedicó a la construcción –ahora
detenida- de un "centro de descubrimiento" para niños. En el frente, un cartel reza:
"Construyamos nuestro futuro, no nos quedemos esperándolo".

A pesar de que se habla del futuro, en Damasco la Guerra Fría parece no haber terminado.
Rusia es el principal apoyo de Siria desde hace décadas, y los policías de la ciudad usan
charreteras y gorras de estilo soviético. La fachada de la Unión Nacional de Estudiantes Sirios
es de un realismo socialista desafiante; su logo representa dos puños cruzados que sostienen
una antorcha encendida. Los hombres usan bigote y fuman constantemente, en todos los
lugares públicos. Una noche en un restaurante advertí que el cantante que se escuchaba en el
equipo de música era Julio Iglesias. Es como si el tiempo se hubiera detenido en 1982, el año
que Hafez al-Assad, el presidente laico del país, aplastó una rebelión que lideraba la
Fraternidad Musulmana en la ciudad de Hama, que durante tres semanas sufrió un asedio de
tanques y artillería que redujo a escombros la Ciudad Vieja, el bastión de los rebeldes. Se
estima que el saldo fue de veinte mil muertos, pero la operación fue todo un éxito en término
de contrainsurgencia. "Hama" se convirtió en sinónimo del carácter implacable del régimen y
en una fuerte advertencia a posibles opositores. Los islamistas sirios no levantaron la cabeza
durante otra generación.

1
En la época de la operación de Hama había retratos de Hafez por todo el país. Ahora las
imágenes de su hijo Bashar al-Assad, que a los cuarenta y seis años es el actual presidente del
país, están en todas partes: frente a los edificios públicos, en oficinas y negocios, en carteleras
y ventanillas de ómnibus En su juventud, no parecía probable que Bashar siguiera el ejemplo
de su padre. Era tranquilo, estudioso y apolítico. Estudió medicina, luego de lo cual se
trasladó a Londres para hacer una residencia en oftalmología. Su hermano mayor, Basil,
parecía el heredero, pero en 1994 murió en un choque. Se convocó a Bashar al país para
formarlo como sucesor de Hafez y se lo envió a la academia militar en la ciudad de Homs,
donde adquirió el rango de coronel. De todos modos, mantuvo un perfil bajo, hasta 2000,
cuando murió Hafez. En cuestión de días se lo nombró comandante de las fuerzas armadas y
jefe del partido Baas gobernante. Tenía treinta y cuatro años, seis menos que los exigidos para
ser presidente, por lo que el parlamento bajó el límite de edad y se lo eligió, como candidato
único, para un período de siete años. En 2007 se lo reeligió. Ganó con el 98 por ciento de los
votos.

En funciones, Bashar se presentaba como un hombre de familia común y un defensor de la


transparencia y la democracia, además de hablar de forma enérgica contra la corrupción. Ex
presidente de la Sociedad de Computación Siria, autorizó un acceso limitado a Internet en
2000. Pero no ha instrumentado cambios esenciales al statu quo. Ha encarcelado disidentes,
periodistas y activistas de derechos humanos, y su policía secreta tortura con impunidad a los
sospechosos. En la primavera de 2005, declaró a la prensa que "el próximo período será de
libertad para los partidos políticos", pese a lo cual él y sus familiares siguen dirigiendo el país.
Su hermano menor, Maher, comanda la Guardia Republicana Presidencial y la Cuarta
Division Blindada, un cuerpo de elite del ejército. Muchos sirios sostienen que la primavera
pasada se lo vio abrir fuego contra manifestantes. Varios de los primos de Bashar, miembros
de la familia Makhlouf, dirigen organismos de inteligencia. El multimillonario Rami
Makhlouf, que cuenta con el respaldo de Assad, ha desarrollado lucrativos intereses en
diversos ámbitos, desde telecomunicaciones y construcción hasta banca, petróleo y gas. Él y
Maher son objeto de un creciente desprecio en Siria.

"Se dice que Bashar es un buen tipo y que todo lo malo procede del hermano o el primo", dijo
hace poco un diplomático occidental en Damasco. "Eso me parece una tontería. Es él. Es el
miembro más importante de la familia y es el que está a cargo. Tal vez no tenga el peso de un
líder como, por ejemplo, Mubarak, pero es en extremo inteligente y sabe cómo mentir y
adaptar su mensaje al público."

El Partido Baas detenta el poder desde 1963, en buena medida mediante una estricta
vigilancia interna. En el Sheraton Hotel, los hombres serios de largos sacos de cuero falso son
una presencia permanente. Siempre de a dos, están sentados en silencio en autos en el
estacionamiento y en sofás del lobby, observando sin disimulo a los desconocidos. Pertenecen
a la Mukhabarat, los organismos de inteligencia de Siria: militares, Fuerza Aérea, seguridad
del estado y seguridad política. Siria es uno de los estados más policiales del mundo. Está
modelado a imagen y semejanza de la ex Alemania oriental y cuenta con una extendida red de
informantes.

En la ciudad de Deraa, un grupo de escolares a los que se había atrapado en marzo del año
pasado cuando garabateaban graffiti contra el gobierno, fueron detenidos y torturados.
Cuando se difundió la noticia, los sirios se sumaron al fervor de la primavera árabe y
rompieron el silencio para exigir reformas políticas. Assad prometió una serie de concesiones
graduales que, según dijo, culminarían en una constitución revisada. Mientras tanto, sus
fuerzas de seguridad mataron, detuvieron y torturaron a centenares de manifestantes
2
desarmados en todo el país. En algunos casos, se devolvió los cuerpos mutilados a las familias
como advertencia. Los refugiados cruzaron la frontera e ingresaron a Líbano y Turquía.

En el transcurso del verano, oficiales y soldados desertaron del ejército y empezó a


conformarse una rebelión armada. Desde bases en el interior del país, así como en Turquía y
Líbano, los rebeldes declararon la formación de un Ejército Sirio Libre y comenzaron a lanzar
ataques contra las fuerzas del régimen. A medida que las protestas pacíficas se convertían en
una revuelta armada, la gente empezó a hacer advertencias sobre una guerra civil, una
perspectiva alarmante en un lugar tan fragmentado como Siria.

Assad encabeza un régimen secular que dominan los alawitas, miembros de una secta
escindida del islam shiíta. La minoría alawita, que tradicionalmente era la clase baja del país,
ha llegado al poder hace poco. Hace cincuenta años tenía escasos derechos legales y sus
vecinos los miraban con desconfianza y los consideraban paganos. Los cristianos, la segunda
minoría del país, están alineados con ellos. Juntos, constituyen alrededor de la cuarta parte de
la población de 22 millones de Siria. Los musulmanes sunitas son la mayoría, mientras que el
resto es una compleja mezcla de refugiados palestinos, miembros de tribus beduinas y drusas,
kurdos, armenios, circasianos, turcomanos y algunas decenas de judíos. En Damasco, un
profesor de asuntos internacionales me dijo: "Tenemos cuarenta y siete grupos religiosos y
etnias diferentes. Este es un país que no se puede dividir. Es como una taza de agua. Si la
dejamos caer, desaparece."

En la región, los países tomaron posición sobre la base de la religión. Los gobiernos de
mayoría shiíta de Irak e Irán apoyaron a Assad, mientras que los sunitas de Arabia Saudita,
Qatar y Turquía insistieron en que éste renunciara. Para muchos, se trata de un conflicto en
representación de terceros. La minoría sunita de Irak, que hace unos años recibió ayuda siria
para una insurgencia contra las fuerzas estadounidenses, ha reunido fondos para los rebeldes y
les ha enviado armas. La Liga Árabe, que teme un gran conflicto, suspendió a Siria en
noviembre e instó luego a Assad a renunciar.

En lugar de ello, Assad redobló los ataques. A altas horas de la noche del 3 de febrero, el
ejército sirio lanzó una andanada de cohetes, proyectiles de tanque y morteros contra una zona
rebelde de la inquieta ciudad de Homs y dejó un elevado saldo de hombres, mujeres y niños
muertos. Se lo consideró el episodio más cruento del conflicto sirio. Por casualidad o no, se
produjo el día del trigésimo aniversario del ataque de Hafez al-Assad contra Hama. Al día
siguiente, China y Rusia vetaron una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU de
condena al uso de la violencia por parte del gobierno sirio. La secretaria de Estado Hillary
Clinton calificó el veto de "farsa", y los Estados Unidos y Gran Bretaña retiraron a sus
embajadores. El ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergei Lavrov, por su parte, calificó
la reacción de Occidente de "histérica" y señaló que Assad le había prometido que "detendría
la violencia, cualquiera fuera su origen". Sonó a sofisma diplomático. Rusia conserva su única
base naval mediterránea en el puerto sirio de Tartous y sigue proporcionando armas al
régimen. Un amigo de Assad me aseguró que Rusia e Irán continuarían apoyando a Assad:
"En los próximos mees habrá problemas de seguridad, pero estoy seguro de que lo peor ya ha
quedado atrás para Assad."

En Homs, el cruento ataque del ejército continuó, y para mediados de febrero habían muerto
por lo menos cuatrocientas personas. A medida que se acerca el primer aniversario del
levantamiento sirio, las perspectivas son sombrías. Además de Homs, donde alrededor de la
tercera parte de la ciudad está en manos rebeldes, se combate en otras seis ciudades, además
de en pueblos y aldeas, sobre todo en la fronteras turca y libanesa. Han muerto más de seis
3
mil personas, se ha detenido a decenas de miles, incluidos niños, y casi cien mil personas han
abandonado sus casas. Casi todos los días mueren decenas de personas, y Siria se va
deslizando hacia una guerra civil, pero Assad no da indicios de renunciar al poder. "Assad se
juega a todo o nada", dijo el diplomático. "Los servicios de seguridad siguen teniendo
cohesión y fuerza, y él no va a renunciar porque piensa que eso equivaldría a la muerte."

La ciudad de Zabadani está enclavada en las montañas, poco más de 30 kilómetros al noroeste
de Damasco, no lejos, según la tradición local, de donde Caín mató a Abel. Es un bonito
centro de cuarenta mil habitantes cerca de la frontera libanesa, y en las últimas décadas se ha
convertido en un balneario donde la población rica de Damasco construye mansiones y los
árabes del Golfo escapan del calor estival. Se encuentra también en una vieja ruta de
contrabandistas y, según se dice, es una vía para las armas que llegan de Líbano con destino a
la revuelta.

Desde la primavera pasada, los militares sirios atacaron varias veces y dieron muerte a una
decena de manifestantes, lo que llevó a la población a refugiarse en las montañas. Los
miembros locales del Ejército Sirio Libre contraatacaron, luego de lo cual se estableció una
tregua entre la Cuarta División del ejército, que opera en la zona, y los rebeldes. El gobierno
baasista local redujo su presencia a unos pocos edificios en las afueras de la ciudad, mientras
que el Ejército Sirio Libre proclamó la "liberación" de Zabadani. Por primera vez el gobierno
sirio había cedido de forma pacífica el control de una parte del territorio nacional. Nadie sabía
qué pensar.

Se había permitido a la Liga Árabe enviar una modesta misión de observación a Siria, y el 21
de enero me sumé a una delegación que visitaba Zabadani. La ciudad domina un valle fluvial
de huertas de manzanos y cerezos donde comenzaron a extenderse nuevas casas y granjas. Del
otro lado del valle, las altas montañas estaban cubiertas de nieve. Nos detuvimos frente a un
edificio municipal protegido con barricadas de bolsas de arena y soldados armados, y los
militares hicieron entrar con rapidez a los observadores, una decena de diplomáticos
argelinos, sudaneses y marroquíes. Había algunos negocios abiertos, pero los comerciantes y
la gente que pasaba miraban en silencio y ocultaban sus lealtades. El edificio, la sede local del
Partido Baas, estaba ocupado por un contingente del ejército sirio, los últimos representantes
del régimen en Zabadani. Bajo un enorme retrato de Assad, el comandante del ejército explicó
la situación en un tono de opacidad diplomática. "Había diferencias entre dos bandos en la
ciudad, por lo cual, en interés del país, se ha llegado a este acuerdo", dijo. Por lo que parecía,
la tregua se había negociado a través de un influyente miembro local del Partido Baas que
tenía contactos en ambos bandos. El amigo de Assad me sugirió que el régimen había
permitido que el Ejército Sirio Libre controlara algo de territorio para que sus miembros
dieran la cara. Más adelante, eso sería útil para exterminarlos.

A unos centenares de metros de distancia, en una calle bordeada de casas de techo plano y
edificios de departamentos, entramos en la Siria "liberada". Emocionados, hombres jóvenes y
niños gritaban en la calle. Dijeron que las tropas del gobierno había llegado una semana antes
y habían atacado la ciudad durante tres días con tanques, cohetes y ametralladoras pesadas.
Indignados, mostraron los agujeros que habían dejado los proyectiles en los edificios y
extendieron cartuchos y metralla a los pies de los observadores. Un granjero señaló hacia las
huertas sin hojas del valle y dijo: "Tendrían que ver lo que hicieron con los manzanos." Otro
hombre gritó: "Tienen tanques fuera de la ciudad. Vendrán cuando ustedes se vayan."

Los sunitas son mayoría en la ciudad, y en la plaza la gente gritaba. "Dios es más grande que
la injusticia." También decía: "La gente quiere internacionalizar la situación", que un hombre
4
de barba y aspecto cansado interpretó como un pedido de intervención extranjera por parte de
los habitantes de Zabadani, una zona de exclusión aérea de la ONU como la que contribuyó al
derrocamiento de Muammar Kaddafi en Libia. Necesitaban algún tipo de protección. Los
rebeldes proclaman que tienen cuarenta mil soldados en todo el país, mientras que el ejército
cuenta con medio millón, incluidos reservistas y milicias. El hombre dijo a uno de los
observadores de la Liga Árabe: "¿Cómo podemos quedarnos de brazos cruzados y permitirles
entrar a nuestras casas?" Retorciéndose las manos, una mujer contó que habían acribillado a
su hijo. Se escuchaban disparos a la distancia. Los tanques del ejército, se nos aseguró,
esperaban a menos de un kilómetro.

En la ciudad vecina de Madaya, un grupo de rebeldes nos recibió en una casa en la que habían
instalado su base. Un joven pálido de abrigo de lana nos dio su nom de guerre, Abu Adwan, y
dijo que había sido teniente del ejército en Aleppo, la ciudad más grande de Siria, hasta junio,
cuando había desertado. El ejército rebelde era una organización amorfa y descentralizada. Si
bien tenía un evidente vínculo con el Consejo Nacional Siria, un cuerpo político de disidentes
exiliados, operaba en el país como una serie de grupos armados de Ocupen Wall Street
organizados en torno de soldados que habían desertado del ejército. Había alrededor de cien
desertores en la zona de Zabadani, me dijo Abu Adwan, pero casi no tenían armas, y la tregua
no duraría: "El gobierno va a atacar. No puede permitirnos tener una zona libre." Si bien otros
combatientes del Ejército Sirio Libre usaban pañuelos o balaclavas, él no se cubría el rostro.
Cuando le pregunté por qué, sonrió y agitó la mano: "No importa."

Un joven llamado Anas señaló que estaba terminando sus estudios de Derecho en Damasco
pero que no había podido rendir los exámenes debido a la situación imperante. "Tendré que
rendirlos más adelante, quién sabe cuándo", me dijo riéndose. Anas calculó que en Zabadani
habían muerto quince personas en los ataques. A mediados de julio, él y un amigo llamado
Shahi habían escapado de las tropas durante un ataque a la ciudad. Anas fue capturado y se lo
trasladó para interrogarlo. Estuvo detenido treinta y seis días y recibió una paliza, me contó.
"Para nosotros es normal", afirmó encogiéndose de hombros. Tuvo suerte. A Shahi lo
mataron. Otro amigo que fue detenido en el mismo incidente no volvió a aparecer.

Antes de que los observadores partieran, centenares de personas de la ciudad se reunieron en


la plaza principal para corear consignas y pedir libertad. Anas me dijo que sabía que el
momento de "libertad" de Zabadani no duraría. El ejército podía volver cuando quisiera. "Será
un final negro", comentó. "Pero tendremos que enfrentarlo". Agregó: "Lamento decir esto,
pero los alawitas están involucrados en la represión y habrá una guerra civil."

El verano pasado, a medida que el levantamiento cobraba fuerza, Assad dio un discurso
televisado. "Las conspiraciones son como gérmenes, que se desarrollan en todo momento y
lugar", afirmó. "Es imposible exterminarlos, pero podemos fortalecer la inmunidad de nuestro
organismo." (En respuesta, los manifestantes entonaron: "Los gérmenes quieren la caída del
régimen.) Assad agregó: "Lo que pasa hoy no tiene relación alguna con el desarrollo de la
reforma. Lo que está sucediendo es un sabotaje." Durante mi recorrido del país, el argumento
del gobierno de que los opositores no eran más que "bandas armadas" se presentó una y otra
vez.

A fines de enero, el Ministerio de Información organizó un viaje de prensa a la ciudad de


Homs. En un predio con muros de hormigón de un hospital militar local, una banda de música
esperaba junto a un grupo de oficiales en posición de atención que cargaban grandes coronas
florales. En el suelo había tres ataúdes cubiertos con banderas. Se había reunido un grupo de
médicos y enfermeras que llevaban banderitas sirias. A su lado había mujeres de negro; las
5
viudas, madres y hermanas de los hombres muertos. En la pared más alejada se veía una
pancarta que representaba a Assad, un cielo azul y una bandera siria que flameaba al viento.

Los oficiales habían esperado con impaciencia que llegáramos para dar comienzo al funeral.
Los ataúdes contenían los cuerpos de soldados que habían muerto cerca de Homs, dos de ellos
en una emboscada del día anterior. El total fue de trece soldados muertos. En una pequeña
sala refrigerada, nos mostraron bolsas de residuos negras que contenían los restos de otros,
cuyo estado hacía imposible todo reconocimiento.

Afuera, los médicos y enfermeros cantaban: "Oh, Bashar, te damos la sangre y el alma."
Luego militares levantaron los ataúdes del suelo mientras las mujeres ululaban. Los hombres
que trasladaban los féretros empezaron a caminar lentamente mientras la banda tocaba una
marcha fúnebre. Les seguían los deudos. Las mujeres cantaban: "Viva el ejército. Dios, Patria
y Bashar son todo lo que necesitamos." A la vuelta de la esquina, una furgoneta blanca
esperaba con las puertas traseras abiertas. Colocaron los ataúdes en su interior y el vehículo
arrancó. El funeral había terminado.

De vuelta en el ómnibus, se nos dijo que íbamos a un barrio llamado Hamidiya, donde
podríamos bajar y hablar con la gente, pero con cuidado de no perdernos. Uno de ellos
explicó con nerviosismo que ahora los rebeldes controlaban "buena parte de Homs", zonas a
las que el ejército no podía entrar.

Era mediodía, pero las calles estaban desiertas. La bruma invernal espesaba el aire. El
ómnibus avanzó entre barricadas zigzagueantes de piedras y barriles, para detenerse luego en
una intersección donde soldados armados se agazapaban detrás de bolsas de arena. En un
negocio ubicado en una esquina, el propietario, un hombre de mediana edad y rostro
agradable, dijo que la situación en Homs "no (era) muy buena". Señaló hacia un barrio sunita,
Khalidiya, a unas cuadras de ahí, que controlaban los rebeldes. "Los hombres atacan y huyen.
Son invisibles", declaró. Había habido secuestros y matanzas de alawitas y cristianos. Antes
de la violencia, tenía abierto su negocio hasta las tres de la mañana, pero ahora cerraba a las
cinco de la tarde. Advertí que vendía vino, y me explicó que era cristiano, como la mayor
parte de los habitantes del barrio. Los cristianos, que constituyen el 10 por ciento de la
población de Siria, apoyan al gobierno y temen lo que podría pasar si los sunitas accedieran al
poder. Un hombre vestido de civil entró al pequeño negocio y se quedó parado a mis espaldas,
escuchando sin disimulo. El comerciante siguió hablando como si el otro no estuviera
presente.

"¿Bashar debería renunciar?" pregunté.

"No", contestó el comerciante.

En la calle se había reunido un grupo de hombres. Uno de ellos, un hombre delgado de


cuarenta y tantos años, dijo que se llamaba Maher. Al igual que el comerciante, era cristiano.
Había trabajado en el exterior durante años, en plataformas petroleras de una compañía
estadounidense, pero unos meses atrás decidió volver al país para proteger a su familia. Los
rebeldes, explicó, ocupaban casas para usarlas como bases desde las cuales atacar al gobierno.
Unos días antes, sin embargo, el ejército había tomado el control de algunas calles y algunos
negocios habían abierto sus puertas nuevamente; la gente podía trabajar y los chicos podían
asistir a la escuela.

6
Se escucharon disparos del lado de Khalidiya, y Maher observo la calle de arriba abajo. "No
soy un seguidor del presidente ni soy miembro del Baas, amigo", declaró. "Pero he visto la
verdad." Haciéndose eco de la argumentación gubernamental, dijo que los rebeldes eran
narcotraficantes, delincuentes, miembros de al-Qaeda. Dijo que torturaban y tenían casas de
ejecución donde a sus víctimas les cortaban la garganta como si fueran ovejas. Una vez,
agregó, los rebeldes les pidieron documentos a una pareja de ancianos en una calle cortada.
Los mataron a ambos sólo porque eran alawitas.

"El gobierno tiene que mostrarse firme", dijo. "No me importa tener que quedarme en casa
tres días para permitir que el gobierno despeje todas las viviendas, ya que se ocultan en los
hogares de gente inocente". Agregó: "En mi opinión no son inocentes, ya que todo el que
oculte a un asesino es cómplice de la matanza." Cuando nos íbamos, él y sus amigos
empezaron a gritar consignas favorables a Assad.

Por momentos, los viajes de inspección se convertían en un evidente teatro político. Una
mañana, frente a un edificio gubernamental de Damasco, algunos miembros de la milicia de
apoyo al régimen llamada Shabiha se reunieron para cantar un himno cuyo estribillo era:
"Larga vida a los matones." Una mujer desdentada señaló algunos personajes de aspecto
intimidatorio que estaban sentados en un jeep con armas automáticas y me gritó: "¿Le parecen
asesinos? ¿Podrían matar mujeres y niños, como afirman quienes los acusan?" Contesté que
sí, pero me ignoró y se alejó para gritarle a alguien más. En un hospital policial en el suburbio
cercano de Harasta, personal de seguridad exhibía un auto que, según dijeron, habían
capturado a combatientes del Ejército Sirio Libre. Un hombre uniformado abrió el baúl y
mostró granadas de mano, decenas, todas en estuches impecables con inscripciones en hebreo.
Las levantó y las mostró, circulando para que la gente y las cámaras de la televisión estatal
pudieran verlas con claridad.

En otros momentos, sin embargo, era evidente que el régimen no podía controlar del todo lo
que veíamos. La Plaza de la Torre del Reloj, en el centro de Homs, es donde se reprimieron
con violencia las primeras manifestaciones. Muchos manifestantes murieron aquí en abril,
cuando el ejército atacó durante una sentada. Cuando visitamos el lugar, la gran plaza estaba
casi desierta. El ómnibus nos dejó a tres cuadras, frente a un viejo café, pero antes de que
hubiera llegado a caminar una cuadra, los guardias nos llamaron a todos con nerviosismo. Un
hombre alto y corpulento de barba entrecana gritaba en inglés: "¿Por qué están aquí? No
tienen que estar aquí." Señaló hacia los barrios que estaban en poder de los rebeldes. "Vayan a
Baba Amr, vayan a Khalidiya. ¡Ahí es donde tienen que ir!"

Nuestros acompañantes trataron de llevarnos nuevamente hacia el ómnibus, pero el hombre de


barba, que luego descubrí que era un importante abogado, había concitado la atención de
todos. Gritaba que en su ciudad pasaban cosas terribles. Cuando le preguntamos quién era el
responsable, sugirió que el régimen usaba matones para intimidar a la gente. "¡Militares o de
seguridad; no lo sé!" gritó. "¡Usan zapatillas! ¿Alguna vez vieron militares de zapatillas?"
agregó. "Confío en los militares de uniforme, casco y botas. No confío en esos hombres de
zapatillas."

Aparecieron hombres de largos sacos de cuero negro: Mukhabarat o Shabiha. Hablaron entre
ellos en susurros y algunos avanzaron hacia el hombre de barba. Algunos ancianos salieron
del café y trataron de que entrara, pero no les hizo caso.

Un periodista preguntó: "¿Cómo es la vida aquí?"

7
"¿Vida?" gritó el hombre agitando los brazos. "¡No hay vida! En Siria no hay vida."

Los hombres empezaron a gritar para ahogar sus palabras. Uno de ellos nos dijo: "¡Pueden ir
adonde quieran en Homs! Todo está bien." Otro hombre lo desafió: "¿Quieren que la OTAN
venga a Siria? ¿Eso es lo que quieren?" Hubo gritos y forcejeos. La policía secreta se agrupó.
El hombre de barba gritó a los periodistas: "¡Anoten mi nombre! Mañana mi nombre estará en
la lista", dijo, haciendo referencia a una lista diaria de muertos de Homs. Luego la multitud se
convirtió en un caos y se lo llevó.

Cuando conocía a Bassam Abu Abdullah, un miembro del Partido Baas, usaba un reloj
decorado con el rostro de Assad. Abdullah, un hombre de bigotes e incipiente calvicie de
cuarenta y tantos años, es un profesor de política internacional de la Universidad de Damasco
y es un amable partidario del gobierno. Café de por medio, señaló que, a pesar de errores
pasados, las intenciones del régimen eran buenas y las reformas anunciadas eran más que
meras concesiones tácticas. La violencia en Homs era preocupante, admitió: las fuerzas de
seguridad habían cometido abusos y eran cosas que había que solucionar. Bashar sólo
necesitaba tiempo para instrumentar las reformas. "Siria va a cambiar", me aseguró. "Pero lo
importante es el manejo del cambio. Ya hemos visto varias posibilidades –Irak, Libia y
Yemen-, y ninguna es buena."

Abdullah estudió en Tashkent durante la desintegración de la Unión Soviética, y recordó que


también Gorbachov había tratado de instrumentar un cambio y luego había perdido el control.
"Sé lo que significa el derrumbe de un estado", dijo. Admitió que las reformas de Assad
tendrían que haberse producido antes, pero sostuvo que hubo buenos motivos para los
retrasos: la guerra de Irak, el asesinato en 2005 el ex primer ministro libanés Rafik Hariri en
la explosión de un coche bomba –del cual se responsabilizó a Siria- y el actual levantamiento.
Todo eso había exigido "mucha atención por parte de Siria". También había "gente corrupta
en el país" que había trabajado para "impedir el cambio". Ante mi mirada de sorpresa,
Abdullah señaló: "Sí, tenemos gente corrupta, y no me da miedo decirlo. Quiero un futuro
mejor para mi país."

De hecho, el gobierno había introducido algunas reformas, pero se concentraban en la


economía y favorecían a los ricos. "Se olvidó de la población", dijo Abdullah. "Se suponía
que el mercado se ocuparía de todos, pero esa política también fracasó en Occidente. En Siria,
la gente no es tan próspera. Sigue recurriendo al estado como si se tratara de una madre." Con
la falta de oportunidades económicas, los sentimientos religiosos se habían intensificado,
sobre todo entre los pobres. El gobierno tenía que instrumentar una apertura política, afirmó
Abdullah, y permitir mayor libertad de expresión. Pero cuando se reforme la constitución se
abordarán todos esos temas.

Según un reciente informe de la ONU, centenares de niños han muerto en los ataques del
gobierno en Homs y otros lugares, pero, cuando le pregunté por qué el régimen mataba niños,
Abdullah contestó: "¿Por qué no se lo pregunta a quienes mandan a sus hijos a la calle? Son
inmorales." En su opinión, la violencia es algo orquestado desde afuera: agentes de
inteligencia jordanos, narcotraficantes, islamistas. Los extremistas musulmanes decretaron
once fatwas en su contra, dijo, por lo que había mandado a su esposa, que es rusa, y a sus dos
hijas al exterior. El grueso de los manifestantes, sostuvo, era "gente ignorante" que se dejaba
engañar. "Algunos piensan que quieren libertad, pero no saben qué es la libertad. Piensan que
es desorden." Sonrió y agregó: "Pienso que las fuerzas de seguridad van a resolver esto muy
pronto. Si el ejército quiere, puede terminar con esto en una semana."

8
El escepticismo respecto de los rebeldes era algo común entre los seguidores de Assad. Un
influyente empresario, Nabil Toumeh, me informó que lo que pasaba en Siria era
consecuencia de un plan –que había elaborado años antes Zbigniew Brzezinski y que contaba
con apoyo de Israel- para contribuir a que la Fraternidad Musulmana tomara el poder en
Medio Oriente. "Luego de cincuenta años de persecución, están accediendo al poder, y eso
sumirá al mundo árabe en el atraso", afirmó. El amigo de Assad me dijo: "Esto no es la
primavera árabe. Es el despertar de los extremos del Islam." La Fraternidad trataba de tomar
el poder en Egipto, Túnez y Libia, pero eso no pasaría en Siria. "No hay forma de razonar con
esa gente. Para ellos Dios es lo único que cuenta."

En Zabadani, sin embargo, uno de los manifestantes, un sunita, me dijo: "Aquí no hay
Fraternidad Musulmana. La gente es musulmana, sí. Pero la Fraternidad no tiene planes aquí.
Lo que queremos es libertad, poder protestar en paz sin que nos disparen."

Hay pocas cosas claras en relación con los rebeldes. Un veterano disidente llamado Salim
Kheirbek me dijo: "En la resistencia no participa más del 30 por ciento de la población. El
otro 70 por ciento, si no está con el régimen, guarda silencio porque nada le resulta
convincente, sobre todo después de lo que ha pasado en Irak y en Libia. Esa gente quiere
reformas, pero no a cualquier precio." El amigo de Assad me dijo que el Ejército Sirio Libre
sólo contaba con mil desertores y que el resto estaba compuesto por fanáticos. Un empresario
de Homs estimó que las dos terceras partes de sus miembros eran ex soldados. Aquellos con
los que hablé me contaron que sus oficiales los habían obligado a abrir fuego contra civiles,
después de lo cual, luego de experimentar una crisis de conciencia, habían desertado con
compañeros que pensaban como ellos. Su relato tiene una coherencia convincente. La mayor
parte dice también que su mandato es proteger a los civiles, e insiste en que dejará de luchar
cuando Assad y sus allegados renuncien. Afirman que no tienen objetivos sectarios –que son
antialawitas sólo en su oposición a quienes gobiernan el país-, pero admiten que su
enfrentamiento con el gobierno se inscribe en el sectarismo. La mayor parte de los soldados
del ejército es sunita, mientras que la mayoría de los altos oficiales es alawita, al igual que el
resto de los líderes del país.

Digan lo que digan ahora los rebeldes, sin duda los islamistas buscarán tener voz en la
oposición. El líder de al-Qaeda, Ayman al-Zawahiri, convocó hace poco a la jihad en Siria, y
ha habido atentados suicidas con explosivos en Damasco y Aleppo que guardan una notable
similitud con los de al-Qaeda. Como dijo un partidario del régimen en Damasco: "Los
estadounidenses usaron a los jihadistas contra los soviéticos en Afganistán, y luego los sirios
los usaron contra los estadounidenses en Irak; Sarkozy los usó contra Kaddafi en Libia, y
ahora los estadounidenses los usa contra nosotros. Finalmente tal vez trabajen para ellos
mismos." En su mayor parte, sin embargo, la oposición siria parece reflejar a un amplio
espectro de ciudadanos que se sienten victimizados luego de cuarenta y dos años de estado de
seguridad. Algunos han sido víctimas de los abusos de la policía secreta y buscan venganza; a
otros los anima un odio sectario; mientras que otros son verdaderos patriotas que simplemente
no podían seguir viviendo en un régimen represivo. No hay forma de saber qué grupo
prevalecerá, pero es probable que sea el que más dispuesto está a usar la violencia. Siria está
en guerra consigo misma, y es inevitable que todos los bandos presenten una imagen errada
de sus enemigos y oculten aspectos de su propia agenda. Ni siquiera el Ejército Sirio Libre
sabe qué es.

Los primeros rebeldes que conocí en Damasco eran nerviosos y desconfiados. Fue la mañana
del miércoles 25 de enero, en el suburbio de Saqba, en el este, que se dedica a la fabricación
de muebles. En una importante intersección de calles, una decena de combatientes con el
9
rostro cubierto y armados con Kalashnikovs detenían el tránsito para controlar documentos de
identidad. Yo estaba en compañía de un traductor sirio llamado Abdullah. Los rebeldes nos
indicaron que saliéramos del auto y nos pidieron documentos. Abdullah parecía preocupado.
Había más combatientes del otro lado de la calle. Un hombre se acerco con un lanzagranadas
con propulsión a cohetes sobre el hombro. Los combatientes examinaron el documento de
Abdullah. Una vez que comprobaron que no era un agente de seguridad del estado, aceptaron
hablar con nosotros y nos trasladamos a un garaje cercano.

A la pregunta de por qué luchaban, uno contestó: "Lo que queremos es que termine la
matanza de niños, la violación de mujeres." Otro añadió: "Lo que queremos es un país libre,
sin racismo, con igualdad de oportunidades para todos." Varios mostraron tarjetas azules
laminadas que los identificaban como desertores del ejército. Eran muy jóvenes, apenas sobre
el final de la adolescencia y los ventipocos años. Uno señaló que había trabajado para la
seguridad del estado en Deraa, donde comenzaron los levantamientos. Otro era de la provincia
de Idlib, en el norte. Un tercero era de Homs. "Somos soldados a los que se nos ordenó matar
a la gente", dijo uno. "Yo estaba en un puesto de control, y si no disparaba, me mataban."

Otro combatiente, unos años mayor, se presentó como Mohammed Nur. Era el tercero al
mando de los rebeldes de Saqba. El Ejército Sirio Libre representaba a "todos los sirios",
afirmó. "Somos cristianos, alawitas, drusos y sunitas." El régimen había explotado las
tensiones entre comunidades, afirmó, y había persuadido a los alawitas –a quienes en
ocasiones había armado- de que corrían peligro. Pero la rebelión "no (era) contra una secta
sino a favor de la democracia", dijo. "Si Bashar y quienes lo rodean se van del país, (la
rebelión) terminará." Un hombre llegó corriendo y le dijo algo a Nur, que empezó a dar
órdenes a los demás. Todos se alejaron con rapidez. El ejército se acercaba. Pronto habría
enfrentamientos.

Manejamos por territorio rebelde durante más de un kilómetro. Pasamos junto a hombres
armados y barricadas, patrullas y adolescentes de civil que hacían las veces de centinelas. Se
respiraba el peligro. Casi todos los negocios estaban cerrados, pero había un salón de
exposición de muebles abierto, y el propietario nos invitó a su cómoda oficina. Tenía un hogar
donde ardían unos troncos. Un empleado nos sirvió té. La situación, nos dijo el dueño con
cautela, era "incómoda". Nunca había imaginado que vería combatientes rebeldes en las calles
de su barrio. El ejército sirio no entraba a Saqba desde hacía un mes, declaró, no desde que
llegaron los observadores de la Liga Árabe. "El gobierno trata de evitar problemas", explicó.
Pero lo que había llevado a esa situación, dijo, era ante todo "el maltrato de la gente por parte
de las fuerzas de seguridad". Eso había generado falta de confianza. "Si puede restablecerse
un pequeño porcentaje de esa confianza, el problema terminará."

El dueño del negocio hizo una pausa y continuó: "La situación no puede seguir así. El
gobierno tiene que ser flexible con la gente, tener en cuenta sus opiniones. Hay gente que
apoya al régimen y gente que está en contra. Ambas partes tienen que escucharse
mutuamente." Poco antes había hecho un viaje a Turquía. En el viaje de vuelta, se sentó junto
a una mujer cuyo hijo, un niño pequeño, no dejaba de gritar y saltar. Por último, el hombre le
dijo al chico que se quedara quieto, y la madre le explicó que sólo estaba nervioso. La mujer
era siria pero vivía en los Estados Unidos. Era la primera vea que el chico visitaba su país.
"Le sugerí que no era el mejor momento para hacer una visita. Me contestó: 'Decidí venir
porque amo a mi país. Luego agregó: 'Sólo Dios, Siria y Bashar.' Un joven sentado cerca se
volvió y dijo: 'Sólo Dios, Siria y libertad', y empezaron a discutir. Pronto se sumaron seis filas
de pasajeros. Finalmente les grité a todos que se callaran y les dije que si estábamos en el
cielo y no podíamos encontrar una solución tal vez no podríamos llegar a tierra." Cuando el
10
avión llegó a Damasco, alguien informó a seguridad lo que había dicho el joven y lo
detuvieron. Sólo lo dejaron ir gracias a la intervención del dueño del negocio.

El comerciante esperaba que la gente inteligente mediara. "En este momento es importante
tomarse el tiempo para pensar", dijo. "No puedo inclinarme por ninguno de los dos ejércitos.
Lo que en verdad quiero es que el gobierno acelere las reformas. Sabemos que puede llegar el
ejército y destruir todo e imponer lo que quiera el régimen, pero eso no tendría sentido. ¿No
sería mejor que ambas partes llegaran a un acuerdo?"

La mañana del 28 de enero, los observadores de la Liga Árabe se dirigieron a Rankous, una
ciudad montañosa 32 kilómetros al noreste de Damasco que controlan los rebeldes. Junto con
otros dos periodistas, me sumé a ellos. En una meseta cubierta de nieve, unos kilómetros
pasando la antigua ciudad cristiana de Sednaya, había un puesto del ejército. Desde ahí, el
camino se internaba en un barranco. Los observadores bajaron de los autos y caminaron un
poco, disfrutando del aire seco de la montaña. Pasados unos minutos, comenzaron a volver a
los autos. Habían decido no ir a Rankous, después de todo. El líder de la delegación me dijo
que el comandante del puesto había dicho que había francotiradores rebeldes en Rankous y
que podrían atacarnos. Señalé que si los observadores sólo iban donde el régimen sirio quería
que fueran, su viaje de observación no tenía sentido. El diplomático asintió. Si las cosas
seguían así, pronosticó, la misión se suspendería.

Los otros periodistas y yo decidimos seguir adelante. Al dar vuelta una curva, llegamos a un
puesto de control del ejército. Los soldados se acercaron corriendo y nos preguntaron a dónde
íbamos. Señalamos hacia adelante, hacia Rankous. "Es peligroso", advirtieron, pero nos
permitieron continuar. Unos minutos después, cuatro furgonetas con familias se detuvieron.
Nos contaron que iban huyendo luego de una noche de bombardeo de tanques del ejército que
se encontraban en las montañas que rodeaban la ciudad. Uno de los hombres señaló una de
huellas de tanques que se internaban en los campos nevados y desaparecían del otro lado de
un risco. La ciudad, que tenía veinte mil habitantes, había quedado reducida a cincuenta
familias, contaron.

En el extremo de Rankous había una barricada, una pila de tierra, piedras y unos pocos
barriles de petróleo. Uno de ellos tenía pintado "Jaysh al-Hurr", Ejército Sirio Libre. Nos
detuvimos en una pequeña plaza. Una camioneta llena de combatientes llegó y nos guió por
calles desiertas hasta una casa ubicada cerca de una mezquita. En su interior, en un habitación
del piso de arriba en la que había una antigua estufa de madera, un atractivo joven de pelo
corto y uniforme nos invitó a sentarnos. Era Abu Khaled, el comandante del contingente del
Ejército Sirio Libre en Rankous. Tenía treinta y tres años, y apenas unos meses antes había
sido un oficial del ejército sirio destinado a un puesto de control en uno de los distritos más
críticos de Homs. Hubo muchos abusos, dijo: en una ocasión otro oficial abrió fuego contra
una mujer y un niño sin que mediara provocación alguna y afirmó que lo hacía para dar "una
lección" a la gente de ese barrio. Abu Khaled había terminado por desertar, llevándose a los
treinta hombres que tenía a su cargo. Eran de distintos lugares de Siria, pero habían acordado
irse con él para defender Rankous, donde Khaled había crecido.

Afuera se escucharon disparos y un par de explosiones que parecían proceder de tanques. Abu
Khaled mandó a algunos de sus hombres a ver qué pasaba. El Ejército Sirio Libre controlaba
Rankous desde hacía varias semanas, me dijo, y en los últimos cinco días el ejército había
rodeado la ciudad. Había atacado con tanques y armas antiaéreas, y francotiradores
disparaban desde las montañas. Los hombres de Abu Khaled sólo tenían un mortero, un rifle y
los Kalashnikovs con los que habían desertado. Me entregó su celular y me pidió que viera un
11
breve video. Se veía a un joven de uniforme en brazos de alguien que lo acompañaba mientras
agonizaba. Abu Khaled se tocó el corazón. Era uno de sus hombres, y los brazos que lo
rodeaban eran los suyos. Un civil llamado Abdul Karim, el mayor de la ciudad, se había
sumado a nosotros y dijo que también los hijos de su hermano habían muerto en el ataque.

Se escucharon más disparos, y algo pasó zumbando junto a la casa. Abu Khaled dio órdenes
de evacuar. Nos pidió que apagáramos los celulares y retiráramos las tarjetas SIM para que no
pudieran rastrearnos. En la puerta, Abdul Karim se colocó delante de mí, me tomó los brazos
y me hizo abrazarlo por la cintura de modo tal que pudiera protegerme mientras bajábamos la
escalera.

En una casa cercana nos condujeron a una habitación de la parte posterior, donde nos recibió
una pareja joven, su bebé y una mujer mayor. Nos hicieron sentar y nos sirvieron té, mientras
afuera continuaban los disparos. La mujer mayor, que lloraba, cortó manzanas e insistió en
que comiéramos. Le pregunté por qué no se había ido, y contestó que su familia era pobre y
no tenía a dónde ir. Abu Khaled dijo con calma: "Estamos dispuestos a morir para defender a
la gente." Si los civiles que quedaban en la ciudad se iban de Rankous, él y sus combatientes
irían a otra parte. ¿Cómo pasarían por los puestos del ejército? "Nos escurriremos entre los
puestos", dijo riéndose. "¡No se preocupen por nosotros!" Tenían yogurt y manzanas, y la
panadería seguía abriendo un día por semana. No estaban lejos de la frontera libanesa, y
podían contrabandear combustible para calefacción.

Los rebeldes me dijeron que unos días antes de que comenzara el asedio, un representante de
los servicios de inteligencia había contactado a Abdul Karm y le había dicho que el ejército
estaba dispuesto a acordar una tregua, como en Zabadani. "Pregunté por los cadáveres de
nuestros mártires que ellos se habían llevado. Me contestaron: 'Si nos entregan las armas, les
devolveremos los cuerpos.'" Se negó, me dijo: "No somos terroristas. Somos un pueblo con
historia. Sabemos qué es lo que pasa."

Abu Khaled señaló que él y sus compañeros no actuaban animados por odio a los alawitas.
Era un tema delicado. Al principio, sólo hizo referencia a ellos como "la gente de cierta
secta." En Homs, el régimen cultivó el sectarismo. Había cuarenta y seis puestos de control
del ejército en y alrededor de la ciudad, dijo, y en cada uno había representantes de la
Mukhabarat. "Esa gente le metió en la cabeza a soldados de dieciocho años que se
encontraban ante una conspiración israelí y de al-Qaeda", declaró. La mujer joven, que estaba
escuchando, explotó: "Esta es una ciudad sunita. Por eso nos disparan."

Para última hora de la tarde, los proyectiles habían alcanzado la casa de al lado y había un
rebelde herido en la pierna, pero el ataque continuaba. Irse parecía fuera de cuestión. Los
soldados del régimen sabían que estábamos ahí, a pesar de lo cual habían iniciado el ataque a
la ciudad. No se podía confiar en que se detendrían. Llamé al funcionario gubernamental sirio
más alto que conocía –Jihad Makdissi, el vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores- y le
pedí que convenciera al ejército de suspender el ataque para que pudiéramos salir. Me
reprendió un momento (¿por qué habíamos ido a Rankous sin permiso?), pero aceptó
interceder. Por fin llegó un llamado y se nos dijo que saliéramos de Rankous de inmediato.
Escuchamos: los disparos habían cesado.

Un joven rebelde nos guió hasta la plaza, desde donde seguimos solos. Al llegar al puesto de
control del ejército, los soldados estaban esperando con las armas listas. Uno de ellos, un
adolescente, nos rodeó mirándonos fijo, con el dedo en el gatillo del arma. Un oficial habló
con irritación: ¿No habíamos visto a los terroristas en la ciudad? Admitimos que había
12
algunos rebeldes, pero destacamos que también había civiles. Nos dijo que terroristas habían
atacado a sus soldados, algunos de los cuales estaban heridos y otros habían muerto.

Cuando nos dejaron ir caía el sol y hacía frio. A medida que oscurecía volvimos a recorrer la
meseta nevada rumbo a Damasco. Había tanques por todas partes, en los campos junto al
camino y en las intersecciones. Parecía que estaba a punto de comenzar un gran ataque.

Esa noche los militares reanudaron el bombardeo de Rankous, y al día siguiente lanzaron
varios ataques terrestres. Los hombres de Abu Khaled contestaron y dieron muerte a seis
soldados del régimen. La misión de observación de la Liga Árabe se suspendió oficialmente.
El día después, el ejército envió tropas a los suburbios de Damasco, y luego a Zabadani y
Homs. Era una ofensiva general, por más que no se la había declarado. El editor de un diario
de Damasco favorable al régimen me contó que el control de los suburbios por parte de los
rebeldes había sido una ilusión, algo que el gobierno había permitido a los erectos de "dar
rostro a los fantasmas" antes de aplastarlos. Poco después nos enteramos de que Abu Khaled y
su pequeño hijo habían muerto.

El 30 de enero tomé la autopista oriental para salir de Damasco rumbo al Hospital Militar
Tishreen para ver las últimas bajas del ejército. En los últimos tres días había habido más de
cincuenta diarias en la ciudad y sus alrededores. En el camino vi camiones de transporte de
tropas repletos de soldados vestidos para el combate. Sobre el final de Saqba, los soldados
bloqueaban las rutas de acceso. En los techos se veían columnas de humo negro que se
elevaban de los lugares donde se había combatido. Un guía del gobierno que me había
acompañado se mostró asombrado. Alarmado, preguntó: "¿Siria se va a convertir en Irak?"
Hasta ese momento, no había comprendido la magnitud de los problemas del país. Confesó
que nunca había visto una manifestación antigubernamental. Preguntó: "¿Es una negación?"

El mismo día, el diplomático destinado en Damasco me dijo que era demasiado tarde para
evitar que Siria se sumiera en una guerra civil. "Estamos viendo cómo un país cae al abismo",
señaló. "Esto va a ser horrible." Había esperado que se llegara a una solución negociada, algo
similar a lo que pasó en Yemen, un "aterrizaje suave por el que los Assad pudieran abordar un
avión con todos sus juguetes y volar a Dubai o a cualquier otra parte-" Pero Rusia se empeñó
en oponerse; nadie sabía cómo como negociar con los rebeldes en medio de la violencia; y,
hasta que la oposición convenciera a los alawitas de que no eran ellos el blanco del
levantamiento, un acuerdo con el ejército parecía improbable. "La mayor parte de la
oficialidad es alawita, y son muy pocos los altos oficiales que desertan", dijo el diplomático.

Pero el gobierno no podría mantenerse eternamente. Había enfrentamientos en todo el país, el


ejército se reducía, y en el frente escaseaban la comida y el combustible. Las tropas estaban
cansadas y cada vez más desmoralizadas. Si bien el régimen había cortado la electricidad, la
provisión de alimentos y la atención médica en las zonas rebeldes, la oposición ganaba
confianza. Otro diplomático presente en Damasco señaló: "La gente ha perdido el miedo y no
lo ha recuperado. La gente ha salido a la calle y ahí se ha quedado." Agregó: "Nunca tuve
dudas respecto de la capacidad de violencia del régimen, pero no me daba cuenta de que
idiotas eran sus líderes. Les advertimos que, una vez que empezaran a matar gente, tarde o
temprano la población empezaría a reaccionar. Incluso si ahora trataran de instrumentar un
proceso de reformas, ya no resolvería las cosas. Ahora están obligados a seguir con la
represión."

El editor del diario de Damasco sugirió, en cambio, que el país estaba atado a Assad. "La
caída del régimen derivará en atrocidades, en enfrentamientos entre comunidades, como en
13
Ruanda", afirmó. "Se puede culpar a quien se quiera, pero eso es un hecho. El estado tiene
que seguir funcionando porque, si no lo hace, se desencadenará la violencia entre sectas,
como en Homs. Es por eso que se decidió entrar a sangre y fuego en los suburbios, con todas
las muertes que vemos. Esa idea de que Assad renuncie es algo que no va a pasar, ya que él es
el ejército. La única forma de salvar el país es apoyar que el régimen cambie y se reforme.
Todas las otras posibilidades llevan a una guerra civil, a la violencia sectaria, a la
desintegración del estado." La mayor esperanza para Assad, sugirió, era una combinación de
violencia implacable contra los rebeldes activos y reformas para convencer a los moderados.
La semana pasada, el régimen anunció que el 26 de febrero se sometería a referéndum un
proyecto de reforma de la constitución. Mientras tanto, el ejército sigue adelante con la
ofensiva.

En Damasco, conocí a Aimad al-Khatib, un empresario sunita de cincuenta y tantos años que
encarnaba la caótica interacción entre los grupos sirios. Hacía poco tiempo lo habían asaltado
–en Homs- tres hombres que se subieron a su auto amenazándolo con un arma. Luego de
quedarse con su dinero, documento de identidad y celular, se llevaron el auto. Khatib hizo la
denuncia ante las autoridades rebeldes locales. En una hora atraparon a los culpables. "Me
entregaron las llaves del auto, el dinero, todo menos el celular, pero me dieron dinero para que
comprara otro", dijo Khatib. "Me mostraron a los hombres que habían detenido y, una vez que
los identifiqué, empezaron a pegarles frente a mí. Los que me robaron son los mismos que
matan gente que tiene documentos que indican que son alawitas."

Khatib es dirigente del Partido de Solidaridad Nacional Sirio, uno de los cuatro nuevos
partidos que tienen jerarquía legal desde diciembre. Me dijo que había participado en un
intento de mediar un diálogo entre el gobierno y la oposición, pero que había renunciado
cuando se hizo evidente que el régimen estaba decidido a usar la fuerza. Expresó una suerte
de resignación cínica. Los rusos apoyaban a Bashar para preservar su prestigio internacional;
Arabia Saudita estaba en su contra para debilitar a Irán; Turquía quería llevar a la Fraternidad
Musulmana al poder. Khatib quería "un verdadero gobierno de unidad nacional en el que ni
siquiera se excluya a los alawitas." Sin embargo, en momentos en que la violencia se extendía
en todo el país, parecía demasiado tarde para lograrlo.

"¿Qué va a pasar?" pregunté.

"Habrá una guerra civil."

"¿Cuándo va a empezar?"

"Ya ha comenzado."

Pocas personas fueron tan francas en Siria, y le pregunté a Khatib si le preocupaba su


seguridad. Esbozó una débil sonrisa y dijo: "Si Dios quiere llevarse mi alma, que se la lleve."

Traducción de Joaquín Ibarburu

14

También podría gustarte