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En enero de 2011 la revolución en Túnez marcó el inicio de la mal llamada Primavera

Árabe, y tras el éxito de la oposición en derrocar al gobierno tunecino, otras naciones, con
niveles elevados de desempleo, corrupción y una alta tasa de represión política por parte de
dictadores, siguieron su ejemplo. El agitado panorama revolucionario llegó y se instaló
rápidamente a Siria, que compartía estas características. Los primeros brotes de violencia se
registraron en marzo del mismo año en la ciudad de Daraa, al oeste de Siria. Allí, los
ciudadanos se enfrentaron con las fuerzas de seguridad tras el arresto de varios niños que
habían pintado grafitis con motivos políticos (Çakmak y Ustaoğlu, 2015)

A los pocos días del incidente, los grupos manifestantes alzaron su voz contra Bashar al-
Ásad, presidente sirio e hijo de Háfez al-Ásad, quien gobernó el país por casi 30 años. El
mandatario mantuvo una postura prudente durante los primeros días de las protestas,
llegando a levantar el estado de emergencia que había durado durante los últimos 48 años.
No obstante, al cuarto día el régimen sirio reforzó el contingente militar en Daraa para
emprender lo que más adelante fue reconocido por algunos como una campaña de
represión1.

Desde ese momento el conflicto interno se encrudeció. Según informes del Centro Sirio
para la Investigación Política (SCPR), hasta el momento unas 470.000 personas han
perdido la vida y cerca de 1.9 millones han resultado heridas debido al conflicto, es decir
que el 11.5 por ciento de la población siria ha muerto o resultado herida como consecuencia
del conflicto. La expectativa de vida del ciudadano se redujo, pasó de 70 años en el 2008 a
55 en la actualidad, esto no solo por la guerra sino por la falta de prestación de servicios
básicos de salud y vivienda (Scpr; 2015).

La crisis humanitaria generada a partir del conflicto logró que este se situara en el centro de
la discusión de la política internacional, dando pie a que varios estados se involucraran
directa o indirectamente en la búsqueda a una solución para frenar el derramamiento de
sangre.

Estados Unidos, que ha tenido campañas militares en diferentes zonas del Medio Oriente
(Afganistán, Irak, Kuwait, entre otros) impulsó una coalición con algunos países europeos
(Francia, Inglaterra) para brindar apoyo a los movimientos revolucionarios y exigir la salida
de Bashar al-Ásad como presidente.

Fue así como en el 2012 el gobierno de Barack Obama inició el programa de ayuda a los
rebeldes moderados (movimientos no radicales). Para ello generó un plan enfocado en tres
frentes. El primero de ellos recayó en manos del Departamento de Estado, encargado de
otorgar un paquete de 400 millones de dólares con los cuales se ayudaría a empoderar a la
oposición del régimen sirio. Al mismo tiempo, el Gobierno estadounidense entregó
unidades moderadas armadas, alimentos, material médico, vehículos, maquinaria pesada,
equipamiento de comunicación e informática y generadores eléctricos (Faus,2015).
El segundo frente lo lideró la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en
inglés) cuyo objetivo fue el entrenamiento de rebeldes moderados para luchar contra las
fuerzas militares sirias. Desde el 2013 la CIA, en coordinación con Arabia Saudí, Catar y
Turquía han entrenado a unos 5.000 rebeldes y entregado armas ligeras (Faus,2015)

La última fase fue encargada al Pentágono, que ataca desde el aire lugares dominados por el
Estado Islámico (EI) pero que falló en entrenar un promedio de 5.000 rebeldes cada año
para crear una fuerza terrestre de ataque.

Pero lo que hasta el momento había venido siendo una campaña sistemática liderada por los
Estados Unidos y un grupo de países europeos sufrió un giro con la incursión militar de
Rusia. El 30 de septiembre, el presidente ruso, Vladimir Putin, quien hasta el momento
había expresado su apoyo diplomático al gobierno de Bashar al Assad, lanzó una fuerte
intervención militar bajo el argumento de atacar al Estado Islámico, fuerza opositora al
régimen sirio y considerado una amenaza para la seguridad rusa (Martínez, 2016)

Un contingente de 1.500 soldados, aviones y tanques rusos fueron enviados al aeropuerto


internacional Bassel al Assad en Lataki a principios de septiembre de 2015, y a finales del
mismo mes Rusia lanzó la primera oleada de bombardeos tras ultimar los detalles de su
estrategia con el reconocido general iraní Qasem Soleimani. En solo cinco meses de
intervención rusa el régimen sirio, que hasta el momento controlaba el 20 por ciento del
territorio del país, recuperó zonas que habían sido tomadas por los rebeldes en los últimos
tres años del conflicto (Martínez, 2016; Sanz,2015).

La internacionalización del conflicto sirio visto desde una perspectiva neorrealista

La guerra civil siria amenazó con mover y transformar el status quo del Medio Oriente y le
permitió convertirse en un tema central en la agenda de varias potencias, entre ellas Estados
Unidos, Israel, Arabia Saudí, Irán y Rusia. Siria cuenta con una posición central y sensible
en la región. La nación se encuentra ubicada en el costado este del mar Mediterráneo,
compartiendo fronteras con Turquía, Irak, Israel, Jordania y Líbano. Según el analista
geopolítico Fawzi Shueibi, el Medio Oriente es un área vital para las empresas
trasnacionales enfocadas en el sector de los hidrocarburos. Se estima que la zona posee el
64 por ciento de las reservas mundiales de petróleo y el 60 por ciento de las reservas de gas,
por la región se transporta el 40 por ciento de crudo. Así mismo, Siria ha mantenido un rol
central en el agitado panorama de la zona, donde convergen fuertes preceptos religiosos y
políticos. Por estas razones, el conflicto sirio adquirió mayor importancia que el
derrocamiento de Hosni Mubarak en Egipto, la dimisión de Zine El Abidine Ben Ali en
Túnez y la ejecución de Muamar el Gadafi en Libia, entre otros sucesos de la Primavera
Árabe.

El conflicto sirio significó para los Estados Unidos la oportunidad de ampliar su influencia
en Medio Oriente, la posible salida de Al-Ásad, aliado indiscutible en Rusia, Irán y
Hezbollah, y el posicionamiento de grupos rebeldes moderados en el poder supondría un
giro positivo a los intereses de EE.UU. en esa zona, que vienen de sufrir varios reveses con
la fallida intervención en Afganistán y la guerra en Irak.
Las políticas anti-sionistas de Al-Ásad representan una clara amenaza a Israel, uno de los
principales aliados de los Estados Unidos en la región. La enemistad histórica entre ambas
naciones alcanzó su mayor auge en la Guerra de los Seis Días (1967) y la guerra del Yom
Kipur (1973), en ambas contiendas las fuerzas militares israelíes se impusieron ante sus
enemigos árabes y le arrebataron la meseta de los Altos de Golán a Siria. A los antiguos
conflictos se le suma la cercana relación entre Siria y Hezbollah, su apoyo a los
movimientos disidentes palestinos, enemigos declarados del pueblo israelí y de los Estados
Unidos.

Por otra parte, Siria ha establecido fuertes relaciones con Irán por más de 30 años, esto
gracias a que la familia al-Ásad pertenece a la minoría alauita, una secta chiita, misma
vertiente religiosa de Irán. Siria siempre ha mostrado su apoyo a la política nuclear iraní,
hasta hace poco cuestionada por los estadounidenses y sus aliados3. Conjuntamente, el
apoyo de Bashar al Assad ha sido fundamental para el Gobierno iraní en su lucha de poder
contra Arabia Saudí por el dominio de la región. Con Bashar al Assad a la cabeza del
gobierno sirio, Irán, de mayoría chií, ha logrado frenar la influencia de Arabia, país
perteneciente a la vertiente religiosa suní, logrando cierto equilibrio político y religioso
entre ambas corrientes musulmanas en el Medio Oriente.

En cuento a Rusia, Siria es su mayor socio en la zona. Las relaciones de ambos países datan
desde el siglo XVIII cuando el Estado sirio ofreció protección a las comunidades cristianas
ortodoxas. Luego, durante los años de la Guerra Fría y la llega al poder de Háfez al-Ásad
en 1970, tras propinar un golpe de estado, el país estableció un sistema de gobierno
democrático socialista, llevándolo a generar relaciones con la antigua Unión Soviética que
financió gran parte de la infraestructura siria y le vendió armamento militar. Hoy en día,
Rusia mantiene una base naval en la ciudad costera de Tartus, donde se ubica el segundo
puerto del país y la única instalación rusa en el mar Mediterráneo (Maness, R., &
Valeriano, B. 2015).

No menos relevantes es la posición de Turquía. La nación, de mayoría suní, enfrenta una


doble paradoja, por un lado, busca mantener su rol de potencia regional, por otra lucha
contra los movimientos separatistas kurdos. Con más de 30 millones, los kurdos
conforman la minoría ética más importante del Medio Oriente sin Estado, situándose en
territorios de Turquía, Siria, Irak e Irán. Según el medio BBC Mundo, los movimientos
kurdos separatistas han aprovechado los conflictos en Siria e Irak para expandir su
territorio.

Ante ello, el gobierno turco a usado la guerra civil siria para apoyar no solo al Ejército
Libre Sirio, principal movimiento rebeldes de convergencia suní, sino para atacar a los
separatistas kurdos que se encuentran en su territorio en y en la frontera noreste con siria,
donde converge una población autónoma kurda (Fernández; 2007).

Empero, la situación de Rusia e Irán fueron más delicadas y de mayor trascendencia. Por un
lado, Rusia buscaba hacer contrapeso a las políticas norteamericanas en Medio Oriente e
inclinar la balanza hacia el este, cuestionando una vez más la hegemonía consensuada
norteamericana” (Benjamín; 2005)4, mientras que Irán insistía en mantener un aliado vital
como lo es al-Ásad en su lucha contra Arabia por el domino político-religioso de la zona.
En el caso de Irán, el Gobierno tomó medidas más diplomáticas que su contra parte rusa.
Durante los dos últimos años el Gobierno persa estableció negociaciones con el G5+1 con
el objetivo de normalizar y obtener el visto bueno de su programa nuclear. Esto conllevó a
que el presidente de la República Islámica de Irán, Hasán Rouhaní, se acercara y mejorara
las relaciones con Estados Unidos, hasta ese entonces, uno de los principales contradictores
a la política nuclear iraní. De esta forma, Rouhaní no solo mantuvo su apoyo Al-Ásad
otorgándole recursos energéticos y combatientes, usó su renovada postura internacional
para actuar como interlocutor entre los intereses del Gobierno sirio y los intereses del
Gobierno de Obama. El acercamiento entre ambas naciones y la aprobación al programa
nuclear en septiembre del 2015 no fue bien recibido por el Primer Ministro israelí,
Benjamín Netanyahu, ni por el Gobierno saudí. Para ambas naciones el programa nuclear
iraní supone una amenaza a la seguridad y una reestructuración de poder en el Medio
Oriente. En respuesta al nuevo panorama, Arabia Saudí lideró una alianza con los países
sunitas (Yemen, Turquía, Catar) e Israel con el fin de frenar la nueva y creciente influencia
de Irán en el Medio Oriente (Green,2016).

Otra fue la actitud de Rusia. Tras ser reelegido como presidente, Vladimir Putin se ha
puesto como meta reconstruir el poderío ruso a nivel internacional. Para ello apeló al uso de
la fuerza y poderío militar, vistos como constitutivos de la defensa estratégica rusa. Una
muestra de ello fue su actuación en el conflicto ucraniano, donde pese a las amenazas de
sanciones por parte de EE.UU. y la Unión Europea, Rusia intervino a favor de los
movimientos pro-rusos (Maness; 2015). Las medidas tomadas en Siria, el envío de un
contingente militar y los bombardeos sobre zonas rebeldes islámicas contribuyeron a
cambiar el equilibrio estratégico en Siria, otorgándole ventaja al Gobierno sirio sobre los
rebeldes.

La nueva postura rusa busca frenar la hegemonía, influencia y monopolio de los Estados
Unidos en el panorama internacional, en especial en el Medio Oriente. Rusia intenta
generar un nuevo equilibrio entre ambas potencias. Según lo indica el analista político José
Ciro Martínez, la intervención de Putin llegó en el momento indicado. La retirada de las
fuerzas militares estadounidense del Medio Oriente y la poca eficiente de su diplomacia
dejaron un vació en la región, vacío aprovechado por Rusia para reforzar y generar
alianzas, mostrarse como un actor principal con poder de decisión e intervención (Martínez,
2016).

De esta forma, Putin logró acercarse a Israel con el fin de dialogar sobre el conflicto sirio,
aumentar la cooperación con Arabia Saudí en materia energética, aumentar la cooperación
militar con Egipto y conseguir un multimillonario contrato para construir una planta de
energía nuclear en Jordania, todos ellos aliados tradicionales de los Estados Unidos en
Medio Oriente y el Norte de áfrica.

Hoy por hoy Rusia ha regresado, jugado un papel principal a nivel internacional, esto
gracias a su apuesta militar, el estrechamiento de alianzas, el fortalecimiento de sus
recursos naturales y ratificando su rol hegemónico en su región por medio de
intervenciones directas e indirectas, convirtiéndose en el contrapeso de Estados Unidos.

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