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El G77 y la descolonización de la geopolítica

Rafael Bautista · Ayer 23:05

Las recientes crisis en Ucrania y Siria manifiestan la compleja transición hacia un mundo
sin centro hegemónico único; lo que se está denominando el “incipiente mundo multipolar”
(las áreas en disputa manifiestan esta tónica). El siglo XXI amanece con un nuevo mundo
emergente que ya no presupone, ni cultural ni civilizatoriamente, la hegemonía occidental.
El “gran relato” neoliberal del “fin de la historia” se hizo pedazos el 11 de septiembre de
2001 y su última cruzada, llamada el “choque de civilizaciones”, es derrotada en Siria y
Ucrania. Es decir, el fenómeno de la colonización, consustancial al mundo moderno,
empieza a desmoronarse en el nuevo siglo. Incluso las nuevas potencias emergentes, si
optaran por asegurarse áreas de influencia, ya no podrían hacerlo según las prerrogativas
que adoptaron las potencias occidentales cuando se repartieron el África y el Oriente. La
sobrevivencia de un mundo multipolar pende del siguiente detalle: los términos en que se
expresen las alianzas geopolíticas sólo podrían cimentarse en una cooperación mutua y
estratégica y ya no en exclusivas relaciones de dominación.

Las últimas bravuconadas que Occidente despliega bélicamente no hacen sino mostrarnos
su decadencia profunda. Ya no pudo invadir Siria, y eso le está costando, no sólo
credibilidad sino, sobre todo, la desconfianza en su capacidad militar. Incluso podría
decirse que el 3 de septiembre de 2013 se evitó la tercera guerra mundial, cuando el sistema
de defensa aéreo ruso S300-PS, desde la base de Tartus, en Siria, intercepta y destruye
misiles tomahowks (lanzados desde la base gringa de Rota, en la bahía de Cádiz), que
tenían como destino Damasco. Desde entonces queda demostrado que los rusos han
recuperado su importancia militar; lo cual equilibra un mundo que había sido capturado por
USA (según Ehud Barack, exministro de asuntos militares de Israel, eso debilita a USA en
todo el mundo). Desde el triunfo de Rusia ante Georgia, por Osetia del Sur, el 2008, puede
decirse que la geopolítica del siglo XX ha sido dislocada en favor de una nueva
reconfiguración planetaria.

En Ucrania termina de rematarse la cosa, puesto que la injerencia occidental, comandada


por USA, no hace sino, para su propia desgracia, acercar aún más a China y Rusia, lo cual
significa, en lo venidero, el viraje definitivo de la economía mundial hacia el Oriente. El
último acuerdo monumental entre Rusia y China (cuyo comercio bilateral alcanzará, para el
2020, los 200.000 millones de dólares), no sólo ratifica la hegemonía de una Eurasia
oriental, en torno a la restauración comercial de la “ruta de la seda”, sino hasta posibilita
que China se expanda hacia Occidente (los más que probables ejercicios militares conjuntos
entre Rusia y China en pleno Mar Negro). Ni USA ni Europa tienen la musculatura, ni
económica ni militar, para hacer valer sus sanciones económicas a una Rusia que, aliada de
China, ya no tiene necesidad de supeditarse a un Occidente en plena decadencia.

El mundo y su cartografía geopolítica, tal cual había sido concebida por las potencias
occidentales, desde el siglo XIX, está feneciendo. Esto quiere decir que la disposición

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centro-periferia, pertinente al mundo moderno, ya no tiene sentido. Como tampoco tiene
sentido, frente a la crisis climática y energética, un sistema económico que sólo sabe
administrar el despojo sistemático de vida (humanidad y naturaleza) en favor de los fetiches
del mundo moderno: el capital y el mercado. La crisis es civilizatoria y sólo puede ser
comprendida, en su verdadera magnitud, desde una perspectiva multidimensional.

Esto quiere decir que, tampoco las ciencias modernas, en su crisis epistemológica, estarían
a la altura de dar razón de la crisis. Si todas parten de los mitos y prejuicios modernos,
¿cómo podrían auscultar una crisis que la originan estos mismos mitos y prejuicios? La
crisis actual manifiesta una rebelión de los límites mismos de un mundo que es finito; pero
la ciencia moderna, la economía capitalista y el mismo paradigma del desarrollo, suponen
recursos de aprovechamiento infinitos como presupuesto de un progreso también infinito.

Este presupuesto da origen a la sociedad moderna. Pero es un presupuesto falso, porque los
recursos no son infinitos. Ni la naturaleza ni el trabajo humano pueden garantizar un
progreso sin fin. Un crecimiento sin límites es una pura ilusión trascendental. Por eso el
mundo moderno se halla en la peor de sus encrucijadas; pues si su economía se basa en el
crecimiento económico, este crecimiento supone el aprovechamiento desmedido de energía
fósil. Sin energía se hace imposible crecer. Crecer para el primer mundo significa aumentar
su consumo de energía; pero si añadimos a esto que el mito moderno de los países ricos es
crecer indefinidamente, fieles al modelo de desarrollo y progreso infinito, resulta que su
propia forma de vida, basada en el crecimiento infinito, ya no puede sostenerse. Entonces,
lo que se vislumbra, como consecuencia de esta crisis, es el colapso cultural y civilizatorio
de la modernidad occidental. No siendo ya el primer mundo dueño de la energía del planeta
(desde el 2003, cuando British Petroleum confirma el fracaso de la guerra de Irak), ya no
puede subvencionar su desarrollo con la miseria que genera su economía en el resto del
planeta.

La crisis financiera se vincula también a la crisis energética, que es la otra cara de la


rebelión de los límites ante las pretensiones ilimitadas de un crecimiento sin fin. Este
crecimiento es ya insostenible ante la evidencia del agotamiento paulatino de los recursos
energéticos. Lo cual hace más vulnerable la estabilidad a futuro de un dólar que, sin
petróleo, no tiene nada que lo sostenga (a no ser sus bombas nucleares). El primer mundo
requiere cada vez más energía para crecer económicamente, pero si ya no dispone de
energía barata y abundante, todo su complejo industrial y tecnológico se estanca. Entra en
crisis. Tanto su producción como su consumo ya no pueden sostenerse. La crisis manifiesta
aquello. La crisis climática es la rebelión de los límites: el mundo es finito.

Por eso el mito de la globalización encierra una aporía insoluble: si el mundo es uno,
entonces no es infinito. El sistema-mundo-moderno-occidental choca entonces con la
fuente de donde emana todo lo que hace posible la vida: la naturaleza es única, lo cual no
quiere decir que sea infinita. Única quiere decir vulnerable. Su finitud es constatación de su
condición de sujeto. Por eso no puede no tener derechos. Si la vida procede de ella es
porque es Madre. Por eso le decimos PachaMama. La extracción indiscriminada que se
hace de sus componentes vitales, en torno a una acumulación excesiva de ganancias, hace
imposible que pueda reponer lo que se le ha quitado: la sobre-explotación de un recurso
conduce a la destrucción paulatina de todo su contexto vital. A esto llamamos
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extractivismo, prototípico del capitalismo.

La curva geofísica de Hubbert fue diseñada para mostrarnos que todo elemento depletable,
como el petróleo, alcanza una cúspide en su explotación, para nunca más superar aquello.
Según el World Energy Outlook (informe anual de la Agencia Internacional de Energía del
2010) esta cúspide a nivel mundial ya se habría alcanzado el 2006. Y, si es cierto que la
cúspide de todos los hidrocarburos, además del uranio, se daría el 2018, entonces se hace
imprescindible una transformación en la base energética; pero los países ricos no responden
de modo sensato a esta realidad sino que apuestan por un peligro aún mayor: los
agrocombustibles.

Pareciera que los países ricos, al no encontrar salida a su crisis, optan por meterse más en
ella. Pues esta supuesta solución a la crisis energética supondría un holocausto alimenticio a
nivel global (la subida de los precios de granos y alimentos corrobora una tendencia de
carácter especulativo que aprovecha ufano el capital financiero).

La pelea energética es ahorita la tónica de los dislocamientos geopolíticos. Para el imperio


es imprescindible la combinación dólar-petróleo. Sin petróleo no puede sostener su
infraestructura bélica planetaria. Si tiene el petróleo tiene el control. Entonces la situación
en Ucrania y Siria nos lleva también a reflexionar acerca de la amenaza sistemática que
ejercen los poderes fácticos en Venezuela. Necesitan del petróleo venezolano para
equilibrar su poder ante estas nuevas derrotas en Ucrania y Siria.

USA persigue su soberanía energética recapturando a Latinoamérica. Por eso el TLCAN


con México reaviva la “Doctrina Monroe”, por eso lo que sucede en Venezuela forma parte
de su estrategia geopolítica ante el ascenso de China y Rusia; las bases militares gringas de
Colombia y Perú ya no apuntan sólo a Venezuela sino también a Brasil. No sólo el Orinoco
sino el Amazonas son áreas geoestratégicas para restaurar un mundo unipolar (parece que
Brasil, aun siendo parte de los BRICS, no se ha anoticiado de esto).

Esta lectura nos sirve para diagnosticar, establecer y determinar el contexto epocal que
subyace a la celebración de la “50 reunión cumbre del G77”. Esta cumbre que se realizará
en Bolivia es inédita, pues si en sus inicios el G77 sólo coordinaba programas de
cooperación en materia de comercio y desarrollo para una mejor integración en el mercado
mundial, la nueva reconfiguración geopolítica y geoeconómica actual, sienta las bases para
hacer de este grupo un contrapeso a la hegemonía –en decadencia– de los países ricos.

No sólo Bolivia, sino el ALBA y hasta el MERCOSUR, tienen la mejor oportunidad de


liderar una transición con perspectiva mundial. Por eso la necesidad de contar, en la
actualidad, con una perspectiva geopolítica ya no sólo coyuntural sino acorde con este
proceso de transición planetaria. Politizar la cumbre G77 es fundamental para que nuestros
países sitúen a nuestra región en el nuevo centro de gravedad de la transición civilizatoria
del siglo XXI. Por eso el “vivir bien” y la “descolonización” ya no pueden diluirse en la
pura retórica sino consolidarse como el discurso pertinente a un mundo en transición
civilizatoria.

El G77 nace dentro del paradigma del desarrollo y en un mundo repartido entre dos
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potencias. Con la imposición de un mundo unipolar, el grupo no tenía más carácter que el
exclusivamente declarativo. Pero con la decadencia del mundo unipolar y el ascenso de los
BRICS, nuevos márgenes de acción se presentan para este tipo de grupos (también es el
caso de los “no alineados”), pues los mismos organismos internacionales (pertinentes a la
hegemonía gringa) se hallan seriamente cuestionados; entonces, ante el declive de unos y el
ascenso de otros, el G77 se halla en condiciones nunca antes experimentadas, pues el
mundo moderno atraviesa, por vez primera, la ausencia del poder hegemónico occidental,
pero a su vez, también se encuentra en medio de una crisis civilizatoria que amenaza a la
supervivencia propia del planeta.

En ese contexto, la reunión en Bolivia podría despertar una conciencia global de un


necesario cambio de paradigma frente a la decadencia del capitalismo. Sólo una
mancomunidad de esfuerzos de los países pobres podría augurar nuevas vías que puedan
apostar las economías periféricas, con el fin de desprenderse definitivamente de las
prerrogativas de los países ricos (ahora en crisis profundas) y proponerse despegues
económicos que ya no busquen una integración subordinada al capital y al mercado
globales sino de una reconstrucción de sus propias economías. Este periodo de transición
hacia un nuevo sistema económico mundial durará por lo menos un siglo; no se sabe qué
adviene pero la economía no puede continuar con las prerrogativas propias del modelo de
producción, consumo y acumulación actual.

El ascenso de las potencias emergentes no sólo reequilibran el poder global sino que hace
posible descentrar la economía y la política globales. La disposición centro-periferia es lo
que ya no puede mantenerse; con el ascenso de los BRICS se reivindican culturas y
civilizaciones que el mundo moderno las consideró arcaicas y superadas del todo. India y
China vuelven a tener la importancia global anterior a la modernidad. Por eso no es raro
que una buena parte de la literatura gringa hable del “choque de civilizaciones”. Occidente
se siente amenazada por el despertar de las civilizaciones que supuso atrasadas, lo cual no
hace sino desmentir su presunta superioridad civilizatoria.

Para este año China será la primera economía mundial y para el 2020 China superará en lo
tecnológico, económico, científico, educativo, etc., a la suma conjunta de Europa y USA.
Solo en el índice PISA, que mide el nivel educativo en el mundo, de los 10 primeros
puestos, 7 son países asiáticos (hasta Vietnam está por encima de USA). Es decir, la
decadencia del primer mundo es ya una cuestión de hecho.

En ese contexto, el primer mundo ya no es más modelo civilizatorio. Y la economía que


patrocinó por cinco siglos ya no es más sostenible. Energéticamente el mundo ya no puede
seguir el modelo de consumo occidental; a lo cual hay que añadir que las potencias
emergentes no son autosuficientes y ya no pueden hablar en los términos colonialistas que
lo hacían Europa y USA. La colonización ya no sería posible de reeditarse en el siglo XXI.

Esto quiere decir que, un mundo multipolar, permite pensar una situación mucho más rica y
compleja: la ceropolaridad. Este concepto es novedoso en la geopolítica y quiere describir
un mundo sin hegemonías concentradas. Pues tampoco las nuevas potencias emergentes,
pueden decidir todo sin contar con los afectados; esto significa que ninguna potencia puede
ejercer, de modo único, su influencia sobre todos los acontecimientos.
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Cuando los poderes hegemónicos retroceden en algo, las soberanías nacionales, aunque
mínimas, despiertan a nuevas apuestas; y si estas apuestas se generalizan, entonces tenemos
una coyuntura como la actual: un “cambio de época”. Una nueva disposición geopolítica
planetaria con ya no un solo centro abre márgenes de acción para los países pobres. Pero
estos, de modo aislado, no podrían superar su situación. Sólo la cooperación y las alianzas
estratégicas podrían enfrentar, de modo más plausible, la arremetida de los países ricos.

Estas alianzas no pueden prescindir de los BRICS. China recupera el pacífico como centro
de la economía global y eso supone también que los flujos comerciales se des-
occidentalicen. Junto a la India establecen una nueva geografía de la economía mundial.
Por primera vez, después de 500 años, América aparece otra vez al extremo oriente del
oriente, mostrando el verdadero sentido y dirección de la civilización humana. Occidente
nunca fue la culminación del desarrollo de la civilización humana. Las implicaciones de
este tipo de recambios van a tener sus repercusiones hasta en lo cultural.

Aliarse a los BRICS no tendría que significar avalar, o peor, remedar su modelo de
crecimiento económico. Pero en una nueva cartografía geopolítica y un nuevo mapa
institucional global, nuestros países podrían demandar, en condiciones más favorables, una
transformación del modelo productivo y de consumo que ha originado el capitalismo. Por
eso necesitamos reafirmar la creación de una nueva arquitectura financiera global. Se dice
que nadie, en el contexto global, es independiente del todo; se es independiente en la
medida en que se conoce y se aprovecha, en beneficio propio, el grado de dependencia que
se tiene.

Una transformación del modelo productivo supone una nueva arquitectura financiera y ésta
presupone un nuevo marco jurídico del derecho, nacional e internacional, que le devuelva
la soberanía a los pueblos. Cuestionar todo aquello supone también advertir que no es un
modelo de desarrollo lo que ha entrado en crisis sino el propio desarrollo; el afán de control
y dominio de la naturaleza, reducida a objeto a disposición, es lo que ya no puede
sostenerse. La propia concepción que de naturaleza tiene el capitalismo y la modernidad, es
lo que hace insostenible todo sistema económico. Por eso, la defensa de “derechos de la
Madre tierra”, el “vivir bien”, la “descolonización”, se constituyen en criterios epocales que
sostienen una toma de conciencia global; esto es lo que establece, en nuestro caso, un
liderazgo nunca antes imaginado y que nos abriría la posibilidad de establecer una agenda
mundial.

Los desafíos son grandes, por ejemplo, desafiar al mismo mercado global supone la
promoción de sistemas de producción locales y tecnologías ancestrales o la recuperación de
economías campesinas comunitarias como base de la soberanía alimentaria. Sólo aquello
podría remediar, en un 50%, la emisión de gases de efecto invernadero (que provoca las
gran agroindustria). La autosuficiencia alimentaria es parte de la consolidación de
alternativas en la economía e, inevitablemente, de la revalorización de las culturas antes
despreciadas.

El nivel de agresión y destrucción del proceso de producción capitalista, destaca una


invariable en su propia lógica: destruir para producir. En ese sentido, la decadencia del
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capitalismo arrastra al mundo y a la vida en su conjunto. Las implicancias a futuro de esta
decadencia es la que obliga al mundo a proponerse nuevas alternativas. Por eso la respuesta
no puede provenir del primer mundo, pues la apuesta de éste es únicamente alterar el rumbo
que está adquiriendo el mundo multipolar e impedir definitivamente su consolidación.

En Ucrania, la opción occidental consiste en restaurar el orden hegemónico unipolar; pues


la sobrevivencia de Europa misma se encuentra en entredicho. La dependencia del gas ruso
le aleja de la esfera gringa y le convierte en una semi-colonia energética de una economía
cuyo centro se hace cada vez más oriental. Los dislocamientos geopolíticos de este nuevo
siglo hacen resurgir a la región euroasiática como lugar estratégico para controlar y
dominar al mundo. Para Occidente es vital recuperar esa zona, pues sus estrategas
consideran que Ucrania es la entrada a Eurasia, donde vive el 75% de la población mundial
y donde se hallan ¾ partes de toda la energía conocida. Capturando a Ucrania se trata de
impedir que la economía se orientalice, pues si Rusia se acerca a China (y a India),
Occidente deja de tener la importancia que una vez tuvo y su economía no podría ya
reponer su predominio (por eso hasta Alemania juega doble, pues también se acerca a
China y Rusia, aunque no renuncia a su pertenencia occidental).

El G77 no puede desatender este nuevo contexto que está alterando por completo el tablero
geopolítico mundial. En medio de un incipiente mundo multipolar, la visión que se tenga no
puede reducirse a lo meramente local. En un mismo mundo compartido, todo tiene relación
con todo. Una nueva lectura del relacionamiento internacional pasa por una actualización
geopolítica de un mundo en transición. La narrativa actual es geopolítica, pero no una
geopolítica provinciano-imperial sino una geopolítica verdaderamente mundial.

Esto nos posibilita advertir también el carácter ideológico, unilateral y hasta plagado de un
provincianismo cultural de los marcos teórico-conceptuales de las relaciones
internacionales y la diplomacia, como disciplinas sociales. Estas disciplinas tienen una
reducida perspectiva europeo-norteamericana, que justifica un excepcionalismo inadmisible
hoy en día. La decisiva dependencia que tienen estas disciplinas de la política exterior
norteamericana, delata también una profunda ignorancia de otros mundos culturales y
civilizatorios que no pueden ser reducidos a la mirada occidental.

Esto nos lleva a advertir que, si el mundo que viene será multipolar, nuestra geopolítica
deberá también, acorde con ese nuevo mundo, tener una visión multidimensional de
implicancias globales, o sea, deberemos aprender a ver el mundo desde una perspectiva
propia. Si los chinos, hindúes, iraníes y rusos, propician think tanks propios, con
perspectivas geopolíticas radicalmente distintas a las de europeos y gringos, no menos
debemos realizar en este lado del mundo. El asunto, en definitiva es, o producimos una
perspectiva propia de lo que sucede en el mundo o nos contentamos con la perspectiva
usual, que es la occidental. De una determinada narración se deduce una determinada
posición. Si la narración es la decadente, la moderno-occidental, entonces lo que se deduce
es la defensa de los intereses y los valores moderno-occidentales.

El mundo es lo que se interpreta de éste. O descubres el mundo o te lo encubren. La política


exterior de nuestros países ha estado siempre constituida a partir de los marcos teórico-
conceptuales de la narración geopolítica imperial. Desprenderse de aquello supone producir
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una nueva narración geopolítica que de nacimiento a un nuevo tipo de relaciones
internacionales. Lo usual en teoría de las relaciones internacionales ha sido siempre la
lectura abstracta, descontextualizada, sin historia, usando conceptos meramente formales,
que ordenaban un pasivo reacomodo a las situaciones impuestas. La geopolítica parecía
patrimonio del centro, por eso hasta la izquierda ingenua entendía ésta como una disciplina
imperial (sumidos en la lectura hacia adentro olvidaban a menudo el mundo real en el cual
se encontraban).

Las lecturas hegemónico-imperiales están en crisis, develando el provincianismo de la


visión del centro ante un mundo de ascensos civilizatorios que no logran comprender.
Occidente nunca conoció al mundo, por eso mira atónito el ascenso de las potencias
emergentes y descubre que no tiene otra cosa que la fuerza bruta para imponerse. El
afamado historiador de la Universidad de Yale, Paul Kennedy, sostiene que los asuntos
internacionales no andan bien en el mundo político y social y que incluso estarían
comenzando a desmoronarse, tanto institucional como discursivamente. Pero este
desmoronamiento lo ve como un atentado al “mundo libre”, es decir, no es capaz de ver que
se trata del desmoronamiento cultural-civilizatorio de la propia hegemonía occidental, es
decir, el llamado “mundo libre”.

La conclusión que este tipo de personajes –muy influyentes en ámbitos de poder– presenta,
es que el mundo está desquiciado. Esa visión delata a un centro que ya no sabe leer un
nuevo mundo emergente. Para Charles Hill, legendario funcionario del Departamento de
Estado, el antiguo orden conocido como el siglo norteamericano, que era parte de la era
moderna, parece estar apagándose. Su diagnóstico es revelador, pues señala que la era que
viene “ya no será moderna”; pero lo que constituiría una esperanza para el resto del mundo
pobre, él lo ve como “nada agradable”.

Por supuesto, desde el imperio no es nada agradable perder su preeminencia; por eso hace
bien David Brooks (columnista del New York Times) en señalar que el orden moderno al
cual se refiere Hill, es un sistema de Estados que encarnan los dos grandes vicios de las
relaciones internacionales: el deseo de dominio expansivo y de eliminación de la
diversidad. De ello se puede colegir que las mismas relaciones internacionales no fueron
nunca concebidas para un mundo multipolar no occidental. Para el imperio, la geopolítica
ha sido la defensa exclusiva de sus intereses, a los cuales llama sus valores. Un mundo
multipolar y policéntrico es algo inconcebible para la geopolítica imperial, pero una
necesidad a ser pensada en la geopolítica de nuestros países. Por eso tiene sentido hablar de
una descolonización de la geopolítica.

La transición civilizatoria no puede ser ciega. Advertir el sentido potencial de una nueva
reconfiguración planetaria, sin hegemonía única, permite diseñar una nueva fisonomía
global más acorde a una realidad diversa y plural. Por eso la visión provinciana de la
geopolítica imperial ya no sirve para interpretar el sentido de la transición. La narrativa
geopolítica deberá recuperar las historias negadas y los horizontes culturales olvidados. Si
el G77, y Bolivia y los países del ALBA, están a la altura de liderar la transición
civilizatoria, lo que lógicamente debería acontecer es la posibilidad de fundar, en el
mediano plazo, una nueva “Liga de las Naciones” (como reconocimiento además a sus
verdaderos inspiradores: la liga indígena Iroquesa).
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Si todas las instituciones mundiales ya no cuentan con legitimidad, pues todas ellas
responden a la disposición centro-periferia, prototípica de la hegemonía moderno-
occidental, la propia ONU debería desaparecer y dar lugar a una nueva y más democrática
organización. El G77 contiene la mayor concentración de países miembros de la ONU, por
tanto, su legitimidad es considerable. Un nuevo mundo en ciernes no puede amanecer con
instituciones arcaicas.

La Paz, Bolivia, 30 de mayo de 2014

- Rafael Bautista S. es autor de “la Descolonización de la Política. Introducción a una


Política Comunitaria”, Plural editores, la Paz, Bolivia

Rafael Bautista ALAINET

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