Está en la página 1de 1

La soledad sonora 

se inserta en una de las etapas más fecundas de la creación


juanramoniana y paradójicamente todavía hoy de las más desatendidas: los años de retiro
en Moguer (1905-1912). Tras dos primeros años de intensa crisis personal (que se une a la
difícil situación económica familiar), Juan Ramón reanuda sus lecturas y contactos
epistolares, y vuelve con fuerzas a su escritura poética, creando un ciclo lírico de gran
riqueza y cohesión vital y estética —que Palau de Nemes llamó «el diario de un proceso
psíquico» (1974, pág. 454)—; esencialmente, el formado por Elejías, La soledad
sonora, Poemas mágicos y dolientes, Melancolía y Laberinto, amén de los numerosos
poemas escritos también en este tiempo que Juan Ramón dejó sin publicar. El propio poeta
confirma la unidad de este ciclo (que luego pensó unificar precisamente bajo el título global
de La soledad sonora, con lo que parece reconocer que este libro era su núcleo duro o que,
cuando menos, su título lo representaba a la perfección): «año tras año de aquellos siete de
soledad literaria, la fusión de todo, vida libre y lectura, va determinando un estilo que
acabaría y culminaría en los Sonetos espirituales» (1961, pág. 231). Lo que el poeta llama
«estilo» va acompañado de una seria tentativa de profundización en su ser y de fusión con
el ideal trascendente a través de un complejo simbolismo de gran eficacia y poder lírico. El
tradicional desconocimiento y hasta desprecio del modernismo simbolista por parte de la
crítica española durante muchas décadas es lo que ha llevado a desatender esta cumbre de
la escritura poética juanramoniana (salvo contadas excepciones: vid., para el poemario, los
estudios de Ruiz Silva y Hernández Alonso, así como las ediciones de Leopoldo de Luis y
Alarcón Sierra), sin la cual no se puede entender sus logros posteriores.
No hará falta insistir en que la soledad vital y estética es uno de los elementos clave de la
poética juanramoniana (léase su conocida «Síntesis ideal»). Juan Ramón Jiménez ya había
escogido el verso de San Juan de la Cruz como posible título de un libro al menos desde
1907, fecha en la que se lo ofrece a Gregorio Martínez Sierra, quien le escribe en una carta:
«La soledad sonora es un título maravilloso. Decididamente así se llamará mi libro» (Madrid,
julio de 1907); Gullón (1961, pág. 60). Sin embargo, finalmente no fue aprovechado por
éste, y sí, como vemos, por Juan Ramón. En una primera instancia, «la soledad sonora» es
la del campo y la del jardín del poeta, siguiendo la tradición del bucólico locus
amoenus, renovada por el simbolismo, donde el jardín es el alma del poeta; pero también
va a ser la de su situación vital de concentración en sí mismo, de retiro interior (en carta a
Rubén Darío escribe: «La soledad del sabio sería el ideal perfecto. Llegaría uno a escribir sin
gritos, a escuchar solamente el enorme rumor del gran silencio de oro del día. El hervidero
de plata de la noche sin fin», (1962, pág. 42), y en la ya citada a Ramón: «Somos como
testigos, como oyentes de nosotros mismos, y cuando más solos estamos, más
intensamente nos comprendemos. La idea se densifica a fuerza de silencio y de éxtasis»), y,
líricamente, el ámbito de su palabra y su canto, que reflejan y son, metafóricamente, una
«soledad sonora». Pero, en su sentido más elevado, esta también va a simbolizar todos
aquellos presagios de una realidad y una vida más profunda y trascendente, ideal que el
poeta intuye y vislumbra apenas a través de los signos de sugestión que la naturaleza le
ofrece, pero que no puede hacer suyo; es como un misticismo panteísta y egocéntrico en
tono menor, refugiado en los límites del jardín simbolista. Precisamente, en el poema
pórtico dedicado «A la soledad», el sujeto lírico muestra su deseo de fusionarse amorosa y
visionariamente con ella para transmutar su melancolía en armonía, su dolor en belleza, y
ascender hacia una más alta perfección vital y estética.
introducción de pequeños textos en prosa que, como una declaración de intenciones, explica
alguna serie del poemario, ya se había iniciado en Jardines lejanos, Las hojas
verdes y Baladas de primavera, y también lo hará con posterioridad.
Juan Ramón había conocido a la norteamericana Louise Grimm a través de los Martínez Sierra
antes de su retiro a Moguer. Se trataba de una mujer mayor que el poeta, culta e independiente,
que en 1907 ya se había separado de su marido y recorría Europa acompañada de su hija. Juan
Ramón se enamoró de ella —quien no correspondió a estos sentimientos—, como consta en su
correspondencia: «Sueño esta tarde de lluvia en una ciudad que no nos conociese, en donde
pudiéramos vivir los dos, dueños y señores de nuestra vida, en una comunión de afectos
elevados, libres y serenos, con el encanto de la idea y del sentimiento plenos purificados por el
alimento ideal; la música, el libro, el amor. Piense usted en esto. ¿Nunca será posible? Necesito
de usted para mi vida» —Palau de Nemes (1974, II, pág. 404).

También podría gustarte