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Somos muchos los docentes que tratamos de llevar la innovación al aula en nuestro día a día,
con el objetivo de que nuestros alumnos aprendan mejor. Trabajamos por proyectos o tareas, en
la participación activa del estudiante, en la interacción y perseguimos una actitud crítica ante lo
que leen, escriben, escuchan, dicen y aprenden. Utilizamos las TIC en el aula con nuestros
estudiantes. Pedimos que participen en redes sociales, valorando la imagen y la combinación de
textos y modos digitales. Sin embargo, a la hora de evaluar, no siempre tenemos en cuenta
estos aspectos que consideramos esenciales en su aprendizaje, limitándonos especialmente en
la evaluación final o en la evaluación certificativa a un test o prueba tradicional. La evaluación
debe ser acorde a los objetivos, metodologías, enfoques y tipo de actividades que
planteamos y seguimos en el aula.
Si no incluimos en la evaluación aquellos aspectos en los que creemos, en los que se basan
nuestras clases y materiales, en los que nos formamos, no les estaremos dando el valor que se
merecen y nuestros estudiantes tampoco. Según Alonso (1992) la forma en que los alumnos son
evaluados constituye sin duda uno de los factores contextuales que más influyen en su
motivación o desmotivación frente a los aprendizajes. La evaluación y la motivación están
estrechamente relacionadas en el proceso de enseñanza y aprendizaje y, por ello, deberían
ocupar un rol central en dicho proceso. Como afirman Bachman y Palmer (1996), debemos tener
en cuenta la importancia de la interrelación y coherencia entre evaluación, docencia y uso de la
lengua, donde los estudiantes puedan demostrar en las pruebas que realizan lo que realmente
saben.