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San Agustin La Ciudad de Dios Libro IX
San Agustin La Ciudad de Dios Libro IX
Si entre los demonios, a los que dioses son superiores, hay algunos
buenos, con cuyo favor pueda el alma hombre llegar a obtener la
verdadera felicidad
Y así, este libro, según lo prometimos al fin del pasado, tratará sobre
la diferencia que hay, si quieren que haya alguna, no entre los dioses
porque de todos ellos dicen que son buenos, ni de la distinción que hay
entre los dioses y los demonios, de quienes separan a los dioses y las
diferencias de los hombres, colocando a los demonios entre los dioses y
los hombres, sino de diferencia que hay entre los mismos demonios, que
es el asunto perteneciente a la presente cuestión. Por cuanto entre la
mayor parte de los filósofos gentiles suele decirse, comúnmente que los
demonios, unos son buenos y otros malos; cuya opinión, ya sea
también de los filósofos platónicos, ya sea de cualesquier otros, no es
razón que la adoptemos sin examinarla escrupulosamente, porque no
crea alguno que debe imitar a los demonios con espíritus buenos, y
mientras por su mediación desea y procura alcanzar la amistad de los
dioses, de todos los cuales cree que son buenos para poder vivir con
ellos; después de su muerte, implicado y alucinado con los artificiosos
engaños de los espíritus malignos, no vaya errado y descaminado del
todo del verdadero Dios, con quien solamente, en quien y de quien
consigue únicamente la bienaventuranza el alma humana, esto es, la
racional e intelectual.
CAPITULO III
CAPITULO IV
Dos opiniones hay de los filósofos sobre los movimientos del alma
que los griegos llaman pathí, y algunos de los latinos, como Cicerón,
perturbaciones; otros, aflicciones o afectos, y otros, más expresamente,
deduciendo el sentido literal de la voz griega, los llaman pasiones. Estas
perturbaciones, afecciones o pasiones, dicen algunos filósofos que las
acostumbra padecer también el sabio, pero moderadas y sujetas a la
razón, de modo que el imperio del alma las refrena y reduce a una
moderación conveniente. Los que sienten así son los platónicos o
aristotélicos, porque Aristóteles fue discípulo de Platón y fundó la secta
peripatética; pero otros, como son los estoicos, opinan que de ningún
modo padece semejantes pasiones el sabio, aunque de éstos, es decir,
los estoicos, prueba Cicerón en los Iibros de finibus bonorum et malorum,
que están encontrados con los platónicos y peripatéticos, más en las
palabras que en la sustancia, porque los estoicos no quieren llamar
bienes, sino comodidades a los bienes del cuerpo y a los exteriores,
porque no quieren que haya otro bien en el hombre sino la virtud, como
que ésta es el arte y norma del bien vivir, la cual no se halla sino en el
alma, a cuyos bienes llaman los platónicos llanamente y según el común
modo de hablar, bienes, aunque en comparación de la virtud con que se
vive bien y ajustadamente son bien pequeños y escasos, de donde se
sigue que como quiera que los unos y los otros los llamen bienes o
comodidades, con todo, los estiman en igual grado, y en esta cuestión,
los estoicos no ponen cosa particular, sino que se agradan en la novedad
de las palabras; así que soy de parecer que en la actual controversia
sobre si el sabio suele tener pasiones o perturbaciones del alma, o si está
del todo libre de ellas, es cuestión de palabras, pues presumo que es tos
filósofos en este punto sienten lo mismo que los platónicos y los
peripatéticos en cuanto a la fuerza y naturaleza del asunto controvertido,
no en cuanto al sonido de las palabras; porque omitiendo otras
particularidades con que pudiera demostrarlo, por no ser prolijo,
expondré solamente una, que será evidentísima. En los libros intitulados
de las Noches Árticas escribe Aulo Gelio, hombre muy instruido y
elocuente, que se embarcó en cierta ocasión en compañía de un famoso
filósofo estoico. Este sabio, como lo refiere más larga y difusamente el
mismo Aulio Gelio, lo cual tocaré bien de paso, viendo la nave combatida
de una terrible tempestad v con peligro de sumergirse, conmovido de la
fuerza del temor, se demudó totalmente y perdió su color natural. Los que
presenciaron tan fatal desgracia notaron la repentina mudanza, y aunque
advertían que les amenazaba la muerte estuvieron curiosamente atentos,
observando si el filósofo se turbaba en el ánimo; después sosegada y
pasada la borrasca, así como la seguridad y bonanza, dio lugar para
hablar y también para divertirse; uno de los que iban en la nave, que era
hombre rico, natural de la provincia de Asia, vivía con mucho regalo y
ostentación preguntó, bromeándose con el filósofo, por qué había temido
y demudado el color, habiendo él permanecido sin recelo alguno en el
pasado inminente riesgo. Pero el estoico le respondió lo que Aristipo
Socrático, quien oyendo, en ocasión semejante las mismas palabras de
otro hombre, le dijo que con justo motivo no se había turbado por la
pérdida de la vida de un hombre tan perdido y disoluto como él, mas que
fue muy puesto en razón que temiese por la vida de Aristipo, habiendo así
cortado y tapado la boca con tal respuesta a aquel hombre poderoso.
Preguntó después Aulio Gelio al filósofo sobre su anterior terror, no con
intención de sonrojarle, sino por saber cuál había sido la causa de su
miedo, quien por enseñar y satisfacer completamente a uno que deseaba
con vivas ansias saber, sacó luego de un fardito suyo un libro del estoico
Epicteto, donde se contenían doctrinas conformes a los decretos y
opiniones de Zenón y de Crisipo, los cuales sabemos fueron los príncipes
y corifeos de los estoicos. En este libro, dice Aulio Gelio que leyó que
había sido opinión de los estoicos que las visiones del alma, que llaman
fantasías y no dependen de nuestra potestad y albedrío, acontecen y
dejan de acontecer al alma cuanto proceden de representaciones
horribles y temibles, y así es necesario que conmuevan y agiten aun el
ánimo de un sabio, de modo que se encoja algún tanto de miedo o se
intimide con la melancolía, en atención a que estas pasiones previenen y
se anticipan al ejercicio del juicio y de la razón; pero que no por eso
causaban en él alma la opinión del mal, ni se aprobaban o consentían,
porque quieren que esto esté en nuestra mano, y entienden hay diferencia
entre el ánimo del sabio y el del necio; que el ánimo del ignorante se rinde
a las pasiones, acomodándoles el consentimiento de la voluntad, pero el
del sabio, aunque las padezca necesariamente, con todo, conserva y
guarda en su íntegra y firme voluntad el verdadero y sólido
consentimiento sobre lo que con justa causa debe o no apetecer. Este
raciocinio le he expuesto como he podido, aunque no con tanta extensión
como Aulio Gelio, pero, a lo menos, más conciso, y a lo que presumo,
más claro, lo cual refiere este escritor haberlo leído en el libro de Epicteto
con cuanto dijo y sintió siguiendo la doctrina de los estoicos.
CAPITULO V
Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio,
sino que prueban la virtud
CAPITULO VI
De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los
demonios, quienes dice favorecen a los hombres delante de los dioses.
Pero, omitiendo por ahora la cuestión de los santos ángeles, veamos
como dicen los platónicos que los demonios, colocados en el lugar medio
entre los dioses y los hombres, padecen las terribles borrascas de las
pasiones. Porque si no sufrieran semejantes movimientos teniendo el
ánimo libre, superior y señor de sí mismos, no dijera Apuleyo que corren
su tormenta con la misma turbación y agitación de ánimos por las
procelosas ondas de pensamientos. El espíritu de éstos, es decir, la parte
superior del alma, con que son racionales, y donde la virtud y la
sabiduría, si existiese alguna en ellos, había de tener el mando y señorío
para moderar y regir las turbulentas pasiones de las partes inferiores del
alma, el espíritu de éstos, digo, como lo confiesa este platónico, padece
una cruel tormenta de perturbaciones, luego el espíritu de los demonios
está sujeto a las pasiones de los apetitos, a temores, enojos y todos los
otros afectos; ¿qué parte, pues, les queda libre y que sea señora de la
sabiduría, con que puedan agradar a los dioses y, a semejanza de los
dioses buenos, mirar por los hombres cuando su espíritu, estando sujeto
y oprimido de las imperfecciones y vicios de las pasiones, todo lo que
naturalmente tiene de discurso y entendimiento, con tanta más eficacia lo
aviva para alucinar y engañar cuanto más poseído está del apetito y
pasión de hacer mal?
CAPITULO VII
Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con
sus ficciones, haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias
opiniones. siendo este oficio propio de los demonios y no de los dioses
Si alguno dijere que los dioses fingidos por los poetas, aunque no
muy distantes de la verdad, que tienen odio o amor a algunos hombres,
no son absolutamente del número de todos los demonios, sino de los
malos, de quienes dijo Apuleyo que corrían tormenta con las borrascas
de su ánimo por las procelosas ondas de sus pensamientos, ¿cómo
podremos comprender este enigma, pues cuando lo decía no describía la
medianía de algunos en particular, esto es, la de los malos, sino
generalmente la de todos los demonios entre los dioses y los hombres,
por razón de sus cuerpos aéreos? Esto, dice, es lo que suponen los
poetas al formar dioses de tales demonios, ponerles nombre de dioses, y
de éstos distribuir entre los hombres que ellos estiman los amigos y
enemigos, con la desenfrenada licencia de su fingido verso, confesando
por otra parte que los dioses están muy lejos de las condiciones de los
demonios, así por razón del lugar celestial que ocupan como por la
riqueza y abundancia de la bienaventuranza que poseen.
Esta es, pues, la ficción de los poetas, llamar dioses a los que no son
dioses, y obligarles a reñir entre sí, bajo el nombre de dioses, por amor de
los hombres que ellos, según la parcialidad que han adoptado, aman o
aborrecen; y dice que no dista mucho de la verdad esta ficción, porque
llamando dioses a los que no lo son, sin embargo, los pintan tan
demonios como son en sí mismos. Por último dice, que de éstos fue
aquella Minerva de Homero, «que en medio de las discordias de los
griegos acudió a reprimir y aplacar a Aquiles».
Así que, el ser aquella Minerva, quiere que sea ficción poética;
porque, en efecto, tiene por diosa a Minerva, y la coloca muy lejos del
trato y comunicación de los mortales en el elevado éter, asiento principal
entre los dioses, de quienes cree que son buenos y bienaventurados; y
ser algún demonio que favorecía a los griegos en contra de los troyanos
(como señaló otro que ayudaba a los troyanos en contra de los griegos; a
quien distingue el mismo poeta con el nombre de Venus o de Marte, a
cuyos dioses pone en lugares y moradas celestiales, sin que se ocupen
en semejantes encargos) y el combatir estos demonios entre sí en favor
de los que estiman, y en contra de los que aborrecían, esto confesó que
dijeron los poetas, sin separarse mucho de la verdad. Pues éstos así lo
refirieron por aquellos de quienes confiesa que corren su tormenta como
los hombres, con la misma turbación y agitación de ánimo por las
procelosas ondas de pensamientos para poder ejercer en favor de unos y
contra otros el amor y el odio, no según razón y justicia, sino como
acostumbraba el pueblo, semejante a ellos en favorecer a, los cazadores y
aurigas en los juegos circenses, inclinándose a la parte que estaba más
apasionado; y esto parece fue lo que pretendió el filósofo Platónico, que
no se creyese cuando lo dijesen los poetas que lo hacían los mismos
dioses, cuyos nombres ellos fingen y ponen, sino los demonios
intermedios.
CAPITULO VIII
Porque si quisiera que se entendiera que los demonios tenían con los
dioses la eternidad, no de los cuerpos, sino de los ánimos, sin duda que
no distinguiera y apartara a los hombres de la participación de semejante
cualidad; pues, sin duda, como Platónico defiende que los hombres
tienen igualmente los ánimos eternos, y por eso, describiendo este
género de animales, dijo que los hombres tenían las almas inmortales y
los miembros mortales. Y así, si por esta razón no tienen los hombres
común con los dioses la eternidad, por cuanto en el cuerpo son mortales,
luego por la misma la tienen los demonios, porque en el cuerpo son
inmortales.
CAPITULO IX
¿Qué tales, pues, serán los medianeros entre los hombres y los
dioses, por cuyo medio han de pretender los hombres la amistad y gracia
de los dioses, supuesto que con los hombres tienen lo peor, que es en el
animal lo más estimable, esto es, el alma, y con los dioses tienen lo
mejor, que es en el animal lo más despreciable, que es el cuerpo? Pues
constando todo animal de alma y cuerpo, de las cuales dos cualidades,
sin duda, el alma es más noble que el cuerpo, y aunque defectuosa y
enferma, con todo, es mucho mejor a lo menos que el cuerpo, por muy
sano y firme que esté, porque su naturaleza es más excelente; y por las
imperfecciones de los vicios no se pospone al cuerpo, así como al oro,
aunque esté mohoso, se estima en más que la plata y el plomo, no
obstante que estén purísimos estos metales, estos medianeros de los
dioses y de los hombres por cuya interposición se junta y comunica lo
divino y lo humano, con los dioses participan de un cuerpo eterno y con
los hombres de un ánimo vicioso, como si la religión con que quieren los
hombres unirse con los dioses por medio de los demonios estuviera
colocada en el cuerpo y no en el alma.
Pero éstos que los filósofos nos proveyeron por medianeros entre
nosotros y los dioses es verdad que pueden decir del alma y del cuerpo:
el uno le tenemos común con los dioses, y otro con los hombres; pero,
según dije, como trastornados y suspendidos de un modo irregular,
teniendo el cuerpo, que es siervo y esclavo, con los dioses,
bienaventurado, y el alma, que es la señora, con los hombres, miserable;
elevados y encumbrados por la parte inferior, y abatidos y postrados por
la superior. Y así, aunque alguno imagine que pueden tener la eternidad
con los dioses, por cuanto sus almas con ninguna especie de muerte
pueden dividirse del cuerpo como la de los animales terrestres, tampoco
debe estimarse en esta conformidad su cuerpo como una eterna carroza
de famosos y honrados héroes, sino como una eterna prisión y calabozo
de cautivos y condenados.
CAPITULO X
CAPITULO XI
De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres
son demonios después de salir de los cuerpos
Dice que las almas de los hombres son demonios, y que de hombres
se hacen lares, si son de buen mérito, y si de malo, lemures o larvas, y
que cuando se ignora si tienen buenos o malos méritos, entonces se
denominan dioses Manes. Y con tal opinión, ¿quién no advierte, por poco
que quiera atenderlo, el abismo que descubren para perseverar en las
perversas costumbres? Pues por más perversos y abandonados que sean
los hombres, creyendo que han de ser o larvas o dioses Manes, vienen a
ser tanto peores cuanto más inclinados y deseosos están de causar
males; de modo que entienden que aun después de muertos los han de
convidar con ciertos sacrificios, como si fuesen honores divinos, a que
hagan daño, porque las larvas -dice-, que son unos malos y perjudiciales
demonios que se forman de los hombres; pero ésta es otra cuestión, y
por eso dice que, en griego, los bienaventurados son llamados
Eudémones, por cuanto son buenas almas, esto es, buenos demonios,
confirmando también que las almas de los hombres son demonios.
CAPITULO XII
De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la
naturaleza de los demonios y la de los hombres
CAPITULO XlII
Según opinión de los platónicos, los dioses que ocupan el lugar más
elevado participan de una bienaventurada eternidad, o de una eterna
bienaventuranza; los hombres, que obtenían el lugar más humilde, de una
miseria mortal, o de una mortalidad miserable, y los demonios, que están
en medio, de una eternidad miserable, o de una eterna miseria. Con las
cinco cualidades que describió en la definición de los demonios, todavía
no probó que eran medios, como lo prometía, pues dijo que en tres cosas
convenían con nosotros, en ser animales en el género, en el
entendimiento racionales y en el ánimo pasivos, y con los dioses en una,
que consistía en ser eternos en tiempo; y asimismo que tenían una
propia, que era ser aéreos en el cuerpo. ¿Cómo, pues, serán medios, si en
una cualidad convienen con los sumos y en tres con los ínfimos? ¿Quién
no advierte cuánto se inclinan y deprimen a los ínfimos pasando de la
medianía? Sin embargo, pueden hallarse allí realmente medios, de modo
que tengan una propia y peculiar, que es el cuerpo aéreo, como también
los sumos ínfimos tienen otra propia suya: los dioses, cuerpo etéreo, y
los hombres, terreno, y que las dos son comunes a todos, que es que en
el género sean animales y en el ánimo racionales.
CAPITULO XIV
CAPITULO XV
Infiérese, por lo mismo, que el uno es medio malo que divide y separa
a los amigos, y el otro es medio bueno que reconcilia a los enemigos, por
lo que hay muchos medios que nos dividen y apartan, porque la
muchedumbre, que es bienaventurada, viene a serlo por la participación
de un solo Dios, y la multitud de los ángeles malos es miserable por ser
privada de la participación de este Dios, la cual podemos decir que se
opone más pata impedir que se interpone para ayudar a la
bienaventuranza; aun con su misma muchedumbre, en alguna manera
embaraza e impide que podamos llegar a la posesión de aquel único bien
beatífico que para que pudiéramos llegar a él fue necesario que
tuviéramos no muchos, sino un solo mediador, quien fuera el mismo con
cuya participación seamos bienaventurados, esto es, el Verbo divino, no
hecho, sino Aquel por cuya, mano y omnipotencia se hicieron y criaron
todas las cosas.
CAPITULO XVI
¿O acaso temen que los contaminen los hombres con sus palabras a
los que no se contaminan con sus ojos? Y por eso tienen en medio a los
demonios para que les refieran las palabras de los hombres, de quienes
están tan remotos y desviados para conservarse y perseverar purísimos,
sin rastro de mancha. ¿Pues qué diré ya de los demás sentidos? Porque,
o los dioses, por oler cuando estuviesen presentes no podrían ser
contaminados, o cuando están presentes los demonios pueden efectuarlo
con los vapores de los cuerpos vivos de los hombres, quienes no se
contaminan en los sacrificios con tanta multitud de cuerpos muertos; en
el sentido del gusto, como no tienen necesidad de ir restaurando la
humana naturaleza, tampoco hay hombre que los necesite para buscar
qué comer de los hombres; por lo tocante al tacto, lo tienen en su libre
potestad, pues, aunque parece que este sentido principalmente se
denominó trato sensible, con todo, si quisieran se mezclarían con los
hombres hasta llegar a ver y que los viesen, a oír y que los oyesen; pero
¿qué necesidad hay del sentido del tacto? Pues ni los hombres se
atrevieran a desearlo, gozando de la vista o conversación de los dioses y
de los demonios buenos. Y si pasara tan adelante la curiosidad, según
fuera de su agrado, ¿cómo pudiera ninguno tocar a Dios o al demonio
contra la voluntad de ellos, el que no puede tocar a un pájaro si no es
teniéndole preso y asegurado?
CAPITULO XVII
CAPITULO XVIII
CAPITULO XX
CAPITULO XXI
Los mismos, demonios sabían aun esto de modo que al mismo Señor,
vestido de la humana flaqueza de nuestra carne, le dijeron: Quid nobis et
tibi, Jesu Nazarene? venisti perdere nos? «¿Qué tenemos nosotros
contigo, Jesús Nazareno, que has venido a perdernos y atormentarnos?»
Claramente se advierte en estas palabras que había en ellos una ciencia
muy profunda, mas no caridad, porque temían la pena y castigo que les
había de venir de mano del Señor y no amaban la justicia que había en Él,
y tanto se dejó conocer de ellos cuanto quiso, y tanto quiso cuanto fue
menester; pero dejóse conocer y se les manifestó, no como a los santos
ángeles que gozan y participan de su eternidad, según que es Verbo del
eterno Padre, sino como fue necesario manifestarles para espantarlos, de
cuya potestad, en alguna manera tiránica, había de librar a los que están
predestinados para su reino y gloria para siempre verdadera y
verdaderamente sempiterna. Manifestóse, pues, a los demonios, no en la
parte que es vida eterna y luz inmutable que alumbra a los piadosos y
temerosos de Dios, la cual los que la alcanzan a ver por la fe que es en él,
se purifican y limpian, sino por ciertos defectos temporales de su virtud y
por algunas señales de su impenetrable presciencia, las cuales se
pudiesen descubrir a los sentidos angélicos, aun de los espíritus
malignos, antes que a la flaqueza de los hombres. Y así, cuando le
pareció reprimirlas y ocultarlas un poco, y cuando se ocultó más
profundamente, dudó de él el príncipe de los demonios, y le tentó para
saber si era Cristo, examinando todo cuanto Él se dejó tentar para
acomodar al ombre que consigo traía para ejemplo y dechado nuestro;
pero después de aquella tentación, sirviéndole, como dice el sagrado
texto, los ángeles (sin duda, los buenos) y los santos, y, por consiguiente,
haciéndose terribles y espantosos a los espíritus inmundos, se fue
manifestando más y más a los demonios cuán, grande era, para que a su
mandato, aunque en Él parecía de corta estimación por la flaqueza de la
carne, nadie, se atreviese a resistir.
CAPITULO XXII
CAPITULO XXIII