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Esta vida bienaventurada, dicen asimismo ser la social o política, puesto que estima los
bienes de los amigos como los suyos, y les desea a los amigos lo que a sí mismo, ya vivan
en casa, como la mujer y los hijos, y todos los domésticos, o en el lugar donde tiene su
casa, como es la ciudad, y son los que se llaman vecinos y ciudadanos, o en todo el orbe,
como son las gentes y naciones que forman la sociedad humana, o en el mundo que se
entiende por el cielo y por la tierra; defendiendo estos platónicos que los dioses, a quienes
nosotros familiarmente llamamos ángeles, son amigos del hombre sabio. También
sostienen que de ningún modo debe dudarse de los fines de los bienes, ni tampoco de los
fines de los males; y dicen que ésta es la diferencia que hay entre ellos y los nuevos
académicos, y que nada les interesa que filosofe y raciocine cada uno sobre estos fines que
tienen por verdaderos, en traje cínico o en otro cualquiera hábito u opinión. Entre los tres
géneros de vida: ocioso, activo y compuesto de uno y otro, dicen que les agrada el tercero.
Esto es lo que opinaron y enseñaron los antiguos académicos, según lo afirma Varrón,
siguiendo a Antioco, maestro de Cicerón y suyo, de quien intenta probar Cicerón que en
muchas doctrinas pare más estoico qué antiguo académico. Pero a nosotros, que estamos
más obligados a juzgar exactamente de estas materias, que a saber por grande arcano qué es
lo que cada uno opinó acerca de ellas, ¿qué nos interesa su discusión?
CAPITULO IV
¿Qué opinan los cristianos del sumo bien y del sumo mal? Si nos preguntaren, pues, qué es
lo que responde a cada cosa de éstas la Ciudad de Dios, y primeramente qué es lo que opina
de los fines últimos de los bienes y de los males, responderemos que la vida eterna es el
sumo bien y la muerte eterna el sumo mal, y que por eso, para conseguir la una y libertarse
de la otra, es necesario que Vivamos bien. La Escritura dice «que el justo vive por la fe»;
porque ni en la tierra vemos nuestro bien por lo cual es indispensable que, creyendo, le
busquemos; ni lo que es vivir bien lo hallarnos en nosotros como producción nuestra, sino
cuando, creyendo y orando nos ayuda el que no dio la fe, en que confiemos y creamos que
él nos ha de favorecer.
Los que imaginaban que los fine de los bienes y de los males estabas en la vida presente,
colocando el sumo bien o en cuerpo o en el alma o en ambos, y por decirlo más claro
designándole o en el deleite o en la virtud, o en uno y otro, o en la quietud, o en la virtud, o
en ambas, o juntamente en el deleite y quietud, o en la virtud, o en los dos, o en los
principios de la naturaleza, o en la virtud; o en uno y otro, pretendieron y quisieron con
extraña vanidad ser en la tierra bienaventurados. Búrlase de estos ilusos la misma verdad
por medio del real Profeta, diciendo: «Sabe Dios que los discursos y pensamientos de los
hombres son vanos»; o, como cita el Apóstol, este testimonio: «Sabe Dios que los discursos
y raciocinios de los sabios son vanos y fútiles.» ¿Quién podrá, por más elocuente que sea,
explicar y ponderar las miserias de esta vida? Cicerón las deploró como pudo en la
consolación que escribió sobre la muerte de su hija, pero ¿cuánto pudo? Pues los principios
que llaman naturales, ¿cuándo, dónde y de qué manera pueden tener tan buena disposición
en esta vida, que no vacilen y padezcan vicisitudes bajo la inconstancia de los sucesos?
Porque ¿qué dolor contrario al deleite, qué inquietud contraria a la quietud no puede
suceder en el cuerpo de un sabio? La falta o debilidad de los miembros quita la integridad
al hombre, la fealdad le aja la hermosura, la flaqueza le disipa la salud, el cansancio las
fuerzas, las pesadumbres la agilidad. ¿Y qué infortunio de éstos hay que no pueda hacer
presa en la carne del sabio?
Pues el ímpetu o el apetito con que practicamos alguna acción, si es que así se dice lo que
los griegos llaman ormen (ya que ponen esto también entre los bienes de los principios
naturales), ¿acaso no es lo mismo con que se hacen los miserables movimientos de los
dementes y las acciones a que tenemos horror y aversión cuando se pervierte el sentido y se
trastorna la razón? La misma virtud, que no se halla entre los principios naturales, puesto
que viene después a introducirse en ellos con la doctrina, siendo la que se lleva la primacía
entre los bienes humanos, ¿qué hace aquí sino traer una perpetua guerra con los vicios, no
con los exteriores, sino con los interiores; no con los ajenos, sino con los nuestros, y
particularmente aquella que se llama en griego sofrosine, que es la templanza con que se
refrenan los apetitos carnales para no llevar el alma, consintiendo en ellos, a despeñarse en
los vicios? Porque no deja de haber algún vicio, cuando, como dice el Apóstol, «la carne en
sus deseos obra contra el espíritu», a cuyo vicio se opone la virtud, cuando, como insinúa
mismo Apóstol, «el espíritu en sus deseos se opone a la carne».
Porque estas dos cualidades, dice, «se contradicen una a la otra, para que no hagamos lo
que deseamos»: ¿Y qué es lo que apetecemos ejecutar cuando intentamos ver el
cumplimiento del fin del son bien, sino que la carne no desee contra el espíritu y que no
haya en nosotros este vicio, sino acuerdo entre carne y el espíritu? Aunque así lo
apetezcamos en esta vida puesto que lo podemos conseguir, a lo menos practiquemos esta
loable acción con favor de Dios, y no cedamos a la carne que desea contra el espíritu, pues
rindiéndose el espíritu, vamos con nuestro consentimiento a cometer pecado. De ningún
modo nos persuadamos que entretanto que tuviéremos esta lucha interior hemos
conseguimos la bienaventuranza, a la cual venciendo deseamos llegar. ¿Y quién has ahora
ha habido tan sabio que no necesite luchar contra los apetitos y pasiones? ¿Y qué diremos
de la virtud llama prudencia? Acaso con toda su vigilancia no se ocupa en diferenciar
discernir los bienes de los males, para que en amar los unos y huir de los otros no se incurra
en algún error? Con esto, ella misma nos testifica que estamos en los males, o los males
están en nosotros; porque nos enseña que es malo consentir en el apetito carnal para pecar,
y bueno resistirlo.
Grande es la fuerza de los males que vencen este instinto, con que de todos modos, con
todas nuestras fuerzas huimos la muerte, y de tal manera queda vencido, que la que ya
huíamos, la deseamos, y cuando no la pudiéramos haber de otra conformidad, el mismo
hombre se la da a si mismo. Grande es el impulso e influencia de los males que hacen
homicida a la fortaleza, si hemos de llamar fortaleza a la que de tal manera se deje vencer
de los males, a la que había tomado como virtud a su cargo al hombre para regirle y
ampararle, y no sólo no puede guardarle con la paciencia, sitio que se ve forzada a matarle.
Y aunque es verdad que debe el sabio tolerar con paciencia la muerte, es la que le viene por
otra mano que la suya; y si, según los estoicos, es compelido a dársela a sí propio, confesará
que no sólo son males, sino males intolerables los que le llevan a tal extremo.
La vida a quien fatiga el peso de tan grandes y tan graves males, o está sujeta a semejantes
casos, por ningún motivo se diría bienaventurada, si los hombres que lo dicen, así como
vencidos de los males que les acosan, cuando se dan la muerte, ceden y se rinden a la
infelicidad, así vencidos con incontrastables razones, cuando buscan la vida
bienaventurada, quisiesen sujetarse y rendirse a la verdad, y no entendiesen que en esta
mortalidad debían gozar del fin del sumo bien, donde las mismas virtudes que son a lo
menos aquí la cosa mejor y más importante fue puede haber en el hombre, cuanto más nos
ayudan contra la fuerza de los peligros, trabajos y dolores, tanto más fieles testigos son de
las miserias. Porque si son verdaderas virtudes, que no pueden hallarse sino en los que hay
verdadera piedad y religión, no tienen la facultad de poder hacer que no padezco los
hombres, en quienes se hallan, ninguna miseria, puesto que no son mentirosas las
verdaderas virtudes, para que profesen esta virtud, sino que procuran que la vida humana, la
cual es indispensable que con tantos y tan graves males como hay en el siglo, sea mísera,
con la esperanza del futuro siglo sea bienaventurada, así como también espera ser salva.
Porque ¿cómo es bienaventurada la que no está aún salva? Por lo mismo el Apóstol San
Pablo no habla de los hombres impacientes, imprudentes, intemperantes, malos e injustos,
sino de los que viven según la verdadera piedad y religión, y de los que, por esta razón, las
virtudes que tienen las tienen verdaderas, cuando dice: «Que nuestra salvación ha sido hasta
ahora en esperanza, y la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve y lo
posee, ¿cómo lo espera? Y si esperamos lo que lo vemos, con la paciencia aguardamos el
cumplimiento de nuestra salvación.»
Luego así como nos salvaron, o hicieron salvos, asegurándonos con la esperanza, así con la
misma esperanza nos hicieron bienaventurados, y así como no tenemos en la vida presente
la salvación, tampoco tenemos la bienaventuranza, sino que la esperamos en la vida futura,
y esto por medio de la virtud de la paciencia, porque aquí vivimos todos entre males y
trabajos, los cuales debemos sufrir con conformidad y resignación, hasta que lleguemos a la
posesión de aquellos estemos bienes donde todas las cosas será de tal manera que nos den
contento inefable deleite, y no habrá ya más que debamos sufrir. Esta salud que se
disfrutará en el siglo futuro será también la final bienaventuranza, cuya bienaventuranza,
porque no la ven estos filósofos, no la quieren creer y procuran fabricarse para sí una
vanísima felicidad con una virtud tan arrogante y soberbia como falsa y mentirosa.
CAPITULO V
Cómo a la vida social y política, aunque es la que particularmente del desearse, de ordinario
la trastorna muchos trabajos, encuentros e inconvenientes Lo que dicen que la vida del
sabio es política y sociable, también no otros lo aprobamos y confirmamos ce más solidez
que ellos. Porque ¿con esta Ciudad de Dios (sobre la cual tenemos ya entre manos el libro
décimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo caminaría en sus progresos, o
llegaría a sus debidos fin si no fuese social la vida de los santos? Pero en las miserias de la
vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males e cierra en sí la sociedad y política humana?
¿Quién bastará a contarlos? ¿quién podrá ponderarlos? Escuchen lo que entre sus poemas
cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de todos los hombres: «Me casé.
¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron hijos, y en ellos tuvieron
origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.»
Todos los inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los
agravios, sospecha enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida
humana? ¿Acaso estas desventuras y suceden y se hallan ordinariamente las amistades
lícitas y honestas de los amigos? ¿Por ventura no está llena ellas del todo y por todo la vida
humana, en la cual experimentamos agravios, sospechas, enemistades, guerra como males
ciertos? La paz la experimentamos como bien incierto y dudoso; porque no sabemos, ni la
limitación de nuestras luces puede penetrar los corazones de aquellos con quienes la
deseamos tener y conservar, y cuando hoy los pudiésemos conocer, sin duda no sabríamos
cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser más amigos que los que viven unidos en
una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello, habiendo sucedido
tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas
cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera cuando astuta y
dolosamente se fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones de todos, que
hace llorar por fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta que la que
se encubrió bajo el velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque
fácilmente te podrás precaver y guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto,
intestino y doméstico, no sólo existe, sino que también le mortifica antes que pueda