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Notas sobre la Edad Media

Autor: JOSÉ MARÍN

Licenciado en Historia, Universidad Católica de Valparaíso

Doctor en Historia Medieval. Universidad de Barcelona, España.

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media/introducci%C3%B3n/

INTRODUCCIÓN
No fue sino hasta al siglo XVII que el concepto de Edad Media adquirió categoría historiográfica,
al ser utilizado por el filólogo e historiador alemán Cristóbal Keller (1638-1707), aunque
expresiones similares se pueden encontrar ya desde mediados del siglo XV. El término refleja
un prejuicio muy difundido en la época del humanismo italiano de los siglos XV y XVI, que
concebía los mil años que le precedían como una época oscura, en la cual campeó la barbarie,
tiempos estériles durante los cuales la Humanidad se sumió en la ignorancia, en contraste con su
propio momento histórico, cuando -en palabras del sabio Lorenzo Valla (1407-1457)- "las artes
liberales, a saber, la pintura, la escultura, la modelación y la arquitectura (...), son reactivadas en
esta época y reviven y florece el nacimiento grande de buenos artistas como de literatos". Es por
ello que Giorgio Vasari (1511-1574) hablará de una Rinascità; este discípulo de Miguel Angel
llegará a sostener que el arte clásico -el único que valía la pena para él- se agota en el siglo IV,
para recomenzar, tímidamente, en el siglo XIII, cuando fue posible ver "tanta luz en tanta
tiniebla". Sea desde una perspectiva estética (el arte medieval es bárbaro), sea desde una
perspectiva filológica (el latín medieval es también bárbaro), la Edad Media aparecía como una
época cuyo único mérito consistía en haber perdurado, obstinadamente, durante todo un milenio,
como llegó a sostener Michelet (1798-1874) en la segunda edición de su Historia de Francia; sólo
una interrupción entre el Mundo Antiguo y el Mundo Moderno, que retomaba aquellos
fundamentos clásicos despreciando todo lo que el hombre había creado entre una etapa y otra. Se
impuso, así, el prejuicio del oscurantismo y la barbarie, con una fuerza tal que todavía hoy
muchos siguen pensando de esa manera, y aun cuando entre los historiadores exista consenso
respecto de que se trata de una visión errónea, el término Edad Media ha prevalecido como una
convención al momento de periodificar la Historia.

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Se podría decir que, en cierto modo, la Edad Media sí estaba sumida en la oscuridad; pero no
porque fuese oscura en sí misma, sino por lo poco que de ella se sabía. Entre los siglos XVII y
XIX comenzó una lenta pero progresiva valorización del Mundo Medieval, a medida que se
publicaban grandes colecciones de fuentes y documentos (las Acta Sanctorum, la Monumenta
Germaniae Historica, el Rerum Italicarum Scriptorum, el Corpus Scriptorum Historiae
Byzantinae, o las Patrología Griega y Latina, entre otras).
En los últimos años los estudios históricos de la época que cubre desde el siglo V al XV han hecho
progresos notables; aplicando nuevas metodologías de estudio y recurriendo a ciencias auxiliares
de la historia (arqueología y filología, entre otras), los estudiosos -Marc Bloch, Henri Pirenne,
Louis Halphen, Georges Duby, Régine Pernoud, Jacques Le Goff, por nombrar algunos, y, en
nuestro país, los trabajos de Héctor Herrera Cajas- han develado ante nuestros ojos un mundo
enteramente nuevo, donde no solamente comparecen hechos de carácter político, sino también de
índole social o económica, un mundo lleno de matices, aproximándose a la vida cotidiana y a la
mentalidad de la época. Hoy podemos comprender los tiempos medievales como una rica etapa
histórica durante la cual se formó nuestra Civilización Cristiana Occidental a partir de diversos
aportes culturales del Mundo Antiguo, del judeo-cristianismo y, por cierto, del Mundo Bárbaro
(germanos, esteparios, musulmanes, etc.).

Cuando hablamos de Edad Media, lo hacemos de una época que vio nacer a las tres grandes
civilizaciones del Mediterráneo: el Occidente Europeo, germano-latino, católico; el Oriente
Bizantino, greco-eslavo, ortodoxo; el Mundo Musulmán, árabe, islámico. La Civilización
Cristiana Occidental, o cristiandad latina, nace en un período que abarca los siglos III al VI d.C.,
cuando sucumbió la Civilización Grecorromana del Mediterráneo; el aporte de los pueblos
germánicos marcará entonces las instituciones y las costumbres, mientras se afirmará el rol
evangelizador y civilizador de la Iglesia, con centro en la Roma pontifical. Esta civilización tiene
una consolidación manifiesta en el siglo IX con la renovatio imperii de los Carolingios, que dará
forma a lo que llamamos desde entonces, espiritual y culturalmente, Europa. Hacia el siglo XI, el
Occidente Cristiano vive un proceso de auge y expansión. La Civilización Musulmana o islámica,
es identificable desde la primera mitad del siglo VII d.C., reconociéndose a Mahoma (c.570-632)
como su piedra fundante; conoce una rápida expansión que abarca, al menos, hasta el siglo VIII,
para encontrarse ya estabilizada en el siglo XI en las regiones sur y este del Mediterráneo.
Habiendo conformado un gran imperio unitario, por diversas razones se entró en un proceso de
fragmentación que, en todo caso, no alcanzó a afectar su cohesión, expresada en el
término Umma. La Civilización Cristiana Ortodoxa o griega, cuyos orígenes están en el Imperio
Bizantino, o Imperio griego Medieval, es una entidad histórica que hunde sus raíces en la Roma
Bajo Imperial, recibiendo, además, influencias helenísticas y orientales. Con centro en
Constantinopla, esta Civilización pasó por un período formativo (ss. IV-VII), uno de crisis (ss.

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VII-IX), uno de consolidación y expansión (ss. IX-XI), y una última fase de lenta declinación (ss.
XI-XV). En su período expansivo-misional, el Imperio llevó su cultura y religión a los pueblos
eslavos de Europa Oriental, dando origen a la Civilización Ortodoxa o Greco-eslava.

Las tres surgieron de la ruina de Imperios Antiguos (Roma, Persia) seguida de un período de
invasiones (germanos, árabes, estepáricos, más tarde eslavos). En gran medida la Edad Media no
es sólo la historia del surgimiento de esos tres mundos, sino también de su interrelación, sus
influencias mutuas, sus desaveniencias, etc. Sus fronteras y áreas de influencia, por otra parte, no
son estables a través del tiempo. Europa, en muchos casos, enfrenta condiciones de precariedad y
primitivismo superiores; sin embargo, cuando en el siglo XI comienza el estancamiento de las
dos civilizaciones orientales, se inicia un crecimiento general del Occidente.

EL PROBLEMA DEL FIN DEL MUNDO ANTIGUO

El problema del cambio y transformación del Mundo Antiguo es lo que se ha llamado “Temprana
Edad Media” o, más recientemente, “Antigüedad Tardía”, una época de transición que marca el
nacimiento de nuestra Civilización Cristiana Occidental. Aunque es muy difícil establecer una
fecha precisa de inicio, es menester recordar que tradicionalmente se han propuesto los siguientes
hitos cronológicos: año 313, cuando, mediante el Edicto de Milán, el catolicismo es legalmente
aceptado dentro del Imperio Romano por Constantino el Grande, o, parte del mismo proceso, el
año 380, cuando el catolicismo se transforma en la religión oficial del Imperio Romano; todavía
en el siglo IV, el año 395, cuando Teodosio el Grande divide el Imperio en una parte occidental
y otra oriental, y, desde ese momento, estaríamos frente a dos historias distintas: la de la
Civilización Cristiana Occidental, latina, y la de la Civilización Cristiana Oriental, greco-eslava.
En cuanto al siglo V, normalmente se asume que el año 410, cuando Roma es saqueada por los
visigodos, o el 476, cuando es depuesto el último emperador romano en Occidente, son las fechas
que marcan el fin del Mundo Grecorromano; por último, hay quienes señalan que las estructuras
del Mundo Antiguo se prolongan hasta mediados o fines del siglo VIII, cuando se produce un giro
importante en la vida histórica del Mediterráneo al aparecer en el horizonte de la historia la
Civilización Islámica.

La verdad es que buscar una fecha precisa es irrelevante frente a lo que realmente sucedió:
un proceso gradual de cambio, sin alteraciones bruscas, y con matices distintivos según el lugar
y la época que se estudie. Durante este proceso no es posible hablar de una ruptura total entre el
Mundo Antiguo y la Edad Media, ya que ésta conservó buena parte del legado de aquél, y tampoco
de una continuidad total, puesto que, a pesar de las permanencias, hubo cambios importantes y
significativos. Por ejemplo, la lengua latina puede ser un factor de continuidad, pero el latín

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medieval sufrió cambios semánticos y fonológicos -entre otros-, que lo distinguen claramente, y
tales cambios no son sino una expresión de un proceso a mayor escala, y que abarca desde el
campo institucional hasta el nivel de las mentalidades. Ni ruptura ni cambio,
sino encuentro fecundo de tradiciones culturales diversas que, en ciertas concepciones
fundamentales, están en una verdadera consonancia histórica, lo que permite que el proceso de
cambio sea paulatino y provechoso, y no violento y destructivo. En el fin del Mundo Antiguo está
la simiente del Mundo Medieval.

LA CRISIS DEL IMPERIO ROMANO

Entre los siglos III y V, el Imperio Romano, que había llevado sus conquistas desde las Columnas
de Hércules hasta los ríos Tigris y Eufrates y, en sentido norte-sur, desde los ríos Rhin y Danubio
hasta el norte de África, convirtiendo al Mar Mediterráneo en un “lago romano”, entró en un
período de agudas crisis que, finalmente, llevaron a su decadencia y caída. Conviene que nos
detengamos un momento en el tema de la crisis del Mundo Antiguo, puesto que es una crisis
originante, de manera que el fin es, al mismo tiempo, un comienzo, gracias a la lucidez de los
protagonistas de aquella época, que supieron rescatar lo mejor del mundo que terminaba para
fundar otro. Como sabemos, las crisis en sí no son negativas, si se encuentran las respuestas
históricas apropiadas; no obstante, cuando ello no ocurre, se acumula una crisis detrás de otra,
agravando cada vez más la situación, llevando finalmente al colapso. Eso fue lo que, de una u otra
manera, aconteció con el Imperio Romano.

La crisis de Roma puede ser catalogada como una crisis total, por cuanto abarcó
prácticamente todos los niveles de existencia histórica. El fin del expansionismo romano, por
ejemplo, afectará a distintos ámbitos del Imperio; de algún modo, significaba pasar del plano del
ideal -la conquista del mundo, dada la vocación universal de Roma-, al de la realidad -no es
posible continuar expandiéndose más allá de las fronteras, estabilizadas desde el s. III- y al de la
ficción -esto es, se sigue actuando como si el ideal ecuménico continuase vigente-. Sin conquistas,
ya no habrá botín, y, en consecuencia, faltará una importante fuente de recursos para el estado así
como un incentivo para el ejército. Éste, por su parte, no contaba con el número suficiente de
efectivos para defender las extensas fronteras, lo que obligó a contratar bárbaros, especialmente
germanos, tantos que, para el siglo IV, miles (soldado) era sinónimo de bárbaro. Además, el
ejército no estaba en buenas condiciones para hacer frente a las acometidas -cada vez más
numerosas- de los bárbaros en las fronteras: a la indisciplina y falta de recursos y entrenamiento,
hay que agregar el hecho de que no se hicieron las innovaciones técnicas adecuadas para enfrentar
a los enemigos externos del Imperio. Contrasta este hieratismo romano con el caso del Imperio
Chino en el siglo II a.C., cuando, enfrentado a la amenaza de los Hiung-nu (antepasados de los

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hunos), caballeros armados, se cambió la táctica de guerra adoptando el sistema de caballería y
repeliendo así en forma exitosa a las hordas bárbaras. Roma, no obstante, siguió confiando en la
legión que había hecho grande al Imperio. Un ejército gravoso y poco efectivo implicará que el
imperio no es capaz de garantizar la paz dentro de sus fronteras, lo que genera una inseguridad
generalizada; algunos hombres poderosos contratarán, en consecuencia, mercenarios a su
servicio, los buccellarii, situación anómala y que combatirá el Imperio -puesto que no se puede
aceptar la existencia de ejércitos privados dentro del estado-, aunque finalmente sin éxito.

Esto último, la crisis y decaimiento del espíritu militar, estará, pues, en directa relación
con el debilitamiento del espíritu cívico, público, que lleva a que la ciudadanía ya no considere
los cargos públicos como un honor sino como una pesada carga. Un ejemplo es el de los curiales,
funcionarios encargados de recaudar los impuestos; una ley del año 396 prohibía a los curiales
abandonar sus puestos, por mostrarse impíos hacia la patria. Para evitar que los funcionarios o los
soldados dejasen sus puestos, el Imperio aplicó un sistema de fijación social: las personas debían
permanecer en sus ocupaciones y en sus lugares de nacimiento de por vida, lo mismo que sus
hijos. Ello implicaba, no obstante, una pérdida de libertad del hombre, no ya un ciudadano, sino
un súbdito de la Majestad Imperial. Ésta, influida por las formas políticas orientales,
especialmente de Persia, había entrado en un proceso de absolutización y sacralización del poder,
proceso que alcanzará una acabada expresión con Diocleciano (284-305), emperador que aplicó
una serie de reformas que vinieron a dar un respiro a la agotada maquinaria imperial; sin embargo,
se trataba de medidas de alcance solamente temporal, que no servirán para salvar Roma, aunque
algunas de las reformas tendrán una amplia repercusión en tiempos posteriores. Es, pues, con este
emperador, que el Imperio se convierte en una suerte de Monarquía Absoluta, en la cual el
emperador es un dios, cuya palabra tiene fuerza de ley, ante el cual hay que hacer una profunda
reverencia hasta caer postrado, llamada proskynesis; el culto imperial se transforma en religión
oficial del estado; es la época del Dominado, porque el emperador es el “señor” (dominus). Entre
otras medidas tomadas por Diocleciano podemos nombrar la reforma monetaria, orientada a
detener el proceso inflacionario, la heredabilidad obligatoria de los oficios, el famoso Edicto de
Precios Máximos para combatir la carestía y la inflación, la descentralización de la administración
con el sistema de la Tetrarquía.

Roma tenía una economía de gasto, de conquista, y, a medida que avanzamos en el tiempo,
el gasto va en aumento, de tal manera que llega un momento en que las necesidades exceden la
capacidad de producción, y la insatisfacción de las primeras acarrea a la larga frustración y
pesimismo en la sociedad. El Imperio no tenía un sistema productivo eficiente, no poseía industria
ni capacidad de inversión; la única salida para aumentar los ingresos del estado era elevar los
impuestos, cuya base será la tierra; ya que no se podía confiar en una moneda progresivamente

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devaluada, se cobrará el tributo en especie (que implicaba normalmente la pérdida de dos tercios
de la recaudación), lo que es en la práctica una economía natural, frente a la economía monetaria
que había sido la nota característica de Roma. El aumento del impuesto y el consiguiente agobio
tributario se tradujo rápidamente en elevados índices de evasión y corrupción; en un intento por
detener este fenómeno, la burocracia imperial se transforma en un sistema de fiscalización y el
Imperio en un verdadero “estado policíaco”, utilizando una terminología moderna.

Característico de esta época es, pues, el desequilibrio, entre la resistencia del limes
(frontera) y la presión de los bárbaros, entre el costo de la guerra y los recursos del Imperio, entre
producción y consumo, entre la atracción de la ciudad y la del ámbito rural, entre la autoridad
senatorial y la imperial, etc.

Además, se irá acentuando cada vez más la diferencia entre la Parte Occidental y la
Oriental del Imperio, ya dividido desde el año 395, a la muerte del emperador Teodosio el Grande
(379-395). El Occidente, eminentemente latino, empobrecido, ruralizado, contrasta con el
Oriente, esencialmente helénico, rico, con una economía monetaria sólida, de carácter urbano y
mejor defendido. A la larga, será precisamente el Imperio Romano de Oriente el que logrará
sobreponerse a las adversidades, prolongando la historia de Roma por todo un milenio: es lo que
conocemos como Imperio Bizantino o Imperio Griego Medieval, que sólo caerá en manos de los
turcos en 1453. Occidente, agobiado por los problemas, morirá en 476 de enfermedad interna -
algunos de cuyos síntomas hemos explicado brevemente-; las invasiones bárbaras jugaron un rol
importante en el proceso, es cierto, pero no lo explican por completo. En rigor, lo que sucedió ese
año fue que el Imperio Romano perdió sus provincias occidentales.

EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO

No obstante la grave situación de Roma, en su seno anidaban fuerzas capaces de sobrevivir al


colapso y, aún más, proyectarse como pilares fundamentales del mundo que surgiría de las ruinas
de la Antigüedad. La lengua latina y la poderosa cultura que traía aparejada, el sentido jurídico
de la existencia y el orden que descansa sobre él, son rasgos sobresalientes de la Civilización
Grecorromana que encontraremos también en la época Medieval. Pero será en el plano espiritual
donde se operarán transformaciones capaces de cambiar por completo el sentido de la existencia.

La religión romana, un culto “jurídico”, formalista y ritualista, confundido con la vida


cívica, como que los sacerdotes son en verdad magistrados, no proporcionaba un referente
espiritual adecuado en momentos de angustia y dolor como eran los del Imperio en su fase
terminal. En la población romana existía una aspiración a una religión menos externa y más

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íntima, que fuese capaz no sólo de proporcionar un equilibrio en la vida presente, sino una
promesa de salvación. Era un ambiente propicio para la proliferación de los cultos llamados
soteriológicos (del gr. soter, salvador) o mistéricos, de los cuales el más representativo es el culto
a Mithra, importado desde Persia por las legiones romanas, y que llegó a tener numerosos adeptos.
A las crisis económica, social, política, administrativa, urbana, militar, hay que agregar, pues, una
de tipo religioso.

Fue en esa atmósfera de inquietud espiritual que hizo su aparición el cristianismo que
logrará imponerse sobre los cultos paganos gracias, por una parte, a su férrea organización, la
Iglesia, a su sentido misional de carácter universal (católico), y, por otra, a una nueva moral
inspirada en los Evangelios (la Buena Nueva), que recogen la vida y enseñanzas de Jesús, el
Cristo, quien llama a los hombres a una conversión interior y verdadera que libere el alma del
pecado y la conduzca a la Vida Eterna. Pedro, uno de los doce apóstoles y discípulo de Cristo, fue
constituido por Él como piedra fundante de la comunidad que llamamos Iglesia (del gr. ecclesía)
y que llegará a expandirse por todo el orbe romano gracias a la labor misional de los apóstoles y
sus sucesores, quienes aprovecharon la unidad territorial y lingüística del Imperio. La comunidad
de cristianos ordenaba su vida, como se aprecia en los Hechos de los Apóstoles, en torno al amor
Dei (amor de Dios) y la caritas (caridad), el amor fraterno; en efecto, Cristo exige dos cosas de
los hombres: amar a Dios por sobre todas las cosas y amar al prójimo como a sí mismo, aun a los
enemigos; también la vida sacramental (la eucaristía, el bautismo, etc.) caracterizará a la Iglesia.
Ésta se organizará, según el modelo romano, en Diócesis y Provincias, y el obispo (del gr.
episcópos, vigilante), será la cabeza de cada una de ellas; naturalmente, los obispos de las
ciudades más importantes del Imperio adquirieron preeminencia dentro de este cuadro
organizativo. Así, al obispo de Roma, por tratarse del sucesor de Pedro y por ser Roma la capital
del Imperio, le será reconocida, paulatinamente, la supremacía y preeminencia -es decir, el
primado- sobre todo el mundo cristiano.

El cristianismo es una religión histórica, no sólo porque nace en una época y un tiempo
determinados y conocidos, sino también porque asume una postura histórica; la Iglesia existe en
la Historia, pero participa de una Historia Sagrada, puesto que es una fundación divina, lo que la
hace una institución trascendente que no se agota en la Historia. Es decir, el cristianismo nace y
se expande dentro del Imperio, asumiendo esa realidad temporal, al mismo tiempo que la
trasciende. La mirada del cristiano está puesta en un “allá-después”, en la Promesa del Redentor,
pero sabe que es en el “aquí-ahora” donde y cuando debe ganar la Jerusalén Celeste; es
superación, y no negación, de la existencia histórica, con todas sus penurias y gozos, lo que se
anhela.

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Las relaciones entre el Imperio y la Iglesia atravesarán por diversas etapas: primero, en el
período más temprano, una indiferencia de aquél y una comprensión de la segunda del rol
histórico del Imperio, en el marco de un Plan Providencial, lo que se refleja en la temprana
aparición, a fines del s. I d.C., en la liturgia, de la oración por los gobernantes para que Dios los
ilumine en su tarea. En segundo lugar, la etapa llamada de las persecuciones, cuando los cristianos
se niegan a adorar imágenes del emperador, por considerarlo un acto de idolatría. La autoridad
imperial respondió duramente frente a lo que juzgó un crimen de lesa majestad, un acto de rebeldía
contra Roma y sus prácticas. Siendo, pues, perseguida la Iglesia, sus miembros se reunían
secretamente en lugares ocultos, corriendo siempre el peligro de ser vistos y denunciados. Fueron
tiempos aciagos, turbulentos y cruentos, pero también heroicos; muchos cristianos llevaron su fe
hasta las últimas consecuencias, prefiriendo entregar su cuerpo a los verdugos antes que su alma.
Quienes de esta manera obraron son los llamados mártires, puesto que dieron testimonio de su fe.
Al martirio estaban llamados todos los cristianos, y encontramos en las Actas de los Mártires a
hombres comunes y corrientes, mujeres, niños y ancianos; es un nuevo tipo heroico -que calará
profundo en el Mundo Medieval- en el cual tiene cabida la santidad, la lucha interna y personal
contra la tentación y la debilidad, frente al antiguo heroísmo de las grandes gestas protagonizadas
por grandes y sobresalientes hombres. Este triste episodio de las persecuciones llegará a su fin -
salvo contadas excepciones- en el año 313 con la promulgación del Edicto de Milán por el
emperador Constantino el Grande (306-337). No podemos detenernos aquí en la debatida cuestión
de la conversión de Constantino; bástenos con señalar que, aunque pudieron tener peso en un
primer momento cuestiones de tipo político o la pura superstición, no cabe duda que su
conversión, a la larga, fue sincera. No fue esta la única reforma de Constantino, pero sí la más
relevante y de mayor alcance, ya que implicó un giro histórico de alcance universal. Su obra sería
completada por Teodosio el Grande (379-395), bajo cuyo gobierno -entre el 380 y el 391 se
publicaron más de 25 edictos contra el paganismo- el cristianismo fue declarado religión oficial
del Imperio Romano: la jurisdicción imperial coincidía con la eclesiástica, el ideal de la Pax
Romana se confundía ahora con el de la Pax Christiana, la concepción del Fatum Romanum cedía
ante la Providentia divina. Tanto los reinos como los imperios medievales heredarán esta
concepción de una verdadera “teología política” o “teopolítica”, sustentada en la estrecha
colaboración entre el poder civil y la autoridad eclesiástica para lograr no sólo la felicidad terrena
de los hombres sino, sobre todo, su Salvación.

De las otras innovaciones llevadas a cabo por Constantino, hay que recordar, por una
parte, la reforma monetaria con la creación del solidus, moneda de oro de 4,55 grs. y que dará un
pequeño respiro a la alicaída economía imperial. Pero será en la parte oriental del Imperio donde
esta reforma tendrá una más amplia repercusión: durante más de ocho siglos, hasta fines del siglo
XI -hecho inédito en la historia-, esta moneda mantendrá su valor como instrumento de cambio,

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llegando a ser llamada por historiadores contemporáneos, el “dólar bizantino”. Y esto nos lleva a
la otra medida exitosa tomada por el citado emperador, la creación de la Nueva Roma, llamada
Constantinopla en honor a su fundador, establecida en el sitio que ocupaba la antigua Bizancio, y
llamada a ser capital de uno de los imperios más originales de la historia, el Imperio Bizantino, y
cuya vida se prolongó por 1123 años, desde el 330 hasta 1453. Es interesante hacer notar que,
justo en el momento en que la Iglesia Católica es reconocida y, por tanto, adquiere importancia la
ciudad de Roma como sede del Sumo Pontífice, Constantino toma la decisión de trasladarse a una
nueva capital del Imperio, Constantinopla, lo que constituye la promoción política, militar y
económica del Oriente; no obstante, la Iglesia de Roma se verá a la larga beneficiada al estar lejos
de un poder que habría podido intentar controlarla y someterla -como a veces sucedió en el
Imperio Bizantino-, esto es, Occidente ganaba en libertad frente al Oriente, que mantendría una
rígida organización heredada de la institucionalidad del Bajo Imperio. En este caso, estamos frente
a la promoción sacral de Roma. Se ha dicho muchas veces que el emperador quiso fundar una
nueva capital enteramente cristiana desde sus cimientos, cuestión dudosa, al menos dadas las
evidencias históricas, especialmente arqueológicas (existencia de templos paganos en época
temprana); es más real ver en tal decisión el ponderado análisis del político que comprendió la
ubicación privilegiada de Bizancio, a medio camino entre Oriente y Occidente y controlando
también las rutas entre el Mediterráneo Oriental, el Mar Negro y la estepa rusa, como también su
fácil defensa frente a las acometidas bárbaras, al mismo tiempo que la sólida situación política,
social, económica y militar de la Pars Orientalis del Imperio Romano.

EL PROBLEMA DEL BÁRBARO

La tensión entre Civilización y Barbarie, entre centro –donde transcurre y se hace la Historia- y
periferia –al margen de la corriente histórica-, acompaña al mundo romano desde su misma
formación; de hecho, la obra cultural de Roma se realiza históricamente sobre territorio bárbaro,
el cual es incorporado mediante la Romanización, esto es, la integración al ser histórico latino.
Así será, al menos, hasta el momento en que el Imperio no pueda continuar su expansión, cosa
que ocurre en el s. III como ya dijimos. El contacto con la barbarie, pues, constituye un problema
secular de Roma y, en cierta manera, consustancial a su historia; por tanto, no debemos considerar
las llamadas “invasiones” de los siglos cuarto y quinto como un capítulo aislado, y menos como
un hecho sin precedentes.

BARBARIE INTERNA

No sólo hay que tener en cuenta la barbarie externa, sino también la interna, tal vez de una
presencia histórica menos llamativa, pero no despreciable, toda vez que contribuye a explicar la

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idea del “encuentro de tradiciones”. En efecto, podemos hablar en el Bajo Imperio Romano de
una “barbarie soterrada”, latente, especialmente en las provincias y que se hace sentir en la medida
que el poder central decae, manifestándose como un retroceso de la Romanidad. Es el caso, por
ejemplo, de las Galias en los siglos IV y V, desde la época de Juliano (361-363) hasta los inicios
del Reino Visigodo de Aquitania (418), o el de las provincias africanas cuya población presencia,
dada la ruptura de las comunicaciones y el aislamiento, un rebrote de berberismo y nomadismo.
El repliegue de la vida urbana frente a la creciente ruralización de la sociedad, puede entenderse
en la misma óptica. Se puede decir que el retroceso de la Civilización implica un retorno a los
orígenes, al espíritu privado y primitivo. Veíamos este fenómeno en el caso de los ejércitos
privados; podemos agregar ahora la “barbarie soterrada”, la ruralización, la regresión económica,
e incluso el Derecho llamado “vulgar”, de carácter localista, provincial, casuístico y que apela a
la costumbre.

También en el arte se observarán cambios que dicen relación con este proceso; la aparición
del “arte plebeyo”, marginal en sus orígenes pero expresión ya de un “nuevo gusto” en los siglos
III y IV, un arte no oficial sino privado, se caracterizará por alejarse de las formas “clásicas”,
recurriendo a soluciones estéticas –muchas adoptadas después por el cristianismo- como la
frontalidad rigurosa y selectiva, proporciones jerarquizadas (los elementos o personajes más
importantes de la obra son más grandes que el resto, una “aparente” desproporción), la
“desorganicidad” temporal y espacial, representación de escenas de la vida cotidiana, lenguaje
simbólico y abstracción.

Todas estas son, así, características del primitivismo interior que emerge y que nos dice
que había ciertos niveles en que romanos y bárbaros, los de fuera del limes, podrían llegar a un
entendimiento, esto es, a encontrarse culturalmente. De hecho este mundo romano parece estar
más cerca, o anunciarla, de la Edad Media que de la época clásica.

BARBARIE EXTERNA. EL MUNDO GERMÁNICO

El mundo de las gentes externae (bárbaros) había entrado en relación con el Imperio
Romano desde épocas muy tempranas. Por causas que desconocemos –tal vez sobrepoblación,
cambios climáticos, deseo de aventuras, el peso de arcaicas tradiciones como el ver sacrum- los
pueblos germanos iniciaron una lenta migración desde el norte de Europa –especialmente de
Escandinavia, llamada en el s. VI “matriz de pueblos” (vagina nationum) por el historiador godo
Jordanes- hacia regiones colindantes con el Imperio. Estamos hablando de un proceso que duró
varios siglos; iniciándose alrededor de los siglos I y II, culminará recién entre los siglos IV y VI.

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Es por ello que es preferible hablar de una “migración de pueblos” (Völkerwanderung) que de
“invasiones”, pues tal denominación se ajusta sólo a períodos bien delimitados.
Los germanos –indoeuropeos como los latinos-, que hoy vemos como una gran comunidad
lingüística y étnica, estaban formados en realidad por una gran cantidad de pueblos, y nunca se
reconocieron como una unidad o llegaron a formar una surte de confederación. Anglos, jutos y
sajones en la actual Dinamarca, visigodos y ostrogodos, al norte del río Danubio, suevos y
vándalos, al este del Rhin superior, o francos al oriente del Rhin inferior, comparten rasgos
esenciales, pero también poseían peculiaridades que, de una u otra manera, marcarán su vida
histórica cuando se funden los primeros reinos romano-germánicos. La mejor fuente que
poseemos para conocer a los germanos en su estadio primitivo es la Germania, pequeño opúsculo
escrito por Tácito hacia el año 98 d.C. Nos habla este autor de pueblos de vida agrícola y pastoril,
con una economía natural, de vida seminomádica y de un carácter fundamentalmente guerrero,
como que toda su organización se basa en la actividad bélica. Tácito describe una institución,
notable por sus repercusiones históricas, propia de los germanos, y que llama comitatus, que
podemos traducir como “comitiva”, entendida como el grupo de hombres que “acompañan”. Dice
el autor latino que, cuando los jóvenes de una tribu han alcanzado la pubertad, se les hace entrega
de las armas, después de los cual cada uno elige libremente a un caudillo o príncipe renombrado
(por sus méritos o su estirpe), para militar junto a él jurándole fidelidad y lealtad. El valor en el
combate distinguirá a los guerreros: los más destacados estarán más cerca del jefe, lo que
implicaba una gran emulación entre los miembros de la banda guerrera. Estamos, así, frente a una
organización de ejércitos privados donde la fidelidad, el honor, la valentía, son valores esenciales;
una sociedad “heroica”. Andando el tiempo, y con diversas transformaciones e influencias,
veremos en el caudillo o príncipe al señor feudal, al vasallo en sus guerreros, y el juramento de
fidelidad tomará forma del homenaje feudal.
También nos dice Tácito que los germanos componían cánticos a modo de memorias y
anales, en los cuales se ensalzaban las gestas de los héroes míticos e históricos del pueblo, como
nos relata también Jordanes. Dicho de otra manera, los germanos tenían una poesía épica; no
conocemos sin embargo sus cantos primitivos, pero gracias a testimonios posteriores –San Isidoro
de Sevilla en el s. VII o Eginhardo en el IX, por ejemplo-, sabemos que durante la Edad Media se
siguió cultivando esta tradición poética, hasta llegar a su culminación en los siglos XII y XIII con
el Poema de Mío Cid y la Chanson de Roland. No se puede negar la influencia que tuvo la épica
clásica antigua y el espíritu cristiano que le fue incorporado, pero tampoco se puede hacer caso
omiso de las profundas raíces germánicas de la épica medieval. En cuanto al Derecho, digamos
finalmente que éste era de carácter privado y fundado en la costumbre.
Los germanos, pues, eran unos rudos guerreros, pero no carentes de una cultura propia y
peculiar, la que, como hemos visto, se constituirá en un aporte de gran trascendencia en la
formación del Occidente Cristiano. Fue con esos “bárbaros” –y no debemos emplear entonces

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este término en un tono demasiado despectivo- que el Imperio Romano tuvo que combatir,
comerciar y, finalmente, convivir.

De los contactos pacíficos a las invasiones

Comercio, pequeñas escaramuzas militares, incorporación de bárbaros al ejército


romano, intercambio de embajadas, marcan los primeros contactos entre Roma y el barbaricum,
muy esporádicos al comienzo, pero cada vez más frecuentes desde fines del s. III y comienzos del
siguiente.
De entre las numerosas embajadas, vale la pena destacar una enviada desde
Constantinopla, por el emperador Constancio (337-361), el año 341, y dirigida al pueblo de los
godos instalado en el norte del Mar Negro desde hacía más de un siglo. Formaba parte de la
legación el obispo Wulfilas (311-382), de origen germano, el “apóstol de los godos”, quien
predicó el cristianismo –en su versión arriana, herejía que niega la divinidad de Cristo- entre los
godos de Crimea entre los años 341 y 348. Se preocupó Wulfilas de traducir las Escrituras al
gótico para poder llevar a los germanos la Palabra, inventando para tal efecto un alfabeto
apropiado; la llamada Biblia de Wulfilas –una copia tardía en realidad- o Codex Argenteus,
porque está escrito con tinta de plata, es el primer testimonio escrito de la antigua lengua
germánica. Si bien la obra de Wulfilas, la evangelización de los godos, no prosperó en lo
inmediato, sí lo hizo en el largo plazo, ya que a la larga los godos se convirtieron al arrianismo,
un arrianismo militante, de carácter “nacional”, para marcar una diferencia frente al catolicismo
romano-latino, hecho que afectó el proceso de integración romano germánico.
Otra dimensión de los contactos entre ambos mundos lo constituye el ingreso pacífico de
los bárbaros al territorio imperial, como soldados como ya lo hicimos notar, o como oficiales de
alto rango -el caso de Merobaudo, un franco que llegó a ser general de Valentiniano I (364-375)-
, algunos de los cuales llegaron a ser altos funcionarios -el vándalo Estilicón (360-408), por
ejemplo, que llegó a ser el más alto funcionario de la corte imperial de Honorio (395-423)- o,
incluso, llegaron a formar parte de la familia imperial –Eudoxia, esposa de Arcadio (395-408) era
hija del franco Bauto-.
Por último, en los siglos IV y V, lo que constituye propiamente el período de las
invasiones, el ingreso violento de los germanos al Imperio y, con él, a la Historia, y sentido tan
dramáticamente por los contemporáneos. Algunas fechas dan cuenta de la rapidez con que se
sucedieron los acontecimientos: en el año 376 los hunos –procedentes de las estepas euroasiáticas-
golpean duramente a los godos de Crimea y, mientras los ostrogodos sucumben ante tal embate,
los visigodos, con la venia imperial, ingresan colectivamente al Imperio en un número estimado
de unas cuarenta mil almas; dos años después, las tropas romanas son derrotadas por los visigodos
en Adrianópolis, pereciendo el emperador Valente (375-378); el año 410 Roma, la Ciudad Eterna,

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es tomada y saqueada durante tres días, después de lo cual los visigodos devastan Italia hasta
quedar instalados finalmente en Aquitania, origen del Reino Visigodo de Tolosa (418-507). En
otro flanco, el año 406, suevos, vándalos y alanos (germanos los primeros, estepario el tercero),
atraviesan el limes del Rhin superior e invaden el sur de las Galias; en el año 409 pasan a la
península ibérica, instalándose los suevos en la actual Galicia, donde se constituirá un reino que
verá su fin el año 585 y del cual se sabe muy poco, mientras que los vándalos y alanos se reparten
el resto de Hispania. El año 429 los vándalos de Genserico (428-477) cruzan el estrecho de
Gibraltar y, ya en África, fundan un poderoso reino en la región de la antigua Cartago, el cual,
después de poner en graves aprietos al Imperio (el año 455 Roma sufre un segundo saqueo), es
aniquilado por las tropas de Justiniano el Grande el año 534. Entretanto, en la región del Ródano,
se instalan los burgundas, formando un pequeño reino que, tras un breve período de esplendor a
fines del siglo V y comienzos del VI, es anexado por los francos. Los ostrogodos, por su parte,
después de la muerte de Atila acaecida en 453 y la disolución del poderío de los hunos, dejan la
Panonia para, tras algunas correrías por el norte balcánico, quedar instalados en el Norte de Italia,
constituyendo un poderoso reino bajo el largo y proficuo gobierno de Teodorico el Grande (473-
526), época durante la cual Ravenna, la capital del reino, se transformó en un verdadero centro
cultural, destacándose no sólo importantes construcciones sino, sobre todo, un verdadero
florecimiento cultural personificado en Casiodoro († 583), por una parte, que fundó en el
monasterio de Vivarium un centro de estudios de la cultura antigua, literalmente un “vivero” de
la cultura, y, por otra, en Boecio († 524), filósofo y matemático imbuido de la cultura helénica.
En el noroeste del Imperio, mientras tanto, avanzan lentamente los francos que, bajo el mando de
Clodoveo (482-511), forman un reino que será el núcleo de la futura Francia.
El Imperio Romano poco o nada pudo hacer frente al incontenible avance de los bárbaros;
finalmente, uno de ellos, Odoacro, despojará en el año 476 a Rómulo Augústulo de sus insignias
imperiales enviándoselas a Zenón (474-491), emperador en Constantinopla. En Occidente, el
Imperio Romano ha dejado de existir.
Las obras de Paulo Orosio, Salviano de Marsella, Hidacio o San Agustín, entre otros, nos
hablan del pesimismo, el dolor y la angustia que se apoderó de la sociedad romana, al mismo
tiempo que son capaces de vislumbrar una luz, una esperanza, que sólo se puede explicar
providencialmente: estos bárbaros no carecen de valores ni cultura, y son además cristianos –
arrianos herejes, pero cristianos al fin-; es, pues, posible construir con ellos un nuevo mundo. Si
los romanos veían en los bárbaros la ruina del Imperio dentro de una concepción cíclica del
tiempo, los cristianos incorporan una dimensión histórica, lineal, donde existe un futuro por
edificar. San Agustín (354-430), la mente más preclara de la época, advierte que la caída de Roma
no es más que el fin de una forma histórica, no necesariamente el fin del mundo, y que, en
definitiva, el desenlace de los acontecimientos que se viven sólo Dios lo conoce. Frente al misterio
y a la incertidumbre está la esperanza y la posibilidad de proyectarse al futuro sin el pesimismo

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fatalista de los paganos. Es éste uno de los grandes aportes del cristianismo: la visión optimista y
positiva del decurso histórico en el marco de un Plan Providencial. La Iglesia Católica será,
consecuentemente, la única institución universal que se proyectará históricamente tras el colapso
de Roma, y sus hombres más connotados, los obispos –especialmente el de Roma-, los únicos
garantes de un orden futuro.

Visigodos y Francos

Después de recorrer el Imperio de un extremo a otro, los visigodos firmaron un foedus con Roma,
instalándose en Aquitania, donde se formó el primer reino germánico en suelo imperial: el Reino
Visigodo de Tolosa (418-507). Los éxitos militares de los primeros reyes –que combatían a otros
bárbaros en nombre de Roma- fueron acrecentando su prestigio y consolidando su poder, mientras
el Imperio declinaba irremediablemente. Con Eurico (466-484) el reino llegó a su apogeo; no sólo
de su época data la expansión hacia la Tarraconense sino, más relevante aún, comenzó una labor
legislativa, en latín, que, teniendo su punto de partida en el llamado Código de Eurico (c.476), se
prolongó a través de toda la historia visigoda, culminando en la promulgación del Liber
Iudicum o Fuero Juzgo en el siglo VII, base de la legislación hispánica. Los visigodos, así,
asumieron el legado jurídico de la Roma del Bajo Imperio, creando un derecho con personalidad
y rasgos propios, tanto por su contenido como por su construcción. El reino de Tolosa significó
estabilidad en la sucesión real basada en el principio hereditario, la existencia de una corte real
fastuosa, sedentarización definitiva y profundización en el proceso de romanización. El año 507,
con el desastre de Vouillé, marcó el fin de la etapa tolosana y el comienzo de la toledana.
Instalada la corte en Toledo, y después de un período de asentamiento y organización, el
reino habría de conocer períodos de grandeza, pero tras lo cual se ocultaban los gérmenes de su
propia disolución. Con Atanagildo (555-568), que se hizo con el poder usurpándolo –llamando
en su apoyo a los bizantinos, que habrían de quedarse hasta el 625 en el sur y levante de la
Península- nace una tímida conciencia de unidad, expresada en la centralización del poder como
contrapeso frente a los particularismos y divisiones del reino. Leovigildo (568-586) buscó
incansablemente la unidad fortaleciendo la monarquía, anexando al Reino Suevo (585),
restándole presencia a los bizantinos y, por otra parte, intentando superar las divisiones entre
católicos hispanorromanos y godos arrianos, procurando transformar la doctrina de Arrio en
religión oficial, política que resultó un completo fracaso. La rebelión de su hijo Hermenegildo no
hizo sino agravar la situación. Su otro hijo, Recaredo (586-601), recogió la experiencia de sus
antecesores y, en el III Concilio de Toledo (589), proclamó su conversión al catolicismo.
Habiendo vencido una mínima resistencia arriana, el reino todo se convirtió siguiendo a su rey.
A partir de entonces, los concilios toledanos se transformaron en una institución esencial del

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reino, prácticamente una asamblea constituyente, llegándose a convocar, después del 589, otros
quince concilios hasta el año 704. Se había llegado, así, a la fórmula “un rey, un pueblo, una
religión”, lo que podríamos denominar como un “estado confesional”, con una fuerte
compenetración entre la monarquía y la iglesia. Aparte de temas de incumbencia política, los
concilios trataban materias propiamente eclesiásticas; por ejemplo, en el III Concilio se estableció
una reforma al Credo (el filioque) que, aceptado más tarde por la Iglesia de Roma, habría de
provocar serios problemas con Bizancio. Famoso es también el IV Concilio (633) que estableció
el principio de la elección del rey, mecanismo que debe entenderse como ultima ratio y orientado
a terminar con las usurpaciones del trono y el asesinato de los reyes; es por ello que durante mucho
tiempo pareció ser “letra muerta”. De hecho, la única elección canónica que conocemos fue la de
Wamba (672-680); pero es indudable que a la Iglesia le cupo un rol destacado en la moralización
de la Monarquía.
El IV Concilio fue presidido por una de las personalidades más notables de la época: San
Isidoro de Sevilla (c.560-636). Prolífico escritor, una de sus obras más conocida es una
enciclopedia ordenada por temas, las Etimologías, el libro más copiado en la Edad Media después
de la Biblia, lo que nos habla ya del importante legado cultural visigodo. El Hispalense escribió
además opúsculos dogmáticos, interesantes epístolas, y fue el primer gran historiador de los
visigodos. Su historia de los godos se abre con una loa a Hispania en la cual se identifica
nítidamente y por vez primera al pueblo godo con la Península Ibérica: pueblo y territorio,
verdadera noción de patriotismo hispanovisigodo.
En la segunda mitad del siglo VII el reino se vio enfrentado a problemas de índole
religiosa, particularismos regionales, un proceso de protofeudalización que promovió lealtades
personales y no institucionales, catástrofes naturales hacia el fin de la centuria y comienzos de la
siguiente que afectaron las cosechas, y los permanentes problemas de sucesión, todo lo cual nos
lleva a considerar que la unidad completa del reino fue más bien una aspiración que una sólida
conquista. Así, cuando los musulmanes llegan a la Península (711), no encuentran gran resistencia
y, en pocos años, se hacen con el poder . Muchos visigodos huyeron hacia el norte, donde se
formarán los primeros reinos hispánicos (Asturias, León); otros, llegaron incluso al Reino Franco,
donde encontraron acogida y un suelo fértil para que su acervo cultural diera allí sus frutos.
El legado visigodo en el arte y la arquitectura es difícil de evaluar, puesto que la mayor
parte de sus monumentos fueron destruidos. Sin embargo, algunos edificios preservados en el
norte peninsular nos hablan de una cierta originalidad arquitectónica –es el prerrománico-,
destacándose el uso del arco de herradura, que se hará tan conocido en la arquitectura
hispanoárabe. En el plano intelectual, ya hemos señalado la importancia de la Era Isidoriana. Por
otra parte, la unción de los reyes fue una costumbre que se inició en el año 672 con el rey Wamba,
ceremonia que se transmitió después a otras monarquías europeas. En el plano jurídico, el derecho
visigodo se vio proyectado en la obra legislativa de Alfonso X el Sabio, en sus Siete Partidas que

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datan del siglo XIII. Pero fue tal vez la noción de unidad peninsular (religiosa, jurídica, política,
territorial) su legado más profundo, y aunque nunca la lograron cabalmente, la dejaron como una
rica herencia histórica, una aspiración que se verá renacer más tarde en el Reino de Asturias.

El Reino Franco tiene a su haber el mérito de haber formado una entidad política y cultural
que, hundiendo sus raíces en los siglos V y VI, se proyecta históricamente hasta hoy en Francia.
Su fundador fue Clodoveo (Clovis, Luis; Clodwig, Ludwig), de quien traza un cuadro elocuente
–aunque plagado de retórica- Gregorio de Tours (538-595), el primer historiador de los francos.
Clodoveo (481-511), de la dinastía merovingia, tras una serie de campañas militares, logró
unificar el reino –casi el mismo territorio de la Francia histórica- y fundar sólidamente su poder.
El hecho más notorio fue su conversión al catolicismo –y con él la de todo su pueblo-, en una
fecha cercana al año 496 ó 500, fundándose así la primera monarquía germana católica, sin mediar
una etapa arriana. Este rey era violento e inescrupuloso –nada raro en la época-, pero con un claro
sentido político, logrando unificar las Galias del norte y del sur, una más urbanizada y romanizada
que la otra, más germánica y rural, y además, por su conversión, comenzaron a estrecharse los
lazos con la Roma Pontifical, cuestión clave para el futuro del reino y de Occidente. A su muerte,
y siguiendo una costumbre ancestral, Clodoveo dividió el reino entre sus cuatro hijos,
comenzando una oscura etapa marcada por las guerras de sucesión. No obstante, en algunos
momentos el reino logró reunificarse, demostración patente de que su obra logró proyectarse en
el tiempo.
La dinastía merovingia gobernó hasta mediados del siglo VIII; empero, desde mucho
antes se había debilitado ostensiblemente. Dagoberto I (629-639) marca el punto más alto –o tal
vez el menos bajo, como dijera un conspicuo historiador francés- de la época merovingia. Fue
éste, tal vez, el último rey que ejerció efectivamente el poder personal; en su época el reino pudo
gozar de un período de paz y estabilidad que los biógrafos del rey –monjes de la abadía de Saint
Denis- se encargaron de exaltar. Además, fue una época de bonanza climática y buenas cosechas,
a diferencia de los años que le precedieron.
Durante los siglo VII y VIII dos situaciones marcan profundamente al reino: el paulatino
declinar de los merovingios y el ascenso de los pipínidas, más tarde conocidos como carolingios.
La realeza merovingia se debilitó económica y políticamente, mientras que, a partir del
fundamento de las clientelas galorromanas y del comitatus germánico, se iba avanzando hacia
una sociedad de características feudales en la que los protagonistas son los grandes señores de la
aristocracia terrateniente, que van concentrando las fidelidades y el servicio militar antes debidos
al soberano. Los reyes merovingios terminaron ostentando un poder prácticamente nominal con
limitadas funciones: convocar al ejército, presidir la asamblea anual, atender las súplicas de los

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súbditos o firmar documentos reales. El resto de la administración del reino descansaba en manos
del Mayordomo de Palacio, una suerte de “Primer Ministro”. Así, los reyes merovingios pasarán
a la historia como los “reyes holgazanes” o “rois fainéants”, los reyes que no hacen nada, imagen
explotada después por los carolingios. El ascenso de los Mayordomos de Palacio –hombres
poderosos frente a una monarquía debilitada- constituye uno de los fenómenos esenciales y
decisivos de las instituciones merovingias.
Ya en época de Dagoberto I encontramos a Pipino de Landen, piedra fundante de una
verdadera dinastía de Mayordomos de Palacio, cargo que, efectivamente, quedó arraigado en la
familia pipínida. Carlos Martel (714-741) heredó el cargo de Pipino de Heristal, hábil político que
con sus campañas militares ganó prestigio entre los francos y que supo además ganarse el apoyo
espiritual de la Iglesia, cosa nada despreciable en aquel entonces. Carlos Martel pasó a la historia
por haber detenido el avance musulmán en Poitiers el año 732, célebre batalla que hizo del
Mayordomo el “príncipe” más poderoso de un Occidente que, enfrentado al Islam, manifiesta ya
una incipiente conciencia de su propia unidad “europea”.
A Carlos Martel le sucedieron sus hijos Pipino y Carlomán, retirándose éste último a un
monasterio en el año 747 y dejando las riendas del reino en manos de su hermano. Pipino el Breve
(741/747-768), fue elevado al trono en el año 751, marcando el fin de la dinastía merovingia, cuyo
último rey, Childerico III, fue confinado en un monasterio. En 750 los francos enviaron una
embajada al Papa Zacarías (741-752) para consultarle acerca del problema que les afectaba: había
reyes que sólo tenían el nombre de tales, pero otros gobernaban. Zacarías respondió que debe ser
rey quien ejerce el poder, pues de otro modo se perturba el orden que debe reinar por mandato
divino en el mundo, según los principios agustinianos. Así, con un fundamento teórico y jurídico
emanado de la autoridad pontificia, Pipino fue proclamado y ungido como rey de los francos. La
unción regia –que ya se conocía entre los visigodos- le otorgó un principio de legitimidad nueva:
la sacralidad del rey –del cargo se entiende-, y especialmente de uno que no podía reclamar
legitimidad dinástica, que sí tenían los merovingios, lo que explica que se hayan mantenido en el
poder tanto tiempo, aun sin gobernar. En 754, agobiado por sus problemas con los lombardos y
necesitado de un brazo secular que lo defendiera, el Papa Esteban II (752-757) se encaminó al
Reino Franco, donde confirmó la unción de Pipino, al tiempo que ungió también, como rey y
patricio, a cada uno de sus hijos, uno de los cuales era Carlomagno (768-814), futuro emperador.
Así, la legitimidad alcanzaba ahora a todo el linaje: una nueva dinastía había sido consagrada.
Quedaba sellada una alianza definitiva entre Roma y los francos, cuyos reyes constituían el único
poder firmemente asentado en Occidente, cerrándose de tal manera un proceso que había
comenzado en la segunda mitad del siglo VII y que, según Pirenne, marca el fin de la Antigüedad.
El Rol Histórico de los Pueblos Estepáricos

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San Ambrosio (c.340-397), obispo de Milán, escribía a fines del s. IV: “Los hunos se han
precipitado sobre los alanos, los alanos sobre los godos, los godos sobre los taifas y sármatas; los
godos, arrojados de su patria, nos han rechazado a su vez en Iliria, ¡y ésto no ha terminado
todavía!” Palabras llenas de clarividencia; en efecto, el movimiento de los pueblos bárbaros fue
una verdadera “reacción en cadena” cuyo origen último se encuentra en el fondo de la estepa
euroasiática, verdadero corredor cultural que comunica Europa y Asia, Occidente y Oriente, y por
el cual transitarán diversos pueblos dejando su impronta, más o menos duradera, al relacionarse,
desde su mundo nomádico, con las civilizaciones sedentarias (Europa, Bizancio, Persia, India,
China), llevando y trayendo influencias de uno a otro extremo del mundo. También acierta San
Ambrosio cuando señala que tal fenómeno no ha cesado: a los hunos (que relevan a escitas y
sármatas), seguirán los ávaros en el siglo VI, serbios, croatas y búlgaros en el siguiente, los
húngaros en el s. IX, y podemos continuar esta enumeración con los kházaros, petchenegos,
cumanos, mongoles, etc., hasta fines de la Edad media con los turcos selyuquíes, primero, y
otomanos después. Estamos frente a un fenómeno de larga duración que abarca, pues, más de un
milenio.
Entre los 30º y 40º de latitud norte se extiende un vasto espacio geográfico a lo largo de
varios miles de kilómetros: la estepa euroasiática, que comunica Europa con el Lejano Oriente,
constituyéndose en un verdadero “corredor cultural”. Se trata de un territorio vasto y variado,
donde se encuentran valles extensos atravesados por grandes ríos que desembocan en mares
interiores (Mar Negro, Mar Caspio, Mar de Aral, Lago Balkash, Lago Baikal), dando origen a
valles fluviales transversales. Se hallan allí también zonas desérticas, como el gran desierto de
Gobi, entre Mongolia y China, así como altas montañas (piénsese en el Altai, con alturas que se
empinan sobre los cuatro mil metros). Las fronteras naturales de la estepa euroasiática son los
Urales, por el oeste; el Mar Negro, Mar Caspio, los Himalayas, la Cuenca del Tamir y el desierto
de Gobi, por el sur; por el norte el límite lo establece la Siberia y, en el este, China y el Océano
Pacífico. La estepa está en contacto, así, con las cuatro grandes civilizaciones de la Antigüedad y
la Edad Media: Roma-Bizancio, Persia, India y China, sobre las cuales ―dependiendo de las
condiciones climáticas, demográficas o políticas al interior de la estepa― a menudo se
“desbordan”. Entre esas civilizaciones sedentarias y el mundo de los jinetes de la estepa, se
establecen relaciones que llevan a intensos intercambios, no sólo de carácter político o económico,
sino también de bienes culturales que circulan de un extremo a otro del mundo euroasiático.
Frente a esas grandes civilizaciones sedentarias ―donde la gente vive en “casas con
puertas”, según expresa una fuente del siglo XIII―, los habitantes de las estepas ―”los que viven
en tiendas”, según el mismo documento― se destacan por su inveterado nomadismo, además de
la transhumancia estacional en busca de vegetación propicia para apacentar el ganado (ovejas,
cabras, yaks, pero principalmente caballos), base de una economía sólo de subsistencia. Los
estepáricos se caracterizan por ser diestros jinetes y manifiestan una fuerte vocación imperial;

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como hacen notar varios autores antiguos, como Herodoto, y tardoantiguos como Ammiano
Marcelino a fines del siglo IV o Jordanes a mediados del sexto, casi toda su vida la hacen sobre
el caballo, ya no solamente un animal de tiro para la agricultura, sino cabalgadura desde la cual
imponen su señorío.
En su táctica bélica destaca una poderosa caballería que, gracias a la incorporación del
estribo, permite al jinete no sólo sujetarse firmemente a su cabalgadura, sino también maniobrar
libremente en el combate. Esta potente y eficaz caballería causó gran estupor en los pueblos
sedentarios, como revelan testimonios que abarcan prácticamente un milenio, desde la época de
Atila (441-453) hasta la de Gengis Khan (1205-1227).
Su vigoroso sentido imperial está relacionado con la tendencia a unirse en
confederaciones pluriétnicas que manifiestan un fuerte caudillismo. Si bien llegan a formarse
grandes imperios en la estepa, se trata de formaciones poco duraderas, que normalmente no se
proyectan más allá de la muerte del caudillo o de sus sucesores directos. Es frecuente que, a la
muerte del líder carismático la confederación se divida (cuestión que no descarta una posible
reunificación posterior) y se entra en un clima de inestabilidad; los choques entre distintos pueblos
al interior de la estepa pueden generar una reacción en cadena que alcanza a las civilizaciones
sedentarias provocando invasiones de pueblos, como sucedió con los hunos y germanos en los
siglos IV y V, y con ávaros y eslavos en la centuria siguiente.
El testimonio tanto de autores occidentales como orientales da cuenta del impacto, un
verdadero “shock”, que provocó la irrupción de estos pueblos en las civilizaciones sedentarias.
Paradigmático resulta el caso de los hunos de Atila, tristemente célebres en la historia, que los
recuerda como bestias sanguinarias sin moral ni ética algunas; no obstante, también poseemos
testimonios que llevan en dirección contraria, como el caso de los escritos de Prisco, enviado por
el gobierno de Constantinopla a la corte de Atila hacia el 448, quien señala que existía allí todo
un protocolo, que Atila era un caudillo sencillo, para nada ostentoso, y tan querido por su pueblo
que su nombre significa “padrecito”. Y todavía más: entre los hunos se encuentran romanos que
han preferido vivir entre bárbaros, porque, como dijera Salviano de Marsella, es mejor “vivir
libres bajo apariencias de servidumbre, a ser siervos bajo apariencias de libertad”. Es preciso,
pues, aproximarse, aunque sea someramente, a estos pueblos y sus costumbres.
Se trata de pueblos nómadas guerreros y con una fuerte vocación imperial. En su táctica
bélica destaca la caballería pesada, incorporando el uso de la armadura para caballo y jinete; esto
fue posible gracias al uso del estribo, que permite al jinete no sólo sujetarse firmemente a su
cabalgadura, sino también maniobrar libremente en el combate. La poderosa caballería esteparia
causó gran estupor entre los pueblos sedentarios, como es el caso de China y Roma, con la
diferencia que la primera cambió su estrategia defensiva adoptando el modelo bárbaro, mientras
que la segunda no fue capaz de hacer algo similar. La dicha vocación imperial implica que cada
cierto tiempo se formen grandes confederaciones de tribus al mando de un líder (khan)

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carismático -v.gr. Atila (445-453), Gengis Khan (1196-1227), Tamerlán (1360-1405)-, cuya
expansión pone en movimiento a los pueblos vecinos, generándose esa verdadera “reacción en
cadena” a la que ya hicimos referencia.
Fue, grosso modo, de esa manera que los pueblos germánicos, especialmente los que
estaban más al oriente (visigodos y ostrogodos), entraron en relación con las hordas esteparias,
recibiendo un significativo aporte, directamente de estos pueblos o, a través de ellos, de Persia o
de China. No nos podríamos explicar el surgimiento de la caballería pesada en Occidente en el
siglo VIII, si no consideramos estas influencias (es preciso destacar que el testimonio más antiguo
del uso del estribo en Occidente, data del siglo VI, cuando los ávaros se instalan en la Panonia).
Un símbolo político tan importante como lo es la corona, tan típicamente “medieval”, recibió en
su largo proceso de elaboración, influencias persas o, aun, chinas, como se desprende del estudio
de los pendientes de las coronas. El arte propio de las estepas, con su tendencia a la abstracción y
la estilización de formas animalísticas, también tuvo acogida entre los germanos, toda vez que en
algunos aspectos coincidían con sus propias concepciones estéticas (y recordemos que el arte
romano plebeyo avanzaba en parecida dirección). Las construcciones civiles y religiosas,
especialmente las iglesias, se cubrieron interiormente de mosaicos o frescos que, al modo de los
tapices bordados de las tiendas, creaban un espacio interior hóspito frente al mundo hostil del
exterior, aunque abordando el problema desde una óptica espiritual: cada iglesia así ornamentada
se constituye en un verdadero microcosmos que prefigura la Jerusalén Celeste.

El MUNDO BIZANTINO

I. El imperio cristiano oriental y sus dos apogeos: de la época de Justiniano a la dinastía


Macedonia (ss. VI-XI)

En el año 657 a.C. un grupo de colonos procedentes de la ciudad griega de Megara alcanzaron las
riberas del Bósforo y fundaron una ciudad a la que llamaron Bizancio. Casi mil años más tarde,
sobre sus cimientos se funda la Nueva Roma, o Constantinopla, recordando a Constantino el
Grande (305-337), su ilustre fundador, ciudad llamada a ser la capital de uno de los imperios más
originales de la Historia y cuyo influjo se hizo sentir notablemente sobre las tres civilizaciones
del Mediterráneo: la Cristiana Ortodoxa -que nombramos en primer lugar por ser heredera directa
de Bizancio-, la Cristiana Occidental, y la Islámica. El Imperio Bizantino es una de las pocas
formas políticas de su tipo con fecha de fundación precisa: el 11 de mayo del 330 d.C. Conocemos
también con exactitud la fecha de su fin: 29 de mayo de 1453. Durante la mayor parte de esos
1123 años el Imperio Bizantino mantuvo su preeminencia como el "estado" más importante del
Mediterráneo.

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A lo largo de toda su historia los bizantinos se sintieron –con justicia- herederos del
Imperio Romano, por lo que siempre se llamaron a sí mismos “romanos”, y su emperador era el
basileus ton roméon, el emperador de los romanos. Efectivamente, la organización administrativa,
militar y económica revelan la fuerte filiación entre Roma y Bizancio. Pero también hunde sus
raíces la civilización Bizantina en el mundo helénico y, más exactamente, helenístico: el lujo
asiático y la refinada liturgia imperial, junto a la lengua griega, de uso corriente en el Imperio,
dan cuenta de ello. Finalmente, el cristianismo, que modeló el ser histórico bizantino, un
cristianismo que se distanciará cada vez más de la Roma Católica hasta constituirse en lo que hoy
llamamos cristiandad ortodoxa o greco-oriental, cuyo centro, por siglos, fue el Patriarcado de
Constantinopla, cuya existencia data del año 381, cuando se celebró en dicha ciudad un Concilio
Ecuménico. Las características fundamentales del Imperio Bizantino se pueden resumir así:
Romano por convicción, helénico por lengua y cultura, oriental en muchas de sus costumbres y
sujeto a los imperativos cristianos. Se llegó así a configurar una verdadera “nacionalidad”
bizantina, sustentada en una lengua y cultura comunes a todo el Imperio, y en el cristianismo
como factor de unidad espiritual –a pesar de una primera época marcada por las disputas
cristológicas, especialmente duras contra los nestorianos y monofisitas-. De esta forma, la
Civilización Bizantina es la maduración del Mundo Grecorromano, pues supo añadir a la unidad
política, la unidad religiosa y cultural.
Los años que corren entre los siglos IV al VI y hasta comienzos del VII, marcan el fin del
imperio Romano como tal y el comienzo del Imperio Bizantino, un proceso en el cual, de forma
cada vez más acentuada, se abandona el ancestro romano para asumir una forma y un contenido
cada vez más griegos. Ya la división del Imperio Romano en Occidente y Oriente, llevada a cabo
por Teodosio I en 395, daba cuenta del reconocimiento de dos ámbitos culturales, uno latino y el
otro griego, y desde esta época se estará frente a dos historias distintas y particulares. Mientras la
Parte Occidental del Imperio sucumbe ante las acometidas bárbaras -ruralizándose,
empobreciéndose y atomizándose-, la Parte Oriental logra sobrevivir -mérito suficiente para
quedar en las páginas de la Historia- todo un milenio, conservando una rica vida urbana, una
amplia circulación monetaria y un poder central vigoroso y consciente de su misión histórica:
llevar a los pueblos bárbaros la luz de la Civilización Cristiana.
Justiniano (527-565), con razón llamado “el Grande”, es el “último” emperador romano y
el “primero” del Imperio Bizantino. Fue bajo sus auspicios que se construyó la iglesia más grande,
hasta entonces, de la cristiandad: la catedral de Hagia Sophia o santa Sofía, dedicada a la Santa
Sabiduría que debe iluminar al Imperio, y que hoy sigue en pie desafiando el paso de los siglos,
testimonio inigualable del espíritu bizantino, verdadera joya arquitectónica y artística, decorada
con hermosos mosaicos –todos posteriores al siglo VIII, eso sí- que aún conmueven interiormente
a quien los contempla, y coronada con una majestuosa cúpula de treinta metros de diámetro que,
al decir de los contemporáneos, parece estar suspendida en el aire. Los enviados del príncipe

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Vladimir de Kiev, en el año 988, nos legaron la siguiente impresión de la megalé eklesia (gran
iglesia). A un costado de Santa Sofía, se erigió la iglesia de Hagia Eirene, santa Irene, dedicada a
la Santa Paz del Imperio; Santa Irene es a Bizancio, lo que el Ara Pacis a la antigua Roma
Con Justiniano –que ha sido llamado un “Jano colosal” a horcajadas entre el mundo
antiguo y el medieval- se cierra prácticamente el “ciclo latino” y triunfan las tendencias
helenizantes. Por un lado, fiel a la tradición romana, y después de sellar la paz con el Imperio
Persa en 532, se lanza a la aventura de reconquistar para el Imperio el Mediterráneo, logrando
imponer un dominio efectivo en el Levante español, (554-626), norte de Africa (535-698), Italia,
(553-568), empresa en la que comprometió todos los recursos económicos, militares y
diplomáticos del Imperio, pero que no tuvo resultados duraderos y después de la cual Bizancio
concentrará sus energías en el Oriente. Por otra parte, bajo su mandato se realiza una hercúlea
labor de recopilación del Derecho Romano, el Corpus Iuris Civilis (528-535), en latín; sin
embargo, es en su época cuando se comienza a legislar en griego, de más fácil comprensión puesto
que era la lengua corriente en el Imperio. El patriotismo romano, así, cede ante el patriotismo
griego, ya que es el griego, ahora, la “patrios foné”, la lengua patria. El predominio de la lengua
helénica en el oriente bizantino permitirá la comunicación fluida con el pasado helénico clásico
y con la patrística cristiana que, como se aprecia en los escritos de San Basilio Magno (330-379)
o de Gregorio Nacianceno (379-381), se había nutrido del pensamiento filosófico griego.
Efectivamente, la lógica aristotélica fue puesta al servicio del pensamiento teológico,
convirtiéndose en la más estudiada por los teólogos bizantinos. Este contacto con el pasado clásico
se mantendrá siempre en el Imperio, y puede decirse que el helenismo bizantino es a la Edad
Media lo que el helenismo clásico es a la Antigüedad.
Expansión, contención y repliegue, parecen ser tres conceptos claves al momento de
ponderar los hechos que marcan la segunda mitad del siglo VI. Si Justiniano el Grande ,
claramente, representa una fase expansiva, ya desde la época de su sucesor, Justino II (565-578),
las condiciones comenzaron a volverse adversas, y a fines del reinado de Tiberio II (578-582),
apenas puede mantenerse una política de contención, mientras el tejido del imperio comienza a
crujir. Tiberio II y Mauricio (582-602) cierran ya la etapa de contención y durante su época
comienza el repliegue, fruto de dos constantes y graves problemas: multiplicación de los frentes
y escasos recursos humanos y económicos para estabilizarlos. A pesar de los esfuerzos de
Mauricio, quien a duras penas intentó conservar el Imperio que recibió, ya con Focas y su funesto
gobierno, y luego con Heraclio, quien al menos pudo recuperar parte de las provincias orientales,
Bizancio se desentiende finalmente de las provincias occidentales. La etapa de repliegue, que
incluirá los Balcanes, recién comenzará a ser superada a fines del siglo VIII y comienzos de la
centuria siguiente.
Al finalizar este período, a principios del siglo VII, ya estamos frente a un Imperio griego
y cristiano, hecho que quedó plasmado en el título imperial que adoptó en 629 el emperador

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Heraclio (610-641): “Basiléus Roméion Pistós en Christo”, “Emperador de los Romanos fiel en
Cristo”. Podemos decir, recogiendo palabras de D. Zakythinós, que aún quedará parte de "la
tradición romana, sí, pero enriquecida por la experiencia helenística, humanizada por la
concepción griega de la dignidad humana y su noción del bien común, y temperada por el
cristianismo". Fue bajo el gobierno de este emperador que Bizancio vivió algunos de sus
momentos más críticos, asediado por ávaros y eslavos en el oeste y por persas en el este. El año
626 es especialmente significativo, puesto que –estando el basileus ocupado en el frente oriental-
ávaros, eslavos y persas lanzaron un ataque concertado contra Constantinopla: los ávaros y
eslavos, derrotados, dejaron de constituir una amenaza, y los persas, después de sucesivas
campañas, son también definitivamente vencidos el año 629, recuperándose la Santa Cruz –la
reliquia más venerada de la cristiandad- que los persas habían sustraído de Jerusalén, donde la
llevará de vuelta Heraclio –los contemporáneos, como el poeta Jorge Pisides, lo verán como un
Nuevo David, ya que como aquel llevó el Arca de la Alianza al templo, éste hacía lo propio con
la Santa Cruz; la posteridad reconocerá en Heraclio al “Primer Cruzado” y su nombre y hazañas
entrarán en la literatura épica bizantina-.
De los tres imperios en pugna sólo el bizantino logrará proyectarse históricamente; los
ávaros desaparecerán del horizonte histórico a fines del siglo VIII en época de Carlomagno, y la
Persia sassánida no podrá hacer frente a los musulmanes que se hacen con el poder en la región
entre el 636 y el 642. El Imperio Bizantino por su parte, perderá durante doscientos años las
provincias balcánicas en manos de los eslavos, y tampoco pudo defender Siria, Palestina y Egipto
del Islam que avanzaba en una expansión fulminante: Damasco cayó en 635, Jerusalén en 638,
Alejandría en 642.
Entre los siglos VII y IX se produce la llamada "Gran Brecha del Helenismo", abismo que separa
dos paisajes históricos bien definidos. Es el fin de una era que, para los griegos, se remonta, sin
interrupción, hasta la Antigüedad Clásica. Es una verdadera "edad oscura", cuyos orígenes están
relacionados con las invasiones ávaro-eslavas y búlgaras, que convulsionan la vida en los
Balcanes. interrumpiendo de esta manera las comunicaciones con el Occidente Latino.
A esta crisis exterior se suma otra interior, que conmocionó al Imperio por más de un siglo
(726-843): la Querella de las Imágenes. El arte bizantino no tiene como fin el mero goce estético,
sensorial, sino que debe producir una conmoción que eleve el alma hacia Dios: "per visibilia ad
invisibilia", de los visible y corpóreo, hacia lo invisible e incorpóreo, decía el Pseudo Dionisio
Areopagita. En la defensa de la veneración de los íconos los bizantinos se jugaban, pues, la
Salvación de sus almas, y es ésto lo que explica la férrea disposición que manifestaron al defender
sus creencias. El triunfo de los iconodulos, veneradores de imágenes, en 843 -la Fiesta de la
Ortodoxia, verdadera efeméride nacional bizantina-, marca también el triunfo del helenismo
cristianizado.

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La "Gran Brecha" es un período crítico del cual Bizancio emergerá poderoso y revitalizado
militar, política y culturalmente. En aquellas regiones donde se restituía el dominio imperial, se
creaba un thema, es decir, una provincia gobernada por un estratega en cuyas manos se
concentraba el poder civil y militar, y cuya misión consistía en asegurar la sumisión de la región,
administrarla y protegerla de nuevos peligros. Cada thema, además, contaba con un destacamento
de soldados, los stratiotas, a quienes se instalaba como colonos en tierras entregadas a cambio de
su defensa. Así, pues, estos soldados-colonos hacen soberanía habitando, defendiendo, cultivando
y pagando sus impuestos, ya que se trató de una medida cívico-militar que tuvo repercusiones
socio-económicas de largo alcance. Si originalmente la palabra thema designaba un cuerpo
militar, más tarde termina por designar una división territorial, cambio que se opera entre fines
del siglo VII y comienzos del VIII. La organización del Imperio en themas ―un puzzle no
resuelto aún del todo por la historiografía―, característica del siglo X, habría tenido su origen,
según unos, en las reformas de Heraclio y, según otros, en la excepcional unión que hizo
Justiniano del poder civil y militar y la posterior creación de los exarcados en época del emperador
Mauricio. Como sea, estas “provincias de avanzada” constituyeron una pieza clave en la
recuperación bizantina que se constata desde las primeras décadas del siglo IX. Precisamente una
de las claves de la recuperación imperial durante la época de la dinastía macedonia, fue la
protección del pequeño campesinado libre, cuyo origen está asociado a la constitución de los
themas.
Entre los años 850 y 1050 se vive en el Imperio un verdadero florecimiento intelectual -es el
llamado "Renacimiento Macedonio"- en torno a los estudios clásicos. Este segundo apogeo es
menos conocido que el de Justiniano, y no sólo duró más tiempo sino que tuvo también efectos
más duraderos. Un hito importante en este proceso lo constituye la reorganización de la
Universidad de Constantinopla, obra del César Bardas, a mediados del siglo IX. En esta época se
habla y se escribe en el Imperio un griego excelente, y en los siglos XI y XII en una forma muy
próxima al clásico.
Sin duda que una de las figuras más destacadas de este período es la del patriarca Focio
(810-893), tristemente célebre por el cisma eclesiástico que protagonizó. Su legado más
importante lo constituye una obra conocida como la Biblioteca, selección y comentario de 279
obras, entre las cuales se cuentan autores griegos clásicos, helenísticos y cristianos. Focio prestó
un gran servicio a la posteridad, ya que muchas obras de la Antigüedad las conocemos hoy sólo
gracias a la preocupación del patriarca. Otro libro de Focio, en el que demuestra su preocupación
por la lengua helénica, es un diccionario etimológico, el Lexicon. Focio es, en verdad, el hombre
que, después de la interrupción iconoclasta, supo ligar fuertemente y en forma definitiva a
Bizancio con la Grecia clásica.
Al recordar a los grandes humanistas bizantinos, no se puede dejar de nombrar a
Constantino VII Porphyrogénito (913-949), de mediados del siglo X, quien, si bien no fue un gran

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emperador, sí fue un intelectual de gran valor. Gracias a su obra Sobre las Ceremonias, conocemos
en detalle el fastuoso ceremonial de la Corte de Constantinopla; en Sobre los Themas encontramos
una excelente exposición y descripción de las provincias imperiales, involucrando geografía e
historia; quizá su obra más relevante sea el De Administrando Imperio, dedicada a su hijo, un
verdadero manual acerca de cómo debe dirigirse el Imperio, con una interesante descripción de
sus pueblos vecinos y recomendaciones que el emperador debe seguir al entrar en relación con
cada uno de ellos. Constantino VII se rodeó de una corte de sabios, destacándose como uno de
los pocos casos de mecenas en la Edad Media.
La entrada de los eslavos en la Historia Universal es, también, obra de bizantinos, quienes
los evangelizaron y civilizaron. Es durante la época de Focio cuando la expansión misionera de
Bizancio se encuentra en su cúspide. En aquel tiempo, dos hermanos, Cirilo (827-869) y Metodio
(815-885), crean un alfabeto, el glagolítico -origen del actual alfabeto cirílico-, para traducir a la
lengua eslava las Sagradas Escrituras. Serbios, búlgaros y rusos, principalmente, aunque también
moravos e incluso croatas en un primer momento, recibirán el bautismo de manos de sacerdotes
griegos, y cada uno de estos pueblos gozará de un privilegio que no existirá en Occidente hasta el
siglo XX: la liturgia en lengua vernácula. A la traducción de escritos religiosos siguió pronto la
de obras profanas, integrándose las naciones eslavas a la cultura greco-bizantina. Los pueblos
eslavos, así, deben a Bizancio, específicamente a Cirilo y Metodio -así como también a los
desvelos del patriarca Focio y al apoyo del emperador Miguel III (842-867)- su tradición literaria.
Pero no sólo la religión y la literatura: recibieron de los bizantinos el Derecho, las formas de
organización política, el pensamiento filosófico, la arquitectura y el arte. En resumen, Bizancio
evangelizó y civilizó en forma completa y total a los pueblos eslavos, quienes, incluso, ampliaron
el área de influencia bizantina: los búlgaros transmitieron este legado a los válacos -ancestros de
los rumanos-, mientras que los rusos se lo enseñaron a los lituanos.

II. Los últimos tiempos del Imperio: crisis, cisma y caída.

La contracción territorial. En el siglo XI comenzó a escribirse la dramática crónica del fin del
Imperio Bizantino, aunque en el largo camino hacia el colapso se podrán encontrar aún momentos
de grandeza, heroísmo y solidez cultural. El primer síntoma grave de la debilidad política,
económica y militar del imperio, tras la desaparición de la dinastía Macedonia (867-1059), fue
sin duda el desastre de Manzikert (1071), cuando no sólo el ejército bizantino sufrió una aplastante
derrota, sino además, el mismo emperador Romano IV (1068-1071) fue hecho prisionero por el
enemigo: los temibles selyuquíes. Al mismo tiempo, pero en el flanco occidental, el reino
normando de Sicilia arrebataba a Constantinopla sus últimas posesiones en Italia, al apoderarse

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del estratégico puerto de Bari. La historia del Imperio ya no volvería a ser la misma; Bizancio no
sólo no pudo reconquistar todos los territorios perdidos, sino que, incluso, en las centurias
siguientes tuvo que ver a su Corte Imperial instalada en el exilio, ser testigo del desmembramiento
progresivo de sus dominios (por ejemplo, el Despotado de Morea o del Epiro), y presenciar, sin
gran poder de intervención en el proceso, cómo sus dominios directos se reducían cada vez más
en manos de los turcos, primero selyuquíes y luego otomanos, hasta que finalmente la Capital se
confunde con el Imperio todo, quedando como una ínsula cristiana en medio de un océano
islámico. El Imperio había ido cayendo poco a poco, igual que algunos de sus vecinos, varios de
ellos otrora poderosos estados rivales. Asia Menor, zona clave desde el punto de vista estratégico
y económico, ya en el siglo XIV está en poder de los turcos, quienes también avanzan ya sobre
Europa conquistando la región de los estrechos; la caída de la importante ciudad de Adrianópolis,
era cuestión de tiempo, y desde allí el camino quedaba abierto hacia la Europa Balcánica: Serbia
y Bulgaria debieron aceptar el yugo otomano, que ya entonces se empinaba como un Imperio
euroasiático.

La crisis económica. Por otro lado, la moneda bizantina, que se había mantenido más o menos
incólume por casi ochocientos años, sufre su primera gran devaluación, un golpe del cual la
economía bizantina no se recuperará nunca. La época en que todo el Mediterráneo transaba con
la moneda bizantina, el solidus, quedaba atrás. En buena medida, el deterioro económico tuvo que
ver con el abandono de las prudentes políticas de protección del pequeño campesinado que se
había aplicado en época Macedónica, cuando el Imperio alcanzó el pináculo de su poderío. Las
políticas económicas entonces buscaban fomentar la producción del pequeño propietario,
asegurando de paso el servicio militar y el pago de impuestos. En el siglo XI la llegada de los
Comneno al poder supuso el triunfo de la aristocracia bizantina latifundista (los llamados
dynatoi), frente al cual el pequeño propietario derivó en un paroiko, una suerte de vasallo. Si el
sistema macedónico garantizaba producción, defensa e impuestos, el nuevo implicaba
desincentiva al pequeño productor, cuyo servicio militar quedó ligado al señor, así como el pago
de los impuestos, cuestión que se agrava al considerar la excoussía, esto es, la excención del pago
de los tributos que a veces se concedía a los dynatoi.
Debilitada su base económica, Bizancio entró en un lento proceso de declinación, sin que hubiese
ningún plan de conjunto para hacerle frente. Si los mercados internos sufrieron una contracción,
los externos se vieron afectados por las frecuentes guerras.
El testimonio de algunos cronistas del siglo XIV es elocuente. Nicéforo Gregoras, dice: “La tierra
ha quedado sin cultivar, la campiña está completamente desierta y, por así decirlo, en estado
salvaje. Los latinos se han apoderado no sólo de toda la riqueza de los bizantinos y de casi todos
los productos del mar, sino también de todos los recursos que alimentaban el tesoro imperial.”
Juan Cantacuceno, por su parte, señala: “Ya no hay dinero en ninguna parte. Las reservas se han

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agotado, las joyas imperiales han sido vendidas, los impuestos no producen nada porque el país
está en la ruina.”
El broche de oro habría de ser la imprudente visita de Juan V, en 1369, a Venecia, después de
haber pasado por Roma para tratar cuestiones relativas a la unión de la Iglesia. El Dogo de Venecia
retuvo –preso, en la práctica- al emperador por empréstitos no satisfechos. Hasta 1371, cuando su
hijo Manuel acudió en su rescate con el dinero suficiente, no pudo Juan regresar a Constantinopla.
La afrenta tiene dimensiones económicas y políticas, pero también, por así decir, psicológicas,
por lo que significó ver al emperador comprometido en tan penosa situación. Cabe recordar que,
a la muerte de Juan en 1391, la Capital era prácticamente ya una ciudad sitiada.

Política y Cultura en la época de los Comneno. La estabilidad política llegaría de la mano de la


dinastía de los Comneno (1081-1185). Era la primera vez que una familia de la aristocracia
imperial llegaba al poder. Su gobierno tuvo luces y sombras. Se destacó Alejo I (1081-1118) por
sus afanes en ordenar la administración imperial y por sus campañas militares. Al mismo tiempo,
su madre y su esposa, emperatrices devotas, se dedicaron a la depuración moral de la corte y a la
promoción de los estudios. Ana Comnena (1983-1153) refleja muy bien este momento: no sólo
llegó a ser el centro de un círculo aristotélico, sino que también gracias a su Alexíada, la historia
épico-biográfica de su padre, se convirtió en la única historiadora de la Edad Media.
Mientras Bizancio tambaleaba, en el oeste del Mediterráneo se encumbraban nuevas potencias,
como Venecia, Génova o, más tarde, Aragón y Cataluña. Por otra parte, dado el desfavorable
tratado aduanero firmado con Venecia en 1082, no sólo se resintió la economía imperial, sino que
afectó las relaciones con el occidente medieval, alentando los sentimientos antilatinos, llevados
al paroxismo tras el vergonzoso saqueo de Constantinopla de 1204, triste episodio que ya había
sido vaticinado por Ana Comneno. En otro ámbito, junto al renovado interés por la filosofía
clásica, encarnado en Miguel Psellós (1018-1078) y Juan Italós (c. 1025-c. 1082), también se dio
un movimiento conservador y rigorista que terminó por frenar el estudio de una filosofía que, se
la acusaba, pecaba de exceso de paganismo. El siglo XI culmina con la llegada de los cruzados a
Constantinopla en 1097, y el siglo siguiente está marcado por las expediciones militares a Oriente,
generando roces y conflictos entre la cristiandad constantipolitana y la romana, hasta alcanzar su
clímax en el ya mencionado saque de la capital en 1204.

El cisma. De hecho, el verdadero cisma de la Cristiandad debe ser comprendido, precisamente y


como Paul Lemerle ya lo demostró, a partir de la Cuarta Cruzada, acción que, entendida como
una “guerra santa” por los latinos, resultaba no sólo del todo incomprensible para los bizantinos,
sino que además les parecía peligrosa y quimérica, lo que se traducía en una indifirencia que
irritaba a los cruzados. Desde una perspectiva más amplia deben considerarse las enormes
diferencias históricas y culturales -más allá de los problemas eclesiásticos o dogmátcos- que ya

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se habían hecho manifiestas entre la Cristiandad Latina y la Griega, provocando roces y conflictos
pero no rupturas de carácter permanente. El cisma de Focio (867) y el cisma de Miguel Cerulario
(1054), marcan hitos de gran relevancia en el distanciamiento paulatino entre Roma y
Constantinopla, pero en ningún caso llevaron al quiebre definitivo entre ambas cristiandades,
como ha querido la historiografía, que siempre busca fechas emblemáticas para abrir o cerrar
períodos históricos. No obstante, se debe tener en cuenta que, tras el lamentable incidente entre
el cardenal legado, Humberto de Silva Cándida (c. 1000-1061), y el patriarca de Constantinopla,
Miguel Cerulario (c. 1000-1059), las relaciones entre ambas cristiandades se restablecieron, y el
episodio es apenas referido por los cronistas de la época. En efecto, el verdadero coup de grâce a
las relaciones entre Oriente y Occidente, llegaría junto con la Cuarta Cruzada que, en 1204 y
desviada de su objetivo Egipto, llevó a los cruzados a tomar Constantinopla y, previo saqueo,
instaurar un Imperio Latino que duraría cincuenta y siete años. Tal actitud era, para los bizantinos,
incomprensible entre cristianos y, por tanto, una confirmación más del carácter barbárico de los
occidentales, quienes supuestamente actuaban con la anuencia del Papa Inocencio III (1198-
1216), aun cuando éste sancionara, incluso con la excomunión, tan lamentable episodio. Como
sea, la IV Cruzada aceleró irremediablemente el proceso de desintegración del Imperio Bizantino.
Al mismo tiempo, dado el traumatismo causado por el comportamiento de los cruzados y la
frustración griega, nació un nuevo “patriotismo bizantino”, marcado por el odio antilatino y los
sueños de restauración del Imperio.
Desde el siglo XIII Roma y Constantinopla representarán dos mundos irreconciliables: el
resentimiento de los bizantinos y la indiferencia de Occidente frente a la angustia del Imperio
amenazado por los turcos otomanos, harán infructuosos los intentos por unir ambas iglesias. A
comienzos del siglo XV, en el Concilio de Florencia-Ferrara (1439), se intentó la unión,
declarando superadas las diferencias; pero en Constantinopla la respuesta fue categórica: el Duque
Lucas Notaras dijo que prefería el turbante musulmán a la tiara pontificia y, efectivamente, a pesar
de los sufrimientos que acarreó la turcocracia, el Sultán de la Sublime Puerta permitió a la iglesia
griega conservar su espíritu peculiar, cosa que Roma con toda probabilidad habría negado. Fue el
epílogo de un largo proceso en el cual no faltaron los serios intentos, de una y otra parte, por unir
ambas cristiandades. De hecho, desde 1261 hasta la caída de Constantinopla se cuentan once
emperadores, y todos buscaron la unión de ambas cristiandades.

El fin del Imperio. En 1261 se recuperó la Capital, después del exilio en Nicea, época en la cual
la labor de los Lascáridas fue notable, destacándose como buenos gobernantes que supieron
mantener viva la idea imperial. Además, supieron darle un nuevo aire de vitalidad a economía
agraria y el comercio, frenando, al menos momentáneamente, la presión de las potencias italianas,
protegiendo la industria textil.

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Es interesante, hacer mención de una obra de carácter político, del bizantino Nicéphoro
Blemmydes († c. 1272), quien supo mantener en alto la noción de Imperio en medio de los
avatares del exilio en Nicea, llamando la atención acerca del ser y deber ser de la dignidad
imperial, testimonio elocuente de la vigencia de los ideales bizantinos aun en los momentos más
dramáticos de su existencia. Nicéphoro Blemmydes fue un cristiano, filósofo y poeta de una
personalidad fuerte y polémica. Su tratado político es el Andrias Basilikon, obra en la cual se
preocupa de las virtudes del emperador y los fines del Imperio.
En fin, la inesperada recuperación de la Capital fue vista, casi, como un milagro. Constantinopla
seguía confiando en la defensa sobrenatural de su Imperio, como se aprecia, por una parte, en la
acuñación de monedas en 1261 (en las que, sobre el fondo de la ciudad amurallada, se representa
a la Virgen en actitud orante) o, por otra, en la magnífica deesis de Santa Sofía, que dan cuenta
de este singular momento en el cual se mezcla la tragedia con el drama, en medio de la alegría.
Finalmente, en los siglos XIII y XIV se vuelven a estudiar los autores clásicos y cristianos con
renovado vigor, tal vez debido a que se tuvo conciencia del desastre que se aproximaba, de modo
que se buscaba intensamente, frente a los tiempos adversos, un consuelo en aquel pasado
esplendoroso, buscando allí las respuestas para las dramáticas interrogantes del momento. Sabios
bizantinos de renombre, como Crisolaras o Gemistus Plethon, emigraron a Italia impulsando allí
los estudios clásicos, primeros pasos del Renacimiento Occidental de los siglos XIV, XV y XVI,
mientras que otros sabios griegos fueron acogidos en diversas cortes occidentales.
De esta época data también uno de los monumentos artísticos más impresionantes de Bizancio: la
iglesia de San Salvador in Chora, verdadero relicario donde se guardaba el ícono milagroso de la
Panagia Hodigitria, atribuido al apóstol san Lucas. Los mosaicos y pinturas de esta iglesia
constituyen uno de los más egregios testimonios del arte bizantino, por la solidez conceptual de
su programa iconográfico, su fino acabado artístico y la exposición clara de las tendencias clásicas
del llamado "Renacimiento Paleólogo"; es uno de los más logrados y famosos monumentos de
Constantinopla, y una de las galerías de arte más interesantes del mundo.

Finalmente, los turcos otomanos pusieron sitio en el siglo XV a la Capital, una cabeza sin cuerpo,
pero que resistió heroicamente al invasor, aun a sabiendas de que, dada su inferioridad numérica,
la victoria era imposible. El último emperador, Constatino XI (1449-1453) murió combatiendo
contra el infiel en los muros de Constantinopla, sin haber claudicado. El 29 de mayo de 1453 se
cerraba un capítulo de la Historia. Después de ser sometidas las murallas de la ciudad a un
incesante cañoneo que duró un largo mes, ella cedió ante el enemigo. Constantino Paleólogo,
último emperador y héroe nacional griego, antes de morir había arengado así a sus tropas: "(Los
turcos) se apoyan en las armas, la caballería, la infantería y el número, mientras nosotros nos
entregamos al Señor, Dios y salvador nuestro, y después a nuestras manos y nuestras fuerzas con
que nos ha gratificado el poder divino. Os ruego y suplico hagáis honor y obediencia debida a

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vuestros jefes, cada uno según su categoría, grado y servicio. Sabed bien que, si observáis
sinceramente cuanto os he dicho, yo espero, con ayuda de Dios, evitar el justo castigo que Dios
nos envía". Pero ya nada pudo evitar que el sultán Mehmet II entrara a la Capital y, en Santa
Sofía, gloria de la ortodoxia, diera gracias a Alá por la victoria.
El Imperio Persa Sassánida

El antiguo Irán (Persia) es un mundo que se debate entre dos polos. La región del suroeste, la
Mesopotamia, es un espacio acogedor donde abundan las tierras fértiles que posibilitan un
desarrollo agrícola y el establecimiento de centros urbanos; los antiguos Aqueménidas,
precisamente, se ubicaban en este tipo de espacio, que contrasta con el noreste, estepa estéril
donde la caza y el nomadismo se constituyen en el modo de vida habitual. Si la Mesopotamia
limita con el Mundo Grecorromano –igualmente urbano y sedentario-, la región que abarca la
zona comprendida entre el Mar Caspio y las inmediaciones del Oxus hasta la cuenca del Pamir,
está abierta al influjo de la estepa euroasiática, de donde provenían, precisamente, los Partos,
sucesores de los Seléucidas y que se rebelan contra el poder establecido a partir de una resistencia
desde una región que podríamos llamar “marginal”. Los Partos conservaron la herencia del Asia
Central, como se aprecia en el uso de la caballería pesada que incorpora la coraza para el jinete.
Esta herencia será transmitida a los Sassánidas.

El año 226 Ardechir (226-241), hijo de Sassán, descendiente de los Aqueménidas, acaba con
el poder de los Partos Arsácidas –que tantos problemas había causado al Imperio Romano en su
frontera oriental-; con este hecho se funda el Imperio Persa de los Sassánidas, que se mantendrán en
el poder durante más de cuatro siglos. Si bien los Sassánidas retoman el estilo de guerra parta, la
novedad la constituye la toma de conciencia de su propio pasado –en abierto rechazo a las tendencias
helenizantes heredadas desde la época de Alejandro Magno (336-323 a.C.)-, como se refleja en el
título real del propio Ardechir, “Rey (Sha) de Reyes de Irán”, evocando los antiguos títulos
Aqueménidas; sus sucesores, desde Shapur (241-271) ostentarán el título de “Rey de Reyes de
Irán y de no Irán”, clara manifestación de la vocación universal del Imperio. Resulta del todo
comprensible, pues, que tanto romanos, primero, como bizantinos después, hayan tenido que
enfrentarse con Persia por el “dominio del mundo”; aunque enemigos, existía un mutuo
reconocimiento entre la Civilización Romana (o Bizantina, según el caso) y la Persa, como los
únicos rivales dignos en un mundo de bárbaros o, recogiendo palabras de un embajador del s. III,
como las “dos luminarias” del mundo.

Tal como se deduce de los títulos reales citados, los Sassánidas impulsaron un proceso de
unificación que no desconocía la existencia de numerosos reinos autónomos, pero que debían

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jurar fidelidad al Sha. Era, pues, una suerte de “monarquía feudal” que, con una clara orientación
hacia la centralización del poder, se apoyaba en la antigua aristocracia terrateniente, verdaderos
príncipes “vasallos”. La organización imperial contemplaba una amplia burocracia civil y militar
donde destacaban el Gran Visir, que dirigía la administración central, el Eran Spahbadh, ministro
de guerra, y el Eran Dibherbadh, una suerte de primer ministro que tenía autoridad sobre todos
los “secretarios de estado”. Dentro de la burocracia imperial ocuparán un lugar destacado los
sumos sacerdotes de la religión de Zoroastro, culto oficial del Imperio –otra manifestación de la
renovada vigencia de las tradiciones aqueménidas-, especialmente el Gran Mobedh, de poderosa
influencia religiosa y política.

Siendo la agricultura la base económica del Imperio, éste es eminentemente urbano, rasgo
que se evidencia en la preocupación de los emperadores Sassánidas por fundar ciudades (sólo
Ardechir fundó ocho): es el suroeste agrícola, urbano y sedentario que reemerge con gran
vitalidad. Una poderosa marina, junto con una sólida moneda de plata, el direm, son los pilares
de un activo comercio internacional que, en los mercados orientales, rivalizaba con Bizancio.
Sociedad eminentemente aristocrática, con profundas desigualdades sociales, debió enfrentar
revueltas religiosas, como la rebelión mazdekí –se trata de una herejía dualista-, en abierta
oposición a la religión oficial y, por consiguiente, al Imperio. Para hacer frente a estos hechos que
amenazaban la estabilidad del reino, Anushirván (531-579) reorganizó social y territorialmente el
Imperio, al mismo tiempo que creaba un ejército de base “feudal”. La época de Anushirván es el
período más brillante del Imperio, no sólo por sus reformas tributarias o administrativas, sino
también por el esplendor artístico de las grandes construcciones, como el Iwan, edificio
abovedado (tal vez inspirado en las tiendas de los antepasados partos nómadas), o los grandes
palacios en general, los relieves rupestres monumentales que exaltan la figura del Sha, como los
de Naqsh-i-Rustam que retratan a Bahram II (276-293); así también las artes menores como la
orfebrería, tejidos de seda, etc. En la corte de Anushirván los sabios persas trabajaban junto a
otros de origen cristiano, en un clima de gran tolerancia, estudiándose a los filósofos griegos o
los secretos de la medicina, saberes que heredarán los musulmanes más tarde.

A fines del siglo VI y comienzos del siguiente, el poder del Sha se verá amenazado por
generales poderosos al mismo tiempo que, en el plano exterior, el Imperio Bizantino golpeará
mortalmente el reino de los Sassánidas infringiéndole sendas derrotas en los años 624 (destrucción
del templo de Gandzak), 627 (batalla de Nínive) y 628 (toma del Palacio de Dastgard). Los
últimos reyes Sassánidas apenas si ostentan el título; el Imperio debilitado por las duras guerras
contra Bizancio no podrá hacer frente a los árabes musulmanes que, en 634, llegan hasta

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Ctesifonte, la capital imperial. Pocos años después, con la caída de Kabul y Kandahar, en 655,
quedaba definitivamente sellada la suerte del Imperio Persa.

Entre los siglos III y VI, así, se operan en Persia una serie de cambios de gran importancia,
en los cuales juegan un rol destacable tanto los pueblos nómadas de la estepa como las influencias
recibidas desde el mundo romano o bizantino, influencias todas que se entretejerán con las
antiguas tradiciones propiamente iráneas. El Imperio Sassánida es un mundo aristocrático y
“caballeresco” (gran relevancia tiene la caza, el torneo; existe una caballería pesada), una
“monarquía feudal” como ya indicamos donde la tierra implica un lazo moral con el Sha que la
otorga; también reconocemos una iglesia oficial junto con una clara concepción de ortodoxia
frente a corrientes heréticas, todo lo cual prefigura o adelanta rasgos típicos de lo que
denominamos corrientemente como “medieval”. De allí la particular importancia que los
estudiosos han asignado al poderío persa Sassánida.

ISLAM, GUERRA Y YIHAD

Orígenes y fundamentos del Islam

A comienzos del siglo VII en Arabia, una región marginal a las grandes corrientes históricas de
la época y que identificamos con la Persia Sassánida y el Imperio Bizantino, un hombre
iluminado, el Profeta Mahoma (c.570-632), comenzó a recibir una serie de Revelaciones que
constituirán la base no sólo de una nueva religión, sino de toda una Civilización. Rescatando
algunos elementos de las tradiciones preislámicas, pero aportando también con aspectos
novedosos, se dio forma a una nueva creencia que habría de tener un gran protagonismo en la
Historia del Mediterráneo, desde entonces y hasta hoy en día.

Difícil es entrar al tema de la vida de Mahoma, ya que en el relato que de ella elaboró la tradición
musulmana, se mezclan datos históricos y legendarios; las biografías del Profeta se escriben en
forma tardía, destacándose en ese género, la Sirat al-Rasul de Ibn Hisham, del siglo IX. Sabemos
que Mahoma nació en La Meca, y que descendía de la tribu de los Quraysíes, y del clan de los
Hassemitas. Huérfano a temprana edad, fue criado por su tío Abu-Talib, y más tarde se empleó a
las órdenes de Jadicha, una viuda rica que tenía intereses en el comercio caravanero, casándose
luego con ella. Con fama de hombre piadoso, Mahoma realizaba retiros espirituales (tahannut) en
el monte Hira. Hacia el año 610, en uno de esos retiros, se le apareció al Arcángel Gabriel, quien
le transmitió por vez primera la voluntad de Dios (Alá). Guardó Mahoma en secreto esta
Revelación, confiándosela sólo a sus más cercanos: Jadicha, Abu Talib, Abu Bakr y Utmán, entre

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otros. Hacia el año 612 las Revelaciones se reanudaron y Mahoma comenzó a predicar la palabra
que Dios había hecho descender desde lo Alto.

Esa "palabra" revelada a Mahoma constituye el Corán, en árabe qur'ân, es decir, "recitación", el
libro (Kitab) sagrado de los musulmanes, y que, para ellos, es la primera y más auténtica fuente
del Islam, palabra eterna e increada de Dios. Para el musulmán, a diferencia de la Biblia -escrita
por hombres bajo inspiración divina-, el Corán es la palabra divina; Mahoma sólo la transmite, y
es el último de una larga serie de profetas.

Revelado en árabe, lo que elevó esta lengua al rango de sagrada constituyéndose en un pilar de la
unidad de la religión islámica, el Corán se divide en suras (capítulos) y aleyas (versículos), que
fueron reveladas a Mahoma en distintos momentos y lugares, entre los años 612 y 632, y que se
refieren a variados temas. Las suras más religiosas se relacionan con la época de la predicación
en La Meca, y dicen relación con la aceptación de la voluntad de Dios y ser agradecido por sus
dones, la condena a la idolatría y la noticia del Juicio Final, para el cual deben prepararse los
creyentes llevando una vida piadosa. Las restantes suras corresponden al período de Medina, y
sus disposiciones legales reflejan la experiencia de la primera comunidad islámica.

Transmitido en un principio en forma oral, en un lenguaje poético y rítmico, confiado a los


"memoriones", después de la batalla de Yamama (633) en que muchos de ellos murieron, se ve la
necesidad de poner por escrito el Corán. Esta tarea la llevaron a cabo los califas Umar (634-644)
y Utmán (644-656), de manera que hacia el año 651 se pudo contar con un texto "oficial",
canónico, llamado "Vulgata Coránica", y que fue enviado a las principales ciudades islámicas de
la época.

El Corán es un código religioso, ético, moral, civil, que involucra el ordenamiento completo de
la comunidad o Umma, donde se reconoce un fuerte sentido comunitario que descansa en la fe y
la lengua. La Umma es la más perfecta realización del plan divino, y se la entiende como una
verdadera comunidad "matriz" (del ár. umm, "madre"), portadora de todos los valores religiosos
que anticipan el Reino de Dios sobre la tierra. Esta nueva forma de organización social tiene una
base esencialmente religiosa, que reemplaza a los lazos de parentesco de las antiguas
comunidades tribales, como vínculo de unidad. Fue en Medina, después de la Hégira (622)
cuando Mahoma fundó históricamente la primera comunidad islámica.

Teóricamente, la jefatura de la Umma corresponde a Dios, cuyo representante o vicario es el


Profeta o su sucesor. Se constituye así la Umma en una comunidad politico-religioso-jurídica, y
se instaura el Corán como Ley suprema sobre la costumbre tribal. Cuando se plantee a la

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comunidad un problema cuya solución no está en el Corán, se puede recurrir a los hadices del
Profeta, esto es, dichos, sermones o proverbios inspirados por Alá. Mahoma, en efecto, es el
ejemplo vivo del Corán, y existe entre los musulmanes lo que podríamos llamar una
"Imitatio Muhammadis". El conjunto de lo hadices conforma la sunna o "tradición". El problema
de la autenticidad de los hadices llevó a la elaboración de una verdadera ciencia de la crítica que
floreció entre los siglos XIII y XIV, pero recurriendo a colecciones elaboradas más
tempranamente por tratadistas como al-Bukhari (810-870) o Muslim ibn al-Hajjaj (817-875),
entre otros. La crítica del hadith analiza el Isnad o "cadenas de transmisores" y el maten, es decir,
el "mensaje" propiamente tal.

El Corán y la Sunna, pues, son las fuentes de la ley (shari'a); a partir de ambos los juristas
musulmanes establecen y estudian la jurisprudencia (fikh), recurriendo al consenso o a la
deducción analógica, según la época, lugar de procedencia o escuela teológica en la cual se
inscriba el estudioso del derecho. El buen musulmán debe observar escrupulosamente las reglas
del fikh, partiendo por lo que se conoce como "los pilares de la fe" (arkan al-islam), los deberes
respecto a Dios, que expresan lo más propio del Islam, esto es, la fe y la sumisión completa a su
voluntad. Los pilares corresponden a las prescripciones de culto (ibadat), y son: la shahada,
"testimonio", o profesión de Fe; la salat, u oración ritual; el zakat o limosna legal; el sawn, ayuno
del Mes de Ramadán; y el hadjdj, la peregrinación a La Meca, que se debe hacer al menos una
vez en la vida, y siempre que no haya impedimento justificado. Algunos juristas musulmanes
incluyen el jihad entre los pilares del islam; más adelante volveremos sobre este concepto, central
para nuestro análisis.

De La Meca a Medina

La religión de Mahoma provocó el más vivo rechazo y oposición de los mercaderes mequíes, ya
que amenazaba la peregrinación a La Meca, que también era una “feria”. En ese entonces, las
instituciones religiosas y comerciales estaban controladas por la tribu de los Quraysíes.
Habiéndose tornado insostenible su situación, Mahoma y sus compañeros se retiraron a la ciudad
de Yatrib en el año 622, fecha de la Héjira, el año 1 de la era musulmana. Desde entonces, Yatrib
pasará a llamarse Madinat al-Nabi, la Ciudad del Profeta, o simplemente Medina.

Allí se formó la primera Comunidad Islámica, la primera Umma, a partir de la llamada


"Constitución del Año 1" o "Pacto", por el cual todos -judíos y árabes que se encontraban hasta

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entonces sumidos diputas internas- se sometieron a la autoridad de Mahoma, quien asume, así,
funciones propias de un Juez, de un general y de un gobernante, además de ser el líder religioso
y el guía espiritual. De este modo, quedaron indisolublemente ligadas las esferas civil y religiosa.

Con la expulsión de los judíos en 625, Medina se transformó en una comunidad islámica
homogénea, una umma hegemónica y combatiente. Este momento marca el fin de una época, la
de la predicación, y el comienzo de otra, la de la práctica.

Guerra y Jihad

En este ambiente, la guerra adquiere nuevo sentido, se "totaliza", transitándose desde la


antigua razzia, necesaria por las exigencias materiales de la nueva comunidad, a una guerra
"total", dado su carácter religioso. La experiencia militar del profeta será clave para su prestigio
en Arabia y, por tanto, para conseguir nuevas adhesiones.

Sería, justamente, en el período medinés cuando el Profeta habría recibido las primeras
revelaciones que hacen lícita la guerra en defensa de la fe, lo que dice relación con la precaria
condición de la naciente comunidad islámica. Muchos autores han visto en la Batalla de Badr
(624) el inicio del primer jihad; en efecto, tal batalla fue el gran acontecimiento de la primera
comunidad musulmana, y se entiende como una continuación de la ghazawat o razzia que, dadas
las circunstancias, se transforma en la primera victoria contra los infieles, con la intervención de
ángeles enviados por Dios; así, el ataque contra una caravana de La Meca, se transforma en una
guerra de los fieles contra los infieles, en la cual triunfaron los primeros gracias a una intervención
divina. También la conquista de La Meca en el año 630 se verá revestida de un aspecto religioso.
Para algunos las guerras del Profeta son las únicas y verdaderas "guerras santas" del islam.

La doctrina de la guerra se nutre del Corán y la Sunna, donde se exhorta al combate contra el
infiel; se trata de un problema complejo, que obliga a tener en cuenta también la realidad histórica,
fundamentalmente las etapas coránica y de las primeras conquistas, cuando realmente se elabora
una idea de la guerra en relación al infiel. Existen en lengua árabe distintas palabras para referirse
a la guerra, como las que se forman a partir de la raíz triconsonántica q.t.l., "combatir, matar",
o g.z.w. que involucra la idea de "razzia, atacar", o la raíz h.r.b., la más corriente para referirse a
la "guerra". El concepto de jihad, corresponde a otro ámbito semántico, y su codificación se dio
en los dos primeros siglos de la historia islámica, marcada por tanto por la experiencia de la
conquista.

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Es preciso desmitificar aquella idea según la cual la “guerra santa” cristiana tiene su origen en
el jihad musulmán, esto es, que los cristianos elaboran una idea de "guerra santa" cuando se
sienten amenazados por los musulmanes, especialmente en la Península Ibérica. Tampoco es
acertado señalar lo contrario, es decir, que en el Mundo Islámico se concibe el jihad como
respuesta a la amenaza de las Cruzadas; es cierto que en el siglo XII se avivan los sentimientos
religiosos respecto de la guerra, pero las raíces del jihad son mucho más profundas y complejas.

El término jihad se forma a partir de la raíz árabe j.h.d, y significa "esfuerzo", sobreentendiéndose
que es "en la vía de Alá". Se trata del combate por el triunfo de la fe, un esfuerzo físico y moral
del creyente, conteniendo la idea de "hacer lo posible, esfuerzo dirigido a un fin preciso y
difícilmente accesible, con valor de prueba y sufrimiento". Se entiende como una acción piadosa
que trae nuevos adeptos al Islam y, según algunos tratadistas, como un deber colectivo de defender
y expandir el islam. Dicho esfuerzo se puede llevar a cabo por la palabra, es decir, la predicación;
también por el pensamiento, abarcando la lucha contra sí mismo y el demonio; y también por
acciones contra los infieles y, en ese caso, puede incluir la guerra. Dice un hadith: "El hombre
combate por el botín; el hombre combate por la gloria; el hombre lucha por demostrar la
superioridad de su temple; ¿quién es el que combate en el camino de Alá? El que combate para
que sea exaltada su palabra, ése está en el camino de Alá" (Al-'aïnî, 6557)

Por otra parte, algunos teóricos, especialmente pertenecientes al sufismo, intentaron definir
el jihad como un combate estrictamente interior, espiritual, contra las pasiones, para llegar a un
estado de contemplación mística. Se distinguió así un jihad mayor, espiritual, de otro menor, que
dice relación con la guerra. Esta noción se apoya en el siguiente hadit, proclamado
presumiblemente por Mahoma al regresar de una batalla: "He aquí que volvemos del jihad menor.
Nos queda entregarnos al jihad mayor, el de las almas".

Quien combate en la vía de Alá es el muyahid, "el que se esfuerza", "el combatiente" (en la vía
de Alá), y si muere en esta acción, se transforma en un shahid, "testigo", "mártir", ya que la muerte
en el combate borra las faltas y abre las puertas del paraíso, según un conocido hadit: "El Paraíso
está bajo el relámpago de los sables".

El jihad (menor) se entiende dentro de una concepción universalista que divide el mundo en
dos: dar al-islam, la casa del islam, esto es, el mundo de los creyentes, quienes están sometidos a
la autoridad y la ley islámicas, y dar al-harb, la casa de la guerra, que incluye a los Pueblos del
Libro y a los infieles (kafir, pl. kuffar), los cuales deben someterse a la autoridad islámica,

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convertirse o morir, según sea el caso. Así, el jihad islámico se entiende sólo desde una
perspectiva universalista y misional, por cuanto intenta convertir el mundo a la fe islámica (a
diferencia de la Cruzada cristiana, que no intenta convertir al infiel, sino expulsarlo de territorios
injustamente arrebatados). James Turner Johnson afirma que la concepción islámica de la guerra
dice relación con la integración a un orden político y religioso que se encuentran confundidos, en
contraste con la concepción occidental de la separación de las esferas de lo temporal y espiritual.
Fue después de la Hégira, en Medina, cuando se fundó esta concepción teopolítica, al
transformarse Mahoma en el líder religioso, político y militar, como señalamos líneas atrás.

De allí, pues, que el jihad, como “guerra santa” adquiera un carácter más total y absoluto. Por
cierto que la aplicación del concepto corresponde a un uso post-coránico, más bien tardío en
relación con los juristas clásicos. Mair Ali, desafía a cualquier intelectual -en una página web- a
encontrar en el Corán o en los hadices, la palabra jihad significando “guerra santa”, expresión
que en árabe se traduciría como al-harbu al-muqaddasatu. El problema, pues, y sólo en el ámbito
conceptual es muy complejo al referirse a la realidad islámica respecto de la guerra. No obstante,
debemos aceptar el hecho de que la palabra jihad ha sido la que ha gozado de mayor recepción
en el público -erudito o no- para describir lo que denominamos una “guerra santa” musulmana.

Usando la palabra jihad (menor), entonces, en un sentido restringido -y aceptando que podría ser
inexacto- como sinónimo de “guerra santa”, ya se puede afirmar que, efectivamente, se justificaría
asimilar uno y otro término por cuanto también se incorpora en el islam la noción de martirio, de
recompensa celeste.

En fin, impulsados por el celo religioso, los musulmanes se lanzaron a la conquista y conversión
del mundo, cayendo bajo su poder, en un breve lapso de tiempo, Egipto, Siria, Palestina, norte de
Africa, de modo que a mediados del siglo VIII su civilización abarcaba desde el norte de la India
hasta la Península Ibérica. Después de la conquista de La Meca, y hasta 732, fueron un poderío
casi imbatible.

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