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Comisión Teológica Internacional

CUESTIONES
SELECTAS DE
CRISTOLOGÍA (1979)

Cuatro proposiciones y sus


comentarios

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1. Introducción, por Mons. Ph. Delhaye
Desde hace varios años algunos miembros de la Comisión
teológica internacional deseaban dirigir sus trabajos al campo
de la Cristología, dialogar sobre ellos, y en cuanto las
circunstancias lo permitieran, coordinarlos. No pretendían,
ciertamente, redactar una síntesis completa, pero sí al menos
prepararla por medio del estudio de cuestiones selectas,
considerando su actualidad y dificultades. Era evidente que
no se podía evitar el recurso a métodos de diverso tipo. El
relator debía ponerse en el campo histórico-crítico, para
examinar las cuestiones suscitadas por la escuela de ese
nombre. El exegeta, el historiador y el dogmático conducían
sus estudios en los propios campos de la teología, es decir, de
la fe que busca entender. Otros, finalmente, escuchando las
objeciones y dificultades propuestas actualmente con mucha
frecuencia, intentaban mostrar cómo el dogma cristológico se
puede presentar en una perspectiva moderna, sin perjuicio
alguno de su significación original.
El eminentísimo señor cardenal Franjo Šeper, presidente
de la Comisión, reunió en una subcomisión a los miembros
que debían realizar este trabajo: los profesores H.U. von
Balthasar, R. Cantalamessa, Y. Congar, E. Dhanis, O.
González de Cardedal, M.J. Le Guillou, K. Lehmann, G.

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Martelet, J. Ratzinger, H. Schürmann, O. Semmelroth y J.
Walgrave. Durante el transcurso del trabajo preparatorio
fallecieron dos de los miembros, los reverendos padres Dhanis
y Semmelroth. Descansen en paz. Séame permitido expresar
nuestro piadoso recuerdo y alabanza a estos amigos nuestros
difuntos, por su incansable celo hasta el extremo de sus
fuerzas. La presidencia de la subcomisión estuvo
encomendada en un primer tiempo al profesor Ratzinger (el
cual fue nombrado cardenal arzobispo de Munich y Freising);
luego al padre Semmelroth y, finalmente, al profesor
Lehmann, quien ya más de una vez, en años anteriores, había
asumido esta responsabilidad en el seno de la Comisión.
Por varios capítulos difiere la vasta documentación
preparatoria, que consta de cerca de diez Relaciones, de las
conclusiones de una semana (del 21 al 27 de octubre de 1979),
deducidas de un diálogo vívido aunque fraternal. Aparecen
nuevas cuestiones y también nuevas y mejores expresiones.
Aquí se publican solamente las conclusiones de los
trabajos de la Comisión teológica internacional que fueron
aprobadas como tales, en forma específica, por la mayor parte
de los miembros de la Comisión. La Comisión publica, pues,
esta relación conclusiva como su posición colectiva.

Roma, 20 de octubre de 1980.

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***

2. Texto de las Conclusiones aprobadas «in forma


specifica» por la Comisión teológica internacional

Introducción.

En nuestros días el problema de Jesucristo se ha


planteado con renovada agudeza, tanto en el plano de la
piedad como en el de la teología. El estudio de la Sagrada
Escritura y las investigaciones históricas sobre los grandes
concilios cristológicos han aportado numerosos elementos
nuevos. Los hombres y mujeres de hoy plantean, con renovada
insistencia, las preguntas de otrora: «¿Quién es, pues, este
hombre?...» (cf. Lc 7, 49). «¿De dónde le vienen estos dones?
¿Qué sabiduría es ésta, que le ha sido concedida? ¿Qué
significan los milagros que realizan sus manos?» (Mc 6, 2). Es
claro que no basta, para ciertos ambientes, una respuesta que
se quede a nivel del estudio general de la ciencia de las
religiones.
Durante el curso de estos recientes trabajos se han
manifestado aperturas interesantes, pero han aparecido
también tensiones, no sólo entre los especialistas de la

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teología, sino también entre algunos de ellos y el Magisterio de
la Iglesia.
Esta situación impulsó a la Comisión teológica
internacional a tomar parte en este vasto intercambio de ideas,
y espera poder aportar algunas precisiones oportunas. Como
se verá, la Comisión teológica internacional no ha concebido
el ambicioso proyecto de exponer íntegramente la Cristología,
sino que ha creído más urgente volcar su atención sobre
algunos puntos que son de especial importancia, o cuya
dificultad ha sido puesta de relieve por las discusiones
actuales.

I. Cómo acceder al conocimiento de la Persona y de la


obra de Jesucristo.

A) Las investigaciones históricas.

1. Jesucristo, que es el objeto de la fe de la Iglesia, no es ni


un mito ni una idea abstracta cualquiera. Es un hombre que
vivió en un contexto concreto y que murió después de haber
llevado su propia existencia dentro de la evolución de la
historia. La investigación histórica sobre él es, pues, una
exigencia de la fe cristiana. Esta investigación no carece de

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dificultades, como lo demuestran los avatares que ella ha
conocido en el transcurso del tiempo.

1.1. El Nuevo Testamento no tiene por finalidad la de


presentar una información puramente histórica sobre Jesús.
Pretende, ante todo, transmitir el testimonio de la fe eclesial
sobre Jesús y presentarlo en su plena significación de «Cristo»
(Mesías) y «Señor» (Kyrios, Dios). Este testimonio es expresión
de la fe y busca, a la vez, suscitar la fe. No puede, pues,
componerse una «biografía» de Jesús, en el sentido moderno
de la expresión, entendiéndose por tal un relato preciso y
detallado, cosa que sucede igualmente con numerosos
personajes de la antigüedad y de la Edad Media. Sin embargo,
no deberían sacarse de esto conclusiones de un exagerado
pesimismo acerca de la posibilidad de conocer la vida histórica
de Jesús, como bien lo demuestra la exégesis actual.

1.2. Durante los últimos siglos, la investigación histórica


sobre Jesús ha sido dirigida más de una vez contra el dogma
cristológico. Esta actitud antidogmática no es en sí misma, sin
embargo, un postulado necesario del buen uso del método
histórico-crítico. Dentro de los límites de la investigación
exegética es ciertamente legítimo reconstruir una imagen
puramente histórica de Jesús o bien —para decirlo en forma

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más realista— poner en evidencia y verificar los hechos que se
refieren a la existencia histórica de Jesús.
Algunos, por el contrario, han querido presentar imágenes
de Jesús eliminando los testimonios de las comunidades
primitivas, testimonios de los cuales proceden los evangelios.
Creían, de este modo, adoptar una visión histórica completa y
estricta. Pero dichos investigadores se basan, explícita o
implícitamente, en prejuicios filosóficos, más o menos
extendidos, acerca de lo que en la actualidad se espera del
hombre ideal. Otros se dejan llevar por sospechas psicológicas
con respecto a la conciencia de Jesús.

1.3. Las cristologías actuales deben evitar caer en tales


errores, si es que quieren ser valederas. El peligro es
particularmente grande para las así llamadas «cristologías
desde abajo», en la medida en que pretenden apoyarse en
investigaciones puramente históricas. Es ciertamente legítimo
tener en cuenta las investigaciones exegéticas más recientes,
pero es preciso velar del mismo modo a fin de no volver a caer
en los prejuicios de los que hemos hablado anteriormente.

B) La unidad entre el Jesús terrenal y el Cristo


glorificado.

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2. Las investigaciones científicas sobre el Jesús de la historia
tienen, ciertamente, un gran valor. Esto es particularmente
verdadero para la teología fundamental, así como para los
contactos con los no-creyentes. Pero un conocimiento
verdaderamente cristiano de Jesús no puede encerrarse
dentro de estas perspectivas limitadas. No se accede
plenamente a la persona y a la obra de Jesús si no se evita
disociar el Jesús de la historia del Cristo tal como ha sido
objeto de la predicación. Un conocimiento pleno de Jesucristo
no puede obtenerse a menos de tenerse en cuenta la fe viva de
la comunidad cristiana que sostiene esta visión de los hechos.
Esto vale tanto para el conocimiento histórico de Jesús y para
la génesis del Nuevo Testamento, como para la reflexión
cristológica de hoy.

2.1. Los textos del Nuevo Testamento tienen como finalidad el


conocimiento cada vez más profundo de la fe, y su aceptación.
No consideran, pues, a Jesucristo en la perspectiva del género
literario de la pura historia o de la biografía en un marco, por
así decirlo, retrospectivo. La significación universal y
escatológica del mensaje y de la persona de Jesucristo exige
que se sobrepasen tanto la pura evocación histórica, como las
evocaciones puramente funcionales. La noción moderna de la
historia, avanzada por algunos como en oposición con la fe, y

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considerada como desnuda presentación objetiva de una
realidad pasada, difiere, por lo demás, de la historia tal como
la concebían los antiguos.

2.2. La identidad sustancial y radical de Jesús en su realidad


terrenal con el Cristo glorioso, pertenece a la esencia misma
del mensaje evangélico. Una investigación cristológica que
pretendiera limitarse al solo «Jesús de la historia», sería
incompatible con la esencia y la estructura del Nuevo
Testamento, incluso antes de ser objeto de rechazo por parte
de una autoridad religiosa magisterial.

2.3. La teología sólo puede captar el sentido y el alcance de la


resurrección de Jesús a la luz del acontecimiento de su
muerte. Del mismo modo, ella no puede comprender el sentido
de esa muerte, sino a la luz de la vida de Jesús, de su acción
y de su mensaje. La totalidad y la unidad del acontecimiento
de la salvación, que es Jesucristo, implican su vida, su muerte
y su resurrección.

2.4. La síntesis original y primitiva del Jesús terrenal y del


Cristo resucitado, se encuentra en diversas fórmulas de
«confesión de fe» y de «homologías» que hacen hincapié al
mismo tiempo y con especial insistencia en su muerte y en su

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resurrección. Con Rom 1, 3ss, citemos, entre otros, el texto de
1 Cor 15, 3-4: «Os he transmitido en primer lugar lo que yo
mismo he recibido: que Cristo ha muerto por nuestros pecados,
según los Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer
día, según las Escrituras». Estos textos establecen una
conexión auténtica entre una historia individual y la
significación por siempre duradera de Jesús. Presentan en un
nudo la «historia de la esencia» de Jesucristo. Esta síntesis
constituye ejemplo y modelo para toda auténtica cristología.

2.5. Esta síntesis cristológica no supone solamente la


confesión de fe de la comunidad cristiana como elemento de la
historia, sino que muestra también que la Iglesia, presente en
las diversas épocas, permanece siendo el lugar en que se da el
verdadero conocimiento de la persona y de la obra de
Jesucristo. Sin la mediación de la ayuda de la fe eclesial, el
conocimiento de Cristo no es más posible hoy que en la época
del Nuevo Testamento. No hay «palanca de Arquímedes» fuera
del contexto eclesial, aunque ontológicamente Nuestro Señor
conserve siempre la prioridad y primacía sobre la Iglesia.

2.6. Hoy en día es fructífero y necesario, en el campo de la


teología dogmática, un retorno hacia el Jesús terrenal, dentro
del marco más amplio que queda indicado. Es sumamente

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importante poner en evidencia las innumerables riquezas de
la humanidad de Jesucristo, y más de lo que lo hicieron las
cristologías del pasado. Jesucristo ilustra e ilumina en el más
alto grado la dimensión última y la esencia concreta del
hombre, como lo dice el Papa Juan Pablo II en su primera
Encíclica1. Puestas en esta perspectiva, la fraternidad y la
solidaridad de Jesús con nosotros, no ensombrecen en modo
alguno su divinidad. Como se verá más adelante, el dogma
cristológico, tomado en su sentido auténtico, prohíbe toda
falsa oposición entre la humanidad y la divinidad de Jesús.

2.7. El Espíritu Santo, que ha revelado a Jesús como Cristo,


comunica a los fieles la vida mismo del Dios trinitario. Suscita
y vivifica la fe en Jesús como Hijo de Dios exaltado en la gloria
y presente, a la vez, en la historia humana.
Ésta es la fe católica. Ésta es también la fe de todos los
cristianos, en la medida en que, además del Nuevo
Testamento, conservan fielmente los dogmas cristológicos de
los Padres de la Iglesia, los predican, los enseñan y dan
testimonio de ellos con la autenticidad de sus vidas.

II. La fe cristológica de los primeros concilios.

1
Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 8: AAS 71 (1979) 270-272; ibid., 10: AAS 71 (1979) 274-
275).

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A) Del Nuevo Testamento al concilio de Nicea.

1. Los teólogos que hoy en día ponen en duda la divinidad de


Cristo recurren a menudo a la siguiente argumentación: tal
dogma no puede provenir de la revelación bíblica auténtica; su
origen está en el helenismo. Pero las investigaciones históricas
más rigurosas demuestran, al contrario, que la manera de
pensar de los griegos es totalmente extraña a este dogma y que
lo rechaza con todas sus fuerzas. El helenismo opuso a la fe
de los cristianos, que proclamaban la divinidad de Cristo, su
dogma de la trascendencia divina, dogma que el helenismo
consideraba inconciliable con la contingencia y la existencia
en la historia humana de Jesús de Nazaret. Para los filósofos
griegos era particularmente difícil aceptar la idea de una
encarnación divina. Los platónicos la tenían por impensable
en virtud de su doctrina sobre la divinidad; los estoicos, por
su parte, no podían hacerla coincidir con lo que ellos
enseñaban sobre el cosmos.

2. Para responder a estas dificultades, varios teólogos


cristianos han tomado en préstamo del helenismo, en forma
más o menos ostensible, la idea de un «dios secundario»
(δεύτερος θεός), o intermediario, e incluso la de un demiurgo.

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Esto era, obviamente, abrir las puertas al peligro del
subordinacionismo, peligro latente en ciertos apologetas y en
Orígenes. Arrio hizo de él una herejía formal al enseñar que el
Hijo ocupa un lugar intermedio entre el Padre y las creaturas.
La herejía arriana muestra bien cómo se presentaría el dogma
de la divinidad de Cristo si él tuviera su origen en el helenismo
filosófico y no en la Revelación divina. En el concilio de Nicea,
el año 325, la Iglesia definió que el Hijo es consubstancial
(όμοούσιος) con el Padre, rechazando así el compromiso
arriano con el helenismo, y modificando profundamente, al
mismo tiempo, el esquema metafísico griego, sobre todo el de
los platónicos y neoplatónicos. En efecto, la Iglesia desmitificó
en cierto modo al helenismo, y realizó una κάθαρσις
(purificación) de él, reconociendo solamente dos modos de ser:
el del ser increado (no-hecho) y el del ser creado, puesto que
rechazó la idea de un ser intermedio.
El término όμοούσιος, utilizado por el concilio de Nicea, es,
ciertamente, filosófico y no bíblico. Sin embargo, la intención
última de los padres del concilio fue solamente, y ello consta,
expresar el sentido auténtico de las afirmaciones del Nuevo
Testamento sobre Cristo, en forma unívoca y sin ambigüedad
alguna.
Al definir de este modo la divinidad de Cristo, la Iglesia se
apoyó también sobre la experiencia de la salvación y sobre la

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divinización del hombre en Cristo. Por otra parte, la definición
dogmática determinó y subrayó la experiencia de la salvación.
Se puede, pues, reconocer una interacción profunda entre la
experiencia vital y el proceso de clarificación teológica.

3. Las reflexiones teológicas de los Padres de la Iglesia no


permanecieron extrañas al problema particular de la
preexistencia divina de Cristo. Hay que recordar
especialmente a Hipólito de Roma, a Marcelo de Ancira y a
Fotino. Sus ensayos tenían por objeto presentar la
preexistencia de Cristo no en el plano de la realidad ontológica,
sino solamente a nivel de la intencionalidad. Cristo habría
preexistido en la medida en que había sido previsto (κατά
πρόγνωσιν).
La Iglesia católica ha considerado insuficientes estas
presentaciones de la preexistencia de Cristo, y las condenó,
expresando así su propia fe en una preexistencia ontológica de
Cristo. La Iglesia se fundaba en la generación eterna del Verbo
a partir del Padre. Se refería también a lo que el Nuevo
Testamento afirma tan netamente sobre el papel activo del
Verbo en la creación del mundo. Esto es lógico, pues aquel que
todavía no existe, o quien existe sólo en la intencionalidad, no
puede ejercer una acción real.

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B) El concilio de Calcedonia.

4. El conjunto de la teología cristológica patrística se ocupa


de la identidad metafísica y salvífica de Cristo, y desea
responder a estas preguntas. «¿Qué es Jesús?», «¿Quién es
Jesús?» y «¿Cómo nos salva Jesús?». Esa teología puede ser
considerada como una comprensión progresiva y como una
formulación teológica dinámica del misterio de la perfecta
trascendencia y de la inmanencia de Dios en Cristo, Esta
búsqueda de sentido está, en efecto, condicionada por la
convergencia de ambos datos. Por una parte, la fe del Antiguo
Testamento proclama una absoluta trascendencia de Dios. Por
otra parte, existe «el acontecimiento Jesucristo», el que es
considerado como una intervención personal y escatológica de
Dios mismo en el mundo. Se trata de una inmanencia
superior, de calidad totalmente diversa que aquella de la
habitación del Espíritu de Dios en los profetas. No se puede
transigir en la afirmación de la trascendencia, la que es
postulada por la afirmación de la plena y auténtica divinidad
de Cristo, y que es necesaria para sobrepasar las cristologías
que se denominan «reductoras»: el ebionismo, el adopcionismo
y el arrianismo. Permite también refutar la tesis de inspiración
monofisita sobre la mezcla de Dios y del hombre en Jesús,
tesis que desemboca en la abolición de la inmutabilidad e

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impasibilidad de Dios. Por otra parte, la idea de la inmanencia,
que está ligada a la fe en la encarnación del Verbo, permite
afirmar la real y auténtica humanidad de Cristo, contra el
docetismo de los gnósticos.

5. Durante el curso de las controversias entre la escuela de


Antioquía y la de Alejandría, no se veía cómo conciliar la
trascendencia, es decir, la distinción entre las naturalezas,
con la inmanencia, es decir, la unión hipostática. El concilio
de Calcedonia, celebrado el año 4512, quiso mostrar que una
síntesis de ambos puntos de vista era posible, recurriendo al
mismo tiempo a dos expresiones: «sin confusión» (άσυγχύτως),
«sin división» (άδιαιρέτως); se puede ver en ellas el equivalente
apofático de la fórmula que afirma «las dos naturalezas y la
única hipóstasis» de Cristo.
«Sin confusión» se refiere evidentemente a las dos
naturalezas y afirma la humanidad auténtica de Cristo. La
fórmula atestigua, al mismo tiempo, la trascendencia de Dios
según el deseo de los antiarrianos, puesto que se afirma que
Dios permanece Dios, en tanto que el hombre permanece
hombre. Esta fórmula excluye cualquier estado intermediario
entre la divinidad y la humanidad. «Sin división» proclama la

2
Definición sobre las dos naturalezas en Cristo: DS 301-302.

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unión profundísima e irreversible entre Dios y el hombre Jesús
en la persona del Verbo, y se afirma también la plena
inmanencia de Dios en el mundo, inmanencia que es el
fundamento de la salvación cristiana y de la divinización del
hombre.
Por medio de estas afirmaciones, los padres de Calcedonia
alcanzaron un nuevo nivel en la percepción de la
trascendencia, la cual no es sólo «teológica», sino «cristológica».
Ya no se trata de afirmar solamente la infinita trascendencia
de Dios frente al hombre; se trata, ahora, de la infinita
trascendencia de Cristo, Dios y hombre, con respecto a la
universalidad de los hombres y de la historia. Según los padres
conciliares, el carácter absoluto y universal de la fe cristiana
reside en este segundo aspecto de la trascendencia, que es al
mismo tiempo escatológica y ontológica.

6. ¿Qué representa, pues, el concilio de Calcedonia en la


historia de la cristología? La definición dogmática de
Calcedonia no pretende dar una respuesta exhaustiva a la
pregunta: «¿Cómo pueden coexistir Dios y el hombre en Cristo?».
En eso consiste el misterio de la encarnación. Ninguna
definición puede agotar sus riquezas por medio de fórmulas
afirmativas. Conviene, más bien, proceder por la vía de la
negación, y trazar un espacio del cual no es lícito alejarse. En

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el interior de este espacio de verdad, el concilio ha situado «lo
uno» y «lo otro» que parecieran excluirse: la trascendencia y la
inmanencia, Dios y el hombre. Ambos aspectos deben
afirmarse sin restricción, pero excluyéndose todo lo que sea
yuxtaposición o mezcla. Así, la trascendencia y la inmanencia
están perfectamente unidas en Cristo.
Si se consideran las categorías mentales y los métodos
utilizados, se puede pensar en una cierta «helenización» de la
fe del Nuevo Testamento. Pero, por otra parte y bajo otro
aspecto, la definición de Calcedonia transciende radicalmente
el pensamiento griego. En efecto, ella hace coexistir dos puntos
de vista que la filosofía griega había considerado siempre como
inconciliables: la trascendencia divina, que constituye el alma
misma del sistema de los platónicos, y la inmanencia divina,
que es la médula de la teoría estoica.

C) III Concilio de Constantinopla.

7. Si se quiere establecer una doctrina cristológica correcta


es preciso no limitarse a tomar en cuenta la evolución de las
ideas que desembocaron en el Concilio de Calcedonia, sino que
es necesario prestar también atención a los últimos concilios

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cristológicos, y especialmente al III concilio de Constantinopla
(año 681)3.
Mediante la definición de este concilio, la Iglesia demostró
que podía iluminar el problema cristológico mejor todavía de
lo que lo había hecho en el Concilio de Calcedonia. La Iglesia
se mostraba dispuesta, de este modo, a examinar nuevamente
las cuestiones cristológicas, en razón de las nuevas
dificultades que aparecían. Quería profundizar más aún el
conocimiento que había adquirido a través de lo que se dice de
Jesucristo en la Sagrada Escritura.
El concilio celebrado en Letrán el año 6494, había
condenado el monotelismo y había preparado, de ese modo, el
Concilio Ecuménico III de Constantinopla. En efecto, el año
649 la Iglesia —gracias en buena parte a San Máximo, el
Confesor— había puesto en evidencia la parte esencial que
tuvo la libertad humana de Cristo en la obra de nuestra
salvación, y subrayaba así, por el mismo hecho, la relación que
había existido entre esa libre voluntad humana y la hipóstasis
del Verbo. En este concilio, en efecto, la Iglesia declara que
nuestra salvación fue querida humanamente por una persona
divina. Interpretado así, a la luz del Concilio de Letrán, la
definición de Constantinopla III hunde sus raíces profundas

3
Definición sobre las voluntades y operaciones en Cristo: DS 556-558.
4
Condenación de los errores sobre la Trinidad y sobre Cristo: DS 502-516.

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en la doctrina de los padres y en el Concilio de Calcedonia.
Pero, por otra parte, nos ayuda, en forma muy especial, a
responder a las exigencias de nuestro tiempo en materia de
cristología, exigencias que tienden efectivamente a mostrar
mejor el papel que la humanidad de Cristo y los diversos
«misterios» de su vida terrenal —como el bautismo, las
tentaciones y la «agonía» de Getsemaní— tuvieron en la
salvación de los hombres.

III. El sentido actual del dogma cristológico.

A) Cristología y antropología en las perspectivas de la


cultura moderna.

1. La cristología debe asumir e integrar, en cierto sentido, la


visión que el hombre de hoy adquiere sobre sí mismo y sobre
la historia, en la relectura que la Iglesia procura al creyente.
Se pueden corregir, de este modo, los defectos que provienen,
en cristología, de un uso demasiado estricto de lo que se llama
«naturaleza». Se puede referir también al Cristo recapitulador
(Ef 1, 10) lo que la cultura de hoy aporta legítimamente a una
percepción más nítida de la condición humana.

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2. Esta confrontación de la cristología con la cultura actual
contribuye al nuevo y más profundo conocimiento que el
hombre adquiere de sí mismo hoy día. Pero, por otra parte, el
hombre la verifica y la pone a prueba y la somete a su propio
criterio cuando esto es necesario, por ejemplo, en los campos
de la política y de la religión, lo que vale sobre todo para esta
última. En efecto, la religión o bien es negada y totalmente
rechazada por el ateísmo, o bien es interpretada como un
medio para llegar a las profundidades últimas de la
universalidad de las cosas, excluyendo explícitamente un Dios
trascendente y personal. A partir de ahí, la religión corre el
riesgo de aparecer como una pura «alienación» de la
humanidad, mientras que Cristo pierde su identidad y su
unicidad. En ambos casos se llega, lógicamente, a estos
resultados: se esfuma la dignidad de la condición humana, y
Cristo pierde su primacía y su grandeza. El remedio a tal
situación no puede venir sino de uno renovación de la
antropología a la luz del misterio de Cristo.

3. La doctrina paulina de los dos Adán (ver 1 Cor 15, 21ss;


Rom 5, 12-19) será el principio cristológico que conducirá e
iluminará la confrontación con la cultura humana, y será
también el criterio para juzgar las investigaciones actuales en
el campo de la antropología. Gracias a este paralelismo, Cristo,

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que es el segundo y último Adán, no puede ser comprendido
sin tener en cuenta al primer Adán, es decir, nuestra condición
humana. El primer Adán, por su parte, sólo es percibido en su
verdadera y plena humanidad a condición de que se abra a
Cristo que nos salva y nos diviniza por su vida, su muerte y su
resurrección.

B) El auténtico sentido de las dificultades actuales.

4. Muchos de nuestros contemporáneos encuentran


dificultades cuando se les presenta el dogma del Concilio de
Calcedonia. Palabras como «naturaleza» y «persona», utilizados
por los padres conciliares, tienen ciertamente todavía el mismo
sentido en el lenguaje corriente, pero las realidades que
significan son designadas por conceptos muy diferentes en los
diversos vocabularios filosóficos. Para muchos la expresión
«naturaleza humana» no significa ya una esencia común e
inmutable, sino que alude a un esquema o a un resumen de
los fenómenos que de hecho se encuentran en los hombres en
la mayoría de los casos. Muy a menudo la noción de persona
se define en términos psicológicos, prescindiendo de su
aspecto ontológico.
Son numerosos quienes, hoy en día, formulan dificultades
mayores aún cuando se trata de los aspectos soteriológicos de

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los dogmas cristológicos. Rechazan toda idea de salvación que
implique una heteronomía con respecto al proyecto de vida.
Critican lo que estiman ser la característica puramente
individual de la salvación cristiana. La promesa de una
bienaventuranza futura les parece una utopía que aparta a los
hombres de sus verdaderos deberes, que son, a su juicio,
únicamente terrenales. Preguntan de qué han debido ser
rescatados los hombres, y a quién habría sido preciso pagar el
precio de la salvación. Se indignan ante la idea de que Dios
haya podido exigir la sangre de un inocente, y ven en esta
concepción una sospecha de sadismo. Argumentan contra lo
que se ha llamado la «satisfacción vicaria» (es decir, por un
mediador), diciendo que tal satisfacción es moralmente
imposible: cada conciencia es autónoma —es su argumento—
y ella no puede ser liberada por otro. En fin, algunos de
nuestros contemporáneos se quejan de no encontrar en la vida
de la Iglesia y de los fieles la expresión viviente del misterio de
liberación que proclaman.

C) Significación permanente de la fe cristológica en sus


orientaciones y contenido.

5. A pesar de todas estas dificultades, la enseñanza


cristológica de la Iglesia, y en forma muy especial el dogma

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definido en el Concilio de Calcedonia, conservan su valor
definitivo. Está permitido y es tal vez oportuno tratar de
profundizar en ella, pero no es lícito rechazarla. A nivel
histórico, es falso decir que los padres conciliares de
Calcedonia han inclinado el dogma cristiano en el sentido de
los conceptos helenísticos. Las dificultades actuales, que
hemos recordado, muestran, por otra parte, que algunos de
nuestros contemporáneos padecen de una profunda
ignorancia en lo que se refiere al sentido auténtico del dogma
cristológico, y tampoco tienen siempre una visión correcta
acerca de la verdad de Dios creador del mundo visible e
invisible.
Para llegar a la fe en Cristo y en la salvación que él nos
trae, es preciso admitir un cierto número de verdades que la
explican. Dios vivo es amor (1 Jn 4, 8), y por amor creó todas
las cosas. Este Dios vivo —Padre, Verbo, Espíritu
santificador— creó al hombre a su imagen en el comienzo del
tiempo, y le dio la dignidad de persona dotada de razón en
medio del cosmos. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el
Dios trinitario completó su obra en Jesucristo,
constituyéndolo como mediador de la paz y de la alianza que
ofrecía al mundo entero, para todos los hombres y para todos
los siglos. Jesucristo es el hombre perfecto. En efecto, él vive
totalmente de y para Dios Padre. Al mismo tiempo, vive

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totalmente con los hombres y para su salvación, es decir, para
su realización plena, por lo que es el ejemplo y el sacramento
de la nueva humanidad.
La vida de Cristo nos proporciona una nueva comprensión
tanto de Dios como del hombre. Del mismo modo que «el Dios
de los cristianos» es nuevo y específico, así también «el hombre
de los cristianos» es nuevo y original con respecto a todas las
demás concepciones acerca del hombre. La condescendencia
de Dios (Tit 3, 4) y, si se puede emplear el término, su
«humildad» lo hace solidario de los hombres por medio de la
Encarnación, obra de amor. Así se hace posible un hombre
nuevo que encuentra su gloria en el servicio y no en la
dominación.
La existencia de Cristo es para los hombres (pro-
existencia); para ellos tomó forma de siervo (cf. Flp 2, 7); para
ellos muere y resucita de entre los muertos a la verdadera vida
(cf. Rom 4, 24). La vida de Cristo, orientado hacia los demás,
nos hace ver que la verdadera autonomía del hombre no
consiste ni en una superioridad ni en una oposición. Por el
espíritu de superioridad (supra-existencia) el hombre trata de
imponerse y dominar a los otros. En la oposición (contra-
existencia) trata a los hombres con injusticia y se esfuerza por
manipularlos.

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En un primer momento, la concepción de la vida humana
que se deduce de la de Cristo no puede sino chocar. Y por eso
es por lo que reclama una conversión total del hombre, no sólo
en sus principios, sino en toda su continuidad y, por la
perseverancia, hasta el fin. Tal conversión sólo puede nacer de
la libertad que ha sido remodelada por el amor.

D) Necesidad de actualizar la doctrina y la predicación


cristológica.

6. Durante el curso de la historia y en medio de la variedad


de las culturas, las enseñanzas de los Concilios de Calcedonia
y III de Constantinopla deben ser siempre reactualizadas en la
conciencia y en la predicación de la Iglesia, bajo la guía del
Espíritu Santo. Esta necesaria actualización se impone tanto
a los teólogos como a la solicitud apostólica de los pastores y
de los fieles.

6.1. La tarea de los teólogos es, ante todo, construir una


síntesis que subraye todos los aspectos y todos los valores del
misterio de Cristo. Deberán asumir en dicha síntesis los
resultados auténticos de la exégesis bíblica y de las
investigaciones sobre la historia de la salvación. Tendrán
también en cuenta la manera como las religiones de los

26
diversos pueblos muestran la inquietud por la salvación y
cómo los hombres en general hacen esfuerzos para obtener
una auténtica liberación. Y serán igualmente atentos a las
enseñanzas de los santos y de los doctores de la Iglesia.
Una síntesis semejante no puede sino enriquecer la
fórmula de Calcedonia por medio de perspectivas más
soteriológicas que den todo su sentido a la fórmula: Cristo ha
muerto por nosotros.
Los teólogos prestarán también la mayor atención a los
problemas que permanecen siendo difíciles, entre los cuales
pueden citarse los de la conciencia y la ciencia de Cristo, el
modo de concebir el valor absoluto y universal de la Redención
realizada por Cristo en favor de todos y de una vez por todas.

6.2. Vengamos al conjunto de la Iglesia, que es el pueblo


mesiánico de Dios. A esta Iglesia incumbe la tarea de hacer
participar a todos los hombres y a todos los pueblos en el
misterio de Cristo. Ciertamente, este misterio es el mismo para
todos; pero debe ser, sin embargo, presentado de tal modo que
cada cual pueda asimilarlo y celebrarlo en su propia vida y en
su propia cultura, lo que es tanto más urgente cuanto que la
Iglesia de hoy toma más y más conciencia acerca de la
originalidad y valor de las diversas culturas. En ellas, en
efecto, los pueblos expresan su propio sentido de la vida con

27
símbolos, gestos, nociones y lenguajes específicos, lo que
entraña ciertas consecuencias. El misterio fue revelado a los
santos varones que Dios escogió, y ha sido creído, profesado y
celebrado por los cristianos, lo que constituye un hecho no
repetible en la historia. Pero este misterio se abre a nuevas
expresiones que deben descubrirse. De este modo, en cada
pueblo y época, los discípulos darán su fe a Cristo el Señor y
se incorporarán a él.
El Cuerpo Místico de Cristo está formado por una gran
diversidad de miembros, y les da la misma paz en la unidad
sin menospreciar por ello sus rasgos particulares. El Espíritu
«mantiene todo en la unidad y conoce toda palabra» 5. De este
Espíritu todos los pueblos y todos los hombres han recibido
sus propias riquezas y carismas. Por ellos se ha enriquecido la
familia universal de Dios, puesto que, con una misma voz y
con un mismo corazón, y también en sus diversas lenguas, los
hijos de Dios invocan a su Padre de los cielos por Cristo Jesús.

IV. Cristología y soteriología.

A) «Por nuestra salvación».

5
Domingo de Pentecostés, Misa del día, Antífona de entrada: Missale Romanum, editio typica (Typis
Polyglottis Vaticanis, 1970) 313, según Sab 1,7.

28
1. Dios Padre «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó
por todos nosotros» (Rom 8, 32). Nuestro Señor se hizo hombre
«por nosotros y por nuestra salvación». «Tanto amó Dios al
mundo, que dio su Hijo, su unigénito para que todo hombre que
crea en Él, no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16).
Así pues, la persona de Jesucristo no puede ser separada de
la obra redentora; los beneficios de la salvación no son
separables de la divinidad de Jesucristo. Sólo el Hijo de Dios
puede realizar una auténtica redención del pecado del mundo,
de la muerte eterna y de la servidumbre de la ley, según la
voluntad del Padre y con la cooperación del Espíritu Santo.
Ciertas especulaciones teológicas no han conservado
suficientemente el vínculo íntimo entre la cristología y la
soteriología. Hoy día sigue siendo necesario investigar el modo
de expresar mejor la reciprocidad mutua que liga estos dos
aspectos del acontecimiento de la salvación, en sí mismo
único.
En este estudio queremos considerar solamente dos
problemas. Una primera investigación es de índole histórica y
se sitúa en el nivel del período de la existencia terrenal de
Jesús. Su centro es la pregunta: «¿Qué pensó Jesús de su
muerte?». A causa del valor que queremos dar a la respuesta,
el problema debe ser considerado al nivel de la investigación
histórica y de todas sus exigencias críticas (ver nº 2). Pero,

29
como es evidente, esa respuesta debe ser completada por la
visión pascual de la redención (nº 3). Una vez más, y es preciso
repetirlo, la Comisión Teológica Internacional no pretende ni
exponer, ni explicar una cristología completa. Deja de lado,
precisamente, el problema de la conciencia humana de Cristo.
Trata solamente de exponer aquí el fundamento del misterio
de Cristo, tanto según la vida terrenal de Cristo, como según
su Resurrección.
Una segunda investigación se situará a otro nivel (nº 4), y
mostrará cómo la multiplicidad de la terminología
neotestamentaria acerca de la obra de la redención, es rica en
enseñanzas sobre la soteriología. Se tratará de sistematizarlas
y de percibir todo su sentido teológico. Y se someterá,
naturalmente, esta investigación, a la confrontación con los
textos mismos de la Sagrada Escritura.

B) Jesús se orientó durante su existencia terrenal hacia


la salvación de los hombres.

2.1. Jesús tuvo perfecta conciencia, en sus palabras y


acciones, y en su existencia y su persona, de que el reino y el
reinado de Dios eran al mismo tiempo una realización
presente, una esperanza y una aproximación (cf. Lc 10, 23ss;
11, 20). No sólo se presentó como el Salvador escatológico, sino

30
que también explicó su misión en forma directa, si bien lo más
frecuentemente implícita. Traía la salvación escatológica,
puesto que llegaba después del último de los profetas, Juan
Bautista. Hacía presente a Dios y su reinado, y conducía a su
cumplimiento el tiempo de la promesa (Lc 16, 16; cf. Mc 1,
l5a).

2.2. Si Cristo hubiera desesperado de Dios y de su propia


misión, su muerte no podría entenderse como el acto definitivo
de la economía de la salvación. Una muerte sufrida de modo
puramente pasivo no sería un acontecimiento de salvación
«cristológica». Su muerte debía ser, por el contrario, la
consecuencia libremente querida de la obediencia y del amor
con que Jesús se ofrecía con «activa pasividad» (cf. Gál 1, 4).
Es legítimo concluir del ideal moral de la vida de Jesús, que él
estaba dispuesto a sufrir la muerte y que realizó en sí mismo
todo lo que requería de sus discípulos (cf. Lc 14, 27; Mc 8, 34.
35; Mt 10, 29. 31).

2.3. Al morir, Jesús expresa su voluntad de servir (cf. Mc 10,


45), lo que es el resultado y la continuación de toda su vida
(cf. Lc 22, 27). Lo uno y lo otro proceden de una actitud
fundamental que tiende a vivir y a morir por Dios y por los
hombres, lo que algunos llaman «pro-existencia» (= existir para

31
los otros). En razón de esta disposición, Jesús estaba
orientado, por su «esencia» misma, a ser el salvador
escatológico que procura «nuestra» salvación (cf. 1 Cor 15,
3; Lc 22, 19. 20b), la salvación de «Israel» (Jn 11, 30) y de los
«gentiles» (Jn 11, 51ss), de «muchos» (Mc 14, 24; 10, 45), de
«todos» (2 Cor 5, 14ss; 1 Tim 2, 6), y del «mundo» (Jn 6, 51c).

2.4. Por esta actitud fundamental de «pro-existencia», es decir,


de entregarse, darse y ofrecerse (cf. infra 3.5) hasta la muerte,
Jesús se revela, en su existencia terrenal, como abierto y
lúcidamente conforme con la voluntad del Padre. La sucesión
histórica de los acontecimientos hizo esta actitud cada día más
vívida y concreta. De este modo, Jesús, mediador escatológico
de la salvación y pregonero del señorío de Dios, esperó hasta
el fin, con esperanza y confianza, el reino venidero (cf. Mc 14,
25 y paral.).
Aunque abierto a la voluntad del Padre, Jesús pudo, sin
embargo, considerar diversas preguntas. ¿Concedería el Padre
éxito a la predicación del reino, o sería un fracaso la salvación
escatológica de Israel? ¿Sería necesario recibir el «bautismo» de
la muerte (cf. Mc 10, 38ss) y beber el «cáliz» de la pasión
(cf. Mc 14, 36)? ¿Querría el Padre promover su reino, aunque
Jesús fracasara en virtud de su muerte, aunque fuera ella un

32
martirio? ¿Haría el Padre eficaz para la salvación lo que Jesús
sufriera «muriendo por los demás»?
Jesús obtenía respuestas positivas a estas preguntas,
puesto que tenía la conciencia de ser el mediador escatológico
de la salvación y el realizador del señorío de Dios. Así podía
esperarlo con confianza; y ésta hay que entenderla, de modo
que se juzgue que Jesús tenía por cierta su resurrección y
exaltación (Mc 14, 25), y estaba dispuesto, según las palabras
y acciones de la última cena (Lc 22, 19 y paral.), a sufrir la
muerte, promesa y realización de la salvación escatológica.

2.5. Pero no era necesario que Jesús concibiera y expresara


su actitud fundamental de pro-existencia o el modo de servir
proexistencialmente hasta la muerte, según las categorías y
esquemas procedentes de la tradición del culto israelita, como,
por ejemplo, la «muerte expiatoria y vicaria del mártir por los
demás» o el modo propio de la pasión del «Ebed Yahweh»
(cf. Is 53), como si Jesús las hubiera hecho personalmente
propias. En realidad, Jesús podía entender y vivir más
profundamente esos conceptos en virtud de su actitud pro-
existencial (cf. infra 3.4). Pero no es lícito, bajo ningún aspecto,
concebir la actitud pro-existencial de Jesús como algo
ambiguo; puesto que esa actitud incluye el afecto y el
conocimiento prontos en el sujeto que se entrega (cf. infra 3.3).

33
C) El Redentor escatológico.

3.1. Por la resurrección y exaltación, Dios confirmó que Jesús


es para los creyentes el Salvador definitivo, Señor y Cristo
(Hech 2, 36), el Hijo del hombre que viene como juez del
mundo (cf. Mc 14, 62), y lo manifestó estableciéndolo como
«Hijo de Dios con potestad» (Rom 1, 4). La resurrección y
exaltación de Cristo demostraron a los fieles, cada día con
mayor claridad, que su muerte en la cruz es eficaz para la
salvación de los hombres; antes de la Pascua los fieles no
pudieron expresar estas realidades en forma apropiada.

3.2. De lo dicho fluye que hay que considerar ante todo dos
cosas: a) Jesús sabía que Él era el salvador escatológico (cf.
2.1), que anunciaba el reino de Dios y lo «re-presentaba» o sea,
lo hacía presente (cf. 2.2 y 2.3); b) Por la resurrección y
exaltación de Jesús su muerte se manifestó como elemento
constitutivo de la salvación que él traía (cf. Lc 22, 20 y
paral.; 1 Cor 11, 24), mediante la realización de la «Nueva
Alianza» escatológica. De esto puede deducirse que la muerte
de Jesús es eficaz para la salvación.

34
3.3. Pero esta acción divina, por medio de la cual se realiza la
salvación a través de la obra del Salvador y su muerte y
resurrección, que lo constituyen en forma definitiva e
irrevocable como tal, apenas puede denominarse, en sentido
estricto y en el orden puramente nocional, una «sustitución
expiatoria» o una «expiación vicaria», a no ser que se consideren
la muerte y las acciones de Jesús como sostenidos por su
actitud existencial y fundamental que incluya alguna ciencia
y voluntad subjetivas (cf. supra 2.5) de sufrir a título vicario la
pena del género humano (cf. Gál 3, 13) y su «pecado» (cf. Jn 1,
29; 2 Cor 5, 21).

3.4. Jesús sólo pudo ejercer, por un don gratuito, el efecto de


tal expiación vicaria, porque aceptó «ser dado por el Padre» y
porque él mismo se entregó al Padre, que lo aceptó en la
resurrección. Éste era el ministerio «pro-existencial» que había
de cumplir en su muerte el Hijo preexistente (Gál 1, 4; 2, 20).
Por este motivo, al emplear el modo de hablar y de concebir
que presentó el misterio de la salvación bajo el aspecto de
«expiación vicaria», hay que tener presente una doble analogía.
En primer lugar, que la «ofrenda» voluntaria por el martirio y
la oblación misma del «Ebed Yahwe» (Is 53) difieren muchísimo
de la inmolación de animales, que no son más que «sombras e
imágenes» (cf. Heb 10, l). Hay que distinguir más todavía la

35
«ofrenda» (llamada así analógicamente) del Hijo eterno que «al
entrar en el mundo» vino a cumplir «la voluntad [de Dios]»
(cf. Heb 10, 7), y que se «ofreció a sí mismo, inmaculado, a Dios
por el Espíritu eterno» (Heb 9, 14). (Esta oblación se llama
apropiadamente «sacrificio», p. e., en el Concilio Tridentino6,
siempre que el término se entienda en su sentido genuino).

3.5. La muerte de Jesús fue «expiación vicaria» definitivamente


eficaz, porque en la perfecta caridad de «Cristo entregado», que
se «daba» y «entregaba» a sí mismo (cf. también Ef 5, 2. 25; cf. 1
Tim 2, 6; Tit 2, 14), se representaba en forma real y ejemplar
la acción del Padre que «daba» y «entregaba» al Hijo (Rom 4, 25;
8, 32; cf. Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9). Lo que en el uso tradicional se
llama «expiación vicaria» debe ser entendido y subrayado como
un evento trinitario.

D) La unidad y pluralidad del pensamiento soteriológico


en la Iglesia.

4. El origen y núcleo de toda la soteriología estriba en la


persuasión, nacida de las palabras y acciones del mismo
Jesús, de la Iglesia primitiva (prepaulina), de que Cristo sufrió,

6
Ses. 22ª, Cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa, canon 3: DS 1753.

36
resucitó y vivió incluso toda su existencia «por nosotros» y «por
nuestros pecados». Pueden enumerarse cinco elementos
principales: Por la donación de sí mismo (1) y tomando nuestro
lugar (2) nos libró «de la ira venidera» y del poder del maligno
(3) según la voluntad salvífica del Padre (4) para introducirnos,
por la participación en la gracia del Espíritu Santo, en la vida
trinitaria (5). La teología posterior muestra cómo son
coherentes entre sí los varios aspectos de un mismo misterio.
A los cinco aspectos enumerados por Santo Tomás: a modo de
mérito, de satisfacción, de redención, de sacrificio y de causa
eficiente, hay que agregar otros. Tanto en el Nuevo Testamento
como en las varias épocas históricas, se han subrayado unos
u otros; pero hay que reducirlos a una síntesis, dando a cada
cual su lugar y orden, como aproximaciones al misterio.

5. En la época de los Padres de la Iglesia, tanto de la oriental


como de la occidental, prevaleció la idea del «comercio» (=
intercambio) realizado entre la naturaleza divina y la humana,
por medio de la encarnación y pasión, en general; más
precisamente el estado de pecado es cambiado por el de la
filiación divina. Sin embargo, los Padres, por reverencia hacia
la eminente dignidad de Cristo, pusieron límites al concepto
de intercambio: Cristo asumió ciertamente las «pasiones»
(πάθη) de la naturaleza caída, pero en forma en cierto modo

37
exterior (σχετικως), y no se hizo «pecado» (2 Cor 5, 21), sino en
la medido en que se hizo «sacrificio por el pecado».

6. Según san Anselmo (cuya doctrina ha prevalecido hasta


nuestro siglo), el Redentor no ocupó propiamente el lugar del
pecador, sino que realizó una obra singular (por su muerte, a
la que no estaba sometido, y por el valor infinito de la unión
hipostática) que supera en la presencia del Padre el reato de
las culpas. En esta obra del Hijo se realiza el designio salvífico
de toda la Trinidad. En este sistema, la fórmula «por nosotros»
significa principalmente «en favor nuestro» y no «en lugar
nuestro».
Santo Tomás, recibiendo la sustancia de la doctrina
anselmiana y uniéndola con la teología de los Padres, insiste
en la noción de la «gracia capital», la que redunda en los
miembros en virtud de la interrelación orgánica del Cuerpo
místico.

7. Los teólogos más recientes tratan de recuperar la idea del


«comercio» (nublada en san Anselmo) por dos caminos:
a) Por el concepto de «solidaridad», el cual se entiende
diversamente: sea (en forma adecuada) como la experiencia de
la alienación de Dios en que cae el pecador y que el Hijo
asumió al padecer; sea (en forma inadecuada) como la sola

38
voluntad con la que el Hijo quería manifestar, en la vida y en
la muerte, el perdón incondicionalmente ofrecido por el Padre.
b) Por el concepto de «sustitución», por el cual Cristo
asumió realmente la condición del hombre pecador, pero no
(como muchos han dicho, sobre todo entre los protestantes)
como si Dios lo hubiera «castigado» o «condenado», sino en
cuanto Jesús habría sufrido, cargando con nuestros pecados,
la «maldición de la ley» (cf. Gál 3, 13), o sea la aversión de Dios,
la así llamada «ira» de Dios contra los pecados. En efecto, la ira
manifiesta, como contradicción, el celo del amor hacia aquella
alianza realizado con el pueblo elegido.

8. El concepto de sustitución puede justificarse tanto


exegética como dogmáticamente, y no contiene repugnancia
intrínseca, como se ha dicho por algunos. Pues la libertad
creada no es tan autónoma que no requiera siempre la ayuda
de Dios: una vez que se ha apartado de Dios, no puede volver
a él por sus propias fuerzas. Además, el hombre ha sido creado
para integrarse en Cristo y por lo mismo en la vida trinitaria,
y su alienación de Dios, aunque grande, no puede ser tan
grande como lo es la distancia entre el Padre y el Hijo en su
anonadamiento kenótico (Flp 2, 7) y en el estado en que fue
«abandonado» por el Padre (Mt 27, 46). Se trata aquí del
aspecto económico de la relación entre las divinas personas,

39
cuya distinción (en la identidad de naturaleza y del amor
infinito) es máxima.

9. La expiación objetiva del pecado y la participación gratuita


de la vida divina (que el hombre debe recibir con su propia
libertad liberada) son aspectos inseparables de la única obra
de salvación. Esta obra supone, según el testimonio de la
tradición de la Iglesia, fundado en la Escritura, para que se
realice eficazmente, la verdadera divinidad del Hijo y su plena
solidaridad con nosotros, por la total asunción de la
naturaleza humana.

10. En el contexto universal de la redención, no puede omitirse


la «cooperación especial» de la Bienaventurada Virgen María al
sacrificio de Cristo. El consentimiento de la Virgen permanece
sin cambio desde el primer momento de la encarnación y
manifiesta la supereminente fidelidad de la Antigua Alianza7.
Ni debe pasar inadvertida la íntima conexión entre la Cruz y la
Eucaristía, porque la asunción del pecado humano en la carne
de Cristo y la entrega de la propia carne a los hombres, no son
sino aspectos complementarios de un mismo acontecimiento.
En la celebración eucarística se asocia necesariamente al

7
Cf. más ampliamente Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium 61: AAS 57 (1965) 63.

40
sacrificio de Cristo la ofrenda que la Iglesia hace de sí misma,
la cual se asocia a la oblación con que el Hijo se ofrece al Padre,
y se perfecciona por el Espíritu Santo.

V. Dimensiones de la Cristología que deben recuperarse.

1. Algunos aspectos de gran importancia en la cristología


bíblica y clásica no reciben hoy día, por diversas causas, la
debida consideración. Aquí se anotarán brevemente, a modo
de corolario, dos de esos elementos, a saber, las dimensiones
pneumatológica y cósmica de la cristología. Ambos aspectos
ofrecen una visión esencial que se ilustra con nueva claridad
por medio de lo dicho hasta ahora. Por lo que se refiere a la
pneumatología, sólo se ofrecerá una consideración bíblica, que
da materia para descubrir profundísimas riquezas por medio
de ulteriores explicaciones. De la dimensión cósmica, por otra
parte, aparece la significación última de la cristología, que no
toca solamente a todas y cada una de las creaturas celestiales,
terrenales e infernales, sino también todo el mundo y su
historia (cf. Flp 2, 10). Naturalmente no es éste el lugar para
desarrollar una exposición sistemática.

A) La unción de Cristo por el Espíritu Santo.

41
2. La obra de Cristo Salvador se cumplió con la
ininterrumpida cooperación del Espíritu Santo, que cubrió con
su sombra a la Virgen María, de modo que quien nacería de
ella fuera llamado Santo e Hijo de Dios (Lc 1, 35). Luego, al ser
bautizado Jesús en el Jordán (cf. Lc 3, 22), fue ungido por el
Espíritu para cumplir su misión mesiánica (Hech 10, 38; Lc 4,
18), mientras la voz del cielo lo declara como el Hijo en quien
el Padre se complació (Mc 1, 10 y paral.). En seguida, Cristo,
conducido por el Espíritu (Lc 4, 1), inició y completó el
ministerio de Servidor expulsando los demonios con el dedo de
Dios (Lc 11, 20), y anunciando la proximidad del reino de Dios
(Mc 1, 15), que se perfecciona por el Espíritu Santo. Cristo
siguió el camino del Servidor, obedeciendo al Padre hasta la
muerte, que aceptó libremente «cooperando el Espíritu Santo»8.
Finalmente, el Padre resucitó a Jesús y colmó su humanidad
con el propio Espíritu, de tal modo que esa misma humanidad,
después de haber tomado la forma de siervo, se revistiera de
la forma del Hijo de Dios glorioso (cf. Rom 1, 3-4; Hech 13, 32-
33) y estuviera dotada de la potestad de comunicar el Espíritu
a los hombres (Hech 2, 32ss). De este modo el nuevo y
escatológico Adán es llamado, y con razón, «Espíritu vivificador»

8
Rito de la comunión, 132: Missale Romanum, editio typica (Typis Polyglottis Vaticanis, 1970) 474;
cf. Heb 9,14.

42
(1 Cor 15, 45; cf. 2 Cor 3, 17). En realidad, el Cuerpo místico
de Cristo está perpetuamente animado por su Espíritu.

B) El principado cósmico de Cristo.

3.1. En los escritos paulinos Cristo resucitado es designado


como aquel a quien el Padre «sometió todas las cosas bajo sus
pies». Este señorío, aplicado de varios modos, se lee
explícitamente en 1 Cor 15, 27; Ef 1, 22; Heb 2, 8 y expresado
con otras palabras se encuentra también en Ef 3, 10ss, Col 1,
18; Flp 3, 21.

3.2. Sea cual fuere el origen de esta expresión (Gén 1, 26,


mediante Sal 8, 7), ella pertenece en primer lugar a la
humanidad glorificada de Cristo, y no a su sola divinidad.
Pertenece, en efecto, al Hijo encarnado «tener todo bajo sus
pies», porque sólo él destruyó la potestad que tenían el pecado
y la muerte para reducir a los hombres a servidumbre. Cristo,
al superar con su resurrección la corruptibilidad que afectaba
al primer Adán, y hecho en grado supremo «cuerpo espiritual»
(1 Cor 15, 44) en su propia carne, abrió paso al reino de la
incorruptibilidad, por lo cual es el «segundo y último Adán» (1
Cor 15, 45. 49), a quien «todo está sujeto» (1 Cor 15, 27) y que
puede «también sujetar todo a sí» (Flp 3, 21).

43
3.3. Esta abolición del imperio de la muerte consiste, en
cuanto se refiere a los hombres y a todo el mundo, en una y la
misma renovación que tendrá lugar al fin de los tiempos con
muy manifiestos efectos. Mateo la llama παλιγγενεσία (19, 28);
Pablo reconoce en ella lo que es esperado por toda creatura
(Rom 8, 19); el Apocalipsis (21, 1), usando las palabras del
Antiguo Testamento (Is 65, 17; 66, 22), se atreve a hablar de
cielo nuevo y tierra nueva.

3.4. Una antropología demasiada estrecha, que desprecia o,


por lo menos, pasa por alto aquel elemento fundamental del
hombre que se refiere al mundo, podría impedir que se
estimara suficientemente la afirmación del Nuevo Testamento
acerca del principado cósmico de Cristo. Pero esta afirmación
es de suma importancia en nuestros tiempos. No bien
percibida hasta ahora, lo ha sido en forma vívida a partir del
progreso de las ciencias naturales, y consiguientemente la
importancia del mundo y su influjo en la existencia humana,
así como los problemas que de allí nacen.

3.5. Al principado cósmico que compete a Cristo por su


resurrección y segundo advenimiento se opone con frecuencia
cierta concepción cristológica. Si jamás es permitido confundir

44
la humanidad de Cristo con su divinidad, tampoco es
conveniente separar una de otra. Por lo demás, ambos errores
vienen a reducirse a lo mismo. Sea que la humanidad de Cristo
se absorba en su divinidad, sea que se separe de ella, del
mismo modo se impide el reconocimiento de aquel principado
cósmico que el Hijo de Dios recibió en su humanidad
glorificada. Pues se atribuiría sólo a la divinidad del Verbo lo
que, según los textos antes referidos del Nuevo Testamento,
pertenece en forma no ambigua a su humanidad, en cuanto
que el hombre Jesucristo fue hecho Señor y a él, por tal razón,
se le dio «el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9).

3.6. Además, aquel principado cósmico, por la razón de que


pertenece a aquel que es «primogénito entre muchos hermanos»
(Rom 8, 29), es también el fundamento del principado que
nosotros tenemos en él. Ya se realiza en alguna forma la
«identidad» espiritual que nos ha sido dada por Cristo (cf. 1
Cor 3, 21. 23). Esta identidad, aunque sólo se manifestará
plenamente en la Parusía, hace verdaderamente posible para
nosotros, ya en la vida presente, la libertad con respecto a
todas las potestades de este mundo (Col 2, 15), de tal modo
que, entre las vicisitudes del mundo, sin exceptuar siquiera
nuestra propia muerte, podamos amar a Cristo (Rom 8, 38-
39; 1 Jn 3, 2; Rom 14, 8-9).

45
3.7. Es perfectamente coherente con este principado cósmico
de Cristo, aquel principado que se ha solido ejercer en la
historia y sociedad humana, principalmente por medio de los
signos de la justicia, que parecen casi necesarios a la
predicación del reino de Dios. Pero este señorío de Cristo sobre
la historia humana sólo puede alcanzar su cima en aquel
último señorío sobre el mundo cósmico en cuanto tal, pues
mientras la historia se encuentre cautiva bajo el poder del
mundo y de la muerte, aquel principado admirable de Cristo
no puede ejercitarse perfectamente antes de su segunda
venida, en beneficio de todo el género humano.

Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, Documenta (1969-


1985) (Città del Vaticano [Libreria Editrice Vaticana] 1988) 254-306.

46

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