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R.E.R. Nº231-90. (Creación) R.M.N. Nº297-94. (Ratificación) R.D. Nº212-05-ED.

(Revalidación)

EL CASO FALCONÍ

Estamos en febrero de este año. Gustavo Falconí es el director de un colegio hipotético.


Está orgulloso porque su plantel cuenta con buena infraestructura deportiva (canchas,
piscina, pistas de carrera), se enseña inglés, como segunda lengua y cuenta con dos,
sí, con dos psicólogas educacionales.

A su colegio no le falta nada para ser la opción educativa ideal. ¿Nada? Falconí olvidaba
algo que la APAFA reclama desde los dos últimos años: computación. El director sabe
que ahora la computación es para los padres, un argumento de peso al elegir el colegio
de sus hijos. Así que este año, después de largas conferencias con el cuerpo
administrativo, decidió comprar las dichosas computadoras, de las cuales, para ser
sinceros, él mismo entiende muy poco.

Con ideas algo confusas sobre qué equipo necesita y para qué exactamente, el director
se acerca a una empresa de computadoras y explica la situación. El vendedor le
muestra distintas opciones, le da varios planes. Falconí se entusiasma hasta el
momento en que el vendedor le muestra el precio. ¿Tan caro? El vendedor contraataca
mostrando la ventaja de sus sistemas y menciona lo que para el director es ya un tópico
“la computación es la llave del hoy y del futuro”. Ante la insinuación de que los colegios
sin computadoras están desfasados, Falconí acepta. Los equipos (veinte
computadoras) serán entregados la próxima semana. El director debe apurarse para
imprimir los nuevos volantes, donde se incluya, en lugar destacado, que su colegio,
ahora sí, enseña computación. Aliviado, la semana siguiente recibe las computadoras.
Los técnicos las colocan en un salón del segundo piso, “especialmente acondicionado”
para su nueva finalidad (antes era la sala de profesores).
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Los muebles han sido comprados de segunda mano, a toda prisa el día anterior. Los
técnicos al hacer la instalación, notan un problema: la sala solo cuenta con dos
tomacorrientes. La solución (provisional, por supuesto) es colocar extensiones a los
tomacorrientes, “pero tiene que colocar protectores para que no se tropiecen con los
cables, señor”. Falconí, en su felicidad, escucha y olvida rápidamente la
recomendación. La elección del profesor de computación plantea un nuevo
inconveniente.

El director, cauto, ha colocado con anticipación un aviso pidiendo un profesional


capacitado, de preferencia un ingeniero. Recibe una gran cantidad de currículos, que
con ojo crítico, compara junto al cuerpo administrativo. Llaman a los postulantes “más
calificados”. Las preguntas valorativas, han sido propuestas por el administrador
general, “algo entendido en el asunto”. Después de varias entrevistas, un ingeniero,
precisamente es el elegido para el puesto. El ingeniero revisa las computadoras y es
concluyente: las máquinas no son las más adecuadas para un colegio (no tienen
unidades lectoras de tarjetas por ejemplo), pero aún pueden emplearse.

Lo que sí es imperativo, subraya, es conectarse en red. Los 12 directivos suspiran, pero,


ya entrados en gastos, acceden. Las computadoras estarán en red. Comienzan las
clases a finales de marzo. Cuando el presidente de la APAFA pregunta si las
computadoras “tienen Internet”, el director contesta que sí, que todas están conectadas
en red. Y los alumnos recibirán dos horas semanales de computación. En un tiempo
record, Falconí cree haber solucionado su problema. ¿Final feliz? No,
desgraciadamente.

Los directivos no saben que sus problemas no han hecho más que comenzar. A la
semana un niño tropieza con los cables y produce un cortocircuito que deja inoperativas
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dos máquinas durante una semana. A reacomodar a los alumnos. Diez días después,
un alumno trae un archivo con virus e infecta la red. Otra semana perdida, hasta que se
limpia la red, se reconfigura e instala todos los programas. Al mes, una alumna se
desmaya por el calor con insuficiente ventilación y una mala disposición de los muebles,
el salón de computadoras se vuelve rápidamente un horno, sobre todo porque ese
grado lleva Educación Física antes de las clases de computación.

La solución temporal es invertir los horarios pero eso trae conflicto con otro grupo. Para
colmo, los alumnos de primer grado se quejan con sus padres porque no entienden al
profesor de computación. Pronto las quejas cunden en los demás años: los programas
son difíciles y los alumnos, resignados, se limitan a memorizar los comandos dictados
en clase.

Ante la queja de los padres, Falconí se ve “en la necesidad” de hablar con el profesor
de computación. El ingeniero responde a las críticas aduciendo que los niños no están
acostumbrados a que les digan qué hacer con las máquinas pero, que pronto,
aprendiendo los comandos necesarios, las van a usar muy bien. El director, que no
sabe hasta qué punto es cierta esta afirmación, le cree y calma a los padres. Al siguiente
mes, un grupo de miembros de la APAFA se presenta en su oficina para quejarse
porque “no se enseña diseño multimedia” a sus hijos. Uno de ellos exige que se les dé,
además, clases de Internet y diseño de páginas web.

Falconí no sabe que pensar. Consultando al proveedor, el precio de los nuevos


componentes es excesivo (ya están endeudados con las computadoras) y en lo referido
a Internet, no tiene aún los equipos, “pero llegan a fin de mes”. El director decide aplazar
la compra “hasta otra oportunidad” y promete a los padres complacerlos muy pronto.
Falconí comienza a arrepentirse de sus decisiones apresuradas. Algo que parecía tan
fácil, añadir el curso de computación a su currícula escolar, se ha convertido en un

gran dolor de cabeza sin trazas de soluciones.

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