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TEMA III
El expresionismo alemán
también vivir de un modo más solitario y peligroso que antes. Como explica Josep
Casals, el expresionismo hace una lectura eminentemente vitalista del pensamiento de
Nietzsche: los artistas de principio de siglo vieron en él no sólo a un filósofo sino al
profeta del hombre nuevo, al cantor de la vida plena y al destructor de la vieja moral. En
este sentido, Nietzsche se convierte en el modelo teórico del expresionismo a través de
las principales revistas, como Der Sturm, de H. Walden, en cuyo primer número
aparecía un artículo programático que situaba a Nietzsche como el punto de referencia
más importante del pensamiento contemporáneo.
También analizamos lo que significó el nacimiento de la fenomenología en los
inicios del siglo XX: se pueden encontrar puntos de contacto entre el pensamiento
fenomenológico y las coordenadas culturales del expresionismo. Lo que cuenta en
ambos es la intuición originaria y la experiencia interior como base del conocimiento.
En estos puntos convergen varios pensadores de principios de siglo como Max Scheler,
Georges Simmel (que se centró en el espíritu de las grandes ciudades) y Henri Bergson.
Dentro del horizonte fenomenológico de principios de siglo, estos tres pensadores
ejercen una gran influencia sobre la cultura europea y española. Scheler y Simmel son
representantes de las ciencias del espíritu, que sustituyen el estudio positivista de las
causas por el estudio de las formas; dentro de ese ámbito, y en relación directa con la
historia del arte y con el expresionismo en particular, encontramos una figura
importante como es Wilhelm Worringer, que publica en cuatro años dos ensayos
fundamentales: Abstracción y percepción (1908) y Problemas del Gótico (1912).
Los ensayos de Worringer son obras representativas del expresionismo
germánico. En Problemas del Gótico distingue el arte de los pueblos nórdicos del
clasicismo mediterráneo: el arte gótico septentrional, agitado y convulso, correspondería
a una vida interior oprimida y se caracterizaría por la tendencia a lo especulativo, lo
trascendental y lo deforme. Estos serían los rasgos de la tradición germánica en
contraste con la serenidad del clasicismo mediterráneo. La abstracción también sería
una característica de los pueblos del Norte, los que “manifiestan una discordancia
interior”. Lo más importante es que, en ese momento, lo que pasa a primer plano ya no
es la realidad exterior sino el sentimiento que esa realidad origina en el sujeto creador, y
aquí nos encontramos con un término clave: la expresividad.
Detrás de la apariencia visible de las cosas, afirma Worringer, asoma la
caricatura; detrás de cada cosa inanimada se muestra una vida misteriosa y fantasmal: es
lo que Hasenclever, dramaturgo expresionista, llamará “la revuelta del espíritu contra la
realidad”. A diferencia de los futuristas, los expresionistas piensan que el mito industrial
se ha desacreditado a sí mismo. Frente a la materialidad de la máquina, frente a la
racionalidad de la producción tecnificada, los expresionistas reaccionan hablando de la
ausencia del alma como signo de toda una época y afirmando que es necesario volver a
los sentimientos originarios. Para ellos cuentan el tiempo, el amor y la muerte. Lo
vemos ya en artistas que son precedentes inmediatos del expresionismo, desde
Strindberg y Wedekind a Munch y Ensor. Recordemos, por ejemplo, aquel cuadro de
Edward Munch titulado El grito (1893), o su Autorretrato, en el que Munch se sitúa a sí
mismo entre dos objetos simbólicos: el reloj, como instrumento de medición que marca
el desgaste del hombre, y el lecho, lugar del dolor y del amor, de la vida y la muerte. La
obsesión por las diferentes edades se convierte en un tópico de determinada pintura de
fin de siglo. Munch lo trata y lo aborda también Gustav Klimt en su cuadro titulado Las
tres edades de la vida. En la obra de Klimt, el paso del tiempo se ve como un impulso
de renovación constante y sin embargo, años después, en la obra de Kafka, ese paso del
tiempo no supone más que un eterno retorno a la nada y una cadena de sufrimientos. De
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todas formas, en el contexto general del expresionismo se mantiene una tensión entre el
disgusto hacia el mundo y la pasión por la vida.
El expresionismo trae consigo una teoría vitalista del arte y la literatura, la idea
del arte como regenerador del espíritu y creador de vida. Lo que más importa es volver
a encontrar las fuerzas vitales que están más allá de los fenómenos físicos y en los que
se puede adivinar el impulso creador del universo. No es extraño que el expresionismo
tenga un aspecto ético muy interesante: la preocupación por el espíritu y por la
regeneración de la humanidad llevan a una especia de activismo que se refleja, por
ejemplo, en el título de otra de las revistas importantes del expresionismo, Die Aktion,
dirigida y fundada por Pfemfert.
Los primeros núcleos del expresionismo surgen en los años 1904-1905. Hay que
decir que el término expresionista, en el siglo XX, fue utilizado en primer lugar por
Julien Auguste Hervé para referirse al estilo de algunos pintores franceses, entre ellos el
primer Matisse. En 1905 se instituye el grupo “Die Brücke” (“El Puente”) en Dresde.
En “Die Brücke” las figuras más representativas son Kirchner, Heckel, Pechstein y
Nolde. El más representativo de ellos, Kirchner, nos da las claves más interesantes del
expresionismo como estilo:
El gran misterio que se oculta detrás de todos los procesos y cosas del mundo que nos
rodea se hace visible cuando hablamos con un ser humano, nos encontramos en medio de un
paisaje o bien cuando unas flores o unos objetos nos hablan de pronto. La posibilidad de salirse
de sí mismo y crear a partir de esa etapa, cualquiera que sean los medios, palabras, colores o
sonidos, eso es arte.
Nunca había sido una época agitada por tanto espanto, por tal horror a la muerte. Nunca
había sido el hombre tan pequeño. Nunca la paz estuvo tan lejana y la libertad tan muerta. Y ahora
grita la necesidad: el hombre grita por su alma, la época toda es un grito de miseria. También el arte
clama, dentro de las tinieblas, clama por ayuda, clama por el espíritu: esto es expresionismo.
Por su parte, Franz Marc define muy bien la reacción contra el arte académico y
el afán de superar la idea tradicional de la belleza: “Basta ya de Platón. ¿Por qué la
gente ha de buscar la salvación y el bien detrás del presente? Siempre caminan con
muletas, no son hombres creadores: en la actualidad, mi idea central es realizar el
proyecto de un nuevo mundo”. La idea del nuevo mundo, del hombre nuevo está
presente en todas las manifestaciones del expresionismo, que va a preferir la estética de
lo deforme, de lo sórdido, porque sería una expresión auténtica de la miseria del hombre
con toda su intensidad. De ahí la presencia de lo grotesco y de la caricatura en la obra
literaria de Kubin, Döblin o Werfel, pero también en la pintura de Grosz o de Otto Dix.
Frente al esteticismo de Hofmannsthal y Rilke, diversos núcleos expresionistas
empiezan a concebir la literatura y el arte como elementos de acción puestos al servicio del
hombre, para llegar, en muchos casos, a un claro compromiso político. La frase de Rubiner
es tajante: “El escritor no merece tal nombre si no siente en sí la responsabilidad de
destruir el mundo actual”. En el momento de la disolución del expresionismo, a finales
de los años veinte y principios de los treinta, la militancia política de izquierdas se
expresa a través de publicaciones como Die Linkskurve, dirigida por Johannes R.
Becher, o Die Rothe Fane (“La bandera roja”). Cuando Hitler toma el poder a finales de
1932 intenta liquidar cualquier supervivencia del arte de vanguardia y promulga la
llamada “Ley del Arte Degenerado” (1933), que incluía claramente a todas las
manifestaciones del expresionismo. Muchos escritores y artistas se exilian: Toller,
Werfel, Brecht (este último coincide en algunos aspectos con el expresionismo, aunque
no quisiera adscribirse a ningún grupo o movimiento literario).
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El movimiento Dadaísta
Estábamos resueltamente en contra de la guerra, sin caer por eso en las fáciles trampas del
pacifismo utópico. Sabíamos que sólo se podía suprimir la guerra si se extirpaban las raíces. La
impaciencia por vivir era grande, el rechazo se aplicaba a todas las formas de civilización llamada
moderna, a su fundamento mismo, a la lógica, al lenguaje, y la rebelión adquiría las formas en que
lo grotesco y lo absurdo la llevaban más allá de los valores estéticos. No hay que olvidar que, en
literatura, un sentimiento invasor enmascaraba lo humano y que el mal gusto con pretensión
elevada se establecía en todos los dominios del arte, caracterizaba la fuerza de la burguesía en lo
que ella tenía de más odiosa.
A partir de la crisis cada vez más evidente del sujeto burgués, los dadaístas
entienden el arte y la literatura como manifestaciones de espontaneidad y, por lo tanto,
como una liberación. La “obra maestra” debía ser fugaz, extravagante, inconsecuente,
producto de los impulsos profundos de la naturaleza. Recuperar la espontaneidad era una
celebración de la verdadera vida:
Libertad: Dadá, Dadá, Dadá; aullido de los colores crispados, entrelazamiento de los
contrarios y de todas las contradicciones, de las extravagancias, de las inconsecuencias: LA VIDA.
Preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la descomposición (...). Que todo
hombre grite: hay que cumplir un gran trabajo destructor, negativo. Barrer, limpiar. La limpieza del
individuo se impone tras el estado de demencia, de demencia agresiva, completa, de un mundo
abandonado en manos de los bandidos que destrozan y destruyen los siglos...
estos años. Paul Eluard empezó a publicar su revista Proverbe, cuyo lema insistía en la
necesidad de contradecir la lógica y el lenguaje tradicionales; en ella colaboraron todos los
dadaístas, desde Arp a Ribemont-Dessaignes, desde Tzara a Benjamin Péret, que por
primera vez hace acto de presencia. Pero la actitud nihilista tuvo también sus límites, en
forma de disidencia; Picabia da muestras de cansancio ante la sucesión de provocaciones y
Breton comienza a distanciarse de Tzara a raíz del simulacro de proceso que montaron los
dadaístas contra Maurice Barrés, en el que Tzara no se tomó nada en serio su papel de
“testigo”, mientras que Breton, en su papel de “juez acusador”, pretendía que el “juicio”
llegase a una conclusión moralizadora en torno a la influencia negativa que podía ejercer
en la juventud cierto tipo de literatura. En realidad, la actitud de los fundadores de
Littérature era distinta a la de Tzara, Picabia o Ribemont-Dessaignes, aunque coincidiesen
en la repulsa hacia determinadas instituciones. Ya en 1919, Breton y Soupault anticiparon
en Les Champs magnetiques una práctica que definiría al surrealismo: la escritura
automática. El momento constructivo (por citar, otra vez, a Bürger) reemplaza,
nuevamente, al momento crítico (Dadá, en este caso): si el arte está alienado, por su
dependencia de las leyes de mercado de la economía capitalista, es preciso inventar una
alternativa a los medios de producción y difusión habituales; si el hombre no es libre, hay
que cambiar la vida y la historia, conciliando a Rimbaud y Marx, a Lautréamont y a Lenin,
a Freud y a los ocultistas. Un texto de 1922, “Abandonadlo todo”, recogido luego en Los
pasos perdidos, hace explícita la ruptura de Breton con el dadaísmo:
Abandonadlo todo.
Abandonad Dadá.
Abandonad a vuestra mujer, abandonad a vuestra amante.
Abandonad vuestras esperanzas y vuestros temores (...).
Abandonad si hace falta una vida cómoda, aquello que os presentan como
una situación con porvenir.
Lanzaos a los caminos.
El surrealismo
Apollinaire y de otros muchos escritores franceses del momento (Barrés, Anatole France,
Claudel, Peguy). Tampoco podemos olvidar un encuentro decisivo para el autor de Nadja:
en 1916 conoce en Nantes a Jacques Vaché, a quien Breton definiría como una síntesis de
Lautréamont, Sade y Jarry. Las “cartas de guerra” dirigidas por Vaché a Breton revelan
una actitud entre agresiva y desafiante que se burlaba de la “seriedad” de Breton ante la
historia y ante la literatura. Vaché, que se suicidó en enero de 1919, representaba de
manera ejemplar esa leyenda biográfica que distinguió a muchos escritores de la
vanguardia europea; su “humor negro” le situaba cerca de los dadaístas, con los que
compartía el descrédito de cualquier prestigio literario. Breton lo evocaría en un artículo de
Los pasos perdidos, al igual que a Jarry y Apollinaire.
Al terminar la guerra, Breton vuelve a estudiar medicina y se interesa cada vez más
por la psiquiatría; lee de forma sistemática las obras de Charcot, Janet, Jung y Freud. El
concepto de “escritura automática” procede de Janet, que fue el maestro de Jung; Philippe
Soupault se referiría mucho más tarde a la importancia de las teorías de Janet en relación a
la escritura de Los Campos magnéticos (1919). Janet entendía la escritura automática
como un sistema terapéutico: era, según él, el método más adecuado para que los enfermos
mentales exteriorizasen sus traumas de una forma más directa (“Hay que dejar vagar la
pluma automáticamente sobre la página, igual que el medium interroga a su propia mente”,
afirmaba). Este principio lo adoptan Breton y Soupault como base para la construcción de
un nuevo lenguaje: el lenguaje del subconsciente, capaz de recuperar la verdadera esencia
del hombre. Así, el Primer Manifiesto del Surrealismo, que Breton dio a conocer en 1924,
contiene esta definición célebre:
... (el sueño) es la desconocida fuente de luz destinada a hacernos recordar que al comienzo
del día como al comienzo de la vida humana sobre la tierra no puede haber más que un recurso, que
es la acción.