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LITERATURAS DEL NOVECIENTOS

TEMA III

Las vanguardias europeas del siglo XX (II).

5- El expresionismo alemán. La literatura expresionista y su relación con las


artes plásticas: los grupos “Die Brücke” y “Der Blaue Reiter”. La “Nueva
objetividad”.

6- El grupo Dadá. Los manifiestos de Tristan Tzara. El dadaísmo berlinés.

7- El surrealismo en Francia. La obra de Breton, Eluard, Aragon, Desnos.


El surrealismo y la pintura.
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El expresionismo alemán

Cualquier estudio sobre el expresionismo debe empezar por una clarificación


terminológica que delimite el objeto a tratar, ya que el término expresionismo no se
utiliza siempre en el mismo sentido. Algunas veces esta palabra se refiere a una
tendencia, a una particularidad estética que atravesaría de modo latente o manifiesto
toda la historia del arte y que consistiría en la deformación expresiva como reflejo del
estado emocional del artista. En este sentido, podemos ver cómo se ha calificado de
expresionista la obra de artistas del barroco alemán o cómo también se ha hablado de un
Goya “expresionista”.
Otras veces se reserva el término para designar un movimiento históricamente
localizado: el expresionismo sería entonces lo que Sorge llamaba “el arte de la nueva
juventud”, desarrollado aproximadamente entre 1905 y 1930, que iba a transformar la
vida cultural alemana en todas sus manifestaciones: en la literatura, en las artes plásticas
y en el cine. Este último sentido es el que más nos interesa. El expresionismo es un
fenómeno cultural característico del ámbito germánico: ahí es donde se encuadra como
un movimiento específico. A diferencia de otros ismos, el expresionismo carece de un
programa definido y un estilo homogéneo; más bien se le ha caracterizado como una
sensibilidad difusa, un “estado del espíritu” por debajo del cual la nota dominante es la
diversidad individual. Incluso algunos de los expresionistas han negado su adscripción a
este o a otro movimiento.
Lo que sí parece claro es que el expresionismo tiene una situación espacial y
temporal definida. En el tiempo, está enmarcado por unos acontecimientos históricos de
gran relevancia: se inicia durante el periodo de gobierno de Guillermo II, alcanza su
auge en los años de la Primera Guerra Mundial y en la crisis de postguerra, durante la
República de Weimar, y su declive está marcado por el advenimiento del régimen nazi.
En el espacio, el marco ambiental y cultural del expresionismo se centra en las grandes
ciudades del centro de Europa: Berlín, Dresde, Munich, Viena y Praga. En su ensayo
sobre el expresionismo (1955), Sebastià Gasch escribía: “El expresionismo fue el arte
de una época de depresión formidable: la del desastre, de la miseria, de la caída de los
ídolos, del advenimiento de falsos dioses nuevos (...). El expresionismo alemán fue la
pintura del dolor y del desespero humano, la imagen dramática, llevada a los últimos y
más peligrosos extremos de lo macabro o de lo burlesco, la imagen de una sociedad
puesta en peligro por las condiciones sociales y morales de la trasguerra.”
La relación con las grandes ciudades va a ser una constante que defina a este
movimiento de vanguardia, pero será una relación contradictoria. Los expresionistas no
manifiestan en ningún momento el entusiasmo que habían exhibido los futuristas hacia
el progreso y hacia las grandes concentraciones urbanas. El expresionismo elabora una
verdadera mitología de la gran ciudad, pero una mitología negativa, porque la mayoría
de los artistas que pertenecen a este ámbito se repliegan hacia la propia subjetividad. La
condición del artista en los años finales del siglo XIX, el destino de marginación y
soledad propio del simbolismo, se acentúan enormemente en el marco del
expresionismo y no es casual que a principios de siglo alcance una gran influencia el
pensamiento de Nietzsche; según él, el instinto es una fuerza de afirmación y creación,
es el reflejo directo de la vida, mientras que la conciencia es una facultad de negación,
un equivalente de la muerte. La conciencia está relacionada con la moral: de ahí la
conocida imagen negativa que Nietzsche ofrecía del cristianismo como un “un
platonismo vulgarizado”. La moral que de él deriva no hace más que legitimar la
renuncia a la vida, es una ética del resentimiento, del reproche y del castigo; frente a
ella, la plenitud de la pasión es lo esencial, vivir más allá del bien y del mal significa
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también vivir de un modo más solitario y peligroso que antes. Como explica Josep
Casals, el expresionismo hace una lectura eminentemente vitalista del pensamiento de
Nietzsche: los artistas de principio de siglo vieron en él no sólo a un filósofo sino al
profeta del hombre nuevo, al cantor de la vida plena y al destructor de la vieja moral. En
este sentido, Nietzsche se convierte en el modelo teórico del expresionismo a través de
las principales revistas, como Der Sturm, de H. Walden, en cuyo primer número
aparecía un artículo programático que situaba a Nietzsche como el punto de referencia
más importante del pensamiento contemporáneo.
También analizamos lo que significó el nacimiento de la fenomenología en los
inicios del siglo XX: se pueden encontrar puntos de contacto entre el pensamiento
fenomenológico y las coordenadas culturales del expresionismo. Lo que cuenta en
ambos es la intuición originaria y la experiencia interior como base del conocimiento.
En estos puntos convergen varios pensadores de principios de siglo como Max Scheler,
Georges Simmel (que se centró en el espíritu de las grandes ciudades) y Henri Bergson.
Dentro del horizonte fenomenológico de principios de siglo, estos tres pensadores
ejercen una gran influencia sobre la cultura europea y española. Scheler y Simmel son
representantes de las ciencias del espíritu, que sustituyen el estudio positivista de las
causas por el estudio de las formas; dentro de ese ámbito, y en relación directa con la
historia del arte y con el expresionismo en particular, encontramos una figura
importante como es Wilhelm Worringer, que publica en cuatro años dos ensayos
fundamentales: Abstracción y percepción (1908) y Problemas del Gótico (1912).
Los ensayos de Worringer son obras representativas del expresionismo
germánico. En Problemas del Gótico distingue el arte de los pueblos nórdicos del
clasicismo mediterráneo: el arte gótico septentrional, agitado y convulso, correspondería
a una vida interior oprimida y se caracterizaría por la tendencia a lo especulativo, lo
trascendental y lo deforme. Estos serían los rasgos de la tradición germánica en
contraste con la serenidad del clasicismo mediterráneo. La abstracción también sería
una característica de los pueblos del Norte, los que “manifiestan una discordancia
interior”. Lo más importante es que, en ese momento, lo que pasa a primer plano ya no
es la realidad exterior sino el sentimiento que esa realidad origina en el sujeto creador, y
aquí nos encontramos con un término clave: la expresividad.
Detrás de la apariencia visible de las cosas, afirma Worringer, asoma la
caricatura; detrás de cada cosa inanimada se muestra una vida misteriosa y fantasmal: es
lo que Hasenclever, dramaturgo expresionista, llamará “la revuelta del espíritu contra la
realidad”. A diferencia de los futuristas, los expresionistas piensan que el mito industrial
se ha desacreditado a sí mismo. Frente a la materialidad de la máquina, frente a la
racionalidad de la producción tecnificada, los expresionistas reaccionan hablando de la
ausencia del alma como signo de toda una época y afirmando que es necesario volver a
los sentimientos originarios. Para ellos cuentan el tiempo, el amor y la muerte. Lo
vemos ya en artistas que son precedentes inmediatos del expresionismo, desde
Strindberg y Wedekind a Munch y Ensor. Recordemos, por ejemplo, aquel cuadro de
Edward Munch titulado El grito (1893), o su Autorretrato, en el que Munch se sitúa a sí
mismo entre dos objetos simbólicos: el reloj, como instrumento de medición que marca
el desgaste del hombre, y el lecho, lugar del dolor y del amor, de la vida y la muerte. La
obsesión por las diferentes edades se convierte en un tópico de determinada pintura de
fin de siglo. Munch lo trata y lo aborda también Gustav Klimt en su cuadro titulado Las
tres edades de la vida. En la obra de Klimt, el paso del tiempo se ve como un impulso
de renovación constante y sin embargo, años después, en la obra de Kafka, ese paso del
tiempo no supone más que un eterno retorno a la nada y una cadena de sufrimientos. De
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todas formas, en el contexto general del expresionismo se mantiene una tensión entre el
disgusto hacia el mundo y la pasión por la vida.
El expresionismo trae consigo una teoría vitalista del arte y la literatura, la idea
del arte como regenerador del espíritu y creador de vida. Lo que más importa es volver
a encontrar las fuerzas vitales que están más allá de los fenómenos físicos y en los que
se puede adivinar el impulso creador del universo. No es extraño que el expresionismo
tenga un aspecto ético muy interesante: la preocupación por el espíritu y por la
regeneración de la humanidad llevan a una especia de activismo que se refleja, por
ejemplo, en el título de otra de las revistas importantes del expresionismo, Die Aktion,
dirigida y fundada por Pfemfert.
Los primeros núcleos del expresionismo surgen en los años 1904-1905. Hay que
decir que el término expresionista, en el siglo XX, fue utilizado en primer lugar por
Julien Auguste Hervé para referirse al estilo de algunos pintores franceses, entre ellos el
primer Matisse. En 1905 se instituye el grupo “Die Brücke” (“El Puente”) en Dresde.
En “Die Brücke” las figuras más representativas son Kirchner, Heckel, Pechstein y
Nolde. El más representativo de ellos, Kirchner, nos da las claves más interesantes del
expresionismo como estilo:

El gran misterio que se oculta detrás de todos los procesos y cosas del mundo que nos
rodea se hace visible cuando hablamos con un ser humano, nos encontramos en medio de un
paisaje o bien cuando unas flores o unos objetos nos hablan de pronto. La posibilidad de salirse
de sí mismo y crear a partir de esa etapa, cualquiera que sean los medios, palabras, colores o
sonidos, eso es arte.

Kirchner nos ofrece aquí una magnífica definición de la categoría de


expresividad. Los pintores del grupo “Die Brücke” contaban con un antecedente
excepcional, Van Gogh, que habló de la posibilidad de expresar estados interiores del
alma a través de diferentes tonalidades cromáticas. Es el individuo quien da sentido al
mundo exterior, el que penetra la naturaleza y se expresa a través de ella.
Entre 1910 y 1912 se desarrolla la actividad del segundo grupo fundamental en
el contexto impresionista. “Der Blaue Reiter” (“El Jinete Azul”) era un grupo menos
cohesionado que el anterior y sin embargo su influencia es más importante debido a la
fuerte personalidad artística de sus integrantes: Vassily Kandinsky, Paul Klee, Franz
Marc. El grupo se disolvió pronto a causa de la guerra, en la que murió Franz Marc. A
diferencia de “Die Brücke”, “Der Blaue Reiter” impone un estilo más espiritualista,
punto de partida para la abstracción que surge en la obra de Vassily Kandinsky, cuyos
textos teóricos son importantes para entender el expresionismo y una buena parte de la
pintura vanguardista: De lo espiritual en el arte y Punto y línea sobre un plano. Este
último pertenece a la época racionalista de Kandinsky; desde el punto de vista del
expresionismo es más importante el primero, en el que Kandinsky viene a reafirmar las
principales teorías de Worringer, sobre todo en lo referente a la quiebra del arte
figurativo: “La obra de arte verdadera nace del artista mediante una creación misteriosa,
enigmática y mística. Luego se aparta de él, adquiere una vida autónoma, es el sujeto
viviente de una existencia real”, escribe en De lo espiritual en el arte. Kandinsky habla
del arte como un sujeto viviente, real pero a la vez trascendental. Lo que está haciendo
es reproducir el proyecto que Mallarmé había abordado en Igitur, dar vida a lo
trascendental; sólo que Kandinsky piensa que la clave está en la capacidad del artista
para determinar su esencia, para conformar el mundo exterior, a la vez que se expresa a
sí mismo con toda la plenitud. Nos encontramos aquí con términos importantes: la
naturaleza interior y, de nuevo, la expresividad.
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Para Westheim, la palabra expresión “marca la voluntad activa de penetrar la


naturaleza con el espíritu, imponiéndole una forma, proyectando el temperamento del
artista en el mundo visible”. La búsqueda de una realidad esencial supone, en el contexto
del expresionismo, el intento de fusión entre esencia y existencia: básicamente, una vuelta
a los valores espirituales absolutos. No es extraño que se produzca, en ese contexto, una
lectura muy especial de la tradición, orientada hacia la recuperación del arte primitivo -un
arte “puro”,“ingenuo”-, del arte medieval y del barroco, considerados como
manifestaciones “atormentadas” del espíritu (véase la revalorización del gótico que lleva a
cabo Worringer, pero también el interés de Lukàcs y Benjamin por la tragedia), y del
romanticismo alemán, desde Novalis a Hölderlin o Kleist.
En ese intento de recobrar los valores espirituales, la subjetividad ocupa un lugar
preferente. Es el individuo el que da sentido al mundo exterior, quien interroga a la
naturaleza y, a la vez, se expresa a través de ella: “El mundo comienza en el hombre”,
afirmaba Franz Werfel. Si la realidad es oscura, misteriosa en su trasfondo verdadero,
únicamente el espíritu, valiéndose de la intuición, puede captar sus secretos; el arte tiende a
desvelar una verdad esencial y oculta, a veces enmascarada por la rutina diaria (la máscara
adquiere, de esta forma, carácter de símbolo). De ahí también la importancia del grito,
expresión intensa, incluso trágica, del sentimiento de vacío y de angustia (ya
mencionamos, como antecedente, el famoso cuadro de Edward Munch). Años después,
Herman Barh ofrecía una definición del expresionismo en estos términos:

Nunca había sido una época agitada por tanto espanto, por tal horror a la muerte. Nunca
había sido el hombre tan pequeño. Nunca la paz estuvo tan lejana y la libertad tan muerta. Y ahora
grita la necesidad: el hombre grita por su alma, la época toda es un grito de miseria. También el arte
clama, dentro de las tinieblas, clama por ayuda, clama por el espíritu: esto es expresionismo.

Por su parte, Franz Marc define muy bien la reacción contra el arte académico y
el afán de superar la idea tradicional de la belleza: “Basta ya de Platón. ¿Por qué la
gente ha de buscar la salvación y el bien detrás del presente? Siempre caminan con
muletas, no son hombres creadores: en la actualidad, mi idea central es realizar el
proyecto de un nuevo mundo”. La idea del nuevo mundo, del hombre nuevo está
presente en todas las manifestaciones del expresionismo, que va a preferir la estética de
lo deforme, de lo sórdido, porque sería una expresión auténtica de la miseria del hombre
con toda su intensidad. De ahí la presencia de lo grotesco y de la caricatura en la obra
literaria de Kubin, Döblin o Werfel, pero también en la pintura de Grosz o de Otto Dix.
Frente al esteticismo de Hofmannsthal y Rilke, diversos núcleos expresionistas
empiezan a concebir la literatura y el arte como elementos de acción puestos al servicio del
hombre, para llegar, en muchos casos, a un claro compromiso político. La frase de Rubiner
es tajante: “El escritor no merece tal nombre si no siente en sí la responsabilidad de
destruir el mundo actual”. En el momento de la disolución del expresionismo, a finales
de los años veinte y principios de los treinta, la militancia política de izquierdas se
expresa a través de publicaciones como Die Linkskurve, dirigida por Johannes R.
Becher, o Die Rothe Fane (“La bandera roja”). Cuando Hitler toma el poder a finales de
1932 intenta liquidar cualquier supervivencia del arte de vanguardia y promulga la
llamada “Ley del Arte Degenerado” (1933), que incluía claramente a todas las
manifestaciones del expresionismo. Muchos escritores y artistas se exilian: Toller,
Werfel, Brecht (este último coincide en algunos aspectos con el expresionismo, aunque
no quisiera adscribirse a ningún grupo o movimiento literario).
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El movimiento Dadaísta

La génesis del movimiento dadaísta se sitúa en el curso de la Primera Gran Guerra.


Los dadaístas hicieron su primera aparición en público el 30 de marzo de 1916 en el
“Cabaret Voltaire”, de Zurich, mezcla de cabaret literario musical y galería de arte. El acto
de presentación estuvo consagrado a la música negra y a la recitación de poemas
simultáneos por Tristan Tzara y Hans Arp; se inician de este modo los espectáculos-
provocación dadaístas, que luego ocuparían un lugar destacado en la actividad del grupo en
París. Cabaret Voltaire fue también el nombre de la primera revista dadaísta, de la cual
sólo apareció un número. No sólo los dadaístas (Tzara, Arp, Huelsenbeck) participaron en
él, sino también futuristas como Marinetti, expresionistas como Kandinsky, escritores y
artistas cercanos al cubismo como eran Apollinaire, Cendrars o Picasso y pintores
independientes como Amedeo Modigliani. Un año después aparece el primer número de
Dada; recueil d´art et de littérature, al que siguen Dada II (diciembre de 1917) y, un año
más tarde, Dada III, donde colaboran Francis Picabia y los poetas agrupados en torno a
Littérature (Breton, Aragon, Soupault y Eluard: el núcleo de la futura vanguardia
surrealista). Por último, en mayo de 1919, se publica Dada IV-V, cuyo subtítulo es
Anthologie Dada.
A finales de 1919, el grupo se traslada desde Zurich a París, donde va a ser muy
bien recibido por los componentes del grupo Littérature; sin embargo, no todos los artistas
que habían convivido en Zurich viajan a Francia: Arp y Huelsenbeck, entre otros, vuelven
a Alemania. A lo largo de la década de los veinte, la vanguardia expresionista se disgrega y
los artistas y escritores más radicales se sitúan en la línea del dadaísmo. En 1920 se realiza
en Berlín una exposición dadaísta bajo el lema “el arte ha muerto” (allí interviene el pintor
Max Ernst con una obra titulada Dadafex Maximus), y en ella aparece un maniquí con la
cabeza de cerdo, vestido con uniforme del ejército alemán. Tanto Berlín, en tiempos de la
insegura República de Weimar, como París, eran lugares apropiados para la empresa
dadaísta. Al finalizar la guerra, toda una generación que la ha vivido directamente
experimenta un fuerte rechazo hacia la hipocresía de la moral establecida, hacia los valores
de una sociedad que desembocó en la catástrofe. El apocalipsis del que hablaban los
expresionistas ya había ocurrido; sólo quedaba hacer tabla rasa con todo lo anterior.
Véase el testimonio de Tristan Tzara:

Estábamos resueltamente en contra de la guerra, sin caer por eso en las fáciles trampas del
pacifismo utópico. Sabíamos que sólo se podía suprimir la guerra si se extirpaban las raíces. La
impaciencia por vivir era grande, el rechazo se aplicaba a todas las formas de civilización llamada
moderna, a su fundamento mismo, a la lógica, al lenguaje, y la rebelión adquiría las formas en que
lo grotesco y lo absurdo la llevaban más allá de los valores estéticos. No hay que olvidar que, en
literatura, un sentimiento invasor enmascaraba lo humano y que el mal gusto con pretensión
elevada se establecía en todos los dominios del arte, caracterizaba la fuerza de la burguesía en lo
que ella tenía de más odiosa.

Un profundo desengaño sustentaba, pues, la rebelión dadaísta. “Dada no significa


nada”, escribe Tristan Tzara en el primero de sus manifiestos, proclamando la ausencia de
cualquier programa; “la ausencia de sistema es también un sistema, pero el más
simpático”, iba a decir también el principal impulsor del dadaísmo: si el absurdo del
mundo se había manifestado de forma trágica en la guerra, la rebelión subsiguiente quiso
mostrar el absurdo en un grado aún mayor. Todas las convenciones son cuestionadas
(honor, familia, religión, moral, patriotismo) y, dentro de ese afán destructivo, se niega
radicalmente la seriedad del arte y la literatura. A la coherencia del lenguaje, a su carácter
sistemático oponen los dadaístas una “incoherencia sin medida” que Philippe Soupault
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resume en estos versos:

La inteligencia tiene un porvenir


Dadá no tiene porvenir alguno
La inteligencia es una manía
Dadá es Dadá

A partir de la crisis cada vez más evidente del sujeto burgués, los dadaístas
entienden el arte y la literatura como manifestaciones de espontaneidad y, por lo tanto,
como una liberación. La “obra maestra” debía ser fugaz, extravagante, inconsecuente,
producto de los impulsos profundos de la naturaleza. Recuperar la espontaneidad era una
celebración de la verdadera vida:

Libertad: Dadá, Dadá, Dadá; aullido de los colores crispados, entrelazamiento de los
contrarios y de todas las contradicciones, de las extravagancias, de las inconsecuencias: LA VIDA.

El poeta italiano Giuseppe Ungaretti señaló algunos puntos en común entre el


futurismo y el dadaísmo: el concepto de arte como juego y la primacía del instinto sobre la
inteligencia lógica. Sin embargo, existen profundas diferencias entre ambos movimientos
de vanguardia. El futurismo trataba de situar el arte al mismo nivel de los avances
tecnológicos de la nueva era del mundo; su afán destructivo se dirigía más que nada a lo
que ellos estimaban como “viejo” o “decadente”, pero mantenían el proyecto de consolidar
una estética revolucionaria. El dadaísmo, en cambio, niega de forma radical la civilización,
el arte y la literatura tal como existían en aquel momento, sin proponer otra alternativa que
no fuese la del azar. El culto a la máquina que practican los futuristas italianos no es
compartido en absoluto por el grupo Dadá, que considera la tecnología moderna como una
de las manifestaciones más claras de la degradación del individuo en un mundo falso que
sólo merece ser destruido. Así aparece en los manifiestos:

Preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la descomposición (...). Que todo
hombre grite: hay que cumplir un gran trabajo destructor, negativo. Barrer, limpiar. La limpieza del
individuo se impone tras el estado de demencia, de demencia agresiva, completa, de un mundo
abandonado en manos de los bandidos que destrozan y destruyen los siglos...

Se trataba, entonces, de escoger la acción y causar sobre el público el efecto más


desagradable del escándalo. De ahí la preferencia de los dadaístas por los espectáculos-
provocación, celebrados asiduamente en París desde 1919 hasta 1923; Tristan Tzara
describe en sus Memorias del dadaísmo varios actos públicos que terminaron en sonoros
escándalos. Francis Picabia y Marcel Duchamp participan activamente en las
publicaciones dadaístas, que se multiplican en 1920 y 1921; en la revista Littérature
aparecieron los aforismos de Duchamp, bajo el nombre Rrose Sélavy, y en la revista 391,
fundada por Picabia en Barcelona, el propio Duchamp reproduce aquella imagen de la
Gioconda con barba y bigote (de 1919) bajo la cual puso la inscripción “L.H.O.O.Q”
(leído en francés, “Elle a chaud au cul”, es decir, “Ella tiene calor en el culo”). A diferencia
de los demás movimientos de vanguardia, Dadá no sólo niega el valor de la tradición
cultural heredada, sino también el de las tendencias más modernas: “Estamos hartos de las
academias cubistas y futuristas, laboratorios de ideas formales”, leemos en uno de los
manifiestos de Tristan Tzara. Como ha indicado Peter Bürger, lo que se cuestiona es la
“institución arte” tal y como venía establecida desde la consolidación de la sociedad
burguesa; la vanguardia alcanza, de este modo, su más alto grado de autocrítica.
Breton, Eluard, Aragon y Soupault acompañaron con entusiasmo a Tzara durante
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estos años. Paul Eluard empezó a publicar su revista Proverbe, cuyo lema insistía en la
necesidad de contradecir la lógica y el lenguaje tradicionales; en ella colaboraron todos los
dadaístas, desde Arp a Ribemont-Dessaignes, desde Tzara a Benjamin Péret, que por
primera vez hace acto de presencia. Pero la actitud nihilista tuvo también sus límites, en
forma de disidencia; Picabia da muestras de cansancio ante la sucesión de provocaciones y
Breton comienza a distanciarse de Tzara a raíz del simulacro de proceso que montaron los
dadaístas contra Maurice Barrés, en el que Tzara no se tomó nada en serio su papel de
“testigo”, mientras que Breton, en su papel de “juez acusador”, pretendía que el “juicio”
llegase a una conclusión moralizadora en torno a la influencia negativa que podía ejercer
en la juventud cierto tipo de literatura. En realidad, la actitud de los fundadores de
Littérature era distinta a la de Tzara, Picabia o Ribemont-Dessaignes, aunque coincidiesen
en la repulsa hacia determinadas instituciones. Ya en 1919, Breton y Soupault anticiparon
en Les Champs magnetiques una práctica que definiría al surrealismo: la escritura
automática. El momento constructivo (por citar, otra vez, a Bürger) reemplaza,
nuevamente, al momento crítico (Dadá, en este caso): si el arte está alienado, por su
dependencia de las leyes de mercado de la economía capitalista, es preciso inventar una
alternativa a los medios de producción y difusión habituales; si el hombre no es libre, hay
que cambiar la vida y la historia, conciliando a Rimbaud y Marx, a Lautréamont y a Lenin,
a Freud y a los ocultistas. Un texto de 1922, “Abandonadlo todo”, recogido luego en Los
pasos perdidos, hace explícita la ruptura de Breton con el dadaísmo:

Abandonadlo todo.
Abandonad Dadá.
Abandonad a vuestra mujer, abandonad a vuestra amante.
Abandonad vuestras esperanzas y vuestros temores (...).
Abandonad si hace falta una vida cómoda, aquello que os presentan como
una situación con porvenir.
Lanzaos a los caminos.

El surrealismo

André Breton, el principal impulsor del movimiento surrealista, recibe, en


principio, la influencia de tres autores cuya huella será imborrable no sólo en su escritura,
sino también en la de sus compañeros de grupo: se trata de Rimbaud, Lautréamont y
Apollinaire. Su inicial interés por Paul Valéry se diluye muy pronto, alrededor de 1914. La
influencia de Apollinaire es superficial aunque lógica, si se tiene en cuenta el papel que el
autor de Caligramas había asumido como representante de un “espíritu nuevo” que, según
él, “residía en la sorpresa”, un factor fundamental para los surrealistas. Sin embargo,
Apollinaire concedía mayor importancia al “objeto creado” (al poema ya escrito) que al
proceso creador, mientras que las preocupaciones de Breton van en sentido inverso: de ahí
la preferencia por Rimbaud, cuya célebre frase “Je est un autre” (“Yo es otro”, en la Carta
del vidente, 1871) parece aludir a unas fuerzas extrañas que se imponen a la subjetividad,
y, sobre todo, por Isidore Ducasse, conocido como el Conde de Lautréamont, un autor
“maldito” del XIX; fascinado por Los Cantos de Maldoror, Breton se dedica a copiar
rigurosamente los manuscritos de Lautréamont en la Biblioteca Nacional de París y no deja
nunca de considerarlo como el más ilustre antecesor de los surrealistas.
El proceso de formación literaria de André Breton se centra en los años que van de
1910 a 1914; al estallar la guerra es movilizado y se le nombra asistente en el hospital de
Nantes, desde donde se traslada al hospital psiquiátrico de Saint-Dizière. No
encontraremos en Breton los gestos de exaltado nacionalismo que eran propios de
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Apollinaire y de otros muchos escritores franceses del momento (Barrés, Anatole France,
Claudel, Peguy). Tampoco podemos olvidar un encuentro decisivo para el autor de Nadja:
en 1916 conoce en Nantes a Jacques Vaché, a quien Breton definiría como una síntesis de
Lautréamont, Sade y Jarry. Las “cartas de guerra” dirigidas por Vaché a Breton revelan
una actitud entre agresiva y desafiante que se burlaba de la “seriedad” de Breton ante la
historia y ante la literatura. Vaché, que se suicidó en enero de 1919, representaba de
manera ejemplar esa leyenda biográfica que distinguió a muchos escritores de la
vanguardia europea; su “humor negro” le situaba cerca de los dadaístas, con los que
compartía el descrédito de cualquier prestigio literario. Breton lo evocaría en un artículo de
Los pasos perdidos, al igual que a Jarry y Apollinaire.
Al terminar la guerra, Breton vuelve a estudiar medicina y se interesa cada vez más
por la psiquiatría; lee de forma sistemática las obras de Charcot, Janet, Jung y Freud. El
concepto de “escritura automática” procede de Janet, que fue el maestro de Jung; Philippe
Soupault se referiría mucho más tarde a la importancia de las teorías de Janet en relación a
la escritura de Los Campos magnéticos (1919). Janet entendía la escritura automática
como un sistema terapéutico: era, según él, el método más adecuado para que los enfermos
mentales exteriorizasen sus traumas de una forma más directa (“Hay que dejar vagar la
pluma automáticamente sobre la página, igual que el medium interroga a su propia mente”,
afirmaba). Este principio lo adoptan Breton y Soupault como base para la construcción de
un nuevo lenguaje: el lenguaje del subconsciente, capaz de recuperar la verdadera esencia
del hombre. Así, el Primer Manifiesto del Surrealismo, que Breton dio a conocer en 1924,
contiene esta definición célebre:

SURREALISMO: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se


intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del
pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a
toda preocupación estética o moral.

Desde estas premisas, André Breton se propone enfrentarse al discurso


racionalista-positivista, al cual define inicialmente como “reino de la lógica y de la razón”
y, en segundo término, como aplicación de esta norma racional a las diferentes prácticas
ideológicas. El intento de transgredir la normativa positivista trae consigo una nueva
imagen del arte y de la literatura, que correspondería a un nuevo concepto de la vida.
Partiendo de una identificación total entre literatura y vida, el surrealismo tendería a
conseguir la emancipación espiritual del hombre, no sólo unos objetivos revolucionarios
inmediatos. Los dadaístas renegaban de la literatura; el surrealismo pretende ser mucho
más que un estilo literario: tiende, según los términos contenidos en el Primer Manifiesto,
a “la resolución de los principales problemas de la vida”.
Y sin embargo, aquella famosa definición de 1924 (“Automatismo psíquico
puro...”) no pasa de ser, hoy en día, el recuerdo de un método insuficiente y desvirtuado.
Jean Starobinski señaló que las nociones de automatismo, realidad superior y dictado del
pensamiento, términos claves en la declaración de principios del surrealismo, no
pertenecen estrictamente a la teoría psicoanalítica freudiana, sino que remiten a Myers (el
yo subliminal), a Janet e incluso a algunas investigaciones de Jung acerca de las
asociaciones libres. En este sentido, resulta interesante la opinión de Philippe Sollers: “Es
probable que el envite de las diferentes vanguardias del siglo XX haya consistido en
introducir, o anunciar el paso, por ejemplo, de los descubrimientos científicos reprimidos:
por ejemplo, el surrealismo se equivoca con el psicoanálisis, pero empieza de todos modos
a hacer sentir su presión.” (P. Sollers, “La vanguardia, hoy”, en Escribir... ¿Por qué?
¿Para quién?, Caracas, Monte Avila, 1976, p. 96).
En su interés por el inconsciente, los surrealistas (Breton, sobre todo) terminan
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consagrándolo como la única instancia válida a partir de la cual el espíritu se expresa


directa y libremente, sin mediaciones lógicas o conceptuales; esa expresión “espontánea”
transmite los contenidos que se identifican con la totalidad subjetiva o, como dijo
Jean-Louis Houdebine, con la “esencia subjetiva universal del hombre”. En definitiva, nos
encontramos ante otra búsqueda de la pureza (de las vivencias, del lenguaje), en un plano
distinto a la que realizan las corrientes más formalistas de la vanguardia. La confianza en la
palabra poética parece ser absoluta: “Lo único que sabemos -escribe Breton en Legitime
Défense- es que estamos dotados hasta cierto punto de la palabra y que, por ella, algo
grande y oscuro tiende imperiosamente a expresarse a través de nosotros”. La distancia
respecto al pensamiento racionalista no es exclusiva de Breton; René Crevel proponía en
1928 un título revelador, L´Esprit contre la raison (“El espíritu contra la razón”) y, en la
misma fecha, Louis Aragon se expresaba así en una conferencia: “Maldigo la ciencia,
somos los derrotistas de Europa, por todas partes despertamos los gérmenes de la
confusión y la inquietud”.
El apoyo que Breton encuentra en Janet y Myers se orienta básicamente hacia la
desmitificación de algunos principios establecidos como verdades comunes en torno a los
sueños; él rechaza la idea de que el sueño deba definirse en términos kantianos como
emblema del idealismo, como extensión de la imagen del deseo irrealizable (el sueño
frente a la realidad). Los surrealistas intentan demostrar que el sueño no es una evasión de
la realidad, sino el mejor medio de desvelar ésta en sus contenidos más profundos y, al
mismo tiempo, el camino hacia la acción, tal como aparece en Los vasos comunicantes:

... (el sueño) es la desconocida fuente de luz destinada a hacernos recordar que al comienzo
del día como al comienzo de la vida humana sobre la tierra no puede haber más que un recurso, que
es la acción.

Breton asocia el lema de Rimbaud (“Cambiar la vida”) con el de Marx (“Cambiar


la historia”), desplazando los contenidos políticos hacia el terreno metafísico de los sueños
y las revelaciones; él teme que al centrar los objetivos de la revolución en
transformaciones sociales se pierda de vista la auténtica liberación del individuo. Aquí
reside la gran dificultad del proyecto surrealista, ya que Breton desea acabar con todas las
contradicciones que, según él, habían marcado la historia de la cultura occidental: sueño/
vigilia; razón/ sensibilidad; rebeldía/ revolución; espacio privado/ espacio público...Y aquí
también está la clave de muchos enfrentamientos internos en el grupo: recordemos que,
cuando Georges Bataille se enemista con Breton en 1929, le reprocha a este último que
pretenda unir sin fisuras el lenguaje de Lautréamont con el de Lenin. Breton seguirá en esa
línea durante mucho tiempo; ya en la década de los cincuenta afirma: “En la medida en
que el surrealismo no ha dejado nunca de apelar a Lautréamont y Rimbaud, es evidente
que el auténtico objeto de su búsqueda es la condición humana por encima de la condición
social de los individuos”. Sin embargo, el primer intento de análisis ideológico que lleva a
cabo Breton se basa en la diferencia que estableció Marx entre “valor de uso” y “valor de
cambio”: la literatura –dice- está alienada porque se ve en la necesidad de entrar en las
leyes de la economía de mercado, en el juego de la oferta y la demanda. Desde Walter
Benjamin a Cristopher Caudwell, los teóricos marxistas de los años treinta insistieron en la
relación del surrealismo con las teorías anarquistas y utópicas del siglo XIX. De hecho,
Breton cita elogiosamente a Fourier y muestra una clara simpatía por el anarquismo en su
artículo “La clara torre”, incluido en el libro La llave de los campos; después escribirá el
extenso poema “Oda a Charles Fourier”. Podemos recordar, también, aquella conocida
provocación que lanzaba en torno a 1930: “El acto surrealista por excelencia consistiría en
bajar a la calle con un revólver y disparar indiscriminadamente contra la multitud”
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(precisamente, uno de los libros de poemas de Breton se titula Le revolver à cheveux


blancs, “El revólver de pelo blanco”, 1932).
La dimensión política del surrealismo jamás estuvo exenta de dudas y
contradicciones, reflejadas claramente en las tormentosas relaciones del grupo con el
Partido Comunista Francés y, por supuesto, en las propias disensiones internas. En 1926 se
habían producido ya las primeras expulsiones, entre ellas la de Antonin Artaud, a quien
Breton reprocha el consumo de drogas; también “excomulga” a Soupault y Vitrac. El
Segundo Manifiesto del Surrealismo (1929) está lleno de alusiones hirientes contra los que
disentían del criterio y de las decisiones de Breton y le acusaban, no sin fundamento, de
ejercer un dogmatismo autoritario. Dijo Breton que entonces sentía “una necesidad
imperiosa de reaccionar contra los distintos tipos de desviaciones...” Y, curiosamente, en
este Segundo Manifiesto prescinde Breton de todos los “antecesores” míticos del
surrealismo citados en el texto de 1924, con la salvedad de Lautréamont: “En materia de
rebeldía, ninguno de nosotros ha de necesitar antepasados”.
A partir de 1930, la principal revista del grupo cambia significativamente de título:
La revolución surrealista pasa a llamarse El surrealismo al servicio de la revolución, pero
ésta sólo podría hacerse efectiva si el sueño se traduce en acción: así, tanto el lenguaje del
sueño -lenguaje de la revelación- como el del amor (“todo lo que, en la actitud de Nadja
frente a mí, delata la aplicación de un principio de subversión total...”) se convierten en
medios irreemplazables para cambiar la vida. Lo que vino después es una historia
conocida: la ruptura entre Breton y Aragon, el incidente con Ehremburg, el suicidio de
Crevel... Las divergencias entre los surrealistas y los partidarios del realismo socialista
fueron un reflejo particular del enfrentamiento entre estalinismo y trotskismo, que se
acentúa a mediados de la década de los treinta y llega a límites extremos a consecuencia de
los procesos de Moscú y del desarrollo de los acontecimientos en la Guerra Civil Española.
Ya en México, André Breton lanza, junto con Diego Rivera (y con el apoyo de Trotsky), el
manifiesto “Por un arte revolucionario independiente” (1938). Pero ésa es también la fecha
en que aparece La Nausée (La náusea), de Jean-Paul Sartre: “El barniz (de las cosas) había
caído y sólo quedaban masas monstruosas y fofas, en desorden -desnudas, con una
aterradora y obscena desnudez...”. La II Guerra Mundial y la posguerra situarían en primer
plano al existencialismo. Numerosos escritores y artistas vinculados al surrealismo se
exiliaron en Estados Unidos (André Breton, entre ellos) y México.

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