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AQUEL NIÑO QUE FUI

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AQUEL NIÑO QUE FUI

Mauro Calle Bellido

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Aquel niño que fui

© Mauro Calle Bellido


macabe007@hotmail.com
Edición

Editor:
Carlos Rivera
Quimera Editores
Calle 27 de noviembre 502
La Libertad, Cerro Colorado, Arequipa-Perú
Telf. 958240729
carlosriveraelciudadano@outlook.com

Diagramación:
José Luis Vizcarra Ojeda

Diseño de portada:
Alexa Calle Román

Corrección:
Grover Anco

Hecho el Depósito Legal


En la Biblioteca Nacional del Perú N. º 2021-04312
ISBN: 978-615-48099-6-9

Queda prohibida, sin autorización de los titulares del Copyright,


bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total y
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Impreso en Perú / Printed in Peru


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ÍNDICE

Presentación............................................... 11
Mauro Calle Bellido
Prólogo....................................................... 15
Edmundo Calle Bellido
Apuntes críticos......................................... 19
Guillermo Zeballos Gamez
Paolo Adriano Calle Calle

*****
La escuelita 989 de Cayma...................... 27
El primer amor....................................... 35
El regalo del director............................... 41
El guaguero y Jhuliano el extraño............ 47
Jesús y el Che Guevara............................ 55
Aquellas navidades.................................. 67
El tiro al blanco....................................... 71
La temporada de los trompos, las bolas y
las caretas................................................ 81
Los grillos............................................... 93
Colorín................................................... 99
Un gallo llamado Pepe............................ 107
El triste final de Margarita....................... 115
Un héroe caymeño.................................. 123

—7—
Mi única hermana................................... 131
El circo rey.............................................. 139
Mi recordada Jenny................................. 155
Mi amigo el chato César y el pozo de
Zemanat................................................. 165
Las cometas............................................. 175
Cuando explotó el “cuete”....................... 181
El final.................................................... 187
***
Colofón...................................................... 195
Ramiro de Valdivia Cano

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Dedicado a mí hija Alexa, que con su
peculiar candidez se anticipó a encontrarse
con la complacencia de escribir un libro.
Que a la postre significó el acicate para
entregaros mi primer proyecto literario.

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Aquel niño que fui

PRESENTACIÓN

A
quella mañana de un día de marzo del año 1979
estuvo impregnada de suficientes motivos para
recordar una de las experiencias más impresio-
nantes en esta mi corta existencia.
No bien terminé la secundaria y como dueño
de un gran espíritu aventurero decidí enrolarme en
el Ejército Peruano, nada menos que en la Primera
División Aerotransportada, una de las Fuerzas de Elite
del Perú. Ingresando a la Escuela de Paracaidistas con
la idea de cumplir el Servicio Militar Obligatorio en
calidad de voluntario.
A mis dieciséis años, grande era el reto que tendría
que asumir con mucho pundonor y coraje amén de toda
la nutrida escala de procedimientos y enseñanzas que
nos impartieron los monitores e instructores, quienes
apelando a su vasta experiencia, se esforzaban para
preparar nuevos paracaidistas y que dependiendo de
una inquebrantable moral para soportar tan riguroso
entrenamiento, lograran finalmente ostentar el bien
ansiado título de “Caballero Dorado”; que, luego de
vivir la experiencia que aludí al inicio, comprendí el
real significado de ese título.
Esa mañana calurosa de fines del verano, en que
los aspirantes aturdidos por el peculiar sonido de los
aviones Antonov con sus motores encendidos, habrían
de esperar su turno para realizar su primer salto. El

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Mauro Calle Bellido

nerviosismo imperante en cada soldado era evidente a


juzgar por la expresión en sus caras, además de sentir a
cada instante deseos de miccionar. Aún en esas circuns-
tancias, tuve tiempo para tomarme una fotografía en
blanco y negro; felizmente mi expresión infantil se
antepuso a la que verdaderamente debió retratarse,
porque a decir verdad, si de temor he de expresarme,
tengo que confesarles que este débil sentimiento se
torna mayor en los siguientes saltos hasta que por fin
se convierte en costumbre. Pero, como quiera que aún
nos faltaba mucho que aprender y experimentar, sólo
puedo traducir los momentos en que ese ruido casi
ensordecedor que provocaban las turbinas del avión
que nos transportaría, se portaba como fondo espectral
de nuestros corazones retumbantes por el miedo de
lanzarse al vacío.
Una vez en el interior, apostados en nuestros
respectivos lugares, aquella Compañía sería la primera
en descender; razón por la que, sumado este motivo,
los cincuenta integrantes teníamos un peso más para
coronar nuestro esfuerzo no obstante llevar en nuestros
hombros los trentitantos kilos del equipo que posterior-
mente significaría nuestra tabla de salvación si ocurría
algún accidente, en tanto sucediese, contábamos con
un paracaídas de reserva.
Los instantes previos a la primera orden del
Maestro de Salto resultan interminables cuando asoman
en el pensamiento esos ineludibles temores, mezcla de
incertidumbre y extrema emoción por saber qué sienten
los “Caballeros Dorados” al saltar del avión.

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Aquel niño que fui

Finalmente cuando terminábamos de acatar la


orden de ¡contar! sentí una fuerte palmada en mi
hombro... ¡dos listo!... y automáticamente con voz enér-
gica repuse... ¡uno listo! Habíamos llegado al momento
culminante dentro del avión en un marco de absoluta
tensión, era el momento de mostrar ese valor que
nuestros instructores supieron cimentar en cada uno de
nosotros y no solamente en estos avatares, sino en todos
los retos que tendríamos que enfrentar en la vida futura.
Heme aquí parado firmemente en el borde de la rampa
encabezando ese grupo de valerosos soldados; mientras
adoptaba la posición para saltar, mi pensamiento recorrió
los episodios más importantes de mi infancia, porque en ese
entonces sólo había vivido esa etapa de mi vida acompañado
de mis padres y hermanos; además, era la primera vez que
me separaba de ellos y me resultó enternecedor recordar
la tristeza dibujada en el rostro de mis padres al saber que
uno de sus menores hijos marchaba de casa para “Hacerse
hombre” –frase acuñada por mi padre– entonces como tal
y a la voz de ¡yaaaaa! me lancé al vacío.
Tuve el privilegio de ser el primer soldado que enfrentó
el gallardo reto para luego ser imitado por el resto de la
Compañía, que una vez abandonada la aeronave me imagino
el espectáculo que pocos tendrían ocasión de disfrutar
al vernos descender cual bandada de gansos salvajes en
formación de vuelo y es que precisamente las aves, acaso
podrían tener facultades para sentir lo mismo que los
seres humanos. Si parece ayer cuando contados los cuatro
segundos que ordena el procedimiento: ¡un mil! ¡dos mil!
¡tres mil! ¡cuatro mil! Desaparece como por arte de magia
ese ruido ensordecedor del Antonov y todas las sensaciones
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Mauro Calle Bellido

de incertidumbre, emoción, temor quedan magistralmente


superadas; pues oído humano jamás habrá de escuchar una
paz casi celestial cuando forma parte del firmamento y de
pronto dando paso a una instintiva reacción me encontraba
suspendido en el aire por el fuerte velamen de mi paracaídas.
Repuesto ya del inicio de esta extraordinaria expe-
riencia puedo ver a mis compañeros que supongo sienten
lo mismo que yo porque al mirar con deleite hacia abajo,
diviso lejanamente algunas casas, largos y pequeños caminos,
algunos árboles, pero en contraposición a estos pequeños
detalles aprecio la inmensidad del mar, aún con sus diferen-
tes tonalidades que parecieran tomar forma de un coloso
indomable, me siento amo y señor en las alturas dominando
todo lo que ocurre en la tierra.
La sensación es tan indescriptible que apenas siento
golpear en mi rostro el fuerte viento que impera en esa
altitud y me comparo con las aves que pueden volar a esa
altura sintiéndose libres, porque a pesar de su irracional
condición bien podrían sentir ese dominio terrenal que por
interminables momentos yo lo sentí.
Nuevamente miro hacia abajo y tengo a la tierra
acercándose en forma vertiginosa, ya puedo distinguir a las
personas que forman parte del equipo de tierra, entonces
abandono mis triviales pensamientos y me preparo para el
aterrizaje, acato fielmente lo aprendido y culmino mi primer
salto… me faltarán cuatro más para poder graduarme de
Paracaidista.
Mauro Calle

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Aquel niño que fui

PRÓLOGO

Edmundo Calle Bellido

A
quel niño que fui, como lo hemos sido todos
nosotros y ahora mayores, recordamos las alegrías
y penas de nuestra infancia que nos tocó vivir, al
sintetizar las vivencias de mi hermano Mauro Pantaleón,
cariñosamente para mí: “Maurosky”.
Iniciamos este prólogo felicitando a Mauro, por
tan excelente obra, antes debo confesar que en mi trayec-
toria de estudiante y profesional, pocas veces he leído
escritos de principio a fin; pero esta vez, en cuanto tuve
a Aquel niño que fui en mis manos, no hubo mayores
pausas para leer de corrido tan sorprendentes relatos
que prolijamente y capacidad de síntesis admirable, ha
logrado el autor.
Menciono sorprendentes relatos, porque desco-
nocía de las aventuras de coraje y picardía que vivenció
mi “pupilo”, digo así, porque a pesar de ser mayor en
dieciséis años, también tuve la oportunidad de compartir
junto a mis diez hermanos, momentos felices al lado
de nuestros padres Luis e Inés y la abuelita Genara.
Tengo el recuerdo y está plasmado en una foto,
el día de la Clausura del Año Escolar de 1973 en la
Escuela Primaria de Varones N° 989 de Cayma, en que
acompañé a nuestra madre para recibir sendos diplomas
dirigidos a Mauro, Javier y Ángel Calle Bellido, por
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Edmundo Calle Bellido

ser los más sobresalientes alumnos de sus respectivos


grados, como fuimos los mayores.
En realidad; me siento conmovido y halagado a la
vez, al escribir este Prólogo, que como dije líneas arriba,
concentra las más resaltantes vivencias de Mauro en su
infancia, niñez, precoz adolescencia y me pregunto:
¿Cómo será cuando relate lo vivido en su juventud?
Si nos detenemos a pensar que el día tiene 24
horas, la hora 60 minutos, el minuto 60 segundos y
que una vivencia es como una fotografía tomada en su
segundo, considero que son infinitas dichas vivencias
en nuestra corta vida terrenal; sin embargo, quedan
grabadas para siempre, aquellas que han dejado huella
en nuestras mentes y corazones.
Creo, y estoy seguro que Mauro, en mérito a su
envidiable memoria para recordar con mínimos detalles
sus momentos felices, serenos y de melancolía; además
de su imaginación y fantasía que lo imposible y poco
creíble, lo hace cierto o verdadero, nos relata lo que
considera oportuno y de una forma espontánea; como
cuando una musa inspira al autor, sea el poeta con sus
versos, el pintor con trazos y colores, el actor con sus
mimos y representaciones, el músico con sus angelicales
melodías o simplemente el hombre que expresa lo que
siente y que a veces no lo logra, porque le faltan las
palabras y queda en su pecho oprimido el sentimiento
de “alma, vida y corazón”.
A quienes tenemos la suerte y oportunidad de
recordar junto a Aquel niño que fui sólo nos queda
esperar la segunda parte anunciada y brindarle al autor,

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Prólogo

todo nuestro apoyo y consejo; haciéndole saber nuestra


opinión, sea positiva o negativa, pero constructiva. Lo
que servirá de mucho para motivar a nuestro novel
escritor y prosiga en sus propósitos de ser considerado
todo un literato, como los que hubieron y hay en nuestro
medio local, regional y nacional y qué mejor si es un
“caymeño” nato, de sangre caliente, mente sensata y fría,
pero que atiza el fuego ardiente de nuestros corazones
arequipeños, sean grandes o pequeños.
El mayor y el menor de los hermanos, significan
el primer y último eslabón de una generación o cadena
de once que fueron y ahora son diez. Son los Calle
Bellido, fruto del amor, humildad, paciencia y cons-
tancia, sobre todo el ejemplo que nos dieron nuestros
padres don Luis Calle Galdós y doña Inés Bellido de
Calle Q.E.P.D. y D.D.G.

Enero, 2020

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— 18 —
APUNTES CRÍTICOS

— 19 —
— 20 —
Guillermo Zeballos Gámez

C
ayma es el “espacio y tiempo social” como
lo apunta el autor; esta Cayma que parece
sempiterna, pero que sin embargo como toda
sociedad ha sufrido cambios visibles, es el hábitat que
le sirve de escenario a las fantasías que deshila el autor
de Aquel niño que fui
El autor fabula amores, los días de estudios en la
primaria que son los mejores de la vida, relata canciones
y música, navidades, vivencias en un circo, peleas de
gallos, añoranzas vividas con los de su sangre, la mamá,
el papá, los hermanos, los primos; cada relato podría
ser la trama de todo un cuento o una novela, porque
la riqueza de temas es exuberante.
El contenido y contorno de lo que nos cuenta
Mauro, nos recuerda la vena de Valdelomar, Vallejo
y Ciro Alegría, como ellos su desfile es realista, senti-
mental y romántico; pero no lo ubico dentro de los
clásicos y tradicionales románticos alemanes o france-
ses, sino dentro de esos románticos transformadores,
como Novalis o Horderlin que escriben llorando lo que
sienten, pero sufren porque lo que cuentan se despide
y se va, aunque no queremos para nunca volver igual.
La reina del circo se fue, no se despidió, flota ahí,
está con el autor, vive con él, aunque tal vez ya murió o
está al son de trompetas, rondines y cornetas, desfilando
y dando inicio a otro circo en este mundo.
21
Mauro Calle Bellido

Aplaudo a Mauro, porque su profesión cotidiana


le exige un doble esfuerzo, para ser un creador, como
lo muestra en Aquel niño que fui.
Febrero,2020

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Paolo Adriano Calle Calle

E
scrito bajo el tierno y melancólico recuerdo de
una infancia humilde pero a la vez enriquecida
de una temerosa felicidad, Mauro con un carácter
intimista cuenta los más elocuentes e indelebles momen-
tos que vivenció cuando aún empezaba a descubrir el
sentido de la vida.
A través de un compilado de memorias, Aquel niño
que fui (título de esta primera producción) despliega
hermosos sentimientos de amor, admiración, nostalgia
y agradecimiento por quienes dejaron alguna enseñanza
o lección al autor, especialmente de sus hermanos y
amigos; y que a pesar de los menesteres imperados de
la época, ha logrado perpetuar los mejores escenarios
como el evocado Pozo de Zemanat.
Destaca también el empleo de una diversidad
de calificativos para un mayor y detallado reflejo de la
exacta sensación que asaltaba a un muchachito intrépido,
ingenioso y de entrañable corazón; no por ello decrece
la inmersión en cada suceso o chascarrillo relatado en
los capítulos de esta singular y amena narrativa.
Mayo, 2020

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DIBUJO 1

— 25 —
— 26 —
La escuelita 989 de Cayma

LA ESCUELITA 989 DE CAYMA

N
o había cumplido los seis años, cuando seguro
de mí representaba con trazos inmaduros
el paisaje costumbrista de los arequipeños
natos: el majestuoso Misti de fondo, una casita con
techo de dos aguas, al costado un corralito ocupado
por un bóvido, un árbol y en el otro extremo un río
que después me enseñarían a llamarlo Chili.
Mi padre fue Luis Calle Galdós, caymeño como
el texao, quien con esa expresión de orgullo y vanidad
que siempre lo caracterizó cuando de sus once vástagos
vivientes se trataba, sonriente apreciaba el dibujo de
la pizarra que conllevaría a un interesante comentario
con el profesor Edwin Belón Grundy: “dibuja bien el
muchacho, promete bastante –dijo- procederemos a
matricularlo”. No puedo asegurar si lo hizo con todos
mis hermanos, pero tuve el privilegio de que mi padre
me llevara a matricularme por primera vez a un centro
de estudios y qué mejor motivo para recordar la legen-
daria escuelita fiscal, la 989 de Cayma, cuna del saber
que albergó en sus aulas a varias generaciones. En esa
oportunidad inicié mi etapa de escolar, en el aula donde
estudiábamos los de la transición, nombre académico
con el que abríamos las puertas de la educación primaria.
Me parece interesante describir la que fue mi
escuelita 989, así como también algunos de los maes-
tros que hicieron gala de sus sabias enseñanzas, porque

27
Mauro Calle Bellido

pareciera que en ese tiempo -me refiero a la década del


60- los maestros sí que eran de verdad; como verdad
es también que la escuela se ubicaba en medio de las
chacras, condición por demás benefactora, ya que
respirábamos aire puro y eso nos permitía asimilar
con mayor vigor los conocimientos que nos impartían
nuestros queridos profesores, de lo contrario no hubiese
tenido la oportunidad de expresar mis inquietudes en el
arte de escribir, porque a diferencia de Gabriel García
Márquez -y no intento compararme, habida cuenta
que en mi modesta opinión fue uno de los mejores
escritores en la época- me enorgullezco de no tener
una ortografía deficiente, gracias a mi esfuerzo y la
invalorable dedicación de esos docentes que a pesar
de las limitaciones que en todo momento lograron
superar, formaron grandes hombres que de pronto,
sus corazones emocionados latirían con fuerza al
recordar las seis aulas correspondientes a cada año de
la primaria, las que junto al salón de actos circundaban
el patio central.
Como vuelvo a repetir, colindaba con los terrenos
de cultivo, no tenía cerco y en los recreos gozábamos
del área de recreación más grande que cualquier niño
estudiante pueda imaginar, porque no existían fronteras
para correr libremente por el campo; aunque al retornar,
no tuviésemos varios caños de agua para beber y sólo
nos conformaríamos con apretujarnos para conseguir
el líquido vital en una sola pileta, sumándose tal vez a
esta necesidad la carencia de baños.
El único silo de nuestra escuelita, se ubicaba
graciosamente entre la acordonada y variopinta andenería
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La escuelita 989 de Cayma

circundante; pero solo para miccionar. El señor Belón


nos recomendaba ubicarnos en el borde de la acequia
con cuidado y de esta manera pues, disfrutábamos el
acto con mucho deleite al incrementar el caudal de la
sonriente catarata con nuestra úrica evacuación.
Los profesores que tuvieron la responsabilidad
de educarnos, en ese entonces, merecen un digno
reconocimiento; de su presencia actual en este mundo
no puedo precisar, pero me aventuro a describir a los
que recuerdo.
El señor Morriberón fue maestro de mis hermanos
Edmundo y Luis, vestía un traje verde oscuro, camisa
azafrán y corbata pacae claro, creo que nunca lo vi con
otra ropa; maduro y de personalidad introvertida pero
muy respetado por sus alumnos. Cuando lo conocí
enseñaba en el quinto de primaria. Es necesario indicar
que en forma regular cada profesor nos iniciaba en la
transición y subía la escalera con la promoción hasta
el quinto año.
En cuarto enseñaba el profesor Julio Castro,
apodado “Tarzán” en antagonismo a su contextura
física; muy joven, tanto así que jugaba al fulbito con
nosotros en la hora de recreo. De carácter amigable
y, cada vez que había una actuación conmemorando
alguna fecha especial en el calendario escolar, era el
encargado de hacer un dibujo alusivo en el centro del
pizarrón que se ubicaba en el fondo del proscenio del
salón de actos, dándole un marco colorido a todas las
actuaciones que nos tocó protagonizar, modestia aparte,
recuerdo que siempre tenía que actuar; era costumbre

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Mauro Calle Bellido

que el primero del salón era escogido para recitar un


poema, escenificar un drama, bailar, cantar o cualquier
otro arte que tocara la puerta.
Uno de los promotores más destacados en esas
artes fue el señor Edwin Belón Grundy, quien nos
entrenó, estando en transición, para interpretar en coro
la canción “Tengo el corazón contento” con motivo del
“Día de la Madre”.
El recinto estaba colmado de madres de familia y
distinguidos invitados; en la solemnidad del momento,
ese homenaje universal, rompió su silencio con el
grupo donde estábamos los más pequeños de la escuela;
ataviado con un pantalón crema y una camisa estam-
pada con figuras de vaqueros, me ubicaron delante
del coro porque me había aprendido a la perfección la
letra del tema.
Lo primero que hice fue buscar el rostro de mi
madre Inés y al encontrarla frente a mí me dieron
ganas de llorar, era la primera vez que me presentaba en
público, pero me armé de valor y mirándola fijamente
como guiado por una estrella, le canté con toda la
ternura de un niño que canta a la madre en su día, sin
equivocarme -porque detrás- mis compañeros seguían
el ritmo muy bien acompañados por las melodías del
acordeón que magistralmente tocaba el señor Belón.
Finalizada la pieza musical, el público asistente
nos premió con sonoros aplausos que supimos agrade-
cer con una venia, fue precisamente en ese momento
que volví a dirigir la mirada a mi madre, ella estaba
llorando de emoción y no cesaba de aplaudirme. Se

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La escuelita 989 de Cayma

me hizo un nudo en la garganta y no supe qué hacer,


tal vez hubiese querido saltar del proscenio y correr
hacia ella para abrazarla, besarla y obsequiarle la rosa
de papel que llevaba prendida en mi camisa a la altura
del pecho. Pero, cuando uno es niño aún, no tiene ese
poder de decisión; por lo tanto acepté resignado que
esa masa colorada que se llama corazón se estrujara
cuando se ve llorar a una madre, aunque en el fondo
me sentí satisfecho de haberle regalado esa bonita
canción por su día.
Por cierto; los profesores, que son los que saborean
los triunfos de sus pupilos, nos felicitaron efusivamente.
Nunca olvidaré aquella frase que me dirigiera el profesor
Castro; sabiéndose guía de mis hermanos Celso y René
a quienes también había enseñado y ahora satisfecho
de conocer y enseñar a un Calle Bellido más, dijo: “Tu
padre debe de estar siendo envidiado en este pueblo por
la calidad de hijos que tiene”… ¿Cuántos quedan? -Aún
quedan dos, señor- le respondí. Sonrió, me palmeó la
cabeza con gesto paternal y se marchó para continuar
con la actuación.
Nunca fue mi maestra y las pocas referencias que
recogí de la señorita Yolanda, sólo me permiten decir
que tenía un carácter fuerte y mucha autoridad para
con sus educandos, no recuerdo si era viuda, madre
soltera o divorciada, pero lo cierto era que sus alumnos
más desaplicados que comúnmente los llamábamos
“forajas” le atribuían una relación sentimental con el
“coquero” apodo que le pusieron al señor Belón. No se
piense por favor que estaban refiriéndose a un capo de
la mafia, ni mucho menos de un consumidor de droga,
31
Mauro Calle Bellido

ingenuamente se referían al hecho de tener uno o dos


dientes menos producto de “chacchar” o “picchar” la
hoja de coca.

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DIBUJO 2

— 33 —
— 34 —
El primer amor

EL PRIMER AMOR

D
el primer y segundo año, debo asumir que
los profesores no tuvieron relevancia porque
mi memoria no los evoca, salvo la acertada
presencia del señor Velásquez, quien era el director.
Sin embargo en contraposición a esa pequeña limita-
ción, tengo suficiente memoria para recordar uno de
los acontecimientos más importantes de lo que fue mi
infancia: haberme “enamorado” por primera vez.
En realidad los términos precedentes son exagera-
dos, iniciaba el segundo de primaria y aún no cumplía
los siete años; por razones desconocidas no teníamos
profesor aún, pero un buen día, hizo su ingreso al
aula acompañada del director para callar ese bullicio
infernal, la que sería nuestra profesora.
La señorita Rosa Gladys Fernández Díaz era una
dama de unos dieciocho a veinte años de edad, dueña
de una belleza nunca antes vista por mí. A medida que
se cumplía con el protocolo de la presentación, no me
perdía ningún detalle de sus movimientos; aunque
no eran muchos, pero pronto descubrí que tenía un
cuerpo escultural a pesar de su estatura no muy elevada,
de manera que toda su apariencia irradiaba la plena
vigencia de una candorosa juventud para transmitirnos
sus enseñanzas. Porque a pesar de su corta edad para ser
profesora, no necesitaba mayor experiencia en la vida,
sino la suficiente para educar a un modesto número

35
Mauro Calle Bellido

de infantes de los cuales uno, ya fue víctima de haber


perdido el sueño esa noche; al volverla a mirar como
entre nubes y brisas no reales.
Recuerdo que en el poco tiempo que dormí, soñé
que estábamos de paseo en Quequeña en compañía de
mis compañeros guiados por ella, cuando cruzábamos
por un puente colgante sobre un río caudaloso infestado
de cocodrilos, perdió el equilibrio y cayó a las turbulen-
tas aguas. Todos nos asustamos y pensamos lo peor. El
peligro era latente, si no se la devoraban los cocodrilos
podría ser arrastrada por la corriente y luego morir
ahogada; entonces sin pensarlo dos veces me lancé al río
para salvarla, realizando en el aire un perfecto “ángel”.
Al tener contacto con el agua, ella estaba aterrorizada
porque se acercaba un cocodrilo, por lo que tuve que
nadar con mayor velocidad y antes que el reptil le diera
alcance, la tomé por la cabeza como hacen los salva-
vidas y nadé hacia la orilla llevándola conmigo hasta
ponerla a salvo. Los cocodrilos no pudieron alcanzarme,
convirtiéndome de esa manera en su héroe.
Ese tipo de sueños tienen su asidero, mi afición
por la lectura creo que nacieron con las historietas. Leía
cuanta revista llegaba a mis manos y las aventuras de
Tarzán me las conocía todas, mis favoritas eran La vida
de Fantomas, Mizomba el intocable, Turok el guerrero
de piedra, Tawa, Kalimán, El Capitán América, Flash.
También disfrutaba con las ingeniosas ocurrencias de
Aniceto Verduzco y Platanares y con las de Hermelinda
Linda.

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El primer amor

Mi emoción se tornó mayor cuando el primer


día que dictó clases me señaló para que intervenga. Al
hacerlo, a pesar que me sonrojé, fue suficiente motivo
para atribuirle un amor a primera vista.
Acompañado de mi inocencia, tenía la seguridad
que yo le gustaba y entonces comencé a edificar un
pequeño mundo de ilusiones y fantasías que felizmente
lejos de perturbar mi aprendizaje contribuyeron a
engrandecerlo. Porque, si para muchos de mis compa-
ñeros era un martirio asistir a la escuela, para mí se
convertía en una cita con la fuente de inspiración para
soñar despierto mientras la tenía en frente y demos-
trarle también que sus enseñanzas las asimilaba de la
mejor manera. De tal suerte que al finalizar la primaria
me convertí en su orgullo, al obtener la excelencia en
aprovechamiento y conducta.
Pienso que algunos valores se heredan y lo de ser
estudioso o responsable, debieron ser atributos de mis
padres o abuelos. Lo cierto es que la mayoría de mis
hermanos, por no decir todos, tuvieron esa proclividad
para ocupar los primeros lugares.

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DIBUJO 3

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— 40 —
El regalo del director

EL REGALO DEL DIRECTOR

L
a infancia siempre nos trae los más bellos recuerdos
y tengo la impresión que difícilmente me olvidaré
de aquellos. Aún tengo la facultad de recordar
año tras año los eventos más importantes a medida que
avanzaba en la escuela.
Al terminar la transición, ya sabía escribir y leer
correctamente, de modo que cuando pasé al primer
año de primaria, estaba en condiciones de enterarme
de todo lo que acontecía en el mundo.
Ese año sucedió algo trascendental en la historia
de la humanidad y a decir verdad, estos sucesos siempre
llamaron mi atención, tanto como a mis hermanos.
Anunciaron en los diarios y la radio, la llegada del
hombre a la luna. Esa noticia conmocionó al mundo
entero, en mi casa estábamos estupefactos, porque
aquella proeza la transmitirían en la televisión, pero
como no teníamos donde verlo, fue preciso ir a casa de
los Nieto. En esa época solo algunas familias contaban
con un televisor, pero ese pequeño detalle, no significó
problema alguno para lograr nuestro objetivo.
A propósito de los Nieto, me viene el recuerdo
de mis contemporáneos Samuel apodado “El Mañaña”,
el “Chato Eduardo” y Mario el menor apodado “El
Chispi”, expertos en cuentos que hacían llorar y en
estrategias de combate como las de Napoleón. Jugábamos
casi siempre a la guerra, nosotros con “armas” poco
41
Mauro Calle Bellido

convencionales como palos emulando fusiles; ellos con


una “ametralladora” de madera muy bien elaborada de
color negro; según mis amigos, la fabricó el popular
“Choto”, su “hermano” mayor, pero lo curioso de
este episodio es que todos querían tenerla, hasta los
hermanos José y Herber apodados “Los Taparacos”.
A veces nos peleábamos y otras nos turnábamos para
tenerla en nuestras manos, acto que nos permitía gozar
de una sensación verosímil indescriptible, de sentirnos
soldados en el campo de batalla.
Sentado, aunque no tan cómodamente, pude
ver las incidencias de la aventura del astronauta Neil
Armstrong, encargado de comandar la primera misión
lunar a bordo del Apolo XI, junto con Buzz Aldrin y
Michael Collins.
Fue muy emocionante, a pesar que las imágenes
no fueron tan nítidas, además de ser sólo en blanco y
negro, ver cómo después de tantos milenios, el homo
sapiens abrazaba a nuestra romántica luna, ese atrevido
enamorado, que las generaciones venideras no olvida-
rán, era Neil Armstrong y su tripulación en el módulo
lunar Eagle.
El calendario registró la fecha 20 de julio del año
1969. Yo estaba pronto a cumplir siete años y recuerdo
haber leído al día siguiente en un diario, aquella frase
histórica que dijera el primer hombre que pisó la luna:
“Esto es un pequeño paso para un hombre y un paso
gigante para la humanidad.”
Una mañana tocaron la puerta de nuestra casa,
cuando disfrutaba con mis hermanos los interminables

42
El regalo del director

días de vacaciones; no recuerdo quién atendió, pero


pronto interrumpieron el juego para decirme que el
director de la escuelita preguntaba por mí o mejor
dicho venía a buscarme. Por un momento traté de
ignorar la situación, pero al ver la expresión de los que
me circundaban, advertí que el asunto era en serio, a
juzgar también por la decisión que tomara mi madre
al precederme en el encuentro.
Mi apariencia no era del todo formal para recibir
al director, ni la de alguien en casa; nuestra humildad
fue ignorada, a pesar de que el visitante vestía como de
costumbre su elegante terno y acababa de bajar de un
moderno automóvil. Su figura algo peculiar, reflejaba a
un carismático hombre, bastante maduro, de muy baja
estatura y de abdomen prominente. Las facciones de
su rostro irradiaban un paternalismo y bondad dignos
de recordar.
Se trataba de don Luis Velásquez, quien fue el
primer director que conocí en la escuela, a todos sus
alumnos nos trataba como a hijos o tal vez como a nietos
y por mi tendencia a sobresalir, pronto me convertí en
uno de sus engreídos.
Sin embargo, jamás imaginé que iba a ser acree-
dor a un regalo personal. En efecto, nada menos que
el director vino a casa a entregarme un presente, que
a pesar de su pequeñez, para mí fue uno de los más
grandes regalos que haya recibido. Considero que
por tratarse de la primera vez que se me alcanzaba un
estímulo de esa naturaleza, no salía de mi asombro;
porque luego de disculparse cortésmente ante mi

43
Mauro Calle Bellido

madre por no poder acceder al pedido de ingresar


a nuestro hogar, me abrazó y me dijo: “Maurito, he
venido a despedirme porque al próximo año ya no
volveré a la escuela, concluyó mi labor como director
y me voy a descansar a mi casa, sé que eres un buen
chico y deseo que continúes así, quisiera algún día
poder verte un hombre logrado y te aseguro que me
sentiré orgulloso de ti”.
Luego se dirigió a mi madre diciendo: “Señora, la
felicito por lo buenos que son sus hijos en especial por
mi Maurito a quien siempre llevaré en mi corazón” y al
volverse a mí, sacó del bolsillo de su saco una cajita que
contenía dos lindos lapiceros, me la entregó y arguyó:
“Practica mucha escritura porque en adelante ya no
escribirás con lápiz”.
Este acontecimiento fue tan impresionante que
sólo atiné a darle las gracias por todo. Aún no termi-
naba mi asombro, mi madre agradeció también y él
se despidió de todos; abordó su automóvil y con el
característico ademán del adiós...se marchó.

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DIBUJO 4

— 45 —
— 46 —
El Guaguero y Jhuliano el extraño

EL GUAGUERO Y JHULIANO EL EXTRAÑO

L
a letra de los temas musicales de aquella época,
siempre llamaron mi atención, por lo que voy a
permitirme recordar una estrofa que decía más
o menos así:
“...Y cuando llegues tú, te podré mostrar como
juega un caracol, sobre los pétalos de la rosa roja
que dan lágrimas de dios; esmeraldas son como rayos
del sol las piedritas del camino y yo las juntaré para
regalarte junto a mi mejor canción...duro es el pan...
duro es el pan”.
Esta canción la interpretó un cantante argentino
que se hacía llamar “Jhuliano El Extraño”, que junto
a otros artistas se presentó en el Coliseo Arequipa, en
el famoso Festival de la Canción de Arequipa allá por
el año 1970, época en que mis hermanos mayores:
Edmundo, Darío, Jesús y tal vez Celso, eran asiduos
oyentes de los hits de temporada, con tan peculiar
fanatismo que los hermanos menores fácilmente nos
contagiábamos de esa música.
Cómo no recordar la noche que se presentó ese
grupo de cantantes, estábamos extasiados por verlos;
tal vez mis hermanos mayores asistieron, pero mi
gran deseo era estar allí y no me quedó otro remedio
que tratar de convencer al más intrépido y habilidoso
de mis hermanos, Julio René, quien con sus escasos
doce años ya era capaz de procurarse una “montera”

47
Mauro Calle Bellido

cuando mi madre lo mandaba al mercado San Camilo


para aprovisionarnos de los alimentos necesarios,
amén de tener mucha habilidad para escoger a sus
“caseras” y obtener productos de buena calidad a
un bajo precio.
Le brillaron sus grandes ojos cuando le pedí
que me llevara a cambio de mis propinas, ya que
con respecto al ingreso, estando con él no tendría-
mos ningún inconveniente. Verán que siempre se le
ocurriría algo. El problema era tener una excusa para
salir, pero al no poderla inventar por mi limitada
libertad de niño, nos arriesgamos a salir de casa sin
pedir permiso.
Los primeros pasajes de esta corta aventura
fueron emocionantes, porque empecé a preocuparme
cuando René me dijo que no íbamos a pagar pasaje
en el bus, no entendía qué podría estar tramando.
Cuando el tranvía entró en desuso, aparecieron las
“góndolas”, eran buses que hacían servicio de transporte
urbano, las de Cayma hacían su recorrido hacia el centro
de la ciudad, llegando al paradero más lejano ubicado
en la intersección de las calles Deán Valdivia y Piérola
o mejor dicho en el Parque Duhamel. Su color gris y
rojo característico era inconfundible con los de las otras
líneas, además cabe decir que hasta la tripulación era
conocida, don Baltazar era el conductor y un señor que
apodaban “fiero”, el cobrador. Esa noche, René ya sabía
qué góndola abordar, por eso estaba seguro de viajar
gratis porque el “fiero” era su amigo y no le cobraba.

48
El Guaguero y Jhuliano el extraño

Nos sentamos en el primer asiento no porque


resultaba bonito o seguro, un tipo con las caracte-
rísticas de René no podía desperdiciar el tiempo,
me contó que había aprendido a manejar con tan
sólo mirar todos los movimientos que realizaba don
Baltazar el conductor y que algún día lo convencería
para que le dejara conducir, ya que sólo práctica era
lo que faltaba; de manera que todo el viaje nos la
pasamos observando los movimientos del chofer.
Cuando llegamos al Parque Duhamel, tuvi-
mos que bajar necesariamente porque de ese punto
llegaríamos caminando hasta el Coliseo Arequipa.
En el trayecto nos topamos con varios vendedores,
unos de golosinas, otros de pasteles, alfeñiques y
guaguas. Como transcurría el mes de noviembre los
que abundaban eran los “guagüeros”, al antojarnos
de estos deliciosos panes, decidimos elaborar un plan
para obtenerlos.
Tuvimos primero que verle la cara al vendedor,
tenía que ser de avivado y no de tonto para que pueda
ir tras de René que tomó dos guaguas y emprendió
la carrera, obviamente el panadero lo seguiría hasta
atraparlo y quitarle el “botín”, de manera que al
descuidar su canasto lleno de guaguas yo tomaría
las que pudiese, las escondería en mi chaqueta y
finalmente nos encontraríamos en la esquina.
Felizmente el plan salió perfecto, sólo que René
me dijo que a la próxima cambiaríamos los papeles,
ya que aún se frotaba la cabeza a causa del coscorrón
que le propinó el “guagüero”. Sin embargo el alivio

49
Mauro Calle Bellido

se sintió pronto al ver que contábamos con cuatro


caretas más que acrecentaron la colección y aumen-
taron nuestra fantasía.
El techo del Coliseo se asemejaba a una montaña
por el color del material que lo cubría, no me pare-
ció muy atractivo; pero ello no tenía importancia,
nuestro siguiente objetivo era ingresar al escenario.
Mientras nos acercábamos a la puerta principal, noté
que René estaba maquinando algo a la vez que miraba
con mucha atención el movimiento de las personas
que pugnaban por ingresar ya que la función estaba
por comenzar.
Definitivamente no estábamos dispuestos a
comprar los boletos, por lo que hicimos varios intentos
y finalmente convencer a una señora para que nos
permitiera acompañarla y de esa forma poder ingresar,
pues los niños no pagaban si estaban en compañía
de un adulto. Por fortuna en estas circunstancias, la
naturaleza estaba coludida con René, su baja estatura
no reflejaba la edad que tenía haciéndose acreedor
al apodo de “Chato”: lo que le faltaba en tamaño, le
sobraba en maña; es así que apelando a ese especial
atributo, pudimos presenciar el espectáculo cómo-
damente sentados en butaca.
En mi vago recuerdo, sólo quedaron grabados
dos temas “Duro es el pan” de su intérprete “Jhuliano
El Extraño”; cuyo fragmento, que narré antes, lo
llevo en mi memoria. El otro, se llama “El Quijote”
y dicho tema versa así:

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El Guaguero y Jhuliano el extraño

“Eran las manos y la mirada al más allá, su grito


es un grito de atención; que dicen que está herida,
que dicen que está herida, Si? Herida la paloma
de la paz. Los pájaros del monte guardaron silen-
cio porque el don quijote de la libertad entró a
la gloria de la historia que no se detiene como el
mundo (...)el amanecer con su resplandor vuelve
a despertar y a iluminar, a iluminar, a ilumi-
nar...viviré”.

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— 52 —
DIBUJO 5

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Aquel niño que fui

JESÚS Y EL CHE GUEVARA

I
ndudablemente el mensaje de esas canciones trans-
mitía un contenido social muy arraigado en la
mentalidad de los jóvenes de esa época, de allí que
se desarrolló una corriente de música de protesta o
música popular en contra del vociferado imperialismo
yanqui. Aún estaba fresco el recuerdo de la muerte del
guerrillero Ernesto Che Guevara en su última incursión
por la cercana Bolivia, que según contaban mis herma-
nos mayores, estaba reclutando gente para su ejército y
que estuvieron interesados de unirse a ese movimiento
revolucionario.
Entiendo que estuvo por Arequipa cuando se diri-
gía al país altiplánico, su viaje era clandestino porque los
guerrilleros estaban perseguidos. En la avenida Progreso
del distrito de Miraflores, vivía un socialista boliviano
de nombre Carlos Paz, quien en sus ratos de bohemia,
siempre contaba que el Che lo visitó en su casa y le
pidió hablar con camaradas de nuestra ciudad. Don
Carlos convocó a una reunión nocturna y secreta a varios
jóvenes militantes de la izquierda, la que en esos años
tenía gran influjo no solamente en nuestro medio, sino
en todo el territorio nacional. Se supo que entre otros,
participaron en la reunión conocidos partidarios como
Héctor Delgado Béjar, Duilio Quequezana Villanueva,
Guillermo Zeballos Gámez, Jorge Añacata Gómez, mi
primo Heraclio Molina y mi hermano Jesús Gerardo.
Dijeron que el Che llegó a esa reunión a las diez de la
55
Mauro Calle Bellido

noche, engalanado con su aureola y fama mundial de


revolucionario. Anunciándoles que entregaría su vida
en Bolivia, enarbolando el fusil, como símbolo de la
guerrilla.
A propósito de la referencia a mi primo Heraclio
Molina, tal vez en el futuro, llegue a mis ojos o a los de
muchos lectores, el contenido literario de la narración
de una de las etapas en la vida de mi hermano Jesús
Gerardo, de quien recogí algunos alcances de su vasta
cultura y quién sabe, en determinado momento, departió
con los personajes nombrados.
Muchos años después, el destino me brindaría la
oportunidad de conocer en persona al Dr. Guillermo
Zeballos Gámez, con el que por razones de la profe-
sión, tuve que intercambiar no solamente cuestiones de
derecho, sino de una disciplina cuya pasión felizmente
la compartíamos: se trataba de la literatura. Deduzco
que al percibirme como un inquieto propulsor en el
arte de escribir, no dudó en ofrecerme su apoyo, sin el
cual no sería posible la difusión del presente trabajo. Tal
vez en el futuro, se me permita narrar algunas de sus
correrías, hazañas o devaneos, plasmados en una novela.
Este género literario, lo graficó el Doctor Antonio
Cornejo Polar, cuando se llevó a cabo el Primer
Encuentro de Narradores Peruanos en la Casa de la
Cultura de Arequipa, en el año 1965, refiriéndose en
el discurso de inauguración, al prestigioso novelista
argentino Eduardo Mallea, quien afirmó que la novela
es con frecuencia “más verídica que mucha historia”.

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Jesús y el Che Guevara

Gracias a la información proporcionada por


Guillermo, relacionada al Encuentro de Narradores,
me invade un sentimiento de orgullo el saber que parti-
ciparon grandes luminarias de talla mundial como Ciro
Alegría, José María Arguedas, nuestro paisano Mario
Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura del año 2010
y otros grandes como Arturo D. Hernández, Francisco
Izquierdo Ríos, Porfirio Meneses, Oswaldo Reynoso,
Sebastián Salazar Bondy, Oscar Silva, Eleodoro Vargas
Vicuña y Carlos Eduardo Zavaleta. La trascendencia
de este evento, fue calificada por José María Arguedas
con las siguientes frases: “Un milagro dentro de nuestra
cultura, pues, en toda la historia de la creación literaria
en el Perú, es la primera vez que nos reunimos autores
y críticos modernos”.
Al margen del género intelectual al que me he
referido, Jesús participó en el desarrollo del teatro
popular, incursionando como actor en el Grupo Teatral
Atahualpa de la Universidad Nacional de San Agustín
de Arequipa, en su época de estudiante de arquitectura,
por lo que siempre tendré motivos para recordar sus
magistrales actuaciones en cada obra que escenificaron
junto a un grupo reducido de actores, pero que en su
realización se multiplicaban de tal forma, que creíamos
estar presenciando una dramaturgia al fiel estilo de
las más renombradas salas europeas de aquellos años.
Uno de los detalles que llamaron mi atención, fue la
interpretación de una serie de melodías o canciones de
protesta, que servían de marco a la mayoría de obras
teatrales que pusieron en escena, así se constituyeron
como temas simbólicos de las luchas populares que,

57
Mauro Calle Bellido

supongo fueron muy bien diseñadas por su director


Luis Álvarez, de quien me acuerdo claramente. Aún
hoy, puedo evocar las canciones de grupos musicales
chilenos como Inti Illimani, Los Quilapayun, entre
otros; cómo olvidarme de Víctor Jara, intérprete
chileno pionero de la música popular y de protesta.
Como complemento del recuerdo de tan singulares
temas musicales, como no he de recordar las actuaciones
que protagonizó Jesús en la diversidad de obras teatrales,
interpretando papeles como el del vietnamita Van Troi,
entre otros; en fragmentos de obras como “Seis horas en
la vida de Frank Kulak” basada en un artículo de prensa
sobre un antiguo miembro de la marina estadounidense,
quien hizo explotar una bomba en Chicago para protestar
contra la guerra de Vietnam.
Tal vez esos acontecimientos vividos en aque-
lla época, fueron el inicio de mis ideas socialistas,
porque con el correr de los años fui tomando una inicial
conciencia social que fue moldeándose en la etapa del
colegio hasta llegar a la universidad, tratando siempre
de cristalizar mi afán de liderazgo en todos los campos:
solía ser el jefe de los bandidos cuando jugábamos a
los vaqueros, también el llanero solitario o algún otro
paladín de la justicia.
Además, en el campo educativo, me caracteri-
zaba por ocupar los primeros puestos, era el mejor
dibujante, el mejor cantante, y en el aspecto deportivo
no quedé rezagado, también era el capitán del equipo
de fútbol, de manera que no tuve inconveniente en
representar a mis compañeros de clase para protestar

58
Jesús y el Che Guevara

contra cualquier abuso, llegando incluso a ser reprimido


por la fuerza pública cuando los actos que dirigía se
tornaban violentos.
Sin embargo paradójicamente, el destino propi-
ciaría un escenario diametralmente opuesto, cuando
un grupo de agentes de la Policía de Investigaciones
del Perú, interrogaba en el sótano de una estación PIP,
a un dirigente estudiantil detenido por atentar contra
la seguridad del estado, actuando como represor en
dicho grupo, ese otrora niño que supo asimilar con
profundo sentimiento, el mensaje socialista de las
canciones de música de protesta que guardó en su
memoria para siempre.

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DIBUJO 6

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Aquellas navidades

AQUELLAS NAVIDADES

N
o obstante las tendencias ideológicas o
religiosas, la navidad es para muchos una
fiesta de amor y paz, donde cada persona la
disfruta de una forma u otra. Una de las navidades
más tristes que me tocó vivir fue cuando anunciaron
de parte de la parroquia de Cayma, la entrega de
regalos para todos los niños del pueblo. Si bien es
cierto nunca tuvimos fastuosos regalos, pero fueron
mis padres los que se preocuparon para que nuestras
navidades sean bonitas o por lo menos nosotros las
sintiéramos así.
Como todo niño, tenía la ilusión de armar el
nacimiento junto a mis hermanos. Recuerdo que no
se cumplía ese deseo porque no teníamos el misterio y
tampoco la casita, sólo estaban guardados en un baúl
antiguo, los personajes, animales y objetos que confor-
man ese ancestral retablo. Siempre tuve la curiosidad de
tocar y observar detalladamente cada pequeña escultura
que a decir verdad tenían características especiales,
porque se trataban de piezas antiguas tal vez heredadas
por mis padres.
Esas ilusiones se interrumpieron por una que
estaba a la mano: la entrega de regalos en la parroquia,
se iba a realizar un día antes de nochebuena, para esto
ya había planeado llevar a mis hermanos menores. Por
lo general rara vez salíamos de casa solos, especialmente

63
Mauro Calle Bellido

cuando mi hermano Ángel, el menor de la estirpe nos


acompañaba, ya que por ser muy pequeñito necesitaba
del cuidado de un adulto, pero opté por ignorar el tema
y decidí concurrir al lugar sin previo aviso.
Teníamos que estar lo más temprano posible
para poder recibir los mejores regalos, Ángel Leonardo
cariñosamente llamado “Nano” deseaba tener un gran
carro, Javier o “Javicho” quería unas cartucheras con
sus pistolas de vaquero y yo soñaba con un helicóp-
tero, aunque con ocho años ya debería pensar en otros
juguetes.
La noche anterior nos acostamos tan ilusionados
al punto que Nano casi me delata porque los niños no
saben guardar secretos. Al día siguiente nos levantamos
muy temprano, me preocupé principalmente de nuestros
zapatos, teníamos tanto trajín que era necesario echarles
betún, felizmente mi madre andaba tan atareada en
sus labores cotidianas que no le dio importancia a mi
esmero con el calzado de los tres.
Luego del desayuno, saldríamos a jugar a la calle,
porque normalmente mi padre partía al trabajo muy
temprano, pero el destino nos jugó una mala pasada;
por alguna razón papá retornó antes que saliéramos de
casa y por tal motivo no pudimos hacerlo. Se demoró
tanto que ya empecé a inquietarme y la indiscreción
de Nano era un constante peligro; sólo yo sabía ver la
hora y al notar que avanzaba, tenía que entretenerlos
en algo hasta que papá se marchara nuevamente y sólo
así podríamos ir a la parroquia.

64
Aquellas navidades

Después de dos horas, por fin se fue; inmediata-


mente salimos a “jugar” en la calle, avancé los más rápido
posible tomando a Nano de la mano, no podíamos correr
porque tenía el temor que el pequeño se cayera y llorase,
cosa que no me gustaba; la distancia no era tan grande
y cuando atravesamos la plaza principal, me sorprendí
al no ver la multitud que yo esperaba encontrar, para
cruzar la pista aferré a mis dos hermanos de la mano y
avanzamos lentamente hacia la entrada de la parroquia.
Ya no había nadie y Nano fue el primero en perca-
tarse de las envolturas regadas en el suelo, la entrega de
regalos se había terminado y todo estaba cerrado; por
primera vez en mi vida sentí una gran desilusión, no
sabía qué pensar, ni qué decirles a mis hermanitos que
inicialmente no entendían lo que pasaba.
Nano no me dio tiempo para explicarle y rompió
en un incontrolable llanto, Javicho sólo atinó a mirarme
con sus grandes ojos, como culpándome o preguntán-
dome porqué les hacía eso. Después de todo yo los había
ilusionado con recibir sus regalos, con tener felicidad.
Me sentí el ser más desdichado.
Sabía que en el fondo no era el culpable, pero esos
pequeños no merecían ello, sólo atiné a sentarlos en
una batiente, no para tratar de inventar excusas, sino
para alentarlos a pensar en otras cosas. Les dije que no
se preocuparan por los regalos, porque papá nos iba a
comprar mejores y que si no era así yo les regalaría la
totalidad de mis pocos juguetes, con tal de no verlos
tristes pero no me entendieron.

65
Mauro Calle Bellido

Desde ese momento prometí hacer algo para


que olvidasen esa amarga experiencia y así devolverles
la alegría que la perdieron en esa ocasión, entonces ya
calmados, retornamos a casa con la esperanza de que
algún día ocurra algo bonito para ellos y para mí.
Parece mentira, pero la ley de la vida, a veces
devuelve lo perdido o contrapesa lo reprimido y en
un marco de real justicia, la siguiente navidad fue
muy alegre, borrando el triste recuerdo de la anterior;
porque papá compró el misterio con su casita y por fin
pudimos armar el nacimiento con muchas emociones e
ilusiones, entonces me di cuenta que era la oportunidad
para lograr lo que me había propuesto.
Apelando a mi ingenio, fabriqué tal vez, el trineo
más bonito del mundo, porque estoy seguro que esa
impresión tuvieron no solamente Javicho y Nano, mis
hermanos menores, sino también María Amparo, mi
única hermana, mis hermanos mayores y mis padres;
para ello utilicé el común tecnopor, tenía seis renos, que
jalaban un trineo conducido por un Papá Noel cargado
de regalos; me esmeré tanto que por un momento estuve
seguro que esa representación universal plasmada en
Santa Claus, borraría todos los pasajes tristes del pasado
que a nuestra corta edad, ya habíamos experimentado.
Ese trineo al ser instalado en el nacimiento por
algunas navidades más, constituyó uno de los recuer-
dos más saltantes en la memoria de cada uno de los
integrantes de nuestra familia, ya que muchos años
después habrían de evocarlo sobre todo en el mes de
diciembre, cuando reunidos en la noche buena como

66
Aquellas navidades

dicta la costumbre, saboreábamos esas ensaladas que tan


prodigiosamente preparaba mi dulce madre y como dato
curioso les contaré que la primera vez que colocamos,
con la ayuda de mi hermana, ese hermoso trineo en el
nacimiento, Jesús llegó de la calle y al ver el adorno,
decidió aportar con algo, entonces con su peculiar
personalidad y con gesto displicente, se procuró un
plumón y sobre el papel cometa color azul que repre-
sentaba el cielo, escribió con letra improvisada: ¡gloria
a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de
buena voluntad!
Aunque el hecho no fue de nuestro agrado, porque
hubiésemos querido que los grafemas allí escritos tuvie-
sen escarcha o purpurina, resultaron una expresión de
cambio en la ideología socialista que en algún momento
atesoró el pensamiento de nuestro querido “Mocho”.

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DIBUJO 7

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— 70 —
El tiro al blanco

EL TIRO AL BLANCO

E
stas pequeñas vivencias pero muy significativas
para mí, alimentaban constantemente mi ánimo
para experimentar cosas distintas, mejor aún si se
trataban de nuevas aventuras, que obviamente impli-
caban palomilladas bien intencionadas, porque muy
lejos de nuestro pensamiento estaban los sentimientos
negativos. La inocencia en nuestras travesuras era el
sustantivo en la mentalidad de todos los niños que
conformábamos esa generación.
Tal vez resulte necesario aclarar este tema, para
contarles algunos pasajes que aún llevo en mi recuerdo,
como aquel día de febrero en la temporada del “Tiro
al blanco”.
Era tradicional que en la fiesta de la Virgen de la
Candelaria de Cayma, se instalen en la plaza principal,
muchas carpas que ofrecían diversidad de juegos donde
los concurrentes siempre eran premiados.
Ahora bien, es oportuno nombrar a “Los tapa-
racos”, dos hermanos de nombres José y Herber, este
último contemporáneo con mi hermano Javier, que
al margen de ser primos lejanos, nuestras casas al ser
colindantes, permitieron que nos criáramos juntos
hasta ser jóvenes, de manera que en gran parte de las
palomilladas ellos fueron partícipes y en esa condición,
compartíamos también nuestras habilidades.

71
Mauro Calle Bellido

Por ejemplo, en los juegos del “Tiro al blanco” con


trampa o sin trampa, siempre ganábamos los mejores
premios, a tal punto que los muchachos que atendían
ya no querían hacernos jugar.
Ante esta situación, la noche anterior al día que
me estoy refiriendo, elaboramos con René un nuevo
plan, esta vez con la participación de uno de los “Los
taparacos”: José, mi contemporáneo apodado “La vieja”.
Como siempre, René dirigía el plan; quedamos en
levantarnos muy temprano para ir a visitar principal-
mente a los muchachos que se negaron a permitirnos
jugar. En ese tiempo era común levantarse a las cinco
de la mañana porque ya estaba claro pero no para los
regentes de las carpas; que, por atender el negocio hasta
altas horas de la noche, a esa hora estaban profunda-
mente dormidos.
Nuestro característico chiflido era la alarma desper-
tador, por lo que en un santiamén ya estábamos listos
para iniciar nuestra incursión, aunque ese día José, un
tanto tardío en sus acciones no salía de su casa, por lo
que tuve que ingeniarme algo para despertarlo ya que
su mamá se molestaba por ello.
Se me ocurrió sacrificar a mi gato “yago” común-
mente llamado “batitumba”, el pobre dormía plácida-
mente en su caja y de pronto se vio despierto y asustado
en mis manos, naturalmente al sentirme se tranquilizó
sin saber lo que le iba a pasar.
Para que no me arañe, lo tomé de la cola hacién-
dole girar y lo lancé al techo de calamina de la cocina de
“Los taparacos”, se produjo un fuerte ruido sumado al
72
El tiro al blanco

tremendo maullido del gato, lamentablemente desperté


a toda la familia, pero logré mi objetivo. Por supuesto,
un buen tiempo “yago” se escapaba horrorizado cuando
me acercaba a él por temor a que le hiciera lo mismo.
Bueno, aprovecharé para contarles una anécdota
tal vez de las peores intencionadas para con mi gato
“yago”, sucede que, alguna vez me dijeron que si a un
gato le diera de beber licor podría hablar, entonces decidí
poner en práctica esa absurda afirmación; una noche
en casa, cuando todos estaban en el comedor viendo
televisión luego de la cena, por casualidad entré en la
cocina, encontrando a “yago” durmiendo plácidamente
sobre una silla, para entonces ya superó el trauma que
sufrió cuando lo lancé a casa de “Los taparacos” y se me
vino al pensamiento esa idea macabra, darle de beber
licor para saber si era cierto que podía hablar; busqué
en la alacena y descubrí una botella de pisco a medio
consumir, serví una cantidad generosa del licor en un
pequeño vaso y abriéndole el hocico le abarrajé a la
mala el contenido. No se imaginan qué ocurrió: en un
primer momento se tragó el licor por la forma en que
se lo hice beber, luego de unos instantes, supongo que
cuando llegó al estómago y al sentir que le quemaban
las entrañas, dio un maullido desgarrador y comenzó
a brincar alocadamente como si fuese impulsado por
una fuerza demoníaca, me asusté como pocas veces lo
experimenté antes; daba unos saltos tan desorbitantes
que se chocaba con los vidrios de la ventana, con las
paredes y hasta con el techo, porque no podía escapar
ya que cerré la puerta para cumplir mi cometido y lo
único que hice fue acurrucarme en un rincón detrás

73
Mauro Calle Bellido

de la puerta cubriéndome la cabeza, presa de un temor


indescriptible e imaginaba que me atacaría, dándome
de arañazos con sus garras que parecía que le habían
crecido cada vez que se impulsaba y rebotaba como
pelota; finalmente logré abrir la puerta y salió despa-
vorido, creo que no regresó en una semana. Debo
admitir que sentí muchísimo remordimiento por haber
hecho esa canallada, no obstante siempre recordaré ese
instinto de lealtad de mi gato, porque a pesar que hasta
los bigotes le corté privándolo del instinto de cazar,
siempre se mantuvo a mi lado, hasta que un triste día
se marchó para siempre; mis antepasados me contaron
que los gatos machos se van de sus casas cuando se
sienten viejos para morir en un lugar lejano y creo que
eso sucedió con mi noble y fiel “yago”.
Transcurrido el incidente que narré antes de
la anécdota del gato, José logró salir de su casa y se
reunió con nosotros para ir al encuentro de una nueva
aventura. Recién había aclarado y como lo supusimos,
sólo cruzaban la plaza algunos camayos o gañanes,
entonces no había moros en la costa, René escogió la
carpa más grande, ya sabía por qué lugar entrar, luego
de mirar a todos lados como en las películas, levantó la
lona de la carpa para que entre José mientras nosotros
aguardamos afuera.
Lo primero que hizo José fue buscar los choco-
lates ya que antes se cercioró que los regentes esta-
ban “roncando”, cuando llenaba sus bolsillos con
las golosinas, René abrió sus ojos más de la cuenta,
se percató que solo obtendríamos los chocolates y
decidió intervenir diciéndole bajito a José: “Vieja,
74
El tiro al blanco

vieja busca la plata, la plata no pierdas tiempo sacando


huevadas” y José respondió: “no encuentro la plata pero
estoy escogiendo los chocolates más caros...” Le hice
una seña con mi dedo en la boca para que no sigan
hablando, porque de lo contrario se podía arruinar la
incursión, entonces con cierto desgano, René levantó
nuevamente la lona y dijo: “ya sal, pero si no sacas los
más grandes te quedas sin nada...”; finalmente José tuvo
razón, escogió los mejores chocolates motivando nuestra
alegría aunque no compartida en parte por René que
realmente quería otra cosa; reunido el “botín” en una
bolsa de plástico, nos pidió que no comamos ningún
chocolate, que los venderíamos más tarde en otro lugar
y que por lo pronto los guardaría en casa; accedimos y
cuando retornábamos sucedió algo inesperado, mi padre
salía al trabajo y nos chocaríamos en el trayecto, lo grave
era que si notaba el contenido de la bolsa no sabríamos
qué responder; a medida que se acercaba, el encuentro
era inevitable y la situación que se produciría era por
demás embarazosa, ninguno sabría qué explicación dar
a papá. René acostumbrado siempre a vivir episodios
emocionantes, reaccionó con una astucia y serenidad
increíbles. Como la pequeña acequia que se ubicaba
al borde de la calle, estaba llena de agua; con mucho
tino dejó caer la bolsa que contenía nuestro “botín”
sin que papá pudiera haberlo notado, perdiéndose en
la correntada.
- Buenos días papá – saludamos al unísono,
mostrando en nuestra cara el gesto de inocencia
más angelical que pudimos fingir. –
- Buenos días ¿dónde han estado?
75
Mauro Calle Bellido

- Hemos ido a correr papá, mejor dicho a caminar


y tomar aire puro – ya que no teníamos indicio
de cansancio ni sudor.
– Bueno, vayan a dar de comer a los animales, nos
vemos más tarde.
- Hasta luego, papá –repusimos-.
Se refería a sus gallos de pelea, que a decir de su propio
lenguaje, la crianza de gallos finos era su deporte favorito.
Su afición por estas aves de combate merece describirla
o narrarla en capítulo aparte, que más adelante tendré
el gusto de contarles.
Apenas nos dio la espalda, corrimos con José
a toda velocidad para alcanzar la bolsa en el otro
extremo de la acequia, ese punto estaba ubicado al
costado de la casa de don Víctor Begazo, conocido
por nosotros como “sombrero negro”, recuerdo que
había una pequeña cascada adornada con flores de
color naranja muy hermosas, las llamábamos gallitos
y a mi hermana Amparo le gustaban mucho; segu-
ros que en cualquier momento aparecería nuestra
bolsa, nos acercamos atentos a la cascadita y no
pasó nada, iniciamos de inmediato el recorrido en
sentido contrario a la corriente, buscándola minu-
ciosamente y tampoco vimos nada, es decir la bolsa
desapareció. Cuando nos encontramos con René
que también hacía lo mismo, deducimos que el
único lugar donde podía estar nuestro paquete era
la huerta del “chato Ventura”, nos contaban que este
personaje había vivido en la selva, que comía monos
y culebras y se trepaba en los árboles, ganándose el

76
El tiro al blanco

apodo de “culebrillo”; sucede que con la finalidad de


regar su huerta, construyó un boquerón en la pared
de la acequia para desviar el agua, entonces era muy
probable que los chocolates hubiesen llegado allí;
sin pensarlo dos veces, René se aventuró a ingresar
a la casa por la puerta principal, simulando solicitar
una compostura en su zapato, porque el tío Eusebio,
hermano del “culebrillo”, era zapatero y su taller
estaba situado en el ingreso a la huerta.
Por deducción lógica, ya en casa, nos ubicamos
con José en el patio que colindaba con el de los tíos,
para que si René aventara el botín, lo recibiríamos
muy discretamente, porque si nuestro hermano
Luis se enteraba de la existencia de tan provocati-
vas golosinas, simplemente el saborearlas quedaría
en utopía, sin embargo pasaron muchos minutos
y lo único que lanzó fue algunos duraznos que el
tío “culebrillo” cubría con bolsas de papel para que
maduren en su formidable árbol; lo cierto fue que
nunca supimos qué pasó con nuestro botín, René
no pudo encontrarlo y en gesto de impotencia, no
le quedó otro remedio que arrancar con cuidado
los duraznos y dejar la bolsas vacías. Me imagino la
cara que pondría el chato Ventura cuando se diera
cuenta; seguramente de pura cólera, alistaría su
morral y amenazaría con marcharse a la “montaña”,
motivando el llanto y las súplicas para atajarlo, de
su cuñada Rebeca, a quien sus sobrinos “El Ballán”
y “La Rogeña” le decían “Mamá Berreca”.

77
— 78 —
DIBUJO 8

— 79 —
— 80 —
La temporada de los trompos, las bolas y las caretas

LA TEMPORADA DE LOS TROMPOS,


LAS BOLAS Y LAS CARETAS

N
o sólo la impetuosidad reinante en nuestra
psicología infantil, nos permitía de vez en
cuando realizar actos de maldad. Considero
impostergable, narrar actuaciones relacionadas a los
entrañables juegos de aquella época; que, valiéndonos
de clásicos juguetes u objetos lúdicos, nos dieron la
oportunidad de poner en práctica, el derroche de
grandes habilidades, que serán recordadas como íconos
obligatorios en las generaciones de antaño.
Hacer “remoler” un trompo, en los primeros
años de vida, no es tan sencillo; sin embargo, cuando
la ventura nos daba la oportunidad de envolver con
un trozo de cuerda -al que llamábamos “cordel”- en
la estructura preparada para tal fin y luego de varios
intentos, lograr con mucha perseverancia, experimen-
tar la agradable sensación de ver girar sobre una púa
metálica, ese hermoso fragmento de madera torneada,
que habrá de englobar tiernas ilusiones de niño para
convertirse finalmente en un “diestro”.
Siendo ya un experto, al momento de la elección
para adquirir un buen trompo, tendríamos que escoger
uno de gran peso y de la forma más redondeada, llamado
por nosotros: “bolocho” o “cabezón”. Tal característica
le daría fuerza y mayor estabilidad al remoler y conse-
cuentemente más prolongado, el tiempo de rotación.

81
Mauro Calle Bellido

El objetivo de esta preferencia, era tener la superioridad


en el desarrollo de aquellos peculiares juegos, que junto
a sus nombres, también resultaban igual de curiosos.
Creo que a los de nuestra generación, no les
parecerá extraño recordar a “la olla”, que consistía
en conducir un trompo hacia un agujero en la tierra,
practicado a una determinada distancia, cuyo perdedor
tendría que recibir una cantidad de golpes con saliva o
sin ella previamente acordados, utilizando para ello, cual
irrebatible comba, el trompo ganador; esos golpes eran
las “papas”, que cada vez que recibíamos este castigo,
nos invadía un sentimiento de tristeza y compasión,
porque nuestro cariño hacia el juguete, era tan grande,
que cada “papa” nos dolía a nosotros también.
Otro juego, muy tradicional por cierto, se llamaba
“Una pasa pasa a perderlas”, que se pugnaba entre dos;
consistía en “arrear” un tercer trompo, que por sorteo
tenía que ser cedido para perderlo si se diera el caso o
para ganar uno nuevo si así sucediese. El secreto para
tener la eficacia esperada, residía en la certeza de apuntar
al trompo que estaba en el suelo y con el golpe hacerlo
avanzar un trecho, a esta acción la denominábamos
“queso”; luego, al recogerlo con la mano, asestábamos
otro golpe más, a esto le decíamos “cabis”, pudiendo
repetir el acto si acaso el trompo seguía remoliendo.
Así, cada jugador a su turno, recorría el trayecto hasta
traspasar una línea anticipadamente señalada; resultado:
el perdedor se resignaba a entregar con mucha pena
su adorada “perinola”, término con el que también se
conocía al trompo en los tiempos de mi padre Luis.

82
La temporada de los trompos, las bolas y las caretas

Mi hermano Luis Eulogio, tenía un gran trompo


de lloque, recuerdo que lo pintó de color gris y lo que más
resaltaba era la presencia de un chinche dorado clavado
en la cabeza; cada vez que lo lanzaba para remoler, el
trompo emitía un peculiar sonido que causaba el deleite
de los observadores que atentos seguían los movimien-
tos del orgulloso dueño, el término que usábamos era
“chillar” y cuando esto sucedía, nos garantizaba un
tiempo prudente para hacer muchos malabares, como
levantarlo y pasarlo de mano en mano o hacerlo rodar
por el “cordel”.
He de contarles que mi hermana también jugaba
a los trompos, no recuerdo cómo se procuró uno, tenía
la forma alargada y por esa particularidad, no resultaba
muy útil para las competencias; sin embargo, pese a
todo, se atrevía a liarse con cualquier contrincante. No
importaba el estilo para lanzarlo, porque el de mujer
era diferente, sino la bravura y pundonor para salir
airosa en cada contienda, aunque el toque femenino
siempre estaba presente; lo pintó de color naranja, pero
no con pintura, nuestro ingenio fue tal, que hasta para
las cosas más complicadas teníamos la solución a la
mano, utilizábamos los lápices de color mongol para
darles colorido; con solo mojar la punta en la boca,
lográbamos decorarlos con impactantes combinaciones
de vivos tonos que casi siempre eran envidiados por
los demás.
Aquel ingenio al que me referí, también lo apli-
cábamos para confeccionar el “cordel”; conseguíamos
un pedazo largo de pita y con la colaboración de otro
zagal, lo enrollábamos de cada extremo en direcciones
83
Mauro Calle Bellido

distintas hasta cuando ya no se podía más, luego dividido


en dos, dejábamos que se enrosque solo. Finalmente, al
atarlo con nudo ciego, le pasábamos una chapa de botella
que serviría de tope cuando lo envolvíamos; la técnica
era tan buena, que lográbamos obtener una estupenda
piola que se consolidaba como el complemento ideal
de un diestro en los trompos.
Y por si fuera poco, nos atrevimos a clasificar este
popular juguete o peonza, en concordancia a la forma
en que remolían; solo recuerdo tres niveles: los que al
rotar suavemente y sin vibrar mucho, los calificábamos
como “sedita” o “lanita”, porque al levantarlo, era como
si con la púa te acariciaba la palma de la mano; los que
remolían de modo tremolante o movedizo y que al
sostenerlos producían un poco más que un cosquilleo,
los definíamos como “cuca”. Sin embargo, a los que
giraban casi sin control con trepidantes vueltas y tener
dificultad para ponerlos en la palma, los llamábamos
terremotos o “escarbachauchis”.
Precisamente para evitar que un trompo sea “escar-
bachauchis”, incrustarle un chinche en la cabeza, resul-
taba una mediana solución al problema; aunque era un
poco complicado hacerlo. Mi denuedo sin límites me
animó a concebir la loca idea de fabricar un trompo
con mis propias manos, es decir sin que medie ni torno
ni maquinaria alguna. Cortar una pequeña parte del
extremo de uno de los puntales, que celosamente mi
padre los almacenaba en la azotea de la casa, en tanto se
constituyan como piezas de los arneses allí guardados,
que ante el inicio de una nueva obra, escoltados por
los primeros rayos solares, un determinado número
84
La temporada de los trompos, las bolas y las caretas

de hijos de don Luis Calle, apoyados por algunos


peones reclutados el día anterior, habrían de esforzar sus
hombros para cargar los arneses en el volquete de don
Cipriano Muñoz Puño; entonces, sumergidos en ese
fragor, el corte del puntal resultaría imperceptible para
los ojos de aquel contratista capataz, que en la víspera
no pudo conciliar el sueño, por la insana costumbre
de pasársela cavilando acerca de su naciente proyecto,
fascinado por evitar omitir algún detalle, en la más
prolífica elucubración.
Con la mínima cantidad de herramientas, inicié
la construcción de mi trompo. Luego de rebajar los
extremos con un pequeño serrucho para darle forma,
tuve que acudir donde el tío Eusebio, para que me
preste su escofina, de lo contrario no hubiese podido
pulir su cónica figura; por cierto, me demandó mucho
tiempo y esfuerzo, porque el material, al ser de eucalipto,
me impedía trabajar con soltura. Colocarle la púa, no
significó gran sacrificio, por cuanto me bastó conseguir
un clavo de dos pulgadas, que abundaban en mi casa;
volarle la cabeza, limar el borde y clavarlo en su lugar,
Finalmente, después de muchos días logré culminar mi
“obra de arte”, resultando un trompo de gran tamaño,
razón por la cual lo bauticé como el “zonzo totoyo”.
Alguna vez mi padre contó la historia de un personaje
grande y tonto con ese apodo, producto de la mala
pronunciación del término “cojudo”.
Sin duda, hablar de los trompos, implica no
solamente reseñar sus características, sino también
resaltar las habilidades de quiénes lo manejaban. Luis
Eulogio, hacía gala precisamente de esas habilidades, me
85
Mauro Calle Bellido

enseñó a hacerlos remoler “al vuelo”, la cual consistía


en lanzarlos pero no al suelo, se necesitaba tener mucha
agilidad para que en ese movimiento, solo regrese a la
mano, rotando con la misma intensidad; luego, para
completar la exhibición, había que hacerlo deslizar por
el cordel una y otra vez sin despegarlo del mismo. El
que lograba volver a lanzarlo al aire y en las últimas
rotaciones, aterrizara en la palma de la mano, se podría
considerar un diestro en el juego del trompo, como lo
fue “Chupitos”, aquel niño afroperuano de la Lima de
antaño, que engalanó la famosa obra El trompo, uno
de los cuentos más logrados de la narrativa peruana,
en la pluma de un grande como José Diez Canseco
Pereyra, allá por el año 1941.
Si alguna vez se nos ocurriese preguntar quién jugó
con canicas, de seguro que no hay mortal que niegue tal
embeleso. Los caymeños y por qué no todos los arequi-
peños, las llamamos bolas y por si fuera poco, las hemos
clasificado por diferentes conceptos; respecto del tamaño
por ejemplo, las más grandes eran los “bolones”, las que
seguían les decíamos los “tiros” o “tirallos”; habían de
un tamaño intermedio que solamente las conocíamos
como “bolas” y finalmente las más pequeñas, fueron
las que abultaban nuestra colección, eran las famosas
“chilpas”. Por su color, las entrañables “lecheras”, que
nunca vi una repetida, solamente servían para incremen-
tar nuestro acervo, claro está, como piezas de adorno
inigualables, por sus bellos colores.
Existen infinidad de juegos con canicas, en relación
con el lugar de cualquier parte del mundo; en Cayma,
cada jugador lucía un derroche de destreza, digno de ser
86
La temporada de los trompos, las bolas y las caretas

alabado por quienes tuvieron el deleite de ser testigos


de una genial puntería, que parecía no ser dificultosa
para aquellos diestros.
Era bastante común, llevar una bolsa atada a la
cintura cargada de chilpas o caretas, porque en los bolsi-
llos guardábamos los trompos. El juego más frecuente en
las bolas lo llamábamos “la chilena”, consistía en trazar
un círculo, dicho sea de paso nos salía casi perfecto;
de acuerdo al pacto, depositábamos en el interior una
cantidad de “chilpas”, que por orden de merecimiento
en la antesala, tendríamos que ir retirando con el “tira-
llo”, una a una las canicas y si por casualidad, el tiro se
quedaba dentro del círculo, los contendores gritaban
¡cotis! ¡cotis! y el dueño tenía que resignarse a perder el
juego, a esta figura le decíamos se ha “ocoteau”. Esto de
“merecimiento en la antesala”, obedece a un singular
protocolo; a cierta distancia de “la chilena”, trazábamos
una línea de un metro aproximadamente con dos arcos
en los extremos, era denominado “el cacho”, en el centro
de la línea hacíamos un pequeño hueco la llamábamos
el “fógar”, si el “tirallo” entraba en él o quedaba más
cerca que los otros, tenía la primera opción; deduzco
que tan raro término (fógar) se relacionaba con la posi-
ción de centro delantero en el campo de fútbol, al que
traducido al inglés resultaba center forward, vulgarmente
pronunciado como centro foar.
A propósito del football, sus clásicos términos
para definir posiciones en la cancha, hace mucho que
entraron en desuso, aunque resulta gracioso recordar
a un goal keeper, un back, un wing, un centro half, un
centro forward y muchos otros, aun así, en el mundo
87
Mauro Calle Bellido

de los negocios, nos hemos quedado con el popular


“jafanajá”, que en su versión primitiva vendría a ser
half and a half (mitad y mitad).
Otro juego con las bolas, también popular, era “la
troya” y fieles a nuestro terruño, utilizábamos el sillar;
allí le hacíamos varios orificios para que alberguen las
“chilpas”. Al empezar el juego, aplicábamos el mismo
procedimiento que el de “la chilena”, pero en este caso,
para sacar a las “chilpas” de su lugar, tendríamos que
utilizar otra técnica, la cual consistía en afinar puntería
con el “tirallo” y como decían nuestros abuelos, de un
“tincanazo”, lanzarlo al mejor objetivo: la “chilpa” salía
volando para luego, con cierta vanidad, guardarla en la
bolsa o a veces en el bolsillo. El ingenio para poner en
práctica otras modalidades de juego, no se hacía esperar,
he de mencionar que también nos recreábamos con “el
pique”, “el bon” y muchas otras formas en ese pequeño
y fascinante mundo de las bolas, que los muchachos del
barrio, como los Meza, los Berrocal, los Mayoría, los
Canazas, los Núñez, los Pinto, los Gómez, los Gallegos,
los Galdós, los Calle y tantos que la memoria ya no me
alcanza, merecen no solamente tildarlos de diestros en
esta clase de artificios, sino también para exponerlos
como personas útiles a la sociedad, cuyo denominador
recaía en la práctica de una sana diversión.
Y no solamente las bolas fueron la motivación,
tanto para coleccionar o para practicar juegos similares.
En el mes de noviembre aparecían las guaguas y junto
con ellas, las caretas; si bien no teníamos premisa para
clasificarlas, nos bastaba con definir cada disputa, en
el caso del “Chocollo”, con la posición de las caretas
88
La temporada de los trompos, las bolas y las caretas

al caer al suelo; obviamente solo existían dos: cara o


sello, pero como siempre, el ingenio se hacía presente,
inventamos una posición neutral que la llamábamos
“recha”, cuando no se definía la misma; sin embargo
en la modalidad del “punto”, ya no había necesidad
de lanzarlas, simplemente el que apuntaba al “fógar”
o llegaba más cerca, ganaba el juego. En conclusión,
al “chocolearlas” dentro de las manos y arrojarlas con
la debida destreza, las que caían de cara, eran para el
lanzador, las restantes deberían ser “embocadas” en las
manos del contrincante, los diestros hacían caer todas
de cara y tal hazaña era llamada “careao”.
Hubiese querido, describir otros juegos empleando
otros objetos también, pero considero que serán materia
de nuevos relatos, dada la diversidad de los mismos, me
place solamente recordar algunos como: la “carreta”,
timoneada con una manilla; el “palitroque”, compuesto
por el palo y el “troque”, ambos del palo de escoba fabri-
cado por nosotros mismos; el tejo, una lata de betún
llena de arena para que tenga peso y entre muchos el
“riu riu”, que a causa de la imprudencia, nos ocasionó
más de un corte. Parece mentira, pero toda esta gama de
juegos, formaron parte de nuestra preparación instruc-
tiva, por no decir académica, que a la larga también
cimentaron el desempeño de algunos valores, como el
de la hidalguía, cuando de perder se trataba o mejor
aún el del pundonor, cuando había que esforzarse al
máximo para lograr un objetivo, dichos méritos bien
podrían considerarse atributos genuinos de los cayme-
ños de antaño.

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DIBUJO 9

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Los grillos

LOS GRILLOS

L
a temporada de vacaciones, significa para toda
persona la liberación de tensiones y el gozo total
de tiempo libre. Los niños quisieran nunca más
regresar a la escuela, porque disfrutar de los juegos,
sobre todo los de aquella época, era motivo suficiente
para desear que ese “corto” tiempo de descanso sea
interminable, sin embargo, yo tenía una concepción
diferente de lo que significaba retornar a las aulas, se
trataba pues del personaje que describí con la mayor
prolijidad: mi maestra Rosita, felizmente nos seguiría
enseñando por una temporada más, por lo que en ese
período, con mayor madurez, experimenté nuevas
experiencias y capté también nuevas emociones.
Comprendí por ejemplo que jamás podría casarme
con ella, por razones que están sobreentendidas; entonces
deduzco ahora que lo que me llevó a cometer lo que
narraré a continuación, fue una respuesta inmadura
e inconsciente a un sentimiento de impotencia ante
la realidad que poco a poco iba entendiendo; tal vez,
intento disculparme, pues si esta intención llegase a su
destino y cumpla su objetivo, estaré feliz de sentirme
disculpado cuando tal vez mi señorita Rochi esboce
una sonrisa al dar lectura a este modesto relato y pueda
también recordar, yo diría, esa horrible experiencia
acompañada de un gran susto.

93
Mauro Calle Bellido

Sucede que en las chacras que colindaban con


nuestra escuelita abundaban los grillos, saltamontes,
arañas y cuanta sabandija habitante entre los sillares
y el pasto se pueda imaginar, era muy fácil para noso-
tros poderlos capturar teniendo como aliados nuestra
familiaridad y la ausencia total de repugnancia hacia
estos bichos; con sinceridad, no recuerdo si hubo o
no motivos para que la señorita Rochi merezca la
broma que maquiné con mi primo Mañuco, quien
también, era integrante de un pequeño grupo que se
hizo conocer como “Los tres socios de la conquista”,
sumándose finalmente otro compañero de clase
apodado “Pichiruli”, este último no participó en
esa canallada que bien pudo ocasionar un infarto a
nuestra maestra, porque se nos ocurrió nada menos
que atrapar una veintena de grillos y colocarlos en el
cajón de su pupitre cuando todos salimos al recreo;
obviamente nos cuidamos de no ser vistos porque
nunca se supo quién puso los grillos allí.
Cuando terminó el recreo y se reiniciaron las
labores, junto con Mañuco estuvimos atentos espe-
rando el momento en que nuestra querida maestra
tendría que abrir su cajón, en esos instantes fui presa
del remordimiento… ¿Cómo pude haber hecho eso?
Si ella significaba tanto para mí. Debo confesar que
sentí ganas de pararme y decirle que no abriera el
cajón, que de pronto advertí que había algo en su
interior, me acercaría resuelto y con mucha valentía
quitaría todos los bichos y me convertiría nuevamente
en su héroe, al haberla librado de aquel susto, pero
no sucedió tal cosa. En su momento abrió el cajón

94
Los grillos

y el grito que exclamó despertó a todos del letargo


aburrimiento producto de la modorra vespertina.
Al ver su cajón infestado de grillos casi se desmaya,
creo que por vergüenza ante sus alumnos, tuvo que
reponerse y sacando fuerzas de flaqueza incriminó:
“Quién fue”, “Quién fue”. Nadie respondió, me
asusté mucho, pensando que alguien nos hubiere
visto y presionado por la situación nos delataría, por
fortuna no se escuchó intervención alguna y lejos
de desencadenar carcajadas, todos los alumnos del
aula se mostraron muy asustados. A pesar de que
intentaron averiguar quién fue el causante de tamaña
broma, nunca se supo la identidad del susodicho o
mejor hablado, de los susodichos.

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DIBUJO 10

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Colorín

COLORÍN

L
a mayoría de travesuras en la época escolar, fueron
compartidas por mis ex compañeros, motivo
por el cual voy a presentar a los “Tres socios de
la conquista”, que mencioné anteriormente: Diego
de Almagro fue protagonizado por mi primo Manuel
Canales, Hernando de Luque por Alejandro Mayoría y
Francisco Pizarro por mí, dichas interpretaciones fueron
concebidas a nuestro estilo, que difieren mucho de lo
que la historia nos contó; pero tal vez la única similitud
radicó en el espíritu aventurero que cada socio forjó en
su vasta imaginación infantil, entonces pues, decididos
a ignorar las armaduras y los yelmos, los caballos y las
sotanas, optamos por estar premunidos simplemente
de un “arma” de cacería, tal vez tenga diferentes deno-
minaciones respecto del lugar, pero todos orgullosa-
mente ostentábamos una resortera, vulgarmente llamada
“cacha”, fabricada por nosotros mismos.
La idea de conquistar nuevos mundos fue deste-
rrada del todo, sin embargo las aventuras se constitu-
yeron en el común denominador de nuestro accionar,
que a medida que trajinábamos por las chacras al
salir de la escuela buscando trofeos de cacería, poco
a poco íbamos adquiriendo una destreza inusual
en esas artes, hasta lograr convertirnos en expertos
cazadores; nuestros favoritos eran los “tanccas”, las
“cahuanchas” y los “chihuancos”, aves que moraban
en los alrededores; pero cuando incursionábamos por
99
Mauro Calle Bellido

la “quebrada de tucos”, nuestra destreza nos permitía


agregar a nuestros trofeos de caza, especies no tan
domésticas como lagartijas, ligerillos, “cheqques”,
hasta lechuzas; claro está que para lograr dichos
objetivos, utilizábamos proyectiles más sofisticados
que las piedras redondeadas que casi siempre atibo-
rraban nuestros bolsillos.
Debo confirmar los comentarios o afirmaciones
que dijeran nuestros ancestros al referirse a la época en
que todos los alimentos que se consumían eran total-
mente sanos; entonces pues, cuando nos aventurábamos
a realizar nuestras travesías por las chacras enclavadas en
la campiña caymeña, nunca volvería a disfrutar el placer
de saborear la frescura de un “cogollo” de lechuga o una
tierna zanahoria “hembra” porque esa variedad no tenía
un tronco interior, el cual al comerlo era desagradable.
Pero estos pequeños detalles, incluidos el polvo
y la tierra impregnados en esos vegetales al arrancarlos
de los surcos, no significaban problema alguno para
comerlos, porque el agua cristalina que discurría por
las acequias, no solamente nos servía para lavarlas, sino
para beberla con tal beneplácito que terminaba por
formar parte de nuestro banquete. Tal vez emulando los
relatos de mi padre referidos a esas vivencias parecidas
de su buena época, tildaba esos acontecimientos con
estas frases del acervo “loncco” arequipeño: “dispués
de zingar los wiros pa’ chuparlos y dejarlos bagazo, nos
metíamos una panzada e’sanaurias, rematando con una
tonccoreada de agua e’sequia”.

100
Colorín

Siempre tuve predilección por la crianza de


animales domésticos; en casa, usualmente cohabita-
ban con nosotros, los gallos de pelea en la modalidad
de pico, con sus respectivas hembras y para entonces
cuando los “huevos finos” (expresión usada por los
galleros a los cuales mi padre representaba fanática y
fielmente), eclosionaban para dar nacimiento a los polli-
tos, se practicaba una tarea muy curiosa que supongo,
era atribuida a los criadores antiguos. Se trataba nada
más y nada menos que el “bautizo” de esos polluelos;
consistía en mojar el pico, luego extraerle una pequeña
membrana de la punta y finalmente obligarlo a beber
para después separarlo de los demás hasta terminar
con toda la camada.
Es importante mencionar que este tierno acto,
dado a su misticismo casero, siempre fue ejecutado
por mi madre; ella, tal vez con la creencia de que tal
menester estaba destinado a las matriarcas, comprome-
tida y con mucho entusiasmo bautizaba a cada pollito,
para que en un futuro cercano, teniendo a la quinua
como elemental nutriente, superaría cada etapa del
crecimiento de esas aves de combate, para coronar el
esfuerzo y dedicación con la presencia de un hermoso
ejemplar en la cancha de gallos, escenario en el que los
dueños de cada galpón, se disputaban la supremacía,
al fiel estilo de don Luis Calle Galdós.
Otras mascotas que obligatoriamente compar-
tían nuestras vidas, eran perros y gatos; a decir verdad,
fueron muchas y de nombres muy sugestivos, como por
ejemplo un perro al que llamábamos “wintisulis” porque
dizque que costó veinte soles, otro y muy recordado
101
Mauro Calle Bellido

fue “tifón” como la mascota de Roy Rogers, un perro


musculoso de color negro, cuya travesura más saltante
valió el gracioso recuerdo de haberse robado los chan-
cayes de Luis Eulogio, que los había escondido bajo su
almohada; pero hubo una que difícilmente olvidaré,
se trataba de un ave canora, aunque no tan popular
como los canarios, no se me ocurrió otro nombre que
llamarlo “colorín”; era un jilguero que lo crié desde que
fue pichoncito, felizmente no fue blanco de mis proyec-
tiles porque lo atrapé utilizando la liga que obteníamos
de los enormes molles en Yura; sucede que cuando
atrapábamos varios jilgueros, solamente escogíamos
los más grandes y vistosos además de aprobarlos como
verdaderos cabisnegros.
En aquel safari, recuerdo que a un mascarillo
(término con el cual se definía a un futuro cabisne-
gro), no podíamos liberarlo como lo hacíamos con las
hembrucas, porque en su afán de liberarse de la liga,
prácticamente quedó inutilizado y como quiera que en
esos casos optábamos por abandonarlos para no perder
tiempo, estaba destinado a ser el almuerzo de un “lige-
rillo” o cernícalo; de pronto, me asaltó un sentimiento
de compasión por aquella avecilla indefensa y maltrecha,
tomando la buena decisión de despegarlo totalmente
con mucho cuidado y me pareció advertir en su asustada
mirada que me lo estaba agradeciendo. Tal vez lo más
lógico era dejarlo volar para que continúe con su vida
silvestre, pero determiné lo contrario, llevándolo a casa
contraviniendo las leyes naturales que hasta la abuela
Genara se encargaba de promover, sentenciando frases

102
Colorín

como estas: “No toquéis a los pajaritos porque son


creaturas de Dios y no los criéis porque son la qqencha”.
Bueno, por primera vez fabriqué una jaula, que
habría de servir como el hogar de “colorín”. Ya lo
mencioné anteriormente, se me ocurrió este raro nombre
en contraposición a los colores vivos que normalmente
una especie como la de mi mascota, ostentan usualmente.
Como aún era muy joven, el color de su plumaje se
tornaba amarillo opaco con poquísimas manchas negras
en la cabeza, de allí su apelativo de “mascarillo”; sin
embargo, con el transcurrir del tiempo al convertirse
en adulto, nunca antes vi a un jilguero tan hermoso,
grande y poseedor de un trino inigualable comparado
con otros cantores de su género, estos grandes atributos
dotados por la madre naturaleza, fueron el deleite para
todos los que lo vieron y escucharon durante los casi
seis años de su paso por estos lares.
Puedo asegurar, como aseveran los biólogos,
que se desarrolló una simbiosis entre “colorín” y su
paternal cuidador. Es decir, supongo que al compla-
cerlo prolijamente con su delicada dieta, me tomó tal
confianza que terminó por posarse en mis dedos como
lo hacen los loros amaestrados, tal vez premiándome
con tal hazaña envidiada por mis congéneres; después
de todo, no era para menos deleitarse con ramas de
nabo frescas, estambres de achicoria y otros manjares
que de verdad se los merecía por alegrarnos con las
finas melodías de su extraordinario canto.
Hasta me daba el lujo de hacerlo cantar a
“pañuelo”, mis queridos lectores se preguntarán qué

103
Mauro Calle Bellido

significa esta curiosa locución; pues bien, para empe-


zar debo advertirles que jamás le corté las plumas para
evitar que se escapara cuando lo sacaba de su jaula,
simplemente ponía en práctica una ancestral técnica
heredada por viejos criadores de aves canoras, que me
la enseñara el tío Julio Núñez apodado el “Trimotor”;
consistía en humedecer las plumas de las alas con la
boca, impregnándolas de saliva para que no pueda
volar, luego habría que mirarlo fijamente a los ojos
como intentar hipnotizarlo y simultáneamente agitar
un pañuelo blanco alrededor del pájaro, originando en
el ave, una reacción instintiva que lo invitaba a cantar;
claro está que este bucólico rito, solamente surtía sus
efectos cuando se trataba de ejemplares machos.
“Colorín” gobernado por sus instintos, más bien
parecía ignorar la ingenua creencia de los artífices de
ese rito; por lo tanto, me inclino a pensar que debido
a la resultante del mecanismo de la simbiosis, bastaba
con percibir mis actitudes para que cuando lo sacaba
de su jaula, se convertía en mi orgullo, no quedándole
más remedio que esgrimir sus mejores trinos, seguro
de verse compensado con los apetecibles estambres
maduros de una voluminosa y sabrosa achicoria.

104
DIBUJO 11

— 105 —
— 106 —
Un gallo llamado Pepe

UN GALLO LLAMADO PEPE

E
s curioso, pero en cada región de nuestro vasto
Perú, existen costumbres que se asemejan entre
sí o en todo caso podría establecerse un paralelo,
en esta oportunidad si en la soleada ciudad de Pisco de
la costa peruana, la crónica de un viejo gallo de pelea
navajero llamado “Caballero Carmelo”, dio motivo para
que uno de los mejores escritores de este género, me
refiero a Abraham Valdelomar, plasmara con su pluma
aquellos avatares del considerado, uno de los cuentos
más perfectos de la literatura peruana, también en el
pueblo de Cayma, se protagonizó la historia de un
gallo de pico llamado “Pepe”, nada menos que digno
representante del galpón de don Luis Calle Galdós.
Como narré en una de las partes de este relato, la
historia de “Pepe” merece un capítulo especial, como
lo fueron todos los que de alguna manera estuvieron
inmersos en aquellas semblanzas, por lo que es necesario
citar a mi hermano Celso, diez años mayor que yo y
por entonces encargado del entrenamiento de los gallos.
Mis padres, habían establecido un rol de acti-
vidades caseras de acuerdo a la edad de cada uno de
los hermanos en estrecha relación con sus capacida-
des, es decir teníamos temporadas de ir al mercado
o a las tiendas, de dar de comer a los animales, entre
otros quehaceres. En ese tiempo detentaba la respon-
sabilidad de alimentar a las aves de corral, por lo que

107
Mauro Calle Bellido

obligatoriamente tenía que presenciar toda una secuencia


compleja de entrenamiento físico al que eran sometidos
los gallos, actividad que le tocó realizar a Celso, cuya
habilidad para ejecutarla no tenía comparación con
otros entrenadores; “Pepe”, era un gallo ajiseco, nombre
con el que se define a los de matiz negro y colorado con
tonalidades de color pardo, se distinguía de los demás
por su estampa de gallo de raza y su buen carácter,
porque a diferencia de valerse de bravo o agresivo, se
distinguía por ser manso y tierno, característica inusual
en este tipo de aves de combate.
Al igual que en el cuento de Abraham Valdelomar,
mi padre fue destinatario de un desafío, cuando en la
cancha de gallos del “Chavirro”, único escenario en el
pueblo de Cayma, participaba como todos los domingos
de los sensacionales combates de gallos que congre-
gaban a los mejores criadores de la zona, pactándose
una pelea para la concentración del 15 de agosto, por
los festejos del aniversario de la fundación española de
nuestra amada Arequipa.
Al haber aceptado el desafío de Neptalí Bolaños,
como dictaban los procedimientos de las estrictas
tradiciones gallísticas, se dio inicio al entrenamiento
exclusivo de “Pepe”, cuya rutina clasificada en ejer-
cicios de fortalecimiento físico, agilidad y reacciones
instintivas, tenían que ser muy bien ejecutadas por su
eventual entrenador, que dicho sea de paso, habría que
ser poseedor de un buen estado físico para este tipo de
faenas, condiciones que de lejos eran intrínsecas en la
pujante juventud de Celso.

108
Un gallo llamado Pepe

“Pepe” era un gallo muy peculiar, de allí que


se ganó el cariño de todos en casa. Tenía una perso-
nalidad bastante humilde y pasiva al comportarse en
su galpón, pero en la cancha se transformaba en un
verdadero paladín al hacer gala de su gran linaje pocas
veces concebido por las exigentes posturas vanidosas
de la afición gallística, que a cual mejor se ufanaban de
poseer ejemplares de pura casta, largando expresiones
aduladoras de las razas de gallos que se habían procurado
de los mejores galpones de la región y que estos a su
vez tenían ascendencia de algunos países como España,
Colombia incluso Inglaterra, cunas de estirpe de estas
aves de combate, endilgando apelativos relativos al
color del plumaje como por ejemplo el “Flor de haba”,
el “Peuco”, o el “Giro”. El entrenamiento al que fue
sometido “Pepe” fue muy rigoroso, ya que la secuencia
a la que hice alusión, consistía inicialmente en hacerlo
trajinar por entre las piernas un correteo interminable
en forma de ocho a manera de calentamiento, si mal
no recuerdo creo que contabilizaba más de cien, de
manera pues que “Pepe” quedaba listo para las flexiones
de piernas, que igualmente superaban las cien; luego
el entrenador con su peculiar técnica para tomar al
gallo convenientemente para no dañar su plumaje,
realizaba los revuelos que consistían en impulsarlo de
tal forma que daba patadas al aire en forma directa y
también con una voltereta. Para entonces “Pepe” ya se
encontraba fatigado, por lo que la primera vez en el
pequeño descanso, intenté darle agua, este gesto me
fue negado rotundamente por el entrenador, ya que
resultaba tremendamente perjudicial para el animal.

109
Mauro Calle Bellido

Esta actividad se prolongó alrededor de quince


días aproximadamente; por lo que tras haber estado
sujeto a tan severo entrenamiento, aprobado finalmente
por Luis Calle, cual manager de grandes pugilistas
de la generación de Cassius Clay, nuestro padre ya
se encontraba en condiciones de cumplir el desafío
del que fue objeto con el temple y serenidad de un
verdadero criador de gallos de pelea. Entonces, con
la seguridad de que “Pepe” se hallaba en forma para
la pelea, el siguiente paso era procurarse las astas más
convenientes de acuerdo a la característica o estilo de
pelea del gallo, en este caso “Pepe” era cabecero, por lo
tanto necesitaba cachos cortos no tan curvos, en aquella
época la industria relacionada a ese tema, se limitaba
a la confección de cachos utilizando materiales como
hueso, cuernos de bóvidos, espinas de cetáceo, entre
otros, no siendo tan letales como los que se fabrican
en la actualidad.
Por fin llegó el gran día del desafío, la pelea
pactada se llevó a cabo un quince de agosto aniversario
de Arequipa; el combate entre “Pepe” y un gallo ajiseco
negro, contiene los ribetes de grandes narraciones en
este género, que en algún momento del espacio tiempo
histórico se esbozaron críticas alturadas como de las
que fue objeto el considerado cuento más perfecto
de la literatura peruana, por lo tanto, recurriendo a
las muestras de respeto hacia la investidura literaria
de Abraham Valdelomar, sólo me limito a contarles
que tras una cruenta pelea, “Pepe” resultó vencedor,
originando una explosión de júbilo entre los parciales
de nuestro galpón.

110
Un gallo llamado Pepe

No estoy plenamente seguro, pero creo que en


el resquicio de tan épico episodio, fue la primera vez
que en la cancha de gallos del Chavirro se hizo entrega
de un galardón de ese tipo al ganador, tampoco puedo
precisar si fue por el mejor tiempo o la mejor pelea,
pero lo cierto es que esa tarde mistiana ovacionado por
la concurrencia, Luis Calle muy emocionado recibía un
hermoso trofeo fabricado con una base cilíndrica de
madera finamente acabada de color negro, resaltada por
una placa cromada que encerraba un epiquérrimo rótulo
alusivo a esa legendaria tradición, que con sus cuatro
pilares también cromados, soportaban una plataforma
con las mismas características de la base, coronada por
una imponente estatuilla de bronce con el prototipo
de un combatiente gallo de pelea, que producto de la
exaltación, al ser levantada tan preciada panoplia, un
fulgurante destello emanado por la superficie dorada
de la estatuilla, producida por el efecto de los rayos
solares que se filtraban por la estructura de una de las
viejas esteras que cubrían el rodeo; fue la evidencia
unánime de una condecoración que mereció el respeto
a la estirpe de los Calle.
Finalmente, como corolario de tan nostálgicas
aventuras con los gallos, que significaron tanto en el
transcurso de la vida de mi padre Luis, existieron muy
buenos gallos que de alguna forma emularon la epopeya
de “Pepe”, como el gran “sonso”, que también se ganó un
hermoso trofeo, cuya característica resaltante fue el color
de la estatuilla; es decir, a diferencia del color dorado
del prototipo de “Pepe” que bien podría representar al
oro, su homólogo fue de color plateado representando

111
Mauro Calle Bellido

al otro metal precioso, que por tradición se han consa-


grado como tales desde el tiempo de la antigua Grecia
traducidas en preseas olímpicas, por lo que considerando
esta valía, por muchos años esos trofeos fueron exhibidos
en la sala de recibo de la casa de los Calle Bellido; y por
qué no decirlo, un gallo en su dimensión intrínseca,
tal vez ha servido de inspiración para algunos autores
o tal vez incluyeron la presencia de esta singular ave de
combate en no menos importantes novelas como las
de la pluma de Gabriel García Márquez en su obra El
Coronel no tiene quién le escriba, publicada allá por los
años sesenta del siglo pasado y con menor énfasis, en
la obra cumbre Cien años de soledad, al relatar en los
inicios de esa inigualable producción literaria, que los
únicos animales prohibidos en la casa de José Arcadio
Buendía y en todo el poblado de Macondo, eran los
gallos de pelea.

112
DIBUJO 12

— 113 —
— 114 —
El triste final de Margarita

EL TRISTE FINAL DE MARGARITA

C
reo que a medida que transcurre este relato, tengo
la oportunidad de hablar de mis hermanos en
tanto y en cuanto mi frágil memoria, evoque
algún hecho trascendental en mi vida o en la vida de
otra persona. Me gustaría contarles algunas anécdo-
tas vividas con mi única hermana de nombre María
Amparo, pero considero que dada la gran importancia
de orden sentimental, bien merecido estaría, contarla
en capítulo aparte; sin embargo, recuerdo la existencia
de una chica, mejor dicho una vecina que de alguna
forma estuvo ligada a mi hermana.
Margarita Maldonado Begazo, era dueña de una
inusual belleza concebida por mí en aquella época, por
supuesto que nació algunos años antes que yo, por eso
me aventuro a calcularle unos diecisiete años, de tez
blanca casi pálida, delgada y de cabellos largos color
azabache, esta descripción resulta un tanto mezquina
en razón del triste final del que fue protagonista; según
las habladurías en el pueblo de Cayma de ese entonces,
ella se suicidó y nunca se supo el motivo por el que
tomó esa determinación.
Conocida por todos, era la sobrina de la señorita
Rosario Begazo, una dama de renombre en el ambiente
de los galanes de antaño, de los cuales sólo recuerdo a
don Alberto el “Chato” Cazorla, con quien se casó final-
mente; Margarita llegaba en la temporada de vacaciones

115
Mauro Calle Bellido

porque radicaba en Huaral, una provincia de la capital


fundada por los españoles en 1551, acompañada de sus
hermanas menores Susy y Amparo, quienes también
derrochaban belleza y simpatía que llamaban la atención
de todos los muchachos del barrio, pero a pesar de esa
realidad, siempre me sentía atraído por Margarita.
Cuando llegaban las hermanas Maldonado,
invariablemente concitaban la atención de los ya
mencionados muchachos del barrio, incluidos mis
hermanos, pero a quienes emocionaba más era a mi
hermana y a mí. Amparo se llevaba muy bien con
Margarita, mejor dicho a esta última, le agradaba la
compañía de mi hermana; que aun siendo menor, daba
la impresión de que entre ambas existía esa química
de dos contemporáneas que al encontrarse cada
cierto tiempo, daban rienda suelta a un intercambio
de intimidades, que bien podrían haber entrañado
los motivos por los que Margarita fue destinataria
de aquellas conjeturas relacionadas con su muerte;
sin embargo, no obstante haber interrogado a mi
hermana acerca de la interioridad de Margarita,
sólo me comentó que tenía un genio muy pero muy,
especial, a tal extremo de considerarse la mujer más
incomprendida de la tierra. Tal vez estuvo enamorada
de alguien con quien era imposible tener un romance,
algo así como un amor prohibido, del cual hablaron
muchos poetas, incluso de la talla de Vallejo o García
Lorca, lo cierto es que al margen de las expresiones
versadas por estos grandes poetas respecto de un
sentimiento controvertido como es el amor, resulta
necesario destacar las cálidas manifestaciones de ternura

116
El triste final de Margarita

para con mi hermana, tales como cuidarla, peinarla


o simplemente compartir una pequeña merienda a
base de los deliciosos duraznos que abundaban en
la huerta de don Víctor Begazo apodado “Sombrero
negro”, quien diariamente, luego de la jornada en la
chacra, tenía la curiosa costumbre de hacer ingresar a
su burro por la puerta de la tienda, hacia un solitario
corral que se ubicaba en el interior de la casa.
No recuerdo los pormenores del asunto, pero un
fatídico día corrió el rumor de que Margarita, la sobrina
de la señorita Rosario se había suicidado. La noticia como
es lógico, paralizó a todos en casa, ¿Cómo era posible
tal acontecimiento? si la chica estaba tan llena de vida,
era tan bonita y tal vez con un futuro promisorio. La
primera duda fue el porqué, luego el cómo, pero nadie
se aventuró adelantar juicio porque probablemente no
existían indicios de un comportamiento tal, que sirviera
de referencia para verter especulaciones a la usanza de
los pueblos tradicionales, en cuyas reacciones de la
mayoría de los consuetudinarios, imperaba el cuchi-
cheo y el chisme, por lo que dada la naturaleza de los
lamentables hechos, era más que seguro, que las malas
lenguas tuvieran ya su caldo de cultivo para imaginar
una serie de versiones con asidero o no, acerca de las
posibles causas de tan dramática decisión.
Como es lógico, a juzgar por la edad de la occisa,
lo primero que se rumoreó fue en torno al tema senti-
mental, es decir se mató por amor; pero dicha conjetura
no progresó porque nunca se le conoció enamorado
alguno ni menos se supo que haya estado en algún
embrollo romántico, aunque la vecindad bien podría
117
Mauro Calle Bellido

justificar la falta de una versión certera, ya que ella venía


de Huaral y que tal vez a lo mejor, el susodicho era
casado y se quedó con su familia en aquel lugar o de lo
contrario dizque tuvo una acalorada discusión o mejor
dicho una fuerte pelea, que al venir a Cayma, lejos de
superar el impase por el tiempo y la distancia, sucedió
lo opuesto, no pudiendo soportar esa inefable situación
que la condujeron a tomar tan fatal determinación.
Otras versiones de las que fue objeto el suicidio
de Margarita, recalaron en un panorama más real; se
trataba de su carácter, era tan fuerte y berroqueño,
que quizá se vistieron de matices ligados a una
abrumadora incomprensión que justamente por la
naturaleza de ese granítico genio, jamás encontró
persona alguna que tuviese la sutileza de regalarle
un poco de atención.
Pienso que los recuerdos más impactantes en la
vida de las personas difícilmente se olvidan a pesar
del tiempo transcurrido.
Margarita Maldonado yacía inerte en su ataúd de
color blanco, atribuido tal vez a la inocencia y pureza
infantil de la que hizo gala en su corta existencia terrenal
y debo confesar que fue la primera vez que vi una persona
muerta, lo cual me impactó mucho, al extremo de que en
muchas noches posteriores, sufrí el pavor de tener unas
pesadillas infantiles; que, a diferencia de los monstruos,
leviatanes, fantasmas y toda clase de espectros: la visión
de una muerta en su ataúd, era el tormento principal
en esas alucinaciones que se tomaron su tiempo para
desaparecer paulatinamente.

118
El triste final de Margarita

Tenía los labios y las uñas morados, de allí que


algunos de los que asistieron al velorio, se atrevieron
a comentar que se trató de un envenenamiento y lo
curioso es que nunca entendí cuál fue el asidero cien-
tífico forense para esgrimir tal afirmación que hasta
tuvo el lujo de habérsele etiquetado un nombre que
ponía fin a cualquier problema sin solución, es decir:
el popular “folidol”, si mal no recuerdo, se trataba de
la marca de un poderoso insecticida para las plantas,
que en el atávico transcurrir del uso de los modismos
arequipeños, se acuñó como la sustancia más castiza
para matarse.
En efecto, los avatares de este tipo de aconteci-
mientos, aún permanecen vagamente en mi recuerdo. El
Jardín Lima fue el escenario donde velaron a Margarita,
ese lugar albergaba una gran variedad de plantas y flores
ornamentales, que por aquella época, don Alberto
Cazorla, gozaba de ser considerado en el pueblo de
Cayma, pionero en el arte de la floricultura, dado a
que don Alberto estuvo ligado sentimentalmente con
la señorita Rosario, los familiares decidieron llevar a
cabo las exequias en un amplio ambiente, ubicado en
el ingreso al Jardín Lima, para lo cual tuvieron que
realizar la difícil tarea de desocupar los maceteros,
tiestos y jardineras que poblaban los anaqueles tan bien
diseñados por su artífice antes mencionado.
Tal vez ese recinto tuvo un tufillo sepulcral por
el olor a humus característico en los jardines, además
del aroma de algunas flores que generalmente están
destinadas a formar parte de las cruces y coronas de
caridad que finalmente serán llevadas al camposanto
119
Mauro Calle Bellido

en señal de un sacrosanto testimonio que reflejan las


condolencias de los integrantes de cada familia de un
pueblo tan tradicional, como lo es Cayma.
Debo suponer que algunos de mis hermanos
mayores, se acomidieron para ayudar en esa tarea, que
a decir de nuestros padres, ello estaba prohibido para
nosotros por ser tan pequeños. Estoy incluyendo a mi
hermana María Amparo, que en algún momento de su
madurez, nunca supo dar razón de esos acontecimien-
tos, ya sea por el tiempo transcurrido o tal vez porque
prefirió guardar la discreción póstuma, que simboliza
un respeto por el fallecimiento de una vieja amiga,
que llegó a concitar incluso, la presencia de algunos
detectives de la otrora Policía de Investigaciones del
Perú (PIP); quienes en atribución a su competencia,
realizaron las pesquisas pertinentes porque en el desa-
rrollo incontrastable de esa efeméride pueblerina, se
concibió como un hipotético suicidio, no obstante
haber sido desmentidas tan vocingleras versiones, por
doña Rosario Begazo, quien en determinado momento
y ante definidos personajes, supo contar la verdadera
historia de la muerte de Margarita.

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DIBUJO 13

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— 122 —
Un héroe caymeño

UN HÉROE CAYMEÑO

N
o sé si el destino de la familia Maldonado
Begazo fue marcado por el infortunio, respecto
de sus veniales integrantes; el segundo hijo,
único varón de esa familia ofrendó su vida en defensa
de la soberanía del Perú en el conflicto con Ecuador
en 1995, me estoy refiriendo nada menos que a nues-
tro héroe nacional, el Coronel FAP Víctor Manuel
Maldonado Begazo, quien fue contemporáneo de mi
hermano Narciso Teodoro, “Lolo” para todos.
Los únicos recuerdos en vivo que tengo de él
recaen en la colección de sus magníficos juguetes, le
gustaba jugar en la calle con sus carros de hojalata,
por ese entonces la industria del plástico no estaba tan
difundida; construíamos unos caminos o carreteras a
base de barro, en el borde de la peculiar alberca que
se formó por la caída de una pequeña catarata que en
algún momento la describí, la cual era conocida como
“El Tinajón” y que en el argot “loncco” se le conoce
como “paccha”, aunque esta era muy pequeña, se
tornaba muy llamativa por la abundancia de helechos
conocidos como “raqui raqui” y flores de color anaran-
jado intenso, muy hermosas; a estas pentámeras (por
tener cinco pétalos) se les conoce con el nombre de la
flor del Texao, capullos emblemáticos de Arequipa, que
como lo mencioné, mi hermana Amparo los llamaba
“gallitos” y que al margen de sus poderes curativos, se
precia de haber sido elegida por los mistianos por sobre
123
Mauro Calle Bellido

la flor de Liz, a quien la corona española nominó para


estos efectos a comienzos del siglo XIX.
De carácter algo introvertido, Víctor Manuel fue
criado por su tía Rosario Begazo, hermana de Benicia
su madre, que radicaba en Huaral y que visitaba a la
familia en las vacaciones acompañada de sus hijas las
hermanas Maldonado, que con exclusiva descripción
difusa, me permití aludirlas en el capítulo anterior, tal
vez por su peculiar adustez, tenía pocos amigos, recuerdo
a un vecino de apellido Yana y por supuesto de Lolo.
A quienes estábamos “envarados” por mi hermano
Lolo, nos permitía integrar su reducido grupo de incon-
dicionales; por lo que abismados en tal privilegio disfru-
tábamos de muchas horas de diversión con sus carros
de juguete. Tenía un patrullero con sus colores carac-
terísticos que era mi favorito, el cual lo hacía rodar
muy delicadamente por los caminos en miniatura que
previamente dedicábamos mucho tiempo para edifi-
carlos bajo la atenta dirección de Víctor Manuel, que
era quien acaudillaba la “orquesta”.
Alguien nos contó que en un lugar exclusivo de su
recámara, guardaba un avión de guerra que nunca nos
permitió verlo y menos jugar con él, tal vez agorando
el ejercicio de una carrera militar brillante en la Fuerza
Aérea Peruana, coronada con una ejemplar inmolación
que ahora nos llena de orgullo, especialmente a los que
compartimos periquetes de su infancia, a diferencia de
Lolo, que se erigió como su íntimo amigo.
Todos los días marchaban juntos a la Escuela
de Varones 989 de Cayma, donde estudiaron toda la

124
Un héroe caymeño

primaria, protagonizando un sinnúmero de sucesos que


lamentablemente no pude compartir porque cuando
ingresé a la escuela, ellos ya egresaron y cada cual tomó
caminos diferentes hacia la secundaria, Víctor Manuel
a la Independencia y Lolo al Honorio Delgado.
Sin embargo, llegó a mis oídos el relato de algunos
pasajes en la etapa escolar de la vida de Víctor Manuel,
se supo, por ejemplo, que al detentar un carácter pasivo e
introvertido, jamás aceptó un reto para pelear a la salida,
como era la costumbre en ese entonces con el entrelazo
de meñiques incluido y si a pesar de la persistencia en
su actitud, resultó asediado por algún “foraja”, fue Lolo
quien asumió su defensa, peleándose por él; pero en
una oportunidad, cuando Lolo se liaba a golpes con el
cholo Aguilar de San Jacinto, justamente defendiendo
a Víctor Manuel, otro mancebo intentó meterse en la
pelea provocando la reacción de nuestro héroe, quien
en antagonismo a su temperamento, se abalanzó hacia
el entrometido y le propinó una tunda que tal vez la
recordará para siempre.
Tuvieron que separarlo porque si no era capaz de
“matarlo”, creo que también tenía su lado combativo,
no por algo llegó a comandar dos Escuadrones Aéreos
en Piura y Talara respectivamente y en este aspecto me
permito ufanarme de haber experimentado la rigurosa
vida castrense en su profunda inherencia. De allí que
aquellos que abrazaron la carrera militar para que en
el momento oportuno defiendan la soberanía de un
país, habrán de ofrendar su vida si fuera posible para
el logro de tan nobles ideales que de alguna forma el
Coronel FAP Víctor Manuel Maldonado Begazo, llevó
125
Mauro Calle Bellido

impregnados en su espíritu valeroso y decidido que lo


llevaron a la gloria.
La prensa, destacó aquella efeméride con la
siguiente nota:
“En 1995 fue nombrado a trabajar en el Estado
Mayor del Ala Aérea No.1, con sede en Piura.
Es en estas circunstancias que se produce el
Conflicto del Cenepa. Por su gran experiencia en
la conducción de los poderosos Sukoi SU-22, la
Superioridad lo designa como Comandante de
una de las patrullas destinadas a cumplir decisivas
misiones de apoyo aéreo directo a las fuerzas de
superficie, a fin de facilitar el avance de las tropas
de nuestro Ejército y lograr de esta manera el
desalojo de las tropas ecuatorianas de los puestos
Cueva de los Tayos, Base Sur y Tiwinza.
El 10 de febrero, cumpliendo una de aquellas
misiones su nave fue impactada por el fuego
antiaéreo enemigo, viéndose por ello obligado
a lanzarse en paracaídas. Al parecer, sobrevivió
algunos días, pero debido a la agreste geografía
del lugar, sucumbió heroicamente.
Sus restos mortales fueron trasladados el 26
de febrero hacia la Base El Milagro donde el
médico extendió la certificación de su deceso y
todo el personal de la Base le rindió los honores
correspondientes. Las autoridades y la ciudada-
nía piurana, así como Altos Jefes de la FAP y de
las Fuerzas Armadas, acantonadas en esa región
esperaron sus restos en el Grupo Aéreo No.7 de

126
Un héroe caymeño

Piura, a donde fueron trasladados a pedido de sus


familiares. Su sepelio tuvo lugar en el Cementerio
Metropolitano de Piura, luego de recibir honores
de héroe nacional.
La Fuerza Aérea del Perú en observancia a
dispositivos legales vigentes, dispuso el ascenso
póstumo del Comandante Maldonado al Grado
de Coronel, por acción distinguida en combate,
en defensa de la sagrada integridad y soberanía
del territorio patrio”.
Nuestros héroes nacionales, cada cual ha sido
usufructuario de elogios que hacen gala de vidas ejempla-
res o tal vez de prácticas cotidianas humildes. El Coronel
FAP Víctor Manuel Maldonado Begazo, durante su
permanencia en la Escuela de Oficiales de la Fuerza
Aérea del Perú, destacó por sus cualidades intelectuales
y deportivas; pero especialmente, por su habilidad para
el pilotaje militar y al egresar como Alférez FAP, en la
Especialidad de Piloto de Combate, obtuvo el Ala de
Oro de su promoción, distinción que representa haber
alcanzado las más altas calificaciones como piloto de
guerra, cualidades que pintan de cuerpo entero a un
caymeño de los últimos tiempos que nació un 18 de
agosto de 1955, engrosando la nutrida galería de adali-
des arequipeños que enarbolan la enseña del “León del
Sur”, enorgulleciendo no sólo a los dignos integrantes
de su familia sino también a todos los peruanos.

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DIBUJO 14

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— 130 —
Mi única hermana

MI ÚNICA HERMANA

M
i hermana María Amparo, como dije anterior-
mente, merece tal vez el ilustre mérito para
narrarles algunos episodios de su extraordina-
ria presencia no sólo en la vida de los integrantes de mi
familia entera, sino también de todos cuanto la cono-
cen; tal vez no tenga congruencia respecto del tiempo
gramatical en que se basa el estilo o forma narrativa del
presente relato, pero debo decir que cuando escribía esta
crónica, aún tenía el privilegio de admitir con mucho
beneplácito las bromas y ocurrencias disparatadas de mi
querida hermana. Por cierto, al ser la única, estoy más
que seguro que, muy en el fondo del corazón de cada
uno de mis hermanos, trepida un gran sentimiento de
amor y ternura, aunque en determinadas circunstancias,
existan motivos para no expresar ese sentimiento.
Cuando ella bordeaba sus escasos diez años tuvo un
pequeño accidente, del que enterado nuestro hermano
Edmundo, por poco le provoca un infarto de la impre-
sión al pensar que se había “caído de la torre de la Iglesia
San Miguel Arcángel de Cayma”.
Sucedió que un domingo de la época estudiantil,
cuando en la formación cristiana de aquel entonces, nos
obligaban asistir a la práctica del catecismo; doctrina
que con ganas o sin ganas, era medianamente asimilada
por un grupo de niños en edad escolar, que se daba
cita en uno de los claustros de la parroquia de Cayma;

131
Mauro Calle Bellido

en efecto, quién podría imaginar que el sillón que


ocupó el libertador Simón Bolívar, cuando hizo su
estadía en ese tradicional distrito allá por el año
1825, sirvió de poltrona cuando escuchábamos las
charlas de los catequistas, quienes a su turno preferían
la tranquilidad de aquel comedor adyacente, que
según los historiadores fue construido en la época
colonial a casi cien años de la visita del libertador;
para adoctrinar al citado grupo de niños.
Cuando finalizó la catequización, teníamos por
hábito subir una larga escalinata que conducía nada
menos que al techo de la iglesia; entonces no había
mayor placer que divisar medio Arequipa desde los
campanarios, ni mucho menos mayor tentación
de halar las cuerdas de las tres campanas medianas
cada cual con sonido diferente y ni qué decir de la
campana principal, cuyo tañido por su gran tamaño,
solamente estaba destinada para hacerla repicar entre
los tradicionales sones que cada templo de calendas
tenía por costumbre, en virtud de su eclesiástica
majestad; personificada por el sacristán, en quien recae
la sempiterna obligación de tocar las campanas, cuyo
privilegio, habrá de transmitirse por generaciones
hasta el fin de los tiempos; a pesar de la anticuada
creencia, de que los sacristanes comen murciélagos
al amparo de su personalidad huraña e insociable,
patentizada por sus solitarias vidas.
Por algún motivo, tuve que ausentarme del que
podría tildarlo como nefasto escenario, ya que por
un tiempo me acompañó un cruel remordimiento
por el hecho de no estar presente cuando ocurrió el
132
Mi única hermana

accidente y no haber cuidado a mi hermana, atri-


bución que asumí unilateralmente pese a ser menor,
por el gran cariño que le guardaba.
Como bien dije, estando escoltada por sus
compañeras de catecismo, con quienes disfrutaba de
las chiquilladas que se desarrollaban en las torres de
la iglesia; un grupo de niños catecúmenos también,
iniciaron una suerte de hostigamientos premunidos
de unas liguitas amarillas que eran utilizadas para
lanzar unas “municiones” de papel enrollado; por lo
que ante tales agresiones, tuvieron que correr hacia
las escaleras para descenderlas a toda velocidad hasta
llegar a un descanso. Por la inercia, María Amparo
no pudo contenerse y cayó rodando por el resto de
las escaleras hasta el piso empedrado de uno de los
patios ubicado entre los claustros de la parroquia.
Ocurrido el accidente, supongo que alguno de
los “agresores”, dio aviso a mi padre que se encontraba
en la cancha de gallos del “Chavirro”, mientras que
simultáneamente cuando Edmundo, el mayor de mis
hermanos, descendió del ómnibus de Cayma en el
paradero de la calle Melgar, una dama muy allegada
a mi familia de nombre Angélica, después conocida
popularmente como “Queca” y madre de los “tapa-
racos”, no tuvo mejor argumento para comunicarle a
Edmundo, que su engreída hermana, se había caído
de la torre de la iglesia.
Aunque, transcurridos muchos años más tarde,
Edmundo confesó que se quedó helado y sin habla
por imaginarse lo gravísimo que significaba caer de la

133
Mauro Calle Bellido

torre de una iglesia, lo primero que hizo fue persig-


narse y correr hacia el lugar indicado. Quién sabe
qué terribles pensamientos invadieron su aturdido
cerebro, tal vez imaginó encontrarla en medio de un
charco de sangre, desnucada y con todos los huesos
rotos, mientras corría desesperadamente a la iglesia;
cuando llegó a la plaza, una sensación de alivio le
produjo el hecho de que en el atrio no había nada,
ya que creyó que la caída se produjo en la fachada.
Entonces atinó a ingresar por la parte lateral,
justamente la que da acceso al comedor de Bolívar
y allí pudo constatar que la caída no fue desde una
torre, lo que hizo que el alma le regresara al cuerpo;
sin embargo, la naturaleza de los hechos ameritaba
tomar acciones de inmediato y procedieron a llevarla
al hospital General.
En aquel tiempo, no existían muchos nosoco-
mios y eran pocos los especialistas en esos cuadros
clínicos y a juzgar por las condiciones físicas y menta-
les que mostró María Amparo luego del accidente,
hacen presumir que no sufrió lesiones que afectaron
su salud en las condiciones antes señaladas; es decir,
no se registró daño cerebral ni tara alguna, muy
por el contrario, el presunto traumatismo encéfalo
craneano leve sufrido por la caída, contribuyó al
florecimiento de una inteligencia mucho mayor, que
con el paso de los años se fue consolidando como una
de las pocas mujeres con buen sentido común, tal
vez contrastando con un carácter férreo y decidido,
heredado en su condición de única hija de don Luis
Calle Galdós.
134
Mi única hermana

El presente episodio, se ha hecho acreedor


como algo especial para formar parte de esta serie
de relatos que transcurrieron en los primeros años
de mi existencia. Como ustedes verán mis queridos
lectores, en la vida de los seres humanos, se suscitan
tal variedad de experiencias, que muchas veces por
el contenido sentimental de las mismas, merecen o
no recordarlas.
La “caída de la torre de la iglesia” de mi hermana
Amparo –siempre la llamamos así- fue un hecho
triste que de alguna manera quedó grabado en la
memoria de muchos; sin embargo, un lamentable
hecho enlutó a la familia Chávez en el pueblo de
Cayma. Un niño de seis años aproximadamente,
fue literalmente aplastado contra la pared por un
vehículo sin dirección, muriendo instantáneamente.
Se trataba del tercer hijo de nuestro amigo
Román Chávez, que justamente se dirigía a parti-
cipar de la misa dominical tomando de la mano a
su hijo Romancito. Pero como dicen las canciones
populares, el destino fatal le jugó una mala pasada;
un automóvil perdió el control a la altura del arco de
la plaza de Cayma y embistió a ambos. No se supo
a ciencia cierta cómo ocurrió el accidente, lo cierto
es que el niño murió aplastado contra la pared, casi
simultáneamente cuando Amparo rodaba por las
escaleras en su vertiginosa caída.
Estos acontecimientos fueron atribuidos a
la creencia tradicional del folklore arequipeño:
“sucedieron un domingo siete”, día fatídico para

135
Mauro Calle Bellido

los que se inclinan en afirmar o confirmar la tras-


cendencia de aquellas creencias y supersticiones que
se acuñaron en tiempos remotos, desencadenando
cada cierto período en la vida de los cristianos,
episodios tristes que difícilmente serán arrancados
de su memoria.

136
DIBUJO 15

— 137 —
— 138 —
El circo rey

EL CIRCO REY

B
ueno, no todo es tristeza en nuestras agitadas
vidas, lo que narraré a continuación fue una
experiencia extraordinaria, como lo fue todo lo
que hasta ahora les he contado; es que en la vida de
un niño no habrá mejor recuerdo, que haber asistido
a presenciar una función del circo acompañado de
sus padres.
A dos casas de la nuestra, en la calle Melgar, había
un descampado al que le endosaban apelativos de distinto
calibre, dependiendo de la procedencia social o cultural
del que los decía, para nuestro entorno, simplemente
era “el canchón” que lamentablemente sólo servía de
basural o botadero de escombros, que bien merecido
estaría criticar duramente a los causantes de esas malas
costumbres a propósito de los riesgos de una contami-
nación que en esos tiempos era ignorada.
Un buen día del mes de julio; hicieron su aparición
un grupo de personas extrañas al lugar, que premunidos
de sus herramientas, iniciaron la ardua labor de limpiar
el canchón que en definitiva resultaría bastante difícil
por la cantidad de material desechable; sin embargo a
medida que presenciábamos esa actividad, nos dimos
cuenta que en la parte central ponían más ahínco,
hasta lograr dejar limpio y nivelado un círculo bastante
regular en tamaño.

139
Mauro Calle Bellido

Nosotros con la duda a cuestas, porque nadie se


atrevió a preguntar para qué limpiaban el canchón, nos
desentendimos del asunto. Mas, la explosión de júbilo
que nos embargó al día siguiente es digna de recordar:
una pequeña caravana circense se había instalado en el
interior del canchón en forma circundante, era nada
menos que la llegada del circo “Rey”, cuyos integran-
tes en forma ruidosa y fiel a su estilo, iniciaron ya el
proceso de instalación en lo que vendría a ser el lugar
de atracción para todo el pueblo de Cayma, ya que a
nuestro entender era la primera vez que llegaba un circo.
Fue en esas circunstancias; que mis dudas respecto
del motivo por el que prácticamente solo limpiaron
prolijamente un círculo central, se disiparon; debido
a que allí se instalaría el principal escenario del circo,
evocando instantáneamente aquellas actuaciones de
grandes malabaristas que hacían girar en torno a sus
manos hasta ocho pinos e incluso el doble de argollas
en sus cuatro extremidades, parados en una tabla sobre
un rodillo de múltiples colores en perfecto equilibrio.
También imaginaba un grupo de hermosos caba-
llos blancos con penachos de plumas de colores fosfores-
centes, ensillados con monturas especiales ajustadas con
las correas de la brida remachadas en sus intersecciones
con botones dorados, trotando alrededor de la arena en
simétrica formación de cuatro, montados en simultáneo
por una escultural amazona ataviada con un atrevido
biquini lleno de luces y lentejuelas, mandando besos
volados al público.

140
El circo rey

Mi atención se centraría aún más con la presencia


de los solemnes elefantes de Sumatra, los peligrosos osos
tibetanos y los espectaculares tigres de Siberia, que a su
turno habrían de demostrar sus grandes instintos en
la realización de toda clase de trucos y suertes para el
deleite de los espectadores y el orgullo de sus domadores.
Pero quizás; como un presagio de lo que significaría
el mayor recuerdo de ese circo, mis ojos no apartarían
la mirada a un grupo de singulares trapecistas que desa-
fiaban las leyes de la física realizando las más arriesgadas
maniobras al surcar los aires. Llegando incluso a tocar
en la cúspide, la lona de la carpa; para luego aferrarse al
tubo del trapecio o tal vez a las muñecas de un fornido
trapecista en un instante de vértigo, asociado peligro-
samente al lindero entre la vida y la muerte.
Traspuesto aquel sueño fugaz de tan extraordina-
rias vibraciones, cómodamente sentado en la butaca;
simplemente se tradujeron en remotas visiones llenas de
emoción y suspenso estribados en nuestra imaginación
sin límites; cuando recordé aquel tiempo lejano en el
que acompañado de mis hermanos contemplábamos
la pantalla de un televisor en blanco y negro, ubicado
en el comedor del tío Anacleto Quiroz, la secuencia
completa incluidos los payasos, del fabuloso circo ruso.
Carente de grandes pergaminos, podríamos
llamarlo “circo pobre”, pero estoy seguro que esa reali-
dad, no tuvo importancia alguna para nosotros, que
ya nos ilusionábamos con presenciar el espectáculo, el
día que se dé inicio a la primera función.

141
Mauro Calle Bellido

En esos días previos a las vacaciones del medio


año, toda nuestra atención se centraba en el circo,
recuerdo que me trepaba al techo de nuestra casa y
luego saltaba al del vecino para presenciar de cerca
las actividades de los circenses.
Si bien habíamos concebido la idea de que todos
los circos cuentan con fieras amaestradas como principal
atracción, para el caso solamente pude observar que había
un caballo y dos monos y tal vez algunos perros, pero
no tuve la certeza si eran amaestrados; pero a medida
que avanzaban en la tarea de preparar la gran carpa, caí
en la cuenta de que verdaderamente era pobre, porque
un gran número de mujeres con apariencia de gitanas,
se dedicaban a zurcir las partes rotas de esa carpa vieja
y descolorida, por lo que tomé la decisión de acercarme
para ayudar en cualquier quehacer pensando en las
múltiples actividades que se desarrollan en la vida de
los cirqueros.
Primeramente, (consultado este término con la
Real Academia Española, confirmé que es válido) me
hice amigo de los ayudantes, quienes afanados en orde-
nar de acuerdo al tamaño, las estacas tanto de madera
como metálicas, para posteriormente clavarlas en sesgo
alrededor de todo el espacio que destinaron para una
larga estancia; no me prestaron mucha importancia
pensando que simplemente se trataba de un niño curioso
y acomedido, sin presagiar que mi intención era formar
parte de ese grupo al que yo consideraba muy especial,
porque no todos los días hay oportunidad de entrar a
un circo sin ser espectador.

142
El circo rey

Lamentablemente por mi corta edad además de


mi débil contextura, no reunía las condiciones mínimas
para apoyar por ejemplo en la titánica tarea de clavar
las estacas utilizando una gran comba, aunque era mi
deseo hacerlo, pero solamente me limitaba a presen-
ciar cómo los ayudantes, exhibiendo su formidable
musculatura. Golpeaban las estacas usando la comba
con una magistral técnica que nunca fallaban en cada
golpe, porque mientras lo hacían, contaban anécdotas
de tiempos idos en que por un mal golpe podrían
acarrear consecuencias fatales, tales como terminar con
la cabeza destrozada a causa del impacto de la comba
salida intempestivamente de su mango.
A medida que congeniaba con los ayudantes, iba
tomando conocimiento de las actividades cotidianas de
esa “familia” circense. Todos tenían un dejo especial, al
extremo que algunas expresiones no las entendía. Uno
de mis objetivos era entablar amistad con un niño de
mi edad, pero ese día no apareció ninguno; después
comprendí que efectivamente había niños, pero hasta
que no se organizasen, sus madres no los dejaban salir
de sus casas rodantes o pequeñas carpas que ya las
instalaron en el primer momento.
Al día siguiente, ya me sentí con la autoridad
suficiente para contar a mis compañeros de clase, esa
trascendental e inigualable experiencia de estar ligado
a la vida de los integrantes de un circo, después de
todo los aventajaba respecto al hecho de no sólo tener
conocimiento que el circo “Rey” llegó a Cayma, sino de
estar participando en las tareas del armado de la carpa
principal, ufanándome de ser amigo de los ayudantes
143
Mauro Calle Bellido

y por qué no de algunos artistas, dada mi condición


de niño fantasioso.
Como en aquel tiempo, el horario de clases escola-
res era partido: gozábamos de un lapso prudencial para
tomar nuestros alimentos, de manera que al retornar
al medio día a mi casa, me di con la sorpresa de que la
gran carpa ya estaba levantada y totalmente instalada,
así como otras más pequeñas aledañas a la principal,
aunque no me gustó mucho el hecho de que pusieran
un cerco para evitar el ingreso de intrusos, igual pude
ingresar porque ya era amigo de los ayudantes y éstos
a su vez habían percibido que estaba predispuesto a
colaborar en todo; por lo que en esta vez, ganada su
confianza, me permitieron acompañarles; hasta incluso
me invitaron el almuerzo, obteniendo una adicional
razón para sentirme un miembro más de la familia.
Como quiera que mi presencia ya era familiar en el
circo, por fin pude relacionarme aunque paulatinamente,
con algunos niños de mi edad; no eran muchos, casi
todos eran hijos de los artistas y muy probablemente
terminarían como ellos ya que nunca supe si esos niños
estudiaban o asistían a la escuela, más bien diría que eran
autodidactas por obvias razones; aunque se notaba en
su desenvolvimiento, una no muy abundante cultura,
no obstante tener como actividades principales viajar
por diferentes lugares del continente americano.
Quisiera aclarar algo importante; nuestro referente
literario Abraham Valdelomar, narrador de muchos
cuentos, algunos basados en hechos reales de su infancia,
hablaron por ejemplo de una niña trapecista en la obra

144
El circo rey

“El vuelo de los cóndores”. La extraordinaria experien-


cia que vengo narrando; si bien se asemeja en el fondo
semántico, les aseguro que es una mera coincidencia y
si Valdelomar dio a conocer sus relatos como producto
de sus vivencias en la niñez, también este modesto y
eventual escribidor, intenta reproducir con fidelidad
y añoranza algunas experiencias precisamente de su
infancia, cuyo objetivo no es sino entretener a ustedes
mis queridos lectores, contándoles mis aventuras en
esa etapa de mi vida.
A diferencia de Miss Orquídea; la niña rubia, pálida
y delgada, muy bien descrita por su autor en “El vuelo de
los cóndores”, en el circo “Rey”, también había una niña
trapecista además de contorsionista que merece recordarla
por su singular belleza y simpatía, que lejos de irradiar
una apariencia endeble y delicada, estaba dotada de una
extraordinaria figura a pesar de su corta edad, poseedora
de una incipiente musculatura femenina que con el trans-
currir de los años, estoy seguro que se convertiría en el
atractivo principal del circo. En pocas palabras era una
niña que reflejaba mucha elasticidad y fuerza a la vez, en
perfecta armonía con una dulzura y picardía innatas en
una artista de esa categoría.
Cuando la conocí, debo confesar que fue la primera
vez que fui ignorado en mi completa humanidad,
imagínense al “Tarzán”, al “Paladín de la justicia”,
al líder de mis contemporáneos, verse tratado de esa
manera; sólo me limité a observar sus movimientos con
disimulo, porque ni siquiera se fijó en mí, ni preguntó
quién era yo.

145
Mauro Calle Bellido

Creo que por ser la única niña trapecista contor-


sionista en la constelación de estrellas del circo “Rey”,
tenía motivos de sobra para presumir tal condición y de
verdad que sí era presumida o tal vez engreída, porque
hasta caminaba de puntillas, no sé si le aconsejaron ello,
obedeciendo a razones de carácter estético, deportivo o
artístico; pero lo cierto era que esa forma de caminar la
utilizaba o mejor dicho la estilaba en todo momento,
irradiando prestancia y elegancia a su paso por todos
los vericuetos de aquel pequeño mundo.
No me equivoqué cuando soñé despierto disfru-
tando de un espectáculo grandioso escenificado en la
arena del circo ruso. El mejor número en la actuación
del circo “Rey” fue la presentación de los trapecistas,
teniendo como estrella principal a la niña que caminaba
de puntillas y aunque distaba mucho de volar por los
aires como lo hacen en los grandes circos, humildemente
se consolidaba como destinataria de fuertes aplausos
por realizar un simple salto mortal. No obstante, el
más fuerte de los trapecistas al balancearse para asir a
los demás cuando ejecutaban sus acrobacias, llegaba a
chocar con la lona en su parte más alta y para cerrar
con broche de oro aparecía un enano vestido de arle-
quín calzando unos zapatos especiales que tenían unas
argollas autoajustables escondidas en la suela; entonces
el trapecista receptor que se mecía en forma pendular
esperando que llegue el enano, detenía el trapecio y le
cedía el lugar.
Mientras se escuchaban los tambores de suspenso,
el enano hábilmente engarzaba las argollas en el tubo
del trapecio y tras el anuncio del animador como
146
El circo rey

acto suicida, se dejaba caer al vacío dándose un giro


de trescientos sesenta grados, es decir completo hasta
llegar a la posición original, repitiéndolo una y otra
vez desencadenando un ¡ooooooh! de admiración en el
público por cada vez; quienes satisfechos y gozosos por
tan espectacular actuación, aplaudían a rabiar.
Cuando anunciaron el inicio de sus actuaciones,
difundiendo con altavoces la realización de la primera
función, todos los muchachos del barrio por no decir la
totalidad de los pobladores de aquel apacible pueblo se
emocionaron tanto, que por un momento como que se
detuvo el tiempo para presenciar un espectáculo nunca
antes visto a decir del anunciador, cual pregonero de
la época colonial.
En efecto; además de la divulgación de virtuosos
artistas y animales amaestrados, revelaron la barbaridad
de “Justiciero”, un caballo montuno de color blanco
que tenía dotes de adivino, capaz de agorar hasta los
secretos más arcanos de cada espectador, alternando
con golpes de sus cascos de las patas delanteras o con
movimientos oscilantes de su cabeza, por cada respuesta
a una pregunta por inverosímil que parezca, perspicaz-
mente formulada por su domador.
El número más resaltado era el que protagonizaban
los trapecistas, calificado como la atracción principal
del circo “Rey”; incluida obviamente la actuación de
“Jennifer”, la niña trapecista que realizaba el famoso
“salto mortal” y que a pesar de su corta edad, también
dominaba el arte del contorsionismo, ejecutando

147
Mauro Calle Bellido

ejercicios solamente comparados con los contorsio-


nistas de los circos chinos.
Hasta que llegó el gran día, por ser el debut de
aquella aseñorada carpa, las butacas y la galería estuvie-
ron repletas en la matiné, mi gran privilegio fue asistir
sin pagar por las razones que les conté anteriormente;
es más, me dieron ganas de vestirme de asistente para
colaborar en la función, pero mi tierna edad siempre fue
obstáculo para realizar cosas de adultos; el anunciador,
eufórico dio la bienvenida al fiel estilo circense para
luego iniciar el desfile de las estrellas con la presencia de
los payasos, no recuerdo sus nombres pero resultaban
muy graciosos, engalanados con sus típicos atuendos,
sus narices de látex y zapatos de payaso; luego apare-
cieron los perros amaestrados, eran nada menos los que
vi aquella vez del techo del vecino, pero muy limpios y
también enjaezados con curiosos trajes de acuerdo a su
género, muy disciplinados ellos enorgulleciendo a su
domador; después siguieron desfilando otros artistas, el
caballo “justiciero” lo hizo también, casi como cuando
imaginé el paso de esa constelación de estrellas, pero
esta vez sin jinete, saludando al público con venias y
movimientos de cabeza.
Como era de esperarse cerraron el desfile un grupo
de trapecistas, creo que ostentaban un gran nombre al
estilo de los colosales circos, vale decir “Los halcones
de la muerte”; lo conformaban una familia entera de
simpáticos y atléticos personajes, los padres y cuatro
hijos vestidos con finos atavíos que parecían discrepar
con la condición modesta del circo en general, tal vez
porque eran lo mejor de sus atracciones o quién sabe
148
El circo rey

podría tratarse de los dueños; pero, la impresión que


me causó la componente menor de esa singular familia,
puedo considerarla como una de las más recordadas en
mi infancia: llevaba un leotardo de seda manga larga
color salmón, adornado en la cintura con un tutú de
bailarina de ballet que le daba una prestancia adulta
precozmente concebida por aquella niña, proporcio-
nándole además una figura escultural de un cuerpo
femenino en miniatura con una simetría casi perfecta
y que al caminar de puntillas como era su talante, no
hicieron más que quedar automáticamente prendado
de ella, como tradicionalmente decían en los cuentos
de príncipes y hadas.
Tal vez aquel sentimiento de atracción infantil e
inocente, se vio superado por una soberbia actuación
en su real dimensión. “Jennifer”, una niña menor de
diez años, realizaba un salto mortal en el trapecio. En
definitiva, es digno de resaltar ese coraje para realizar
tales acrobacias a esa edad.
Antes de iniciar el anunciado y extraordinario
salto mortal como último ejercicio de su presenta-
ción, cuando en su máxima concentración, esperaba
el momento oportuno para coger el trapecio parada en
un pedestal, observé que bajó su mirada hacia mí como
dedicándome ese acto, le sonreí e hice por primera vez el
clásico ademán de levantar el pulgar en señal de que todo
saldría bien; en efecto, teniendo como fondo musical
el redoble de los tambores bajo un extremado silencio
de los espectadores, tomó el trapecio con una decisión
inquebrantable y se lanzó al encuentro del peligro.

149
Mauro Calle Bellido

Se balanceó una, dos, hasta tres veces y cuando


tuvo la suficiente velocidad, se impulsó por los aires
haciendo una perfecta voltereta para luego en la caída,
asirse a las muñecas de su padre que en sincronizado
movimiento, la esperaba fuertemente sostenido por
sus piernas en el otro trapecio; se escuchó un sonoro
golpe de platillos y luego vinieron los estruendosos
aplausos; sentí algo en mi corazón, quizás fue originado
por aquellas tantas emociones que he venido narrando
en esta historia, mezcla de orgullo, felicidad y nervio-
sismo por tan bello momento…..mientras no cesaba
de aplaudir y aplaudir.
Antes de cerrar este entretenido capítulo, no podría
eludir reseñar un acto muy gracioso que lo protagonizó
“Justiciero”, el caballo adivinador que precedió en su
presentación al número estelar; salió a la pista engalanado
con su penacho de plumas y una hermosa brida antes
descritos, trotando pausadamente en forma horizontal
o lateral fiel a la característica señorial del prestigiado
caballo peruano de paso, catalogado por los expertos
como “paso llano”.
Si bien es cierto que no era un caballo de paso,
tenía otros atributos como por ejemplo el de la clari-
videncia; por lo que concluida su breve exhibición, el
adiestrador lo ubicó en el centro del escenario y los
asistentes de inmediato le llevaron un podio circular
para que pueda apoyar sus patas delanteras; luego, le
formularon una serie de preguntas, las cuales respondía
afirmativa o negativamente ya sea con golpes de cascos
en el podio o movimientos con la cabeza, causando la

150
El circo rey

admiración de la concurrencia al comprobar la verosi-


militud de sus respuestas.
Finalmente, el adiestrador solicitó la presencia
de un grupo de niños que quisiera interactuar con el
caballo, varios se animaron a saltar a la pista pensando
que tal convocatoria sería atinada y divertida; pero se
llevaron un chasco porque las preguntas no eran muy
discretas que digamos y más de uno se puso colorado
de la vergüenza. En el pequeño grupo estaba un niño
de nombre Smith, más conocido como “Mite”, que
estaba pasando desapercibido porque no lo interpelaron;
entonces el amaestrador pidió silencio ya que el público
reía y festejaba cada respuesta del equino; anunciando
en voz alta lo siguiente: “Señoras y señores, en estos
momentos el gran “Justiciero” adivinará algo recóndito,
algo real, algo cierto y verdadero… ¿Cuál de estos finos
caballeritos dueños de gran señorío...¿no tiene puesto
su calzoncillo?”. El público rió aún más, las caras de
los niños se tornaron en diferentes expresiones: unos
tranquilos porque de verdad lo tenían puesto, otros en
duda y algunos muy preocupados por más que trataron
de disimular.
Estando formados en fila, “Justiciero” se paseó por
delante de ellos como hurgando la respuesta, cuando
pasó frente a “Mite” siguió de largo y éste aliviado
respiró tranquilo; pero, a que no adivinan qué fue lo
que pasó: el caballo se dio vuelta y se paró frente al
ya avergonzado “Mite”, lo miró fijamente y movió la
cabeza afirmativamente.

151
Mauro Calle Bellido

Créanme que jamás me reí tanto al igual que todos


los asistentes y aunque el episodio no amerite la jocosi-
dad del caso, la concepción que teníamos en esa época
respecto del uso de la ropa interior, era hasta cierto punto
dogmática además de obligatoria y no solamente en el
simple empleo de dicha prenda íntima, sino también
en la pulcritud de la misma. Conllevando al ejercicio
de acciones en la revisión de calzones en la escuelita de
mujeres “Mil uno” a cargo de la señorita Nelba Arrieta
de Rodríguez, dilecta profesora de mi hermana María
Amparo y vayan a saber qué sorpresas encontraba,
desde la carencia o ausencia, hasta la presencia de un
agujero u orificio por el desgaste, cuyas identidades de
las revisadas, prefiero omitirlas por respeto a su condi-
ción de mujeres. Aunque en el argot de los “lonccos”
arequipeños, existieron sobrenombres o apelativos tales
como la “calzón con hueco” para referirse con sorna
y cierta extravagancia a alguna dama receptora de los
más pueriles escarnios
Las funciones del circo se sucedieron unas a otras
durante varios días; en realidad no me contenté con
asistir a una sola, cada vez que podía concurría a una
nueva función y nunca me parecieron aburridas a pesar
de que siempre repetían exactamente las mismas actua-
ciones cual monotonía en las rutinas de los monasterios;
de igual forma, mantuve la amistad con los ayudantes,
lo cual me permitió continuar colaborando, en tanto
la disponibilidad de mi tiempo me lo permitía; ya que
a pesar de cualquier circunstancia, jamás descuidé mis
estudios.

152
DIBUJO 16

— 153 —
— 154 —
Mi recordada Jenny

MI RECORDADA JENNY

U
na tarde, cuando conversaba con los ayudan-
tes, quienes se preparaban para la función de
vermut, se escuchó un grito desgarrador seguido
de quejidos provenientes de la dicción de un niño o tal
vez niña a juzgar por la estridencia de los sonidos del
gimoteo; pronto nos dimos cuenta que se trataba de
Jennifer, quien sedente yacía en un rincón sollozando
y tomándose el pie izquierdo revelando mucho dolor;
pero noté algo raro, un trozo de madera estaba pegado
a la planta de su pie.
Me adelanté a todos, acercándome con mucha
rapidez; lo que encontré fue doloroso, había pisado un
madero que tenía un clavo con la punta saliente, el cual
se le había incrustado en la planta del pie. Lo primero
que hice fue tratar de calmarla, no logrando tal objetivo
porque comenzó a chillar más de la cuenta; entonces,
con la ayuda de uno de los ayudantes, que cogiendo
con fuerza el herido pie, pude retirar el madero de un
solo tirón. Había escuchado que para realizar ese tipo
de maniobras tenían que practicarse de la forma en que
lo hice para evitar mayor dolor; antes de llevar a cabo,
yo diría esa valerosa acción, tuve que colocar en su boca
mi pañuelo para que lo muerda, previamente le expliqué
que eso le haría soportar el dolor. En esos momentos
evoqué el recuerdo del Sr. Edwin Belón, mi primer
maestro, quien nos inculcó el uso del pañuelo como
parte de los efectos personales que todo hombre debe
155
Mauro Calle Bellido

llevar en el bolsillo posterior, perfectamente doblado


y siempre limpio.
Creo que al retirar el clavo, de alguna manera le
causó alivio, porque dejó de gritar y aunque sollozando
aún, me dirigió otra mirada de esas que me gustaban;
pero esta vez fue diferente, no para dedicarme una
actuación, sino para agradecerme el cometido. Esta
vez me dio la oportunidad de devolverle esa mirada tan
llena de sentimientos según yo, por lo que inspirado
en esa coyuntura, esbocé una sonrisa que supongo fue
percibida como pura, sincera y espontánea; lo supe
poco tiempo después, cuando ella me confesó que le
gustaba mi sonrisa, trance o quizás piropo que lo recibí
por primera vez en mi vida y que habría de repetirse
en posteriores épocas y en diferentes circunstancias,
aunque las declarantes reafirmadas en su género para
camelar esa singularidad, no dudaron en declarar tal
cumplido, basadas en el gusto por un rasgo masculino.
Remediado el pequeño accidente, tras haber
desinfectado la herida con la ayuda de su madre, que
acudió en forma oportuna, la niña quedó con el pie
vendado; no pudiendo actuar por un tiempo prolon-
gado, situación que me posibilitó acompañarla de vez
en cuando ya que por causa de la lesión, estaba limitada
en su accionar, resignándose a realizar cualquier acti-
vidad en lugar de su eventual ocupación, tales como,
deshojar los pétalos de las flores que yo le llevaba para
formar pequeñas alfombras con diferentes formas de
temas infantiles, vale decir un osito, una tacita, un
barquito; pero nunca se le ocurrió formar un corazón,
figura aquella que representa al amor; sin embargo, me
156
Mi recordada Jenny

las ingenié para modelar uno pero conformado por un


conjunto de rosas rojas que las robé del invernadero de
don Alberto Cazorla y que al ofrecérselo me pareció
advertir que le agradaba lo que hacía por ella, sintién-
dome muy complacido porque al fin había llamado su
atención y más aún creí que se sentía atraída por mí.
Cada vez, a medida que transcurrían los días, fue
tomando más confianza. Me pedía por ejemplo que le
enseñe a multiplicar o dibujar; artificios que para mi
suerte los dominaba a la perfección a pesar de mi corta
edad. Con lo relativo a las matemáticas, gracias al direc-
tor Luis Velásquez, recurriendo al sistema tradicional
de la enseñanza primaria, nos hacía repasar la tabla de
multiplicar desde el uno; logrando aprendérmela hasta
el doce, de modo pues que a su lado me reputaba un
“erudito” en la materia.
Y en lo que respecta al dibujo, modestia aparte,
era un gran dibujante. Recuerdo que a pesar de nues-
tras limitaciones producto de la humildad, que en esa
época imperaba en la mayoría de hogares del pueblo
caymeño, cada vez que encontraba una ocasión, me
guardaba las piezas de cartón con las que ahormaban
las camisas Manfin que usaba papá incluida la propia
caja; este material me servía como pescante para realizar
toda clase de dibujos, que a medida en que los ejecu-
taba iba adquiriendo mayor destreza sobre todo en la
especialidad del carboncillo.
Ahora bien, con esas cualidades a cuestas ¿Quién
no podría impresionar a una niña de circo? Precisamente
eso fue lo que hice; le regalé algunas de mis mejores

157
Mauro Calle Bellido

“obras” que me vi obligado a retirarlas del lugar en que


se exhibían; en honor a la verdad, las colocaba en los
espacios que los vidrios rotos dejaban en las ventanas,
tras haberlos golpeado con la pelota cuando protagoni-
zábamos los grandes “clásicos” entre la U y el Alianza.
Al tener los dibujos en sus manos, Jenny como yo
la llamaba, no dejaba de deslumbrarse al apreciar cada
boceto, que al contemplarlo detenidamente, levantaba
su vista para mirarme a los ojos y yo lo tomaba como
un acto interrogante, otorgándome un resquicio para
brindarle una explicación de lo más alturada, acerca de
la motivación en cada una de mis “obras”. Por ejemplo
le contaba que había soñado con Búfalo Bill cazando
bisontes en la estepa americana, promoviendo en mi
pensamiento la idea de dibujar un ejemplar de ese tipo;
fomentando de esa manera, prolongados diálogos que
ni el tiempo inexorable podía detenerlos, sino hasta
cuando su mamá la llamaba con su peculiar estilo, a
la hora de los alimentos. Forzándonos a encaramar
nuestros cuerpos y correr en distintas direcciones, una
preocupada por obedecer a su madre y el otro satisfecho
por haber ofrecido su talento a prueba de balas.
Estas ingenuas experiencias, solamente fueron
concebidas en su sentido intrínseco por la fantasía e
imaginación de aquel niño que sin querer, fue premiado
por el destino para experimentar toda una gama de
mundologías, que le han servido para arrogarse cierta
autoridad que de alguna manera contribuirá a profesar
un ejemplo para nuestras futuras generaciones que en
determinada parte de sus vidas memorarán una frase
célebre de la cual no recuerdo su autor o en todo caso es
158
Mi recordada Jenny

anónima: “Aquel que no ha hecho nada en su vida, tiene


el triste privilegio de no haber errado jamás”…y sí que
hice muchas cosas, que vienen permitiéndome, ahora
como adulto, contarles parte de mis aventuras, todas
narrables, porque también existen inenarrables; pero
lo rescatable, es tal vez la suntuosidad de ese espíritu
literario quizás heredado de mis ancestros y que también
discurrió por las retóricas venas de mi hermano Jesús
Gerardo Calle Bellido que ahora descansa en paz.
Sin embargo quisiera terminar este largo capítulo
acerca del circo “Rey”; que más de una vez me trajo
sentimientos de nostalgia cuando tuve que asistir a
presenciar las funciones de otros circos. Preguntándome
qué sería de la vida de Jenny, porque nunca más la
volví a ver en mi vida, a pesar de que me hizo la falsa
promesa de regresar cuando tuvo que marcharse junto
con su familia circense, no sin antes restablecida de su
lesión en el pie, se despidiera con una última soberbia
actuación, así como todos los artistas incluidos los
animales y el caballo “Justiciero”.
Debo confesarles que me ocurrió algo inaudito;
tuve la alocada idea de escaparme de mi casa para
enrolarme en el circo como ayudante, con la firme
esperanza de llegar a ser un trapecista y actuar junto a
la niña Jenny, incluso lo comenté en secreto con mis
amigos íntimos, quienes estaban de acuerdo y me alen-
taban a cumplir mi sueño; después de todo no iba a
ser el primero; algunos años después me enteré que mi
tío Julio Núñez el “Trimotor”, se fue con un circo en
calidad de artista, lamentablemente en esta ocasión no
cuento con registros de las correrías de ese tío, que de
159
Mauro Calle Bellido

procurármelos, gustoso volvería a entretenerlos con la


narración de sus desmadradas semblanzas, empezando
con su vernacular forma de tocar la guitarra colocada
en su espalda, hecho del cual fui testigo presencial.
Ya en primavera, cuando algunos huertos en la
vecindad se llenaban de flores y los populares árboles
frutales asentados en Cayma comenzaban a florecer
para dar sus frutos, una mañana de la cual no recuerdo,
me fui como de costumbre a la escuela, sin presagiar
el sentimiento amargo y triste que habría de padecer
al retornar a la hora del almuerzo. También como de
costumbre en los recreos, contaba a mis compañeros
cada una de las vivencias que había tenido con Jennifer
la niña trapecista, porque eso me hacía feliz, además
de tener motivo para recordarla, lo cual en aquella
época, era el estímulo para la vigencia de mis ilusiones
de niño, cuya sana conciencia rielaba un cúmulo de
diáfanos sentimientos; aún encalados en esa embrionaria
humanidad, asociada en paralelo con una personali-
dad y espíritu aventureros, merecedores de esta audaz
divulgación.
Lo que voy a contarles, no refleja ciertamente lo
que sentí; no solamente en esos momentos sino mucho
tiempo después. Al doblar la esquina para mirar la
imponente carpa del circo que la había apreciado por
un buen tiempo y que me afloraba una gran alegría al
saber que en la tarde tendría ocasión de ver a esa niña
que tal vez nunca se borró de mi memoria, comprobé
que ya no estaba y me dije: ¿Qué pasó? ¿Se fueron? Apuré
el paso y a medida que avanzaba al lugar se apoderaba
en mí el temor de no hallar nada; en efecto, encontré el
160
Mi recordada Jenny

canchón vacío y triste; no podía creer que en tan poco


tiempo hayan desarmado todo y se hayan marchado,
no sabía si ponerme a llorar o ir corriendo a la pista
para por lo menos ver la caravana cuando se alejaba;
una tremenda desolación invadió mis sentimientos
preguntándome porqué sucedió así…sin poder irme
con ellos, sin poder despedirme de “Justiciero”, sin
siquiera decirle adiós con la mano a la niña trapecista.
A esa edad no estaba en condiciones de asimilar
con la madurez y experiencia que dan los años, tal
aflicción y angustia a la vez. A pesar de que sabía que
algún día, como dijera Leonardo Fabio en una de sus
canciones, tendrían que partir…para no volver; quería
en esos instantes, tener poder para retroceder el tiempo
y pedirles a los dueños del circo que me llevasen a todos
los lugares por los que en su condición de errantes
tuvieran que visitar.
Aquella ocasión comprendí por primera vez, que
debería tener valor y coraje para soportar ese y toda clase
de desencantos, pero me costaba mucho trabajo poder
hacerlo. De pronto como iluminado por alguna fuerza
sobrenatural, me vino al pensamiento el recuerdo de mi
abuelo Agustín y automáticamente las frases filosóficas
de mi padre, que sin demostrar una remilgada y acen-
drada querencia, no perdía la ocasión de alentarnos con
sus sabios consejos, cargados siempre con un temple de
estirpe en generaciones de sangre guerrera.
Esa percepción me alentó mucho para sobrepo-
nerme ante las vicisitudes de la vida y en este caso, se
presentaba la oportunidad para que en un futuro no

161
Mauro Calle Bellido

muy lejano, entendiera prematuramente el haber sido


golpeado por la existencia, no obstante haber sobre-
llevado durante los años venideros parte de aquellos
golpes que finalmente terminaron curtiendo mi espíritu
de lucha constante para alcanzar mis metas cual proa
visionaria en el largo trajín por los océanos de ésta y
otras vidas.

162
DIBUJO 17

— 163 —
— 164 —
Mi amigo el chato César y el pozo de Zemanat

MI AMIGO EL CHATO CÉSAR


Y EL POZO DE ZEMANAT

E
n el transcurso de la etapa de mi vida que les
he contado, con frecuencia soñaba que volaba
y en esa onírica circunstancia, para avanzar de
un lugar a otro lo hacía nadando; es decir tenía que
emplear el mecanismo de la natación pero en el aire,
por lo que inspirado en este magnífico deporte, me
decidí a practicarlo.
En esta ocasión, no necesariamente tendré que
mencionar alguno de mis hermanos para graficar
elocuentemente esa experiencia; sino voy a referirme
a uno de mis mejores amigos de antaño: su nombre
César Butrón, apodado el “oso” o simplemente el
“Chato César”. Era un tipo muy pacífico y bonachón
con más años que yo, promoción de mi hermano
René en nuestro querido colegio Honorio Delgado
Espinoza; supongo, que por vivir en la Villa Hermosa
de Yanahuara colindante con mi congénito pueblo de
Cayma, frecuentaba casi a diario el pozo de Zemanat
en época de vacaciones, menudeo que le sirvió para
hacer gala de gran nadador, sumándose a este aticismo
otras disciplinas como el atletismo, la gimnasia y hasta
el fútbol, aunque su biotipo no era el mejor, bien que
derrochaba virtuosa técnica y físico admirables.
Su casa, al estilo de las edificaciones de esa época,
tenía una huerta grande y poblada de árboles frutales,

165
Mauro Calle Bellido

disfrutando de sus delicias cada vez que podíamos,


dependiendo de la temporada. Aunque nuestros favo-
ritos eran los damasquinos y las marrasquinas, que
casi siempre las comíamos sin lavar, puedo describir
colores y sabores de las demás frutas, pero por ahora
me avocaré a novelar acerca de la natación y el pozo de
Zemanat. Sin embargo, ya que estoy recordando ese
escenario, les contaré algo especial. El “Chato César”
tenía un gato atigrado que no tenía nombre, solamente
se alimentaba de ratones y aves pequeñas, situación
que obligaba a mi amigo a tener la responsabilidad
de facilitarle la tarea de cazar; es decir, acostumbró al
felino a que cuando sacaba la resortera o “cacha” del
bolsillo posterior, como era su estilo, éste se preparaba
para su comilona; mi amigo entraba a la huerta y con
su soberbia puntería, además de tan perfectamente
confeccionada “cacha”, de un solo tiro se tumbaba a
cualquier pájaro que se le cruzaba por su vista; el gato,
salivando instintivamente, esperaba al pie del árbol a
que cayera la presa para luego darse el festín y así por
el estilo lo hacían con otros pequeños animales.
El “Chato César” tenía tan buena puntería que
en cierta oportunidad, unas golondrinas se posaron
en unos cables a gran distancia de la superficie, le
pregunté si era capaz de bajarse alguna; sonrió, preparó
su “cacha” apuntó y disparó. En un primer momento no
pasó nada, las golondrinas no se movieron y de pronto
como desvaneciéndose cayó una; la recogí y aún estaba
viva, no tenía indicios de haber recibido un proyectil,
es decir la piedra; ante mi asombro, me dijo que no le
apuntó a parte vulnerable o mortal, para que pudiese

166
Mi amigo el chato César y el pozo de Zemanat

tocarla y examinarla de cerca. Increíble. César me dio


la oportunidad de agarrar por primera y única vez en
mi vida una golondrina, cosa que pocos mortales expe-
rimentarán, aunque, solamente habrán de contentarse
para referirse a ese bucólico pájaro, ensayar la lectura
de los versos magistrales de aquel célebre poema de
Gustavo Adolfo Bécquer.
Al mencionar la casa del “Chato César”, quise
referirme al lugar de encuentro previo a la caminata hasta
el pozo de Zemanat, sentados en la pared que servía
de banco, conocí a nuevos amigos como el melón, el
papillón, el warizo, el valiente, el negro, el Isauro, entre
otros; eran niños contemporáneos de barrio, pupilos del
“Chato César”, que ya tenían la costumbre de nadar en
el pozo. Sin embargo pues; considerado como nuevo
en el grupo, no me amilané por esa condición, todo lo
contrario, con mucho entusiasmo me auné al grupo y
me enfrenté a esa pequeña incertidumbre de lanzarme al
agua sin tener experiencia; antes nos habíamos bañado
en una gran acequia cercana a nuestra casa, ubicada en
una quebrada a la que llamaban la “ollartera”, común-
mente conocida como “la llautera”.
Jamás llevábamos toallas, porque nos secábamos
al sol, solamente era necesario tener una ropa de baño
o “trusa” como la llamábamos en ese entonces, aunque
no todos la tenían, bastaba con cortar las piernas a
un pantalón y asunto arreglado. La particularidad del
“Chato César” estribaba en envolver su “trusa” dentro
de una boina color verde lechuga confeccionada con
hilo tejido a crochet, que lo usaba a manera de gorro
de natación.
167
Mauro Calle Bellido

Felizmente a Zemanat no concurrían ladrones,


por lo que nuestra felicidad de retozar en el agua, jamás
se vio perturbada por la pérdida de alguna de nuestras
prendas de vestir; las cuales ante la ausencia de casilleros
o gaveteros, nuestro mejor guardarropa se ubicaba en el
borde de las paredes de sillar que circundaban la azotea
de aquel recinto tan apreciado por nosotros; incluso se
habían establecido pautas o preceptos para doblar inme-
jorablemente nuestra ropa, de manera que superpuesta
sobre los calzados, hacían un todo tan original que
daba la impresión de estar en un cuartel por el orden
y la homogeneidad de los hatos allí colocados, tal vez
como presagio de una singular experiencia en la vida
militar, que algunos años después nos tocaría coexistir,
cada cual en su espacio tiempo histórico social.
La altura del pozo no sobrepasaba el metro y
medio en la parte más honda, sin embargo apremiados
por tal circunstancia, los bañistas más descollantes,
quienes tenían el apelativo de “tiburones”, se daban el
lujo de realizar espectaculares clavados con tan poca
profundidad, añadida además la elevación de la terraza,
que en honor a la verdad, alcanzaba los siete metros
aproximadamente sobre la baranda y a propósito de ésta,
para realizar un clavado habían dos modalidades: desde
la peña o desde la baranda, ambas cabidas solamente
podían estar destinadas a servir de impulso para los que
sabían de estas suertes: como el gran “Chito Corimaya”.
Ciertamente; había un grupo de bañistas que
concurrían casi a diario al pozo, dominando a la perfec-
ción los cuatro estilos básicos de la natación; atributo que
los reafirmaba no solamente como expertos nadadores
168
Mi amigo el chato César y el pozo de Zemanat

sino como extraordinarios clavadistas. El hecho de


haberme involucrado sentimental y fanáticamente
con este deporte, me hizo experimentar de muy cerca
lo que en muy pocas ocasiones lo vi en la televisión,
especialmente en las películas de Tarzán. Era curioso;
cuando estábamos jugando en el agua, de pronto se
escuchaban chiflidos o silbidos como alertando a los
bañistas, inmediatamente todos se hacían a un lado
sin apartar la mirada hacia arriba, dejando un espacio
para que el eventual clavadista, luego de protagonizar
una pintura en el aire, se hundiera en la masa acuática,
tardando más en entrar que en salir a flote.
Habían desarrollado una técnica que difícilmente
podrá ser imitada y no señeramente cuando entraban en
contacto con el agua sino mejor aun cuando describían
en su trepidante caída, las más sensacionales figuras
volatineras como una “carpa”, un “ángel” o un “clavado”
propiamente dicho.
Los primeros días de correrías en el pozo, sólo me
limité a observar con mucho detalle todas las hazañas que
realizaban aquellos “tiburones”; para que en un tiempo
no muy lejano pudiese emularlos, naturalmente con
el incondicional apoyo de mi gran amigo César; pero
más fuerte era el deseo de bucear como Tarzán, cuando
en el fondo de un río de la jungla se enfrentaba a un
cocodrilo en una trenzadera de chapoteos y zarpazos
que terminaban con la daga hundida en la pechera del
aligátor, que poco a poco dejaba de zarandearse hasta
quedar exánime y herido de muerte; fue que en esas
imperturbables quimeras, sumergido hasta el fondo del
pozo, comenzaba a imaginarme una lucha con el caimán
169
Mauro Calle Bellido

más feroz de la selva, llegando incluso a recordar aquel


sueño con mi profesora Rosa Fernández en el río de
Quequeña, logrando realizar los mismos movimientos
que hacía Tarzán hasta adquirir una gran destreza en
el buceo, tal vez como preludio de una tempranera
maestría en el deporte de la natación.
Bien pues, en pocas semanas asimilé los secretos
de ese deporte acuático, adquiriendo la destreza de la
que hacían gala “los tiburones”; aprendí por ejemplo,
lanzarme al agua sin que parezca un “panzazo” con
el estilo y desenvoltura de los que sabían, así es que,
fácilmente podía nadar paulatinamente desde un ancho,
luego un largo y finalmente por toda la piscina, reali-
zando también un sinfín de juegos dentro del pozo
como la “pesca-pesca” o las populares “zapatas”; para
los que no recuerdan o tal vez ignoran qué significa
jugar a “zapatas”, les contaré que este juego consistía
en pactar algo así como una pelea entre dos, siendo el
objetivo infligir una patada al adversario, sumergiéndose
previamente para luego elevarse con mucha potencia
y pegar con la pierna al contrincante una y otra vez; al
mismo tiempo el contrario, cada que recibía un ataque,
se sumergía para evitar el golpe; finalmente, no existían
ganadores, solamente se trataba de una mera diversión
propia de los bañistas del popular pozo de Zemanat.
Cerca vivían los “Mochos”, eran unos muchachos
de tez morena o mejor dicho zambos, que irrumpían en
el pozo minutos antes de que lo cierren, no les cobraban
entrada y creo que ya iban en traje de baño. Todos los
que nos quedábamos hasta el desagüe, aturdidos por
la andanada de rechiflas, apreciábamos su destreza en
170
Mi amigo el chato César y el pozo de Zemanat

la natación tanto como en los saltos ornamentales, de


los cuales aprendí muchísimo tan sólo viendo cómo se
impulsaban, cómo encauzaban sus cuerpos para final-
mente zambullirse con la precisión que se despechugan
las aves marinas o el martín pescador cuando atrapan
su pescado favorito.
El gran “Chito Corimaya”, tenía la costumbre de
sorprender a todos los bañistas cuando luego de secarse
al sol en la azotea y haber permanecido tendido en el
borde de la baranda como un lagarto; intempestiva-
mente de un salto se encaramaba en la misma baranda
y haciendo equilibrio avanzaba unos pasos buscando
con la mirada un huequecillo en la superficie del agua,
mientras que algunos fisgones chiflaban para que los
demás le hagan un espacio y de esta forma acuatice sin
problemas, luego de que obviamente exhibiera en el
aire, una perfecta “carpa”.
Un día de tantos, en el tiempo que “Chito
Corimaya”, hizo gala de su temeraria costumbre,
ocurrió un accidente que felizmente no tuvo conse-
cuencias fatales; el protagonista muy confiado él, se
disponía a saltar porque ya le hicieron el espacio en
el agua, resbaló y al no poder controlar su cuerpo,
literalmente cayó a la orilla del pozo, quedando con
una pierna en el agua y la otra sobre el borde, pero
para su suerte el volumen y el peso lo inclinaron hacia
el interior, no sufriendo mayor daño que un fuerte
dolor en la pierna golpeada y aunque siempre lo negó,
se ganó un gran susto que quizás también lo sintieron
aquellos que lo vieron caer.

171
Mauro Calle Bellido

Pasados los años, cuando en ocasiones visité el


Club Internacional, nunca dejé de dirigir la mirada
hacia el pozo de Zemanat, que se ubicaba al frente
de la entrada al club, lucía totalmente abandonado y
cerrado al público, prácticamente desapareció… atrás
quedaron los recuerdos de aquel recinto acuático que
vio desfilar muchas generaciones de grandes nadadores
y clavadistas.
Y por qué no decirlo, cada vez que de hablar de
las artes del nado y los clavados se trataba, en algún
momento habría de enorgullecerme por haber logrado
dominar esas disciplinas deportivas como lo hacían los
“tiburones” y que a mi turno en las prolongadas tertu-
lias de aquellos atardeceres del mes de agosto, cuando
con firmeza agarrábamos el resto del manojo de pitilla
con el que hacíamos volar nuestras cometas, me vana-
gloriaba de haber dominado las técnicas de los saltos
ornamentales. Inclusive la que inventó el “Chato César”,
me refiero a la “culebrina”, la cual consistía en realizar
movimientos ondeantes como una culebra durante la
caída, para ello había que tener muchísima agilidad,
porque de lo contrario la velocidad del descenso no
daba tiempo para lograr esos movimientos.

172
DIBUJO 18

— 173 —
— 174 —
Las cometas

LAS COMETAS

A
propósito del mes de agosto y como bien se
sabe, es el mes de los vientos. En nuestra tierra,
teníamos la costumbre de confeccionar con
mucho detalle, extraordinarias y bellísimas cometas
de todas formas y colores, desde cambuchos hasta
cohetes y aviones, utilizando materiales de la campiña
tales como la estupenda paja o caña de cortadera, que
la conseguíamos en las riberas del río Chili por la zona
campestre de Chilina.
Como algo curioso les cuento que de alguna
forma en nuestra pequeña sociedad, se percibían en
estados incipientes, algunas diferencias “sociales” en esta
temática; por ejemplo, los que no tenían para comprar
papel de cometa y pabilo para hacerla volar, no se hacían
problemas, bastaba con arrancar una hoja del cuaderno
y doblarla en tres, luego perforarle dos huequitos en
los extremos y uno más grande en la parte inferior para
amarrar la rabera; esta consistía en unir varias tiras de
retazos de tela para contrapesar el cambucho y pueda
volar de la mejor forma, sin que dé vueltas en espiral
a causa del viento.
Teníamos tanta destreza e ingenio a la vez, que
nadie nos ganaba en las competencias de aquellos afama-
dos concursos de volar cometas y si algún contrincante
pretendía superarnos, apelábamos a la maldad, es decir,
que en el extremo de la rabera, le amarrábamos una

175
Mauro Calle Bellido

“Gillette”, (designación metonímica para referirse a


una hoja de afeitar), de manera que con mucha maña
a base de “tiranteos”, hacíamos que dicha hoja corte la
pita de la otra cometa y adiós…la fuerza del viento se
encargaba de hacerla desaparecer.
Pero lo más curioso aún, era procurarse un hilo
o pita para hacer volar los cambuchos; sucede que
primero teníamos que robarnos una media de nylon
de mamá o de la abuela Genara, porque no habían
más mujeres adultas en casa; después, cogíamos
una punta del tejido y rápidamente la destejíamos
de manera que nos quedaba una buena porción de
hilo de nylon que lo envolvíamos en una lata de
leche gloria y dada su característica de menos pesado
además de irrompible, jamás tuvimos pierde en ese
tejemaneje tan popular de nuestra infancia.
Sin embargo los que podíamos conseguir otros
materiales –grupo en el que me incluyo- teníamos
una gran predisposición para obtener a cualquier
precio, estas bonitas piezas. Porque de verdad, la
intrepidez fue un común denominador en mi humilde
personalidad, fabricábamos las más hermosas, raras
y complicadas cometas; desde un simple “barril” o
una “cintura de mono”, hasta una estrella de ocho
puntas y de los aviones o cohetes, ni se diga; no
recuerdo con exactitud, pero creo que llegamos a
emular un aeroplano como el que piloteó nuestro
héroe Jorge Chávez, cuando cruzó los Alpes en su
conocida hazaña.

176
Las cometas

No sé si alguno de mis lectores vio volar una


cometa redonda; formulada esta interrogante, les contaré
lo siguiente: Como quiera que la forma circular en
una cometa era poco convencional, por no decir casi
imposible de hacerla volar, ya que los tirantes tenían
que estar ubicados equidistantemente para contrapesar
la fuerza opositora del viento, tanto así como la perfecta
ubicación de la rabera, de lo contrario solamente daría
vueltas como serpentín.
Entonces me propuse fabricar una cometa redonda,
inspirada en el emblema del equipo de fútbol de mis
amores: Universitario de Deportes. Alguna vez el tío
Eusebio Calle, hermano del chato Ventura, me enseñó
a confeccionar una antorcha a base de carrizo, para
lo cual tuvo que utilizar una caña fresca o verde para
doblarla sin problemas y poder hacer un círculo, que
luego de un tiempo en el sol se secaba totalmente y
quedaba en la forma deseada. En efecto, así lo hice y
tuve que realizar varios cálculos hasta lograr una perfecta
simetría en el armazón para poder instalar los tirantes.
Una vez terminado el entramado, la forré con papel
de color crema de fondo y para resaltar nítidamente la
característica “U” dentro del círculo, pegué papel lustre
de color rojo. El arte fue perfecto, pero más aún cuando
la hice volar; nunca olvidaré esa agradable sensación
que sentía al ver en el aire cómo mi hermosa cometa
se distinguía de las demás, no sólo por su especial
configuración cromática sino también por su peculiar
forma; que originó gran cantidad de congratulaciones y
sobre todo preguntas acerca de la tecnología empleada
para fabricar tan excepcional barrilete.

177
Mauro Calle Bellido

El primo Arturo Velásquez, era especialista en la


confección de los aviones cuadrados, empleando para
ello, pajas de cortadera de Chilina exclusivamente,
había que tener mucha paciencia y oficio para realizar
un buen trabajo. Lo singular de estas cometas es que no
necesitaban rabera para volar, dada su estructura con
espacios libres para que el viento no tenga resistencia
y de esa forma se mantenían en el aire con un peculiar
donaire como que esos artefactos tuviesen vida propia,
haciendo gala de esos lindos colores del papel sedita
que estaba pegado en el lugar exacto y también por
esa brillantez que reemplazaba a los tonos opacos del
papel cometa común y corriente. La hora adecuada
para hacerlos volar, era el final de la tarde cuando
amainaba el viento, para soltarlos de cualquier azotea,
cuanto más alta mejor, hasta el momento en que el
cielo sangriento por efecto de los últimos rayos de sol,
daba paso a la presencia del crepúsculo y al nacimiento
de las sombras de la noche, en un marco de verdadero
escenario nostálgico, propio de aquellas tardes de agosto
algo calurosas…por el advenimiento inexorable de la
cálida estación de primavera.

178
DIBUJO 19

— 179 —
— 180 —
Cuando explotó el “cuete”

CUANDO EXPLOTÓ EL “CUETE”

L
as anécdotas, vivencias y aventuras narradas en
esta presentación, han estado imbuidas de dife-
rentes contenidos sentimentales en tanto y en
cuanto han reflejado la forma de percibir tales hechos
en el transcurrir de los primeros años de mi existencia.
Más allá de las congojas por las muertes o los sustos por
los accidentes, una triste experiencia marcó el futuro
de un niño que motivó sentimientos de compasión en
quienes de múltiples maneras tuvimos contacto con
Erasmo Jara Quispe.
No tengo registro de sus orígenes, pero cuando
estuvimos en cuarto de primaria, llegó a la escuelita 989
acompañado del primo Rubén Galdós Vilca. Creo que
lo acogieron en su casa para criarlo, como antiguamente
se solía criar a los ahijados venidos de tierras lejanas;
tenía un carácter amigable, era aplicado y lo que más
resaltaba de sus cualidades era la forma de escribir, su
caligrafía en esa coyuntura rodeada de primariosos era
insuperable y creo que también destacaba en el dibujo;
en conclusión, se ganó el respeto y aprecio de todos
nosotros rápidamente.
Pero la vida entraña paradojas inverosímiles; si
para escribir con la caligrafía de la que fue dotado por
la naturaleza, pienso que los mejores aliados para lograr
tal perfección tendrían que ser sus ojos, que junto al
cerebro y la habilidad en sus manos, confirman pues

181
Mauro Calle Bellido

esa excelencia que estoy realzando. Sin embargo, el


destino cruel propició justamente la pérdida de uno
de sus ojos y que al margen de haberse configurado
como un accidente o negligencia infantil, podríamos
pensar que también falló su cerebro para coadyuvar en
la concreción de este lamentable hecho.
Me llena de tristeza recordar aquella madrugada
del dos de febrero de mil novecientos setenta y tres,
cuando en la plaza de Cayma, esperábamos el inicio
de la gran Troya por el aniversario de la Virgen de la
Candelaria, si mal no recuerdo fue el compañero de la
escuelita Delgado Ervias apodado “El viejo”, por sus
facciones peculiares que denotaban una vejez prematura,
quien tuvo la “brillante” idea de robarnos un cohete o
“cuete” como solíamos llamar a esos objetos pirotéc-
nicos, para quemarlo o reventarlo detrás de la capilla,
ya que el lugar era descampado y no había gente. Así
fue, emocionados por tan arriesgada correría, cada cual
pugnaba por agarrar el “cuete” que por su gran tamaño
se trataba de un petardo, llevados por la curiosidad
propia de nuestra edad, planificando y decidiendo
quién lo prendería; pero de pronto nos topamos con
una gran duda, nadie llevaba fósforos.
Milhuar Hernani Crespo, apodado “El Poroto”,
exaltado fue corriendo a su casa que se ubicaba muy
cerca del lugar, para procurarse los fósforos y antes de
que se perdiera por el camino, Erasmo Jara sin presa-
giar nada, le gritó con cierta suficiencia que también
traiga un pedazo de pita. Avelino Choque apodado
“Walilo” el más ingenuo del grupo, preguntó para qué
la pita, respondiendo los que teníamos experiencia en
182
Cuando explotó el “cuete”

pirotecnia, “para prender un cuete”, había que hacerlo


con la pequeña brasa que quedaba en la punta de la
pita al quemarla.
Cuando regresó “El Poroto” con la pita y una
cajita de fósforos, ya habíamos hecho un pequeño
hoyo rodeado de piedras para depositar el petardo en
el interior antes de ser prendido, pero a esas alturas
del peligroso juego, todos titubeamos para tomar la
decisión de acercar la brasa de la pita a la mecha del
petardo; el plan era que una vez encendida, correríamos
a protegernos detrás del bordo, entonces “El Poroto” se
armó de valor y procedió a prender la mecha, cuando
empezó a refulgir, corrimos al lugar planificado y cual
soldados en su trinchera, aguardamos el momento del
estallido por muchos segundos y no ocurrió nada, nos
miramos con semblante de preocupación preguntán-
donos con las miradas, qué había pasado.
De pronto, Erasmo Jara se paró y con mucha
presunción se dirigió al hoyo donde estaba el petardo
para saber qué había ocurrido, no sin antes llevar la pita
con la brasa en la punta, para eventualmente prenderlo
de nuevo; al acercarse, sólo pudimos escuchar la explo-
sión seguida de los gritos de dolor del audaz Erasmo, el
petardo reventó y la deflagración lo dejó prácticamente
ciego y presa de un pánico indescriptible. Muy asustados
y sin saber qué hacer, el primo Rubén Galdós atinó a
llevárselo a su casa para que sus familiares lo auxilien,
mientras que nosotros no podíamos gesticular palabra
¿A quién culparíamos? ¿Cómo explicar lo sucedido?, …
estoy seguro que en las mentes de cada uno de nosotros
retumbaba la escena una y otra vez, a pesar de que en
183
Mauro Calle Bellido

más de una oportunidad nos advirtieron que jamás se


jugaba con “cuetes”. Pero la poca madurez y la inex-
periencia cobraron en la vida del pobre Erasmo Jara,
la pérdida de tan vital órgano, que como dije anterior-
mente, únicamente tendría que resignarse a tener un
aliado para seguir haciendo gala de su caligrafía, que
naturalmente se vio limitada para siempre.

184
DIBUJO 20

— 185 —
— 186 —
El final

EL FINAL

B
ien pues, queridos lectores, considero que en
esta oportunidad, narradas la mayoría de mis
anécdotas en la época de la primaria, tal vez
omití hacerles conocer algún pequeño detalle relacio-
nado con mi hermano Jesús Gerardo Calle Bellido.
Que sinceramente mentiría si pretendo reproducir
fielmente, yo diría un gesto paternal increíblemente
protagonizado por él.
Sucede que cuando mi madre fue a dar a luz a
mi hermano Javier Toribio en el Hospital General hoy
llamado Honorio Delgado, tuvo que dejarme al cuidado
de Jesús, cuando sólo tenía tres años, supongo que por
su carácter pacífico y su gran sentido de responsabili-
dad, fue elegido por mi madre. Pero al margen de las
atenciones que estoy seguro me brindó, debí haber
experimentado un sentimiento más allá del que se siente
cuando un hermano mayor prodiga sus asistencias a
uno menor con tanta ternura y creo que hasta dormía
en su cama. Correspondí ese cariño diciéndole “mamá”,
bueno eso me lo contaron y yo lo adjudico como una
sana e infantil retribución a sus tiernas actitudes para
conmigo.
Pero la vida siguió transcurriendo con las carac-
terísticas que les he contado; sin embargo, ya que me
estoy refiriendo a Jesús, mi buen hermano cariñosa-
mente llamado “Mocho”; los recuerdos más saltantes

187
Mauro Calle Bellido

que tenemos de él, fueron los de la etapa de estudiante,


cuando hacía gala de su gusto exquisito por la buena
música y una deslumbrante proclividad para cultivar
el arte en muchas expresiones. Lo hizo en el teatro y
estoy seguro que también en la literatura, porque me
atrevería a confirmar que tuvo la intención de escribir
sus memorias en las postrimerías de su elocuente vida,
si no fuera por aquel infame sarcoma que nos lo arre-
bató para siempre.
Existe un detalle que sólo mi hermana María
Amparo podría acreditar el hecho de que Jesús haya
influido en nuestro gusto por la música en todos sus
géneros y como lo manifesté anteriormente, tuvimos la
suerte de compartir largas jornadas de encuentros con
la Arequipa o Cayma de antaño, cuando en su lecho de
dolor nos apresurábamos a pedirle que nos cuente aque-
llas interminables historias que sólo él podía reseñarlas,
precisamente en los momentos de escuchar ávidamente
las anécdotas que nos contaba Jesús. Fueron tantas y
de gran intelecto, que mientras disfrutábamos de sus
relatos, interiormente me proyectaba para contribuir
en el proyecto de escribir sus memorias.
Fue que tomé la decisión de escribir un preámbulo
tal vez poco ortodoxo, con la intención de animar de
alguna manera a Jesús, para que abrigue la determina-
ción de caligrafiar una novela, un libro o simplemente
sus memorias y si no lo hizo, fue porque tal vez ya no
tenía las fuerzas suficientes; pero a pesar de todo, me
permito transcribir este prefacio que quizás signifique un
homenaje póstumo a su intelecto y la muestra de reco-
nocimiento a una obra literaria que nunca se escribió:
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El final

“No estoy seguro si los prólogos, siempre se redac-


tan luego de culminada la escritura de una obra literaria;
sin embargo llámese preámbulo, proemio o prolegó-
meno, los grandes escritores han sido destinatarios de
babilónicos prefacios, que hablan desde resúmenes,
hasta narraciones de anécdotas, que preparan al lector
para aventurarse a experimentar grandes emociones
cuando disfruten del contenido de sus relatos.
En esta oportunidad, me permito caligrafiar esta
breve introducción para presentar a mi hermano Jesús
Gerardo Calle Bellido, que sin ser escritor ni gran escri-
tor, bien podría ser digno de considerarlo como tal y
con la peculiaridad de plasmar estas expresiones, antes
de que sea escrita tan singular obra, me atrevo a darle
los créditos suficientes para garantizar testimonios del
folklore arequipeño, circunscritos en una narrativa fiel
de las costumbres enraizadas en el tradicional pueblo
de Cayma.
Tal vez pocos escritores, tuvieron oportunidades
como las de Jesús; de entablar una relación literario
familiar con uno de los poetas más prolijos de nuestra
amada Arequipa, me estoy refiriendo a don Manuel
Gallegos Sanz, maestro folklorista y lírico fecundo que
saltó etapas y tendencias para afincarse en un bucolismo
de íntimas pinceladas pictóricas donde la ironía y la sátira
lo afincan dentro de un sentimental costumbrismo, que
fueron transmitidas a nuestro artífice, cual discípulo de
la remota Grecia.
Y es que no sólo un bardo de la talla del tío
Manuel, cariñosamente apodado “Mateccllo”, fue

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Mauro Calle Bellido

quien nutrió de todo el bagaje tradicionalista al autor,


sino el aporte de típicos personajes, los cuales con sus
expresivos relatos, cimentaron un amplio acervo literario
que gracias a la prodigiosa memoria de Jesús, tenemos
a nuestro alcance los más inverosímiles relatos de un
pueblo tradicional, que se hizo acreedor a ancestrales
versos como “tierra de San Gil, donde todo embriaga,
hierba y toronjil”.
Ahora bien, preparémonos para aventurarnos a ser
partícipes de los emocionantes y enigmáticos relatos de
cuentos y tradiciones caymeñas, que para su realización
han tenido que contribuir las extraordinarias cualida-
des de Jesús Calle, no solamente para entretenernos
sino también para enriquecer nuestra cultura, que en
su contexto tiempo histórico, muchos de ellos están
revestidos de un realismo que solamente un pueblo
tradicional que vio nacer a un hombre que se atrevió a
entregarnos esta sensacional obra literaria, estoy seguro
que traspasará las fronteras en tiempos difíciles hacia
los confines de sociedades cosmopolitas que habrán
de valorar el torrente literario de un caymeño nato”.
Pero, a pesar que sólo nos dejó el recuerdo de largas
horas de entretenida conversación llena de cuentos,
anécdotas, vivencias y hasta leyendas del acervo literario
caymeño, remarcadas en las tardes de visita en el Hospital
Antonio Seguín Escobedo, simplemente puedo asegurar
que en esas circunstancias me sentí muy motivado para
culminar esta novela, que mucho hubiere deseado, sea
compartida con mi hermano Jesús Gerardo.

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El final

Y lo último que puedo testimoniar de su vasta


influencia acuñada en una mixidad cultural asimilada
por nuestros espíritus inclinados por el arte, es que un
diecisiete de julio del año mil novecientos setenta y
tres, Panamericana Televisión, transmitió la presenta-
ción de un cantautor chileno de nombre Víctor Jara,
reconocido por propalar la música popular o música de
protesta, la cual fue animada por el prestigioso perio-
dista Ernesto García Calderón, popular animador de
esa casa periodística.
No recuerdo la hora, pero fue de noche. Jesús me
preguntó si quería ver a Víctor Jara en la televisión, lo
miré con cierta duda porque no contábamos con tal
medio; entonces, sonrió y me dijo que no me preocupe,
que iríamos a casa de los Molina. En efecto, dicho
cantautor ofrecía un recital por primera vez en el Perú,
pero ya habíamos escuchado sus canciones por la radio,
siendo las más difundidas “El Arado” “A Desalambrar”
“El derecho de vivir en paz”, entre otras; pero en esa
oportunidad, cuando los primos Molina y nosotros
mirábamos muy entretenidos el concierto, Víctor Jara
interpretó la canción “Te recuerdo Amanda”, una de
sus mejores composiciones.
Ahora pienso que Jesús, en el momento que
escuchó esa canción, tal vez se vio abstraído por la
magnificencia del tema musical en sí, sin presagiar
que años más tarde conocería a una mujer de nombre
Amanda Gil Castro, con quien contrajo matrimonio,
de cuya unión nacieron mis sobrinas Claudia y Valeria,
que también han sido receptoras de las cualidades
artísticas de su padre. Complementadas incluso con
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Mauro Calle Bellido

las de la madre, dueña de un original estilo en las artes


de la declamación.
Al término del programa salimos reconfortados
por haber tenido el gusto de escuchar a un cantautor
de moda, en mi caso doblemente, porque siempre tuve
la compañía y el calor de mis hermanos mayores, de
quienes hablé en su oportunidad, aunque por causas
ajenas a mi voluntad, tal vez por la naturaleza del relato,
omití nombrar a algunos.
Quiero que sepan, queridos lectores, que fuimos
once hermanos y si todos no fueron mencionados en
ese transcurrir de mis primeros años de existencia, les
prometo que en el futuro serán mentados en la segunda
parte de esta novela, que hablará de los primeros e
innegables amores, primeras decepciones, aventuras más
auténticas, temores de adolescente respecto de futuros
inciertos, todas en su contexto, típicas sensaciones de
una de las etapas más bonitas en la vida de las personas,
la del colegio.
Bueno pues, como dijera el cantante de los
cantantes Héctor Lavoe, todo tiene su final y en el
epílogo de mi modesto relato, aquellos autores que
versaron de historias verídicas o quizás de mundos
mágicos como lo fue Macondo, estoy seguro que no
se proyectaron para escribir un final feliz; simplemente
la espontaneidad que caracteriza a todos los dramatur-
gos, les permite esbozar expresiones en el colofón de
sus obras, que inspiran en los lectores un sentimiento
de satisfacción, no por cerrar la contratapa del tomo
en sí, por haber leído un libro más, sino por haber

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El final

estado sumergido, tal vez en prolongadas jornadas de


lectura, en el apasionante contenido de alguna historia
protagonizada por un humilde semejante. Que como
muchas, quedarán en el recuerdo imperecedero de
todo aquel que hará henchir su corazón, cada vez que
evoque ésta y otras semblanzas.

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Jesús Calle y el Dr. Astrov

COLOFÓN
JESÚS CALLE Y EL DR. ASTROV

Ramiro De Valdivia Cano

E
ra 1969, un año de jubileo caymeño. Las entraña-
bles armonías de la pampeña Caymeñita, de don
Víctor Neves Bengoa, daban paso a la promoción
del éthos mistiano en su espacio Cayma y Cultura,
cada martes en Radio Universidad, a las 7:00 pm. La
impecable modulación que identificaba el programa
radial era la de un imberbe aún, Jesús Gerardo Calle
Bellido. La dirección técnica a cargo de Mario Rodríguez
Gutiérrez; y la producción era el fruto del entusiasmo
y la devoción caymeña del Club Deportivo Cultural
Juvenil Cayma.
El año jubilar caymeño incluyó también un gigan-
tesco proyecto diseñado y ejecutado por el Club Juvenil
Cayma, asesorado por el Dr. Rafael Castillo Cervantes:
Los Juegos Florales Cayma-1969 que congregó, alrede-
dor de las artes pictóricas, literarias y musicales, a los
estudiantes de secundaria de Arequipa. Sus escenarios
fueron el atrio del templo de la Mamita Candelaria
de Cayma, las Galerías Gamesa, un espacio sabatino
en Canal 2 de TV y Radio Universidad. El gigantesco
certamen galvanizó a su favor a TEPA-Surperuana TV
(es decir, la Dra. Elsye Canal, nuestros Profesores del
Colegio Nacional Independencia Americana Carlos

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Ramiro De Valdivia Cano

Leighton y Jimmy Vargas, las juveniles Tania Rodríguez,


Socorro, Norma), la Casa de la Cultura (los doctores
Gustavo Quintanilla Paulet, Raúl Bueno Chávez, Jorge
Cornejo Polar), el Concejo de la Villa Hermosa de
Cayma y su Alcalde, Sr. Miguel Ángel Cuadros. Jesús
Calle, junto a Modesto Gonzalez, Edui y Juan Chávez
Núñez, Heraclio Molina, Lucio Vilca, directivos del
Club Deportivo Cultural Juvenil Cayma, cristalizaron
el proyecto, mereciendo el aplauso de Arequipa y del
Ministerio de Educación.
Los Juegos Florales Cayma-69 tuvieron un segundo
final feliz. En el teatro arequipeño de los años 60, un
adolescente Jesús Calle Bellido ya era un aplaudido
héroe del Grupo Atahualpa. Había descollado como
Van Troi, el vietnamita; el gringo Frank Kulak y otros
iconoclastas. Pero, su consagración llegó cuando nuestra
Maestra de Humanidades de la Universidad Católica
de Santa María (UCSM), la Dra. Catherine Schuyler,
(o Hna. Juana Manuela) nos retó a vivir la Literatura.
La respuesta fue formar, entre sus alumnos, el primer
grupo de teatro de la UCSM (Teatro de la UCSM). Jesús
Calle aceptó el desafío y se convirtió, en cuerpo y alma,
en Mikhail Lvovich Astrov, el médico rural del drama
estrella del TUCSM, Uncle Vanya, de Antón Chéjov.
Como el Dr. Astrov, Jesús ni sospechaba que
era motivo de admiración rayana en la envidia, en
nuestra antigua muchachada. Su serena personalidad,
sus nevadas y otros afanes por el bien común, su clara
inteligencia e innata habilidad para la Arquitectura, lo
hacían especial. Como líder, los antiguos caymeños aún
recuerdan a Mikhail Lvovich Astrov en su intensa labor
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Jesús Calle y el Dr. Astrov

de promoción cultural. Varios años después, cuando


alcanzó la edad legal suficiente, fue elegido Regidor
de Cayma.
Yelena Andreyevna, (Elisabeth Indacochea) la
heroína de Uncle Vanya, lo describe certeramente, “El
doctor tiene un rostro nervioso y fatigado. Un rostro
singular”. No parece usual que un rostro fatigado y
nervioso pudiese ser atractivo; pero Sonia y Yelena
están enamoradas de él. Yelena ve en Astrov al hombre
que está preocupado por sus pacientes, el prójimo, la
ecología, el destino de la humanidad y por las cosas
que él piensa que son importantes.
El visionario Jesús también parece incongruente
con su edad y con su época. Tan es así, que el Dr.
Astrov dice, de sí mismo, que la gente no sabe cómo
definirlo, ni qué etiqueta ponerle en la frente. “Ellos
dicen, éste es un hombre extraño, muy extraño”. Como
Jhuliano El Extraño. “Yo amo las selvas, eso es extraño
para ellos”. Era recién 1890. “No como carne, eso es
también extraño”. “Ellos no tienen una relación directa,
transparente, libre ni con la naturaleza ni con la gente…
Ninguna, ninguna…”
A mayor abundancia, como Chéjov, como Astrov,
como Uncle Vanya, también ama devotamente la villa
hermosa querida. Por eso, el tres de octubre será en
Cayma el día del Dr. Astrov, tal como cuando Jesús
Calle Bellido, -el querido amigo de la infancia, después
Alfeñique, como Uncle Vanya; después universitario,
después esposo y padre de dos ángeles- tomó los quipus
del variado drama de nuestras vidas. Así, nació el primer

197
Ramiro De Valdivia Cano

grupo de teatro de alumnos de la UCSM, bajo la atenta


mirada de la Hna. Juana Manuela Schuyler, que nos
impregnó para siempre del pensamiento y los perso-
najes de Antón Chéjov: Vania, Sonia, Astrov, Yelena,
Aleksandr Vladímirovich Serebriakov, María y Marina
(Ramiro Uncle Vanya, Jesús, Elizabeth Indacochea,
Edith Picardo, mi sobrina en la obra, Pancho Carreón,
Elenita Valencia Dongo, Anita Adriazola, respectiva-
mente); Pancho Ballón Aguirre, crítico oficial; Víctor
Vásquez Colacci, escenógrafo; & alia.
Después vinieron otras obras célebres. Pero, el
día del estreno de Uncle Vanya, octubre de 1971, el
auditorio de la UCSM fue una fiesta irrepetible, pre-
sidida por el padre espiritual del TUCSM, el Padre
William Morris S.M. Por el Rector, Dr. Luis de Ta-
boada. La maestra y guía del grupo, nuestra querida
profesora la Hna. Juana Manuela. Ya se viene otro tres
de octubre sin nuestro buen Jesús Calle Astrov; pero
él sigue atento nuestro desplazamiento escénico. Te
extrañamos, Director. Y te recordamos siempre, como
Aquel niño que fuiste.

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AQUEL NIÑO QUE FUI
Mauro Calle Bellido
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