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AQUEL NIÑO QUE FUI
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AQUEL NIÑO QUE FUI
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Aquel niño que fui
Editor:
Carlos Rivera
Quimera Editores
Calle 27 de noviembre 502
La Libertad, Cerro Colorado, Arequipa-Perú
Telf. 958240729
carlosriveraelciudadano@outlook.com
Diagramación:
José Luis Vizcarra Ojeda
Diseño de portada:
Alexa Calle Román
Corrección:
Grover Anco
Presentación............................................... 11
Mauro Calle Bellido
Prólogo....................................................... 15
Edmundo Calle Bellido
Apuntes críticos......................................... 19
Guillermo Zeballos Gamez
Paolo Adriano Calle Calle
*****
La escuelita 989 de Cayma...................... 27
El primer amor....................................... 35
El regalo del director............................... 41
El guaguero y Jhuliano el extraño............ 47
Jesús y el Che Guevara............................ 55
Aquellas navidades.................................. 67
El tiro al blanco....................................... 71
La temporada de los trompos, las bolas y
las caretas................................................ 81
Los grillos............................................... 93
Colorín................................................... 99
Un gallo llamado Pepe............................ 107
El triste final de Margarita....................... 115
Un héroe caymeño.................................. 123
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Mi única hermana................................... 131
El circo rey.............................................. 139
Mi recordada Jenny................................. 155
Mi amigo el chato César y el pozo de
Zemanat................................................. 165
Las cometas............................................. 175
Cuando explotó el “cuete”....................... 181
El final.................................................... 187
***
Colofón...................................................... 195
Ramiro de Valdivia Cano
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Dedicado a mí hija Alexa, que con su
peculiar candidez se anticipó a encontrarse
con la complacencia de escribir un libro.
Que a la postre significó el acicate para
entregaros mi primer proyecto literario.
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Aquel niño que fui
PRESENTACIÓN
A
quella mañana de un día de marzo del año 1979
estuvo impregnada de suficientes motivos para
recordar una de las experiencias más impresio-
nantes en esta mi corta existencia.
No bien terminé la secundaria y como dueño
de un gran espíritu aventurero decidí enrolarme en
el Ejército Peruano, nada menos que en la Primera
División Aerotransportada, una de las Fuerzas de Elite
del Perú. Ingresando a la Escuela de Paracaidistas con
la idea de cumplir el Servicio Militar Obligatorio en
calidad de voluntario.
A mis dieciséis años, grande era el reto que tendría
que asumir con mucho pundonor y coraje amén de toda
la nutrida escala de procedimientos y enseñanzas que
nos impartieron los monitores e instructores, quienes
apelando a su vasta experiencia, se esforzaban para
preparar nuevos paracaidistas y que dependiendo de
una inquebrantable moral para soportar tan riguroso
entrenamiento, lograran finalmente ostentar el bien
ansiado título de “Caballero Dorado”; que, luego de
vivir la experiencia que aludí al inicio, comprendí el
real significado de ese título.
Esa mañana calurosa de fines del verano, en que
los aspirantes aturdidos por el peculiar sonido de los
aviones Antonov con sus motores encendidos, habrían
de esperar su turno para realizar su primer salto. El
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Mauro Calle Bellido
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Aquel niño que fui
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Aquel niño que fui
PRÓLOGO
A
quel niño que fui, como lo hemos sido todos
nosotros y ahora mayores, recordamos las alegrías
y penas de nuestra infancia que nos tocó vivir, al
sintetizar las vivencias de mi hermano Mauro Pantaleón,
cariñosamente para mí: “Maurosky”.
Iniciamos este prólogo felicitando a Mauro, por
tan excelente obra, antes debo confesar que en mi trayec-
toria de estudiante y profesional, pocas veces he leído
escritos de principio a fin; pero esta vez, en cuanto tuve
a Aquel niño que fui en mis manos, no hubo mayores
pausas para leer de corrido tan sorprendentes relatos
que prolijamente y capacidad de síntesis admirable, ha
logrado el autor.
Menciono sorprendentes relatos, porque desco-
nocía de las aventuras de coraje y picardía que vivenció
mi “pupilo”, digo así, porque a pesar de ser mayor en
dieciséis años, también tuve la oportunidad de compartir
junto a mis diez hermanos, momentos felices al lado
de nuestros padres Luis e Inés y la abuelita Genara.
Tengo el recuerdo y está plasmado en una foto,
el día de la Clausura del Año Escolar de 1973 en la
Escuela Primaria de Varones N° 989 de Cayma, en que
acompañé a nuestra madre para recibir sendos diplomas
dirigidos a Mauro, Javier y Ángel Calle Bellido, por
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Edmundo Calle Bellido
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Prólogo
Enero, 2020
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APUNTES CRÍTICOS
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Guillermo Zeballos Gámez
C
ayma es el “espacio y tiempo social” como
lo apunta el autor; esta Cayma que parece
sempiterna, pero que sin embargo como toda
sociedad ha sufrido cambios visibles, es el hábitat que
le sirve de escenario a las fantasías que deshila el autor
de Aquel niño que fui
El autor fabula amores, los días de estudios en la
primaria que son los mejores de la vida, relata canciones
y música, navidades, vivencias en un circo, peleas de
gallos, añoranzas vividas con los de su sangre, la mamá,
el papá, los hermanos, los primos; cada relato podría
ser la trama de todo un cuento o una novela, porque
la riqueza de temas es exuberante.
El contenido y contorno de lo que nos cuenta
Mauro, nos recuerda la vena de Valdelomar, Vallejo
y Ciro Alegría, como ellos su desfile es realista, senti-
mental y romántico; pero no lo ubico dentro de los
clásicos y tradicionales románticos alemanes o france-
ses, sino dentro de esos románticos transformadores,
como Novalis o Horderlin que escriben llorando lo que
sienten, pero sufren porque lo que cuentan se despide
y se va, aunque no queremos para nunca volver igual.
La reina del circo se fue, no se despidió, flota ahí,
está con el autor, vive con él, aunque tal vez ya murió o
está al son de trompetas, rondines y cornetas, desfilando
y dando inicio a otro circo en este mundo.
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Mauro Calle Bellido
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Paolo Adriano Calle Calle
E
scrito bajo el tierno y melancólico recuerdo de
una infancia humilde pero a la vez enriquecida
de una temerosa felicidad, Mauro con un carácter
intimista cuenta los más elocuentes e indelebles momen-
tos que vivenció cuando aún empezaba a descubrir el
sentido de la vida.
A través de un compilado de memorias, Aquel niño
que fui (título de esta primera producción) despliega
hermosos sentimientos de amor, admiración, nostalgia
y agradecimiento por quienes dejaron alguna enseñanza
o lección al autor, especialmente de sus hermanos y
amigos; y que a pesar de los menesteres imperados de
la época, ha logrado perpetuar los mejores escenarios
como el evocado Pozo de Zemanat.
Destaca también el empleo de una diversidad
de calificativos para un mayor y detallado reflejo de la
exacta sensación que asaltaba a un muchachito intrépido,
ingenioso y de entrañable corazón; no por ello decrece
la inmersión en cada suceso o chascarrillo relatado en
los capítulos de esta singular y amena narrativa.
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La escuelita 989 de Cayma
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o había cumplido los seis años, cuando seguro
de mí representaba con trazos inmaduros
el paisaje costumbrista de los arequipeños
natos: el majestuoso Misti de fondo, una casita con
techo de dos aguas, al costado un corralito ocupado
por un bóvido, un árbol y en el otro extremo un río
que después me enseñarían a llamarlo Chili.
Mi padre fue Luis Calle Galdós, caymeño como
el texao, quien con esa expresión de orgullo y vanidad
que siempre lo caracterizó cuando de sus once vástagos
vivientes se trataba, sonriente apreciaba el dibujo de
la pizarra que conllevaría a un interesante comentario
con el profesor Edwin Belón Grundy: “dibuja bien el
muchacho, promete bastante –dijo- procederemos a
matricularlo”. No puedo asegurar si lo hizo con todos
mis hermanos, pero tuve el privilegio de que mi padre
me llevara a matricularme por primera vez a un centro
de estudios y qué mejor motivo para recordar la legen-
daria escuelita fiscal, la 989 de Cayma, cuna del saber
que albergó en sus aulas a varias generaciones. En esa
oportunidad inicié mi etapa de escolar, en el aula donde
estudiábamos los de la transición, nombre académico
con el que abríamos las puertas de la educación primaria.
Me parece interesante describir la que fue mi
escuelita 989, así como también algunos de los maes-
tros que hicieron gala de sus sabias enseñanzas, porque
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La escuelita 989 de Cayma
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El primer amor
EL PRIMER AMOR
D
el primer y segundo año, debo asumir que
los profesores no tuvieron relevancia porque
mi memoria no los evoca, salvo la acertada
presencia del señor Velásquez, quien era el director.
Sin embargo en contraposición a esa pequeña limita-
ción, tengo suficiente memoria para recordar uno de
los acontecimientos más importantes de lo que fue mi
infancia: haberme “enamorado” por primera vez.
En realidad los términos precedentes son exagera-
dos, iniciaba el segundo de primaria y aún no cumplía
los siete años; por razones desconocidas no teníamos
profesor aún, pero un buen día, hizo su ingreso al
aula acompañada del director para callar ese bullicio
infernal, la que sería nuestra profesora.
La señorita Rosa Gladys Fernández Díaz era una
dama de unos dieciocho a veinte años de edad, dueña
de una belleza nunca antes vista por mí. A medida que
se cumplía con el protocolo de la presentación, no me
perdía ningún detalle de sus movimientos; aunque
no eran muchos, pero pronto descubrí que tenía un
cuerpo escultural a pesar de su estatura no muy elevada,
de manera que toda su apariencia irradiaba la plena
vigencia de una candorosa juventud para transmitirnos
sus enseñanzas. Porque a pesar de su corta edad para ser
profesora, no necesitaba mayor experiencia en la vida,
sino la suficiente para educar a un modesto número
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El primer amor
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El regalo del director
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a infancia siempre nos trae los más bellos recuerdos
y tengo la impresión que difícilmente me olvidaré
de aquellos. Aún tengo la facultad de recordar
año tras año los eventos más importantes a medida que
avanzaba en la escuela.
Al terminar la transición, ya sabía escribir y leer
correctamente, de modo que cuando pasé al primer
año de primaria, estaba en condiciones de enterarme
de todo lo que acontecía en el mundo.
Ese año sucedió algo trascendental en la historia
de la humanidad y a decir verdad, estos sucesos siempre
llamaron mi atención, tanto como a mis hermanos.
Anunciaron en los diarios y la radio, la llegada del
hombre a la luna. Esa noticia conmocionó al mundo
entero, en mi casa estábamos estupefactos, porque
aquella proeza la transmitirían en la televisión, pero
como no teníamos donde verlo, fue preciso ir a casa de
los Nieto. En esa época solo algunas familias contaban
con un televisor, pero ese pequeño detalle, no significó
problema alguno para lograr nuestro objetivo.
A propósito de los Nieto, me viene el recuerdo
de mis contemporáneos Samuel apodado “El Mañaña”,
el “Chato Eduardo” y Mario el menor apodado “El
Chispi”, expertos en cuentos que hacían llorar y en
estrategias de combate como las de Napoleón. Jugábamos
casi siempre a la guerra, nosotros con “armas” poco
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El regalo del director
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El Guaguero y Jhuliano el extraño
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a letra de los temas musicales de aquella época,
siempre llamaron mi atención, por lo que voy a
permitirme recordar una estrofa que decía más
o menos así:
“...Y cuando llegues tú, te podré mostrar como
juega un caracol, sobre los pétalos de la rosa roja
que dan lágrimas de dios; esmeraldas son como rayos
del sol las piedritas del camino y yo las juntaré para
regalarte junto a mi mejor canción...duro es el pan...
duro es el pan”.
Esta canción la interpretó un cantante argentino
que se hacía llamar “Jhuliano El Extraño”, que junto
a otros artistas se presentó en el Coliseo Arequipa, en
el famoso Festival de la Canción de Arequipa allá por
el año 1970, época en que mis hermanos mayores:
Edmundo, Darío, Jesús y tal vez Celso, eran asiduos
oyentes de los hits de temporada, con tan peculiar
fanatismo que los hermanos menores fácilmente nos
contagiábamos de esa música.
Cómo no recordar la noche que se presentó ese
grupo de cantantes, estábamos extasiados por verlos;
tal vez mis hermanos mayores asistieron, pero mi
gran deseo era estar allí y no me quedó otro remedio
que tratar de convencer al más intrépido y habilidoso
de mis hermanos, Julio René, quien con sus escasos
doce años ya era capaz de procurarse una “montera”
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Aquel niño que fui
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ndudablemente el mensaje de esas canciones trans-
mitía un contenido social muy arraigado en la
mentalidad de los jóvenes de esa época, de allí que
se desarrolló una corriente de música de protesta o
música popular en contra del vociferado imperialismo
yanqui. Aún estaba fresco el recuerdo de la muerte del
guerrillero Ernesto Che Guevara en su última incursión
por la cercana Bolivia, que según contaban mis herma-
nos mayores, estaba reclutando gente para su ejército y
que estuvieron interesados de unirse a ese movimiento
revolucionario.
Entiendo que estuvo por Arequipa cuando se diri-
gía al país altiplánico, su viaje era clandestino porque los
guerrilleros estaban perseguidos. En la avenida Progreso
del distrito de Miraflores, vivía un socialista boliviano
de nombre Carlos Paz, quien en sus ratos de bohemia,
siempre contaba que el Che lo visitó en su casa y le
pidió hablar con camaradas de nuestra ciudad. Don
Carlos convocó a una reunión nocturna y secreta a varios
jóvenes militantes de la izquierda, la que en esos años
tenía gran influjo no solamente en nuestro medio, sino
en todo el territorio nacional. Se supo que entre otros,
participaron en la reunión conocidos partidarios como
Héctor Delgado Béjar, Duilio Quequezana Villanueva,
Guillermo Zeballos Gámez, Jorge Añacata Gómez, mi
primo Heraclio Molina y mi hermano Jesús Gerardo.
Dijeron que el Che llegó a esa reunión a las diez de la
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Jesús y el Che Guevara
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Aquellas navidades
AQUELLAS NAVIDADES
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o obstante las tendencias ideológicas o
religiosas, la navidad es para muchos una
fiesta de amor y paz, donde cada persona la
disfruta de una forma u otra. Una de las navidades
más tristes que me tocó vivir fue cuando anunciaron
de parte de la parroquia de Cayma, la entrega de
regalos para todos los niños del pueblo. Si bien es
cierto nunca tuvimos fastuosos regalos, pero fueron
mis padres los que se preocuparon para que nuestras
navidades sean bonitas o por lo menos nosotros las
sintiéramos así.
Como todo niño, tenía la ilusión de armar el
nacimiento junto a mis hermanos. Recuerdo que no
se cumplía ese deseo porque no teníamos el misterio y
tampoco la casita, sólo estaban guardados en un baúl
antiguo, los personajes, animales y objetos que confor-
man ese ancestral retablo. Siempre tuve la curiosidad de
tocar y observar detalladamente cada pequeña escultura
que a decir verdad tenían características especiales,
porque se trataban de piezas antiguas tal vez heredadas
por mis padres.
Esas ilusiones se interrumpieron por una que
estaba a la mano: la entrega de regalos en la parroquia,
se iba a realizar un día antes de nochebuena, para esto
ya había planeado llevar a mis hermanos menores. Por
lo general rara vez salíamos de casa solos, especialmente
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El tiro al blanco
EL TIRO AL BLANCO
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stas pequeñas vivencias pero muy significativas
para mí, alimentaban constantemente mi ánimo
para experimentar cosas distintas, mejor aún si se
trataban de nuevas aventuras, que obviamente impli-
caban palomilladas bien intencionadas, porque muy
lejos de nuestro pensamiento estaban los sentimientos
negativos. La inocencia en nuestras travesuras era el
sustantivo en la mentalidad de todos los niños que
conformábamos esa generación.
Tal vez resulte necesario aclarar este tema, para
contarles algunos pasajes que aún llevo en mi recuerdo,
como aquel día de febrero en la temporada del “Tiro
al blanco”.
Era tradicional que en la fiesta de la Virgen de la
Candelaria de Cayma, se instalen en la plaza principal,
muchas carpas que ofrecían diversidad de juegos donde
los concurrentes siempre eran premiados.
Ahora bien, es oportuno nombrar a “Los tapa-
racos”, dos hermanos de nombres José y Herber, este
último contemporáneo con mi hermano Javier, que
al margen de ser primos lejanos, nuestras casas al ser
colindantes, permitieron que nos criáramos juntos
hasta ser jóvenes, de manera que en gran parte de las
palomilladas ellos fueron partícipes y en esa condición,
compartíamos también nuestras habilidades.
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El tiro al blanco
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La temporada de los trompos, las bolas y las caretas
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o sólo la impetuosidad reinante en nuestra
psicología infantil, nos permitía de vez en
cuando realizar actos de maldad. Considero
impostergable, narrar actuaciones relacionadas a los
entrañables juegos de aquella época; que, valiéndonos
de clásicos juguetes u objetos lúdicos, nos dieron la
oportunidad de poner en práctica, el derroche de
grandes habilidades, que serán recordadas como íconos
obligatorios en las generaciones de antaño.
Hacer “remoler” un trompo, en los primeros
años de vida, no es tan sencillo; sin embargo, cuando
la ventura nos daba la oportunidad de envolver con
un trozo de cuerda -al que llamábamos “cordel”- en
la estructura preparada para tal fin y luego de varios
intentos, lograr con mucha perseverancia, experimen-
tar la agradable sensación de ver girar sobre una púa
metálica, ese hermoso fragmento de madera torneada,
que habrá de englobar tiernas ilusiones de niño para
convertirse finalmente en un “diestro”.
Siendo ya un experto, al momento de la elección
para adquirir un buen trompo, tendríamos que escoger
uno de gran peso y de la forma más redondeada, llamado
por nosotros: “bolocho” o “cabezón”. Tal característica
le daría fuerza y mayor estabilidad al remoler y conse-
cuentemente más prolongado, el tiempo de rotación.
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Los grillos
LOS GRILLOS
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a temporada de vacaciones, significa para toda
persona la liberación de tensiones y el gozo total
de tiempo libre. Los niños quisieran nunca más
regresar a la escuela, porque disfrutar de los juegos,
sobre todo los de aquella época, era motivo suficiente
para desear que ese “corto” tiempo de descanso sea
interminable, sin embargo, yo tenía una concepción
diferente de lo que significaba retornar a las aulas, se
trataba pues del personaje que describí con la mayor
prolijidad: mi maestra Rosita, felizmente nos seguiría
enseñando por una temporada más, por lo que en ese
período, con mayor madurez, experimenté nuevas
experiencias y capté también nuevas emociones.
Comprendí por ejemplo que jamás podría casarme
con ella, por razones que están sobreentendidas; entonces
deduzco ahora que lo que me llevó a cometer lo que
narraré a continuación, fue una respuesta inmadura
e inconsciente a un sentimiento de impotencia ante
la realidad que poco a poco iba entendiendo; tal vez,
intento disculparme, pues si esta intención llegase a su
destino y cumpla su objetivo, estaré feliz de sentirme
disculpado cuando tal vez mi señorita Rochi esboce
una sonrisa al dar lectura a este modesto relato y pueda
también recordar, yo diría, esa horrible experiencia
acompañada de un gran susto.
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Los grillos
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Colorín
COLORÍN
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a mayoría de travesuras en la época escolar, fueron
compartidas por mis ex compañeros, motivo
por el cual voy a presentar a los “Tres socios de
la conquista”, que mencioné anteriormente: Diego
de Almagro fue protagonizado por mi primo Manuel
Canales, Hernando de Luque por Alejandro Mayoría y
Francisco Pizarro por mí, dichas interpretaciones fueron
concebidas a nuestro estilo, que difieren mucho de lo
que la historia nos contó; pero tal vez la única similitud
radicó en el espíritu aventurero que cada socio forjó en
su vasta imaginación infantil, entonces pues, decididos
a ignorar las armaduras y los yelmos, los caballos y las
sotanas, optamos por estar premunidos simplemente
de un “arma” de cacería, tal vez tenga diferentes deno-
minaciones respecto del lugar, pero todos orgullosa-
mente ostentábamos una resortera, vulgarmente llamada
“cacha”, fabricada por nosotros mismos.
La idea de conquistar nuevos mundos fue deste-
rrada del todo, sin embargo las aventuras se constitu-
yeron en el común denominador de nuestro accionar,
que a medida que trajinábamos por las chacras al
salir de la escuela buscando trofeos de cacería, poco
a poco íbamos adquiriendo una destreza inusual
en esas artes, hasta lograr convertirnos en expertos
cazadores; nuestros favoritos eran los “tanccas”, las
“cahuanchas” y los “chihuancos”, aves que moraban
en los alrededores; pero cuando incursionábamos por
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Un gallo llamado Pepe
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s curioso, pero en cada región de nuestro vasto
Perú, existen costumbres que se asemejan entre
sí o en todo caso podría establecerse un paralelo,
en esta oportunidad si en la soleada ciudad de Pisco de
la costa peruana, la crónica de un viejo gallo de pelea
navajero llamado “Caballero Carmelo”, dio motivo para
que uno de los mejores escritores de este género, me
refiero a Abraham Valdelomar, plasmara con su pluma
aquellos avatares del considerado, uno de los cuentos
más perfectos de la literatura peruana, también en el
pueblo de Cayma, se protagonizó la historia de un
gallo de pico llamado “Pepe”, nada menos que digno
representante del galpón de don Luis Calle Galdós.
Como narré en una de las partes de este relato, la
historia de “Pepe” merece un capítulo especial, como
lo fueron todos los que de alguna manera estuvieron
inmersos en aquellas semblanzas, por lo que es necesario
citar a mi hermano Celso, diez años mayor que yo y
por entonces encargado del entrenamiento de los gallos.
Mis padres, habían establecido un rol de acti-
vidades caseras de acuerdo a la edad de cada uno de
los hermanos en estrecha relación con sus capacida-
des, es decir teníamos temporadas de ir al mercado
o a las tiendas, de dar de comer a los animales, entre
otros quehaceres. En ese tiempo detentaba la respon-
sabilidad de alimentar a las aves de corral, por lo que
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El triste final de Margarita
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reo que a medida que transcurre este relato, tengo
la oportunidad de hablar de mis hermanos en
tanto y en cuanto mi frágil memoria, evoque
algún hecho trascendental en mi vida o en la vida de
otra persona. Me gustaría contarles algunas anécdo-
tas vividas con mi única hermana de nombre María
Amparo, pero considero que dada la gran importancia
de orden sentimental, bien merecido estaría, contarla
en capítulo aparte; sin embargo, recuerdo la existencia
de una chica, mejor dicho una vecina que de alguna
forma estuvo ligada a mi hermana.
Margarita Maldonado Begazo, era dueña de una
inusual belleza concebida por mí en aquella época, por
supuesto que nació algunos años antes que yo, por eso
me aventuro a calcularle unos diecisiete años, de tez
blanca casi pálida, delgada y de cabellos largos color
azabache, esta descripción resulta un tanto mezquina
en razón del triste final del que fue protagonista; según
las habladurías en el pueblo de Cayma de ese entonces,
ella se suicidó y nunca se supo el motivo por el que
tomó esa determinación.
Conocida por todos, era la sobrina de la señorita
Rosario Begazo, una dama de renombre en el ambiente
de los galanes de antaño, de los cuales sólo recuerdo a
don Alberto el “Chato” Cazorla, con quien se casó final-
mente; Margarita llegaba en la temporada de vacaciones
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Un héroe caymeño
UN HÉROE CAYMEÑO
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o sé si el destino de la familia Maldonado
Begazo fue marcado por el infortunio, respecto
de sus veniales integrantes; el segundo hijo,
único varón de esa familia ofrendó su vida en defensa
de la soberanía del Perú en el conflicto con Ecuador
en 1995, me estoy refiriendo nada menos que a nues-
tro héroe nacional, el Coronel FAP Víctor Manuel
Maldonado Begazo, quien fue contemporáneo de mi
hermano Narciso Teodoro, “Lolo” para todos.
Los únicos recuerdos en vivo que tengo de él
recaen en la colección de sus magníficos juguetes, le
gustaba jugar en la calle con sus carros de hojalata,
por ese entonces la industria del plástico no estaba tan
difundida; construíamos unos caminos o carreteras a
base de barro, en el borde de la peculiar alberca que
se formó por la caída de una pequeña catarata que en
algún momento la describí, la cual era conocida como
“El Tinajón” y que en el argot “loncco” se le conoce
como “paccha”, aunque esta era muy pequeña, se
tornaba muy llamativa por la abundancia de helechos
conocidos como “raqui raqui” y flores de color anaran-
jado intenso, muy hermosas; a estas pentámeras (por
tener cinco pétalos) se les conoce con el nombre de la
flor del Texao, capullos emblemáticos de Arequipa, que
como lo mencioné, mi hermana Amparo los llamaba
“gallitos” y que al margen de sus poderes curativos, se
precia de haber sido elegida por los mistianos por sobre
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Un héroe caymeño
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Mi única hermana
MI ÚNICA HERMANA
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i hermana María Amparo, como dije anterior-
mente, merece tal vez el ilustre mérito para
narrarles algunos episodios de su extraordina-
ria presencia no sólo en la vida de los integrantes de mi
familia entera, sino también de todos cuanto la cono-
cen; tal vez no tenga congruencia respecto del tiempo
gramatical en que se basa el estilo o forma narrativa del
presente relato, pero debo decir que cuando escribía esta
crónica, aún tenía el privilegio de admitir con mucho
beneplácito las bromas y ocurrencias disparatadas de mi
querida hermana. Por cierto, al ser la única, estoy más
que seguro que, muy en el fondo del corazón de cada
uno de mis hermanos, trepida un gran sentimiento de
amor y ternura, aunque en determinadas circunstancias,
existan motivos para no expresar ese sentimiento.
Cuando ella bordeaba sus escasos diez años tuvo un
pequeño accidente, del que enterado nuestro hermano
Edmundo, por poco le provoca un infarto de la impre-
sión al pensar que se había “caído de la torre de la Iglesia
San Miguel Arcángel de Cayma”.
Sucedió que un domingo de la época estudiantil,
cuando en la formación cristiana de aquel entonces, nos
obligaban asistir a la práctica del catecismo; doctrina
que con ganas o sin ganas, era medianamente asimilada
por un grupo de niños en edad escolar, que se daba
cita en uno de los claustros de la parroquia de Cayma;
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El circo rey
EL CIRCO REY
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ueno, no todo es tristeza en nuestras agitadas
vidas, lo que narraré a continuación fue una
experiencia extraordinaria, como lo fue todo lo
que hasta ahora les he contado; es que en la vida de
un niño no habrá mejor recuerdo, que haber asistido
a presenciar una función del circo acompañado de
sus padres.
A dos casas de la nuestra, en la calle Melgar, había
un descampado al que le endosaban apelativos de distinto
calibre, dependiendo de la procedencia social o cultural
del que los decía, para nuestro entorno, simplemente
era “el canchón” que lamentablemente sólo servía de
basural o botadero de escombros, que bien merecido
estaría criticar duramente a los causantes de esas malas
costumbres a propósito de los riesgos de una contami-
nación que en esos tiempos era ignorada.
Un buen día del mes de julio; hicieron su aparición
un grupo de personas extrañas al lugar, que premunidos
de sus herramientas, iniciaron la ardua labor de limpiar
el canchón que en definitiva resultaría bastante difícil
por la cantidad de material desechable; sin embargo a
medida que presenciábamos esa actividad, nos dimos
cuenta que en la parte central ponían más ahínco,
hasta lograr dejar limpio y nivelado un círculo bastante
regular en tamaño.
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Mi recordada Jenny
MI RECORDADA JENNY
U
na tarde, cuando conversaba con los ayudan-
tes, quienes se preparaban para la función de
vermut, se escuchó un grito desgarrador seguido
de quejidos provenientes de la dicción de un niño o tal
vez niña a juzgar por la estridencia de los sonidos del
gimoteo; pronto nos dimos cuenta que se trataba de
Jennifer, quien sedente yacía en un rincón sollozando
y tomándose el pie izquierdo revelando mucho dolor;
pero noté algo raro, un trozo de madera estaba pegado
a la planta de su pie.
Me adelanté a todos, acercándome con mucha
rapidez; lo que encontré fue doloroso, había pisado un
madero que tenía un clavo con la punta saliente, el cual
se le había incrustado en la planta del pie. Lo primero
que hice fue tratar de calmarla, no logrando tal objetivo
porque comenzó a chillar más de la cuenta; entonces,
con la ayuda de uno de los ayudantes, que cogiendo
con fuerza el herido pie, pude retirar el madero de un
solo tirón. Había escuchado que para realizar ese tipo
de maniobras tenían que practicarse de la forma en que
lo hice para evitar mayor dolor; antes de llevar a cabo,
yo diría esa valerosa acción, tuve que colocar en su boca
mi pañuelo para que lo muerda, previamente le expliqué
que eso le haría soportar el dolor. En esos momentos
evoqué el recuerdo del Sr. Edwin Belón, mi primer
maestro, quien nos inculcó el uso del pañuelo como
parte de los efectos personales que todo hombre debe
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Mi amigo el chato César y el pozo de Zemanat
E
n el transcurso de la etapa de mi vida que les
he contado, con frecuencia soñaba que volaba
y en esa onírica circunstancia, para avanzar de
un lugar a otro lo hacía nadando; es decir tenía que
emplear el mecanismo de la natación pero en el aire,
por lo que inspirado en este magnífico deporte, me
decidí a practicarlo.
En esta ocasión, no necesariamente tendré que
mencionar alguno de mis hermanos para graficar
elocuentemente esa experiencia; sino voy a referirme
a uno de mis mejores amigos de antaño: su nombre
César Butrón, apodado el “oso” o simplemente el
“Chato César”. Era un tipo muy pacífico y bonachón
con más años que yo, promoción de mi hermano
René en nuestro querido colegio Honorio Delgado
Espinoza; supongo, que por vivir en la Villa Hermosa
de Yanahuara colindante con mi congénito pueblo de
Cayma, frecuentaba casi a diario el pozo de Zemanat
en época de vacaciones, menudeo que le sirvió para
hacer gala de gran nadador, sumándose a este aticismo
otras disciplinas como el atletismo, la gimnasia y hasta
el fútbol, aunque su biotipo no era el mejor, bien que
derrochaba virtuosa técnica y físico admirables.
Su casa, al estilo de las edificaciones de esa época,
tenía una huerta grande y poblada de árboles frutales,
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Las cometas
LAS COMETAS
A
propósito del mes de agosto y como bien se
sabe, es el mes de los vientos. En nuestra tierra,
teníamos la costumbre de confeccionar con
mucho detalle, extraordinarias y bellísimas cometas
de todas formas y colores, desde cambuchos hasta
cohetes y aviones, utilizando materiales de la campiña
tales como la estupenda paja o caña de cortadera, que
la conseguíamos en las riberas del río Chili por la zona
campestre de Chilina.
Como algo curioso les cuento que de alguna
forma en nuestra pequeña sociedad, se percibían en
estados incipientes, algunas diferencias “sociales” en esta
temática; por ejemplo, los que no tenían para comprar
papel de cometa y pabilo para hacerla volar, no se hacían
problemas, bastaba con arrancar una hoja del cuaderno
y doblarla en tres, luego perforarle dos huequitos en
los extremos y uno más grande en la parte inferior para
amarrar la rabera; esta consistía en unir varias tiras de
retazos de tela para contrapesar el cambucho y pueda
volar de la mejor forma, sin que dé vueltas en espiral
a causa del viento.
Teníamos tanta destreza e ingenio a la vez, que
nadie nos ganaba en las competencias de aquellos afama-
dos concursos de volar cometas y si algún contrincante
pretendía superarnos, apelábamos a la maldad, es decir,
que en el extremo de la rabera, le amarrábamos una
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Cuando explotó el “cuete”
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as anécdotas, vivencias y aventuras narradas en
esta presentación, han estado imbuidas de dife-
rentes contenidos sentimentales en tanto y en
cuanto han reflejado la forma de percibir tales hechos
en el transcurrir de los primeros años de mi existencia.
Más allá de las congojas por las muertes o los sustos por
los accidentes, una triste experiencia marcó el futuro
de un niño que motivó sentimientos de compasión en
quienes de múltiples maneras tuvimos contacto con
Erasmo Jara Quispe.
No tengo registro de sus orígenes, pero cuando
estuvimos en cuarto de primaria, llegó a la escuelita 989
acompañado del primo Rubén Galdós Vilca. Creo que
lo acogieron en su casa para criarlo, como antiguamente
se solía criar a los ahijados venidos de tierras lejanas;
tenía un carácter amigable, era aplicado y lo que más
resaltaba de sus cualidades era la forma de escribir, su
caligrafía en esa coyuntura rodeada de primariosos era
insuperable y creo que también destacaba en el dibujo;
en conclusión, se ganó el respeto y aprecio de todos
nosotros rápidamente.
Pero la vida entraña paradojas inverosímiles; si
para escribir con la caligrafía de la que fue dotado por
la naturaleza, pienso que los mejores aliados para lograr
tal perfección tendrían que ser sus ojos, que junto al
cerebro y la habilidad en sus manos, confirman pues
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El final
EL FINAL
B
ien pues, queridos lectores, considero que en
esta oportunidad, narradas la mayoría de mis
anécdotas en la época de la primaria, tal vez
omití hacerles conocer algún pequeño detalle relacio-
nado con mi hermano Jesús Gerardo Calle Bellido.
Que sinceramente mentiría si pretendo reproducir
fielmente, yo diría un gesto paternal increíblemente
protagonizado por él.
Sucede que cuando mi madre fue a dar a luz a
mi hermano Javier Toribio en el Hospital General hoy
llamado Honorio Delgado, tuvo que dejarme al cuidado
de Jesús, cuando sólo tenía tres años, supongo que por
su carácter pacífico y su gran sentido de responsabili-
dad, fue elegido por mi madre. Pero al margen de las
atenciones que estoy seguro me brindó, debí haber
experimentado un sentimiento más allá del que se siente
cuando un hermano mayor prodiga sus asistencias a
uno menor con tanta ternura y creo que hasta dormía
en su cama. Correspondí ese cariño diciéndole “mamá”,
bueno eso me lo contaron y yo lo adjudico como una
sana e infantil retribución a sus tiernas actitudes para
conmigo.
Pero la vida siguió transcurriendo con las carac-
terísticas que les he contado; sin embargo, ya que me
estoy refiriendo a Jesús, mi buen hermano cariñosa-
mente llamado “Mocho”; los recuerdos más saltantes
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El final
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Jesús Calle y el Dr. Astrov
COLOFÓN
JESÚS CALLE Y EL DR. ASTROV
E
ra 1969, un año de jubileo caymeño. Las entraña-
bles armonías de la pampeña Caymeñita, de don
Víctor Neves Bengoa, daban paso a la promoción
del éthos mistiano en su espacio Cayma y Cultura,
cada martes en Radio Universidad, a las 7:00 pm. La
impecable modulación que identificaba el programa
radial era la de un imberbe aún, Jesús Gerardo Calle
Bellido. La dirección técnica a cargo de Mario Rodríguez
Gutiérrez; y la producción era el fruto del entusiasmo
y la devoción caymeña del Club Deportivo Cultural
Juvenil Cayma.
El año jubilar caymeño incluyó también un gigan-
tesco proyecto diseñado y ejecutado por el Club Juvenil
Cayma, asesorado por el Dr. Rafael Castillo Cervantes:
Los Juegos Florales Cayma-1969 que congregó, alrede-
dor de las artes pictóricas, literarias y musicales, a los
estudiantes de secundaria de Arequipa. Sus escenarios
fueron el atrio del templo de la Mamita Candelaria
de Cayma, las Galerías Gamesa, un espacio sabatino
en Canal 2 de TV y Radio Universidad. El gigantesco
certamen galvanizó a su favor a TEPA-Surperuana TV
(es decir, la Dra. Elsye Canal, nuestros Profesores del
Colegio Nacional Independencia Americana Carlos
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Ramiro De Valdivia Cano
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Ramiro De Valdivia Cano
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AQUEL NIÑO QUE FUI
Mauro Calle Bellido
Se terminó de imprimir en los talleres de:
Águila Real Arte y Publicidad E.I.R.L
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