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EDITORIAL AVISA
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Primera Edición, 2008
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Pa´ tan grande que es Naco
INTRODUCCION………………………………….……….. 11
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Pa´ tan grande que es Naco
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Pa´ tan grande que es Naco
INTRODUCCION:
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Pa´ tan grande que es Naco
Ya de adultos llegamos a la conclusión de que “Pa’ tan grande
que es Naco” era una realidad que nuestra mente infantil, en su
momento, no aceptaba, en ese gigante e imaginario universo en
que nos movíamos.
Por otra parte, platicando con un buen amigo escritor, me
decía que admiraba de mi estilo la capacidad de síntesis y yo le
decía que admiraba su capacidad de expresión al tratar
suficientemente amplio un tema. No sé, si influyó mi carrera
universitaria de contador, para permitirme ser muy concreto en mis
comentarios; Lo anterior, como una justificación a la escasez de un
florido léxico y como parte de esta introducción como explicación
de los motivos del libro.
Hace mucho tiempo que tengo la inquietud de escribir un libro
de acuerdo a mis posibilidades y limitaciones literarias, para
recordar mi agradable infancia con los personajes pintorescos, los
eventos significativos y los lugares que fueron llenando mi vida de
imborrables recuerdos y gratas experiencias, mismas, que
definitivamente formaron mi carácter para emprender mi vida de
adulto en familia, en la sociedad y ser parte del mundo en que nos
toca seguir bregando el resto de nuestra vida. De ninguna manera
existe la pretensión de lograr una obra literaria, ni de concurso, ni
de “palabras domingueras”, ni re‐ buscadas, ni de diccionario, sino
más bién desarrollar un estilo sencillo y claro, como ha sido el
mismo en el transcurso de más de 40 años de escribir
inconstantemente en varios me‐ dios impresos de comunicación.
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Con toda la desvergüenza que esto implica, confieso que en
este intento existe una carencia absoluta de diálogos, lo que me
obliga a ser muy ameno en mi narrativa, la cual tampoco he
desarrollado en mi incipiente vida de escritor, y busco aderezarla
con mucha imaginación, con cosas chuscas y expresiones muy
detalladas.
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corazón por delante con algo que me apasiona y me quita el sueño:
Escribir un Libro.
Siempre he mantenido fresca, en mi mente, la conseja popular
que dice que el hombre para sentirse completo en su objetivo, para
que fué concebido en este espacio vital, debe tener un hijo,
sembrar un árbol y escribir un libro. Sin muchas pretensiones de mi
parte y a como el sentido común y la experiencia me lo ha indicado
busco lograr estas metas; es decir, empírica‐ mente, he cumplido
satisfactoriamente las dos primeras me‐ tas, aunque humildemente
pretendo, en esta ocasión, cumplir con la tercera.
Aprovecho este espacio para reconocer sincera y públicamente
que la segunda meta de mi vida se debe al trabajo arduo y
entregado de mi compañera de toda la vida que supo tener, criar y
educar a nuestros hijos, en un núcleo familiar bién integrado y de la
cual me siento orgulloso y me estoy colgando las medallas.
Es importante señalar, antes de empezar la narración de mi novela
anecdótica, de mis años de infancia, y que someto a la crítica y al
comentario del lector al que puedan llegarle estas líneas que hoy
escribo.
Quizás al final, los expertos, observarán que no he leído
ninguna obra de ningún autor clásico, ni siquiera “Hermanos
Karamazov”, ni “Crimen y castigo” , ni ningún otra obra de Fedor
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(1)“Pochismo”: m. Vocablo o giro del inglés, correcto o deformado, usado en el habla
española.-“Vocabulario Sonorense”. Autor: Horacio Sobarzo
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Dostoievski, pero si estaría muy dispuesto para contradecir una
trabajo arduo y entregado de mi compañera de toda la vida que
supo tener, criar y educar a nuestros hijos, en un núcleo familiar
bién integrado y de la cual me siento orgulloso y me estoy colgando
las medallas.
Es importante señalar, antes de empezar la narración de mi
novela anecdótica, de mis años de infancia, y que someto a la
crítica y al comentario del lector al que puedan llegarle estas líneas
que hoy escribo.
Quizás al final, los expertos, observarán que no he leído
ninguna obra de ningún autor clásico, ni siquiera “Hermanos
Karamazov”, ni “Crimen y castigo”, ni ningún otra de Fedor
Dostoievski, pero si estaría muy dispuesto para contradecir una de
las frases celebres de este escritor ruso: “Lo peor que le puede
pasar a un hombre es escribir”; Por el contrario, Lo mejor que me
ha pasado, como entretenimiento y ociosidad, es la inquietud
innata de escribir algo de mis días de infancia tan empíricamente
como pueda.
Quizás la profesora Conchita leal que un día por allá en los
años sesenta, en la clase de literatura española, en las aulas de la
secundaria de la Universidad de Sonora, enseguida del edificio
principal de rectoría, me entusiasmó y motivó diciéndome que
tenía aptitudes para escribir, hoy se arrepienta de tal aseveración
y atrevimiento.
¡Pero, en fin, la suerte está echada!
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Los que tengan una manera sencilla de ver las cosas, los que
pequen de ingenuidad, sabrán que este disparate escrito puede
traerles una hora de amena lectura, sin muchas complicaciones, sin
mucho rebuscamiento.
¡Si no cumplo este objetivo tan sencillo, entonces, sí, habré
fallado!
Todo lo anterior lo recalco para al final explicar lo que heredé
o tomé de mis padres y tratando de darle una justificación y
explicación a mi existencia. Aunque parezca insignificante todos
estos detalles influyeron decisivamente en la formación de mi vida.
Afortunadamente, cuando uno analiza la información
retrospectivamente uno se va dando cuenta con los años porqué
estamos aquí, el camino que hemos recorrido, cual es la ruta que
nos está trazada y que tan visible es el horizonte al final de
camino terrenal. Bajo esta premisa fundamental podríamos decir
que nada es casual y que con todo este caudal de información
nosotros podemos construir nuestro destino, a veces muy a tiempo
a veces demasiado tarde; pero, a fin de cuentas, como decía Nervo:
¡nosotros somos los arquitectos de nuestro propio destino!
Este es el comienzo de mi vida, rodeado de muy buenos
augurios, que me hicieron y han hecho feliz a medida que pasa el
tiempo, agradeciendo al creador, algún ángel y quizás una
estrellota que anda resguardando mi espalda, a pesar de las cosas
buena y malas que pudieron haberme sucedido, pero al final son
cuentas reconfortantemente positivas y formativas; pero en este
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momento, solo quiero plasmar aquella niñez in‐ igualable, alegre,
aventurera que me toco vivir en mi pueblo.
¡Que disfruten los niños y lo que aún tienen alma de niño!
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Conocieron a caudillos revolucionarios como Venustiano
Carranza, Álvaro Obregón, Pablo González, Manuel M. Diéguez,
José María Maytorena. En 1915 pasó por Magdalena Francisco Villa
y el General Cañedo con planes de iniciar el famoso ataque a mi
pueblo y el vecino de Agua Prieta.
Mi padre tuvo tres hermanos mayores Luz, que siendo joven
aún, emigró a Palomas, Chihuahua, ocupando importantes puestos
públicos localmente, entre ellos el de la Presidencia Municipal; mi
tía Dora, casada con el ilustre maestro Guadalupe Minjares
Hernández, estableció su residencia en Benjamín Hill; finalmente mi
tío Héctor, que formó parte de nuestra historia infantil, decidió
radicar en el pequeño y pintoresco pueblo fronterizo de Naco.
Debo decir que mi padre se llamaba solo Raúl. Un buen hombre, sin
vicios, muy trabajador, que le gustaba mucho la inventiva,
empleado federal, técnico del pueblo, cácaro(1) del cine, músico
lírico con especial inclinación al piano, ocasionalmente compositor,
poeta y no sé cuantos oficios mas.
Un gran hombre al que admiré por su trabajo, por su manera
de aferrarse a la vida y con quién compartí muchas experiencias y
aventuras, con quién aprendí de los oficios elementales, a quién
admiré hasta los últimos momentos de su vida. Verdaderamente un
ejemplo a seguir. Cumplió cabalmente con la misión de un padre y
predicó con el ejemplo, que es lo más importante.
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Cácaro: m. Adjetivo. Expresión común durante la función de cine dirigida al operador cuando
se interrumpía la proyección por causas imputable al mismo o a la cinta.
Similar a “cácalo” que significa artificio, maña, ardid.‐Diccionario para
Entender al Sonorense.
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MIS ORIGENES Y ASCENDENTES:
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PRIMERA NEVADA:
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LA CONFUSIÓN DE MI NOMBRE:
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CARNICERIA Y VERDULERIA AMBULANTE:
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PRECOZ AVENTURA DE MOJADO:
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que surtían los cilindros domésticos de las casas del pueblito
americano.
¡Era una inmensa sombra!
Con todo el tiempo del mundo ahí nos sentamos
tranquilamente a degustar nuestras ricas golosinas. Cómodamente
sentados en la tierra al amparo de la sombra de los gigantescos
tanques y habiendo apenas desenvuelto el primer dulce, nuestra
paz y nuestro deleite terminó cuando dos agentes de la aduana
americana se aproximaron a nosotros y tomándonos de la mano
nos llevaron a la oficina de la garita mientras localizaban a algún
familiar nuestro.
¡Pa’ tan grande que es Naco!, no tardó más de cinco minutos
en llegar nuestro querido padre, muy molesto y avergonzado de
nosotros. Con el consabido regaño y las disculpas a las autoridades
norteamericanas por tal atrevimiento de sus hijos, nos tomó
fuertemente de los bracitos y casi nos llevaba levantados en el aire,
uno por cada lado, de regreso a lado mexicano.
Habría que analizar en la historia del pueblo si mi hermano y
yo fuimos los primeros “mojados” menores de edad que voluntaria
y temerariamente desafiamos a los guardias norteamericanos para
invadir suelo extranjero en aras de realizar actos comerciales
cuando no se tenía la más remota idea de entrar en un tratado de
libre comercio o participar en un mundo globalizado, en la compra
de una maravillosa bolsa de dulces gringos. ¡Ni el arroyo de los
Morales, tres cuadras al oriente de la garita, registra en su anales
históricos tal afrenta.
En fin, la imaginación no tiene límite y menos en dos
pequeños infantes que no entendían de razas, ni nacionalidades.
Pensar que hoy, cincuenta años después se piensa en un muro de
acero para evitar el cruce de connacionales a tierras
norteamericanas en busca del sueño americano, en busca de
mejores oportunidades de trabajo y dar un mejor nivel de vida a
sus familias.
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LAS NAVIDADES DE MI PUEBLO:
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canciones y en fin muchas actividades para que llegara el
momento exacto de disfrutar los juegos en la nieve.
Contra nuestra voluntad, para evitar un resfriado, solo nos
quedaba asomar nuestra carita por las ventanas para contemplar
tan increíble fenómeno natural y sorprendente espectáculo.
Poco a poco el suelo se iba cubriendo de una sábana blanca
inmaculada, que a veces lograba más de treinta centímetros de
altura. Era el momento de buscar en la cocina la taza de peltre
blanco con orilla azul para pasarla suavemente por el escalón de
cemento la puerta principal y tomar toda la nieve posible, ir a la
cocina y agregarle una buena cantidad de leche del clavel y dos
cucharadas de azúcar para tener nieve de sabor al instante.
Esperando el momento, mi madre nos invitaba a reunirnos en
familia en las sillas que circundaban el calentón que estaba en la
sala para saborear el sabroso esquite(1) de maíz, que
improvisadamente en una olla de aluminio vertía los granos mi
madre, para esperar pacientemente entre tronido y tronido, como
de ametralladora, cada vez más intenso, de los granos
reventados, mientras momento a momento incesante Doña Marina
agitaba la olla. Finalmente, aderezar con sal tan rico postre.
La historia del calentón con la ingenuidad de un niño, la
malicia desenfrenada y el vuelo a la imaginación, se asemejaba al
cuerpo de una mujer morena, buena piernas, esbelta cintura y
curvilínea en todas sus formas que se perdía al momento de llegar
al grueso tubo de escape del humo que terminaba en el techo del
cuarto y la enorme parrilla que tenía el calentón en su parte
superior y que suplía su hermosura de la parte inferior, en un
cambio brusco de sentimientos encontrados, per‐ mutado por el
deleite del delicioso esquite. En otras ocasiones, con más tiempo y
como segunda parte del proceso, mi madre, preparaba una rica
miel de piloncillo con canela que agregaba a las palomitas para
(1).‐“Esquite”.‐ m. Palomitas de maíz.‐ Diccionario para Entender al Sonorense
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formar sólidas bolas de “ponteduro”.
Las mañanas nevadas de mi pueblo podía más el juego y las
distracciones que el abrigo, la ropa rota o el hoyo de los zapatos,
sobre todo cuando sabíamos que íbamos a participar en una
cruenta guerra infantil sin cuartel con bolas de nieve.
No había tiempo para preparar el tradicional muñeco de nieve
porque mi primo “El Caneli” ya estaba apertrechado en la esquina
más próxima del callejón de los Morales dispuesto a la batalla
viniendo desde la otra punta del pueblo, cerca de la línea, a invadir
y ocupar nuestro territorio. Aquí cabe la frase famosa que distingue
a mi pueblo:” ¡Pa’ tan grande que es Naco!”.
Terminada la guerrita, mínimo de media hora de duración, con
toda la tranquilidad del mundo empezábamos a juntar nieve para
elaborar tres bolas grandes que darían cuerpo a nuestro orgulloso y
simpático mono de nieve y buscábamos los arte‐ factos, piedras,
ramas, botes, trapos viejos y cualquier objeto más próximo que
teníamos para darle forma y que fuera el monumento a nuestra
victoria. Al primo le ganábamos porque éramos muchos contra uno
solo, de cualquier manera nos daba mucha pelea. Vale la pena la
aclaración. A fin de cuentas se regresaba sonriente de su osadía.
Durante los días fríos de estas temporadas lo mínimo que
podíamos esperar era una helada y donde amanecíamos con los
charcos de agua con una capa de hielo espesa sobre la superficie; o
bién, sobre los árboles observar las estalactitas o figuras caprichosas
sobre rocas u otros objetos que habían quedado la noche anterior
a la intemperie y expuestas al agua.
Previo a la navidad nos llevaban, según mi recuerdo, por las
noches a las tiendas de Douglas, Arizona, para ver el Santa Claus y
desde el momento de estarnos estacionando en la calle principal
veíamos con desesperación a través de los inmensos e impecables
cristales de la tienda, en primer plano una gran cantidad de
juguetes sobre el piso, un caminito despejado al centro y al fondo,
en lo alto, sobre un pedestal la impresionante figura de nuestro
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visitado. Había que decirle que nos habíamos portado bién, aunque
esto traicionara nuestro principio de no decir mentiras. En algunas
ocasiones nuestros padres influían para que comentáramos el
pecado más grande cometido en el año ante la amenaza de que al
mentir perdíamos la oportunidad de que nos visitara Santa la noche
del 24 de Diciembre; y después, hacíamos un amplio relato de
todo lo que queríamos que nos trajera en navidad, casi la lectura
del periódico completo.
Después de este emotivo acto nos veníamos con la esperanza
de que todas promesas de Santa nos fueran cumplidas aunque esta
fuera una larga e interminable lista de juguetes.
De los juguetes inolvidables, ante mis inquietudes deportivas
me amaneció un raro balón redondo con costuras que no sabía si
era de basquet ball, fútbol americano, rugby o algún otro deporte
desconocido. Me quedé pensando sin Santa Claus sabía de
deportes o quizás no tenía tiempo para dedicarse a ellos por tan
grave error cometido; pero, terminó siendo, sin serlo, un excelente
balón de fútbol soquer en la amplia calle improvisada de cancha y
porterías tan largas como las amplias bocacalles, sin alumbrado
público con iluminación natural de las noches de luna llena salvo
en el extremo de la calle principal donde si existía un poste con
una anaranjada luz a punto de desaparecer. Esos eran nuestros
juegos nocturnos que a la luz de la luna practicábamos con nuestros
pequeños amigos vecinos.
Mi mejor regalo de navidad fueron mis pistolas vaqueras y la
estrella de Sheriff que con mi amplia chamarra de cuero con
barbitas en los brazos, mi sombrero de fieltro tipo americano, la
mascada de seda roja que le había quitado a mi hermana mayor y la
infaltable escoba de madera de mi madre me invitaba a emular al
artista mexicano de moda Gastón Santos en su incansable lucha
contra “La Flecha envenenada”.
No quedó ni una silla completa en mis suertes del lazo
arrastradas por todo el patio trasero montado en mi briosa escoba
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que obedientemente me seguía cual corcel estrictamente educado
a la alta escuela.
Mi hermano Héctor Guillermo, de apenas una año, también
participó en estas aventuras arriesgando el pellejo cuando
montado sobre mis hombros sorteaba las ramas bajas de los
árboles frutales con precisión milimétrica cual más diestro jinete
en mancuerna con un caballo humano loco, desenfrenado, pero,
súper inteligente que calculaba muy bién las alturas en un galope a
gran velocidad por todo lo ancho y amplio de este patio trasero
entre surcos, sembradíos y árboles frutales. Tantas veces lo
hicimos hasta que nos descubrió mi mamá a punto del soponcio(1).
En otra navidad, a mi hermano mayor le amaneció un rifle de
municiones que para empatar la batalla y al viejo estilo del western
americano me obligó a tomar el papel de indio.
En ese tiempo, estaba mi padre construyendo una inmensa
recamara, pues éramos seis hijos hombres. Las paredes de adobe
sin enjarre, ni ventanas, era un buen refugio, tipo Santa Fé, para la
lucha que tenía que enfrentar con mi hermano Faustino. El tenía
todo el estereotipo del soldado americano de la Guerra de
Sucesión: delgado, blanco y de ojos azules.
Tomando cada quién su posición al fondo del terreno, atrás de
los árboles frutales y la siembra, estaba apertrechado en el
gallinero con su rifle de municiones muy bién cargado.
Mis peñascos de pedazos de adobe de indio bravío solo
lograban impactar las paredes; pero, afortunadamente el soldado
americano nunca acertó con sus municiones, era de mala puntería,
y así terminó una cruenta batalla más donde no hubo vencedores ni
vencidos.
La mañana del 25 de Diciembre siempre íbamos tempranito a
la escuela, inclusive con los juguetes que nos habían amanecido, mi
hermana con una muñeca rubia, ojos redondos azules y de cabellos
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(1).‐“Soponcio”.‐ Dícese cuando una persona está a punto del infarto.
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rizados tan grandes como ella, que casi la arrastraba. Yo
clásicamente vestido de vaquero con mis pistolas al cinto y mi
sombrero vaquero. Hacíamos cola para recibir una gran bolsa con
muchos dulces, naranjas y cacahuates de los que nos regalaba
“guisler” y su secretaria la “Licha Pacheco”. El cúmulo de dulces
que recibí en una navidad los vertí sobre la caja de mi carro de
lanzadera y los paseé algunos días por el patio trasero de la casa.
Una más de estas navidades inolvidables, fué el día que muy
temprano fuimos a una pista aérea pedregosa de terracería atrás
del panteón, al lado poniente del pueblo. Por la mañana había una
larga fila de niños con sus padres dispuestos a disfrutar del
espectáculo único de viajar en avioneta.
Con el atractivo de que Rubén Pérez y su hermana la primer
mujer piloto que estuvo en el pueblo, eran los promotores de tan
singular evento. Después de las indicaciones de permanecer a
distancia de la pista, cuando menos pensamos, ya está‐ bamos
abordado la nave. Con las instrucciones de no acercarnos a las
puertas iniciamos el despegue dimos una vuelta sobre ambos
Nacos, observando desde las alturas la división territorial entra
ambas fronteras, la diferencias en las construcciones de un lado y
de otro, la gran extensión de terreno rojizo con muchos terrenos
baldíos y escasas casas pero con la emoción de algo que nunca
habíamos hecho: realizar nuestro primer vuelo en avión a la edad de
7 años.
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AVENTURAS EN PRIMARIA:
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de plástico azul vacías donde se acomodan las botellas de refrescos indicándole
que se colocara encima de ellas, de frente a la pared y a espaldas de
los mesa bancos de los demás compañeros y que inmediatamente
se remangara, una a una, las mangas de los pantalones hasta las
rodillas. A cada vuelta del pantalón el compañero husmeaba los
movimientos del maestro quién tranquila y malévolamente
deshojaba lentamente la rama del árbol para reducirla a una vara.
Cada vez que Martínez volteaba para conocer las ocultas
intenciones del maestro, este zumbaba la vara sin tocarlo y el
llanto desesperado no se hacía esperar; es decir, cuando la vara
dejaba de zumbar el compañero dejaba de gritar con un llanto
desgarrador, sin que nunca fuera la in‐ tención del maestro pegarle
con la vara.
Dora Toscano, una rubia despampanante, escultural, de
pelo corto rubio, muy bonita cara, faldas cortas, piernas bién
torneadas era la novia de todos los que estábamos en cuarto
año; nos embelesábamos con sus clases o más bién con su figura;
eso sí, tal cual bella era, era su exigencia; sin embargo, aprendimos
mucho de ella. Era el sueño de muchos imberbes niños de 10 años.
Por el contrario Berta Romo, a nuestra corta edad, nos parecía una
viva réplica de María Félix, “La Generala”. Morena, espiga‐ da, pelo
largo negro ondulado, ceja arqueada, voz fuerte y vestida a estilo de
la diva. Toda una artista y declamadora profesional; se daba el tú
por tú con Edna Campbell Ramírez, maestra también de nuestra
escuela. Aunque no nos dio clases no quiero dejar pasar la
oportunidad, por su reconocida vocación, a la prima, que siempre
gozó de una reputación envidiable como mentora, independiente
del parentesco.
De los eventos inolvidables de la Primaria, aunque hasta
cierto punto accidentado, se desarrolló una tarde en las canchas
de la escuela cuando jugando básquet‐ball, Manuel de la Rosa, de la
misma generación, enojado con otro alumno de la escuela corrían
alrededor y lanzó un peñasco de regular tamaño tra‐ tando de
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atravesar la cancha para atacar a su rijoso amigo; pero coincidió,
con una descolgada que me dí para encestar el balón en el aro
contrario que intercepté la piedra en su camino e inmediatamente
se inflamó mi tobillo provocando un insoportable dolor y el llanto
obligado. Como siempre Fabián Martínez Bojórquez, era muy
acomedido, tomó acción para llevarme a mi casa de caballito o a
papuchi(1) a la vuelta de la escuela.
Del Director de la escuela les platico más delante, por qué
fue todo un personaje ligado escolar y familiarmente a mi vida de
niño. Tomás Camacho Puente, maestro de vocación e ilustre
sonorense forjador de muchas generaciones de estudiantes. Las
graduaciones de Primaria con alumnos de sexto año se hacían en el
Cine Internacional de los Liera, ubicado por la Avenida principal y la
calle Hidalgo dos cuadras de la línea divisoria con Estados Unidos.
Recuerdo la noche que me gradué elegantemente vestido con saco
y corbata; pero, con mi peinado relamido al frente en el copete y
parado esponjosamente en la parte posterior de mi cabeza, como
cresta de gallo de pelea. Una foto no muy digan de verse; es decir,
se echó a per‐ der la foto del recuerdo de mi graduación de
primaria. En el programa aparecía la Maestra Edna Campbell
declamando con mucha expresión y emoción “La Caída de las
Hojas”. Recuerdo un verso que decía:”……..espera, me decía
suplicante, espera la caída de las hojas……..”. Y Edna se
posesionaba dramáticamente de su personaje con voz y gestos al
borde del drama.
En estos mismos festivales de fin de año, en otra ocasión,
cuando se graduó mi hermana Francisca bailó el Jarabe Tapatío
llevando por charro bravío a mi primo “El Canelí”; Son Mexicano
que ejecutaron impecablemente ante un público que abarrotaba
las butacas de la sala principal del cine y que se desbordaba en
aplausos para tan imberbes danzantes folklóricos.
(1).‐ “Papuchi” .‐ Llevar a cuestas una persona a otra sobre las espaldas….
Diccionario para Entender al Sonorense
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LAS DIVERSIONES DEL PUEBLO:
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Oro. No me imagino cuanta de esta basura iba a parar al lado
americano.
Esperar que amainara la corriente para ver cual era el
valiente conductor que se atreviera con su modelo cuarenta cruzar
las aguas del caudaloso arroyo hasta el final ; o bién, de quién
lanzaba una cuerda de extremo a extremo para cruzar a pie. Del
otro lado estaba la ladrillera de los Morales, que generalmente era
a quienes veíamos cruzar al arroyo en su tonelada negro a veces
cargado de ladrillo y otras veces solo con su plataforma vacía.
Donde vivían los Romero había una vinatería que aunque
no era una diversión para menores era una actividad importante en
el pueblo y seguir sus procesos, para nuestra edad, era todavía más
impresionante. Llegaban los camiones rabones car‐ gados de unas
duras pencas verdes con rombos blancos de las hojas espinosas
recortadas, con forma de piña. Se depositaban sobre una enorme
fosa que previamente se había calentado y se mantenía hirviendo
para luego ser tapada. Al destapar‐ se la fosa, las pencas habían
perdido su fuerza y su color era miel. En grandes molinos se
extraía el jugo y quedaban solo los gajos convertidos en gabazos.
Cuando quedaba uno que otro gajo antes de moler este se
convertía en un delicioso fruto dulce que se chupaba y que se podía
adquirir en esa vinatería. No había que comer mucho porque podía
alcanzarlos el alcohol o por lo que se escaldaba la lengua con tanta
fibra de la penca. El líquido extraído se fermentaba y se envasaba
en pachitas (1) de vidrio llenas de mezcal. No recuerdo la marca, ni
hacia donde se llevaba ese licor, pero si se decía que era del mejor
de la región. Ahí nos enviaba mi padre por el gabazo, la fibra de
deshecho para los adobes; pero, algunas veces, confieso, chupamos
de las pencas dulces su delicioso jugo, aunque todavía no estaba
fermentado, ni sabía a licor. Era un delicioso postre más de los
originales de mi pueblo.
(1).‐ “Pachitas”.‐ Botellas de 250 mm cúbicos planas de cristal que se acostumbra a llevar en
la bolsa del saco o en la bolsa del pantalón generalmente con bebida alcohólica.
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LA FLORA DE MI PUEBLO:
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Lo curioso era la temporada en que florecían estando las
varas largas, tiesas y secas, aparecían en la parte superior del
ocotillo unas pequeñas florecitas de hojas rojas y pistilos amarillos,
las cuales cortábamos inmediatamente para llevárnoslas a la boca y
chupar su dulce néctar, poco abundante, pero muy rico.
Al margen del arroyo de los Morales, donde jugábamos a
los indios y vaqueros montados en nuestras escobas de madera, en
la parte alta había mucho mezquite con su varas curvas, desnudas y
esqueléticas, pero con muchas vainas de péchitas (1) colgando y
grandes grumos de “chucata” en los nudos de sus troncos.
Cuando no era temporada de lluvias, este arroyo fue
testigo de innumerables aventuras infantiles, de los suculentos
banquetes con péchitas y de la recolección de “chucata”, savia del
mezquite que era un excelente pegamento mejor que el “engrudo”
de harina cruda. No hubo cuaderno despastado ni trabajo manual
que ofreciera resistencia a estos adhesivos naturales.
En el entronque de la carretera Agua Prieta Cananea en el
Rancho los Difuntos había una casa de Hacienda con sus corra‐ les
de madera y una pileta en medio donde se alimentaba el ganado y
donde mi inteligente hermanos Faustino un día, a un yate de
plástico que le había amanecido se las ingenió para colocarle una
propela de lámina de bote, un motorcito de otro juguete viejo y un
par de baterías. Lo hacía navegar de extremo a extremo de la pila,
aunque a veces le hacía agua el casco y se suspendía el viaje.
También ahí, en la parte sur del casco de la hacienda pasaba un
arroyo entre inmensos árboles don‐ de más de una vez jugamos a
los indios y vaqueros montados en nuestras escobas de palo
ataviados con sombreros y pistolas al cinto. Inocentemente
moríamos y revivíamos una y otra vez mientras surcábamos todas
las veredas a punta de balazos.
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(1).‐“Péchitas”.‐ s.f.‐La vaina del Mezquite.‐ Fruto para elaborar un atole. ‐
Vocabulario Sonorense. ‐Horacio Sobrazo.
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DE PAPALOTES Y VIENTOS:
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Después, había que guarecerse ya que la pequeña arena
que levantaba el viento de las calles de tierra golpeaba fuertemente
algunas partes del cuerpo por donde se filtraba con gran fuerza
esas pequeñas partículas. Lijaba la cara y las manos al grado de que
nos obligaba a cubrirlas con el cuello de la camisa hasta el último
pelo de la cabeza y las manos ocultas sobre las bolsas delanteras del
pantalón.
La visibilidad era imposible y solo por referencias de postes
y bardas en las cuales nos cobijábamos tratando de protegernos;
solo así, podíamos seguir y llegar a nuestra casa.
Era como caminar por instrumentos. Los pasos eran lentos y
en contra de la fuerza del aire, echando el cuerpo hacia enfrente a
pesar de nuestra corta edad.
Muchas tardes al ir por el mandado al changarrito (1) de la
esquina, teníamos que enfrentar este fenómeno de la naturaleza,
cual si estuviéramos cruzando el desierto del Sahara.
Para nosotros parecía que estábamos viendo remolinos
gigantes o tornados; pero, afortunadamente el viento no levantaba
objetos pesados de la tierra, solo la incomodidad de la arena
penetrante.
Los vientos por la noche además de la arena iban
acompañados de un aire frío, que igualmente penetraba por
nuestras ropas y se no hacía largo el camino para llegar a
arroparnos con las cobijas o calentarnos a la orilla de calentón de
leña.
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(1).‐ “Changarrito”.‐ Diminutivo.‐Cualquier tipo de negocio pequeño incluyendo aba‐
rrotes.‐ Diccionario para Entender al Sonorense.
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Pá tan grande que es Naco
PASEOS y CACERIAS:
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Pá tan grande que es Naco
amantes de la cacería en el pueblo que se perdían por el poniente
en lontananza hasta el final del cañón central que los llevaba al
corazón de este solitario monte.
Una agradable y fresca mañana le tocó a mi grupo de sexto
de Primaria salir del pueblo a primera hora de la escuela y tomar
camino al pie al sur rumbo al entronque de Cananea.
¡Llegamos a Mina de Oro!
Dimos vuelta a la derecha y a cien metros estaba una
inmensa alfombra de zacate de pastizal amarillo y a poca distancia,
uno de otro, los frondosos bellotales, como le decían en mi pueblo,
cuyo nombre correcto es encinos o nogales, que daban una amplia
sombra donde cabía todo el grupo de alumnos.
En ese lugar cantábamos y bailábamos rondas infantiles,
jugábamos incansablemente a las “encantadas” y otros juegos,
hasta que despertábamos nuestro hambriento apetito para
degustar unos exquisitos lonches o sándwiches de carne para untar,
huevos cocidos en su cascarón, sardinas entomatadas en lata, entre
otras viandas, que nuestras madres habían preparado la noche
anterior. De postre, hasta el hartazgo, una deliciosas bellotas de
todos tamaños. En especial unas que tenían el tamaño de las que
aparecen en los cuentos de ardillitas, llamadas bellotas de cochi, ya
que afirman que estas son las preferidas de los puerquitos de la
región.
En otra ocasión, mí tío Faustino de espíritu aventurero y
minero, tomo el mismo camino, junto con nosotros, rumbo al
poniente entre las dos crestas de la Sierra de San José y logramos
llegar por el cañón a un peñasco cobrizo que en su parte inferior
tenía una entrada en forma de boca y de donde surgieron muchos
comentarios de pobladores de Naco que en alguna ocasión habían
osado penetrar a las lúgubres cavernas con pasillos estrechos,
amplias explanadas y grandes precipicios internos en busca de los
tesoros ocultos de Pancho Villa y otros revolucionarios.
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Pá tan grande que es Naco
DE LOS JUEGOS Y JUGUETES INFANTILES:
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LOS ADOBES DE MI CASA:
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Pá tan grande que es Naco
después de unas tres volteadas siguiendo al astro rey el adobe ya se
encontraba listo para ser utilizado en las paredes de mi casa.
La siguiente parte de nuestra actividad, era ir a la calera
que se encontraba en el centro del pueblo hacía la salida a
Cananea. Ubicación geográfica natural ya que el ferrocarril aparte
de servir de medio de transporte de los equipos de la Compañía
Minera de Cananea, que cruzaba la línea fronteriza y el pueblo de
punta a punta, servía para llevar la cal hacía otras partes de la
región.
Dos sacos de ixtle(1) sobre nuestro poderoso carro de
lanzadera que había sido pintado igual que el chevrolet de mi
padre, el de Camacho y el de mi tío Emeterio, muy temprano
iniciábamos nuestro caminar tres cuadras adelante rumbo a Agua
Prieta y en las rampas que servían para cargar los furgones de
ferrocarril encontrábamos grandes peñascos de cal viva.
Ya de regreso a casa, con arena se hacía un rodete y en el
centro colocábamos la cal misma que no impresionaba cuando
estaba en ebullición, semejando erupciones volcánicas a pequeña
escala y donde el consejo era no acercarse más que a una distancia
prudente por el peligro de quemarnos. Tres días observábamos el
fenómeno natural y espectáculo del enfriamiento de la cal hasta
que mansamente quedaba como una torta tranquila y reposada.
El Siguiente paso era agregarle la arena y ya estaba lista
la mezcla para pegar adobe y enjarrar paredes.
Empezando por las esquinas, con un hilo de guía, poco a
poco las paredes iban subiendo hasta llegar a las dos vueltas finales
que dejaban huecos de 4 pulgadas, separados un metro uno del
otro, donde iban a reposar las enormes vigas que iban a servir para
soportar la madera amachambrada (2), sobre la cual, de abajo
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(1).‐“Ixtle”.‐ Fibra textil obtenida principalmente del maguey que sirve para confeccionar
cuerdas y tejidos.
(2).‐“Amachambradas”.‐ Madera con bordes que coinciden para embonar y permanecer
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Pá tan grande que es Naco
unidas una con otra.
).‐“Chapopote”.‐ Derivado del petróleo de contextura pegajosa que se usa para pegar cartón ó usar con
asfalto.
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LOS POLLITOS TIENEN FRIO:
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Pá tan grande que es Naco
No tardé mucho en darme cuenta de que no eran patitos, ni
sabían nadar, y que estaban titiritando de frío sin poder hacer nada
para defenderse de su destino inocentemente cruel.
La reacción de nuestra parte fue tardía.
Empezó la emergencia y para pronto lo primero que
encontré a mi vista fue un ropero de tres lunas con dos puertas
laterales y cajones al centro. De un lado iba la ropa sucia y del otro
la recién lavada.
Muy considerado de mi parte y ante el origen de la suciedad
de los pollitos opté por la puerta de la ropa que ese día había
lavado mi madre. Dentro de ropero acomodaba unos pocos de
trapos y sacaba de la tina uno pocos de temblorosos pollitos. Los
cubría por encima con más ropa y nuevamente colocaba otra tanda
de indefensos polluelos.
La acción fue rápida ante la premura de que mi madre
llegara y terminada la última acción de rescate de los pollitos moja‐
dos cerré la puerta con llave, de aquellas que salían en los cuentos
de la abuelita.
Poco después, caída la noche, llegaron mis padres y al no oír
el piar de las avecitas empezaron a indagar con todos sus hijos que
había pasado durante su ausencia.
Primero apareció la caja semidestruida sin ningún pollito en
su interior lo que me obligo a confesar mi osadía. Antes de terminar
mi declaración mi madre se adelantó al ropero y con asombro
vio como estaban inertes sus cien pollitos. Ni uno solo se pudo
rescatar.
¡Fue la pérdida más grande que tuvo el negocio avícola de
gallinas ponedoras de mi madre!
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LAS GALLINAS DE MI MADRE:
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EL TREN CARGUERO:
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permanecían por tiempo indefinido y donde éramos testigos de su
peculiar forma de vivir y pensando como logra‐
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Pá tan grande que es Naco
ban tener una casa habitación en tan poco espacio eso si nos
causaba admiración.
El tren venía de Agua Prieta llegaba al pueblo y seguía su des‐ tino a
Cananea. Del mineral tomaba rumbo a Santa Cruz y Luego a
Nogales.
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LOS PERSONAJES PINTORESCOS:
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Pá tan grande que es Naco
gallinas, de las cuales nos tocó ver sacrificadas y totalmente
desnudas, entre otros productos que este viejito ponía a dis‐
posición de la gente del pueblo. Pero, su relación con la escue‐ la,
aparte de que colindaba, eran sus famosas melcochas de piloncillo
que veíamos que estiraba y estiraba sobre un papel encerado hasta
lograr el punto y trenzarlas para darle una me‐ jor presentación a su
rica golosina; también, sus pirulínes color rojo de azúcar que
vaciaba sobre uno pequeños “cucuruchos” recortados de papel
encerado con un picadiente clavado al centro que nos servía para
sostener entre nuestros dedos tan dulce producto. Todos los
compañeritos de primaria, a la hora de recreo, hacíamos largas
colas, que a veces no respetába‐ mos y era un solo
amontonamiento, ante al urgencia de ad‐ quirir tan rico manjar o
por la presión que pendía sobre nues‐ tros oídos de escuchar la
campaña que de nuevo llamaba a clases. Parecía que la vieja
pared colindante con la escuela, con ladrillos colocados alternados
y que permitían huecos pa‐ ra realizar estas compras, se vendría
abajo ante la presión de la turba desesperada; había quién, se
trepaba a la barda o subía tres huecos arriba para tener un lugar de
preferencia.
Si quisiera describir físicamente a Siqueiros diría que era el
papá de Memín Pinguín, de los cuentos. Un hombrecillo ma‐ yor de
edad, de escaso pelo, chimuelo, muy platicador y que se sabía
todos los chismes de nuestra comunidad.
Monchi “La Loca”. Era una mujer de edad avanzada, de quién nunca
supe su nombre propio ni apeados, tez muy blanca casi
transparente, sus mejillas rojas carmesí y ojos muy bién pinta‐ dos,
su boca extremadamente colorada contrastando con su piel blanca
lechosa, no muy cabal en sus sentidos aunque no sabíamos si tenía
demasiados ordenados sus pensamientos o eran motivo de sus
elucubraciones, que no importando si era temporada de frío o
calor siempre andaba por las calles con un abrigo café con cuello
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Pá tan grande que es Naco
voluminoso de peluche negro de animal de pieles exóticas, sus
tacones altos, mucho garbo al
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Pá tan grande que es Naco
caminar y cuatro perros con elegantes correas detrás de ella. Era
todo un espectáculo verla caminar por las desoladas calles del
pueblo. Inspiraba sentimientos encontrados de risa y de miedo,
aunque al conocerla y platicar con ella su formalidad y seriedad
eran tenebrosas.
Platicaba muchas cosas del pueblo, en su ir y venir por todas las
calles, chismes pues, en voz baja y pastosa, con léxico ele‐ gante y
muy fluido. Decían quienes la conocían que en su tiempo había
tenido mucho dinero y se había quedado en ese entorno. Su
manera de ser, de vestir y de expresarse denotaba algo del pasado
que de ella escasamente se sabía. ¡Era un mis‐ terio su pasado!
Sabía de todos los movimientos del pueblo y de todos los chismes
que escuchaba o le contaban esquina tras esquina. Si no acertaba
en sus comentarios, si dejaba a mi madre con muchas dudas de lo
que se decía en Naco y los acontecimientos que estarían por venir.
Le decía a mi madre que se cuidará mucho de tal o cual persona y
argumentaba su dicho con una extensa explicación tratando de
justificar y fun‐ damentar en plena labor de convencimiento lo que
ella estaba afirmando.
El Panadero “Chale Garner”: Venía todos los días por las tar‐
des a una hora en que ya lo estábamos esperando impacien‐ tes
para que apareciera en la esquina subiendo la pesada cuesta
con sus deliciosos productos. Después de regresar de la escuela, nos
poníamos a andar en bicicleta, jugar o contar chistes con Lupe
Camacho, hijo del profesor, quién decía que los chistes no le trían
chiste.
El “Chale”, como cariñosamente le decíamos porque nos cau‐ saban
ternura y admiración por su trabajo, era un señor ma‐ yor de
cuerpo atlético y gran altura cual todo prototipo del anglosajón,
pelo blanco, piel rosada y con una dona de tela sobre su cabeza
que le servía para apoyar la mesa de madera con cuatro patas que
siempre cargaba sobre la misma.
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Pá tan grande que es Naco
Cuando lo veíamos doblar la esquina, le gritábamos, caminaba
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Pá tan grande que es Naco
unos pocos y apresurados pasos inmediatamente bajaba su mesa
cubierta con una pulcra sabana blanca que despedía agradables
olores a pan dulce recién horneado. Había que em‐ pinarse con los
tobillos un poquito para alcanzar a disfrutar con la vista los
geométricos y rojos “cortadillos” semi‐ cubiertos de coco
espolvoreado, las figuras en forma de red del dulce de las
conchitas de vainilla y chocolate y un sin fin de opciones de
diferente formas y colores de repostería. No hab‐ ía más pérdida de
tiempo y sacábamos nuestros veinte centa‐ vos y ni tardos ni
perezosos devorábamos la masa quemante de sus dulces
panecillos. Se perdía al final de la calle y doblaba hacia la escuela
Primaria. Era el cuento de todas las tardes. Pocos años después
descubrimos por el Panadero de Cananea que vendía sus productos
por la calle Durango que los panade‐ ros de aquellos tiempos
tenían el mismo estilo o sistema de comercializar sus panes dulces.
”Magda” la de Don Telesforo. Era una mujer morena, chapa‐ rrita,
de largas trenzas y con vestido auténticamente a la usan‐ za de los
inditos del sur, muy parlanchina y poco juiciosa, pero al fin una
buena vecina. Muchas veces nos cuidó o estuvo pen‐ dientes
cuando nuestro padres se ausentaban de la casa y no‐ sotros
también muy seguido la visitábamos pues solo estaba el callejón de
los Morales de por medio entre casa y casa.
De sus ocurrencias recuerdo la noche en que platicando y ju‐
gando con todos mis hermanos en presencia de mi madre in‐ ventó
un juego en que agarrados de su mano derecha nos pre‐ guntaba si
queríamos hacer un giro a la izquierda o a la dere‐ cha como si
fuera una apuesta que no íbamos adivinar con sus respectivas
consecuencias de sufrir un tropezón. Sin saber en el último
momento de la acción hacia que lado doña Magda nos iba a girar su
brazo. Yo fuí el primer atrevido que pasé a superar la prueba en el
primer giro, que sin adivinarlo y yendo en sentido contrario me
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Pá tan grande que es Naco
aferré inmediatamente a sus cortas piernas, antes de sucumbir en
el suelo, ante el engaño recibi‐
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do.
Mi hermano mayor, Faustino, era muy serio, no era muy afec‐ to a
los juegos, ni tenía mucha destreza física y generalmente me seguía
en mis andanzas, juegos o aventuras que corría por ser casi de mi
misma edad. ¡El atrabancado era yo!
Cuando vió mi reacción y la prueba superada, pensó que el juego
estaba demasiado fácil y se ofreció a que doña Magda le hiciera la
prueba de equilibrio. Al primer giro salió por los suelos, sin tener de
donde asirse, con sus cuatro extremida‐ des, cerca del árbol de
navidad, con la nariz sangrando. Fue una broma de mal gusto para
mi madre que salió en defensa de su hijo y que casi le cuesta la
amistad a Doña Magda. Esta fue la primera y última vez que
practicamos este juego con esta inolvidable personita. En otras
ocasiones le hacíamos mandados y nos invitaba a comer. Era como
ir a un restauran‐ te sureño, en el que nunca habíamos estado, con
comida es‐ pecializada. A veces era muy rica la comida y muy
original; otras veces era poco digerible por lo enchiloso y
condimenta‐ do del platillo.
Su esposo don Telesforo, ancianito de corte militar y de físico
muy parecido a Magda, siempre vestido de “caqui”, nos conta‐ ba
historias muy trágicas de su niñez, como el día que vio mo‐ rir a un
hermano en los surcos de una parcela, allá en su pue‐ blo
michoacano, atravesado en el estómago por una vara ju‐ gando a
los jinetes montado en la misma punta.
Este personaje siempre estaba impecablemente vestido con el
traje caqui, zapatos muy bién voleados y chamarra verde, con su
pistola al cinto para cumplir como celador de la aduana, a veces en
la línea y otras en la garita de “Los difuntos”.
María de Yépiz: Tenía una refresquería pintada de verde peri‐ co,
en la contra esquina de la comandancia de policía. En la acera sur
poniente de la Calle Madero y Morelos cruzando la calle con Bertha
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Romo. Por la banqueta de su establecimiento había unas bancas y
enfrente una inmensa ventana donde
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Pá tan grande que es Naco
vendía raspados y granos de elotes.
El atractivo eran sus pericos parlanchines que ante las pregun‐ tas
de tan folklórica dama respondían a la par con ella, cual‐ quier
cosa. Parecía un concurso para ver quién hablaba más. Era una
mujerona que impresionaba por su cuerpo, vestimen‐ ta
desalineada, lo fuerte de su voz y lo mal hablado de su léxi‐ co;
parecía que siempre estaba enojada, pero ya tratándola en el fondo
era una amable persona. De aquellas que tienen una defensiva
coraza para impresionar, pero en el fondo son bue‐ nas personas.
En contra parte su esposo, Gustavo Yépiz, era un hombre de
complexión delgada, elegante en su vestir, de voz baja y edu‐ cada,
muy correcto en sus acciones y en su decir; sin embargo su mujer
era el show por las noches en el pueblo.
Mi buen amigo “Pancho López”: Un émulo del personaje del
corrido. Este Pancho López, era chico, no matón, pero muy
enamorado. Ni más ni menos oír la canción y ver a mi tío pan‐ cho
era una asociación involuntaria inmediata. Respetaba mu‐ cho a la
gente que había estudiado y se comportaba a la altu‐ ra. A Pancho
López le gustaba mucho la política, era su tema preferido y siempre
estaba hablando del tema criticando a todos los políticos sin
distinción de partido, también todo lo que sucedía con el gobierno,
en todos los niveles; pero con un patriotismo en el hablar a prueba
de fuego. Primero vivió por la Avenida Madero enfrente de la Nóbel
secundaria en el edifi‐ cio municipal, enseguida del Doctor
Clemente. Después se cambio dos cuadras adelante por la Calle
Madero rumbo al poniente.
Cuentan que estando soltero, en Agua Prieta, se enojó con la
novia y esta emprendió graciosa huída a pie a pasos acelera‐ dos. A
una cuadra de distancia Pancho López sacó su pistola y le disparó
en el momento en que la muchacha tropezaba, en la guarnición
de la banqueta de la esquina, lo que permitió que no fuera
herida por la bala; pero, al verla caer, Pancho
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Pá tan grande que es Naco
tomó la pistola, nuevamente se la puso en la boca y jaló del gatillo
con tan buena suerte que esta segunda bala se desvió y le salió
justo detrás de la oreja. No fué de gravedad, solo quedó “colti”
al recuperarse. Socorro su esposa era una mujer sufrida, abnegada
que se la llevaba lamentándose de sus en‐ fermedades y suerte al
haberse casado con Pancho López , que quizás era la causa de sus
quebrantos por tanto sobre sal‐ to que la mantenían al hilo de la
navaja; pero, siempre seguía junto a él.
Tenía dos hijas más o menos de mi edad, “la Negra” y “la gue‐
ra”, estaban en la escuela y eran las muchachas más guapas, de
carácter y coquetas de mi generación.
Memo Yates: Su tienda estaba al poniente doblando por la madero
una cuadra antes de llegar a la línea, pasando por la Gasera de los
Romo, cruzando las vías del ferrocarril, rumbo al panteón. Por la
Juárez Oriente, pasando la Lerdo.
Un señor entrado en años, alto, regordete, pelo negro con copete
caído y un amplio bigote. Siempre estaba riéndose, contando
chistes o hablando de los últimos acontecimientos de la región
mientras aten día diligentemente a los clientes que se acercaban
por el azúcar, fríjol, papas y demás artículos de la despensa. Era
muy agradable ir a visitar su abarrote. Se llevaba muy bién con
toda la gente y especialmente con mi padre.
Era el clásico “Changarrero” bromista, muy enterado y con ciertas
dotes políticas lo que los llevó posteriormente a ocupar la
Presidencia Municipal convirtiéndose en Don Guillermo Yates
León.
La última vez que lo ví fue a fines de los 70’s cuando regresaba
de una Convención del PRI en Hermosillo siendo la primera
autoridad del municipio. Nos encontramos, mi padre y yo, en una
nevada de 30 centímetros de alto en la curva bajando del Puerto en
el cerro de la Mariquita en Cananea. Temprano a las
8 de la noche de ese día teníamos intenciones de regresar a
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Pá tan grande que es Naco
Hermosillo, habiendo pasado las vacaciones en el mineral para
pasar fin de años con nuestra familia. Tomamos el camión de
Transportes Norte de Sonora a las siete de la tarde cuando
empezaba una leve llovizna de agua nieve. Una hora después
estábamos en el puerto y el camión hizo un extraño deslizán‐ dose
al lado derecho deteniéndose en una roca. Más adelante solo el
precipicio o voladero. Con mucha serenidad y cautela el chofer nos
indicó que deberíamos bajar por la parte poste‐ rior del camión.
Tratando de llegar a Hermosillo a como diera lugar ayudamos a
unos conocidos a empujar su automóvil rumbo al sur llegando en
el intento solo hasta el ángulo de la pronunciada curva donde una
veintena de automóviles esta‐ ban en un completo desorden. En
ese punto nos encontramos con “Forito 60” de unos muy
cuadraditos que venía de regreso a Naco. Solo que para ganarnos el
raite(1) había que empujar la unidad unos 500 metros cuesta
arriba. Ante el cansancio y la desesperación de avanzar en nuestro
cometido el ingenio se nos agudizaba y se me ocurrió cortar mazos
de rama seca de la orilla de la carretera. Eran arbustos cenizos con
ramas espi‐ gadas y flores amarillas en la punta. En cada
oportunidad gritábamos nuestra intención de colocar en la parte
delantera de la llanta trasera dichas ramerías para que los
impulsores humanos estuvieran preparados a la reacción acelerada
del automóvil. Fue una serie de sentones de los cincuentones em‐
pedernidos que instintivamente les provocaba externar pala‐ bras
altisonantes a cada movimiento improvisado. Después de este
infortunado incidente regresamos felices a Cananea a las tres de la
mañana a despertar al compadre Sandoval por la Avenida Durango.
El Doctor Clemente.‐ Este galeno acaba de llegar recién egre‐
sado de la escuela de medicina y cual su apellido era un hom
(1).‐ “Raite”.‐ m. Traslado.‐Conducción de una persona que efectúa, generalmente sin cobro, el dirigente de
un vehículo. Del inglés ride paseo en caballo o en coche.‐ VOCABULARIO SONORENSE. ‐
Horacio Sobrazo.
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EL PADRE PORTELA:
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LA ESTACION DE RADIO:
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pueblo y la región, ya que tenía importante fuerza en su fre‐
cuencia.
Me levanté temprano, me puse mi mejor ropa, me peinó mi madre
y presuroso tomé la calle principal para llegar a la esta‐ ción que
estaba situada en el segundo piso de la mueblería y cual sería mi
sorpresa que en una cabina media oscura no había nadie, solo el
locutor. Con mucha cordialidad, tratando de consolarnos, de la
manera más atenta me informó que el programa había sido a las 8
de la mañana y las trasmisión ya había concluido.
Tal fue mi decepción y fracaso que hasta puedo declamar
cuantas veces quieran este militar poema.
Pero, no quiero dejar sentido a nadie y creciéndome al castigo
quiero aprovechando la oportunidad les diré que tengo otra poesía
infantil que recuerda mis tiempos de infancia:
“¡Que alegre y fresca la mañanita!
Me agarra un aire por la nariz, Un perro ladra, un niño grita
Y una muchacha gorda y bonita sobre una piedra muele maíz. La
cocinera bate que bate
Con una taza de chocolate
Que ha de pasarle por el gaznate (8)
con la tostada y el requesón.
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na ante un alemán.
Mi hermano mayor, Faustino, se hizo fanático del box al seguir de
cerca la trayectoria del Ratón Macías. Un buen día por la tarde, a
punto de caer, ya para oscurecer, estaba oyendo acostado en
un sillón de la sala, tapado con una cobija para el frío, en un radio
portátil, la famosa pelea del alemán Halimi contra el ratón Macías.
Fue una batalla sangrienta, round tras round, pero al final la
decisión fue para el alemán y el Ratón Macías había perdido su
campeonato.
Cada vez que pasaba por la sala se iba descomponiendo el
rostro de mi hermano y poco a poco iba desapareciendo su cara en
la parte alta de la cobija, pareciendo que el tamaño de la misma se
encogía.
Finalmente, llegó lo inesperado, y debajo de la cobija yacía mi
hermano cubierto en llanto ante tal derrota. Evidentemente fui yo
quién descubrió tan desagradable acontecimiento y pre‐ suroso
corrí hacía mi madre para informarle de lo que estaba ocurriendo.
No hubo, toda esa noche, palabras de aliento para consolar a mi
hermano mayor.
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EL INGENIO DE MI PADRE :
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donde estuvo anteriormente nuestro primer hogar.
Recuerdo la vez en que muy obediente, como era costumbre al
acostarnos, fui a darle el “beso de las buenas noches” y él, con una
barba entrecana, un tanto crecida, estaba reparando un radio que
estaba encendido de tal manera que haciendo contacto con la
electricidad generaba corriente la cual motivo que al momento de
extender mi labios para ponerlos en su mejilla recibiera una
pequeña descarga eléctrica ante la risa pícara de mi padre y el
festejo de mi madre. Después una nal‐ gadita y a la cama.
Mi padre, como dije anteriormente, por la noches era “el ca‐ caro”
del cine ALZA. Teníamos entradas gratis, pero sujetos a que la
boletera nos autorizara a entrar dependiendo de la cla‐ sificación de
la película. Siempre y cuando no fueran películas para adulto.
No nos perdimos ninguna película de Pedro Infante, Fernando
Casanova y Gastón Santos, entre los más recordados, de ahí
nuestro espíritu de revolucionario, de vaquero, de auténtico
mexicano. Todas estas películas dieron creatividad a nuestros
juegos de niños.
Al entrar al cine nos íbamos a la cabina de proyección donde
estaba trabajando mi padre y en la ventanilla que estaba des‐
ocupada, de una de las máquinas, eran dos, asomábamos
nuestra cabecita infantil, Faustino y yo, peleándonos por el lugar
para disfrutar de la función de cine.
De repente veíamos en la inmensa pantalla una mancha negra
que iba siendo devorada desde el centro por una mancha
amarilla que después se convertía en blanca y detenía la pro‐
yección de la película ante los desaforados gritos e imprope‐ rios de
los asistentes a la función.
Mi padre más rápido que volando detenía la máquina, avanza‐
ba la película los suficiente para brincar el pedazo malo, enro‐ llaba
casi suelta la nueva punta de la media película y encend‐ ía la
maquina de nuevo ante la algarabía de los presentes que
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celebraban las rapidez con que se le daba solución a la emer‐
gencia.
La cinta de celuloide que contenía la película, eran tres estu‐ ches
cilíndricos inmensos de lámina que llegaban por Trans‐ portes Norte
de Sonora del camión que venía de Cananea a Agua Prieta y se
regresaban el siguiente día en el mismo me‐ dio.
Antes de devolver las películas había que regresar la cinta al inicio
carrete en una mesa larga con dos mangos en los extre‐ mos y un
eje para que girara.
Las cintas cinematográficas había que regresarlas en buen es‐ tado
y para pegarlas había que localizar la parte mala, recortar algunos
cuadros con sumo cuidado, en ambos extremos, y pegar con un
buen pegamento transparente sin salirse de la rayita que servía de
margen entre cuadro y cuadro.
Cuando íbamos con mi padre a la cabina del cine para ayudar‐ le a
estos menesteres el incentivo eran los carbones en forma de lápiz
cubiertos con una capa delgada de cobre que por haberse
consumido no alcanzaban a chocar uno con otro y producir la
chispa que iluminaba intensamente una bóveda cerrada con una
pequeña puerta que solo podía abrirse cuan‐ do las máquinas
estaban apagadas para cambiar de carbón. Esta bóveda tiene un
salida cuadrada al frente del tamaño de la película de 36
milímetros. Pasa la película por unos carretes dentados frente a la
salida frontal y después con un gran lente se proyecta sobre la gran
pantalla del frente del escenario. También, nos daba de regalo los
cuadros que sobraban del recorte de las películas que con mucha
curiosidad mirábamos frente al sol, algunos en blanco y negro y
otros de colores.
Total que siempre andábamos con carbones para dibujar y viendo
cortos de películas.
Actualmente, cuando veo la película “cinema Paraíso”, me
acuerdo de este pasaje de mi niñez.
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PRINCIPIANTE DE VENDEDOR:
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Listos para la cosecha, a media mañana, recogíamos tomates,
elotes, ejotes, calabacitas, pepinos y demás hortalizas que
habíamos sembrado tres meses atrás. Nuevamente el balde no se
hacía esperar y recorríamos las calles del pueblo ofre‐ ciendo tan
naturales y frescas verduras.
Por la tarde mi madre, que siempre estaba ideando que hacer, en
unas amplias zafatas de bordes delgados preparaba harina con
mucho carbonato y las ponía a secar en el sol, previamen‐ te
cuadriculada la masa, para darle un tamaño regular a los “duros”,
chicharrones de almidón. En aceite hirviendo freía los “duros” y los
esponjaba, los depositaba en número de seis en bolsitas, estas las
ponía en una caja abierta de arriba y con un cáñamo de ixtle la
amarraba en la parte superior para que el cordón pasara por mi
cuello y dejara libres mis brazos para manejar el producto y el pago
del mismo. Había que agregarle. Íbamos al cine Internacional, de los
Liera, a esperar la entrada y salida de la primera función para
ofrecerles a los espectado‐ res nuestra golosina aderezadas con
chile colorado de una botella que llevamos ex profeso, perforada en
la tapa con un picahielo, para poder esparcir sobre los duros la
salsa. Algunas veces nos desviábamos, en contra esquina del cine,
al billar, enseguida de la gasolinera, donde algunos billaristas
empeza‐ ban a hacer tiros de calentamiento. Me asomaba por la
venta‐ na, curiosamente, para ver las carambolas y escuchar el
ruido del golpe de una bola con otra, mientras los jugadores se des‐
plazaban suavemente de un lado de la mesa al otro, buscando el
mejor ángulo de disparo.
Fue tanta la fama que adquirí de vendedor que dos o tres veci‐ nas
le solicitaban autorización a mi madre para que ofreciera sus
productos.
Así, con mi caja a la cintura y la soga al cuello vendía afuera
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del billar, en el cine, en el estadio de beis‐bol, en las calles del
pueblo y en cualquier lugar. Es importante señalar que no era por
necesidad mi afición a las ventas, sino por inquietud per‐
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sonal de estar haciendo algo. Y por otra parte lo inquieta de mi
madre de estar ideando alguna forma de ganarse unos cen‐ tavitos
más, quizás sin necesidad, pues mi padre tenía hasta tres trabajos.
Pienso que más bién era para ocupar el ocio de todos los días.
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Pá tan grande que es Naco
LOS FANTASMAS Y EL SAUZ:
Asociando la sierra de San José con Pancho Villa y sus miste‐ riosos
y desconocidos tesoros, el sitio de Naco con la muerte de muchos
soldados revolucionarios, daban mucho para con‐ tar historias
verbales de terror y de aparecidos en las tertulias. Todas las noches
de reuniones con vecinos eran comentarios de tal o cual situación
sobrenatural que describía con lujo de detalles lo acontecido,
ante el asombro de los escuchas. Yo no creo en esas cosas, ni
nunca he creído, pero a mi corta edad mi imaginación empezaba a
dar vueltas por las noches y semidormido en la recámara más
grande, que tenía un amplio ventanal, de 3 por 3 metros, hacía el
callejón de los Morales, las noches de luna llena, las ramas del Zaus
llorón, pegado por fuera a la pared, meciéndose de un lugar a otro
al empuje del viento, se proyectaban sobre los cristales y
semejaban un enorme gorila, dinosaurio, dragón o mounstro de los
cuentos de fantasías, que de un momento a otro podría romper la
ven‐ tana y devorarnos.
Esto era imaginación pura, pero una mala noche, los cuentos
de fantasmas se volvieron realidad cuando mi padre grito es‐
pantado que veía sobre el vidrio de la cocina a una mujer, ves‐ tida
impecablemente de blanco, con un niño que se asomaban al interior
de la casa desde el patio trasero.
Fueron varias noches que despertamos agitados ante el grito
estentóreo de mi padre, señalando con su dedo índice sobre la
ventana de la cocina, que ahí estaba, otra vez, la mujer con su niño;
Acto seguido, mi padre, presuroso, salía persiguiendo a los
fantasmas, gritándoles que se fueran, desde el interior e la casa, y
contaba como veía que se desaparecían en la barda contigua al
fondo del terreno, donde estaba el gallinero. Cor‐ tas se nos hacían
las cobijas para taparnos y no presenciar tal evento, mientras
esperábamos que nuestro padre nos prote‐ giera.
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Pá tan grande que es Naco
Esto no sucedió una vez sino varias, lo cual confirmaba que los
fantasmas si existían.
Es la única ocasión, en mi vida, que he estado tan cerca de estos
eventos sobrenaturales. Más adelante, por las noches, temprano,
íbamos a asomarnos, trepándonos en la barda, pa‐ ra ver si
podíamos ver tan fugaces figuras, sin resultado algu‐ no.
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Pá tan grande que es Naco
EL INCENDIO DE LA ADUANA:
La aduana de Naco es un edificio de dos pisos con amplios
ventanales en la parte sur del segundo piso, mismos que se
quebraron con el impacto de la explosión.
El día que se incendió la aduana, era frío, estaba nublado, eran
como las ocho de la mañana.
Afortunadamente para los demás empleados y desgracia de mi
padre, otra de las grandes virtudes de mi progenitor, era que
siempre le gustaba estar temprano en el trabajo y esto provocó que
en esta ocasión casi le costara la vida.
Una mañana cruda de invierno, con el cielo nublado, nos saca‐ ron
de la escuela para que nos fuéramos a la casa sin saber el motivo
de lo que estaba pasando.
Poco tiempo después de que estábamos reunidos mi madre, todos
los hermanos y yo, llegó sobre un amplio guardafango delantero de
un automóvil mi padre, si no fuera trágico diría que como una reina
en tiempo de desfile. Iba completamente tieso, sin ningún gesto en
su cara, las manos y demás piel des‐ cubierta y ceniza, solo lo
protegía una vieja chamarra de cuero café tipo de piloto de la
Segunda Guerra Mundial. Posteriormente tuvo que ser
hospitalizado en Cananea, des‐ pués de aplicársele
provisionalmente una crema amarilla y espesa para mitigar su
dolor.
Al mes de que se recuperó de sus quemaduras, nos comentó
que habiendo sido el primero en llegar temprano y estando en su
escritorio al fondo del segundo piso, seguidamente hizo su arribo el
conserje el cual le comentó de prender la calefacción. El piloto del
gas estaba a la entrada del este segundo piso y se conducía a través
de tuberías a otros calefactores de ambiente hasta el final del
archivo donde trabajaba mi padre.
Un día antes se había hecho un decomiso de más de cien latas
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Pá tan grande que es Naco
de naftalina que no se llevaron al almacén porque fue una
operación por la tarde cuando ya estaba cerrada la bodega, de tal
manera que se le hizo fácil colocarlas provisionalmente en
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Pá tan grande que es Naco
este lugar.
Recuerda mi padre que desde la entrada al segundo piso el conserje
le comentó que iba a prender el calentón porque es‐ taba haciendo
mucho frío.
Claramente mi padre vió una flama azul que avanzaba rápida‐
mente, por afuera del tubo, hasta llegar al archivo donde esta‐
ba.
Mi padre se paró en la puerta y seguidamente escuchó la ex‐
plosión que lo lanzó cual pípila con la puerta de madera en la
espalda por todo el interior del segundo piso.
Todos los cristales del segundo piso se rompieron, el fuego no se
propago y la peor parte le tocó a mi padre.
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Pá tan grande que es Naco
LA ESTUFA DE MI MADRE:
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Pá tan grande que es Naco
LA VIDA NOCTURNA:
Evidentemente a mi edad no andaba por esos lugares, estaba
prohibido, pero recuerdo el famoso “Monterrey” cerca de la línea
que era un centro de baile más o menos decente donde venía
gente de toda la región los fines de semana a disfrutar de música
de orquestas más populares de aquellos tiempos. Mucha gente que
visitó a Naco recuerda este centro de baile como un icono de la
diversión nocturna de nuestro pueblo. Ya de adultos menores en
alguna ocasión posterior que visitamos nuestro querido pueblo nos
tocó ir a bailar al Monterrey y confirmamos que había una
ambiente de diversión agradable sin ningún incidente lamentable
que comentar.
De la zona de tolerancia, donde estaba todo el ajetreo de la
vida nocturna del pueblo, recuerdo que estaba retirada al sur
poniente, después de pasar algunos terrenos baldíos y empe‐ zaba
donde estaba una jaula de changuitos en despoblado. Hasta ahí era
el límite donde se nos permitía llegar como ni‐ ños bién portados.
Por las noches al llegar de Cananea lo pri‐ mero que veíamos eran
las luces multicolores de la única calle de estos centros nocturnos,
aunque alejados cuatro cuadras al poniente del pueblo. Nunca
supimos de escándalos que invo‐ lucraran al pueblo con la zona de
tolerancia, ocasionalmente se sabía de alguna mujer que
andaba en malos pasos. Es secreto a voces, que esta fuente de
ingresos cobró su auge durante la segunda guerra mundial
cuando los soldados de Fort Huachuca venían los fines de semana
a liberarse de ten‐ siones y a deshogar sus instintos de placer sin
límites con las mujeres de mala nota de Naco. Como el chiste del
“gringo” que presumía en cada esquina del brazo de Rosita, su
novia, y al oído le decían sus interlocutores cada vez que la
presentaba que había tenido que ver con todos los hombres del
pueblo. Después de dos o tres comentarios adversos de su
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Pá tan grande que es Naco
relación con gran enfado y coraje el norteamericano pronunció la
fa‐ mosa frase: ¡Pa´Tan Grande que es Naco!
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Pá tan grande que es Naco
LA FLOTILLA DE CARROS:
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Pá tan grande que es Naco
identificables des‐ de la entrada del pueblo hasta la línea
divisoria. Solo a este
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Pá tan grande que es Naco
trío de tranquilos, pero ocurrentes, personajes se les permitía esta
osadía. A veces parecía manifestación o desfile de alguna marca
cuando lograban coincidir en un punto de la calle prin‐ cipal ó eran
objeto de referencia. ¡No se podían esconder de nadie! Allá ví a Don
Raúl, allá estaba Emeterio y Camacho iba a tal parte, nos se podían
esconder de los demás habitantes del pueblo.
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Pá tan grande que es Naco
DE LOS VIAJES A CANANEA:
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(1).‐“Checar ”: Verbo. Tr. Revisar, confrontar cotejar.‐ Vocabulario Sonorense.‐ Autor:
Horacio Sobrazo
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Pá tan grande que es Naco
conocimos por primera vez como se hacía el queso, ante de llegar a
la pendiente pronunciada para conectarnos con el en‐ tronque de
Agua Prieta frente al Rancho los Difuntos brinca‐ mos de un lado a
otro en el asiento de atrás, como cinco her‐ manos, meticulosa y
previamente acomodados, e inmediata‐ mente por la ventana
trasera que daba hacía el interior de la carretera vimos pasar, más
rápido que el auto de mi padre, una llanta rodando y que
fácilmente nos estaba rebasando, pero que identificamos
inmediatamente como parte de nues‐ tro automóvil.
Una gracia más de mi padre: era buen mecánico. Revisó la llanta y
se dio cuenta que las tuercas de las llantas habían que‐ dado flojas y
habían motivado el accidente. Con los birlos y las roscas que
quedaban ni tardo ni perezoso sacó el “yack” (1) ó gato hidráulico,
monto nuevamente la llanta, ajustó las pocas tuercas que
quedaban y continuamos nuestro viaje rumbo al sur.
Llegábamos a la garita de Zaragoza y mi padre saludaba con
mucha alegría y camadería a todos los celadores que eran co‐
nocidos de él, como si nada hubiera pasado.
Uno de los puntos más importantes en nuestros acostumbra‐ dos
viajes era cuando llegábamos a los Álamos. Lugar, que precedido
por una solitaria, empinada y alta loma que tenía la opción de
rodearla por la parte baja rumbo al poniente; pero, sin embargo
siempre en busca de la aventura era todo un es‐ pectáculo subirla
para después bajarla hasta llegar al arroyo más grande de este
trayecto y a cuya orilla se encontraban una inmensa hilera de
árboles de este nombre. Cuando llegá‐ bamos a este punto ya era
visible la chimenea de fundición de
la llamada “4C”, siglas de la minera Cananea Cooper Company
1).‐“Yack” (Jack): Herramienta mecánica . “Gato”, mecanismo auxiliar para elevar suspensiones de autos.
Diccionario Enciclopédico de Términos Técnicos.‐Collazo.‐Mc‐Graw
Hill.
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Pá tan grande que es Naco
Co., Las crecidas de este arroyo eran impresionantes, había
ocasiones en que los automóviles tenían que espera horas para
que bajara el nivel de sus aguas y solo con la ayuda de un tractor se
lograba cruzar.
De regreso a Naco el domingo por la noche era muy peligroso
después de pasar el arroyo y ascender la loma de los Álamos, la
bajada ponía, muchas veces en aprieto al más experimenta‐ do
chofer. Como la ocasión en que mi padre, con el Profesor Camacho
de copiloto, descendían en su automóvil este cerro y en la parte
baja se encontraba un pick‐up blanco de modelo atrasado
atravesado sobre el camino. Estirando sus largas piernas en su
asiento delantero, casi formando una línea re‐ cta, con el carro de
bajada sobre la empinada pendiente y nada más se escuchaba
nerviosamente, pero fuertemente, exclamar: ¡Frénale Raúl!,
¡Frénale Raúl!, ¡Frénale Raúl!, cada vez con más insistencia. Una ágil
maniobra de mi padre y no pasó a mayores el incidente. Ya después
relajados y de buen humor comentaban que Camacho venía
agarrado con las uñas de los pies.
Cuando recorro mentalmente estos detalles del camino a Ca‐
nanea asocio las aventuras de la Sierra de San José, la cual conocí
en una sola ocasión hasta sus entrañas un domingo que le
hablaron a mi padre sus sobrinos para informarle que su hermano
Héctor, un viejo aficionado a la cacería, se había quedado en lo alto
de la Sierra con su camioneta Jeep des‐ compuesta. Mi padre salió
con nosotros desde ese día a me‐ diodía por un camino paralelo al
arroyo de los Morales al po‐ niente del pueblo viajando de norte a
sur; mismo camino que esta vez anduvimos. Había caído la tarde y
sobre una alta ex‐ planada en las entrañas de la Sierra San José
estaba mi tío ba‐ tallando solo pero tranquilo hasta que llegamos a
ayudarle y con los conocimientos empíricos de mecánica que tenía
mi padre hicieron prender el motor de la cuatro por cuatro. Ya
entrada la noche, con luna llena que nos indicaba claramente
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Pá tan grande que es Naco
el camino sobre una larga ladera que conducía de la sierra al pueblo
regresamos todos contentos al pueblo, no si antes había oído
aullar a los lobos en una noche de luna llena, pero si me quedé
impresionado por esta aventura en mi corta vida. En otra ocasión,
un día lluvioso, por la tarde, íbamos a Cana‐ nea y a nuestro paso
nos encontramos un pick‐up, verde oscu‐ ro, más ó menos
“forito”36, cargado de sandías. Se detuvo mi padre a platicar con
ellos y le regalaron unas pocas de estas frutas y de despedida, al
ver mi padre que el camioncito no tenía cristales en las puertas
laterales, muy amablemente les preguntó que si no tenían frío, a
los que ellos respondieron que nada más subían el vidrio y
simultáneamente, en el inter‐ ior, se empinaron en la boca un galón
de licor para enseñárse‐ lo a mi padre y se diera cuenta que clase
de vidrio. Episodio que concluyó con sonoras carcajadas.
También fue un momento inolvidable el día que toda la familia
salimos de paseo al represo más cercano que estaba pasando la
garita de San José y donde mi padre invitó a don Telesforo, un viejo
celador, de pequeña estatura, regordito, venido de Michoacán, de
carácter muy estricto y con acento sureño en su hablar. Abordo
nuestro carro, por la tarde, y ya estando en lo alto del cordón de
tierra que contiene las aguas del represo, después de haber jugado
desde la orilla con piedras arrojadas a las mismas aguas, volviendo
la mirada atrás donde estaba nuestro automóvil, pude ver un bulto
muy grande en medio de un esquelético mezquite. Corrí la voz
entre Don Telesforo, mi padre, mi madre y mis hermanos y
corrimos a ver de qué se trataba. El celador y mi padre se dieron
cuenta de que era una venada, pero cuya cacería estaba vedada,
pero con la ven‐ taja de que los celadores fungían como inspectores
forestales. De cualquier manera esperaron a que cayera la tarde
para trasladar el ejemplar en amplia cajuela del “chevroletito”.
Don Telesforo, su mujer Magda y su hija Esperanza eran veci‐
nos nuestros y solo nos separaba el callejón de los Morales.
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Pá tan grande que es Naco
Con ellos convivimos a diario y fueron parte de nuestros días de
infancia.
Llegamos a Naco y fué una fiesta ver como destazaban la ve‐ nada y
fue tanta la carne que se obtuvo que quedaron llenos los
refrigeradores y muchos días comimos carne en sus dife‐ rentes
recetas hasta los consabidos tamales.
Lo curioso de este incidente, fue que mi padre, al siguiente día
del hallazgo, muy temprano en la Aduana comentó de lo suce‐ dido
con sus compañeros. Solo faltaba platicarle a su hermano Héctor,
aficionado a la cacería, y cual sería su sorpresa que mi tío le
reclamo, primero, airadamente por el venado que se había traído
mi padre y que horas antes había cazado él, pero finalmente
terminó entre risas y carcajadas cediendo mi tío la presa a su
hermanos que ya había dispuesto de ella junto con Don Telesforo
un día antes. Y nuevamente se repitió el refrán:
¡Pa´ tan grande que es Naco!
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Pá tan grande que es Naco
LOS PARIENTES Y AMIGOS EN CANANEA :
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Pá tan grande que es Naco
rumbo al oriente en la casa de Aurelio y Francisco Chico Rodríguez
frente a la Gasolinera de los Meli‐
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Pá tan grande que es Naco
coff, tres cuadras adelante se encontraba la Colonia de los
Díaz.
Mi tía Ernestina esposa de Mario Bustillos y sus hijos Ernesto, La
Nena y Fernando vivieron a la vuelta de la Calle Obregón una o
dos cuadra antes de llegar a la Unidad Deportiva frente al Clínica de
los Mineros. En la Esquina por la misma calle vivía Damián Bustillos
un personaje ilustre de esta ciudad por su cine, compositor,
maestro de música y radioaficionado. Era impresionante entrar al
cuarto que tenía dedicado exclusiva‐ mente para sus equipos de
radio‐transmisión. Hacía contacto con radio‐aficionados de todas
partes del mundo y lo veíamos con sus abultados audífonos en
serias y cerradas conversacio‐ nes. Era una afición que ha mi
padre le gustaba pero nunca hizo el intento de tener un equipo
como este. En estos tiem‐ pos íbamos muy seguido a Cananea por
la enfermedad de mi abuela Salomé Duarte y llegábamos con mi tía
Ernestina. Un poco más abajo vivía mí tía Maria Araujo con Roberto
y Delia sus hijos.
Después estos últimos familiares mencionados se cambiaron por la
Durango yendo por la iglesia de Nuestra Señora de Gua‐ dalupe
rumbo al sur pasando por arriba del puente de la Juá‐ rez llegando
hasta “La Azteca” y dando vuelta a la izquierda antes de la bajada
para llegar a la casa de los “Canela”. Ahí vivían los Denojean, los
Acosta, los Ortiz, los Sandoval que habíamos conocido en Mesa Sur
y que eran compadres de mi papá los Escalante Camou viejos
amigos de la familia de mi madre y los Bustillos Rico. Hago
referencia a este domicilio porque era el punto reunión en las
navidades cuando venía‐ mos de Naco para iniciar un peregrinar
con caravana de auto‐ móviles en la media noche hasta la
madrugada celebrando la noche buena. Inolvidable el animo y
entusiasmo de mi tío Faustino cuando interpretaba la canción de
moda de Javier Solís: “Gema”. A donde quiera que fuera la cantaba
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con muy buena entonación y mejor sentimiento, casi al punto de
las
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lágrimas; pero recobraba el ánimo y la risa al instante.
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lágrimas; pero recobraba el ánimo y la risa al instante.
LOS VIAJES AL OTRO LADO:
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lágrimas; pero recobraba el ánimo y la risa al instante.
Segunda Guerra Mundial y las fotos en blanco y negro de este
personaje vestido de militar nos impresionaban.
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por lo impresionante de insignias y traje militar. ! Sueños de niños
al fin ¡
Entre el Rancho Market y Zorrillera, al norte, entrábamos a la
parte de atrás de la mina donde había grandes almacenes y equipos
cubiertos de plomo. En este lugar le regalaban a mi padre unos
troncos, en forma de bloques cuadrados que ten‐ ían el tamaño
ideal para usarlos en la chimenea o estufa de leña. Limpiábamos los
maderos y al partirlos aparecía una ma‐ dera fina, sin botones, muy
blanca y que servían para alimen‐ tar nuestros medios de
calentamiento en tiempo de frío.
Los últimos tiempos de nuestra estancia en Naco, íbamos de
compras al Rancho Market, un pequeño supermercado que estaba
en el entronque donde iniciaba el camino a Fort Hua‐ chuca o Sierra
Vista. En contra esquina de este supermercado había un lote de
carros de desperdicio y refacciones usadas donde acudía mi padre,
los fines de semana, para adquirir lo que necesitaba para echar
mecánica y tener perfectamente afinado el motor, alineada las
llantas y que no le faltara una sola vista a nuestro auto. Mi padre
con la confianza que le otorgaba el “Gringo” se paseaba por el
inmenso lote de autos “destartalados” que solo servían de partes
usadas con el com‐ promiso de que el cliente debería pinza, tenaza
o desarmador en mano quitar la refacción de su interés. Al final el
Gringo” decía cuanto había que pagar antes de salir del lote.
Otro punto cercano era Waren un pintoresco y clásico puebli‐
to americano, con verdes patios frontales en las casas de la calle
principal, sus estaciones de policía y de bomberos, paso obligado
cuando veníamos de Douglas, donde veíamos a Santa Claus, rumbo
a Bisbee y queríamos cortar camino a Naco para no entrar a este
último pueblo. En Warren mi padre tenía un viejo tío de apellido
Samuel Moore, con el que se ponía hablar de los parientes mientras
se tomaban una tasa de café en una acogedora sala tipo americano
que brillaba de limpia. Ahí es‐
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Pá tan grande que es Naco
taban el par de viejitos para atender al sobrino y toda su prole
desviviéndose en atenciones. Era un momento muy agradable pasar
por la casa de los Moore.
Fue aquí, donde alguien nos regaló nuestro famoso carro de
lanzadera que para nosotros parecía un camión tonelada. Un caja
metálica, lo único que tenía de los carritos americanos de catálogo,
montada sobre dos tablones de 2x4, uno fijo para los ejes traseros y
el otro giratorio en forma de cruz, para salir enfrente de la caja. En
esta parte, de nuestro flamante carro, un largo tornillo atravesaba
el eje central para sujetar y darle la posibilidad de giro al eje de
enfrente. Cuatro llantas de hule macizo en las terminaciones de los
ejes y dos roldanas en el parte del eje delantero para amarrar a sus
extremos una piola de regular tamaño que nos permitiera jalarlo
estando de pie, o bién convertirnos en intrépidos pilotos sentados
sobre la caja metálica, mientras otro hermano nos empujaba de la
espalda. El regreso por las noches, a la mitad del camino del Rancho
Market a Naco eran inolvidables, cuando desde lejos divisába‐ mos
una majestuosa pantalla al aire libre con siluetas que po‐ co a poco
se iban definiendo, era el anuncio de que la función de cine ya
había empezado. Mi padre estacionaba su carro, con toda la
familia, por la carretera, fuera del drive in para que disfrutáramos
de una película de blanco y negro. Cuando era película para
mayores de 18 años imprimía más velocidad con el acelerador y nos
quedábamos con las ganas de de disfrutar el auto cinema.
Eran camino muy andado, mis padres, regularmente todos los
fines de semana o iban al norte o iban al sur. Casi nunca está‐
bamos en el pueblo el sábado y domingo.
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Pá tan grande que es Naco
LOS DEMAS AVENTURADOS VIAJES:
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Pá tan grande que es Naco
automóvil chevrolet 1950 y obviamente con la novedad anda‐ ba
buscando siempre lugares que visitar. Recorrimos muchos caminos
de terracería y cada vez trataba de ir más lejos en su
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Pá tan grande que es Naco
aventura mi progenitor.
En alguna ocasión fuimos a Santacruz. Salimos por naco rum‐ bo a
Cananea y a la altura del riíto tomamos una brecha del otro lado de
la Sierra de San José. Caminamos toda la tarde y llegamos casi al
oscurecer a este poblado de ricas manzanas, estaba medio nublado.
De regreso por un largo y solitario ca‐ mino de tierra muy liso, nada
pedregoso, bordeando toda la línea divisoria donde solo
encontramos un viejo portón con un guardia americano. De no ser
porque era de noche diría que estábamos viendo la película “Por
mis Pistolas” de Mario Mo‐ reno “Cantinflas”. Nada trascendente
de escribir a casa, viaja‐ mos sin pena ni gloria.
Mi tía María se había ido a vivir a Pitiquito y un buen día se
planeó en familia ir a visitar a la hermana de mi mamá. Saldr‐ íamos
ese fin de semana. Salimos un sábado a mediodía, pasa‐ mos a
Cananea por mi tío Emeterio, ya no éramos diez en el carro éramos
once, los tres adultos enfrente y los infantes en los asientos de
atrás. Lo más difícil de nuestro viaje era cruzar la Sierra de la
Mariquita en Cananea, donde esta el Puerto, y luego Sierra blanca
con su Herradura y su túnel antes de lle‐ gar a Imuris. En medio de
este tramo carretero en la parte alta de la Sierra descendiendo una
pendiente en línea recta venía un camión de redilas como a 100
metros. Al encontrarnos la polvadera fue doble y mi padre perdió
el control del volante de tal manera que tomamos la orilla de la
cuneta rumbo al desfiladero. Por reacción instintiva mi tío Emeterio
que iba al extremo del otro lado de mi madre que iba en medio del
asiento delantero, estiró sus brazos y tomó el volante por de‐ bajo
de las manos de mi padre y enderezó de nueva cuenta el auto para
ponerlo en dirección correcta sobre la carretera. En el asiento de
atrás los hermanos nos caímos del asiento, cru‐ zamos de un lado a
otro y nos confundimos con las almo‐ hadas, cojines y presentes
que llevábamos a la tía María. No me acuerdo bién, pero creo que
hasta una gallina voló.
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Pá tan grande que es Naco
Cruzada la sierra y después del susto, nuestro automóvil se orilló en
la última bajada antes de llegar a Imuris para disfrutar del Río con
sus abundantes aguas cristalinas debajo de una hermosa y verde
arboleda.
Legamos ese día por la noche a Pitiquito y entre la cena y el
acomodo de los tendidos se nos fue el día. Al siguiente por mañana,
un día nublado, como si se tratara de un tour turísti‐ co caminando
a pie nuestros primos Pastor, Carlos, Roberto, Albino y Jesús “El
Chino” nos invitaron a cruzar el río seco y lleno de grava donde
solo se veía una vereda de algún auto‐ móvil que había cruzado más
temprano. Nuestro destino final era la Iglesia de Caborca que había
construido el Padre Kino y que es un monumento histórico de
aquella región. Regresa‐ mos cansados y hambrientos y ya nos
estaban esperando mis padres para iniciar el largo camino de
regreso a Naco.
Después mi tía de fue a vivir más lejos de Naco. Unos dos años
después supimos que estaba en Hermosillo. Nuevamente a la
aventura, ahora más lejos.
Se organizó un viaje a Hermosillo un fin de semana. No hubo
contratiempos en el camino. Llegamos por la mañana por un
boulevard lleno de naranjos enfrente del café Combate. Escu‐
chando en la radio coincidentemente la marcha con música de
fondo y un estribillo, que decía:
“Café Combate de rica aroma, Café Combate la gente toma, Café
Combate es el mejor,
¡Es exquisito!, ¡Es superior!
Por esos todos a una voz dicen:
Si no es Combate no es buen café
Café Combate hay uno solo, Ese es el bueno pídalo usted.
Ya dentro de la ciudad nos dirigimos a la Colonia 5 de Mayo arriba
de la calle Revolución buscando un número por la calle Fronteras,
era el único dato que teníamos. No encontramos a la Tía María y
nos fuimos a desayunar al Mercado Municipal
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Pá tan grande que es Naco
en la acera de la Zapatería Preciado. Un par de tacos de cabe‐ za en
tortilla de maíz para cada quién y levantamos anclas de regreso a
Naco. Nunca se nos ocurrió poner un anuncio o ser‐ vicio social en
la radio para indicar un punto de reunión y ver a nuestros parientes.
En fin, ¡En fin: bajados de la Sierra de San José! , ¡En fin: gente de
pueblo!
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SECUNDARIA EN CANANEA:
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Pá tan grande que es Naco
dero, muy parecido al “Chale” Gardner de Naco, nos salía la fiebre
minera del béisbol y desde el inicio de la Durango hasta el abarrotes
“La azteca”, era el terreno de juego con pelota de
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Pá tan grande que es Naco
esponja en mano para realizar emocionantes y cerradas juga‐
das de este deporte.
Después vivimos por la Tercera y callejón Benjamín Hill, en‐ frente
del doctor Abril, a un lado de la escuela americana; cer‐ ca de los
Castros, las López y los Fragosos. La casa era muy bonito, tipo
americano, con un portal del dos aguas al frente, con muchos arcos,
toda de blanco, sus techos de dos aguas de verde y al fondo un
huerto de árboles frutales. La novedad, en esa nueva morada era el
diván que quedaba entre el plafón y el techo, donde nos metíamos
a ver en la oscuridad, a veces con una pequeña lámpara, para
buscar sorpresa que habían dejado los inquilinos anteriores.
Mis hermanos de primaria iban a clases a la Leona Vicario de
lunes a viernes y madrugaban el sábado para que mi madre los
alistara y tomar el único camión de Transportes Norte que salía del
mineral rumbo a Agua Prieta, pasando por Naco, lle‐ vando a mi
madre de guía.
La escuela secundaria tenía clases los sábados por las maña‐
nas hasta las 2 de la tarde. Llegábamos a la casa nos quitába‐ mos
el pantalón, la camisa y cuartelera de “caqui”, al igual que las
polainas de lona blanca y nos poníamos ropa de vestir para iniciar el
largo y aventurado viaje a nuestro inolvidable pueblo. Eran tiempos
en que no oíamos hablar de drogas, cuando mu‐ cho de mariguana
como algo muy oculto prácticamente invisi‐ ble. Todo mundo se
conocía. Se veía poca gente de malos sen‐ timientos y pocos
acontecimientos violentos provocados por la maldad del hombre se
sucedían. Había suma, o quizás, exa‐ gerada confianza entre
todos, aún siendo desconocidos y hablo de gente de Cananea,
Naco y Agua Prieta.
Caminábamos hasta el aeropuerto a la salida norte de Cana‐ nea,
donde ocasionalmente veíamos aterrizar y despegar avio‐ nes, los
más grandes eran bimotores. En este lugar pedíamos “raite”, todos
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Pá tan grande que es Naco
los sábados a mediodía, y de esta rutina surgió una serie de
aventuras.
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Pá tan grande que es Naco
El viaje más placentero fué la tarde que un norteamericano, minero
jubilado de la compañía, acompañado de su esposa, una mujer
adulta, de pelo blanco, de cuerpo frágil, de finas hechuras, nos dio
“raite” en una camioneta blanca pequeña. Nos prendió el aire
acondicionado, nos cedió el amplio asiento trasero volteado a la
inversa del los otros, nos ofreció soda de sabores y una caja de
galletas americanas y nos dispusimos a disfrutar el amplio
panorama, ante una inmensa polvadera, los dorados campos de
zacate con un que otro bellotal alrede‐ dor del camino de
terracería, y ver como se iba alejando la torre de fundición,
subimos las cuesta de “Los Álamos”, con sus inmensos árboles en
fila, seguíamos por lo Ejidos, dobla‐ mos en los Difuntos, pasamos
por Mina de Oro y llegamos fe‐ lizmente a Naco. Un viaje de
primera, VTP., mucho mejor que tomar el camión de Transportes
Norte.
En otra ocasión el viaje los hicimos en cuatro escalas: a los
Alamos, al Ejido Cuauhtemoc, al Ejido Zaragoza y por fin entra‐ da la
noche a Naco. Sin mucha malicia, entre raite y raite, ca‐ minábamos
tratando de ganarle tiempo al tiempo a pesar de los 60 kilómetros
de distancia que separaban a nuestros pue‐ blos. Nunca
pensábamos, a nuestra corta edad, que pudiéra‐ mos, por
circunstancias del destino, quedarnos a medio cami‐ no. De esta
aventura el recuerdo que nos queda es el intermi‐ nable, eterno
para nosotros, tiempo para realizar este viaje; amén, de frío, las
cobijas y gente desconocida que nos acom‐ pañaron en esta
trayectoria.
Una tarde los Acuña, muy conocidos nuestros, en su viejo pick
‐up color café, modelo del 40, a la altura del mismo aeropuer‐ to de
siempre, le hicimos la parada para que nos llevaran a Naco y a los
lejos lograron detener la marcha del vehículo. Nos comentaron que
no traían frenos y que cuando llegáramos al pueblo avisáramos con
anticipación de cual era la esquina de la casa para reducir la
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velocidad. Íbamos muy incómodos, Faustino y yo, ladera tras
ladera, vado tras vado, aferrados a
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una vieja plataforma de madera con muchos huecos, sin “racas”.
Solo la de la parte delantera pegada a la cabina esta‐ ba completa.
Parecía que de un momento a otro se iba a des‐ integrar.
A llegar a la esquina de los Siqueiros la unidad había bajado la
velocidad a su mínima expresión y era el momento de saltar. Loa
Acuña no harían la indicación y nos gritarían cuando era el
momento de dejar la nave. A un grito de ¡Ya!, Faustino saltó por un
lado y yo erróneamente, contrario a la gravedad, de atrás de la
plataforma, dando una maroma que no se logró concretar,
golpeando con la cabeza en el suelo. Los Acuña si‐ guieron su
marcha presurosos, sin detenerse haber que había pasado, y mi
hermano mayor me recogió del suelo. Llegué consciente hasta la
esquina y después no podía abrir los ojos, pero sí escuchaba todo lo
que alrededor se decía cuando esta‐ ba llegando a la casa y mis
hermanos menores le avisaban a mi madre del accidente. Mi
estado semiinconsciente duró co‐ mo unas cuatro horas y por la
noche desperté con mucho do‐ lor de cabeza, después de que había
estado pendiente de mi recuperación el Doctor Clemente.
Lo sabroso de estos viajes de fin de semana, ya en Naco, era
cuando no iban mis hermanos menores, ni mi madre, al pue‐ blo.
Mi padre se portaba espléndidamente bién con nosotros y nos
invitaba a cenar a un restaurant que estaba pegado a la línea,
después de la aduana y la agencia. Era muy modesto, cuatro mesas
en un cuarto y dos señoras regordetas, simpáti‐ cas y platicadoras,
que bromeaban con nosotros y mi padre; pero, que tenían una
mano excelente para la cocina y dos “chimichangas” en tortilla de
harina refritas con carne des‐ hebrada con papas en su interior,
acompañados de unos frijo‐ les refritos con queso regional
espolvoreado encima era lo máximo para nosotros.
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EL FINAL DEL CAMINO :
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BIBLIOGRAFÍA:
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