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Domingo Vergara Carulla

SOBREVUELO

Página Maestra Editores


SOBREVUELO

Domingo Vergara Carulla

Página Maestra Editores


© Herederos de Domingo Vergara Carulla

Primera edición: noviembre de 2018

Todos los derechos reservados

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Diego Alberto Valencia

Impreso en Colombia por


La Imprenta Editores S.A.
Printed in Colombia

ISBN 978-958-59316-7-1

Prohibida la reproducción,
total o parcial, por cualquier medio,
sin permiso de la editorial
“Fue un hombre justo e inolvidable.”
Familia Rodríguez

“Nunca estamos preparados para ver partir


a un ser querido, mucho menos a un papá
tan ejemplar y admirable como tú. Aunque
te fuiste antes de tiempo, siempre me sentiré
afortunada de haber podido compartir estos
años contigo y de tenerte como padre.”
María
Índice

9 Presentación
rimera Parte
P
13 El accidente de Potroloco
23 Infortunio DC-4
35 La Venturosa
Segunda Parte
65 La escuela
79 Pacho
99 La Salina
115 Arribo al Llano
133 Doña Lilia
143 Licencia DC-3
Tercera Parte
159 Pacoa
171 Salsipuedes
191 Incendio
207 Helio
221 Puerto Rondón
243 Trasteo
261 Vuelo fúnebre
279 La ignorancia
291 Campo de arroz
305 Compañeros en alas
313 Epílogo
Sobrevuelo

Presentación

S obrevuelo nos permite ver a través de los ojos de “El


Flaco” una faceta de su vida que lo hizo inmensamente feliz.
Compuesto por historias que parecen sacadas de un mundo
de imposible aventura, nos muestran cómo la aviación en
algún momento fue más arte que ciencia.
Más importante aún, es una ventana que nos lleva a los senti-
mientos más sinceros de su autor. Para aquellos que tuvimos
la gran oportunidad de ser parte del viaje del Capitán Vergara
por este mundo, es posible escucharlo a él mismo narrarnos
aquellos eventos que para siempre quedaron grabados en lo
más profundo de su memoria, y que con tanto cariño quiso
compartir con nosotros.
Miedo, frustración, ansiedad, y sobretodo felicidad y satisfac-
ción surgen continuamente en los relatos que, al ser relatados
en una manera tan suya, pasarán a ser definitivamente tam-
bién parte de nuestros recuerdos.
Queremos expresar un agradecimiento muy especial a todas
las personas que hicieron parte de la publicación de este li-
bro, especialmente a Mercedes, una de las hermanas del autor,
quien siempre estuvo presente en su vida, brindándole un apo-
yo y un cariño incondicionales y quien ayudó enormemente en
la realización de este sueño, el sueño de Domingo.

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Primera Parte
Sobrevuelo

El accidente de Potroloco

E n un aeropuerto del piedemonte en la llanura, una ma-


ñana de hace tanto que bien hubiese podido caer en el olvi-
do, de en medio un abultado corrillo de aviadores explotaban
intensas carcajadas, que con donaire y alborozo se elevaban
hacia el cielo. La tertulia divertida agrupaba a esos hombres
hartos de aventura para sobrellevar algún momento de su
ocio. De repente, se escuchó el angustioso pregón de un re-
cién aparecido:
—¡Se accidentó Potroloco!
Se interrumpió con brusquedad la algarabía. La noticia obligó
a un silencio riguroso. La mirada perpleja de todos los con-
tertulios se fue encontrando entre sí, atemorizada, ¡rabiosa!
El mutismo soportó momentos vacilantes. Luego se dieron las
palabras arrastrando una perturbadora tensión.
—¿Qué dijo? —susurró uno cualquiera de los que venían par-
ticipando del gracioso alboroto malogrado.
—¿Cómo? —exclamó otro, que abría los ojos de manera exa-
gerada.
—¡Ay! ¿Qué le pasó a mi capitán Potroloco? —cuestionó un
mesero amaricado, mientras se acercaba con pasitos delica-
dos para mermar la distancia desde la cual acostumbraba a
enterarse de las conversaciones de aquellos aviadores, sin que
fuese tan evidente su molesto fisgoneo.

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Domingo Vergara Carulla

A pesar de aquellas interpelaciones agobiadas, el hombre del


pregón permaneció encerrado en su silencio. El hermetismo
de aquel sigilo incoherente provocó el que se fuese acrecen-
tando en los aviadores un angustioso desespero, y rebosó la
sensible paciencia de uno de los varios contertulios, que hacía
tan poco reía con agradable desparpajo.
—¡Hable! —chilló Lucho, mientras contemplaba con amarga
incertidumbre los ojos de aquel mudo repugnante. Luego,
agregó en tono un poco menos exaltado: —¡Carajo, Darío!: di-
ga de una vez si Potroloco se mató.
El agorero portador de aquella nueva soportó impávido el re-
clamo vehemente, sin responder palabra alguna. El mensaje
de su gesto inalterable, adusto en demasía, acrecentó la mani-
fiesta premonición de la tragedia. A Potroloco se le conocía –no
sin razón– por temerario. La morbosa curiosidad por conocer
lo sucedido zamarreó con violencia insoportable el corazón
de esos seres aguerridos. Una vez más temieron que el dolor
les encajara otra estocada en lo más profundo de sus almas.
Inmersos por su destino en un frecuente sobresalto, querían
enterarse ya si otro amigo también se había marchado para
siempre. El rostro de aquellos colegas estaba calado por el
miedo. Su acostumbrada valentía huía humillada de sus tem-
peramentos atrevidos cuando otra vez recordaban su obligada
condición de entes mortales. Trascurrieron otros segundos,
fastidiosamente largos, y el arredrado grupo de aviadores se
fue allanando con temple resignado a la más repulsiva de to-
das las respuestas. Pero, en cualquier momento, el rostro de
Darío, que con riguroso dramatismo venía acusando también
su propia angustia, fue perdiendo su carácter de tragedia. Un
nuevo gesto inesperado provocó el más absoluto desconcierto.
Insinuó de repente una sonrisa marrullera. Luego, haciendo
gala de un cinismo sorprendente, se le oyó reventar en una
irrespetuosa carcajada.
El estupor congeló la acción en medio de un silencio alucinan-
te. Sin embargo, fue efímera la pausa. De súbito se rompió el

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Sobrevuelo

hielo con una explosión de coléricos reclamos: —¡Hijo de pe-


rra! —bramó Lucho, luciendo encorvada por la ira la delgadez
de su figura.
—¡Cabrón! —reclamó otro más allá con acento enfurecido.
—Este hijo de puta no sabe hacer más en su cochina vida —
masculló Mario con desprecio, sin que pudiera observarse en
su rostro asomo de su habitual temperamento alborozado y
menos aún su acostumbrada sonrisa bonachona.
El pregonero le salió al paso a la recua de insultos que se le
había venido encima, y quizás dejó en el aire otros que bien
ganosos esperaban turno, porque interrumpió con abierta in-
solencia para reclamar en el mismo contexto del juego que lo
divertía:
—¡Malagradecidos! ¡No me gruñan! Sólo les vine a decir que
Potroloco fue a parar a una laguna. Ahora váyanse a trabajar,
que por andar comadreando, algunos hoy no han ganado ni
su miserable desayuno.
—Si algunos hoy no hemos levantado vuelo todavía —atinó a
responder Lucho sin demora— es porque no hay pasajeros y,
aun así, luego usted nos busca para que le paguemos todo el
trago que se bebe.
Darío, quien por oficio se encargaba de suplir el combustible
de las naves, haciendo una vez más alarde de su genial teatro,
encorvó las cejas, echó atrás sus manos, llevó hacia adelante
su cuerpo y dijo:
—¡Pues no me eche en cara si me ha pagado alguna vez unos
aguardientes! No le duela un mezquino detalle que… ya ni me
acuerdo… quizás alguna vez haya tenido.
Germán, otro piloto que hacía parte del corrillo, bajito, de ros-
tro ajado, curtido por los años, perteneciente al grupo de los
pocos veteranos, pragmático y de carácter reposado, intervino
en aras de conciliar la escaramuza:
—Darío… ¡cuente! Cuente qué fue lo que le pasó a ese loco.

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Domingo Vergara Carulla

Atentos, a un costado del desaliñado restaurante del aeropuer-


to de Vanguardia, escucharon un breve recuento de los datos,
aún carentes de precisión alguna, que había dado a conocer el
torre-operador a quien repostaba el combustible. Quedó claro,
por ahora, que Potroloco y los otros ocupantes que lo acom-
pañaban en un despegue accidentado, salieron ilesos de un
percance.

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Sobrevuelo

El hecho había ocurrido muy lejos, en la región de Arauca,


muy adentro de la llanura. El piloto intentó despegar en su
avioneta desde un potrero que, como era usanza en la región,
también hacía las veces de aeropuerto. No obstante, los abun-
dantes aguaceros que azotaron el hato La Venturosa durante
aquella temporada terminaron por anegar los terrenos bajos
circundantes y ablandaron demasiado la superficie de tierra
de aquella pista improvisada. El pequeño monomotor inició
la carrera para alzar el vuelo, entretanto que las ruedas se
fueron atascando en la reblandecida tierra, y al agotarse los
escasos trescientos metros disponibles la velocidad adquirida
resultó insuficiente para alcanzar un despegue afortunado.
Potroloco haló de la cabrilla con la esperanza de que su Cessna
respondiese a su pretensión y se elevara, recibiendo el favor
de la suerte como había ocurrido en tantas otras ocasiones.
Pero, esta vez no sucedió el milagro y el monomotor prosiguió
arrastrando sus ruedas sobre el pantano pegajoso. Tampoco
se alcanzó a detener y fue a dar a la laguna que se había for-
mado al final de aquel potrero. Al ingresar al agua, la nave
se dio vuelta sobre su nariz y terminó invertida, exponiendo
sus ruedas y barriga hacia los cielos. Por suerte, sólo se había
hundido hasta una profundidad que les permitió a los ocupan-
tes salir de la aeronave y escapar abriéndose paso a través del
agua, la cual le llegó al más chaparro a la altura del pecho.
Potroloco, Antonio y Carmencita (marido y mujer, encargados
del hato) y tres de sus peones recibieron un inesperado chapu-
zón y un susto inolvidable.
El pequeño aeroplano sufrió considerables desperfectos. Para
su arreglo, Potroloco tendría que trasladar los restos malo-
grados a un lugar en el que se contara con la capacidad téc-
nica para hacer aquel trabajo. Sin embargo, la ausencia total
de vías que permitieran el tránsito de vehículos a través del
territorio, en su mayor parte inundado por las lluvias de la
época, por lo pronto, convertía en un imposible el desplaza-
miento por tierra. Potroloco se vería obligado a esperar varios
meses a que finalizara la temporada de lluvias y que el paso

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Domingo Vergara Carulla

del tiempo permitiese que se secaran los trayectos que cruza-


ba la ruta por las tierras bajas, pantanos que sólo eran capaces
de cruzar bestias crecidas allí mismo y paso a paso, y que mer-
mara el torrente de las aguas que se interponían en las rutas
estacionales del verano en donde no existían puentes y debían
cruzarse por el vado.
Aquella espera no fue considerada por Potroloco ni por un
prudente instante. Quería sacar lo más pronto posible su avio-
neta y darle arreglo para volver a su trabajo. Entonces, no
quedaba sino una alternativa: cargar los pedazos de la nave en
otro avión más grande. Sin embargo, el lugar más cercano en
donde podría aterrizar ese carguero estaba localizado a varias
horas a buen paso de caballo y por supuesto también a través
de los terrenos inundados, y se interponían en el camino dos
torrentosos caños rodeados de monte tupido, todo lo cual con-
vertiría el cruce de las voluminosas piezas en una labor muy
complicada. Así, más apuntaba a concluirse de una buena vez
por todas que la faena, a la sazón, sería apenas una costosa
y estúpida quimera. Fue por ello que Potroloco decidió que
la operación de rescate se debía llevar a cabo desde la misma
pista en la cual había ocurrido el accidente.
Para cualquiera hubiese sido una locura tan sólo el llegar a
pretenderlo; sin embargo, para él, en La Venturosa tendría
que aterrizar un carguero capaz de llevar en su interior los
pedazos de su Cessna, e incluso estuvo seguro de antemano
quién sería el osado que le haría ese trasporte sin dudarlo. No
debió esforzarse demasiado para pensar que su buen amigo
Juan fuese la persona a quien podría postular para cumplir la
peripecia. Este compañero de aventura, quien era a la misma
vez propietario y piloto de un DC-3 especialmente construido
para llevar carga voluminosa, le respondería al reto y hasta lo
haría con agrado. El avión de Juan tenía la puerta principal
del tamaño suficiente para permitir el acceso de las piezas. La
avioneta podría trasportarse, con la condición de que fuese
desarmada. Potroloco salió en la búsqueda de su amigo sin
más pérdida de tiempo.

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Sobrevuelo

Se desplazó hasta un hato no lejano en donde lo recogió un


piloto conocido que pasaba cerca y que lo sacó a la población
de Arauca. Al día siguiente, a bordo de un DC-3 que cargaba
pasajeros y cumplía con un itinerario, tras cuatro aterriza-
jes, arribó a Villavicencio. No demoró mucho para encontrarse
con Juan, quien lo recibió con ruidosa algarabía:
—¡Potro, gran pendejo, me contaron que por no saber nadar
casi se ahoga! —y remató con una graciosa carcajada.
La respuesta de Potroloco no guardó el ambiente de festejo
que caracterizó aquel saludo. Por el contrario, vino cargada
de una humildad desconcertante.
—Juanito: necesito de su ayuda. Necesito que saquemos la
avioneta. Usted es el único que puede.
—¡Cabrón! —le replicó Juan, sonriente y con soltura—. Y en
qué pista me la pone, ¿ah?

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Domingo Vergara Carulla

—Juanito —continuó diciendo en tono suplicante—, sé que le


pido demasiado, pero la tenemos que embarcar allá mismo, en
La Venturosa.
Juan ahora dejó entrever un cambio radical de su expresión
siempre graciosa, mientras le respondía:
—¡Imbécil! ¿Ya rompió su avión en esa pista y ahora viene a
pedirme que también acabe con el mío?
Sin embargo, para Potroloco aquella notificación no tuvo la
suficiente contundencia para dejar quieto el asunto, e insistió,
razonando bajo la carga de su insensatez ya temeraria:
—Juanito: la pista tiene trescientos metros. Yo sé que usted
puede. Usted es el único capaz de “caer” en La Venturosa. ¡Por
favor! De lo contrario, tendré que esperar hasta el verano para
sacarlo.
Juan se quedó mirando a los ojos del amigo que le pedía algo
riesgoso en demasía, si no es que resultaba un absurdo ínte-
gramente. En principio, su mirada, inusualmente severa, hu-
biese sido en sí misma una respuesta, pero luego cambió para
mostrar algo de duda. Los músculos que fruncían su seño se
aflojaron y la comisura de su boca dejó presentir una sonrisa.
Para Juan se trataba de la petición de un buen amigo y quizás
merecía siquiera analizar el riesgo que tendría. Luego de una
pausa, no muy larga, se pronunció, y lo hizo a través de un
parco veredicto. Moduló sus palabras, impregnadas de sufi-
ciente parsimonia:
—Me lo tiene que rogar… ¡y de rodillas!
Potroloco reaccionó en el acto y volvió a creer otra vez en su
delirio. Exclamó exaltado, mientras sugirió un movimiento de
genuflexión, no poco menos que burlesco:
—Juanito… ¡dígame no más qué debo hacer!
Juan, con una sonrisa complaciente, le contestó a su amigo:
—Gran pendejo, cruce los dedos para que hagan unos días de

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Sobrevuelo

verano… ¡y aliste plata para que por lo menos pague la gaso-


lina que nos gastemos en el viaje!
Poco, por no decir que nada, razonó Juan para asumir el com-
promiso. La propuesta de su amigo lo sedujo sin dejarle alter-
nativa. La aventura lo apasionaba mucho más allá de lo que la
prudencia le aconsejaba. Su temeridad y pericia lo habían con-
vertido en aquella región en una leyenda. Llevaba en su vuelo
el DC-3 lejos del límite sensato y la exageración de sus ma-
niobras se convertían en el hito que otros osados intentaban
imitar. No respetaba margen alguno ni dejaba alternativa en
caso de que la máquina fallara. Con asombrosa familiaridad
conducía el carguero hasta el extremo mismo que alguna vez
pudo solamente imaginar el fabricante. Por lo tanto, aterrizar
en aquel potrero donde ocurrió el accidente le ofrecía la opor-
tunidad de escribir para su historia una página incontestable-
mente legendaria, como él mejor pudiese concebirla.
La decisión de llevar a cabo ese rescate estaba tomada, y por
ninguna razón recularía. Fue consciente, eso sí, de que el reto
se acercaría peligrosamente a un límite abiertamente temera-
rio, y todo quería menos accidentarse en el intento. Tendría
que ser en extremo cuidadoso. Así que mientras dio espera a
que las lluvias aminoraran, en cuanto vuelo llevó a cabo se pro-
puso repetir con obsesión el ejercicio de aterrizar con el menor
recorrido posible sobre la superficie de la pista. En múltiples
ensayos logró establecer una máxima distancia acreditada. La
pudo confirmar sin que quedara duda de por medio. Desde el
momento en que posaba el DC-3 sobre la tierra hasta detenerlo
por completo, el carguero no llegaba a sobrepasar los trescien-
tos metros que le dijo Potroloco. Con el terreno seco, podría
aterrizar en La Venturosa sin problema.

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Sobrevuelo

Infortunio DC-4

M ientras se daba espera a que las lluvias se calmaran,


un avión carguero DC-4, atiborrado con canastas de refrescos,
salió de Cúcuta hacia Tame, pero no llegó a su destino. No
se volvió a recibir ninguna comunicación después de haber
recorrido gran parte de su ruta. Cuando los pilotos hicieron
el último llamado, dijeron que estaban entrando a la llanura e
informaron que se hallarían en la proximidad del aeropuerto
media hora más tarde. Pero pasó de largo la hora prevista y
no se recibió ningún otro mensaje. El funcionario que atendía
las comunicaciones en la torre de control inicialmente guar-
dó la esperanza de escuchar una respuesta a sus insistentes
llamados y avizoraba el firmamento con la esperanza de verlo
venir para sobrevolar el aeropuerto, en el evento de que una
falla de los radios les hubiese impedido hacer contacto; sin em-
bargo, no hubo respuesta ni tampoco apareció nada a la vista.
Dejó que trascurriese un tiempo adicional, tratando de con-
templar cualquier situación distinta a un accidente, pero todo
continuó sin cambio alguno. Sus primeros llamados al DC-4
habían dejado percibir su naciente alerta; luego, los mensajes
sonaron angustiados; los últimos terminaron por ser apenas
unas lacónicas palabras. Finalmente, no le quedó más remedio
que dar la voz de alarma, comunicando la novedad a todas las
estaciones y a sus compañeros aviadores en la zona.
La alerta trascendió rápidamente a toda la llanura. Juan se
enteró en pleno vuelo y no pudo menos que turbarse: el piloto

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de la nave era también un gran amigo. Si este hombre, donde


fuese, conservaba aún la vida, las horas que se demoraran en
rescatarlo podían marcar la diferencia entre recuperar a su
buen amigo o sólo hallar con el paso del tiempo desagradables
mortecinos.
Tan pronto aterrizó en Villavicencio, hizo caso omiso de sus
otros compromisos y preparó con celeridad su carguero para
la misión que improvisaba. También abordaron el DC-3 diez
voluntarios que ayudarían a escudriñar el terreno a través
de las ventanas. A poco, el carguero se encontró en el aire y
su piloto puso rumbo noreste, para dirigirse a la población de
Tame.
A su arribo, para orientar la búsqueda, Juan escuchó las ver-
siones de quienes alegaban haber sido testigos:
—Los vimos volando bajitos por allí… —decía uno, señalando
a la llanura.
—Yo sentí el avión que cruzó por aquel lado, haciendo un rui-
do muy raro… —indicó otro, mirando a la montaña.
—Hay un decir de que iban a secuestrar un avión para hacer
un vuelo con coca —fue la especulación de un joven, que pre-
sionó ansioso en medio del barullo para que lo escucharan.
—Oímos un estruendo en aquella dirección…
—Dicen que los vieron hundirse en el Arauca…
Y así, las versiones continuaron tan diversas como fantasio-
sas.
La ruta que debía seguir el carguero atravesaba una región
atiborrada de macizas montañas elevadas. Luego, la topogra-
fía daba inicio a la extensa llanura y, muy cerca de allí, se
asentaba el aeropuerto. Los accidentes no eran extraños en
aquella zona donde, además, durante una gran parte del año
el mal tiempo era el que imperaba.
El operador de la torre de control también entregó su versión,
incluyendo la trascripción de los últimos diálogos que se die-

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Sobrevuelo

ron. Por estos se supo que un miembro de la tripulación repor-


tó (quizá bajo el supuesto) que dejaban atrás las montañas e
iniciaban el descenso sobre la llanura, posiblemente en medio
de alguna nubosidad o una severa tormenta; nunca se infor-
maba. La región no disponía de radio-ayudas y la navegación
se daba siguiendo el rumbo que indicaba una brújula, más el
avance que se calculaba por el tiempo trascurrido; por eso, las
reglas por las que se regía el vuelo ordenaban hacerlo siempre
con el terreno a la vista y no convenía aceptar que se estaba
violando el reglamento. Reportes sobre lugares tan sólo ima-
ginarios se hacían con frecuencia exagerada. Casi siempre se
mentía; eso cualquiera lo sabía. No todas las veces se podía
cumplir el cometido de reportar cuando positivamente se tu-
viese a la vista el punto del reporte y tal vez fue esa la situa-
ción que vivieron cuando el tripulante confirmó que dejaban
los cerros y que notificaría cuando se diera la proximidad a la
estación, estimando el arribo media hora más tarde.
Juan y su equipo de voluntarios aprovecharon las horas de sol
que restaban de aquel día para hacer sobrevuelos que cubrie-
ran el área que circundaba el campo de aviación y la última
fracción del trayecto. Sin embargo, recorrieron el área previs-
ta y llegó el final de la jornada sin que se produjese ningún
resultado que alentara. Si no querían asumir cualquiera de
las fantasías deschavetadas que escucharon de la profusión
de testigos lenguaraces, tendrían que buscar en el vecindario,
lo que obligadamente comprometía la montaña, a la que en
aquel primer día ni se acercaron, debido al mal tiempo que
allí reinaba.
La búsqueda en ese sector sería, sobra decirlo, a otro precio.
La montaña se levantaba solamente a un corto trayecto, ma-
jestuosa. La selva crecida allí por cientos de años cubría a su
antojo los pliegues que soportaban las altas cumbres con árbo-
les de tamaño formidable. Quien pretendiera allá la búsqueda,
debía enfrentarse con el complejo escenario, además, cubierto
por nubes la mayor parte del tiempo.

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Domingo Vergara Carulla

Sin embargo, Juan había encontrado aviones accidentados en


lugares tan difíciles como aquellos, que otros que le habían
precedido en la búsqueda no vieron. Tan contundentes eran
los resultados a su favor, que alguna mente impresionada lle-
gó a afirmar que tenía un pacto con el Diablo. Su fama no era
gratuita. No obstante, quizá su éxito no se debía a esos pode-
res de origen enigmático que querían atribuirle, sino a que
su vuelo era tan temerario que podía llegar a donde otros no
lo hacían, y lo privilegiaba una lógica más que maliciosa para
imaginar la ruta del perdido. Por eso lograba su objetivo con
más frecuencia que los otros.
Al siguiente día Juan inició la búsqueda en compañía de sus
valientes voluntarios, y lo hizo a su mejor estilo. Lo abrupto de
aquel terreno fue para él una atractiva motivación para exhi-
bir su destreza con legítimo pretexto. Además, Néstor era su
amigo y no podía aceptar que no fuese él quien lo encontrara.
Se obsesionó como el mejor perro de caza tras el rastro de su
presa. Quienes lo acompañaban debieron soportar con estoi-
cismo un vuelo que casi tocaba las copas de aquellos gigantes
que habían crecido cubriendo la montaña. El DC-3 hizo virajes
azarosos mientras acarició el contorno de los pliegues de la
ladera retorcida. La danza se conducía con pasión desafora-
da. Los observadores acecharon a través del plástico rayado
que cubría las ventanas, mientras que en una incómoda posi-
ción acurrucada se vieron obligados a aferrarse con todos sus
arrestos de cualquier elemento que les permitiese la pared de
la estructura; de lo contrario, saldrían violentamente despedi-
dos a través de la cabina.
La nubosidad estorbó a su antojo. Correspondería a un guiño
de la suerte cosechar el anhelado premio de su encuentro. No
en vano era en montañas cubiertas por una selva como aquella
donde las búsquedas se volvían inútiles y se perdían usual-
mente los trofeos. Así pasaran muy cerca o, a veces, justo por
encima de la máquina perdida, si no se daba el caso de que un
rayo de luz denunciara la presencia de los restos al fondo de
la arboleda, no era merecida la recompensa. La búsqueda por

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Sobrevuelo

tierra difícilmente podía llegar a ofrecer mayor expectativa;


resultaba en muchos casos una peligrosa y estúpida locura.
La dificultad para avanzar a través de la maraña de la jungla,
enclavada en la fuerte pendiente de la montaña, tornaba el
avance en extremo complicado. Lograr el rescate de las vícti-
mas, aun después de haber identificado el lugar del accidente,
terminaba con frecuencia siendo una quimera escurridiza.
Pasaron de largo las horas de aquel segundo día, hasta que el
ocaso obligó a regañadientes a Juan a posponer la búsqueda
hasta el amanecer siguiente. A mitad de la mañana del ter-
cer día, ya bien cansados de aquel arriesgado bailoteo, con la
mente saturada de ver por demasiadas horas tantos árboles
en su raudo cruce frente a ojos obsesivos, la mirada maliciosa
del piloto veterano creyó ver entre la miscelánea de árboles,
al fondo de uno de los pliegues que habían sobrevolado varias
veces, unos con ramas sospechosamente alborotadas y los co-
lores de la selva con un tono algo distinto. No hubiese sido la
primera vez que la ilusión se esfumara, porque a esta la ha-
bían antecedido demasiadas.
El DC-3 se dio vuelta y con un giro brusco evitó una nube que
se interpuso en la trayectoria. Después Juan enfiló la máqui-
na para acceder lo más cerca posible al estrecho espacio que
dejaba la montaña, más dentro de los innumerables escondri-
jos que podían ocultar lo que buscaban. Corrían el riesgo de
entrar a lo que podía terminar como una trampa y quedar
allí por temerarios, y si no, salir desencantados al concluir
que aquello correspondía a otro de tantos deslizamientos de
tierra, de aquellos que abundaban en la pendiente a causa de
las lluvias, o ser restos pero de otro avión, anteriormente ac-
cidentado.
No obstante sí parecía ser lo que buscaban. Posiblemente ha-
bían pasado por allí en algún otro momento, pero la nubosi-
dad se había encargado de taparlo. Al repasar el lugar, logra-
ron entrever algunas latas.
—¡Ese es! ¡Ese es el avión! —gritó uno, con voz desaforada, en

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Domingo Vergara Carulla

medio del bullicio que hacían los motores—. ¡Vi dos números
de la matrícula en una de las latas!
Lo que observaron, les arrebató de un solo tajo la frágil es-
peranza que hasta ahí habían guardado. La violencia del im-
pacto debió ser tal que era imposible imaginar que humano
alguno hubiese sobrevivido a semejante batacazo. En el mejor
de los casos, de ser posible alcanzar por tierra el intrincado
sitio, sería para rescatar unos pocos pedazos de los cuerpos. Y
eso fue precisamente lo que sucedió.
La labor de traer los restos hasta el aeropuerto fue compleja y
tomó tres días adicionales. Juan hizo abordar los féretros, en
los que habían colocado cualquier mezcolanza de carnes lace-
radas, malolientes y saturadas de trozos de cristales incrus-
tados. Luego, sin más pérdida de tiempo, el grupo emprendió
el regreso. Durante el trayecto, para repostar un combustible
suficiente para todo el recorrido, Juan aterrizó su avión en el
aeropuerto de Yopal, una población sobre la ruta, pero cuando
estuvieron listos para partir de nuevo, se percataron de algo
absolutamente inesperado que trastornaría la continuación
del itinerario. Como si hubiese sido tragado por la tierra, se
esfumó el copiloto.
Del sujeto se había podido conocer poco. Bastante joven, de
talla media y contextura que podría ser la de un deportista
no muy dedicado, su arribo había ocurrido en época reciente.
Su aparición en el llano no fue ajena a la rutina que se repetía
con cada piloto principiante que llegaba por el aeropuerto de
Vanguardia en busca de trabajo: el aspirante acudía con una
maleta usualmente pequeña, escasa de mudas y trebejos, y
una mente atiborrada de sueños e ilusiones. A este joven muy
pocos lo conocieron por su nombre; los demás lo identificaron
por el mote que se ganó como consecuencia del mordaz ima-
ginario del impertinente Potroloco. La vida parecía haber sido
mezquina para mostrarle halagos y sonrisas a Sufrido y, tal
vez por eso, sin mayor información ni más detalles, desapare-
ció sin dejar explicación ni rastro en su huidizo desvarío.

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Sobrevuelo

Sobrevinieron de oficio obligadas conjeturas. Se especuló acer-


ca de si lo ocurrido obedeció a que Sufrido no aguantó por más
tiempo las peripecias y malabares de su jefe, o no consintió
seguir compartiendo el mismo espacio con sus muertos. Lo
cierto fue que en el llano no se volvió a saber de él nunca más.
El carguero, que emitía oleadas de hedor y pesadas cargas de
nostalgia, quedó varado por la falta de un copiloto en la apar-
tada población, no lejana del pie de monte de la llanura.
Panadero, quien viajaba siempre a bordo de aquel cargue-
ro con funciones de mecánico y era quien mejor conocía los
resabios y pataletas que hacía la máquina, como también el
temperamento de su jefe, tenía somera idea de las labores del
tripulante que faltaba. Juan lo invitó a sentarse en la silla
que quedaba a su derecha y tras una breve cartilla sobre las
funciones que desempeñaría en su nuevo cargo, continuaron
con el viaje.
En el aeropuerto de Villavicencio, un numeroso grupo de co-
legas observó cómo cruzó el cielo y se acercó aquel carguero
funerario, mientras meditaban sobre lo que pudo haber acon-
tecido. Para quienes debían participar en su diario trajín del
vuelo con atrevimientos temerarios, que no por la razón sino
por la fuerza allí se tornaban rutinarios, pudo ser sencillo ima-
ginarlo. La situación que permitía la participación del azar en
la toma de las decisiones como última instancia, se presentaba
con frecuencia indeseable. Los colegas dedujeron que, segura-
mente, como tantas veces había acontecido, aquella mañana
el DC-4 voló entre las montañas sin poder disfrutar un firma-
mento despejado. Sus pilotos avanzaron confiados al rumbo
que su brújula les indicaba y al paso del tiempo, calculado con
base en otros viajes anteriores. Les debió haber funcionado
tantas veces que acaso si objetaron la posición que creyeron
sobrevolar y, cuando hicieron el último reporte, debieron ig-
norar la duda como se obligaba de manera refrendada dentro
de la operación del día a día. Luego los debió esperar más nu-
bosidad a baja altura, y aquel día, según testimonios, fue muy

29
Domingo Vergara Carulla

espesa. Debieron descender con la seguridad que confiere la


rutina y quizás calcularon su posición sobre algún lugar que
imaginaron que cruzaban por encima y según el cual faltaba
poco.
Por casualidad, con mezquindad la nubosidad les permitió ver
por instantes algunos espacios del terreno. Entre ellos obser-
varon efímeros segmentos de un río en la llanura. Creyeron
haber visto aquel que los llevaría a encontrar su aeropuerto
de destino, y lo remontaron, casi a tientas. Sin embargo, dos
ríos parecidos y cercanos entre sí les tendieron una trampa.
Ajenos al error, con una visibilidad tan precaria que las pun-
tas de los árboles penetraban la base de las nubes, se fueron
adentrando a través de un angosto valle, a gran velocidad en
dirección a la montaña. Posiblemente, cuando se pudieron
percatar del equívoco que habían venido cometiendo, ya fue
tarde y se fueron de frente contra el cerro. Para los aviadores
que ahora se disponían a recibir a sus muertos y que a diario
se obligaban a vivir de los “supuestos” para arribar a su desti-
no, aquello fue sencillo imaginarlo.
Antes de aterrizar, Juan sobrevoló a escasa altura sobre las
instalaciones del aeropuerto y lo hizo a velocidad muy reduci-
da. La silueta del avión cruzó con solemnidad el firmamento.
El ronroneo que se escuchó de los motores al paso del fúne-
bre carguero, otrora entretenido y alegre en la rutina de los
vuelos comerciales, resultó entonces menos que un lamento
doloroso. De muchos brotaron lágrimas que con púdico cargo
de vergüenza pretendieron encubrir, bajando la mirada. Es-
cuchar el nostálgico susurro obligó sentidos pucheros que,
reprimidos, no llegaron a ser confidenciales. Quienes habían
hecho parte en la vida de seres que no por aguerridos dejarían
de ser sensibles, se iban para siempre. La nostalgia exacer-
bada permitió dar rienda libre a una imaginación desborda-
da. La presencia de quienes habían perdido la vida en el DC-4
deambuló por allí, etérea, con absoluto desparpajo. El reite-
rado paso del carguero, emitiendo aquel susurro que sonaba
como triste sollozo insoportable, llevó sobre aquellas mentes

30
Sobrevuelo

afligidas la ilusión de que los colegas, a quienes les había co-


rrespondido la partida, querían con aquellos últimos revuelos
despedirse, pero se resistían con frenesí a aceptar el artero
antojo del destino y forcejeaban en su ir y venir contra su fi-
nal inexorable. Quienes habían muerto, se iban; los demás se
quedaban, por alguna quimérica razón, apegándose a la vida.
Amasijo de entelequia alucinante, emociones y tristezas.
Por fin aterrizó aquella máquina colmada de pesadumbre. Se
acabaron de repente las elucubraciones, insensatamente con-
sentidas, y se difuminó el hechizo. Demasiados voluntarios se
disputaron un lugar para tomar cualquiera de las agarrade-
ras que cada féretro ofrecía, porque varios se quedaron revo-
loteando, solícitos hasta último momento.
Darío y el Flaco le dieron paso al tiempo, departiendo sobre te-
mas de alguna trascendencia metafísica. A Darío se lo observó
inusualmente afectado dentro de la escena, ajeno a su particu-
lar teatro. Otro accidente se había encargado de arrebatarle a
seres que, como amigos, anidaron en su alma, y se encarga-

31
Domingo Vergara Carulla

ron de darle a su vida una parte importante del sentido. Por su


gesto, ausente y dolorido, se podría presentir que enfrentaba
el miedo de tener apegos, que cualquier día sin clemencia de
por medio se alejaban. Quizás fue aquello lo que, luego de un
par de minutos de silencio recogido, le hizo susurrar en medio
de extraña incoherencia:
—Flaco... ¡cuídese! No se mate. Que no me toque cargar con
sus restos algún día.
—Darío… eso intento —dijo el Flaco. Sin embargo, fue dubi-
tativo al expresar aquello, porque no pudo mentirse a sí mis-
mo. Sabía que, cuando por fin volara, podría morir de repente,
quizá de idéntica manera. Era el precio por dejarse seducir y
trajinar por aquellos cielos fascinantes.
En cualquier momento los dos hombres se enteraron de las
mal andanzas de Sufrido y rompieron en algo su nostalgia.
Terminaron en medio de la risa, especulando sobre el insólito
suceso. En eso, vieron que Juan apareció por allí y se dirigió
sin titubeos hacia donde ellos conversaban. Antes de que pu-
dieran tomar la iniciativa de cualquier saludo, él se adelantó
y le dijo al Flaco:
—Hola, Flaco: ¿usted ya consiguió trabajo?
—Nada, capitán —respondió el Flaco.
—Entonces, prepárese para que salgamos enseguida porque
usted va de copiloto. Capitán Manguera —le dijo luego al otro
sujeto que armaba el dúo—, mientras yo almuerzo, apure a
poner la gasolina porque tenemos que ir a Mitú y volver hoy
mismo, y apenas nos da el tiempo. ¡Trabaje, haragán, y gánese
la plata alguna vez honradamente. Pero… ¡muévase, sinver-
güenza! ¿Por qué no está corriendo ya para hacer lo que le
dije? —exclamó, mientras manoteaba y se alejaba.
Salieron los dos marcando un paso acelerado y Darío le dijo
al Flaco:
—¿No ve? Así es que sale el trabajo aquí en el Llano. Pero

32
Sobrevuelo

Flaco —dijo, introduciendo abierta picardía a su lenguaje—,


le advierto que se le acabó la disculpa de que no tiene trabajo
para negarme un aguardiente.
—¡Listo! —respondió el Flaco—. Esta noche nos vemos.
—Claro, Flaquito. Pero… ¡cuidado! Después no se vaya a “ma-
mar” y me deja apenas antojado.
—Darío, se lo prometo. Esto vale la pena celebrarlo.
Tan sólo breves momentos atrás, al Flaco lo embargaba una
profunda sensación de nostalgia y pesadumbre. La escena se
había encargado de advertirle, una vez más y sin ficciones, a
qué aguas peligrosas se metía. Sin embargo, por la más absur-
da e inconcebible paradoja, ahora rebosaba de alegría. Corrió
feliz para llegar lo más pronto posible a ocupar el asiento que
había dejado abandonado Sufrido en el carguero.
Luego de superar el último peldaño de la escalerilla que per-
mitía el acceso a la aeronave, cruzó el dintel de la puerta y se
encontró de repente con un vaho intenso, fastidioso, cautivo
en la cabina, que lo hizo titubear por un instante. Era el hedor
mortecino que dejaba la carga que otros escoltaban camino al
cementerio.

33
Sobrevuelo

La Venturosa

E l Flaco entró a desempeñar el primer trabajo de su vida,


sin más ceremonia que el muy breve dialogo que se suce-
dió, con necesario afán, en la plataforma del aeropuerto de
Vanguardia. La remuneración, se presumió, sería la misma
que devengaba su antecesor, tal vez suficiente para alguien
que nunca antes hubiera recibido estipendio alguno. Podría
sobrevivir sin lujos ni derroches, sin depender ahora de sus
padres. Por lo demás, todo lo que no se dijo en las escasas pa-
labras que informales se cruzaron, se dio por implícitamente
entendido y aceptado.

35
Domingo Vergara Carulla

Al principio, al novato tuvo algunas dificultades para encon-


trar con rapidez los comandos que debía mover, y manipulaba
interruptores y palancas con incomoda prevención, por temor
a equivocarse; todos aquellos mecanismos que había dispuesto
el fabricante, por decirlo de alguna manera, parecían dema-
siados. Dedicó sus ratos de descanso a practicar en la cabina
procedimientos simulados, sin llegar a sentir tedio por la ne-
cesaria monotonía de la repetición ya redundante. Debía ase-
gurarse de ubicar sin vacilación cada comando, en un lapso
no mayor a un breve instante, y moverlo apropiadamente. De
esta manera, podría evitar que una confusión de parte suya
generara un accidente o, por ventura, en un escenario más
benigno, perder por incompetencia el trabajo que le había to-
mado un tiempo nada despreciable conseguir.

Más pronto que tarde se vio obligado a demostrar que su tra-


bajo era preciso e impecable, porque llegó el momento de salir
al rescate del avión de Potroloco y aquel aterrizaje requería un
manejo a prueba de errores. Desde Arauca informaron que las
lluvias habían dado una tregua y se presentaban ahora días
soleados. Potroloco había enviado con anticipación un mecá-

36
Sobrevuelo

nico que desarmó la máquina, separando las alas del habitá-


culo de la cabina y removiendo el motor, para que las piezas
desensambladas cupiesen por la puerta del carguero. Juan dio
por hecho que el sol reinante habría secado lo suficiente la
superficie para recibir su DC-3 y, así, una madrugada el avión
fue repostado con el combustible indispensable para el vuelo
de rescate.
El Flaco supervisó la labor que Darío llevó a cabo. No resultó,
a decir verdad, muy abundante el carburante que se debió aña-
dir al que sobró del último vuelo en el día precedente, porque
Juan no iba a consentir una carga superior a la absolutamente
necesaria. La travesía que echaba a andar lo obligaba a cuidar-
se de llevar cualquier kilo que no fuese imprescindible. Iría
abordo sólo el líquido que se estimó consumirían los motores
hasta La Venturosa, incluidos el de la reserva y algo más para
un corto vuelo posterior, no mayor a quince minutos, para al-
canzar a llegar a la vecina población de Arauca. El avión debía
aterrizar con un peso muy bajo, previendo que la superficie
del potrero pudiese aguantar cuando menos esos pocos kilos
que llevara, y que se detuviera en los escasos metros que pre-
tendía estuviesen disponibles. Allá se reabastecerían de com-
bustible para, sin ningún apuro entonces, hacer el vuelo de
regreso a Villavicencio.
Cuando Juan abordó el carguero en compañía de Potroloco,
eran los dos una sola carcajada. El Flaco, en el entretanto, ya
se encontraba en su puesto repasando algunos temas. Potro-
loco se acomodó para permanecer de pie, justo bajo el umbral
que simulaba una portezuela, detrás de los asientos del co-
mando. Panadero no abordó la nave hasta tanto vigiló desde
tierra el encendido de los dos motores y removió los pasadores
que durante la permanencia en tierra aseguraban extendido el
tren de aterrizaje. Tras de sí, cerró la puerta, haciéndose car-
go de las funciones que correspondían a Tacatá, el marinero,
quien no viajaría para salvar aún más peso innecesario, y ase-
guró las dos abras de la puerta de carga con un lazo percudido
por la mugre.

37
Domingo Vergara Carulla

El avión inició su desplazamiento hacia la cabecera de la pista


tan pronto el mecánico estuvo abordo. Este caminó en direc-
ción a la cabina, trastabillando por el movimiento acelerado
que llevaba la máquina. Una vez allí, se dejó caer sin preven-
ción sobre la destartalada silla de dos puestos, instalada en
un espacio compartido con los radios de la nave, justo tras la
humanidad de Potroloco. El piloto exigió a su carguero un
rodaje acelerado, a la vez que presionó a quien daba instruc-
ciones en la torre de control para lograr el favor del primer
turno en el despegue. Dejaba otros compromisos confirmados
y entre más temprano estuviesen de regreso, menos le fallaría
a sus clientes habituales. Este vuelo no daría lucro y no se po-
dían echar por la borda con demasiada insolencia las finanzas.
El DC-3 alcanzó la cabecera con premura, mientras su piloto
con hábil diligencia hizo los chequeos rutinarios de la máqui-
na. Una traslúcida aurora apenas se insinuaba hacia el oriente
cuando el avión ya rugía en el aire, y su silueta se alejó, to-
mando altura con rumbo a una llanura más distante.
Una vez alcanzaron el nivel que mantendrían en el crucero,
Juan decidió llevar a cabo una simulación del aterrizaje que
les esperaría en muy breve tiempo. La perfección era, por su-
puesto, un requisito absolutamente indispensable y, para evi-
tar cualquier sorpresa de última hora, quiso estar seguro del
comportamiento de su avión, con el peso y condiciones que
presentaba la aeronave esa mañana. Entonces, tomó los co-
mandos de aceleración y redujo la potencia en los motores.
El carguero perdió velocidad y buscó el descenso. Juan lo
obligó a mantener la altura en el espacio, halando la cabri-
lla gradualmente. A una orden, el copiloto bajó parcialmente
las superficies que permitirían la mejor configuración para
la transición de la máquina a su contacto con la tierra; des-
pués, a otro comando del piloto, el Flaco desplazó la palanca
que permitió la extensión del tren de aterrizaje. Una vez las
ruedas se encontraron en la posición requerida, se escuchó la
instrucción para dar término a la extensión de las aletas a su

38
Sobrevuelo

tope; el DC-3 perdió velocidad hasta que llegó al límite que le


permitía sustentarse. La estructura de la máquina vibró ner-
viosamente y una apreciable perdida de altura sobrevino casi
de inmediato. Así debía suceder cuando sobrepasaran el um-
bral del campo previsto para el aterrizaje. El avión debía caer
sobre la tierra en un punto muy preciso, justo al extremo, sin
haber dejado atrás ningún espacio.
Juan concluyó la prueba al exigir otra vez potencia a los mo-
tores, al tiempo que ordenó a su copiloto subir las ruedas y,
parcialmente, las aletas. La pérdida de altura con celeridad
fue neutralizada y la velocidad se fue recuperando nueva-
mente, en la medida que se retrajeron las aletas, mientras los
motores bramaban entregando todos sus arrestos. A poco se
encontraron volando de nuevo al nivel del crucero previsto pa-
ra el viaje y con la velocidad que habían abandonado. Tras la
prueba, Juan concluyó que con buen pulso sería un aterrizaje
memorable.
La tripulación tomó atenta nota durante la maniobra de la ve-
locidad indicada en el instante que el avión amagó con venirse
abajo. En ese momento, la aguja indicó sesenta y dos, que co-
rrespondía a la lectura en nudos, unidad con la que funciona-
ba el instrumento. Aquellos sesenta y dos nudos serían, por
obligación, determinantes para el éxito de la maniobra; sin
embargo, se encontraban demasiado por debajo de los setenta
y dos que el fabricante estipulaba como el menor guarismo, en
cualquier caso, para no verse envueltos en un accidente desas-
troso. La prudencia enseñaba que para acercarse al terreno,
se debía mantener un margen sobre la velocidad en la que la
sustentación ya se perdía. No obstante, el aterrizaje que aquel
día se estaba pretendiendo exigía desde su concepción no re-
galar ni tan siquiera un nudo miserable.
Durante el tiempo que restó del trayecto de aquel día, los chis-
tes y las chanzas no dieron la más mínima tregua. El ambiente
de cabina se desenvolvió impregnado de chacota. La diversión
neutralizó veladamente cualquier temor o mal presentimien-

39
Domingo Vergara Carulla

to. El comportamiento de Potroloco no se pudo detener en lo


jocoso y terminó por ser insoportable. Su temperamento, in-
quieto y atrevido, se observó exacerbado de manera fastidiosa.
Juan, aún así, le soportó con extrema paciencia sus bromas
endiabladas, y no sólo aquello: con reciprocidad le celebró la
impertinente jugarreta. Una que otra vez, en las dinámicas
refriegas, el capitán del DC-3 le ganó a su contrincante el
resultado del asalto; sobra decir que, para alcanzar aquellos
triunfos, el Flaco debió asumir de improviso el comando de la
nave, pues Juan soltaba los controles de repente y, dándose la
vuelta, se levantaba de su silla para asumir irse a las manos
contra su oponente, en medio de profusas risotadas. Las co-
municaciones por la radio debieron ser prematuramente sus-
pendidas. Potroloco, desde un control alterno que solían usar
los técnicos en caso de falla del sistema, intervino y generó
tantas molestias que el Flaco optó por informar al control aé-
reo, con mucha más que prudente antelación, que ya estaban
muy próximos a llegar a su destino y que oficialmente toma-
ran por finalizado aquel vuelo a La Venturosa. La anticipación
fue con tanto cinismo desmedida, que el funcionario del con-
trol respondió haciendo guasa sobre la casual proliferación de
los caballos que parieron los motores para haber hecho aquel
vuelo tan veloz y tomó la hora oficial de la llegada con sorna
inocultable. El Flaco pudo hacer a un lado sus audífonos para
no terminar enloquecido.
No mucho después, cuando habían transcurrido algo más de
un par de horas de haber abandonado al amanecer la pista
de Vanguardia, cruzaron en su recorrido otro caño, similar
a tantos que surcaban las grandes extensiones de sabana. A
lo lejos, en la vecindad de una casa refundida en la vastedad
de la llanura, los ocupantes del carguero pudieron divisar las
partes de un pequeño avión desbaratado. En lontananza, el
horizonte se mostraba presuntuosamente límpido y el sol en-
ceguecía con su brillo los ojos de quien osara mirarlo sobre
aquel despejado firmamento.
El área en donde se divisaron los restos de la nave estaba ro-

40
Sobrevuelo

deada por terrenos anegados. En uno de los extremos se po-


dían observar enclavados dos palos que soportaban cada uno
burdas latas, con algo de pintura desteñida. Estas piezas su-
gerían, en el folclórico lenguaje de la aviación en la llanura
–cuando por un acaso la había–, el inicio de la pista.
El piloto condujo el DC-3 para sobrevolar el terreno a baja al-
tura y los que venían en la cabina vieron cómo los residentes,
agrupados en la pista, agitaban sus brazos con tantos arrestos
que bien parecían algo exagerados.
—¡Nos espera un animado y bien nutrido comité de bienveni-
da! —se jactó Potroloco, dando rienda suelta a su tono burles-
co acostumbrado. Luego, tras el carguero haber avanzado sólo
unos metros más, donde se terminaba el minúsculo potrero,
con atrevido orgullo exclamó, mientras señalaba con su dedo
índice hacia donde un espejo de agua cubría terrenos inunda-
dos: —¡Aquí quedamos!
El reconocimiento desde el aire del campo que estaría dis-
ponible para el aterrizaje les corroboró a los ocupantes de la
nave una realidad indiscutible: la longitud de este era irri-
soria. Era un exabrupto intentarlo con una apreciación que
quisiese guardar condiciones de cordura. El manual del DC-3
contemplaba para dicha maniobra una distancia un poco ma-
yor a los seiscientos metros, en las más favorables condicio-
nes del terreno; sólo que estos incorporaban un margen que
insinuaba la prudencia. Aunque Juan había logrado aterrizar
con refrendado éxito en una extensión de escasas trescientas
de aquellas mismas unidades, ahora esta distancia se hallaba
confinada por la fuerza a un terreno que se encontraba por
sus dos extremos inundado. En una de sus más avezadas des-
mesuras, la maniobra no le concedía al piloto ningún derecho
a equivocarse.
A Juan no se lo vio sujeto a duda alguna. El DC-3 no llevaba
gasolina de reserva y no le dio más vueltas al asunto: terminó
el viraje y enfiló la nave hacia el punto que definía la mitad
del par de latas deformes y arrugadas y continuó en su des-

41
Domingo Vergara Carulla

censo mientras en la cabina se oían las órdenes que venían


del comandante y el ronco ronroneo de los motores. En medio
del campo, algunas personas seguían agitando los brazos sin
descanso. No obstante, Juan, sin poder ocultar su desagrado,
prendió y apagó las luces de aterrizaje repetidamente, con el
fin de alertar a aquellos para que se retiraran. No podía mal-
gastar combustible en innecesarios sobrevuelos.
—Sesenta y cinco… sesenta y cuatro… sesenta y tres… sesen-
ta y cuatro… sesenta y tres… —se le oía decir al Flaco, que
perseguía con mirada obsesiva el movimiento de la aguja para
cumplir su parte, de acuerdo a lo que el capitán le había indi-
cado en la preparación de la maniobra; este último no apartó
su vista ni por un instante de aquel punto en medio de las dos
latas, donde obligadamente su DC-3 debía sentar las ruedas,
mientras su mano derecha empuñaba los aceleradores para
buscar con sutiles movimientos la velocidad que obligaba la
aventura. Potroloco por fin guardaba silencio riguroso.
Al reducir altura y acercarse a la superficie cubierta por el
agua, la velocidad se fue percibiendo en la cabina con mayor
realismo. No se podía menos que sentir recelo al aproximarse
a un terreno con tan pocos metros disponibles. Los inoportu-
nos curiosos que estaban atravesados en medio del campo se
retiraron hacia un costado. Juan no mostró en ningún mo-
mento el más mínimo titubeo de que, con o sin estorbos de por
medio, iba para adentro.
—¡Sesenta y dos! —exclamó el copiloto, en tono enérgico, y
sobrevino un grácil tambaleo del carguero, al tiempo que se
produjo la inevitable descolgada. La tierra blanda recibió las
ruedas del DC-3 tan suavemente que no se sintió el momento
del contacto. Juan esperó unos segundos antes de aplicar pre-
sión sobre los pedales de los frenos, para asegurarse de que las
ruedas ya estuviesen girando, luego de estar soportando la ae-
ronave. Sin embargo, la respuesta resultó desconcertante. La
velocidad se redujo tan sólo una fracción de lo esperado. Las
ruedas se habían bloqueado y se estaban resbalando, y esto no

42
Sobrevuelo

estaba previsto en el libreto. La distancia no lo permitía. Juan


relevó la presión de los frenos momentáneamente, en un deses-
perado esfuerzo por recuperar el giro de las llantas, y otra vez
volvió a exigir a este sistema su trabajo, pero debió aceptar que
su DC-3 ya no se detendría dentro del espacio disponible en
tierra firme. La distancia que los separaba del estero se había
reducido ostensiblemente y el límite se hacía implacable con
cada instante que pasaba. Si Juan intentaba evitar el accidente
lanzándose otra vez al aire como desesperada alternativa, ya
los metros que quedaban por delante no eran suficientes para
recuperar una velocidad que le permitiese a la aeronave la sus-
tentación suficiente para el vuelo, y terminarían por ingresar
al agua con desastrosos resultados predecibles, en el mismo
lugar donde se había accidentado Potroloco.
Definitivamente, estaban metidos en problemas, pero Juan no
reveló de manera alguna que la situación lo perturbaba, Mien-
tras guardaba un silencio riguroso, fue preparando un plan
que, calculó, le permitiría escapar de aquel inminente descala-
bro. La maniobra que ahora improvisaba le había funcionado
en anteriores ocasiones. El “caballito” lo había sacado de otros
apuros de perfil aventurado. No obstante, en aquel escenario,
tendría que ser escrupulosamente preciso. Esperaría hasta el
último momento para inducir un giro brusco del carguero,
de ciento ochenta grados, con el que buscaba quedar rodando
hacia atrás. De lograrlo, sin salirse hacia cualquiera de los
costados, podría detener el DC-3 al aplicar suficiente potencia
a los motores, porque para entonces irían reculando.
De repente, todos –el piloto incluido– fueron sorprendidos por
un evento totalmente inesperado: una gran fuerza intentó bo-
tarlos hacia adelante. A Juan y al Flaco los retuvo el cinturón
que los confinaba a su asiento. Panadero y Potroloco lograron
aferrarse al marco de la puerta con la suficiente fuerza para
evitar irse de cabeza y caer de cualquier manera sobre el pe-
destal de los controles, en medio de sus otros compañeros. A
través de las ventanas observaron extasiados cómo el terreno
se les vino encima. El avión se inclinó sobre su nariz, como di-

43
Domingo Vergara Carulla

rigiéndose a besar la tierra, mientras su cola se levantó resuel-


tamente por el aire. La inesperada cabriola fue perdiendo su
brío hasta que el desplazamiento finalmente se detuvo, justo
antes de dar el bote. Tras un momento de tensa incertidumbre,
el fuselaje que se alzaba al cielo empezó a devolver su movi-
miento. Abandonó con haragana lentitud su posición erguida,
pero luego acrecentó el ritmo de caída, hasta que terminó por
golpear con mucha fuerza y un sordo estruendo la superficie
de la tierra. El telón para aquella escena cayó cuando se ahogó
el rumor de los motores.
Los cuatro ocupantes quedaron inmersos en un íntegro si-
lencio. Los instantes que siguieron fueron de perplejidad por
sobre todo. Absortos, se encontraron subyugados al letargo.
Adelante, a escasos metros, el espejo de agua de la laguna
reflejaba el brillo de un sol esplendoroso. La vegetación de la
sabana quedó a poco de poder darle alcance con la mano, a
través de las pequeñas ventanas laterales
—¡Mieeeerda! —exclamó Juan, rompiendo el silencio que se
daba.
El Flaco observó la escena con rebelde escepticismo. Se encon-
tró de repente involucrado en el primer accidente de su vida.
Los sucesos que apenas quedaban atrás se renovaron tortu-
rantes, en fantasiosa pretensión por encontrar dónde desco-
rrer la historia y haber evitado el accidente. Pero la prisa de
Juan en su quehacer y las órdenes que le daba, y la carrera de
Panadero para abrir la portezuela de emergencia, irrumpie-
ron con brusquedad sus cavilaciones de novato. Potroloco se
limitó a mirar la escena con angustia soterrada, y apuró el pa-
so detrás del mecánico que a la sazón daba un pequeño brinco
para alcanzar el piso. Aun no se sabía en qué condición había
quedado el DC-3 tras el impacto y había que actuar con mucha
prisa. Juan y su copiloto se tomaron unos segundos más an-
tes de levantarse de sus puestos, porque no podían abandonar
el avión sin desactivar interruptores eléctricos, cerrar las lla-
ves de la gasolina y otros detalles más que necesarios.

44
Sobrevuelo

La portezuela a través de la cual todos evacuaron estaba ubi-


cada al mismo costado del asiento del piloto y desembocaba
a pocos centímetros de la hélice del motor, ahora detenida.
Usualmente, para alcanzar el terreno con el avión en buenas
condiciones, se hubiera requerido usar una escalera o dar un
salto cercano a los tres metros. Ahora no hizo falta. Un brin-
quito fue suficiente para alcanzar la tierra firme y correr a
resguardarse de algún evento sorpresivo. A una distancia ade-
cuada para quedar fuera del alcance de un fuego fortuito, se
detuvieron a observar cómo la barriga del avión reposaba en
toda su longitud sobre las malezas que cubrían la superficie.
Las palas de las hélices habían penetrado en casi su totalidad
el flácido terreno y las llantas, incluyendo todo el conjunto del
tren de aterrizaje, habían desaparecido por completo. Habían
sido las alas y la barriga las que soportaran el peso sobre el
terreno. Ese avión, que tantas veces observaron altivo y desa-
fiante, con su estructura levantada hacia los cielos, mostrando
su deseo de volar, ahora yacía humillado e impotente, sobre
una improvisada cama de malezas, en un potrero en mitad de
la llanura. Muy cerca, los restos del monomotor de Potroloco
exacerbaron aún más el drama del lánguido escenario. Aquel
aventurado sueño que el par de amigos con tanto goce con-
sintieron, en segundos se tornó en una fastidiosa pesadilla.
Ahora sólo tenían problemas por delante.
Antonio, el mismo que se encontraba a bordo en el despegue
fracasado, se tomó la vocería en medio del desconcierto. Pre-
tendió exponer la razón por la cual permaneció con su mujer
y los peones obstruyendo la pista, hasta el último momento:
—¡Capitán, llovió anoche! Tan pronto sentimos el avión, los
llamamos desde el radio de la avioneta pero no nos contesta-
ron y tampoco nos entendieron que no aterrizaran.
La escena se sumió otra vez en el silencio, interrumpido única-
mente por la suave brisa que acariciaba la pastura.
Nadie atinó a decir algo más, quizás porque no lo había que
aguantara posible congruencia. Entretanto, cuando no era el

45
Domingo Vergara Carulla

DC-3 derrotado el que robara sus miradas, las intercambia-


ban entre sí, efímeras, con tímida torpeza. En un momento
cualquiera, los ojos de Juan y Potroloco se engancharon. Los
del primero, agudos, chispeantes, expresaban con extrema
ansia sentimientos encontrados; los del segundo, huidizos y
sombríos, no encontraron fácil el escondrijo que buscaron.
Los dos guardaron el más absoluto rigor, estáticos, en una
tragicómica escena congelada. Para quienes contemplaron la
pareja, nada fue en absoluto predecible. Demasiada tensión
se pudo presagiar en unos puños apretados. Se podría intuir
algún rabioso insulto meramente o, quizás, que reventaran de
una vez golpes que resonarían patéticos en la humanidad del
oponente; o por qué no, oír que estallaba un sonoro chillido
maldiciente, para culpar y ofender al cielo por aquello. La du-
bitación duró no mucho más que unos instantes. Rompiendo
con escandaloso frenesí el sigilo que imperaba, en medio de la
sosegada llanura inagotable, se oyó, al unísono, una prolon-
gada y ruidosa carcajada.
Los lugareños se encontraban ante una máquina mítica e im-
ponente. Un gigante que los maravilló cuando lo vieron aterri-
zado en el aeropuerto de Arauca, o lo admiraron al distraer su
mirada hacia los cielos para seguir su recorrido pretencioso,
atado a un ronroneo cadencioso que se iniciaba en un momen-
to cualquiera de la jornada y se agotaba, refundiéndose en el
silencio, por cualquier rincón de la llanura, tras ofrecer un
efímero descanso y quizás consentir caprichoso un sueño an-
tojadizo. Ellos sólo habían visto caer en su potrero pequeñas
avionetas.
Recuperar el DC-3 se convirtió en un reto de incalculables
dimensiones. Habría que recurrir a desbordada imaginación
para conseguir improvisada ingeniería especializada. Las fa-
cilidades de las que se podría disponer en un lugar tan remoto
como aquel, resultaban precarias al extremo. Estaban casi en
el medio de la nada. Juan y su mecánico se las tenían que in-
geniar para rescatar aquel avión que estaba diseñado para vo-
lar, y en el aire podía aguantar esfuerzos sorprendentes; pero

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Sobrevuelo

en tierra, si no rodaba propulsado por los giros de las hélices


que sus motores generaban, no permitía ser halado sino de
la rueda de la cola y teniendo el cuidado de que nada hiciese
resistencia a la rotación de las ruedas principales. Cualquier
fuerza ejercida inadecuadamente sobre la estructura de la má-
quina la podría arruinar de un solo tajo y eso si no era que,
a causa del accidente, no tuviera ya un severo daño. Concluir
aquello únicamente podría darse luego de una revisión que,
por cierto, allí no podía ser tan minuciosa como los protocolos
lo dictaban y que el examen debía hacerse tras desenterrar el
DC-3 y colocarlo sobre un área firme y sin obstáculos.
Planear el rescate cautivó la atención de los recién llegados,
que debieron soportar un brillante sol que calentaba sin mi-
ramientos. La lluvia de la noche se llevó todo lo que hubiese
podido cargar la atmosfera y ahora lucía impecablemente des-
pejada. Carmencita, la mujer de Antonio, intervino para invi-
tarlos a seguir a la casa y los atendió como se acostumbraba
en la llanura. Cualquiera que llegara vendría de lejos, después
de cabalgar durante horas, y se le acogía como a alguien de la
casa. Una buena taza de café y agua fresca suficiente, cuando
no una refrescante limonada con panela; y si la demora obliga
al visitante, podrá contar con que también la comida con mu-
cho gusto se le da.
La anfitriona sirvió, en pocillos de peltre, hirviente café negro
retinto, y luego alcanzó tazones con bebida fresca. Bogaron
con agrado el refrigerio, mientras disfrutaron la frescura que
otorgaba la cubierta de hojas de palma de moriche de la casa.
La brisa corría de lado a lado de la construcción sin mucho
estorbo; las paredes, cuidadosamente blanqueadas, se eleva-
ban hasta una altura ligeramente superior a la que podría
alcanzar un hombre del promedio, sin llegar a concluir el cie-
rre con el techo. A la vista quedaban las vigas de madera que
soportaban el entramado de hojas, bellamente encarriladas, y
los extremos sueltos, que sobresalían en el remate, siseaban
con el pasar de la ventisca. El piso del corredor, cubierto por
una capa de cemento teñido por minerales colorantes, le daba

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Domingo Vergara Carulla

la vuelta a la casa por entero. Este lucía lustroso e impecable,


gracias al continuo mantenimiento con barridos y trapeados
que sin consentir pereza alguna acostumbraba la anfitriona.
El mobiliario no podría ser más parco y no se apartaba de
la sobriedad que se acostumbraba en aquellas soledades: en
una habitación, no más que un par de camas y un armario no
muy grande; y en las demás, pendían ganchos de las paredes
de donde se colgaban las hamacas. La pieza para guardar las
sillas de montar y los arreos de los caballos quedaba en un
extremo; y corredor de por medio, independiente de la casa,
se levantaba la cocina. El pasadizo divisorio ofrecía espacio
suficiente para una mesa que, por su gran tamaño, no pasa-
ba inadvertida. Armaban su estructura tres macizos tablones
de madera, soportados por cuatro patas que aguantaban sin
reparos su tamaño exagerado, y un par de bancos tan lar-
gos como aquella. A primera vista podría pensarse que fue-
sen exageradas sus dimensiones, al contar la media docena de
personas que habitaban la vivienda, pero encontraba todo su
sentido cuando una peonada numerosa acudía dos veces por
año al convite para acometer el recio trabajo de la revisión de
las manadas, que el resto del tiempo pastaban libremente en
las sabanas.
No lejos de allí, en lo que otrora fuese el primer corral para el
trabajo del ganado, crecía una exuberante “topochera” de don-
de se surtía el plátano para la alimentación de las personas
de la casa y para complementar la de unos pocos cerdos que
permitían alternar el consumo de la carne de vacas viejas –“de
saca”–, que eran las que usualmente se sacrificaban.
A no mucho rato de la llegada los forasteros empezaron a sen-
tir en sus pellejos el acoso de incontables “colorados”. Por mi-
les, hordas de ácaros de tamaño imperceptible los abordaron
mientras caminaban de un lado para el otro sobre la maleza.
Los fastidiosos bichitos se ubicaron a su gusto en la humani-
dad de los recién aparecidos. No llevaban para ello más apuro
que su propia competencia. La gran mayoría se apiñó en las
áreas de piel más tierna que encontraron; otros, quizás menos

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Sobrevuelo

diligentes o porque su abordaje fue más tardío, atacaron a


sus presas en cualquier parte, sin misericordia. Demasiados
fueron los que aprovecharon las suaves y apetitosas pieles fo-
rasteras, poco frecuentes en esos pastizales.
Trascurrió el resto del día organizando las ideas del rescate y
se dio inició a la coordinación de la logística. Antes de suge-
rirse la penumbra del ocaso, la cena fue servida. Llenaron sus
estómagos a reventar quienes quisieron y después compar-
tieron momentos con charlas sobre temas informales. Luego
se dispusieron al descanso. Los recién llegados, no obstante,
debieron aprender o repasar la manera de acomodarse en las
hamacas para intentar dormir la noche entera. A poco, se apa-
garon velas y mecheros a lo largo y ancho de la casa. Algunas
chanzas más en medio de la absoluta oscuridad y cualquier
esporádica ocurrencia para ser tenida en cuenta a partir del
día siguiente, fue todo antes de que la intensa actividad del día
cayese totalmente en el sigilo.
Sin embargo, para los que allí pasaban su primera noche, la
pesadilla apenas se iniciaba. El reposo apetecido se convirtió
en lejana expectativa. La oscuridad volvió todavía más lento
el transcurso de las horas. El escozor producido por la ac-
ción de las diminutas alimañas se tornó con cada momento
que pasaba aún más insoportable. El fastidio por la rasquiña
exasperante se manifestó con ruidosas maldiciones, que esta-
llaron arrastrando un agobiado tono somnoliento. El accionar
de enardecidas uñas fue rasgando la piel hasta empezar a for-
mar llagas dolorosas, que afloraron en medio de sanguaza.
Los atormentados tripulantes decidieron acudir al “prepara-
do” que Antonio les había dado cuando vio que habían empe-
zado a sentir aquella terrible comezón; pero aquella untura,
mezcla de alcohol, alcanfor y alguna hierba que todavía repo-
saba en el fondo de la botella y que según Antonio era bendita,
arrancó uno que otro gemido de quien se la aplicaba. Cada vez
que buscaron para su reposo una posición menos incómoda, el
zarandeo de su lecho les interrumpía el huidizo sueño que los
hubiese podido vencer en algún momento.

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Domingo Vergara Carulla

Todavía lejos de arribar la madrugada, el resplandor de un


par de velas y un recóndito murmullo sacó a los forasteros
del letargo y fueron llamados para acudir a la mesa donde re-
cibieron un tazón de chocolate sazonado agradablemente por
el humo de la leña. Varios repitieron la bebida accediendo a
la oferta generosa de la cocinera para acompañar suficientes
porciones dispuestas en la mesa de carne, queso blanco, hue-
vos fritos y patacones de plátano verde. En La Venturosa el
día ya había iniciado su acostumbrada correría. Les esperaba
una larga jornada de trabajo, y sólo hasta avanzada la tarde
se volverían a sentar alrededor de aquella misma mesa para
reponer las energías.
Por ser esta una ocasión especial, Antonio había escogido uno
de sus mejores y tiernos “mautes” y procedido a su sacrifi-
cio. Ser generoso lo alagaba y el numeroso grupo de personas
que llegó para ayudar a los trabajos demandaba una cantidad
suficiente de alimento. Luego de despresar el animal, había
impregnado su carne con sal para conservarla el tiempo nece-
sario, luego de que el aire se encargara de secarla. El resto de
ingredientes para alimentar aquella tropa se encontraba en la
cocina, dentro de un cajón gigantesco de tablas de madera de
rústico acabado, donde reposaban un par de bultos de panela,
uno de arroz y un pucho más bien grande de café en grano,
sin tostar, que fueron traídos en un camión desde Arauca en
el último verano, atravesando las sabanas.
A aquella larga noche que justo concluía, sabría Dios cuantas
otras más podrían seguirla. Poner el DC-3 a punto, en condi-
ciones de despegue, no estaba a la vuelta de la tarde y esto si
la gestión no terminaba por ser más que una aventura quijo-
tesca o, tal vez, una quimera.
Justo cuando la claridad fue iluminando la sabana, de los ha-
tos más cercanos fueron llegando los primeros peones que
acudieron al llamado. Con el paso de las horas, se sumaron
otros más y, pasado el mediodía, ya dos grupos trabajaban
escavando bajo las alas, preparándose para la llegada de las

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Sobrevuelo

herramientas con las que se elevaría la nave hasta ponerla a


nivel con el terreno.
Al día siguiente, a bordo de un Beaver –un legendario aeropla-
no de gran potencia y capaz de aterrizar en muy corto espa-
cio– que se posó en el pedazo de potrero que quedaba, llegaron
desde Villavicencio un par de “gatos” de gran tamaño, para
colocarlos debajo de las alas. Estos, en forma de un gran trípo-
de, eran utilizados para levantar el carguero cuando requería
cambio de sus llantas o mantenimiento en el tren de aterrizaje.
Se profundizó la excavación y el agua empezó a brotar. Pron-
to, con el trajín de las pisadas, todo fue un gran barrizal. Se
removía en tarros y baldes la tierra aguachenta y ahora era
muy claro el porqué se hundieron las llantas y se produjo el
accidente. La tierra se había secado por encima, mientras, a
poca profundidad, permanecía totalmente entrapada. Así el
carguero no se hubiese resbalado, se hubiera hundido al per-
der la sustentación que le proporcionaba la velocidad.
El DC-3 fue levantado poco a poco, porque los gatos no subían
más que algunos centímetros a la vez. Además, tenían que ir
armando la plataforma para que se soportaran las ruedas a
medida que iban emergiendo de la tierra. Con tablones, tron-
cos y cuanto encontraron que aguantara, fueron elaborando
el andamio que debía alcanzar al mismo nivel de la superficie.
El día a día fue trascurriendo entre los avances y las complica-
ciones que sobrevinieron para poner a punto el carguero. Los
momentos de regocijo se interrumpieron con otros de ansiosa
expectativa. Esporádicamente, algún piloto amigo que volaba
por la región se desviaba de su ruta para botar, en vuelo ra-
sante, alguna revista reciente o el periódico del día; luego se
alejaba batiendo las alas en señal de despedida. La ropa ya su-
cia y mal oliente les fastidiaba más y más con cada día que iba
pasando. Ninguno había salido preparado para aquella esta-
día tan prolonganda y tan incierta. Las jornadas trascurrían
sin el estrés de los minutos o las horas; la unidad del tiempo
se encasilló entre alboradas y ocasos repetidos. Y cerca a uno

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Domingo Vergara Carulla

de estos, tras una semana de arduo trabajo, la plataforma que


soportó el entarimado puso el DC-3 a nivel con el terreno. Aho-
ra tenían que desplazarlo cuidadosamente fuera del tablado,
para que fuera la tierra la que lo soportara.
Al día siguiente, una treintena de hombres y una yunta de
bueyes lo desplazaron hacia el terreno y se colocaron tablones
sobre la huella que pisarían las ruedas. La superficie aún se
encontraba tan floja que no las aguantó hasta que el DC-3 al-
canzó, después de recorrer algo más de la mitad de la distan-
cia hacia la otra cabecera, un sector un poco más firme. Cerca
de la caída de la tarde quedó posicionado en el extremo por el
que había aterrizado.
Desde la cabina, mirando al frente, la escena que se observó
fue la de un potrero pequeño, en su totalidad pisoteado, con
dos profundas huellas serpenteantes que morían, no distan-
tes, en albercas de tamaño gigantesco. Al Flaco se le ocurrió
medir por mera intriga la longitud presuntamente disponible
y encontró que desde las ruedas principales a las profundas
excavaciones sólo se interponían doscientos ochenta metros
de una estropeada superficie. Ese era un muy mal escenario
para pensar que algún iluso pretendiera levantar el vuelo,
más sabiendo que solamente en los últimos metros se lograba
sustentar el carguero sin ayuda de tablones para evitar que se
atascara, que fue lo que le ocurrió al monomotor de Potroloco.
Pero Juan no dejaría botado allí su DC-3 sin arriesgarse qui-
zás a morir en el intento. Tras una improvisada inspección
que le hizo Panadero, el avión terminó por recibir, sin mu-
cho protocolo, la aprobación técnica para volar después del
accidente. El mecánico emitió, sonriente, un tranquilizador
comunicado de concepto favorable. Acordaron con Juan que
en Villavicencio se sometería a una revisión más exhaustiva,
de acuerdo al manual del fabricante.
Entretanto, nadie había tocado el tema del objetivo del viaje
pero, con el accidente y el inevitable deterioro del campo, se
presumía por supuesto cancelado. Era obligado concluir que

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Sobrevuelo

el mero intento de salir, aun con el carguero vacío, se con-


vertía por sí mismo en una aventura tan temeraria que si los
otros tripulantes asumían el orquestarla era sólo por no con-
tradecir al comandante. Y fue este el motivo de tomar a título
de burla la orden de Juan a Panadero de que, con ayuda de los
peones, cargasen el monomotor.
—¿¡Acaso no me oyeron que no se están moviendo!? —excla-
mó Juan, con sonrisa malévola, luego de ver que permanecían
todos impasibles a pesar de su ordenanza.
Quienes más lo conocían sabían que cuando mostraba la son-
risilla de guasón que ahora revelaba, no permitía duda ningu-
na: ¡Hablaba en serio!
—Capitán —increpó el Flaco—, yo medí el terreno y no que-
dan más que doscientos ochenta metros disponibles—. Luego
agregó, pretendiendo invocar con más argumentos un acto de
cordura: —Hay que saber que el avión se va a frenar porque
se va a hundir un poco en la tierra.
—¡Vinimos por el avión, nos llevamos el avión! —exclamó
Juan, manifestando expreso disgusto, quizá porque un prin-
cipiante pretendiera poner en tela de juicio su criterio, a la vez
que notificó de manera categórica para todos su sentencia:
—¡Qué pasa que no empiezan a moverse!
—Juanito —observó Potroloco, fingiendo sin muy buen resul-
tado un tono comedido—: para reducir el peso en el despegue,
yo me quedo y luego salgo con el motor en un Beaver.
—¡Mandará el motor en el Beaver que se le da la puerca gana,
pero usted viene con nosotros! Usted nos metió en este lío,
usted nos acompaña.
Un gesto de angustia se estampó repentinamente en el sem-
blante del usualmente risueño Potroloco. Conocía bien a Juan
y sabía que lo que acababa de decir no era charlando; y aun-
que él también a todas luces era temerario, el escenario no le
cabía en la cabeza. Sobrepasaba, y tal vez por mucho, la proba-
bilidad del éxito.

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Domingo Vergara Carulla

—Juanito —insistió agobiado Potroloco—, dejemos la chata-


rra que yo la saco en el verano. Mire que casi es seguro que
todos nos matamos.
Sin permitir más dilación, Juan se dirigió a Panadero y le
exigió que, en el acto, iniciara el abordaje de las latas. La de-
terminación que mostró en la confirmación de su mandato no
permitió dudas en su mecánico. Ni siquiera se atrevió a inter-
pelar con comentario alguno el peregrino criterio de su jefe
y sólo asintió cuando este le indicó que no abordara el motor,
porque podrían exceder el peso del despegue. El noble Panade-
ro, a quien la forma protuberante de su mal elaborada caja de
dientes lo obligaba a lucir, quisiera o no, una amplia sonrisa,
pareció aprobar con desbordado optimismo las categóricas de-
cisiones de su jefe.
Para el Flaco, la situación no fue tan convincente. Era cier-
to que Juan era una leyenda y que su habilidad sobresalía
sin duda alguna; el llano y la selva entera se lo endilgaban.
Sin embargo, se habían accidentado porque Juan no tuvo en
cuenta algunos aspectos y confió demasiado en su destreza. El
Flaco no se sentía tan seguro de hasta qué punto la terquedad
de su comandante podía llevarlos a la tumba. Reflexionó, no
ajeno a la angustia que le produjo presentir que definiría vivir
o morir al día siguiente, para tomar la decisión correcta: “Si
me niego a salir –pensó–, nadie me volverá a dar trabajo; me
tomarán como a un cobarde, y aquí un piloto así no sirve”; y
entendió perfectamente lo que había vivido Sufrido para deci-
dir que lo mejor era perderse. Pero, igualmente, acudió a su
memoria el recuerdo de los más de tres meses que permaneció
en el aeropuerto de Vanguardia, en espera de cualquier traba-
jo que saliera, y sabía que bajársele a Juan de ese vuelo signi-
ficaría, a lo menos, el final de su carrera en aquel Llano. No
podía arriesgarse ahora a perder de repente los largos años
preparándose para volar. Si Juan no dudaba en salir, impo-
sible que se estuviera equivocando nuevamente. Además, la
aventura estaba siendo conocida y seguida con gran atención
por todos los aviadores a través de selva y llano y esto lo haría

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Sobrevuelo

a él participar como copiloto de la leyenda. No permitió mucho


el consejo de las dudas y en breve la decisión quedó tomada.
El DC-3 pasó la última noche con su carga a bordo y listo para
el vuelo. El despegue se programó justo para el despunte del
alba, antes de que el sol pudiese generar en el ambiente algún
calor inoportuno. De ocurrir, se perderían necesarios caballos
de potencia en los motores.
Ordenó Juan la tarde anterior, también, dejar en los tanques
apenas el combustible suficiente para despegar y volar directo
a Arauca. Unos muy pocos galones que estaban de más a los
que necesitaba el avión para cubrir este vuelo, le estorbaban
y ordenó drenarlos de manera perentoria. No debía quedar ni
un galón más allá del necesario. El Flaco, en compañía de Pa-
nadero, con algo de recelo cumplieron la orden, quedando sin
reserva alguna de respaldo. Fueron unos pocos kilos, muchos
menos de lo que pesaba Potroloco.
Al la madrugada del día siguiente, Carmelita se levantó algo
más temprano que de costumbre. Se oyó que acomodaba la
leña para prender la estufa y tener listo el infaltable tazón
de café caliente cuando se descolgaran por última vez de sus
hamacas los viajeros. En efecto, cuando fueron apareciendo
uno a uno, bogaron el preparado que les ayudó a espantar el
sueño que hubiese quedado rezagado y palear el frío de la bri-
sa mañanera. Todavía estaba oscuro y alumbraba el corredor
un mechero de petróleo.
En la reunión para compartir el café se percibió, subrepticio,
el asomo de algo trágico. Se miraron una y otra vez, pero de
nadie brotó palabra alguna. Soterradamente, arrasaba con el
ambiente una oleada de temor y de nostalgia. En la mente de
los que se quedaban se repetía sin cesar la imagen muy recien-
te de cuando iban a bordo y el monomotor se accidentaba. Aun
si fuesen afectos al agüero, no se necesitaba de aquel para re-
procharse, quizás, no haber evitado una tragedia. Por eso no
sonó del todo extraño cuando un peón rompió el perturbador
silencio y dijo: —Estará sólo de Dios que el capitán Potroloco

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Domingo Vergara Carulla

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Sobrevuelo

no tenga que morir en La Venturosa. Ya son dos las veces que


termina aquí accidentado y la tercera sí que es definitiva.
Pero Juan intervino con resuelta vehemencia para exigir no
perder más tiempo en inoportunas charlas y ordenó proceder
de inmediato al abordaje. Antes de despuntar la aurora, un
grupo no muy numeroso de personas caminó alumbrando la
sabana con un par de mecheros hacia el DC-3, que exhibía en
la penumbra, con orgullo, su silueta con desafiante actitud de
confrontación al vuelo. Una ráfaga de esa fresca brisa maña-
nera robó de los cuerpos otro fugaz escalofrío.
Se llegó por fin el momento de la partida. Una angustia ino-
cultable asomaba del rostro de un ser que se negaba a aceptar
con resignación la realidad de su tragedia. Por su expresión,
Potroloco no pudo ocultar que estaba siendo indefensa víctima
de pánico nefasto.
Juanito —insistió, perceptiblemente conturbado—, no es nece-
sario que yo los acompañe. El Beaver tiene que venir de cual-
quier forma. Deje que me vaya en el más luego.
Luciendo Juan una sonrisa rebosada de sátira y desprecio, le
repitió a Potroloco:
—Usted nos hizo meter en esto; usted viene con nosotros.
El humillado piloto soslayó una mirada al Flaco, suplicando
su vital ayuda. Lo intentó también con Panadero. Detuvo su
ronda suplicante cuando se encontró una vez más con los ojos
de Juan, que agudos lo esperaban.
—Juanito… ¡Tengo miedo! Recapacite… ¡Mire que nos mata-
mos! Yo estoy muy gordo y peso demasiado —expresó, abúli-
co, ya vencido, presa del último grado de pánico posible.
Sin dejarse afectar por las súplicas frenéticas, Juan lo agarró
de la camisa por el hombro y lo empujó hacia la puerta, mien-
tras dio un gritó:
—¡Carajo! ¡Súbase rápido! Mire que además nos hace perder
tiempo.

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Domingo Vergara Carulla

Potroloco trastabilló, oponiendo instintiva resistencia. Sin em-


bargo, luego de una mirada de repentino odio hacia su amigo,
terminó por subir la escalerilla y permaneció de pie al lado
de los restos de su nave. Su rostro enseñaba una expresión
lúgubre y rendida. Sus ojos se mostraban lastimeramente hu-
medecidos. Nunca antes se había visto a Potroloco haciendo la
señal de la cruz sobre su rostro.
El Flaco tuvo que permanecer con esforzada valentía para
evitar contagiarse del temor de su colega horrorizado. Su
espíritu juvenil y aventurero le permitió aceptar el desvarío.
Sosegado, bajo la dirección de Juan, con Panadero al lado, re-
pasaron con minucia los procedimientos que se ejecutarían en
aquel despegue inusitado.
La brisa que soplaba les estaba llegando por el lado de la cola.
Era un factor más en contra de ellos, pero sería peor esperar
una mejor condición más tarde y sufrir la pérdida de potencia
en los motores causada por el calor del día que ya empezaba.
Panadero se quedó en tierra esperando la indicación de Juan
para asegurar que el área de las hélices permaneciera despe-
jada. El piloto hizo una seña con su mano extendida a través
de la ventana y procedió al encendido del motor derecho. La
hélice empezó sus giros ausente de cualquier brío. La batería
había perdido parte de su carga durante los días que habían
pasado. Sin embargo, luego de algunas vueltas poco convin-
centes, se empezaron a escuchar con intermitencia algunas
explosiones. Los catorce cilindros fueron encendiendo la mez-
cla del carburante en total desorden y la hélice aceleró sus
giros con incertidumbre. Una nube de espeso humo azul sa-
lió por el escape, dibujando en apresurada danza retorcidos
remolinos. En la medida que los demás cilindros se fueron
encendiendo, se hizo más parejo el tableteo. El humo termi-
nó por alejarse velozmente, dejándose arrastrar por vigorosos
torbellinos del aire impulsado por la hélice, refundiéndose en
la atmosfera impoluta.
Al fin todos los cilindros hicieron fuego y se emparejó el so-

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Sobrevuelo

noro golpeteo. Una espera no muy larga cargó la batería lo


suficiente para dar inicio al otro arranque. El calentamiento
fue apenas suficiente para que las temperaturas se acercaran
a su mínimo y las protocolarias pruebas de los magnetos pa-
saron sin problema; lo mismo ocurrió con el mecanismo del
control de giro de las hélices. En absoluta inmovilidad para
no perder distancia alguna, estuvieron listos para la carrera
del despegue.
La orden que Juan le impartió al Flaco fue perentoria. No
podía mirar hacia afuera ni un instante. La importancia de
la información que dependía de su tarea, no permitiría nada
distinto. Tenía que estar atento a la indicación de los instru-
mentos y si en la fase inicial de aquel despegue algo indicaba
que un motor podría perder potencia, debía gritarlo. Panadero
haría lo mismo, reforzando aún más aquella vigilancia. Igual
que en el aterrizaje, el copiloto también vocearía con precisión
y claridad las velocidades que indicara la aguja y, obviamen-
te, la velocidad mínima con la cual el carguero podría salir a
vuelo.
El copiloto miró hacia afuera por última vez, sintiendo en sus
entrañas un sinnúmero de mariposas volando enloquecidas
antes de iniciar aquel despegue. Las botellas vacías de cerveza
que el día anterior habían acomodado en las enlodadas huellas
gravadas por las llantas en el trascurso del remolque, señala-
ban más claramente el tortuoso camino. Al observar el final de
la pista tan cercano, se convenció de la locura que intentaban.
“¡Potroloco tenía razón!”, se atrevió a pensar. Pero Juan ini-
ciaba el avance de las palancas de los aceleradores y era tarde
para arrepentimientos.
El sosiego y la agradable mesura de los ruidos del entorno
campestre que vivieron durante los días precedentes, acusa-
ron un contraste pavoroso con el alboroto ensordecedor que
se empezó a sentir ahora en la cabina.
El copiloto observó cómo las agujas en el instrumento que
revelaba la potencia pasaron de largo por la pequeña línea

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Domingo Vergara Carulla

que indicaba las cuarenta y dos pulgadas acostumbradas en el


despegue rutinario. Pasaron igualmente raudas por las cua-
renta y cinco –sólo vistas en los casos más extremos– y atónito
miró cómo llegaron aquellas manecillas a cuarenta y ocho, al-
go sólo contemplado por el fabricante en caso de emergencia,
y limitado a unos segundos porque afectaba notoriamente la
longevidad de las plantas de potencia. De ahí llegaron temblo-
rosas a donde decía cincuenta y uno. Sobre este valor, los cilin-
dros, todavía nuevos, con seguridad empezarían a reventarse.
A lo menos, eso era lo que decía el manual.
El movimiento de las manos de Juan sobre las palancas de
potencia no mostró titubeo alguno en aquel proceso y los mo-
tores llegaron a rugir tan duro como nunca antes fueron es-
cuchados. El piloto aún exigía los frenos al extremo, cuando
las ruedas del DC-3 ya resbalaban sobre el terreno. La estruc-
tura temblaba nerviosamente y la lectura de las agujas en los
instrumentos por la vibración se tornaba dificultosa. En este
momento, Juan soltó los frenos y con un fuerte estrujón el
aparato respondió a la potencia. El rodaje se inició, sin duda
ninguna, más ágil que de costumbre; la velocidad incremen-
tó su valor con apremiante diligencia. Juan guió el carguero
con un suave movimiento zigzagueante que evitó que las llan-
tas principales cayeran en las profundas huellas. El Flaco se
tranquilizó por el excelente comportamiento inesperado que
observó. Voceó los números que indicaba la aguja, de diez en
diez, como fue instruido previamente. Solamente faltaban los
últimos diez nudos para que el avión se pudiese sustentar en
el aire, los cuales se alcanzarían en breve a aquel ritmo acele-
rado, y dejar atrás la pesadilla. Entonces se relajó un poco y
decidió mirar por un instante de reojo a la ventana, porque ya
daba por hecho que lo habían logrado; sin embargo, no pudo
ver la tierra que esperaba y a cambio vio los socavones justo al
frente y, unos metros más adelante, la laguna. Sintió un golpe
fuerte al tiempo que bajó la mirada nuevamente y leyó por
última vez –así pensó– la indicación del velocímetro: aún falta-
ban ocho nudos. Un vértigo profundo lo avasalló al enfrentar

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Sobrevuelo

la inminencia de la muerte y se alcanzó a recriminar por su


estupidez de no haber evitado esa locura. Un grito de Juan lo
zarandeó y lo extrajo de aquella pesadilla:
—¡Tren arriba!
El Flaco había permanecido todo el tiempo agarrando con su
mano la palanca del comando para subir el tren de aterrizaje y
como un autómata lo desplazó a la posición solicitada.
Los instantes siguientes trascurrieron en medio de un lim-
bo alucinante. Siguió con su mirada obsesiva en el tablero de
instrumentos, esperando cualquier cosa. Los motores conti-
nuaron bramando con el abuso y se escucharon los sonidos
habituales del tren de aterrizaje en su retracción. Lo demás
fue sorpresivamente trivial y calmo. Pasó el tiempo y siguió
pasando con toda la insolencia. La velocidad se incrementó.
Cuando ya sobrepasaron la mínima de vuelo, el Flaco, que
estaba instruido para gritarla con perentoria exactitud como
señal para salir al aire, ya no se atrevió a pronunciar palabra
alguna. Sería un ridículo inaceptable. Tendría sentido en la
carrera de despegue. Observó por la ventana y se dio cuenta
que volaban. ¡Muy cerca al agua! A ras... ¡pero volaban!
El Flaco después se preguntó obligadamente que había pasa-
do. Se consideraba un aviador y no debía creer ni en la suerte
ni en milagros; a lo menos eso le habían enseñado sus maes-
tros, aunque Juan a veces parece que lo hacía. Con el tiempo,
aclaró gran parte de la duda. El DC-3 no se cayó porque el peso
que llevaba era menor al mínimo que calculaba el fabricante,
pues casi no llevaban gasolina y eso no se contemplaba. Ade-
más, el “efecto de tierra”, fenómeno que se presenta cuando el
avión vuela muy cerca del terreno, los ayudó a sostenerse en
esa primera etapa, mientras ganaban la velocidad adecuada;
las ruedas, al golpear los promontorios de la tierra removida
de los fosos, catapultaron la aeronave y la forzaron a salir
al aire. Y, por sobretodo, que ninguno de los motores perdió
ni una parte de potencia o hubieran quedado ineludiblemente
sin control a pesar de todo lo anterior. El Flaco nunca pudo

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Domingo Vergara Carulla

concluir si Juan calculó aquel ardid con todos sus detalles y


manejó la maniobra con habilidosa maestría, o simplemente
fue que le salió a su favor el juego con la suerte.
Potroloco arrimó por fin a la cabina y Juan, en tono burlón,
le dijo: —¿Ya se quería mamar, gran pendejo? Me pidió que le
sacara su avioneta, ¡y yo cumplo!
Poco después aterrizaron en Arauca y lo único que los detuvo
en esta escala fue el aprovisionamiento del combustible nece-
sario. Todos querían regresar con prontitud a casa.
Al llegar a Villavicencio, Darío los recibió con su habitual y
escandalosa algarabía. Entretanto, el Flaco se alegró de no
haber regresado como quizás le debía haber correspondido:
sin más, haciendo parte del embalaje de un carguero.

62
Segunda Parte
Sobrevuelo

La escuela

E l lugar aún conservaba el condenado frío de la noche.


Sutiles ráfagas animaban la gélida brisa que correteaba a tra-
vés de los jardines. Ateridos, los alumnos se frotaban las pal-
mas de sus manos, cuando no era que estas aguantaban una
taza con líquido humeante. Por decirlo así, en la escuela de
aviación el frío bien calaba hasta los huesos. Pero ajeno a la
temperatura impertinente, la contemplación del firmamento
azul profundo, vistosamente despejado, colmaba de regocijo a
un muchacho que esa mañana acudía al lugar por vez prime-
ra. A sus ojos, los detalles campestres del entorno irradiaban
colores singulares; matices inusuales que el paisaje lucía con
arrogancia merecida. Colmaba el ambiente una seducción alu-
cinante. Y no era para menos: el Flaco venía a encontrarse por
vez primera con el vuelo.
Después de no más que un breve saludo, sin depurado proto-
colo pero no por ello carente de ansiosa expectativa, el mucha-
cho y su instructor, acompañados de un café negro, quizás
cargado en demasía, rompieron el ayuno del trascendental día
que comenzaba.
A García le correspondió la iniciación de aquel novato, a quien
las piernas, quizás un tanto cortas con respecto al largo de su
torso, le acentuaban la pequeñez de su figura.
Bogaron el extracto renegrido mientras el veterano explicó
a su pupilo los principios básicos del vuelo. Le dio a conocer

65
Domingo Vergara Carulla

por qué un avión se sostiene en el aire, cómo actúan los co-


mandos para lograr control sobre la nave y otras cosas no
menos importantes. Terminó con el resumen de las maniobras
que llevarían a cabo en ese primer vuelo, todo en un lenguaje
amable y adecuado para disipar la ignorancia de aviadores
principiantes.
Después, los dos se dieron a la tarea de revisar con especial
minucia la aeronave. Era el primer contacto del aprendiz con
aquel mundo fascinante. El pequeño aparato disponía de dos
asientos y un compartimiento que permitiría llevar solamente
algo así como un par de maletines, que necesariamente ten-
drían que ser pequeños. Sin llegar a extender el brazo total-
mente, el Flaco observó que podía tocar el punto más distante
de su entorno. Pareció la dimensión tan diminuta que fue ra-
zonable temer por su capacidad fiable de desplazarse por los
aires; más aparentaba ser un gran juguete que un aeroplano
muy pequeño.
Sin embargo, la actitud desprevenida y tranquila de García
le ayudó al Flaco a espantar la duda repentina. Luego, desde
cómo hacer el ingreso, sentarse y atarse el cinturón, todo fue
novedad para el muchacho; nada debería pasar inadvertido,
menos aun ser tomado a la ligera.
La preparación de la cabina incluyó la observación de la cará-
tula de cada uno de los diferentes instrumentos, y la razón de
ser de los numerosos botones y palancas de mando que salpica-
ban el entorno. De cada uno el alumno recibió descripción rigu-
rosamente detallada. El Flaco, con lista de chequeo en mano,
leyó con guardada solemnidad una serie de puntos que García
verificó con las explicaciones pertinentes, hasta que llegó el
momento de encender el motor de aquel desarrollo del ingenio.
El instructor tomó el micrófono y franqueándose un espacio
en medio de un barullo de mensajes incesantes, hizo un llama-
do a la torre de control para pedir la autorización protocola-
ria. La respuesta se dejó venir con un cúmulo de información
a la que el Flaco pudo encontrarle apenas asomos del sentido

66
Sobrevuelo

que cargaba. Sin embargo, habría tiempo luego de estudiar


aquello que faltaba. Luego, a una indicación de su tutor, el
novato tomó la llave con recelo y, después de pasar por su
garganta el trago de saliva que por la emoción su boca hubo
atiborrado, la giró con la expectativa que le concedía encender
por vez primera el motor de una aeronave. Se oyó un crujido
metálico y la hélice giró delante suyo, a poco más o menos de
un metro de distancia. Su parsimonia generó al comienzo la
sensación de un arranque fracasado. Sin embargo, pronto se
comenzaron a escuchar irregulares y ahogadas explosiones.
Todo el pequeño aparato se estremeció afectado por nerviosas
sacudidas, mientras se escuchó un sonido sordo que provino
del zarandeo de sus latas. La experiencia le reafirmó al novato
la fragilidad de la aeronave.
El golpeteo del motor se fue emparejando en la medida en
que los segundos trascurrieron y la ganancia de temperatu-
ra facilitó a la máquina una mejor condición de trabajo. El
movimiento de cada una de las agujas en los distintos instru-
mentos fue monitoreado con gran celo, con la respectiva ilus-
tración por parte del maestro sobre la función desempeñada.
Entretanto, este también movió algunas perillas para ajustar
instrumentos al punto que les sirvieran para la navegación
cuando estuviesen en el aire. Luego, concluido un nuevo lla-
mado al funcionario que se hacía cargo del control aéreo, este
los autorizó para iniciar el carreteo. García tradujo los térmi-
nos usados, extraños para un ignorante todavía.
A una orden, el alumno soltó los frenos con ansiosa expec-
tativa y debía llevar adelante la perilla negra que operaba el
comando de aceleración para romper la inercia que mantenía
inmóvil la aeronave. El rodaje no resultó menos que una ex-
periencia cargada de frenético deleite. La conducción direc-
cional se llevó a cabo a través de los pedales y el Flaco pataleó
con tosquedad mientras se acostumbró a la reacción que estos
ofrecían. La aplicación de los frenos –uno para cada rueda,
ubicados en la parte superior del apoyo correspondiente– exi-
gió del alumno atención especial mientras se acostumbró a su

67
Domingo Vergara Carulla

manejo. García corrigió con tino y disimulo los excesos causa-


dos por la impericia de su alumno.
Transitar por las vías exclusivas para aviones fue otra expe-
riencia también interesante. El novato recibió la instrucción
para seguir por la que los llevó al inicio de la pista, y cuando
se hallaron a punto de llegar, García acudió a girar una vez
más las perillas de los radios y seleccionó otra frecuencia que,
igual o quizá aún más atiborrada de llamados, atendía a los
pilotos de las aeronaves que se movían con gran prisa, com-
partiendo la faja de pavimento.
Don Flaminio, un ya legendario operador de radio en aquella
estación donde abundaban las escuelas, respondía acucioso al
llamado de quienes lo requerían con apuro manifiesto, hacien-
do un esfuerzo por no dejar a nadie sin la instrucción más
pertinente. El Flaco ponía atención en su intento por descifrar
ese complicado barullo de mensajes.
Cada aeronave se identificaba con una sigla que correspondía
a una matrícula asignada.
—Aeroandes, uno-seis-uno-ocho, autorizado a despegar; vien-
to de los cien con seis…
—Recibido, Guaymaral; Aeroandes uno-seis-uno-ocho autori-
zado a despegar… —respondía el interesado, presuroso.
—Aeroclub, dos-uno-uno- cero, autorizado a aterrizar; viento
cien grados ocho nudos…
—Errrre don Flaminio, Aeroclub, dos-uno-uno-cero autoriza-
do a aterrizar —contestaba otra voz de algún estudiante, tal
vez muy avanzado, con coloquial acento.
—Aeroandes, uno-cuatro-seis-cero, vire a base, ¡ahora! —orde-
naba don Flaminio, que imprimía la vehemencia necesaria en
su mensaje para un principiante que prolongaba un rumbo de
manera innecesaria.
—Aeroandes, uno-cuatro-seis-cero, virando a final… —respon-
día el despistado.

68
Sobrevuelo

—¡Guaymaral, uno-cinco-nueve-cuatro-papa, abandona tra-


yectoria y cambia con El Dorado! —gritaba otro aviador con
denodado afán, porque la demasiada congestión le retrasaba
la oportunidad de su mensaje.
La inmensa mayoría de los llamados contenía inclusa súplica;
la situación así lo requería con frecuencia recurrente. Sola-
mente se prodigaba moderada deferencia para aquel que salía
a vuelo sin su instructor por vez primera, situación que era
informada con anticipación a control aéreo para que tuviese
un manejo más atento en caso de que la inexperiencia del no-
vato estorbara la secuencia apretujada.
García ejecutó con experta diligencia algunas pruebas finales
para confirmar la condición correcta de la máquina.
—Aeroandes, uno-cuatro-cinco-ocho, entre en pista y man-
tenga —se oyó en medio del ruido dominante del motor al
paciente don Flaminio, a quién desde la torre su veteranía y
pericia le permitían, Dios sabrá como, cumplirle a todos sus
pupilos. Este fue el llamado que le indicó al Flaco que le había
llegado la hora tan soñada. Antes de entrar, observó cómo
un avión, a su juicio muy cercano, se aproximaba para en
breve hacer contacto con la pista; dudó sobre si aquel margen
resultaba suficiente y manifestó su titubeo. García se dejó ve-
nir con un enérgico reclamo para que su discípulo atendiese
la instrucción sin pérdida de tiempo. Este soltó los frenos y
aplicó potencia para hacer, sin más preámbulos, su entrada
triunfal al centro de la pista. Allí, nuevamente sus pies se
asentaron sobre cada pedal, temblequeando sutilmente por
la emoción que el fantástico momento ameritaba, mientras
que el avión que justo había pasado frente a ellos antes de su
ingreso, ahora distante en lontananza, abandonaba la con-
gestionada pista.
—Aeroandes, uno-cuatro-cinco-ocho, autorizado a despegar
—se escuchó la voz de don Flaminio—, viento de los ciento
veinte con diez, ¡agilice la maniobra! —y sin dejar pasar ni un
solo instante, continuó con la siguiente instrucción que era

69
Domingo Vergara Carulla

urgente, por supuesto—: Aeroclub, dos-uno-uno-cero, reduzca


al mínimo y continué la aproximación; pendiente pista libre.
García obedeció con precisión el mensaje que había oído,
mientras el Flaco avanzó la perilla que llevó a producir un
endiablado rugido al motor, al exigírsele la máxima potencia.
La velocidad fue en aumento con cierta apatía, no acorde a
tanto estrépito. El torpe manejo que ejerció el Flaco sobre los
pedales produjo bandazos que llevaron el pequeño avión de
lado a lado, tanto que quizás no perdió el control gracias a
disimuladas y corteses correcciones del maestro.
La pista que en un principio se vio casi interminable se fue
reduciendo a medida que avanzaban y la velocidad seguía en
aumento. No faltaba mucho trecho para llegar a las marcas
que señalaban el final contrario, cuando por fin el aparato al-
canzó la aceleración requerida para abandonar la superficie. A
una orden de García, el Flaco haló la cabrilla hacia su cuerpo,
con idéntica ansiedad a la que le producía cada nuevo evento
que se presentaba. La máquina levantó la nariz de acuerdo a
la presión que se aplicó sobre el comando y permaneció so-
portada sobre las ruedas principales otros instantes, mientras
ganaba un par de nudos más, absolutamente indispensables
para el vuelo. La tierra por fin soltó a quien luchaba por apar-
tarse de su atracción empecinada. El estómago del aprendiz se
contrajo y sintió como sus vellos se erizaron. Un sobrecogedor
hormigueo le recorrió todo el cuerpo al percibir que el terreno
se alejaba por debajo.
Extasiado, inmerso en aquella experiencia deliciosamente se-
ductora, aprendió que una ráfaga de viento podía haberle qui-
tado a la aeronave la poca altura que había logrado, al punto
que llegó a temer que aquel gran juguete se le saliera de con-
trol, porque medio torcido se precipitó hacia la tierra. Pero
García metió la mano, moviendo atrás la cabrilla con decisión
precisa, evitando así que la aeronave hiciera contacto de nue-
vo con la superficie del rellano que estaba al final de la franja
de pavimento, e hizo un áspero reclamó con la certidumbre del

70
Sobrevuelo

viejo zorro que debía ser exigente con su pupilo, sin mezquin-
dad, desde el principio:
—¡Qué hubo! ¡Si deja que el avión haga con usted lo que se le
viene en gana, de una vez le digo que no va a durar para todo
lo que se está soñando!
El monomotor estableció una vez más su ascenso, sometido a
continuos estrujones, inducidos por las inmisericordes ráfa-
gas de viento. El Flaco se las debió arreglar para no dejarse
intimidar otra vez por la aeronave, mientras desde la altura
observaba el mundo gozosamente ensimismado. Aquella sen-
sación aún estaba lejos de haberla imaginado. La magia del
vuelo forzadamente prodigaba una seducción irremediable.
El diminuto artilugio volador rodeado de ventanas, como por
arte de magia, convirtió el planeta en un espectáculo sublime.
Todo se fue reduciendo a interesantes miniaturas. Las vacas
del vecindario se vieron pastar, igual que aquellas que algu-
na vez por navidad colocó sobre un alegórico pesebre. Con su
desbordado imaginario visitó algunos lugares que reconoció,
durante instantes necesariamente fugaces. Sin abstraerse to-
talmente de sus fantasías, continuó atento a las instrucciones
de García y, así, abandonaron la vecindad del aeropuerto. Se
desplazaron hacia una zona no lejana, designada para la prác-
tica de los aviadores principiantes. Allí el instructor pidió to-
mar el mando y empezó a ejecutar forzados virajes, ascensos
que dejaron sin aire los pulmones del alumno, endemoniadas
piruetas que García describió como maniobras de guerra en
las alturas, descensos al vacío que inevitablemente le revolca-
ron el estomago y le generaron el temor de que su organismo
no fuera resistir aquel agite, sin protestar con una inconteni-
ble vomitada.
Si lo que vivió hizo parte de un protocolo para probar si el inte-
resado poseía las vísceras congruentes con el vuelo, nunca lo
supo. Cuando quizá su extrema palidez denunció la desventu-
ra que vivía, con una seña, el instructor le indicó a su alumno
que tomase el comando nuevamente. El Flaco descansó al ver

71
Domingo Vergara Carulla

que terminaron las rudas maniobras y volvió a disfrutar el


sueño que desde siempre había acariciado. Se permitió retozar
radiante en aquel juguete en medio del espacio, con las pautas
que su profesor le sugería.
Sin embargo, la felicidad no pasó de ser un efímero santia-
mén. García interrumpió sus retozos con un mensaje que al
Flaco le sonó por supuesto impertinente: el tiempo de su pri-
mera lección ya había concluido.
En los días posteriores se dieron otras prácticas de vuelo, las
cuales fueron complementadas con la enseñanza de teoría en
un salón de clase. El Flaco hizo amigos entre los que Ernesto
y Nancho ganaron preferencia. Más novato que ellos, encon-
tró fascinantes a estos respetables veteranos que le indicaron
los “secretos” para volar, por supuesto adelantando la cartilla
de García. En sus alborozados relatos no ocultaban una que
otra historia escalofriante acerca de experiencias que los ha-
bían llevado a enfrentarse a situaciones harto azarosas. En
las prácticas que les asignaba su instructor para repasar en
solitario las lecciones, por irse más allá de lo que les había sido
autorizado, entre recias carcajadas y con soterrado orgullo,
reconocían haberse encontrado más de una vez frente a frente
con aquella mirada inescrupulosa y artera de la muerte.
Y así los días pasaron, y con ellos otras lecciones en las que el
Flaco fue aprendiendo a controlar la máquina; el malestar que
le produjeron en principio las exageradas maniobras en la al-
tura, ahora era sólo diversión. Después, su maestro se dedicó
a familiarizarlo con las operaciones de despegue y aterrizaje.
Ocasionalmente, sin aviso previo, García simuló fallas en la
máquina que figuraron como azarosas situaciones de emer-
gencia, preparando al nuevo aviador para defenderse en los
no lejanos vuelos solitarios, sin la ayuda del ángel guardián
que ahora bien lo respaldaba. Aunque no sobra decir que las
tales emergencias podían llegar a ser tan reales como la más
inesperada. Tan vigente estaba el riesgo supuesto, que por
aquellos días el azar sobreactuó con tanto desparpajo que se

72
Sobrevuelo

pudo regocijar con el sarcasmo. Ocurrió cuando otro instruc-


tor de la misma escuela y su alumno terminaron en problemas
durante un parecido simulacro. Se presumía que el profesor
había halado más fuerte de lo previsto del comando para apa-
gar la máquina y el cable se había reventado, haciendo que el
simulacro terminara con un azaroso aterrizaje de emergencia
en medio de un sembrado de lechugas.
El Flaco logró hacer, con el paso de las horas, de aquella prác-
tica una rutina y, posteriormente a un aterrizaje de los tantos
que ocurrieron, un día cualquiera, guardando inusual serie-
dad, García de improviso le ordenó al Flaco detenerse para
abandonar la pista. Aquella actitud tan circunspecta en él no
era frecuente y despertó en el Flaco el recóndito temor de ha-
ber cometido algún error que a su instructor le resultaba in-
aceptable. Una vez se encontraron en la vía paralela, le ordenó
detenerse por completo. Entonces, lució una franca sonrisa
y mientras le daba una palmada en la espalda, le expresó en
tono de burla jovial y displicente:
—¡Vaya, mátese solo!
Abrió su portezuela y se bajó para dirigirse hacia una banca
que se hallaba a pocos pasos. Cuando se dio vuelta, observó
cómo su pupilo se alejaba para su primer vuelo en solitario.
Henchido de emoción, el Flaco se dispuso a disfrutar al máxi-
mo de la experiencia. Una vez más le recorrió su cuerpo el
intenso y placentero cosquilleo que precede a cualquier insó-
lita aventura. La nave se desplazó nuevamente hacia la pista,
guiada por un soñador presa de su máxima entelequia. De
repente, a este soñador se le ocurrió mirar de soslayo hacia
la silla donde se había acostumbrado a ver siempre atento a
su maestro y volvió con brusquedad en sí, al confirmar su
ausencia. No pudo evitar que un agorero temor lo visitara; si
cometía un error o la máquina de verdad esta vez fallaba o los
vientos arremetían tan fuertes que no fuese capaz de valerse
por sí mismo, muy probablemente se podría consumar aquel
“¡Vaya, mátese solo!”, que se oyó tan exquisito cuando García

73
Domingo Vergara Carulla

soltó aquella pulla desenvuelta y lo autorizó a salir en aquel


vuelo inolvidable.
Entretenido con sus cavilaciones exaltadas, extrañó la ayuda
que siempre le había brindado su compañero. Ahora tuvo que
vérselas para hablar por radio y leer las listas de chequeo, al
tiempo que debía comprobarlas para que nada pasara desaper-
cibido, mover palancas, botones y contactos sin errores, por-
que ya nadie estaba allí para corregirle, así fuese con un recio
“¡qué hubo!“, mientras el controlador desde la torre le rogaba
que continuara con un desplazamiento más expedito. El hecho
de ir ahora saturado de quehaceres no le daba el derecho para
estorbar impunemente.
En medio de la acostumbrada algarabía, que tampoco dio tre-
gua alguna ese día, a poco el Flaco escuchó la trasmisión de
un presuroso mensaje, rutinario y con seguridad intrascen-
dente para otros: —Aeroandes, uno-cuatro-cinco-nueve, auto-
rizado a despegar; viento de los cien grados con diez nudos.
¡Agilice en lo posible su maniobra!
Debió hacer el Flaco con celeridad una profunda reflexión pa-
ra concluir que aquel sería otro despegue más, como tantos
que ya había logrado exitosamente con García, y que nada
nuevo lo sorprendería. Entró a la pista y no pudo detenerse
para disfrutar con mayor intensidad la gloria que le corres-
pondía a ese momento. Atrás venía apurado alguien más que
necesitaba sentar su avión en esa misma franja de pavimento.
Entró a la pista y aceleró sin detenerse, y la velocidad se in-
crementó más rápido de lo que siempre hubo percibido, pero
mayor fue la sorpresa cuando llevó la cabrilla atrás y el aero-
plano ascendió con renovada diligencia. Ni García le advirtió
ni él había previsto que a tan pequeño avión le faltaba la mitad
de su carga acostumbrada.
Una deliciosa sonrisa –ante nadie, ¡no importaba!– iluminó la
cara del novato. El vulgar mundo terrenal se fue quedando
abajo y ahora él pertenecía a otro muy distinto. Su caprichoso
entorno se redujo a algo tan pequeño como el tamaño de la

74
Sobrevuelo

cabina de su nave. El Flaco disfrutó aquel éxtasis grandioso,


que no sintió en absoluto solitario.

Igual que lo practicó con su maestro en tantas ocasiones, lue-


go del ascenso viró para desplazarse paralelamente a la pis-
ta en sentido contrario. Lateral a la torre no pudo presentir
cuantos ojos lo observaban. Una vez más pasó por el lado de la
cabecera de donde había partido y, si bien marchaba todo, en
breve estaría concluyendo su debut con todo éxito. Avanzó lo
suficiente para ejecutar el viraje en el punto que le permitiese
un final “acomodado”, expresión con la cual le recalcaba su
instructor que no improvisara para evitar encontrarse enfren-
tado a su final en una posición difícil, esto es, muy alto o muy
bajo, o tal vez torcido, por supuesto. Pero un detalle llegó a
generarle preocupación. Sin el peso de García, el avión tam-
bién descendería más lentamente, lo que le hizo concluir que
llegaría un poco más alto. Consciente de la nueva condición,
improvisó el manejo de tal forma que todo salió con igual o

75
Domingo Vergara Carulla

mayor precisión que en la mejor de todas las prácticas que


llevó a cabo en la compañía de su maestro. A lo menos, eso se
creyó porque llegó a la cabecera con buen tino e hizo contacto
con la tierra tan suavemente que las llantas apenas si chirrea-
ron. Entonces al debutante se le infló el ego otro poquito.
El Cessna cabeceó al frenar y redujo la velocidad lo suficiente
para abandonar la pista, justo frente a la salida hacia la es-
cuela. Vio a lo lejos que García, sentado en su banca, sonreía,
y más allá también pudo ver que esta vez fueron sus amigos
quienes le hicieron las señales de parqueo, en vez del empleado
de la escuela. Se detuvo en el lugar en donde ellos le indicaron,
presagiando con forzado valor lo que se avecinaba. Contaban
las historias que algunos hasta salían a correr despavoridos.
Una pequeña turba se desplazó, enseñando abiertamente su
malicia, hasta la puerta del monomotor. A la vanguardia del
grupo estaban Nancho y Ernesto, que sin afanes de por medio
esperaron a que su amigo terminara de cumplir el protocolo
de llegada. El Flaco, entretanto, no pudo evitar mirarlos de
soslayo. La sonrisa en ellos, más que de contento, era ladina.
Miraban a su presa con gran placer, a la espera de poder dar
inicio a su tradicional festejo. Se tomarían el tiempo suficiente
para “felicitar”, de acuerdo a la tradición, al nuevo “capitán”,
y para Nancho y Ernesto este nuevo aviador, además, era su
amigo. La importancia de ese acto no aceptaba ahorrar esfuer-
zo alguno. El festín debía quedar como un recuerdo legenda-
rio; algo muy especial para que aun en días lejanos no pudiese
pasar al rincón de los olvidos.
Como una concesión muy especial, porque aún era reciente
una fractura en uno de sus brazos, le permitieron bajarse del
avión por sus propios medios, pero se lo cobrarían en breve.
Para otros, con el propósito de evitar que se volaran, tan pron-
to el avión se detenía, abrían la puerta y halaban al festejado
de los brazos para luego arrastrarlo sobre la grama hasta el
lugar del sacrificio.
Empezaron por casi desnudarlo y descargaron sobre su cuer-

76
Sobrevuelo

po un enorme balde de aceite que lubricara durante muchas


horas el motor de los aviones. En medio de gran algarabía
le destrozaron la ropa, dejando únicamente retazos. Llegaron
más tarde otros baldes con más lubricante de desecho, refor-
zado con cualquier otro fluido sobrante de los talleres; no im-
portaba que fuesen restos de solventes e incluso saldos de pin-
turas. Estas mixturas fueron regadas sobre todo el cuerpo, de
tal forma que no le quedó libre ni su cara. Al terminar el con-
tenido que se tuvo previsto, varios de los presentes realizaron
tijeretazos torpes de manera aleatoria en el cabello, grasiento
ahora, y hasta las cejas le afeitaron.
Pero había que innovar y cobrar con los mejores réditos la de-
ferencia que tuvieron con él a su llegada, además de que no se
podía escatimar esfuerzo alguno para que este “soleo” pasara
con merecidos honores a la historia. Con la ayuda de inmise-
ricordes correazos que dejaron enrojecidas huellas hasta días
después, entre estrepitosas carcajadas lo obligaron a cantar
el Himno de la Patria, mientras vertieron sobre su rostro el
excremento de las vacas que pastaban en el vecindario.
No podía abrir los ojos ni la boca por las heces que totalmen-
te los cubrían y, sin embargo, aquel castigo le hacía de al-
guna manera revivir la sensación sublime que recién había
experimentado. Ese mismo recuerdo le impidió repeler todo
el salvajismo con el que actuaron sus colegas y no pretendió
encontrar allí interpretaciones de cordura. La tradición deja-
ba en claro que entre más severo fuese el escarmiento durante
la celebración de ese primer “solo”, el novel aviador contaría
con mejor suerte en la vida que iniciaba. Y si no se era ra-
biosamente incrédulo para descartar de plano lo anterior, con
buena sangre había que soportar lo que viniere.

77
Sobrevuelo

Pacho

E l Flaco continuó las prácticas de vuelo y adelantó los es-


tudios que le enseñaban la teoría. Entretanto, forjó amistad
con aviadores que acudían a la escuela los días festivos para
volar por los alrededores o, de manera casual, un poco más
lejos. De ellos, algunos poseían sus propias máquinas; los de-
más tomaban en alquiler las de la escuela. La experiencia de
la mayoría estaba lejos de poder considerarse la de aviadores
veteranos. Volaban poco, aunque disfrutaban la actividad so-
bremanera. Mientras el Flaco no tuviese dispuesto compromi-
so con su escuela, se integraba al grupo para seguir aprove-
chando sus aviones.
Se congregaban los fines de semana para disfrutar de exten-
didas charlas haraganas y por parte de ninguno la demasiada
prórroga daba motivos para objeción o regateo. “Abrían los
hangares” y el tema aeronáutico se desenvolvía con unáni-
me refrendo. Traían a colación pródigas anécdotas que invo-
lucraban obligadamente escenas excitantes, enriquecida su
crónica con detalles de necesarios y angustiosos sobresaltos.
Durante la descripción de los casuales momentos azarosos,
algunos valientes se atrevían a confesar haber sentido miedo;
para otros, en cambio, negarlo era para su ego enteramente
valedero. Programaban los vuelos cuando las condiciones del
tiempo fuesen preferentemente favorables, porque su motiva-
ción era disfrutar de la experiencia. Sin alejarse en demasía
de los alrededores de aquel campo, el vuelo les permitía gozar

79
Domingo Vergara Carulla

lo suficiente para, a su regreso, dedicar tiempo generoso a


recrear con amenas charlas la experiencia que con frecuencia
superaba, y por mucho, el tiempo que pudieron haber estado
al mando de los excitantes artilugios. En algunos se advertía
el esfuerzo para convencer a los colegas sobre la extraordi-
naria capacidad con la cual el Creador los había dotado para
estos menesteres: pareciera que aún no hubiese nacido el avia-
dor capaz de superar la habilidad que el interlocutor alegaba
efusivamente poseer, al sustentar la aventurada y compleja
vivencia del relato.
Sin embargo, otro era el cantar cuando la tragedia irrumpía
en aquel entorno de dicha y algazara. A veces ocurrían ac-
cidentes que arrebatan la vida de alguno de ellos y el dolor
los derrumbaba. Entonces se acallaba la emotividad de las pa-
labras traviesas, joviales y ociosas. Sus contentos eran pre-
sas del sinsabor y la nostalgia cuando aquel amigo que los
acompañó en la salida esa mañana, ávido como todos de vida
y gratas experiencias, se quedaba en alguna parte del camino
y no regresaría para seguir compartiendo entre todos tan ma-
ravillosos parloteos.

80
Sobrevuelo

Uno de aquellos trágicos eventos que golpeaban el alma inclu-


so de aviadores hechos y derechos sacudió al Flaco, cuando
aún no terminaba sus estudios. La noticia no pudo menos que
llenarlo de confusa incertidumbre: uno de sus amigos más
cercanos, Ernesto, a poco de haber terminado, había muer-
to en un accidente. Y un doloroso hecho aumentó el terrible
dramatismo de la desventura: tras el golpe, un incendio dejó
carbonizado el cuerpo del compañero. Sólo se salvó del fuego
el recuerdo de sus gozosas carcajadas. El Flaco apenas vis-
lumbraba las primeras luces en el arcano horizonte de la vida
cuando le fue notificado, sin rodeos, que igualmente, de ma-
nera prematura, se podría extinguir su frágil existencia. ¡Con
qué prisa malévola había iniciado la Muerte su lista de invita-
dos! ¡Qué pronto habían empezado a marcharse los amigos!
Sin embargo, pasó el tiempo, que amaina los más horrendos
temporales, y cualquier otro día, tras cumplir algunas prue-
bas y otros muchos legalismos, el Flaco recibió el documento
formal que lo acreditó como un piloto de aeronaves.
Lo primero que hizo, henchido de orgullo, fue dirigirse a la
sede del club para encontrarse allí con sus colegas. Quería en-
señarles a todos aquel valioso papelito. Correspondió aquella
fecha a un día festivo, de aquellos en que se urdían expectan-
tes aventuras. Al entrar a las instalaciones, el aviador recién
calificado no hubo terminado de acercarse al corrillo que for-
maban sus amigos, cuando uno de los participantes lo inter-
ceptó para hacerle a boca de jarro esta pregunta:
—Flaco, ¿ya le entregaron la licencia?
Quien inquirió fue Chepe, que en el grupo dejaba entrever su
liderazgo. Sin prórroga ninguna el Flaco rebuscó en el bolsi-
llo de su camisa y con manifiesto apremio sacó un pequeño
documento. Lo desdobló y lo extendió hacia su interlocutor,
sin poder evitar delación de natural vanidad en su respuesta.
—Sí, aquí está. ¡Mírela!
Entonces Chepe, un hombre alto, muy delgado, rostro enjuto,

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Domingo Vergara Carulla

nariz aguileña sobre un bigote puercoespín, cabello abundan-


te, liso, oscuro salpicado por las canas y acicalado con esmero,
dirigió la mirada hacia un individuo de mediana edad, bas-
tante obeso, y por cierto desconocido para el Flaco, quien co-
rrespondió la mirada que le hicieron, expectante, y al parecer
gratamente emocionado cuando escuchó decir a Chepe:
—Pacho… ¡se le salvó el paseo!
—¡Y ojalá pague la cuenta del almuerzo! —exclamó con al-
borozo irreverente y la boca un tanto llena de comida por no
perderse el oportuno instante de una pulla socarrona, otro
de los varios asistentes que tomaba un entremés en la sala de
enseguida. Se oyeron algunas risas y Chepe retomó la palabra
para explicar al Flaco la situación que a este le resultaba ajena
todavía:
—Primero: ¡mis más sinceras felicitaciones para el nuevo capi-
tán! ¡Bienvenido, comandante! —y pidió un aplauso a los pre-
sentes—. Necesitamos un piloto —agregó, cuando reventaban
las últimas palmas, que fueron más burlescas que otra cosa.
Chepe buscaba la manera de decirle a Pacho que aquel día le
podía cumplir un gran antojo. Este había soñado desde tiem-
po atrás con ocupar el asiento de un piloto y había acordado
ir en compañía de un miembro del grupo a ese paseo, pero
el aviador se había tomado la noche anterior unos tragos de
más. El grupo tenía programado desplazarse a un lugar que
se hallaba a un poco menos de una hora de vuelo, a la velo-
cidad de las pequeñas aeronaves, para tomar el almuerzo en
un lugar campestre que tenía una pista cerca. Pacho escuchó
atento la intervención de Chepe y esperó la respuesta del Flaco
con visible expectativa.
—Pacho… ¡a bordo! —exclamó el Flaco, casi en éxtasis, sin dar
ninguna dilación a su respuesta. El regocijo con el que se dejó
venir su asentimiento no dejó bien claro cuál de los dos involu-
crados podría encontrarse más contento, si el nuevo aviador o
Pacho. Su rollizo cuerpo dio un par de pasos presurosos para
quedar frente al piloto en un instante. Lo miró a los ojos y ex-

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Sobrevuelo

tendió su brazo para estrechar la mano de quien había llegado


para salvarle su aventura. Con ribetes de embeleso, exclamó:
—Comandante, ¡gracias! —y se aseguró en su mensaje, sin
perder la refulgencia: —Comandante… ¡muchas gracias!
El Flaco se sintió un tanto extraño con el ostentoso título que
ahora le endilgaban. No pudo dejar de experimentar un se-
ductor halago por aquello, aunque para sus adentros dudó
que aún lo mereciera. Todavía era un aprendiz y quien ofreció
aquella adulación tan respetuosa lo hizo sin mucho más sus-
tento que una gran dosis de ignorancia. Le era difícil presen-
tir a Pacho la impericia de este novel comandante, que distaba
de ser lo que este, su primer pasajero en la vida, al parecer
tomaba por descontado.
Pero no era la ocasión ni había tiempo de ponerse a dar expli-
caciones. El Flaco optó por tomar la cosa como un cumplido y
prefirió dejar a Pacho sumido en la ignorancia. Pacho pagaría
el alquiler de la aeronave y la aventura rodaba nuevamente.
Chepe le informó al Flaco los detalles inherentes a la logística
del vuelo: —Flaco —le dijo—, ustedes toman en el catorce se-
senta y los cuatro aviones vamos en escuadrilla. Voy de líder
y me siguen.
Al novato lo tranquilizó de alguna manera lo que Chepe le
indicó. Aunque ya tenía aquel título que lo calificaba de pilo-
to, que había vuelto a doblar cuidadosamente y a guardar en
su bolsillo, su experiencia todavía era incipiente y la cordura
le aconsejaba que era prudente que otro un poco más vetera-
no llevara las comunicaciones y orientara la navegación; así,
sería más fácil seguir una ruta que, si bien un par de veces
hubo trajinado, siempre había anticipado el vuelo con la pre-
paración minuciosa de rumbos a seguir y tiempos previstos,
acordes con las cartas de navegación y algunos mapas. La
inesperada oferta había sido seductora en demasía y no podía
complicarse con algo que demorara la salida, así que se cui-
daría no más que de seguir en pos de los otros, que tampoco
resultaba tan difícil.

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Domingo Vergara Carulla

Sin embargo, entre estas y otras, cavilando acerca de la gran


aventura que se avecinaba, cayó en cuenta de que el peque-
ño Cessna biplaza que le fue asignado era un avión utilizado
primordialmente para la práctica de acrobacia y, como tal, no
estaba equipado con instrumentos para volar dentro de las
nubes. No era por ello prudente salir lejos, a no ser que se pu-
diese asegurar un día totalmente despejado; y quien tuviera la
temeridad de hacerlo debía acumular la experiencia suficiente
para evadir una posible encerrona entre cerros y nubes, que
por un acaso se pudiese presentar en el camino. No obstante,
como la decisión de estrenar ese día su registro no contempla-
ba discusión alguna, le preguntó a quien hacía de líder:
—Chepe: ¿habrá disponible otro avión distinto a este de acro-
bacia?
—No… ¿por qué? —respondió el adalid de la aventura.
—Sin horizonte me veré en problemas si se presentan nubes
en la ruta.
—¡Ah! Estamos en verano —argumentó Chepe— y no va a
pasar nada. Además, usted tiene que demostrarle a Pacho que
no le regalaron la licencia.
Se desgranó un breve murmullo de risitas solazadas y Tomás,
otro de los que componía el cuarteto de pilotos, dijo con gra-
ciosa socarronería:
—No sea alarmista, Flaco, que asusta a Pacho y entonces us-
ted también se pierde del paseo.
Pacho observó la escena con un dejo ansioso en su mirada.
Quizá llegó a dudar si la situación le merecía reconsiderar las
distintas condiciones de la aventura que estaba persiguiendo
o si haría el ridículo ante el grupo al sugerir un temor por
algo neciamente sospechado a causa de la chacota imperante.
Tomó el camino de reprimir su incertidumbre y no afincó su
desconfianza frente a la excitante experiencia que se le ofre-
cía. El Flaco también se guardó en su silencio, más sumiso que
conforme, y fingió aceptar los argumentos con guiño compla-

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Sobrevuelo

ciente. Sin embargo, no mucho después ya había olvidado sus


temores en razón del ensueño que le producía la proximidad
de su primer vuelo como todo un aviador certificado.

El grupo preparó la salida con diligencia. Pilotos y pasajeros


ocuparon los asientos de las naves y Chepe hizo el llamado al
torre operador para solicitar las instrucciones. Todos estuvie-
ron atentos para escuchar la respuesta y a poco la escuadrilla
rodó en fila india para alcanzar la cabecera de la pista. El con-
trolador del tráfico se cuidó de programarles la maniobra sin
interrupciones de por medio y uno a uno entró a la pista para
levantar el vuelo sin tardanza, cuidándose de no permitir que
tomara demasiada distancia el compañero de adelante.
El peso del corpulento Pacho y los kilos de más de la es-
tructura reforzada con la que fue diseñada la aeronave para
aguantar las tensiones adicionales de la piruetas de acroba-
cia, obligaron a la máquina que comandaba el debutante –a
la que le correspondió el último turno de aquella secuencia
improvisada– a recorrer más distancia de la que le tomó a
las demás participantes. Muy al final abandonó el terreno
e inició un ascenso sin muchos bríos, poco promisorio. Sin

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Domingo Vergara Carulla

embargo, la topografía de la ruta se presentaba allanada ini-


cialmente y aquella ganancia de altura un poco desganada
no generó en el piloto demasiado sobresalto, al tiempo que
estaban obligados por ahora a restringir su ascenso porque
no lejos del aeropuerto de partida los esperaba el cruce de
otro campo que creaba tráfico continuo de aeronaves de aero-
línea, de tamaño y velocidad intimidante al compararse con
las parsimoniosas y diminutas máquinas en las que el Flaco
y los demás paseantes se iban desplazando. La directriz que
recibió el líder para el paso de la escuadrilla por sobre aquel
campo fue la de sobrevolar la torre de control en sentido per-
pendicular al eje de la pista, justo por encima y a una altura
muy precisa, con lo cual evitaban un posible conflicto al com-
partir su trayectoria con la de la entrada y salida de los otros
aviones más veloces.
Así se hizo sin contratiempo alguno y poco después la cara-
vana se alejó con el mismo rumbo y altura que traía, hasta
abandonar la zona de potencial peligro. Después el líder de
la escuadrilla quedaba en libertad para guiar a los suyos con
un rumbo previsto, a una altura que le permitiese un mar-
gen prudente sobre las pequeñas colinas que se levantaban
adelante, siempre cuidándose de no perder las condiciones de
visibilidad que les dieran garantías.
Una formación de nubes, no muy alta y de aspecto discreto e
inocente, se advirtió interponiéndose justo en el camino. Por
encima de la masa nubosa el firmamento permanecía lumi-
noso y serenamente despejado. Sin embargo, bajo la base de
aquella formación, a lo lejos, se apreció un espacio despejado
que el líder juzgó suficiente, aunque escaso, para salir avante.
Detrás de esa claridad se iniciaba, de manera repentina, un
extenso y profundo valle. Sería solamente un corto trayecto el
que tendrían que volar agazapados bajo la base de las nubes,
rasante del terreno dibujado por los cerros.
El flaco dejó pasar el tiempo sin mucho apuro, asumiendo que
quien iba adelante tenía en su haber más experiencia y una

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Sobrevuelo

escena más avanzada en el tiempo. Sin embargo, se preocupó


en la medida que se acercó a la formación nubosa porque juz-
gó que sería un paso temerario, de continuar con la ruta que
marcaba Chepe. Un mensaje interrumpió el protocolo del len-
guaje técnico que saturaba el ir y venir de las comunicaciones
entre pilotos y radio operadores:
—Chepe, del Flaco… interna.
Se escuchó un escueto “erre” que cerró aquella comunicación
que se dio fuera del contexto del congestionado parlamento.
El líder y el Flaco cambiaron a la frecuencia que se hubo acor-
dado antes de salir, con lo que no interferían la comunicación
de las demás aeronaves y ellos podrían debatir sus asuntos
de interés con alguna privacidad, sin que todo mundo tuviese
que enterarse de sus comentarios o problemas.
—Adelante, Flaco —se escuchó la voz de Chepe por el canal
alterno, luego de haber hecho el respectivo ajuste de perillas.
—Chepe —dijo el Flaco—: ¿cree que pasamos por debajo? Las
nubes se están moviendo con rapidez.
—Ya le aviso a la torre que debemos ascender para sobrevolar
la capa por encima —respondió Chepe.
—Erre —respondió el Flaco y cambió de nuevo a la frecuencia
de la torre.
A poco se oyó que el operador le daba vía libre a la escuadrilla
para ascender, recalcándole de paso al líder la obligación de
conservar siempre las condiciones visuales para el vuelo. El
Flaco exigió al motor la máxima potencia, sin tardanza. Esta-
ba en notoria desventaja para el ascenso que se avecinaba. Se
acercó a la masa blanquecina cuando aún le quedaba por con-
quistar alguna altura, mientras vio que sus compañeros se
empezaban a alejar, ganando elevación con presteza. No tuvo
más opción que virar para dibujar un círculo en su trayecto-
ria, mientras continuó en el esforzado ascenso. Esta maniobra
le arrebataría tanto como tres o cuatro críticos minutos, pero
no tenía más opción que hacerlo. Una vez completado el giro

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Domingo Vergara Carulla

de trescientos sesenta grados, no logró toda la separación ha-


cia las nubes que aún su escasa experiencia le insinuaba, pero
decidió no dejar que la separación con sus amigos aumentara
y quizá le impidiese tenerlos a la vista. A pesar del escaso
margen alcanzado enrumbó su avión para ir tras ellos. Pero
pronto debió hacer un embarazoso quite a una esponjosa nube
que sobresalía del blanquecino colchón, desfigurado por acti-
vos borbollones. Después de la evasiva avanzó sobre el manto
tan rápido como la máquina rendía; sin embargo observó con
preocupación la inconveniente ventaja que le habían tomado.
Cuando abandonó otra vez el vuelo rectilíneo con el que seguía
a los suyos, porque se vio obligado a defenderse como fuera,
no habían trascurrido más que un par de tensos minutos. Si-
guió desordenados giros para esquivar los algodonados turu-
pes, que empezaban a irrumpir a diestra y siniestra y querían
engullirse el monomotor en un solo bocado. Entretanto, se le
desaparecieron uno a uno sus amigos.
En aquel viaje, que por supuesto no preparó, no llevaba a
bordo ningún mapa para orientarse y llegar a su destino de
manera autónoma, o para regresarse o proceder a otro aero-
puerto distinto. Tampoco tenía con él manual o documento
alguno que le ayudase a obtener los rumbos y distancias, es-
coger otras radio-ayudas o conocer las frecuencias para co-
municarse con estaciones distintas a la seleccionada. Salió a
volar contando con que podría seguir detrás de Chepe y ahora
lo había perdido. La situación se puso aún más crítica con
cada segundo que fue pasando. De no conservar el contacto
visual por encima de las nubes, en segundos estaría dando
tumbos, inmerso en la lechosa atmosfera, y poco más tarde,
posiblemente, destrozado. Improvisó otros virajes huyéndole
ya con pavor a la realidad que se le venía encima y perdió la
orientación de por dónde quedaba el último resquicio que, se
imaginó, podía salvarlo. Las nubes lo habían rodeado. Crecían
amenazantes y fortalecidas. Obligó al avión a otro giro en un
desesperado esfuerzo por evitar el escenario más temido pero,
súbitamente, el alcance de su vista quedó reducido a no más

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Sobrevuelo

allá del ámbito diminuto de su propia cabina. Las puntas de


las alas apenas se veían.
Por unos instantes la actividad de su mente se detuvo. Luego
se sobrecogió ante la inminencia de la muerte. El Flaco intentó
en vano superar ese miedo insoportable que lo estaba laceran-
do. No tenía para hacer nada distinto a aceptar lo que venía.
Paseó su mirada por los instrumentos que tenía al frente, que
poco o nada le ayudaban. Luego lo hizo hacia afuera, a través
de las ventanas. La rabia lo estremeció al no ver más allá de
la hélice que daba vueltas adelante. La turbulencia sometió a
la nave a sensibles sacudidas. Ahora se percató que Chepe le
hacía llamados que dejaban percibir su creciente angustia:
—¡Catorce sesenta de escuadrilla, catorce sesenta de escuadri-
lla, ¿nos tiene a la vista?!
El micrófono, atado a un cable ensortijado, permanecía inser-
to en un soporte debajo del tablero, alejado de los cachos de
pasta negra brillante de la cabrilla, de los cuales se aferraban
las manos del aterrorizado aviador, prácticamente engarrota-
das. Sudaban tan copiosamente que de no apretarlas con esa
intensidad podrían resbalarse del timón. Contestar no fue una
prelación en aquel momento. Pero los llamados que hacía el
líder continuaron sin encubrir ya la angustia para nada. Su
lengua se había convertido en un inflamado apéndice que se
pegaba fastidiosamente seco al paladar. Su estómago no era
más que una entorchada bola que le pesaba demasiado. Su
rabia creció cuando se acordó que les había advertido a sus
amigos del peligro. Ellos no serían tan ignorantes para des-
conocer que no había nacido alguien capaz de volar dentro de
las nubes sin la ayuda de instrumentos. Sus vellos se erizaban
con desafuero y parecían un montón de agujas apeñuscadas
en la piel. Un gusto amargo precedió una náusea horrible y
quiso vomitar en medio de la rabia, pero su organismo optó
por la adolorida rebeldía y no le permitió expulsar aquel re-
pugnante contenido.
Su vida podía terminar en cualquier instante y Chepe insis-

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Domingo Vergara Carulla

tía inoportuno en sus llamados. En un acto no premeditado,


el Flaco apagó la radio. La angustia inherente a esos mensa-
jes acrecentaba aún más la suya propia y tampoco tenía nada
para contestar. Qué le diría… algo así como “¿me mataré en
cualquier instante?” Se acordó en su trance de su amigo Er-
nesto, deleitándose con una sonora carcajada, de aquellas que
le brotaban exultantes cuando en sus historias truculentas
acostumbraba a burlarse de la muerte. El Flaco no intuyó na-
da distinto a que llegaba la hora del reencuentro. Seguramen-
te –pensó– Ernesto soportó los mismos momentos de angustia
que a él ahora lo estaban lacerando. Y lo mortificó con incle-
mencia que si a él le había costado un gran esfuerzo aceptar
la muerte de su amigo, no sentía las fuerzas para enfrentar la
suya propia.
Dirigió la mirada una vez más hacia el tablero de instrumen-
tos y no pudo evitar que los ojos se le aguaran; quizás llorar
era lo poco que le quedaba. Conocía la historia; conocía el final
con todos los detalles. Lo vivió tantas veces cuando lo leyó
en las páginas de los diarios que describían los accidentes:
primero, una búsqueda dramática; luego, si bien se podían
ubicar los restos, el arduo rescate no era menos doloroso; y re-
saltadas en las primeras páginas con toda la sevicia, imágenes
impregnadas de morboso regusto del avión accidentado y sus
víctimas destrozadas o, cuanto mejor, carbonizadas. Hablaban
de investigaciones, siempre exhaustivas, tratando de conocer
la razón de la tragedia. Fotografiaban familiares aceptando
con desgarradora impotencia la noticia; cuanto más dolor se
capturara, más contundencia se lograba en la información
que se le entregaba al vulgo. Acudió a su memoria cómo, en
compañía de sus colegas, analizaron este tipo de accidentes y
siempre se atrevieron a criticar con burla y prepotente actitud
la estupidez del piloto incriminado: ¡Falla humana! Y, ahora,
él estaba allí siendo el protagonista de todo aquel caótico esce-
nario. Esta vez sería él aquel estúpido que se había matado y
se había llevado a otro de por medio. Se dolió una vez más de
qué tan inocente había caído en aquella trampa.

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Sobrevuelo

Sin embargo, aun no ocurría nada y quiso de alguna manera


huir de la consentida abulia que le permitió cometer los erro-
res que lo llevaron hasta aquel punto. Sin mucha precisión,
estimó que poniendo rumbo hacia el sur llegaría al valle del
río Magdalena y sería la dirección por donde accedería más
pronto a terrenos de topografía menos elevada. En cualquier
otro sentido, las montañas hacían presencia peligrosamente.
Mientras no se reventara, trataría de desplazarse en aquel
sentido que menos lo amenazaba. El medio para lograrlo sería
perseguir la letra S, de Sur, en la pequeña brújula soportada
en la parte superior del vidrio frontal, que se bamboleaba en-
teramente a su antojo con cada sacudón, aunque sería más
por entretener la mente con una quimera en vez de aceptar
la condena que bien se merecía aun sin juicio de por medio.
La turbulencia continuó y la anhelada “S” se manejó extra-
ñamente esquiva a las intenciones de seguirla del piloto. Por
alguna razón huía para esconderse al lado contrario. En su
corta experiencia el Flaco todavía no había comprendido que
así se comportan las brújulas, porque en los instrumentos di-
señados para volar dentro de nubes corregían esta informa-
ción para ser de fácil interpretación para el piloto.
Mientras tanto, por encontrarse tan absorto en sus cavilacio-
nes, no se había acordado que venía con su pasajero, quien
por suerte permanecía sosegado, pero quizás merecía expli-
caciones. No obstante, consideró con qué palabras le saldría a
Pacho y concluyó que a lo mejor no tenía nada que contarle,
¿o acaso se atrevería a decirle que había cometido un grave
error y se iban a matar? Pero, si se iban a matar, ¿entonces
tenía razón alguna mortificarlo? Además, no podía distraerse
en conversaciones que no guardaban un sentido y, por el con-
trario, aumentarían aún más el dramatismo de estos últimos
instantes, que él mismo no sabía cuándo o cómo terminarían,
porque seguían sin reventarse contra el mundo, que era lo
que ya tendría que haber pasado. Pero si pensaba que ya te-
nían que haberse reventado contra el mundo, era un milagro
que continuaran volando y él no creía en milagros. Y así pu-

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Domingo Vergara Carulla

diera suplicar a última hora misericordia ante la inminencia


de la muerte, ni siquiera creía en Dios para pedirle ayuda.
Entretanto, un extraño silbido fue en aumento y sacó al Fla-
co del marasmo en que había caído. Su intensidad creciente
merecía indagar una razón, así fuese lo último de lo cual se
percatase. Toda su atención la traía puesta en comprender la
rebeldía de la esquiva brújula, que se hallaba fuera del campo
visual de los demás indicadores. Bajó la mirada hacia el con-
junto del tablero y, estupefacto, debió aceptar que su quimera
de seguir con vida se debía dar por concluida. Si hasta ahora
había guardado en cualquier resquicio de su ser una brizna de
esperanza, esta recibió un mensaje artero y contundente. La
velocidad había llegado al límite en el que se desprenderían las
alas en cualquier momento y la indicación que procuraba el
instrumento que permitía medir la rata con que se hacían los
virajes, totalmente desquiciada, le reveló al Flaco que caían en
barrena. El motor había permanecido acelerado a su máxima
potencia, imprimiéndole al Cessna en un descenso enloqueci-
do una velocidad absolutamente inaceptable, la suficiente para
el colapso de la estructura, si no se reventaban contra la tierra
antes de que el avión perdiera sus alas.
De inmediato el piloto echó atrás el comando que regulaba la
potencia, y el bramido que producía el motor pasó a ser ape-
nas un murmullo desganado. Entonces, por una sorprenden-
te coincidencia, el Flaco supo cómo sacar el avión de aquella
crítica condición indeseada. En este mismo aparato, sólo ocho
días antes, había presentado la prueba final de sus estudios
y como un gesto amistoso de parte de su examinador, este
ejecutó esa maniobra fuera del programa. Habían terminado
todas las prácticas que exigía la directriz de aquella prueba
y el tiempo que sobró lo aprovechó para demostrarle cómo
se sentía una barrena, advirtiéndole que se lo demostraba so-
lamente porque no lo necesitaban los aviadores que llevaran
únicamente pasajeros. Le aclaró al nuevo piloto que se debían
reunir unas condiciones especiales, que no correspondían pre-
cisamente a las de aquel día: a muchos metros de altura sobre

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Sobrevuelo

el terreno pero lejos de cualquier nube, y le explicó el porqué.


La aeronave pierde la sustentación y cae libremente de costa-
do, siguiendo una trayectoria en espiral, girando sin control
a más de doscientos kilómetros por hora hacia la tierra. Pues
así caían ahora, en condiciones opuestas muy distantes de las
recomendadas. Por eso cada instante que pasó luego el Flaco
reconoció que se le permitía disfrutar de un enigmático tiem-
po adicional antes de su muerte. En un intento por seguir el
juego arcano que el impredecible destino le ofrecía, se propuso
repetir lo que vio hacer a su examinador días antes, e inten-
tar sacar al monomotor de la barrena. A poco, los giros se
detuvieron y con extrema suavidad el piloto fue rebajando la
velocidad a límites menos inseguros; no podía ser brusco en
su trabajo porque de lo contrario la cabina saldría por un lado
y las alas por otro cualquiera.
Aunque se pudiese presumir que ya no se volvería pedazos
en el aire, el piloto seguía sin saber qué tumbos daba ni ha-
cia donde lo llevaba la trayectoria que seguía la máquina en
aquel garete al que estaba sometida; de lo único que pudo es-
tar absolutamente seguro fue de que tenían que estar rozando
velozmente ásperos cerros sin poder ver mucho más allá de
sus narices.
—Pacho, tenga paciencia… ya vamos a salir de esto.
Las palabras le brotaron al Flaco de repente. No había razón
alguna para justificar haberlas pronunciado. Posiblemente,
fue más la necesidad de tener un consuelo para sí mismo y
creer en esa ficción que cualquier otro juicio de alguna lógica.
Pacho lo escuchó y se mantuvo en el afortunado y oportuno si-
lencio que traía. Seguramente vio tan atareado, haciendo mil
inexplicables movimientos a su comandante, que debió juz-
gar poco atinado interferir en tan complicado procedimiento
y continuó sin pronunciar palabra. Con fe ciega seguía cre-
yendo en la idoneidad del habilísimo piloto que llevaba al lado
suyo. De hecho, hasta ahí, ni su rostro llegó a expresar nada
más allá que alguna natural incertidumbre.

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El Flaco, en cambio, a la sazón ya experimentaba un cansancio


enorme. El pesado juego al que se había encontrado sometido
lo había dejado más que exhausto. Habían caído más de mil
metros, con demasiados instantes de la más terrorífica expe-
riencia, y aún no pasaba nada. Pero, mientras no muriera, ese
juego lo debía seguir jugando, aunque en cualquier momento
definitivamente lo perdiera y eso hacía rato que de él no de-
pendía. Ya no intervenía en el resultado. Su vida era el como-
dín que se apostaba y las cartas se habían ordenado para que
el azar mediara a su favor, ¡hasta ahora!
Cuando ya estaba empezando a desear que aquello terminara
de un solo topetazo, súbitamente se abrió el cielo y salieron de
la espesa nube. El mundo se volvió a llenar de formas y colo-
res… ¡y una montaña de roca sólida cubierta con escuálidos
arbustos se les vino de frente! El Flaco obligó con desmandada
brusquedad al monomotor a ejecutar un forzado giro. Para
no estrellarse contra el compacto muro que los esperaba, no
respetó límite alguno en la maniobra y así lograron pasar a
muy escasa distancia de la piedra. El violento remesón y el es-
pectáculo desconcertaron al compañero, quien hasta allí había
conservado su inocencia en tan desagradable pesadilla.
—Comandante, ¿qué pasó? ¿Por qué pasamos tan cerca de la
montaña?
El Flaco se demoró unos instantes para encontrar las palabras
con las que le respondería. Todavía estaba en el alucinante
proceso de regresar al mundo ya casi ajeno de los vivos.
—Pacho, usted y yo… lo único que sé es que estamos vivos. Es
todo lo que le puedo decir. Por alguna extraña razón no nos
matamos.
Los ojos de Pacho miraron al piloto con ansiedad desaforada.
Su frente se arrugó, siendo cruzada por pliegues muy profun-
dos.
—Entonces, ¡¿casi nos matamos?!
—Sí, Pacho. Tengo que admitirlo.

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Sobrevuelo

El pasajero, que había conservado hasta ahí el torso erecto,


muy pendiente de entender lo que ocurría, se dejó vencer so-
bre la silla y comentó en medio del repentino desconcierto:
—¡Uff! Yo sí lo vi muy preocupado y que trataba de hacer un
poco de cosas; y me asusté cuando desaceleró el motor, pero
como usted no me dijo nada, le juro que nunca pensé que es-
tuviera pasando nada peligroso.
El Flaco se fue ubicando con mayor concreción en su condi-
ción de reincidente como habitante del planeta y cayó en cuen-
ta de que debía contactar, sin más pérdida de tiempo, al con-
trol de tránsito y a sus compañeros de aventura. Prendió la
radio y oyó que un mensaje suplicaba, repitiéndose incesante:
—¡Catorce cincuenta y nueve, catorce cincuenta y nueve, por
favor conteste!
En la voz agobiada también se dejaban sentir la rabia y la zo-
zobra de no volver a recibir nunca más de aquel interlocutor
una respuesta.
—Adelante, Chepe… lo escucho —respondió pausadamente el
Flaco.
—¡Flaco!; ¡¿Qué pasó?! ¿Dónde están? —y ese gritó sonó más
como un chillido que otra cosa.
—Chepe… Estamos bien. Pasamos en realidad un mal momen-
to pero estamos bien. Ahora en tierra les cuento los detalles.
Ya un poco más calmado, el líder emitió un nuevo mensaje por
la frecuencia de radio en que se comunicaban entre ellos.
—¡Que bueno oírlo, Flaco! Cuando se nos perdieron en la nube
y no contestaron a las llamadas, desde ese momento nos ima-
ginamos que estaban estrellados.
—Realmente estuvimos cerca, Chepe; sin embargo, esta vez
tuvimos suerte.
—Nosotros estamos todavía altos terminando de sobrevolar la
capa de las nubes. No los tenemos a la vista. ¿Dónde están?

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—Muy abajo, Chepe; muy abajo. Pero tenemos ya a la vista el


río y también Girardot, un poco más lejos. Creo ver la pista
aunque debo acercarme más. Hay algo de humo a este nivel,
pero se deja. ¿Cuál es la frecuencia de la radio para comuni-
carme con la torre y coordinar el aterrizaje?
Chepe le indicó al Flaco los dígitos que debía seleccionar para
obtener la comunicación que requería y finiquitó el dialogo,
después de enviarle a su amigo Pacho un par de frases emo-
tivas.
Pacho fue superando la crisis que le produjo el haberse en-
terado de la crítica situación que habían vivido, y ayudado
por la escucha de los mensajes de su amigo, volvió a sonreír.
Había llevado con él, en una pequeña valija que acomodó tras
de los asientos cuando abordó, una botella de whisky. Se tomó
el atrevimiento de ofrecerle a su comandante un trago al tiem-
po que implícita se entendió la autorización para él también
hacer lo propio. Alcanzo la maleta y sacó de ella el licor y un
par de vasos.
—Comandante: Si usted me quiere acompañar…
—Pacho, ¡no puedo…! Ya quisiera, pero no me atrevo —res-
pondió el Flaco—. Pero usted si puede y tómeselo doble que yo
haría lo mismo.
Pacho guardó el segundo vaso sin demora ni repulsa y, pal-
pablemente ansioso, destapó la botella con su mano un tan-
to temblorosa. Entonces, dejó caer una generosa cantidad de
aromático licor dentro de su vaso. Acto seguido, miró al piloto
con sonrisa sosegada y levantó el vaso, haciendo un gesto pa-
ra compartir con él el motivo de su brindis. Bebió un amplio
trago y buscó recostarse para encontrar una posición más có-
moda y relajada. La silla resultó estrecha para el volumen un
poco excedido de su cuerpo y la presión de la extenuada com-
postura cooperó para hacer ceder la resistencia de la puerta.
Se escuchó un desaforado alarido de terror, que fue ahogado
parcialmente por un chiflido ensordecedor, al tiempo que una
violenta ventisca invadía la cabina. El cuerpo de Pacho, por

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Sobrevuelo

suerte, estaba amarrado al cinturón de seguridad y a la puer-


ta la obligaba la presión del aire a no abrirse más allá de un
mediano resquicio, pero el aterrado pasajero sintió que caía al
vacío sin remedio. No había asegurado bien la puerta debido
a su ignorancia y el Flaco, igual, tampoco revisó el procedi-
miento de su pasajero, porque siempre que alguien viajó al
lado suyo fue el instructor y, por supuesto, tuvo buen cuidado
de cerrar sin la supervisión del piloto.
Finalmente, un par de horas después, se encontraron todos
en Girardot. Durante el almuerzo, Pacho, más que borracho,
repitió una vez tras otra el recuento de su anécdota, sin per-
catarse de que sus amigos le decían que ya conocían la his-
toria suficientemente y ya cansaba. Se manifestaba con len-
guaje torpe y alharaca muy desafinada. El Flaco, en cambio,
aún demasiado impresionado, permaneció retraído en cauto
silencio y solamente tragó algunos bocados de su almuerzo
por mero compromiso. A la sazón, no pudo de manera alguna
abandonar su aprensión por el regreso. ¿Tendría derecho a
aquel perdón?

97
Sobrevuelo

La Salina

C on el paso de los días, aquel tremendo sobresalto empezó


a ser parte de la historia. El Flaco, entretanto, se dio a una bús-
queda obsesiva para conseguir el primer trabajo de su vida.
Tenía en su haber el privilegio de una autorización para volar
y quería empezar lo antes posible. No obstante, el resultado de
su esfuerzo fue bastante más esquivo de lo que dictaba su op-
timismo juvenil alborozado. Aquella época no estaba para que
un inexperto novato compitiera contra la abundante oferta de
aviadores que tenía el mercado, ya lidiados en múltiples fae-
nas. Por lo tanto, los días que fueron transcurriendo se que-
daron inconclusos y cada uno se tornó cada vez más tedioso
y angustiante. Así se fue terminando la poca paciencia que a
tal punto su juventud le hubiese permitido. Sintió que su vi-
da se perdía en un deprimente devenir insoportable, mientras
él ardía por cumplir ese sueño que lo había empujado hasta
donde ahora se encontraba. Entonces, si en el entorno que
conocía entre los suyos le fue la búsqueda infructuosa, sólo
le quedaba buscar en otro lugar, en donde una mágica aven-
tura tenía que ser considerada de antemano como una parte
integral de aquel trabajo. Un lugar en donde las historias que
sobre aquel eran relatadas incluían una profusión de eventos
que podrían haber salido de leyendas seductoras. Además, de-
cían que contrataban a pilotos principiantes más fácil que en
la ciudad. El Flaco precisó dejar a un lado su vida citadina. No
dio más largas al asunto y echó a andar los preparativos para

99
Domingo Vergara Carulla

probar su suerte de aviador en los Llanos Orientales. Estos,


para entonces, ya no le eran ajenos totalmente, aunque habían
pasado tantos años que aquello empezaba a ser apenas un va-
go recuerdo de su infancia.
Tiempo atrás, un joven, que apenas soñaba que un día podría
llegar a ser un hombre adulto, se topó en un encuentro muy
fugaz, mas no por ello poco intenso, con aquella mágica lla-
nura. Vicente, un hombre soñador y aventurero, amigo de su
padre, buscaba allí algún paraje donde desarrollar un proyec-
to de cultivo y, en uno de sus viajes, invitó al muchacho, que
contaba sólo con quince años para ese entonces.
El llano era un territorio de acceso incierto y complicado. Era
visitado sólo por unos pocos trotamundos que forzosamente
buscaban aventuras, a sabiendas de que allí no regía protocolo
alguno para ellas. Y los que volvían, porque se conocía de no
pocos que se había absorbido la manigua, lo describían, como
un lugar inhóspito, rudo, embrujador y lleno de misterios, en
donde al parecer, no era bien avenida la cordura.
El muchacho presintió en aquel viaje un sabor intenso y de-
liciosamente embebido en gratas e insospechadas andanzas.
Pronto, una camioneta ocupada por un par de aventureros
de disimiles edades, inicio un viaje a través de una vía angos-
ta, en pésimo estado, que fue remontando la majestad de una
enorme montaña. Poco a poco, el ambiente se fue tornando
cada vez más frío y el remedo de carretera, solitario. Era in-
mensa la cordillera que separaba la ciudad de la llanura. In-
numerables curvas, muchas de ellas forzadas al extremo, no
dieron tregua en el pesado ascenso. Las ruedas del vehículo
inevitablemente iban cayendo ruidosamente en muchos de los
huecos que presentaba la maltrecha superficie. Ya cuando por
la fuerza experimentaban un poco de cansancio, llegaron a un
páramo desolado, ventoso e inmerso en nubes inquietas que se
desplazaban con notoria diligencia. Allí, en la parte más alta,
hicieron un breve alto en el camino para disfrutar la experien-
cia que les brindaba la gélida ventisca. Luego continuaron su

100
Sobrevuelo

ruta, ahora a través de un descenso pronunciado que salvaba


la pendiente con un riguroso zigzag inquebrantable que, para
un lado y para el otro, zamarreó a los dos ocupantes por mu-
cho rato.
Cada uno soportó el repetitivo vaivén pacientemente, agarrado
el uno a la cabrilla y el otro asido a un soporte que se encontra-
ba al frente suyo. Entretanto, departieron proyectos que bien
merecían tener la culpa de aquella euforia exacerbada; tanta,
que parecieran escasas las largas horas de aquel viaje y corrie-
ran el riesgo de agotar el tema, sin duda en extremo apasionan-
te. Y entre esto y aquello, quedaron atrás pequeños caseríos
que bien podría decirse que se habían quedado detenidos en
el tiempo, cada uno relatando al peregrino sin ambages los
detalles de su historia. Las vueltas que zarandearon a los dos
viajeros en la ladera erguida, poco a poco fueron perdiendo su
carácter riguroso. El trazo de la ruta permitió ahora un tem-
poral respiro, cuando el camino comenzó a bordear un río de
inquietas aguas turbulentas, a veces demasiado cerca del rau-
dal, a veces más prudente su distancia. El cauce los acompañó a
través de bastantes kilómetros y fue creciendo con otras aguas

101
Domingo Vergara Carulla

que aportaban pequeños riachuelos y esporádicas quebradas.


A lo largo de ese cañón profundo soplaban vientos alborotados
que chiflaban doblegando los pocos árboles que se esforzaban
por no ceder a la vehemencia de su fuerza, en medio de un se-
midesértico paisaje.
Pasó otro buen rato en el que siguieron discutiendo sobre as-
piraciones y proyectos y de nuevo aparecieron curvas y más
curvas y la vegetación de la montaña se fue observando cada
vez más exuberante, en medio de un clima ahora más templa-
do. La vía en sinuoso ascenso fue dejando abajo el violento
lecho corrientoso. La empinada masa montañosa, que en nin-
gún momento había cedido a su temperamento majestuoso,
ahora fue trepada a través de su cuesta. El ancho de la vía se
tornó particularmente estrecho en muchas partes. La banca
que soportaba el camino estaba labrada de manera temeraria,
arrebatándole un espacio inseguro a las rocas empinadas. De
lo alto, se desprendían ora esquirlas, ora piedras más grandes
e incluso rocas gigantescas, por lo que que necesariamente
fue la compañía de una buena suerte la razón de no conver-
tirse en indefenso objetivo de uno de aquellos ocasionales pro-
yectiles. El muchacho observó muy expectante cómo un gran
trozo cruzó presuroso delante de ellos y pasó de largo, dando
tumbos hacia el fondo del abismo.
Se hacían largos los trayectos, siguiendo con rigidez el capri-
choso perfil de la montaña, sobre una cornisa muy angosta,
labrada en la topografía del peñasco montañoso. Entre una
pared muy vertical, que enseñaba la roca en uno de los lados,
y un vacío profundo en el opuesto, apenas existía un par de
huellas encharcadas, salpicadas de numerosas piedras y sin
margen alguno de maniobra. Las ruedas hacían sus giros al-
rededor del eje asentándose sobre la superficie de cantos de
piedra suelta a escasos centímetros de los profundos precipi-
cios. La necesidad obligaba a la paciente espera al tener que
compartir trayectos sin un resquicio que permitiese dar paso
a un contrario. Se obedecía, entonces, a hombres que en los
extremos con un trapo rojo hacían las señales para ordenar

102
Sobrevuelo

la prioridad en el delicado cruce. Algunos puentes angostos,


que superaban voladeros insondables, con el paso del tiempo
y el deterioro por el tránsito de camiones al tope de su carga,
producían traqueteos y chirridos, a la vez que temblequeaban
los tablones de madera que hacían las veces de soporte de su
piso. Mención especial y admiración causaba el cruce sobre
un puente dispuesto luego de sobrepasar otro de la quebrada
Susumuco; un par de rieles, anclados a salientes de roca del
peñasco, formaban la repisa sobre la cual se transitaba; los
camiones más grandes debían tener extremo cuidado para no
pegar ni a la pared ni a la viga que lo armaba.
En la época de lluvias abundantes, como lo era aquella, los to-
rrentes rebotaban en medio de los cerros escarbando con furia
los resquicios de las peñas donde la vía había sido atrevida-
mente labrada. El estruendo se convertía en un espectáculo
imponente al tiempo que algunas nubes revoloteaban dejando
escapar gotas diminutas por instantes para luego esfumarse
con pasmosa rapidez. Por doquier, en ambos costados de la
vía se observaban incontables cruces, de diferentes formas y
tamaños, u otras piezas de similar recordación, en obligado
testimonio y memoria de las demasiadas víctimas que habían
perecido al intentar tan arrojado cruce. Todos los recordato-
rios, asentados en los únicos espacios posibles, unos pegados
a la roca, otros al borde del abismo, exhibían un escrito con el
nombre del ser que se llevó por delante la desgracia y la fecha
en que se produjo su malaventura. También se podían ver es-
porádicos nichos de mayor tamaño, surtidos con docenas de
velas que, encendidas, alumbraban una imagen de la Virgen.
En razón de tan numerosos testimonios, parecía que era pocos
los osados que se atrevían a cruzar por allí y no le prendían
siquiera una vela a la santa imagen.
Después de varias horas de camino, fatigados y ya acostum-
brados a ver solamente la siguiente curva o el profundo pre-
cipicio, o quizás un popurrí repetido de montañas, en una
magistral presentación de la naturaleza, de repente, en un
instante, al final de uno de los tantos giros de la carretera, se

103
Domingo Vergara Carulla

develó la gran llanura, imponente y majestuosa. Los viajeros


hicieron un alto en el camino para disfrutar la seducción del
espectáculo. Un letrero pequeño, al lado de una casucha muy
modesta, tenía escrito un nombre que, por supuesto, se queda-
ba corto en demasía: Buenavista. El horizonte desde allí lucía
infinito, como por efecto de una magia admirable, y si aquel
no imponía límite alguno, la imaginación tampoco merecía
tal cortapisa. La tierra que se pudo presentir más allá de la
línea que se difuminaba en la imprecisa lejanía podía albergar
muchas, quizás todas, las historias y sueños que fuese posible
el endilgarle. Muchos años después, el ahora joven recordaría
que fue en ese momento que percibió por primera vez el em-
brujo profundo de esa llanura, ese embrujo que estaba presen-
te en todos los cuentos de los aviadores.
Luego de unos pocos kilómetros más sobre una pendiente en
extremo pronunciada, aún al lado de tan inmensa llanura, los
viajeros llegaron a Villavicencio. Aprovecharon para ingerir

104
Sobrevuelo

algunos alimentos mientras se tomaron el descanso merecido


después de tan fatigosas horas de recorrido por la ruta de
montaña. Enseguida abandonaron la pequeña ciudad con la
ilusión de llegar pronto a su destino. Al cabo de no mucho más
de una hora de camino, la mayor parte sobre superficie pedre-
gosa, el final del viaje parecía estar realmente muy cercano.
Cuando las sombras de la noche acechaban el cercano pie de
monte, la ruta los obligó a cruzar un caño por su vado. El
riachuelo enseñó un caudal para entonces reducido, eso sí,
un tanto explayado acorde a su entorno llano. La superficie
del agua reflejaba, en medio de pequeñas olas de tranquilo
movimiento, el gris plomizo que ostentaba la bóveda celes-
te. Aquel aspecto sereno para nada pudo generar mínima
garantía para el cruce, aunque, por cierto, Vicente lo había
conseguido sin mucho apremio en anteriores ocasiones. La
camioneta abandonó la orilla y se fue adentrando, brinco
aquí, brinco más allá, mientras sus ruedas chapoteaban de-
safiando la corriente. Los rebotes y estrujones, a medida que
avanzaban, se fueron tornando cada vez más fuertes y váyase
a saber si para el conductor resultaron preocupantes. En vez
de encontrar un lecho domado, las ruedas tropezaron sobre
piedras de un tamaño excesivo, cubiertas por agua muy tur-
bia que superó, afortunadamente no por mucho, la parte baja
de las puertas.
Cuando ya estaban a punto de alcanzar la orilla opuesta, in-
tempestivamente, las ruedas traseras escarbaron el lecho con
abierta rebeldía y en pocos segundos un hueco se las tragó
enteras. El ya brusco desplazamiento se detuvo. En un abrir y
cerrar de ojos, el rugido del motor se ahogó, mientras salían
del agua los últimos borbotones del escape. Al abrir las puer-
tas, el torrente de la quebrada corrió atravesando la cabina
con un nivel que por poco superó la parte inferior de los asien-
tos. Vicente evaluó con brevedad el inesperado contratiempo
y abandonó la camioneta para alcanzar la orilla. Se le vio ha-
ciendo desgarbados malabares para no perder el equilibrio
y terminar tal vez zambullido del todo bajo el agua. Pronto,

105
Domingo Vergara Carulla

destilando agua de sus ropas, emprendió camino en busca de


cualquier ayuda que encontrara disponible.
Desde la quebrada, hubiesen sido suficientes escasos diez mi-
nutos para recorrer en un vehículo lo que faltaba hasta el lu-
gar de la visita; pero a pie, y aun sosteniendo un buen paso, le
podría tomar casi una hora. El muchacho, por instrucciones
de Vicente, se quedó al cuidado de la camioneta. Se acurrucó
sobre el asiento para lograr algo de calor, a pesar de su pan-
talón y zapatos ensopados, y en aquel ocaso, se abandonó a
que innumerables fantasías, encuadradas en la mágica ocu-
rrencia, lo abordaran. La secuencia de susurros y gorgoteos,
que provenía del agua en su correría permanente, fue dando
paso a una sutil monotonía. Imaginar más allá de las oscuras
sombras los huidizos remolinos que parecían retozar al dejar-
se llevar por la corriente, le proporcionó algo de entretención
y le disipó parte de su incertidumbre. Acompañó esporádica-
mente aquel susurro la algarabía de algunos sapos, que por
el entusiasmo que los alentaba, parecían sostener un dialogo
no menos que animado sobre cualquier tema: uno croaba ron-
co en algún sitio del escenario, inmerso en la oscuridad im-
perturbable; otro intervenía con su franca opinión desde otro
costado; y de cualquier otra parte de las sombras brotaba un
sonido en tono grave de uno que asentía con el más incuestio-
nable beneplácito.
Aquellos juegos que fue recreando la mente del muchacho para
mitigar el expectante fluir de un tiempo irresoluto, se fueron
prolongando obligadamente. Varias horas habían trascurrido
sin el regreso ni razón alguna de su amigo. La noche avanzaba
en medio del letargo. Quizás, sólo los sapos habían merma-
do una fracción en la intensidad su entretenida algarabía. Se
empezó, de repente, a escuchar un chapaleo ajeno a la rutina.
Provenía de atrás, de la orilla por donde el vehículo había hecho
el ingreso a la quebrada. Desde su posición en la cabina le fue
difícil observar la novedad que lo alertaba. Gradualmente, el
culpable de aquel motivo de disturbio se fue acercando hasta

106
Sobrevuelo

que pudo identificar claramente aquello como un caballo que


atravesaba el riachuelo con pasos no más que remolones. Se
escuchó un saludo que no pudo menos que causar algún so-
bresalto en medio de la noche.
—Bueeenas.
El muchacho se aprestaba a incorporarse para responder la
cortesía del inesperado visitante, cuando este volvió a irrumpir
presto para comunicar una advertencia necesaria para cual-
quiera que no tuviera la suerte de saber donde se hallaba.
—Si llega a llover en la cabecera, la creciente con todo y carro
se lo lleva. Este caño es demasiado traicionero y sin que uno
se de cuenta se crece y no da tiempo para nada. Es mejor que
se espere abajo por que estamos en invierno.
Al mirar detenidamente hacia el sitio de dónde provino la voz,
identificó, sin distinguir con minucia su detalle, la silueta de
un hombre montado sobre una cabalgadura con un gran som-
brero cubriendo su cabeza.
—Buenas noches —le respondió al personaje que lo había to-
mado enteramente por sorpresa, pero no pudo ir más allá de
su efímero saludo porque todavía no se desasía bien de su ma-
rasmo. Aún no atinaba a iniciar un dialogo con aquel protago-
nista que de súbito había interrumpido su mundo de ficciones.
Entonces, el jinete continuó con lo que hasta ahora casi que
venía siendo su monólogo.
—Serán de seguro forasteros que no sabían que con la crecien-
te de hace una semana el paso aquí, por La Salina, se acabó.
—Y si llueve por las cabeceras —interpeló el muchacho—:
¿puedo darme cuenta antes de que baje la creciente?
—¡Ojalá pudiera! —respondió el llanero—. Pero este caño,
cuando uno menos piensa, produce un estruendo y sin dar
tiempo de nada, baja una “bombada” que trae palos, ramas,
mucha basura y hasta en veces animales. Con decirle que tie-
ne varios cristianos a su cargo.

107
Domingo Vergara Carulla

Al muchacho se le antojó saber un poco más de aquel primer


“llanero en la llanura” que le ofrecía conocer el destino.
—Y… ¿usted qué hace?
—Trajimos del Cravo un taco de ganado para ceba y aproveché
para saludar unos parientes que viven en Villavo.
—Y… ¿el Cravo está muy lejos?
—A cinco días de aquí a buen paso del caballo.
“¡Cinco días a buen paso del caballo!”, se quedó pensando el
muchacho, mientras se acordó de la exquisita fantasía que al-
gunas horas atrás había disfrutado al lado del rancho Buena-
vista. Tenía que ser allá. Este hombre iba para donde él había
sentido que la magia del llano unía la tierra con el cielo.

—¿Y hasta dónde tiene que llegar esta noche?


—Voy a quedarme en el hato donde recibieron la vacada. Si Dios
quiere y nos presta la vida, mañana salimos bien madrugados.

108
Sobrevuelo

—Y usted —preguntó entonces el muchacho, con picada cu-


riosidad por conocer el nombre de aquel primer personaje que
conocía que habitaba en la inmensa lejanía—, ¿cómo se llama?
—Ceferino —respondió a secas el jinete.
Con impaciencia el Flaco continuó el interrogatorio:
—Y… ¿cómo es Cravo? ¿Cómo es el llano tan adentro?
Pareció que a Ceferino no le hubiese importado ahora dejarlo
plantado con la inquietud de su pregunta, pues en la oscuri-
dad no se escuchó respuesta alguna y el silencio volvió a ser el
protagonista en la fresca noche del piedemonte de la llanura.
Sólo el murmullo cantarín de La Salina traicionera se apoderó
una vez más de aquella noche. Empero, la demora de aquel
hombre en su respuesta sucedió porque dudaba. Dudaba acer-
ca de qué le podía responder a aquel ignorante joven citadino.
¿Le diría, acaso, que para algunos forasteros el llano resulta
la peor pesadilla de su vida?, ¿que por doquier está plagado
de bichos que atormentan, y cuando no son las insoportables
hordas de zancudos son los dolorosos aguijones de los tába-
nos, o cuadrillas de pequeñas coloradas y fastidiosas garrapa-
tas que se aferran con tesón a la piel por todo el cuerpo?, ¿que
en la inmensidad la sed acosa y hay que beber aguas turbias y
caldeadas de cualquier estero, muchas veces después de remo-
ver alguna basura y tragar el tibio líquido haciendo a un lado
los escrúpulos?, ¿y que para desplazarse se debe montar en
una bestia durante interminables horas, cabalgando sobre un
animal que lo único que sabe es trotar con brusquedad y mal-
tratar hasta el último resquicio de la humanidad de su jinete,
y esto se repite un día tras otro?, ¿que ello ocurre bajo aguace-
ros intensos que azotan con gran furia en medio de incesantes
truenos y relámpagos, cada uno de los cuales hace que tiemble
la tierra y que, aun guapo, el indefenso jinete se estremezca?,
¿o bajo un sol ardiente que quema sin misericordia?, ¿qué la
muerte acecha en cualquier momento por la picadura de una
serpiente o la desventurada embestida de un toro matrero?,
¿que la soledad es ineludible compañera y que la monotonía

109
Domingo Vergara Carulla

de aquella se torna torturante y, entonces, aparecen espantos


que asedian sin mediar clemencia, y que la convivencia con
esa multitud de espantos en el llano inmenso se convierte en
un reto ineludible, una seducción que atrae con total desen-
freno porque en ese juego si no se vence, se es vencido?, ¿que
el llano susurra, escucha, canta, ama, odia, enamora, grita, es
burlón cuando se le antoja?, ¡¿que el llano embruja?!
—Mi llano… ¡es hermoso! —exclamó el hombre, interrumpien-
do sus misteriosas reflexiones.
Las súbitas palabras, que resonaron exquisitas, motivaron al
muchacho para fantasear acerca de un jinete que se pasaba
la vida cabalgando sobre una tierra que era una con el cielo.
—¡Ceferino! —dijo, queriendo imaginar cómo sería aquello—:
Quiero un día llegar muy llano adentro; llegar tan lejos como
pueda. Yo no sé dónde es el Cravo, pero algún día iré allí y
preguntaré para llegar hasta su casa. ¡Se lo prometo!
La promesa del muchacho sonó irreal, producto de una loca
fantasía, y el vaquero se despidió brevemente para alejarse
sobre su bestia que salió marcando en el agua los mismos pa-
sos remolones que traía. Al alejarse de la quebrada, aceleró el
ritmo y las herraduras reventaron sonoras al contacto con las
piedras dejando escapar algunas chispas. El enérgico casca-
beleo se fue disipando poco a poco hasta que se escuchó en la
oscuridad, una vez más, solamente el rumor de La Salina. El
joven descendió de la camioneta y el agua le llegó arriba del
nivel de la cintura. Sus pisadas fueron torpes al asentar los
pies sobre el lecho de piedras sueltas y en un descuido cayó
de bruces entero al agua. Como pudo, llegó por fin a la orilla
sin que le quedara ninguna prenda seca. Allí se sintió más se-
guro después de lo que había escuchado, pero tiritaba de frío
sin ninguna alternativa distinta a mantenerse en movimiento
para procurarse algo de calor. Después de un buen rato buscó
asiento sobre un barranco que la noche le permitió distinguir
a un lado del camino.
Se acercaba ya el filo de la media noche cuando se empezó a

110
Sobrevuelo

sentir el rumor de algunas voces. El reflejo de una vela en-


cendida permitió percibir la silueta de tres hombres y al poco
tiempo el muchacho pudo identificar con claridad la de Vi-
cente. Escudriñando más en la penumbra, le llamó la aten-
ción que tras los hombres se movía pesadamente algo muy
voluminoso. La velada aparición se fue aclarando y vio por fin
el origen de aquel gran bulto. Uno de los caminantes halaba
una yunta de bueyes corpulentos. Algo después, la penum-
bra permitió un saludo informal con los recién llegados que
acompañaban a su amigo y que se dedicaron, sin pérdida de
tiempo, a la labor que con seguridad se habían comprometido.
El yugo que unía a los robustos animales fue atado por me-
dio de rejos al vehículo. Luego, las dos bestias, a una voz del
yuntero, comenzaron su trabajo. Apoyando sus cascos en las
piedras sueltas del lecho de la quebrada falseaban sus pisadas
y aunque los nobles animales hicieron su mejor esfuerzo, no
avanzaron nada. Entonces se dejaron venir sonoros latigazos.
El rollizo caporal acompañaba indefectiblemente de una excla-
mación estrepitosa cada azote. Sin embargo, el vehículo per-
maneció absolutamente inmóvil. Entonces, el yuguero sacó de
la alforja que pendía de su caballo un artificio con la forma de
un tubo de longitud mediana.
—¡A ver si es que estos hijueputas no van a trabajar como es
debido! —vociferó energúmeno a la vez que movió un botón del
artilugio y se acercó nuevamente a la pareja de vacunos. Sin
mostrar misericordia alguna por la crueldad de aquel disposi-
tivo, los hurgó en repetidas ocasiones, produciendo descargas
de corriente sobre los pacientes animales que se retorcieron
adoloridos cada vez que los tocaban, al tiempo que rompían
el silencio de la noche con bramidos horrorosos. A pesar de
la súplica implorante, al parecer aquel hombre ya era sordo a
aquellos clamores y continuó por un buen rato un esfuerzo, a
la final, del todo infructuoso. Fue imposible mover de su sitio,
tan siquiera un palmo, el vehículo atascado.
Los hombres soltaron las amarras y seguidos por Vicente y
por las bestias, dieron media vuelta y avanzaron hasta que se

111
Domingo Vergara Carulla

refundieron otra vez en las sombras de la noche. El mucha-


cho quedó nuevamente íngrimo y ya sin esperanza de pasar
el resto de la noche descansando. Se recostó otra vez sobre su
barranco, bien arrunchado, en un intento de mantener algo
del calor que le robaba la ropa mojada. El cansancio por la
prolongada vigilia lo vencía y buscó con vehemencia un repo-
so, que le resultó al final esquivo, perturbado por el desafora-
do apetito y por el desesperante zumbido de los noctámbulos
zancudos. Entonces, se ilusionó estúpidamente pensando que
ya pronto amanecería. Miraba una y otra vez con ansiedad
hacia la cordillera, tratando de escudriñar la ocurrencia de
algún rayo o de encontrar un indicio que hiciera sospechar
que llovería.
Trataba de dormitar pero una y otra vez volvía a despertar,
en medio de la noche, tiritando. Cuando la refrendada pesadi-
lla pareció haberse ensañado con él como una tragedia inter-
minable, en la llanura se empezó a presentir la madrugada.
La actividad de las aves que presagiaban un nuevo día fue
irrumpiendo gradualmente con trinos y cantos en el ya mo-
nótono rumor de la quebrada. La intensidad de alborozados
sones fue en aumento y luego se empezaron a escuchar algu-
nos graznidos de animales que para el recién llegado resulta-
ron novedosos. Este barullo de sonidos fue enriquecido con
los susurros de algunos monos que entraron a la escena y
la orquesta bulliciosa creció por sonsonetes de muchas ranas
y chicharras. La vegetación exhaló frescos aromas mientras
en el horizonte ocurría una excitante secuencia de cambios
continuos en la gama de colores. La profunda oscuridad de
aquella noche fue perdiendo lentamente intensidad. Los fríos
azules, casi negros rigurosos, fueron cediendo para llegar a
convertirse en suaves magentas. Luego, complejos tonos roji-
zos fueron seguidos de tibios naranjas y en ese continuo fluir
llegó por fin la calidez del nuevo día. Una gigantesca esfera
de brillo deslumbrante fue emergiendo de la línea que definía
el horizonte, majestuosa. Pareció irrumpir tan cerca de allí de
entre la tierra que no podría considerarse tan extremo desva-

112
Sobrevuelo

río visitar aquel lugar. El aire tibio llenó de expectativa y vida


todo aquel entorno que había permanecido oscuro y frío por
un tiempo que llegó a parecer interminable. Atrás, las mon-
tañas donde naciera La Salina aparecieron enmarcadas por
un suave azul inmaculado, que terminó de una vez por todas
con la pesadilla de enfrentarse a una creciente traicionera. El
aterido cuerpo del joven se dejaba consentir por la calidez del
nuevo día. Y con la brillante claridad también volvió Vicente,
ya no acompañado de los mismos hombres de los bueyes, sino
a bordo de un ruidoso tractor destartalado. Con la ayuda del
desvencijado aparato la puesta en tierra firme del vehículo só-
lo requirió de un poco de paciencia.
Se dirigieron al pueblo más cercano y aliviaron el hambre des-
medida. Después, la reparación de los daños ocasionados por
la permanencia de la camioneta en el agua tomó el resto de la
mañana. Finalmente, sólo hubo tiempo para una muy corta
visita del terreno, que era el motivo del viaje. Se hacía tarde
para iniciar el largo camino de regreso.

113
Domingo Vergara Carulla

Vicente decidió no adquirir aquella tierra y nunca regresó.


Pero desde entonces, aquel Llano y un muchacho soñador y
aventurero, el Flaco, sellaron una amistad inextinguible. Mu-
chas veces disfrutó recorriendo al azar mapas de aquella re-
gión mientras conjeturaba los diversos lugares y experiencias
que le había sido permitido intuir aquella vez a su arribo a
Buenavista. Se deleitó en innumerables ocasiones a través de
exquisitas entelequias, imaginándose cómo sería en el Cravo
el fundo de su amigo Ceferino; cómo trascurriría la vida de los
pocos seres que habitarían el aislado Cumaribo; se pregunta-
ba si Hato Corozal, aquel lugar que señalaban con un punto
pequeño en el mapa, tendría quizás alguna plaza. ¿Podría cru-
zar acaso algún día el Paso Real? ¿Podría llegar algún día a
Santa Rita? Para su soñar desaforado el límite se hallaba mu-
cho más allá de aquel papel que tenía ante sus ojos, pequeño
en demasía.

114
Sobrevuelo

Arribo al Llano

E se fue el Llano que el Flaco conoció, cuando, a tempra-


na edad, era el ensueño fantasioso el que habitaba con abun-
dancia desbordada su mundo juvenil. Años después, los dos
se reencontrarían cuando el novel aviador se vio abocado a
buscar trabajo en aquel territorio cuya imagen era apenas un
esporádico recuerdo. Durante los preparativos, aprovechó pa-
ra que un amigo lo contactara con una persona que conocía
a un empresario del trasporte aéreo del lugar, que realizaba
vuelos hacia la selva y la llanura. Entonces, este amigo de su
amigo, mientras le resaltaba la estrecha amistad y hasta un
cercano parentesco con el dueño de tal empresa, escribió una
nota de presentación para el principiante. Quien elaboró el do-
cumento, lo hizo en términos ampliamente elogiosos, aunque
valga la verdad, había conocido al joven sólo por una breve
referencia; sin embargo, reseñó allí que su recomendado era
un excelente profesional, de amplia trayectoria, poseedor de
insuperable espíritu de trabajo y, por supuesto, competente.
El Flaco emprendió desbordado de optimismo su aventura. Ya
se sentía volando a través de la extensa planicie, disfrutan-
do las experiencias más emocionantes. El viaje hacia Villavi-
cencio trascurrió a través de la misma carretera que tantos
años atrás había recorrido con el amigo de su padre. De lo
que recordaba, no mucho más allá que exiguas mejoras pudo
percibir en el trayecto: le pareció que las tablas del piso de
los puentes estaban mejor aseguradas, y, en los pasos críti-

115
Domingo Vergara Carulla

cos, le habían ruñido a la roca un poco más, de tal manera


que el cruce se podía hacer algo más expedito; la quebrada
Susumuco ahora era superada por un puente no mucho más
amplio, pero en materiales menos vulnerables. Vio el viejo, ya
sin piso y cubierto ahora por la maleza, relegado a entregar
reconocido testimonio de que aquel paso fue aún peor algún
tiempo atrás. El santuario que le pertenecía a dicho lugar, no
obstante las mejoras, continuaba atiborrado de velas, al pa-
recer siempre con varias encendidas, y farolas en desuso de
buses y camiones.
Un mayor flujo de transito tornaba más fatigante la jornada.
Cuando, de largo, cruzó por Buenavista, porque esta vez viajó
en un servicio público y este no se detendría a consentir enso-
ñadores, la escena no pareció haber perdido para nada ni su
extraño encanto ni su magia. Por el contrario: la seducción
afloró con mayor intensidad que aquella vez primera. Ahora,
desde un avión podría conocer qué había más allá de aquella
línea donde se confundía la tierra con el cielo. Embebido en sus
deliciosas especulaciones, transcurrió el tiempo hasta que el
vehículo arribó a Villavicencio. Tan pronto se detuvo, bajó sin
demora y se embarcó en un transporte que lo llevó al aeropuer-
to. A la mano portaba, muy cuidada, aquella nota que quizás
no cualquiera tendría y gracias a ella, pensaba, muy pronto se
encontraría como un ave sobrevolando la llanura. A poco, esta-
ba caminando para dirigirse a las instalaciones de la empresa
en la cual desempeñaría su anhelado cargo. Tuvo al frente un
muro que ostentaba la caricatura de un gigantesco pajarraco
y, a través de una puerta, que en la gran pared se refundía,
ingresó a un hangar en donde pudo observar un DC-3 sin sus
motores.
Se detuvo a mirar brevemente con curiosidad muy placen-
tera. Tras recibir la indicación sobre el despacho del dueño,
de un hombre que apretaba algún tornillo en la cavidad del
mecanismo de las ruedas, prosiguió escasos pasos adelante
al lugar señalado. Allí, una vez cumplido el protocolo de un
corto saludo y, con este, de la entrega del preciado documento,

116
Sobrevuelo

el acuerpado hombre de cara abotagada invitó al Flaco para


que tomase asiento, mientras hacía lo propio al otro lado de
un escritorio. Con el papel aún en la mano y luego de haber
recorrido por encima con veloz carrera las palabras que este
contenía, alabó con postiza deferencia su amistad con el emi-
sor de aquellas letras. Luego, se dejó venir con una pregunta
puntual, sin muchos miramientos:
—Capitán: ¿cuántas horas tiene?
El aspirante dio a conocer un guarismo, cuidando de precisar
con minucia hasta el último minuto que sumaba su bitácora.
—Doscientas doce horas con cincuenta y cuatro minutos —
respondió con velado orgullo, incluyendo en este valor, por
supuesto, el tiempo de aquel trascendental vuelo con Pacho.
—¡Ah!, tiene las horas de la escuela y la adición al DC-3 —ob-
servó el gerente y propietario, con un dejo que indicaba, con
aquella sola respuesta, que el interés por su interlocutor se
había mermado.
—No señor. Esa todavía no la tengo.
Entonces, el propietario hizo un mohín de menosprecio que
ya no pasó ni remotamente subrepticio. El Flaco entendió que,
por lo pronto, las cosas no serían tan sencillas como su opti-
mismo juvenil le había dictado. Quien elaboró la carta, por
supuesto, se había sobrepasado en los elogios.
—Capitán —concluyó el anfitrión sin dar más largas al asun-
to—: usted tiene que volar de observador, como primer requi-
sito para poder adicionar su licencia al DC-3. Yo no le voy a
cobrar las horas porque viene muy bien recomendado, pero
vaya y compre un seguro de vida a favor de nuestra empresa
—y mencionó su valor— y cuando lo tenga, vuelve para darle
la autorización para que haga los vuelos respectivos. Lo del
seguro es porque tenemos que cuidarnos. Usted sabe: esta ac-
tividad tiene sus riesgos. Luego, tiene que hacer el vuelo de
chequeo, del cual hablaremos cuando esté listo, pero acuérde-
se de que ese se paga siempre anticipado. Después, una vez le

117
Domingo Vergara Carulla

entreguen la licencia, lo tendremos en cuenta en caso de que


alguno de nuestros copilotos se retire, pero no le garantizo
nada.
Con estas palabras se dio por finalizada la entrevista y el Flaco
carraspeó un par de veces para organizar un poco el nudo que
se le había formado en la garganta. Hizo un gran esfuerzo
para que su voz fluyera sin denotar su ánimo aporreado y
despedirse de su interlocutor con naturalidad presunta, pero
el ridículo fue más allá de lo evidente. Se estaba sintiendo te-
rriblemente defraudado consigo mismo por haber acumulado
tanto optimismo. Creyó que podía entrar por la puerta grande
y ahora sabía que tendría que hacer la fila para entrar por una
de trastienda.
Se dirigió hacia una cafetería que se hallaba en seguida y,
allí, en torno a una mesa, un grupo de pilotos conversaba des-
preocupadamente. Ninguno de ellos le fue de manera alguna
conocido; no obstante, pensó que podrían ayudarlo en algo.
Con velada timidez irrumpió y se presentó a los contertulios.
Allí conoció a Germán, al Pastuso, a Héctor, a Mario, a doña
Lilia y a otros aviadores que, después, debió hacer un buen
esfuerzo para recordar sus alias o sus nombres de tantos que
había. Por la manifiesta calidez de algunos en su saludo, se-
guramente estaban reviviendo aquel incierto momento de su
propia historia. Algo tenía el Flaco que les inspiró confianza
y, durante la charla que se vino, conoció preocupantes por-
menores sobre la empresa que aquel amigo, del amigo de su
amigo, le había recomendado. No se destacaba por su buen
mantenimiento y, también, sobrecargaba los aviones. Eso sí,
pagaban el mejor salario en el medio, pero los pilotos tenían
que estar dispuestos para enfrentar frecuentes emergencias.
Ya en su historial figuraban graves accidentes. El Flaco entró
a considerar qué tan prudente sería correr aquel albur que le
estaba siendo cantado, pero también –y con poco menos que
desenfreno– quería volar. Un dilema que lo enredaba seria-
mente. ¿Sería capaz, sin experiencia o, al menos, tan limitada,
de enfrentar complicadas emergencias?

118
Sobrevuelo

Sin embargo, también le dieron a conocer que, así no se pre-


sentaran con frecuencia, había otras opciones con las que de
alguna manera podía iniciarse un principiante. Muy de vez en
cuando, algún dueño de hato optaba por comprar una avione-
ta o se le iba el piloto que tenía, aburrido de vivir en mitad de
la llanura, recibiendo como pago una suma menos que escasa,
y tomaba entonces a algún principiante que le aceptara las
precarias condiciones. La paga era irrisoria porque el trabajo,
a decir verdad, era muy esporádico pero, no obstante se volaba
poco, el piloto debía permanecer al servicio del cargo mien-
tras el avión estuviese disponible y sólo podía disfrutar de un
tiempo libre cuando la máquina ingresaba al taller para man-
tenimiento. Aun así, cuando resultaba una vacante tampoco le
faltaban numerosos candidatos. Al Flaco, a poco de haber lle-
gado, le quedó claro que tendría que pelear aguerridamente la
fila en la puerta de la trastienda para ingresar a su escenario.
En esas estaba cuando se acercó al grupo un hombre joven, de
mediana estatura, complexión llamativamente gruesa, ojos de

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Domingo Vergara Carulla

inquieta travesura y sonrisa socarrona. Había estado mero-


deando por el lugar mientras conversaba con unos y otros y,
desde su arribo, se hizo notoria su presencia porque se expre-
saba de manera chabacana y bulliciosa. Era evidente, por sus
incesantes movimientos y su inconcluso deambular, que algo
andaba buscando. Con una sonrisa franca se saboreó cuando
vio que entre los de aquella mesa se encontraba un forastero.
Ganoso por encontrar quién le permitiera divertirse, se diri-
gió al grupo, más presto que si lo hubiesen llamado rogándole
diligencia, e irrumpió, diciendo con el tono de graciosa burla:
—Y este flaco, ¿qué? De seguro es otro de los tantos pichones
de piloto que arriman por aquí para bajarnos del trabajo.
—Potro —intervino Germán, celebrando con su gesto la guasa
que insinuó el recién aparecido—, ¿el dueño de La Castellana
ya arregló el avión? Este muchacho viene en busca de trabajo.
—¡No sé! —respondió sin demora alguna Potroloco, mante-
niendo ausente de recato su actitud abiertamente retozona—.
Pero seguro que lo contrata así no sepa volar. Tan flaco que
está, pesa poquito y le pueden meter harta carga a la avioneta.
Luego, se dirigió al recién llegado y sin bajar el tono de la
guisa, le dijo:
—Tranquilo, Capitán, que si yo sé de algo, le aviso… y ojalá
consiga trabajo en un hato para que le den de comer harto
topocho y harta carne; es que si se descuida, lo puede levantar
el brisote del verano.
Reventó una graciosa carcajada de en medio de aquellos asis-
tentes que intimidó aún más al novato, y no se sintió bien para
responder al dialogo en el mismo tono de sarcasmo que le im-
ponía Potroloco. Aceptando con obligada sumisión la broma,
expresó con gesto más adusto que otra cosa:
—Capitán: yo le agradezco lo que pueda hacer para ayudarme.
Necesito trabajar.
Potroloco acogió graciosamente la actitud recatada del achan-

120
Sobrevuelo

tado visitante y le respondió con un dejo caricaturescamente


circunspecto:
—Con el mayor gusto… ¡Capitán!—. Y regresando a su actua-
ción abiertamente socarrona, mientras le tiraba un bien calcu-
lado manotazo que pasó zumbando muy cerca de su cara, le
dijo: —¡Deje esa cara de susto porque no me debe nada!
Este ademán aspaventero hizo que estallara otra divertida ri-
sotada. El Flaco no tenía más opción que sonreír y aceptar
que, si quería volar, este sería su nuevo entorno de trabajo.
Detrás de su chabacanería percibió que Potroloco y, por su-
puesto, sus colegas, eran ante todo seres amigables. Al caer
la tarde, por referencia de sus compañeros se dirigió a un mo-
desto hotel en la zona céntrica. Este se anticipaba bastante
bullicioso pues, como estaba rodeado de cafés de mala muerte,
no le faltarían los escándalos que seguramente generaban so-
bresaltos en medio de la noche. Sin embargo, era una opción
de albergue económico para los recién llegados que debían me-
dir con buen juicio un precario presupuesto.
Al día siguiente, bien de madrugada, el Flaco llegó a la termi-
nal para hacer presencia y permanecer en intensa expectativa.
A esa hora la mayor parte de la gente se desplazaba con movi-
mientos apurados. Sólo muy pocos se tomaban el escaso tiem-
po que demandaba bogar un pocillo de café, de pie, frente a un
vetusto mostrador; y menos aún eran los que, sentados, apu-
raban un suculento desayuno, que sobre una bandeja ovalada
de porcelana despicada, lucía una porción de arroz en burdos
bloques, bajo un par de huevos saturados con el aceite de la
fritura. Complementaban el plato una tajada también frita de
plátano maduro y un pedazo de carne hervida, recubierta por
una salsa que enseñaba la cebolla y el tomate sin mucho pro-
ceso de una cocina descuidada.
Poco después, una sucesión nutrida de aviones DC-3 y DC-4
y un par de emblemáticos Curtiss C-46, compartió con un nu-
meroso grupo de monomotores la apretada fila para hacer su
entrada a la pista y elevarse en carrera estrepitosa. A poco,

121
Domingo Vergara Carulla

otra era la escena: la plataforma, antes atiborrada en caótico


desorden de un popurrí de aeronaves y personas, se encontra-
ba con escasas unidades ya dispersas. Adentro, en la terminal,
en el área donde las empresas tenían los espacios para atender
los pasajeros, sus empleados montaban guardia como linces
para capturar con presteza cualquier cliente que fuese llegan-
do para vuelos posteriores.
Así, con una actividad más pausada, fueron transcurriendo
las horas con lentitud, mientras el Flaco se entretuvo obser-
vando el ir y venir de sus colegas. Fue un día de aeropuerto
lleno de variadas experiencias, de muchas cosas nuevas, de
chismes y jocosa charlatanería. Escuchó muchas historias so-
bre fallas que terminaban en estresantes emergencias, cuan-
do no en lamentables accidentes. Por ahora, decidió darse un
tiempo y relegar a un segundo plano su interés por trabajar
en los aviones que ostentaban el inmenso pajarraco, por lo
que no acudió todavía a tomar ningún seguro. Se resignaría a
soportar el tiempo adicional que resultare de una escogencia,
por precaria que fuera.
Y así como aquel, sobrevino el paso de muchos días –bastan-
tes más de los que en su optimismo inicial había previsto– sin
que se concretara oferta alguna y, gradualmente, se convirtió
aquello en una réplica de la tediosa espera que ya había so-
portado en la capital. Las renovadas perspectivas se fueron
opacando y, con el tiempo, reaparecieron la incertidumbre y
el inevitable desespero; sin embargo, no podía considerar co-
mo una alternativa valedera correr acobardado de vuelta a la
gran ciudad. Algo, empero, mitigaba tan fatigosa desazón: lo
acompañaba la certeza de que su decisión de convertirse en un
hombre para el aire no había podido ser más apropiada y bien
valía la pena vivir aquello con la paciencia que fuese necesaria.
Entretanto, un día cualquiera de aquellos de rutina de ae-
ropuerto, se armó de repente un alboroto entre los que allí
permanecían. El operador de la torre informó la novedad de
que un DC-3, de los que portaban el inmenso pajarraco, ha-

122
Sobrevuelo

bía alcanzado a aterrizar en Mitú, un aeropuerto de los bien


adentrados en la selva, tras haber sufrido en el trayecto un
daño en uno de sus motores. La primera información que se
recibió por la radio indicaba que la situación había sido bas-
tante azarosa. Hacia el final de esa tarde, en el último avión
que voló desde el lugar, arribaron los tripulantes que habían
sobrevivido a la emergencia. Estos, al descender de la aerona-
ve, se vieron envueltos por un corrillo que creció de manera
atropellada.
Numerosos aviadores, que habían terminado sus labores más
temprano, aún no se marchaban a la espera de saludar a sus
colegas y, por qué no, de escuchar de viva voz los pormenores
del asunto. Sin embargo, antes de que se acabaran los saludos
entre los amigos y por lo tanto de que se iniciara el relato
con las primicias anheladas, se escuchó la voz del dueño de la
aeronave que había sufrido el percance, quien reclamaba agi-
tado la presencia en su oficina de los tripulantes recién des-
embarcados. Su gesto de impaciencia no auguraba un buen
desenlace y menos cuando todos vieron que manoteaba con
evidente furia, mientras traspasaba el umbral de la puerta de
su oficina seguido muy de cerca por los dos acobardados tri-
pulantes: Antonio, piloto de temperamento retraído, sonrisa
escasa, amante casi morbosamente incondicional de su trabajo
y quien, con algo de gomina, siempre permanecía pulcramen-
te peinado; y su copiloto, Carlos, extremadamente delgado,
con una edad que podría estar cerca de los 30, de pómulos
muy prominentes y ojos saltones. La reunión duró realmente
poco. Salieron por la misma puerta por la que habían entrado
con un gesto de mortificación que no permitió asumir un en-
cuentro sosegado.
—Nos trató de imbéciles por haber botado la carga —comenzó
por exclamar Antonio. Luego, dejando entrever aún más su
fastidio, agregó: —El dueño de la remesa no la había asegu-
rado y el patrón dice que nosotros debemos responderle por
la reclamación que hará su cliente. El corrillo de aviadores
guardó silencio porque sabían que ante cualquier pelea que se

123
Domingo Vergara Carulla

planteara, ellos la tenían perdida. Los escasos clientes, que por


aquellos días requerían de los cargueros, eran mimados con
descaro por los empresarios y se peleaban abiertamente sus
favores. Entonces, alguien le iba a pagar la pérdida a quien
hacía la reclamación y no sería precisamente el dueño de la
empresa. No faltaban tripulaciones necesitadas y hambrientas
que esperaban la oportunidad de encontrar algún trabajo, así
que el pagador ya se conocía.
El apretado tumulto de aviadores, que permanecía muy atento
al desarrollo de los hechos desde que sus compañeros descen-
dieron del avión, rápidamente se reorganizó en dos grupos,
atendiendo naturales intereses de un necesario escalafón. Los
pilotos, mayoría en número porque los monomotores no re-
querían de un segundo tripulante, rodearon a Antonio, con
uno que otro curioso que nunca faltaba, como Darío, el que
repostaba el combustible de las aeronaves. Unos pocos, dentro
de los que se involucró el Flaco, se desplazaron para escuchar
la experiencia del copiloto. De antemano, la tensa expresión
que irradiaba el rostro de Carlos reveló que vivía un profundo
sufrimiento en su interior. De hecho, no fue él quien terminó
por dar inició a la plática con los detalles que sus compañeros
ansiaban conocer ávidamente. Sólo, al sentirse obligado a dar
respuesta a preguntas que le hicieron sus amigos, le brotaron
monosílabos cortantes, que en realidad poco o nada respon-
dieron. Sus palabras fueron un exhausto balbuceo, temeroso
y apagado. Meditaba para pronunciar cada vocablo, como si se
sintiera en riesgo de llegar a decir algo de lo cual después se
arrepentiría. Su mirada aprensiva rehuía los ojos de sus inter-
locutores. Su mente atormentada estaba en otro mundo, dema-
siado lejano. De repente, se atrevió a expresar cortas palabras,
que reflejaron alguna decisión y coherencia.
—No sé qué hacer… —el espacio de silencio posterior agregó
mayor intriga. Enseguida retomó el desalentado balbuceo y
dijo: —No sé si seré capaz de volver a volar… pero no sé hacer
nada más y… posiblemente… cuando me tranquilice, me veré
obligado, me guste o no… ¡a seguir hasta que algún día por fin

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Sobrevuelo

me mate! Sólo es cuestión de tiempo y suerte—. Luego trans-


currió otro espacio de silencio, que sus compañeros respeta-
ron, quizás porque entendieron la angustia de su colega o,
tal vez, porque revivieron intensamente algunas de las suyas,
con dudas que afloraban todavía.
Carlos por fin aceptó iniciar el relato de lo que había sucedido
cuando volaban hacia Mitú. Contó que, afectados por la modo-
rra que hacía mella luego de repetidas madrugadas, dormita-
ban relajados a nivel de crucero a través de un cielo despejado.
Ya habían dejado atrás la sabana y se adentraban en la acep-
tada monotonía del trayecto de la selva. Los separaba todavía
un muy largo trecho del destino, cuando los manómetros in-
dicaron que un motor había empezado a mostrar una tempera-
tura un poco más alta que de costumbre y la presión de aceite
disminuida en algunas libras. El mecánico hizo presencia en
la cabina y analizó con el piloto la anomalía; se atrevieron a
concluir que tal vez no fuera algo grave y simplemente redu-
jeron un poco la potencia. Aquellos motores gozaban de una
sorprendente fama de confiables, tanto que algunos tripulan-
tes los llegaban a mirar con incondicional cariño. Era un decir
entre los aviadores que operaban los DC-3 que, “aún fallando,
no lo dejan colgado a uno”.
El tiempo siguió un lento transcurrir, bajo la observación de
la máquina en medio de una alerta soterrada, hasta que de
repente la situación se tornó un tanto más que desapacible.
La presión de aceite de ese motor bruscamente se vino abajo,
un traquido fuerte fue escuchado en la cabina y sobrevino un
brusco guiño de la nave, que el piloto debió corregir con há-
bil diligencia. El estrujón sorprendió a todos los ocupantes.
Seguidamente, un chorro de aceite renegrido se vio salir de
entre las latas que carenaban el motor, integrándolo dentro
del ala. Entre el piloto y el mecánico hubo consenso: se había
reventado el cigüeñal, por la forma tan repentina como se ha-
bía frenado el giro de la hélice.
No era la primera vez que Antonio se veía sorprendido por una

125
Domingo Vergara Carulla

falla y ya estaba habituado a sortear en aquel avión complica-


das emergencias. Por eso, sin pérdida de tiempo, levantó el
brazo para empujar con uno de sus dedos un botón rojo de los
dos que sobresalían de entre muchos otros en un panel sobre
el techo. Si se perdía todo el aceite del motor antes de que el
mecanismo que perfilaba las palas de la hélice hiciese su traba-
jo, quedarían estas ringleteando y la resistencia generada por
ello los tumbaría sin remedio, ¡y muy pronto! Una vez Antonio
hubo confirmado que este proceso había concluido con éxito,
ahora sí, pausado y de manera delicada, aceleró el otro motor
operativo. No se le notó preocupación cuando el avión empezó
a perder altura poco a poco. Venían con altura de crucero y
sabía que a medida que fuesen descendiendo el motor funcio-
nando iría entregando más caballos de potencia hasta lograr
mantenerlos a nivel. Antonio tomaba las cosas con prudente
expectativa; no obstante, nunca se detuvo y siguió adelante
con los quehaceres que imperaban. Mientras hizo algunos cál-
culos, también puso en orden sus ideas y le ordenó a Carlos:
—Llame a Mitú y dígales que tenemos un motor fuera, si to-
davía no nos escuchan. En todo caso, llame “blind” e intente
conseguir con alguien que nos copie un reporte de cómo anda
el tiempo por allá.
La comunicación de Carlos con la estación fue entrecortada,
por la distancia que todavía los separaba, pero la respuesta
sobre las condiciones meteorológicas en el destino indicaba
que estaban disfrutando de inmejorable visibilidad y viento de
intensidad muy moderada. El piloto, por el momento, se quitó
una gran preocupación de encima.
El peso a bordo le impuso a la aeronave un régimen de descen-
so mayor a lo que la tripulación inicialmente había calculado.
Ya se acercaban al nivel de vuelo previsto para que la nave no
perdiese más altura y la rata se mantenía considerablemen-
te alta. Antonio recordó que quien se había encargado en el
despacho de abordar la carga le mencionó al salir, despreocu-
padamente: “vaya tranquilo, capi Antonio, que lo que va de
más no vale la pena”. La condición de sobrepeso se presentaba

126
Sobrevuelo

con frecuencia y el piloto ya estaba acostumbrado a aceptar


esa insólita rutina, y lo hacía porque, además, cada tripulante
abordaba también un par de canastas de cerveza. El líquido
se vendía a un buen precio en los caseríos de la selva y con la
ganancia mejoraban un poco los ingresos. Eso sí, los intere-
sados alegaban con ironía soterrada, “esa carga no pesa“, y lo
decían con una sonrisa socarrona aunque todos a bordo hicie-
ran fuerza cuando el carguero se resistía para abandonar la
tierra y recorría hasta el último metro de la pista en el intento.
El vuelo del carguero en problemas continuó en medio de la
tensión que fue en aumento. Sin duda, a ese paso era segu-
ro que no llegarían, así el otro motor aumentara el resto de
su potencia más abajo. Todavía faltaba demasiado trecho. El
cargamento que generaba el lastre adicional, el piloto lo ma-
nejaba a su criterio, y lo botaría para no caer, en caso que se
complicase el asunto. Sin embargo, su amor por aquel trabajo
le aportaba una dosis de porfiada terquedad. No sería la pri-
mera vez que tomara esa medida en caso extremo, pero tener
que hacerlo le dolía y, ciertamente, le dolió cuando le ordenó
al mecánico botar la carga que pudiera.
Rápidamente, este reunió, entre los pasajeros, un equipo y
hasta sobraron voluntarios. Mientras uno sostenía la puerta
entreabierta, otro, con un lazo que le daba vuelta a la cintura
y estaba atado a la estructura, recibía de diligentes pasajeros
los bultos para echarlos al vacío. Todo el mundo se movía con
frenesí; el sudor les escurría por la cara y empapaba por com-
pleto sus camisas. Pesados líos parecían livianos envoltorios
cuando pasaban de mano en mano, a una velocidad descon-
certante. Las canastas de cerveza de la tripulación iban pro-
duciendo un sonoro campanilleo al ser transportadas hasta
llegar al hombre de la puerta. Faltaba todavía una distancia
muy considerable cuando quedaron a bordo solamente los, ya
de por sí, numerosos pasajeros y la gasolina que contenían
los tanques. Este combustible se había previsto en suficiente
cantidad para la ida, el regreso y algo más para reserva ante
la posibilidad de mal tiempo; irónicamente, este peso de más

127
Domingo Vergara Carulla

generaba ahora un lastre que los podía tumbar y no había for-


ma de botarlo. No obstante la disminución del peso a bordo, el
desgastado motor seguía agobiado, entregando casi toda su
potencia a punto de quedar exhausto, pero hacía demasiado
calor y no se nivelaba.
No mucho después, vieron distantes en el horizonte y difu-
minados por la ligera calina que imperaba en la atmosfera
de toda la zona, los pequeños cerros que sobresalían de entre
la selva a espaldas de Mitú, pero ya volaban muy cerca de las
copas de los árboles más altos. Antonio empezó a evitar la co-
lisión haciendo cambios de dirección en forma zigzagueante.
Buscó afanosamente avistar siquiera el río Vaupés, donde de-
bía encontrar la pista que podría salvarlos; luego, habría que
tener el mejor tino para ubicarse. Sin embargo, la altura a la
que ahora habían descendido solamente les permitía ver las
protuberancias del terreno, las cuales los guiaban de vez en
cuando entre los árboles menos frondosos.
Con la superficie más y más cerca, al piloto no le quedó otro
remedio que aumentar la potencia de su motor a un nivel por
encima del que el fabricante tenía recomendado en caso de
emergencia, a riesgo de romper la máquina y afrontar lo peor
de aquella pesadilla. Entretanto siguió su rumbo serpentean-
do para llevar la lucha hasta el último momento. Sabía que si
arborizaba, no sería el primero al que le tocara y muy segu-
ramente él, al comando, y Carlos, por supuesto, se matarían.
Los aviadores rara vez sobrevivían. Eso fue lo que el copiloto
entendió cuando Antonio se quedó mirándole fijamente a la
cara con los ojos enrojecidos muy aguados. Sin embargo, per-
maneció en un silencio delirante. Tal vez, no se atrevió a decir
lo que sentía o quizás no le salieron palabras.
Fue en el umbral de la temida escena cuando se le ocurrió
mirar la hora y lo hizo en el reloj que portaba en su muñeca.
El color que decoraba su carátula era verde. En medio de un
delirante raciocinio concluyó que en aquella selva, toda ver-
de, el verde de su reloj sería el culpable de que jamás fueran

128
Sobrevuelo

encontrados. En esa selva despiadada habían desaparecido de-


masiados. Sin más meditación y menos aún algún preámbulo,
se arrancó el reloj de la muñeca y abrió la ventanilla. No se
inmutó por el chiflido que produjo el ventarrón y sacó la mano
y con rabia botó el artefacto tan distante como pudo. Cerró la
ventana y se quedó embelesado, mirando por última vez su
panel de instrumentos, mientras Antonio descubría, detrás de
una barrera de árboles que creyó en algún momento ya in-
franqueable, que volaban sobre el río.
Por alguna casualidad ajena a la razón, la vida de aquellos
viajeros parecía merecer otra oportunidad. Antonio ganó algo
de confianza porque así no alcanzaran a llegar a la pista, si
lograban un buen acuatizaje, él y su compañero tendrían más
opción de sobrevivir a la emergencia. Por ahora, encontrarse
unos cuantos metros por encima del agua le permitieron al pi-
loto aumentar algunos nudos la velocidad, que ya venía muy
baja, y luego aliviar en un par de pulgadas la potencia al mo-
tor, que aguantaba no sabía por qué noble sentimiento. Muy
cerca de allí, al lado del río, debía estar la pista, pero en ese
momento no la vieron. Podrían estar volando aguas arriba, o
aguas abajo, quizás; no era fácil deducirlo. Antonio hacía mu-
cho esfuerzo tratando de ubicarse pero no lo lograba desde esa
altura. Siempre lo hacía desde bastantes metros más arriba.
Carlos, quien tenía un poco menos de experiencia y ahora, por
su estado de conmoción, apenas entendía, tampoco pudo ayu-
dar gran cosa. Fue un colono, que venía como pasajero, el que
les gritó, mientras corría hacia la cabina haciendo señas, que
viraban al lado contrario, porque en esa dirección se alejaban
de la pista. Había reconocido a través de su ventana un peque-
ño rancho, que ahora habían dejado atrás, y estaba seguro de
que este quedaba aguas arriba de la población.
Volaban a lo largo de una recta que hubiese facilitado el acua-
tizaje. Antonio, en ese momento, se sintió tentado a acuatizar
allí de una vez por todas y no manosear más la buena suerte
que les daba una nueva oportunidad. Sin embargo, echó una
mirada a los instrumentos de ese motor que todavía no se ha-

129
Domingo Vergara Carulla

bía rendido y observó que la temperatura había permanecido


estable en su límite máximo. Entonces decidió iniciar el crítico
viraje. Con el pulso tembloroso mientras inclinaba la cabrilla,
esperó no haberse equivocado al tener que sobrevolar la selva
por un par de largos minutos. El DC-3 mantuvo escasamente
la velocidad requerida para no desplomarse y felizmente vol-
vieron a volar sobre la superficie del agua, ahora en la correc-
ta dirección, luego de haber sobado temerariamente otra vez
las copas de los árboles.
No mucho después, al dejar atrás un par de curvas, apareció
al final de una recta del río, la cabecera de la pista. Una duda
de último momento vino a retar los fatigados nervios del pilo-
to. Bajaba el tren para aterrizar o no lo bajaba. Si no lo exten-
día y el motor aguantaba, era muy seguro que alcanzarían a
llegar a tierra y caerían sobre la barriga; pero existía el riesgo
de un incendio y el carguero sufriría. Si lo bajaba, este produ-
ciría una resistencia al avance, adicional a la que ya estaban
generando las aletas que, tras una orden a Carlos, ya bajaban,
y esto podría tumbarlos al agua antes de alcanzar la cabecera.
Si caían al río con las ruedas abajo, el avión se podría partir
y todos morirían. Para acuatizar con éxito deberían tener las
ruedas totalmente guardadas. Antonio tenía pocos instantes
para tomar la decisión. Las ruedas tardarían once segundos
en bajar y asegurarse y no quedaba mucho más que eso. Se
imaginó su carguero en la pista maltrecho y de pronto incen-
diándose después del barrigazo. Había llegado a querer tanto
aquella poderosa máquina que, para sus adentros, la concebía
con vida propia… y esa vida la habían compartido por muchas
horas juntos. ¡La quería! ¡La admiraba! Las latas tal vez se-
rían del dueño, pero esas latas, inertes para los demás, para
él tenían vida; y más que la de muchos, meritoria. La vida de
esas latas era su vida. No le encontraría sentido a sobrevivir si
su noble DC-3 no lo lograba
“Mi Diosito, ¡no me falles!” Apretó los ojos para quitarse un
par de lágrimas que le opacaban la visión y, en un estado leja-
no a la conciencia, tomó la decisión de seguir para adelante.

130
Sobrevuelo

—¡Tren abajo! —le gritó a su copiloto. Como un autómata, Car-


los movió la palanca y se sintió un ligero guiño del avión, a la
vez que sonó el mecanismo de bombas que activaba las líneas
hidráulicas. Los siguientes segundos fueron largos… muy
largos. La velocidad se redujo severamente, como era de espe-
rarse, y Antonio empezó a sacrificar un poco la escasa altura
que aún conservaban para no entrar en pérdida y precipitarse
al agua. Cada vez más cerca del río, sólo les quedó tener algo
de fe y esperar. Esperar que tuvieran suerte o entregarse de
una vez por todas. La superficie del agua pasaba apenas cen-
tímetros debajo. No quedó más altura para sacrificar cuando
un par de pequeñas luces verdes en el tablero indicaron que el
tren estaba asegurado abajo, lo que de poco serviría si caían al
agua. Antonio se dio cuenta de que sus dientes se apretaban
unos contra otros a punto de llegar a romperse.
—Diosito… —balbuceó Antonio— ¡no me vayas a fallar!—. El
bullicio del motor casi fue un quejido cuando el piloto exigió
toda la potencia que en este quedara disponible. Estaba seguro
de que la máquina se reventaría pero tenía que seguir ade-
lante y, por último, haló la cabrilla contra el pecho con toda
su fuerza para superar parte del barranco que lo separaba de
la pista. Se sintió una leve agitación en la estructura y se es-
currió el carguero entre las malezas que crecían al borde del
campo. Se escucharon ruidos y traquidos por debajo y el DC-3
rebotó con alguna brusquedad al pasar sobre una zanja de las
que hace el agua cuando arroya. Las llantas por fin entraron a
rodar sobre la superficie firme de la pista y Antonio echó atrás
los comandos del motor, que todavía hacía algún escándalo.
Tan pronto cesó todo movimiento, Antonio dejó caer su cabeza
sobre las manos que otra vez aferraban la cabrilla con deliran-
te frenesí. En esa posición permaneció por unos instantes en
silencio riguroso. Luego, se incorporó y miró a Carlos. Sus
ojos se encontraban tan brotados que parecieran estar sólo
retenidos por los tensos párpados humedecidos por las lágri-
mas y sus corneas aparecían atravesadas por vistosas venas,
henchidas por la sangre. En el resto del rostro se definía un

131
Domingo Vergara Carulla

estático rictus que abrumaba. Luchando contra unos dientes


que aun se negaban a separarse, Antonio le extendió la mano
a su compañero para apretársela con toda su fuerza y le dijo:
—Mi Diosito así lo quiso… y nos ayudó—. Tan pronto soltó
la mano de su copiloto, el mecánico, quien había permaneció
atento detrás de ellos todo el tiempo, se abalanzó sobre Anto-
nio y lo abrazó con desespero. Con voz temblorosa gritó, en
emocionado frenesí:
—¡Hiiiiijuepuuuuuuta nos saaalvaaaaamos!
Entretanto los pasajeros, que habían estado como paralizados
durante todo este tramo final, habían ido bajando del DC-3. Al-
gunos, de rodillas, con emoción indescriptible, le daban besos
a la tierra. Otros, se quitaban la camisa y la exprimían, pues
todos estaban bañados en sudor. Otros, se abrazaban entre sí,
con toda su fuerza.

132
Sobrevuelo

Doña Lilia

L a emergencia en la que se vio involucrado aquel cargue-


ro pronto pasó a ser otro capítulo más de la historia que cae
en el desfondado botijo donde terminan los olvidos. Los pasa-
jeros no dejaron de subirse en el primer avión que saliera, así
fuera en uno de los que lucía el enorme pajarraco; el que salía
primero era el que más les interesaba.
Por otro lado, el Flaco persistía en su propósito de volar en la
región, no obstante que el paso de los muchos días intentaba
minar su alborozada ilusión, mas no la vencía. Cada madru-
gada se le veía llegar al aeropuerto, incluso más temprano
que cualquiera que tuviese el más serio compromiso para con
las obligaciones de su vida. Sin embargo, comprendió que no
se podía limitar para apostarle únicamente a desempeñar un
cargo como piloto de algún monomotor, allí o llano adentro,
y para ese fin debía poseer la calificación de copiloto en un
DC-3, el más utilizado, a la sazón, como carguero y también
para el trasporte de viajeros. No sólo la empresa que visitó
aquel primer día ya lejano dependía de aquellos, sino que los
había de todos los pelambres. Se dedicó, entonces, a estudiar
los pormenores de la máquina en un manual que le prestaron.
Aquel grueso libro tenía un enorme número de hojas, todas
llenas de importantes datos, medidas, diagramas y listas de
chequeo, además de un extenso capítulo con la descripción de
complicadas emergencias. Este último permitía al interesado
conocer las posibles fallas en los múltiples sistemas –el hi-

133
Domingo Vergara Carulla

dráulico, el eléctrico, el de la alimentación de combustible–, a


cual más críticas para un buen funcionamiento cuando no se
tuviesen los pies puestos en la tierra, sin desentenderse, por
supuesto, de potenciales incendios en los motores, no menos
que azarosos, hélices que, de llegar a desbocarse, quedarían
fuera de control y podrían tumbar el avión en breve tiempo…
El Flaco llegó a preguntarse qué tan seguro sería aquel inven-
to al que le podían ocurrir tal número de inquietantes averías
y se cuestionó, no pocas veces, si su empeño por seguir bus-
cando en el vuelo su futuro implicaba una osadía irresponsa-
ble que, quizás, podía pagar con su vida o, tal vez, un morboso
masoquismo en busca de un riesgo por demás cantaleteado.
No obstante, siempre concluyó algo totalmente opuesto y muy
distante; todas las veces terminó por aceptar para sí una res-
puesta clara y contundente: ¡Privilegio de muy pocos!
Se aprendió todo aquel extenso documento sin que quedase
la posibilidad de equivocarse. Las listas de procedimientos las
debió recitar sin derecho a titubeo y cada hoja la conoció hasta
el último detalle. Y en el entretanto, pudo enterarse de que
un pariente conocía al propietario de uno de los cargueros
que volaban en la plaza, otro diferente al de aquellos aviones
de la empresa que visitó el primer día y con la que persistió
en guardar distancia. El DC-3 que ahora le revivía las obsti-
nadas esperanzas pertenecía a una singular empresa que te-
nía un solo avión que funcionaba; otro, también un DC-3, que
integraba el resto de la flota de la aerolínea, se encontraba
en un río en medio de la selva, varios metros bajo el agua.
Había caído allí luego de que le fallara uno de las motores y
no se pudiera sostener con el otro, por el demasiado peso que
llevaba. La empresa en cuestión había comprado estos restos
y preparaba su rescate. La planilla la llenaba Juan –el único
piloto y también su propietario–, el copiloto de turno y un par
de hábiles mecánicos.
Juan le permitió al Flaco ir a bordo durante los vuelos necesa-
rios para cumplir el primer requisito de familiarizarse con el
aparato; por esto no tuvo que pagar ninguna suma, ni tampo-

134
Sobrevuelo

co le exigió el pago de insólitos seguros. Eso sí, debió soportar


pesadas jornadas de entre nueve y doce horas, que dejaban al
principiante más que exhausto al final de cada día. El tiempo
transcurría debiendo soportar, además del continuo rugir de
los motores, los calores infernales de la selva cuando llegaban
al destino, interpolados durante los trayectos de crucero con
el intenso frío que se sentía en el ya envejecido carguero, ca-
rente de calefacción de cualquier tipo. Corría para entonces la
época de lluvias y frecuentes incursiones en temporales des-
piadados estremecieron al novato mientras se fue acostum-
brando un tanto a la fuerza. El entusiasmo, empero, superó
por mucho cualquier irrupción del temor o la fatiga.
El aprendiz permanecía de pie en la cabina detrás de los pilo-
tos, aun cuando las violentas ráfagas arremetieran y zaran-
dearan el carguero con bruscos estrujones. No caía de un tajo
al suelo gracias al esfuerzo preciso que con manos y pies lo-
graba mantenerlo erguido, aunque a veces lo doblegaran las
demasiadas presiones por instantes. Cuando se topaban con
formaciones de granizo, el ruido del impacto sobre las latas
de la trompa, justo adelante de ellos y sin aislante alguno,
realmente azoraba. El DC-3 debía atravesar, sin contemplación
posible y con periódica frecuencia, gigantescas murallas de
imponentes nubes de un color tan negro que producía un frío
intenso el sólo observarlas con algún razonado detenimiento.
Soberbias, a la vez que amenazantes, no ocultaban en nada
su azarosa capacidad de producir una catástrofe. Ante una
mirada con algún viso de cordura, serían, por sana pruden-
cia, infranqueables. Para entonces, las aeronaves no dispo-
nían de ayuda alguna para evitar las más enfurecidas, por
lo que, quienes se atrevían, debían enfrentar la penetración
de la inmisericorde atmósfera equipados únicamente con el
valor que les proporcionaba la mixtura de su propia juventud
y una dosis de temeridad bien arraigada, más la confianza que
les inspiraba un noble carguero al que se le habían asignado
poderes legendarios.
El DC-3 contorsionaba entre las nubes mientras reventaban

135
Domingo Vergara Carulla

por doquier relámpagos que podrían atravesar en cualquier


momento el fuselaje. A pesar del ruidoso ambiente que se so-
portaba en la cabina, se podían escuchar ocasionales chasqui-
dos de las chispas deslumbrantes de relámpagos cercanos y,
entonces, el aprendiz aguantaba la respiración para esperar
el trueno estrepitoso. No obstante, el temor debía ser acallado
ante la necesidad de seguir hacia adelante. Algunas tormen-
tas, sin medir sus arrebatos, resultaban impredeciblemente
aterradoras y la selva, allí debajo, no permitía jugar para apos-
tarle ni un puesto al juicio razonable. Tampoco ella permitía
evitar la más feroz muralla de nubes suspendidas: no fueron
pocos los aviadores que, “cobardes”, intentaron esquivar los
peores malos tiempos y cayeron en su trampa. Terminaron
en cualquier lugar “tragados” por la jungla gigantesca. Con
frecuencia, se escuchaban sentencias dolorosas: “se perdieron
en la selva” o “vaya Dios a saber dónde se les debió agotar el
combustible”.

136
Sobrevuelo

Dentro de aquellos cielos, que habían enloquecido con furor,


el agua chorreaba abundante por la escotilla sobre el techo
del avión y por los empaques deteriorados de los vidrios de
adelante. Los pilotos se emparamaban, mas, dejando a un lado
aquello, banal ahora, hacían visibles esfuerzos por mantener
el carguero en medio de vaivenes despiadados, volando en su
debido rumbo y tratando de guardar una velocidad dentro de
un límite. Su indicación oscilaba con rebelde frenesí y, en un
descuido, el carguero, por exceso, podría colapsar al perder al-
guna de sus alas o podría descolgarse hacia la tierra al faltarle
el mínimo sustento. En general, era el copiloto quien aten-
día los motores, buscando que el exceso de lluvia helada no
los apagase. Frecuentemente se debían bajar las ruedas para
mantener una estabilidad, y la resistencia al avance, que estas
ofrecían, permitía aumentar la potencia de los motores, pues
se generaba el calor suficiente para su normal funcionamien-
to, sin sobrepasar con ello ese límite de velocidad que ningún
aviador quería ver en su instrumento. De alguna manera,
también cabía un poco de buen humor, así este fuera de un
negro intenso. El piloto, aun en las situaciones más azarosas,
se obligaba a sonreírle al desasosiego. Cuando algún pasajero,
fuera de sí por los rudos vaivenes que causaba la tormenta, se
atrevía a entrar a la cabina en busca de algún consuelo, Juan,
con pasmosa seriedad, simulando lo que sería la versión del
periodista de turno describiendo lo que allí era casi un presa-
gio, se pronunciaba con melodramática entonación:
—Todo parece indicar que volaban en mal tiempo. Aún se ven
los restos humeantes de la aeronave. No hay señales de vida—.
Entonces, cuanto más maldecía el aterrorizado pasajero, Juan
más se carcajeaba.
Detrás de los asientos del piloto y copiloto se hallaba una silla
aporreada y de tapicería percudida, con unos burdos cojines
para palear el desgaste del abullonado que alguna vez pudo
lucir y tapar los resortes que ya se asomaban por los rotos de
la tela. Debía ser un sobrante de un avión de pasajeros ya en
desuso. Carecía de fijación al piso y, por supuesto, también de

137
Domingo Vergara Carulla

cinturón para atarse. Por lo regular era utilizada por el mecá-


nico y el pasajero con mayor amistad del capitán que viajara
en el carguero. No era bien visto que el observador se sentase
allí a descansar porque se interpretaba como menosprecio a
su actividad de aprendizaje. Y de hecho, mucha razón asistía
al anterior sentir de quienes iban al comando: la maraña de la
selva sólo se empezaba a conocer tras muchas horas de acecho
atento y concienzudo. Sus diferencias, demasiado sutiles, y la
monotonía, no eran dignas de desprecio.
La convivencia con el medio le ratificó al Flaco que no había
escogido una actividad para cobardes. Pero, si por momentos
lo asaltaban propios temores, tendría la capacidad de superar-
los; su atracción por el vuelo y, ahora, de igual forma por la
selva y la llanura, le permitían conciliar consigo mismo. La
determinación de seguir hacia adelante afincó en él con más
firmeza al observar entre sus compañeros la pasión ejemplar
con la que uno de ellos vivió siempre tales experiencias. En-
tre los muchos aguerridos tripulantes, uno sobresalió al mos-
trarse como claro paradigma de una férrea decisión y digno
coraje. Ante la persona que encarnaba aquel aviador nato y
meritorio, habría dado vergüenza amedrentarse; hubiese sido
un acto reprochable y vil de cobardía. Cualquier contrariedad
que surgiera, por grave fuera, sería un melindre para, por su
causa, no seguir hacia adelante.
Además de ser una mujer de talla menuda y temperamento
introvertido, más bien ya madura, era madre de tres hijos. Sin
embargo, nunca permitió que su sueño caducara. Su figura,
ya un tanto minada, culpa quizás de haber sufrido demasia-
do, no pasaba inadvertida. Enclavados en su rostro asomaban
unos ojos sinceros incapaces de encubrir, ni lejana, alguna
malquerencia; vitales y expresivos, acompañaban la tímida
sonrisa que brotaba con sencillez desprevenida. No podría ge-
nerar ni un asomo de duda que aquella expresión alegre era
espontánea como pocas. Desde siempre quiso volar y no dejó
que el paso de los años diera al traste con sus anhelos. Es-
fuerzos y privaciones durante gran parte de su vida le permi-

138
Sobrevuelo

tieron acopiar los ahorros necesarios para, ya en su madurez,


lograr el cometido.
Doña Lilia —como se le conoció cariñosamente entre sus cole-
gas— acompañó a sus hijos hasta que se pudieron ayudar los
unos a los otros. Entonces, sintió que había llegado la hora
de cumplir con su otro sueño. Luego de obtener su licencia de
piloto, viajó a Villavicencio y su tesón sobresaliente pronto fue
justamente valorado.
Tras comprometer lo que le aceptaron de futuros estipendios,
logró que le permitieran los entrenamientos para ocupar en
un DC-3 la silla derecha, y no tardó mucho en estar desempe-
ñando sus funciones. Se la veía cumplir, a cabalidad y sin ex-
cepción, todos los deberes de su cargo. Efectuaba la inspección
del avión con ejemplar minucia. Drenaba los residuos de agua
que pudiese contener el combustible; revisaba la estructura
de los trenes de aterrizaje, al igual que las llantas con sus fre-
nos. Bajo los motores, área usualmente entrapada en mucho
aceite, observaba con especial atención sutiles detalles que le
permitiesen evaluar si el lubricante que había brotado de allí
correspondía a cualquier conexión o empaque próximo a re-
ventarse o si era alguno de los múltiples elementos que habría
que aceptar como condición natural de aquel traqueado motor
tan lleno de entresijos. Después, giraba las hélices para preve-
nir que el lubricante acumulado en los cilindros inferiores du-
rante la noche hiciera un daño grave al intentar el encendido.
Su tozudez le permitía ejercer la labor de copiloto sin tacha, y
tal vez mejor que muchos de sus colegas masculinos. Sin ame-
drentarse ante aquel ambiente hostil y fatigoso, la fragilidad
de su figura no impedía un desempeño coherente y apropia-
do dentro de la ruda actividad que se propuso. Se anticipaba
sin pereza alguna a las duras madrugadas cuando todavía la
oscuridad de la noche resultaba compañera de unos soñado-
res que, con la ilusión de disfrutar otro día de vuelo, salían
a revisar las maquinas sintiéndose inmortales, ignorando de
alguna forma otra jornada de potenciales sucesos de incierta
y, quizá, dolorosa trascendencia. Hacía esforzados malabares

139
Domingo Vergara Carulla

para encaramarse y caminar por sobre la superficie de las alas


que, a esa hora temprana, permanecía resbaladiza a causa del
rocío de la noche. Desde allí revisaba la cantidad de aceite re-
manente para la lubricación de los motores y el combustible
disponible en los tanques.
Siempre estaba impecablemente vestida, con una reluciente
camisa blanca que a veces terminaba manchada con gruesas
gotas del aceite ennegrecido que le caían traicioneras. Salía
para sus vuelos y regresaba sin perder en ningún momento
su bien lucida delicadeza femenina. Al fin de la jornada acudía
a una casa de familia donde le facilitaban una pieza por la que
cancelaba una muy módica suma de dinero. El costo que por
supuesto le era impagable y aún así lo había asumido fue la
permanencia distante de sus hijos. Sin duda, le resultó tan
oneroso que confesaba con frecuencia persistente y enternece-
dora pesadumbre su temor sobre su capacidad final para cu-
brir tan exagerado precio. Cuando en sus conversaciones con
los colegas, de por sí muy esporádicas, se referiría a ellos, el
recuerdo de su ausencia producía una brusca transformación
en su semblante. Su rostro pasaba a reflejar una nostalgia
lastimosa; se le quebraba la voz y se le escuchaba extraviada.
Dejaba entrever tal exceso de melancolía que sus ojos ahora
humedecidos perdían la refulgencia. Una contradicción in-
franqueable se descubría entre la mujer que se observaba tan
apasionadamente feliz durante el vuelo y la dolorida madre
alejada de los hijos.
Así transcurrieron escasos seis meses de estar desempeñando
su trabajo cuando una mañana, durante un vuelo de esos que
la costumbre escondería sin esfuerzo alguno en la rutina, le
falló uno de los motores al avión que tripulaba. El capitán que
iba al comando de ese DC-3 era bien reconocido como piloto
veterano. En repetidas ocasiones este hombre sorteó con éxito
delicadas emergencias. Su habilidad le permitió salir airoso
de fallas que para muchos hubiesen sido irremediablemente
mortales. No obstante, aquel día el destino, con desaforado
sarcasmo, tuvo a bien ponerlo a comandar un DC-3 con una

140
Sobrevuelo

reforma para proporcionarle más potencia. Sería la primera


vez que él disfrutaría esa condición a su favor, la cual le hu-
biese permitido sortear con mayor facilidad una falla para él
ya superada en anteriores emergencias. Pero la falta de fami-
liaridad con la potencia adicional de aquel avión de pasajeros
lo indujo a seguir al pie de la letra aquel manejo habilidoso
que muchas veces le había salvado la vida. Le exigió la mayor
fuerza disponible para uso continuo al motor que le había que-
dado funcionando. Con la altura que ya habían alcanzado al
momento de la falla, regresarían a la pista sin mayor esfuerzo
con una fracción de la potencia disponible; incluso hubiesen
podido aterrizar a salvo en cualquier lugar de la llanura, con
sólo desechar la potencia que ahora aplicaba el comandante.
Pero, otra cosa estaba escrita en algún rincón del universo.
Con pasmosa terquedad, el avión empezó a desobedecer las
órdenes de los comandos que vinieron de cabina. La condición
de asimetría necesaria en la aerodinámica del DC-3 se fue ale-
jando de sus límites y la velocidad se redujo con celeridad an-
gustiante. Posiblemente, ante el natural desconcierto, el piloto
le aplicó la restante potencia, asumiendo con mucho miedo el
riesgo de romper el motor a cambio de no perder ni un nudo
más de la velocidad que llegaba a sus valores críticos. El DC-3
quizás tembló anticipando la tragedia y luego, tras un giro en
abierta rebeldía, ganó cada vez más velocidad para encontrar-
se de frente con la endurecida tierra. Dios sabrá si pudieron
sus pilotos aceptar con el debido estoicismo la realidad de su
desdicha.
Sobre la llanura inmensa quedó esparcida una enorme can-
tidad de cenizas, lo que dejaba entrever la magnitud del im-
pacto. Entremezclados en medio de todo aquel caótico barullo,
quedaron los restos de los cuerpos de los numerosos ocupan-
tes. Sólo se dejaban reconocer las puntas de las alas y, algo
maltrecha, parte de la cola. Estas latas enmarcaron, por azar,
un cuadro macabro de la obra elaborada por los caprichos del
destino, que mezcló en su paleta, con rabia desmandada, di-
versos materiales. Incluyó con ellos muchas vidas, entre las

141
Domingo Vergara Carulla

que se hallaba la de una mujer que creía, como pueden pocos,


en sus sueños.
Cada vez que ocurría un infortunio, aquellos seres soñadores
despertaban a una realidad contraria a sus quimeras y que
les incitaba a un instintivo apego por la vida. La confianza se
difuminaba y pensaban si atreverse a soñar valía la pena. Con
rudeza, la realidad los agredía y los convertía, en un instan-
te, en frágiles objetos a los que se les recordaba, una y otra
vez, que eran mortales. A los ausentes, se los evocaba como
héroes. Los hombres, aún los más fuertes, se debían permitir
un llanto sensible y afligido. Tal vez, era la única forma de no
desfallecer y seguir creyendo en aquellas ilusiones, que con
fastidiosa frecuencia resultaban siendo criminales. Sin embar-
go, bien pronto lograrían olvidar todo y volverían a caer en el
cómodo letargo.
Algún tiempo después y en otro lugar, buenos amigos de la
tripulante fallecida intentaron cumplir con una labor de lejos
imposible: quisieron darle una explicación verosímil a la más
pequeña de las hijas, que todavía no completaba los diez años,
de por qué su madre no iba a regresar más nunca. La criatura
permaneció con sensible obstinación contemplando el cajón en
donde, le dijeron, reposaban los restos de su madre. Aquella
pequeña entristecida ni siquiera se atrevía a llorar. Sus ojos
parecían ver, pero sólo lo parecían porque, mientras no los ce-
rrara, tenían que estar dirigidos a cualquier parte. Sin embar-
go, en realidad miraban muy lejos, quizás tanto que perma-
necían ajenos al evento doloroso. No enfocaban, no atendían
nada. Nada que alguien con alguna cordura o lucidez pudiese
contemplar en aquel mismo momento. Ausentes, observaban
más allá de la escena de aflicción y desconsuelo. Su mirada se
hallaba, frente a frente, franca y apacible, con la contempla-
ción cariñosa de su madre. Aquel ser que tanto la quiso per-
manecía aún con ella, en un éxtasis de paz inalterable.

142
Sobrevuelo

Licencia DC-3

E l Flaco voló las horas necesarias para cumplir el requisi-


to de familiarizarse con el DC-3 y a continuación, para culmi-
nar el proceso, tendría que hacer un vuelo de una hora con un
instructor, sin llevar a bordo pasajeros; el costo de aquel vuelo
iba todo a cargo del interesado. Juan aceptó venderle el tiempo
al Flaco en su carguero para que este lo pagara cuando obtu-
viera algún trabajo; sin embargo, el mismo Juan no tenía el
título de instructor y no podría dar la calificación oficialmente
para que fuera válido este entrenamiento. Entonces, un piloto
amigo que sí tenía esa credencial se comprometió a llevar a
cabo el examen. Hugo –como se llamaba el licenciado– era un
piloto veterano que, después de volar muchos años con las
fuerzas militares, se jubiló con toda la experiencia del trabajo
que le correspondió en la milicia. No obstante, aun en su reti-
ro, le gustaba subirse a un avión de vez en cuando.
De complexión achaparrada, su gordura era tal que lo hacía
ver realmente deforme. Cuando se acomodaba en la silla del
piloto, el cinturón aun en su máxima extensión no alcanza-
ba para darle la vuelta a su panza prominente y asegurarlo.
Entonces, volaba sin atarse de ninguna forma a nada. Juan
acostumbraba a hacer mofa de la desproporción de su aspecto
asegurándole a quienes se reunían a divertirse con su carac-
terística chacota que su amigo era “igual a Dios”: —¡No tiene
figura corporal!— decía en tono socarrón y luego se echaba a
reír, arrastrando en su carcajada a los asistentes, así la broma
se hubiese repetido en anteriores ocasiones.

143
Domingo Vergara Carulla

El acompañamiento para la práctica de aquel caricaturesco


exmilitar no fue más allá de tres despegues seguidos de un
vuelo tan largo como lo permitió la presencia de otros aviones
que compartían su afán de llegar a tierra sobre aquella misma
franja de tierra asfaltada. En el entretanto, el aprendiz recibió
algunas indicaciones que, se sabía, obedecían más al protocolo
que a otra cosa; el resto, lo iría aprendiendo con el tiempo. La
prueba, sin premura, no completó la hora entera y la califica-

144
Sobrevuelo

ción fue aprobada satisfactoriamente y sin reparos. El Flaco


podía estar tranquilo por ahora. Eso sí, el plazo que le había
sido otorgado para pagar el valor del vuelo no aplicaba para
cubrir los honorarios de Hugo; estos debían ser cancelados ese
mismo día. El Flaco, con un dinero que le prestaron sus ami-
gos, se dispuso a negociar el valor del estipendio. El monto de
la factura se definió aquella noche, no demasiado distante de
la siguiente madrugada. Sin entrar en los detalles, el recién
calificado vino a conocer el costo del compromiso cuando tota-
lizaron la cuenta de una soberbia comilona, con licor ilimitado
para el instructor, Juan y otros amigos, entre ellos Darío, que
por supuesto se sumaron al evento.
No había transcurrido largo tiempo desde aquel célebre feste-
jo cuando el Flaco debió empezar a pagar aquella otra parte
de la deuda. Ocurrió un cierto día en el que Juan se encontró
inesperadamente con la necesidad de contratar un copiloto
con urgencia repentina. Quien lo venía acompañando has-
ta entonces en esas funciones, desapareció sin dejar rastro.
El Flaco, sin el lleno de más formalidades que la de tener ya
aprobada su licencia, lo remplazó enseguida. No tuvo que dar
muchas vueltas para conseguir el uniforme con el cual subió
a acomodarse en su silla de copiloto del carguero. El saco, la
corbata, el quepis y las charreteras no eran más que estorbos
que allí eran mal vistos. La ropa informal que tenía puesta fue
la adecuada tanto para ese primer día como para los siguien-
tes. Solamente le quedó faltando para completar oficialmen-
te su singular atuendo un par de botas altas de caucho que
soportaran el barro y los charcos cuando le fuera menester
desembarcar en algunas pistas encharcadas durante la tem-
porada lluviosa. Y una buena hamaca, si pretendía alguna co-
modidad adicional para sobrellevar con mínimo bienestar una
que otra noche, cuando resultaba preciso pernoctar en medio
de la selva, ojala acompañada de un mejor toldillo, que mitiga-
ra el incesante accionar de los zancudos.
Luego de terminar el par de vuelos que faltaban, justo cuando
la tarde se agotaba, el Flaco se cuidó de cumplirle a Darío, su

145
Domingo Vergara Carulla

amigo, una promesa que le había hecho en aquellos momen-


tos en los que, a las carreras, el novato asistía a la maniobra
de repostar el combustible y se preparaba para salir tan ahíto
de emoción que se iba creyéndole a la vida sin reparos. A la
celebración no le faltaron, por supuesto, numerosos “amigos”
que sin invitación alguna se arrimaron para tomar posiciones

146
Sobrevuelo

en la mesa, y luego de ingerir tanto aguardiente y ron como


fueran capaces, mientras opinaban sobre cualquier tema tri-
vial para justificar su permanencia, se marcharon, bien borra-
chos, tan sigilosamente como habían ido llegando.
Al día siguiente, bajo el castigo de una resaca portentosa, el
Flaco llegó antes del amanecer al aeropuerto. Al igual que
desde tiempo atrás lo venía haciendo, su arribó se cumplió
aún bajo las sombras de la noche. Sin embargo, aquel día, ya
no pasó como en tantas otras ocasiones que llegó allí para ver
salir a volar a sus colegas. Tomó en la cafetería la acostumbra-
da taza de café aguado, con patente gustillo a trapo viejo, y
pretendió con ello espantar un poco el sueño rezagado, a la vez
que dejaba pasar con ávido placer por su garganta cualquier
líquido que, así fuese aquella tibia juagadura azucarada, le
venía maravilloso para hidratar en algo su organismo malo-
grado.
Algunos de sus colegas lo recibieron con chanzas maliciosas.
Potroloco no esperó turno para dar una bienvenida sin mesu-
ra en su chacota:
—Jodió y jodió hasta que le corrió el asiento al pobre Sufri-
do —dijo el piloto con su guasa picaresca, e incluyendo co-
mentarios de aquel mismo tenor, continuó la fiesta por parte
de los otros compañeros. El ambiente entre los aviadores en
aquellas trascendentales madrugadas resultaba satírico al ex-
tremo: disfrutaban la mordacidad sin cortapisa. Allí, el hastío
de ninguna forma era posible; no se le podía dar cabida al
temor ni al pesimismo; tampoco, por supuesto, a la cordura
en demasía. Suficientes resultaban los argumentos de la his-
toria para que, escasamente, unos pocos afectados de optimis-
mo incoherente pretendieran llegar a ser algún día realmente
veteranos. Lo anterior, con certeza infame, se podría deducir
de sus semblantes. Las expresiones de unos y otros enseñaban
un potpurrí de muy intensas emociones. Unos lucían desagra-
dablemente presuntuosos; otros, embebidos enteramente en
su propio quehacer alucinante, sonreían para sí mismos, en

147
Domingo Vergara Carulla

medio de continuos movimientos presurosos; los menos, deve-


laban con manifiesta nitidez su angustia y no podían ocultar
para extraños la ansiedad en su mirada. Estos últimos, sopor-
taban sus temores de zozobra en silencio resignado. Todos a
una, eso sí, sin distingo alguno, saldrían a vivir en minutos
intensamente su delirio: el encanto sutil de la aventura sedu-
cía y pronto cada uno estaría provocando con osadía temera-
ria a su destino.
El Flaco no perdió tiempo y salió a buscar el avión antes que
cualquiera. Tenía mucho que hacer, aun más para aprender y,
también, mucho qué disfrutar con lo que haría. Quiso sentarse
cuanto antes en aquella silla que apenas había estrenado el
día precedente. Debía empezar con una revisión protocolaria.
Aunque Sufrido siempre se comportó de manera mezquina a
la hora de compartir conocimientos, el Flaco aprendió obser-
vando su trabajo, y para solucionar las dudas que afloraban,
acudiría entonces a la ayuda de Panadero, aquel mecánico de
forzada sonrisa en razón de su particular anatomía, quien,
además, también hacía una exhaustiva revisión de la aeronave.
El “marinero” ya había colocado en su lugar la escalerilla de
aluminio y el Flaco la escaló henchido de orgullo. Lo primero
que hizo al llegar a su cabina, tras recorrer el empinado pa-
sadizo que formaba el área de carga, fue abrir las ventanillas.
Era el primero que ingresaba y debía respirar aquella atmós-
fera de un espacio reducido, enrarecida por el encerramiento
durante la noche entera. Se había concentrado allí una mix-
tura penetrante de olores apestosos. Los vapores de aceite hi-
dráulico provenientes de fugas en las tuberías, que Panadero
no había logrado corregir muy íntegramente, se confundían
con emanaciones de residuos de pescado descompuesto, eflu-
vios de excreta de marranos y vacunos, y vahos de combus-
tibles que habían hecho parte de diferentes cargas que en al-
gún momento fueron embaladas. La pestilencia percibida por
el Flaco en el interior de la cabina fue bruscamente destacada
por su contraste con el impoluto aire que respiró fresco y en
abundancia placentera por fuera de la nave; la brisa que co-

148
Sobrevuelo

rría al alba por la plataforma venía embebida de las suaves


fragancias que le había aportado la vegetación de la llanura.
Se sentó en su puesto y se dispuso a revisar la posición de
múltiples interruptores, palancas y botones.
Los detalles en el viejo DC-3 revelaban texturas y colores des-
vaídos. El mantenimiento durante los últimos años se había
llevado a cabo de manera por demás rudimentaria. La pintura
que ahora lucían las superficies posiblemente intentaba copiar
los colores que alguna vez utilizó el fabricante. Ese gris mate
muy pulido que originalmente debió hacer lucir la cabina con
un aspecto bien acicalado, aún fuese su tono a la vista imper-
sonal y frío, ahora se revelaba sucio y descuidado. Las múlti-
ples capas de pintura aplicadas en el tiempo, una sobre otra,
sin tan siquiera suavizar por medio de un ligero lijado el de-
terioro de la precedente, daban testimonio del poco pulimento
de la obra. A la vista, por los costados, aparecían los atadijos
de cables de conducción eléctrica sin ningún encubrimiento.
Otros cables de acero ceñían las poleas que salían de los co-
mandos y fácilmente se observaban detrás de los pedales. Por
su desgaste, las palancas y botones denunciaban los numero-
sos años de servicio.
En el tablero aparecían espacios cuyo vacío lo camuflaba cual-
quier lámina, en donde seguramente ocuparon su lugar viejos
instrumentos que quizás fueron removidos por obsolescencia
sin reemplazo. El revestimiento de las sillas lucía terriblemen-
te percudido y un par de cubiertas laterales, que hacían de
tapizado a los costados, dejaban entrever varios agujeros. La
carátula de algunos instrumentos, al igual que varias placas
de metal con información muy importante, revelaban en la
repisada pintura de sus letras la torpeza del pincel que el me-
cánico de turno, quizás haciendo su mejor esfuerzo, intentó
superar para que la valiosa notificación fuera legible. La ca-
brilla había sido forrada con apretados espirales de piola de
algodón, posiblemente con el fin de que absorbiera el sudor de
las manos del piloto en momentos angustiosos. Por razones
de tiempo y de trabajo, había terminado totalmente desgasta-

149
Domingo Vergara Carulla

da. Pero, no obstante el patético escenario, al Flaco para nada


llegó a preocuparle este aspecto deslucido de su puesto de co-
mando. Viejos, repintados, como fuera, todos estos elementos
le aportaban un mágico encanto a aquel lugar maravilloso;
porque era con ellos, y desde allí, que se comandaría el seduc-
tor y fascinante vuelo del carguero.
El compartimiento en que viajaban la carga y los ocasionales
pasajeros era también un espacio sin duda austero. Las la-
tas desnudas que formaban las paredes se veían detrás de las
formas que armaban la estructura; una maraña de vigas de
tamaños diferentes, unidas entre sí por una evidente profu-
sión de remaches, eran cruzadas por un laberinto de atadijos
de cables eléctricos. Era indiscutible que aquella máquina no
poseía detalle alguno de decoración ni camuflaje. Todo aquel
metal aparecía cubierto por pintura verde mate, aplicada con
el fin único de proteger los materiales del compuesto de alumi-
nio. Cualquier embellecimiento que se pretendiera colocar adi-
cionaría un peso muerto innecesario y, peor aún, su presen-
tación se echaría a perder por causa de asustados y furiosos
animales que daban coces cuando eran embarcados, o por los
golpes de los pesados tablones de finas maderas que encara-
maban en pistas en zonas de colonización, o canecas que pesa-
ban casi un cuarto de tonelada cada una y que se bamboleaban
y escurrían por todos lados combustible.
El piso en madera enseñaba, sin reparo ni maquillaje, el des-
gaste propio de un pesado ajetreo, y justo donde terminaba
por detrás aquel tabaco, empotrado en un espacio donde el
cono ya se agotaba, se descubría un pequeño cubículo que ha-
cía las veces de retrete y al que se accedía por una portezuela.
La oscuridad se adueñaba del espacio cuando la puerta se ce-
rraba y una caneca maloliente, tapada con un aro de madera
que alguna vez perteneció a un sanitario, hacía las veces de
recipiente. Aquel lugar, que emanaba efluvios nauseabundos,
además de servir de caleta para que el “marinero” de turno
llevara algunos encargos no reportados al capitán y con los
cuales se ganaba cualquier dinero extra, también ofrecía el

150
Sobrevuelo

relajo necesario para que algún pobre desgraciado a bordo pu-


diese sosegar su angustia al depositar ahí la impostergable
necesidad biológica.
Mientras el Flaco terminó de cumplir el protocolo a su cargo,
fueron arrimando la carga para el viaje. Dentro de las dos
carretas que un par de hombres empujaron hasta cerca de
la puerta, llamó la atención del tripulante una que acarreaba
un cerdo de tamaño tan descomunal que resultó demasiado
llamativo. Un hombre de aspecto campesino se reveló sin más
preámbulos como el propietario del animal, por el especial in-
terés que puso en su manejo. Caminó siempre muy cerca del
cortejo y, cuando ya arrimaron, se adelantó para dirigirse al
copiloto; entonces, le expresó con cadencia suplicante:
—Capitán… le recomiendo el animalito con el que voy a orga-
nizar allá la cría.
—Está bien —respondió el Flaco sin prestar mucha atención
a lo que decía ni involucrarse en la preocupación de aquel fu-
lano; tenía muchas otras cosas más de las cuales entenderse y
prosiguió muy comprometido con lo suyo.
Tacatá y dos hombres más, encomendados del manejo de la
carga, iniciaron el abordaje y encaramaron al asustado bicho
de primero, mientras emitía chillidos tan estridentes que lle-
gaban al límite de reventar los oídos de quien tuviese el infor-
tunio de hallarse cerca. Luego, subieron el resto de líos, cajas,
canastas de cerveza y demás mescolanza de mercancías, que
también estaba prevista para aquel viaje.
Juan abordó el DC-3 cuando todo hubo terminado, brincando
hábilmente sobre la profusa miscelánea de bultos, y al poner
un pie encima del cochino para culminar su recorrido, el ani-
mal emitió un ronquido mesurado de protesta. El piloto hizo
una burla en voz bien alta:
—Este caribajito si alcanza bien para un asado.
Panadero, quién se encontraba en la cabina de pilotos a un
lado de la puerta, dijo:

151
Domingo Vergara Carulla

—Ya le tengo vistas las criadillas y me las saboreo con sal, ajo
y buena cebolla.
Mientras cerraba la puerta y la aseguraba con un lazo, Tacatá,
un indígena que hacía de “marinero” en esos días, gritó en
tono de retoso:
—¡Yo pelo marrano!
El tenue pero constante quejido de inconformidad del animal
fue ahogado por un mayor ruido al ser encendidos los moto-
res. Luego, Juan carreteo su carguero por la plataforma y, an-
tes de tomar posición en la cabecera, llevó a cabo las pruebas
que garantizaban que los magnetos cumplieran su trabajo ca-
balmente y que por las cúpulas de las hélices el aceite fluyera
sin problema para cambiar la posición de su ángulo luego del
despegue. En seguida el DC-3 corrió por la pista aumentando
su velocidad sólo tan presto como lo permitió todo el peso de
su carga, mientras los motores bramaban como de costumbre
cuando entregaban su máxima potencia.

152
Sobrevuelo

En seguida que estuvo en el aire, inició un viraje hacia la dere-


cha que continuó hasta que alcanzó el rumbo que cruzaba por
La Uribe. Se suspendían en la atmosfera de aquella mañana,
a baja altura, algunas nubes de tonalidades grises bajo una
gran capa de estratos que, sin dejar espacio alguno para que el
sol brillara, desde mayor altura opacaban todos los colores; sin
embargo, nada percibía la tripulación que le hiciera generar
tan siquiera una mínima alerta. Panadero se desplazó hacia
la parte de atrás, y, después de hacer un nido entre la carga,
se recostó despreocupadamente. No fue extraño que estuviese
buscando recuperar el sueño que hubiese quedado pendien-
te después de alguna larga noche de aventura. Tacatá, más
modestamente, se arrunchó cerca de la puerta de la carga. El
DC-3 penetraba las nubes grises de monotonía sosegada, al
tiempo que sutiles movimientos lo mecían al igual que a sus
aletargados ocupantes. El ronroneo de los motores jugaba en
su ir y venir irregular a causa de controles desgastados, con-
virtiendo el monótono rumor en un sedante que arrullaba con
alcahuetería placentera. Todo invitaba con abierta seducción al
incondicional relajo. La puerta entre cabinas no existía por lo
que las dos áreas permanecían comunicadas. Juan y el Flaco,
abandonados también entre ellos al silencio, fueron cayendo
embebidos en sus propios pensamientos. La modorra facilitó la
oportunidad a la tentadora somnolencia, exacerbada por una
noche de celebración sin prevenciones. Juan le terminó entre-
gando el manejo de la nave al Flaco y dormitaba con relajada
placidez. A ninguno de los dos le produjo reparo alguno el
sutil movimiento que sintieron detrás de ellos. Lo propio fue
pensar que se trataba de una de las visitas rutinarias que lle-
vaba a cabo Panadero a la cabina. Algunas veces interrumpía
con cualquier comentario; otras, simplemente daba por cum-
plida su misión de vigilancia y si no encontraba oportuna su
presencia, se alejaba nuevamente sin molestar a los pilotos.
—Ya vino a joder —masculló Juan pausadamente, sin inmu-
tarse ni tan siquiera para abrir los ojos, y permaneció en la
actitud relajada que traía. El Flaco también siguió inmerso en
sus cavilaciones. A lo mejor ambos esperaban sin prevención

153
Domingo Vergara Carulla

escuchar alguna respuesta a la sátira de Juan, pero ni siquie-


ra hubo eso. Luego, de súbito, se vieron obligados a mirar
hacia atrás, ante un sonoro gruñido de nítida estridencia. El
hocico de una bestia confundida avanzó hacia ellos amenazan-
do con preocupantes tarascazos. Con cada gruñido el cochino
dejaba escapar una bocanada de asqueroso aliento. El gigan-
tesco reproductor se había soltado de su atadura y venía a bus-
car con exasperada decisión una salida. Con sus perturbados
movimientos fue avanzando y pronto quedó atrapado en me-
dio de los dos asientos. Luego intentó retroceder y ya no pudo.
Quienes dormitaban atrás no se percataban aún de la azarosa
situación que estaban viviendo en la cabina. El ruido de los
motores no les había permitido advertir nada en absoluto. Ca-
da vez más airado, el animal amedrentaba con chasquidos más
violentos, tratando de morder lo que pudiese. Sus colmillos
estaban pasando a centímetros de los brazos de los expuestos
pilotos que ya debían esquivar cada dentellada.
—¡Mío! —gritó Juan, notificándole al Flaco que lo relevaba
en el mando de la aeronave y, sin más preámbulo, agarró la
cabrilla y la haló con toda su fuerza hacia atrás con un firme
movimiento. En el carguero se vivió un remezón tan brusco
como en la peor de todas las tormentas. Las patas del pesado
bicho, cubierto de un grueso pelaje rojizo, cedieron ante la ma-
niobra, dejando estirado y humillado su cuerpo en el piso. Su
mirada, de absoluta incertidumbre, estuvo acompañada sólo
de un levísimo quejido, que se prolongaba casi interminable.
El ardid de Juan dio resultado. Panadero y Tacatá creyeron en
principio que había sido una chanza demasiado ruda, la cual,
conociéndolo, no era difícil que saliera de Juan. No era la pri-
mera vez que esto les ocurría. A veces, cuando los veía dormir
plácidamente, acostumbraba a despertarlos de esta manera.
Poco a poco fueron saliendo, sin alarma y con desgano, de su
estado de modorra y se fueron incorporando de mala gana,
hasta que Panadero se percató de la azarosa situación y ace-
leró su marcha cuanto pudo. No le fue difícil el cruce de los
múltiples obstáculos con ágiles brincos y en unos segundos
logró llegar a la cabina.

154
Sobrevuelo

—¡La pistola! —le gritó Juan— ¡Alcance la pistola!


Panadero reaccionó de inmediato y se dirigió a buscar en el
maletín de su patrón, que permanecía detrás del mamparo del
piloto. El animal empezaba a subir nuevamente el nivel de sus
chillidos y bregaba para incorporarse.
—¡Agárrense! —gritó Juan, sin dar tiempo de nada distinto
a incrementar alguna fuerza donde cada uno se encontraba,
y produjo otro fuerte estrujón que casi pone esta vez a rodar
por el suelo a Panadero. El animal otra vez quedó inmóvil y
trabado entre el par de asientos.
—Lo tenemos que matar o no nos deja aterrizar —concluyó el
piloto y después se dirigió al Flaco:
—Suyo el avión —y soltó los comandos para que su ayudante
los tomara. Luego, dirigiéndose al mecánico, quien ya soste-
nía en su mano derecha una pistola, que por su tamaño inti-
midaba y por su estado impecable relucía, le dijo:
—Ahora sí… ¡preste la pistola!
A Panadero le gustaban las extravagancias de su jefe y estaba
ansioso por presenciar el espectáculo; con admirable diligen-
cia le extendió el arma. El cochino había durado esta vez me-
nos tiempo calmado y ya gradualmente subía su tono de pro-
testa. Sus chillidos volvían a mortificar nuevamente los oídos
de quienes se hallaban en cabina. Juan, impasible, desaseguró
el arma y colocó su cañón sobre la nuca del enorme animal
que, atorado entre el par de sillas, lucía aún más gigantesco y
por ende amenazante. Sin dar más tiempo para, quizás, arre-
pentirse, activó el gatillo y un ensordecedor estruendo acalló
de súbito la estridencia del chillido. Un abundante manantial
de sangre emergió del orificio que la bala le dejó al animal,
salpicando sin distingo a todos a su alrededor. Ahora fue un
intenso zumbido el que dejó el fuerte totazo de la bala y que
quedó fastidiando durante algunos segundos en los oídos de
los tripulantes. Finalmente, un ronquido agónico brotó prove-
niente de lo profundo del gaznate del cochino, cuando el fiero
animal se desplomó para atorarse inerte en el medio de las

155
Domingo Vergara Carulla

sillas. Después, solamente volvió a percibirse el inquieto ron-


roneo de los motores. El cuerpo desgonzado del animal botaba
todavía algunos borbotones de sangre por la herida.
—¿Se van a quedar ahí parados sólo mirando? —reclamó
Juan—. Pierdan el asco para untarse porque miren que quedó
echado sobre las palancas del tren y yo creo que nadie quiere
que también aterricemos de barriga.
Sobre la grama, en la calle del medio del pequeño caserío,
aquel ambiente caótico de una cabina ensangrentada y en des-
orden no fue obstáculo para permitir un suave y tranquilo
aterrizaje. La morbosidad de varios curiosos no faltó para fis-
gonear la descarga del cadáver del chancho. El hijo del due-
ño se resignó a escuchar con pesadumbre el insólito relato,
mientras contempló durante un rato largo tirado en el piso el
cuerpo inerte.
Después de una presurosa limpieza de la cabina, el DC-3 estu-
vo listo con su carga a bordo para el regreso. Rápidamente se
habían subido las canastas de madera en las que retornaban
las botellas vacías de la cerveza que se hubo ingerido en las
dos tiendas del caserío y muchas traviesas y tablones en bruto
de finas maderas, además de algunos cerdos que ya daban
punto para ser consumidos en la ciudad.
A su arribo a Villavicencio esperaban a la nave otros compro-
misos, y un aseo más a fondo, para lavar los restos de la san-
gre, quedó pospuesto para las horas de la noche.
Los otros vuelos de ese día, como muchos más que le siguie-
ron, se cumplieron sin que ocurriesen hechos que ameritaran
su relato. Entretanto, el Flaco adquirió mayor familiaridad
con su labor de tripulante, hasta que llegaron los días de ve-
rano, que Juan y Potroloco estaban esperando ansiosamente.
Entonces, salieron para La Venturosa, muy de madrugada.
Fueron los primeros en despegar porque no tuvieron la demo-
ra de abordar carga alguna…

156
Tercera Parte
Sobrevuelo

Pacoa

N o obstante, la experiencia tan intensa que el Flaco vivió


en La Venturosa, la cual, sin duda, temprano puso a prueba
su fidelidad por la aviación en la llanura, siguió volando con
Juan. Para ello, no cupo forma alguna de vacilación. La causa
a la que había decidido jugársela para entonces lo llenaba,
y, ni por un acaso, albergaría pensamientos que la arruina-
ran. Entonces, hubo más vuelos, muchos más. Y un día, de los
tantos que volaron, salieron, como muchas otras veces, para
Mitú. El cupo de la carga era más abundante que mermado, y
para los tanques del combustible, el piloto había ordenado una
provisión extra a la que por rutina se acostumbraba.
En Mitú se preparaban para la visita que, por primera vez, ha-
ría un Presidente a ese pequeño y pacífico villorrio, tan aden-
tro de la selva. Su escaso casco urbano se levantaba alrededor
de un parque cubierto de árboles de un verde intenso, que
sombreaban deliciosamente sus espacios, en el húmedo calor
de en medio de la selva. De entre la población, algunos, de los
que no eran burocracia, se dedicaban al comercio y otros po-
cos ejercían la docencia en un internado de la iglesia. Además,
había un médico, un par de enfermeras, el monseñor y un cu-
ra, cuatro policías y un puñado no muy grande de indígenas
nativos. No distante, funcionaba otro internado que albergaba
y le daba educación a los hijos de otros nativos que vivían
en comunidades apartadas, algunos de los cuales, para llegar
desde sus malocas, debían caminar durante más de dos días a
través de trochas, caños y pantanos.

159
Domingo Vergara Carulla

Existía una planta de energía que suministraba luz algunas


horas durante la noche, de acuerdo al presupuesto disponible
para su combustible. Para esta, así como para una volqueta,
un tractor y un viejo campero, el carburante era enviado en
canecas por avión, y el de Juan era, si no el que más, uno de
los más solicitados. Como en otras ocasiones, esa vez también
la carga fue de diez y siete canecas repletas de gasolina. La
única precaución que tenían quienes trasportaban aquel tipo
de carga era la de remover una de las alas de la puerta, de tal
forma que, si llegara a ocurrir una falla en alguno de los mo-
tores, pudiese existir la alternativa de botar las canecas al va-
cío para relevar parte del peso. Sin embargo, la verdad es que
ojalá Dios quisiera que la altura alcanzada cuando el proble-
ma los asaltara ya fuese suficiente para tener tiempo de des-
hacerse de suficientes canecas antes de estrellarse contra el
piso. Con un solo motor funcionando y todo el peso con el que
el carguero despegaba era imposible mantenerse en el aire.
Luego de un par de horas de vuelo, sin que amagara ni siquie-
ra un corto mal tiempo, pues era época de verano y sólo surca-
ban el espacio pequeñas nubes que rompían la rutina, el DC-3
aterrizó en Mitú. Además de las canecas que, sin entrar en los
detalles, ya sobrepasaban por su peso lo prudente, viajaron los
encargos que Tacatá logró camuflar en su caleta.
En Mitú, la ocasión aglutinaba de aquí y de allá a mucha gen-
te; la actividad inusualmente agitada se percibía por doquier.
Un destacamento militar, desplazado con antelación, y un
numeroso grupo de policías de refuerzo, se encontraban en
máxima alerta; las autoridades locales iban y venían con evi-
dente apuro. Llegaban vuelos como nunca antes allí fue visto.
Tal vez ante todo aquello fue que a Juan se le ocurrió algo que
lo empezó a excitar sobremanera y que no le agradaría dejar
pasar de largo, pero guardó hermético silencio. Con llamativa
diligencia motivó a los suyos para que no se desperdiciara ni
un minuto y con presteza se descargara la aeronave. Lo acos-
tumbrado era traspasar las canecas a una plancha para que
las remolcara un tractor, cuya altura coincidía con la del piso

160
Sobrevuelo

de la puerta, hasta donde se les daba bodegaje. Sin embargo,


en ese mismo momento el remolque le prestaba el servicio a
otro carguero, que había llegado no mucho antes. Sin demos-
trar ninguna contemplación el piloto ordenó arrojar desde lo
alto del avión al piso uno tras otro los bidones, que fueron
rebotando sobre una vieja llanta de volqueta, sin importar que
algunos se abollaran mientras producían un golpe sordo.
No había terminado de caer la última caneca cuando el piloto
inició el encendido del motor opuesto a la puerta de la carga.
Llamó al operador de torre y le informó que se disponía a volar
hacia Pacoa. Para ir allí, sólo muy de cuando en cuando algún
comerciante contrataba un carguero con el fin de sacar bultos
de caucho crudo que le había comprado a los nativos, y redon-
deaba su lucro llevando alimentos y mercancías que canjeaba
por la materia prima que sustraía. En aquel lugar, localizado
a un poco más de media hora más adentro de la selva, Juan
recogería a la mitad de un grupo de ochenta indígenas que los
coordinadores del evento habían dispuesto para presentarle al
Presidente un espectáculo de danzas autóctonas. Aunque el
DC-3 estaba diseñado para llevar a bordo no más de veintiocho
pasajeros, sentados eso sí en sus sillas respectivas, sin el peso
ni el estorbo de estas y con las personas algo amontonadas, se
hacía el cálculo que podía transportar algo así como cuarenta.
Para llevar la otra mitad del grupo, estaba contratado el otro
carguero, que justo descargaba en Mitú y ocupaba el remol-
que cuando Juan había arribado.
Desde la elemental torre de control, que poco funcionaba, die-
ron la aprobación de la salida aunque Juan ya corría para al-
canzar la cabecera. Luego de cuarenta minutos de volar sobre
la selva, el bimotor se alineó para aterrizar sobre el único espa-
cio que, en mucho tiempo, se vislumbraba libre de los enormes
árboles que cubrían la zona. La explanada se veía cubierta de
grama verde pálida, casi terrosa, aporreada severamente por
la temporada donde las lluvias sólo caían tenues y muy de
vez en cuando. Las calvas aparecían entreveradas permitiendo
observar desnuda la tierra rojiza y agrietada. Los costados te-

161
Domingo Vergara Carulla

nían una franja, no muy ancha, en donde se cortaron alguna


vez los árboles más altos, y ahora crecían débiles arbustos. Las
cabeceras prolongaban su eje con una poda similar a la de los
costados por un par de cientos de metros. El sitio desde el aire
aparecía como un remiendo en el medio de la jungla, muy cer-
ca de un río. En una de las cabeceras, la más próxima al río,
se levantaban dos ranchos de tamaño reducido, que servían
de bodega temporal para la carga que entraba y salía y, oca-
sionalmente, permitían un hospedaje pasajero para alguien
responsable de cuidar la mercancía. Eso era todo lo que se
encontraba en aquel paraje desolado. Sin embargo, el gentío
de aquel día fue tal que se observó desde el avión aún distante,
y resultaba por supuesto discordante. Además de los ochenta
indígenas que se disponían a viajar –para la mayoría sería la
primera vez que subiría a uno de aquellos ruidosos pajarra-
cos–, muchos parientes salieron para ver de cerca la aeronave.
No era para nada frecuente el espectáculo. Los nativos sola-
mente las veían cruzar el cielo ronroneando, tan esporádica-
mente, que la curiosidad los obligaba a detener el quehacer en
el medio de la jungla para observar su paso.
Tan pronto aterrizó el carguero, Tacatá bajó sonriente y saludó
con evidente orgullo a sus parientes. Tan indígena como cual-
quiera de ellos, ahora vivía como uno más de tantos blancos.
De alguna manera, se granjeó la confianza de algún dueño de
avión y había salido tiempo atrás para trabajar como marine-
ro. Ayudaba a subir y bajar los bultos y canecas y debía abrir
y cerrar la puerta de la carga. Confiado y testarudo, persistió
en su trabajo aún después de haber pagado en una ocasión ya
un alto precio. En la región todos conocían su historia ahora
legendaria. Se contaba que la tripulación del avión en el que
viajaba se perdió debido al pésimo estado del tiempo en la zona
donde se encontraba su destino. Llegó el momento en el cual se
agotó el combustible y el carguero se precipitó a tierra. Cuan-
do apareció, solo, tres meses después de ocurrido aquel suceso,
dentro de lo poco que refirió el indígena fue que, antes del
impacto, se había metido en la cola en el espacio que hacía las

162
Sobrevuelo

veces de letrina y luego había sobrevivido con sus cocimientos


como nativo que era del lugar. Pero nunca recordó algo más
que permitiera orientar una búsqueda y los restos del avión,
como los de los otros ocupantes, no pudieron ser localizados.
Como no tuvieron que desembarcar ninguna carga, Juan no
perdió tiempo para ordenar a sus colaboradores que iniciaran
el abordaje:
—¡Todos a bordo! —gritó el piloto con gesto malicioso. La or-
den sonó un poco confusa. Panadero lo miró con atenta soca-
rronería y el Flaco preguntó con gesto incrédulo:
—¿Todos?
—Sí, señor. ¡Todos! —exclamó sonriente.
A continuación, agregó:
—Leí en una revista que para una evacuación en el Vietnam
embarcaron 75 personas en un DC-3, y yo les gano.
El Flaco ya conocía los caprichos de su jefe, los cuales, a veces,
llegaban lejos. Pero esta vez ¡ya era demasiado! ¿Hasta dón-
de sería capaz el todopoderoso DC-3 de levantarlos? Sintió un
nudo en el estomago y le sobrevino con inevitable angustia la
duda de si en esta ocasión también debería acceder a seguirlo
en sus antojos. Se imaginó en un escenario abundante de rea-
lismo lo que podría ser ese carguero accidentado. Sería mucho
más que una carnicería dantesca. Lo primero que se le vino
a la mente fue la posibilidad de negarse a acompañar a Juan
en aquel vuelo. Sin embargo, si lo hacía, para salir de allí,
tendría que esperar quién sabe cuánto tiempo y no sabía en
dónde; igualmente, sin duda alguna pasaría por cobarde. Una
vez más, como en La Venturosa, se encontró ante la confusa
situación de tener que tomar la decisión correcta, en medio de
opciones harto complicadas. Sólo se le antojó concluir, sin mu-
cha más elucubración que lo inspirara, que si Juan intentaba
la salida era porque el avión sí era capaz. No le dio más vueltas
al asunto y con forzada tranquilidad se dedicó a observar el
insólito abordaje.

163
Domingo Vergara Carulla

Cada indígena había llevado consigo un obsequio para el im-


portantísimo personaje al cual honrarían con su danza. Los
regalos no parecían, para nada, escatimar en el valor que tu-
viesen para ellos, como tampoco habían importado su peso ni
su tamaño. Un banco de fina madera, un gran racimo de plá-
tanos, un enorme canasto con fariña, el mejor chinchorro…
Cerca de ochenta ofrendas que, con merecido orgullo, ningu-
no quería desamparar. El Flaco recapacitó que un acto respon-
sable de su parte sería el de convencerlos de que los presentes
fuesen llevados en el otro avión, que llegaría enseguida. Cuan-
do Juan se dio cuenta de que allí se estaba presentando un
poco de polémica por el tema, acudió presto y dio una orden
perentoria:
—¡Eso también viaja!
El copiloto volvió a considerar, y ahora con media tonelada
adicional de pesados argumentos, que la sensatez de Juan se

164
Sobrevuelo

había ido al traste y el deseo de figurar lo había trastornado.


Una vez más sintió con intensidad el miedo de matarse, pe-
ro tanto a o más miedo le daba quedar como un pusilánime.
Ahogando por la fuerza su temor, no se permitió más titubeos
y aceptó lo que viniese. Únicamente para bajar un poco la an-
siedad que le causaba este nuevo evento de la locura que acep-
taba, se hizo para sí una promesa: “Será el último vuelo que
haré con Juan, si es que llego a salir con vida de esta locura”.
Panadero, entre tanto, no dejaba de sonreír. Sin embargo, no
podía concluirse con certeza si era una expresión de agrado
natural del técnico, entusiasta ante el insólito récord que es-
ta vez pretendía superar su jefe, o por la gran dificultad que
tenía para encerrar dentro de su cavidad bucal la enorme den-
tadura.
Habían embarcado apenas un tercio de los ochenta pasajeros
cuando Juan, con tono mordaz, les dijo al copiloto y al mecá-
nico:
—¡Subamos rápido antes de que nos ocupen los asientos!
Haciendo parte de una horda de hombres que, atropellados,
se peleaban la subida, los tripulantes se abrieron camino. Al
final, se vieron a gatas para pasar por donde ya decenas de
indígenas acurrucados se hubieron ubicado, sin dejar ni un
pequeño espacio entre unos y otros. Por fin alcanzaron el um-
bral de la puerta que separaba la cabina de carga de la peque-
ña bodega detrás de los asientos de comando. Los que allí se
habían acomodado permanecían todos de pie. En aquel espa-
cio diseñado para acomodar las maletas de 28 pasajeros, se
contaron, sólo allí, 14 cabezas. En últimas, fue lo único que se
pudo contar con certeza. “Máxima capacidad 584 Kg”, rezaba
un letrero que, por alguna razón, el fabricante había destaca-
do para que no fuese pasado por alto. No obstante, fue un dato
a la sazón enteramente inoficioso.
Bajo una temperatura que podría asociarse con la antesala del
infierno, se acomodaron en sus sillas Juan y el Flaco. Pana-
dero se quedó disputando su estrecho espacio con los apeñus-

165
Domingo Vergara Carulla

cados pasajeros que se peleaban por mirar a los pilotos. A la


entrada, la pila de la carga creció con rapidez impresionante y,
de allí hacia adelante, los hombres se movían tan rápido como
les permitía el cada vez menor espacio. Los que ya se habían
acurrucado, movían algo los pies y se desplazaban otro centí-
metro, estrechando a su vecino, para hacer campo y permitir
el abordaje de los que aun permanecían en tierra. Tacatá se
quedó abajo hasta el último momento para vigilar el área de
giro de las hélices, previniendo que no se atravesara nadie
mientras se llevaba a cabo el encendido de los motores. Luego,
a una seña de Juan, sacó los seguros que garantizaban que
el tren de aterrizaje no colapsara mientras faltara la presión
durante el tiempo que estuviesen apagados los motores. Con
los seguros en la mano, corrió y se subió, haciendo esfuerzo
para contrarrestar el ventarrón que venía de las hélices; cerró
luego la puerta y la aseguró con un lazo, como mandaba el
protocolo.
El sudor copioso chorreaba por sienes y mejillas, y la heden-
tina obligaba a hacer respiros repulsivos, cortos y frecuentes.
Atrás, se respiraba aún con mayor dificultad, debido a la ab-
soluta ausencia de ventanas que se abrieran. Sólo los pilotos
asomaban su nariz por la ventanilla lateral que, de hecho, se
convirtió en la única entrada de aire fresco para todos los que
terminaron abordando aquel carguero. Después de todo, se
presumió que habían subido completos los ochenta, porque
nadie en tierra quedó suplicando que lo dejaran encaramar-
se. Contar los ocupantes de la caótica cabina fue en un impo-
sible; de lo que si se pudo dar fe enteramente, fue de que no
hubo posibilidad de apretujarse más ni quedó ningún espacio
disponible.
Juan dirigió lentamente el DC-3 hacia un extremo de la pista.
Una leve brisa ayudaría al soplar del otro lado. La mucha po-
tencia que debió aplicarse a los motores para vencer la inercia
e iniciar el movimiento dejó muy en claro el demasiado peso
abordo. Luego de un giro de 180 grados y el par de pruebas
rutinarias, quedó alineado con la trayectoria y listo para el

166
Sobrevuelo

despegue. Al mirar hacia adelante, donde terminaba el área


del despegue, unos árboles de tamaño gigantesco los espera-
ban retadores. Eran escasos ochocientos metros de terreno fir-
me disponible, y otros doscientos de la imponente cobertura
boscosa apenas desbastada. Pero no quedó tiempo para recon-
siderarlo demasiado. Sin permitir espacio para el arrepenti-
miento, Juan aplicó toda la potencia a los motores.
Como ocurrió en La Venturosa, no pudo andar con delicadas
prevenciones. En la carátula de los instrumentos, las agujas
dejaron las seguras zonas verdes con presteza y llegaron tem-
blorosas al final de los espacios amarillos. Mientras el piloto
aceleró hasta más allá de lo debido, aplicó toda la fuerza de sus
pies para mantener presionados los pedales de los frenos. Las
agujas de los instrumentos al tocar la franja roja, indicaron
una vez más que Juan con el azar se la jugaba toda. Soltó los
frenos sin titubeo alguno y la nave fue ganando velocidad sin
mucha pretensión ni diligencia. El DC-3 consumió el espacio
disponible alcanzando la velocidad de vuelo sin margen algu-
no cuando se terminó la explanación, y abandonó la tierra,
sin ir más lejos, por la fuerza. La orden de subir el tren no
se hizo esperar ni por fracciones de segundo. Mientras este
se plegaba, el carguero ascendió, apenas sostenido, al tiempo
que sus plantas motrices bramaban soberbias tanto como eran
exigidas. Solo un manejo preciso al extremo permitía aquel
ascenso indiscutiblemente pesado y perezoso, mientras las
copas de los árboles más altos se acercaban, y todavía no se
podía garantizar su sobrepaso. Quizás un nudo menos y, con
una brusca contorsión, el avión se vendría con toda su carga
a tierra sin reparo. Por fin pasaron rayanos por encima de las
ramas superiores. No más que un par de metros separaron a
la aeronave del tupido dosel. El piloto redujo entonces la po-
tencia, lo que permitió a las agujas entrar a un menos azaroso
rango amarillo. Luego alcanzar el río, pudieron descender un
poco para ganar pronto velocidad y fue posible retraer las ale-
tas que creaban desventajosa resistencia.
El DC-3 continuó ganando altura, volando en principio muy

167
Domingo Vergara Carulla

cerca de la maraña de la jungla, hasta que cedió ante la exigen-


cia que le hacía el piloto. Cuando usualmente nivelaban entre
tres mil y cuatro mil metros, esta vez apenas llegó a los mil me-
tros, y eso que resoplaban sus motores a la máxima potencia
que podía mantener sin reventarse. Por suerte, el buen tiempo,
la topografía y el cabal funcionamiento de los nobles motores,
permitieron la culminación del vuelo sin otros albures.
Luego de aterrizar, Juan procedió al centro de la plataforma y
apagó allí los dos motores. Mientras Tacatá desataba el nudo
del lazo para poder abrir la puerta, Juan asomó la cabeza por
la ventanilla y gritó con todos sus alientos:
—CUEENTEEEN… CUEEENTEEEN… —. Agitando el brazo,
su mano apuntaba hacia la puerta trasera, luciendo sonriente
una expresión de triunfo irrepetible.
Aquel todopoderoso DC-3 nuevamente sorteó con éxito el rudo
juego de azar al que allí se sometían.
La tripulación pasó la noche en el lugar, entretenida con los
diferentes espectáculos. Al siguiente día madrugaron para
regresar a Villavicencio. A bordo sólo pusieron canecas des-
ocupadas, una carga de peso moderado. En aquel vuelo, Juan,
para huir una vez más de la rutina, quiso terminar a baja al-
tura. De los tres mil quinientos metros a los que sobrevolaron
la selva, fueron descendiendo hasta quedar volando sobre la
planicie apenas a un par de ellos. Deslizándose a velocidad,
que tan cerca al terreno excitaba, saltaron sobre las cercas y
los árboles que se fueron encontrando. Con seguridad, mo-
radores en algunas viviendas a lo largo de la ruta debieron
sufrir un terrible sobresalto, al experimentar que un ruidoso
avión pasaba de repente rozando el techo. Tacatá, entretanto,
dormitaba arrunchado en la parte trasera del avión, soñando
sus propias creaciones, y Panadero no perdía detalle, de pie,
justo detrás de los pilotos.
En algún momento, Juan vio un tractor que se desplazaba a
lo lejos sobre una trocha polvorienta. Halaba un remolque.
Entonces, se le iluminó el rostro con una sonrisa maliciosa y

168
Sobrevuelo

puso rumbo hacia su objetivo caprichoso. Cuando el avión se


enfocó directamente, veloz y a ras del piso, hacia la máquina
que lentamente se movía, sólo pudo causar desaforado sobre-
salto en el ingenuo tractorista. Lo que alcanzaron a observar
desde la cabina durante el breve instante que tuvieron muy de
cerca la cara del sujeto, fue un rostro de pánico absurdo, con
los ojos desorbitados y una boca tan abierta como le permitió
su anatomía. El hombre vaciló por un instante hacia qué lado
eludiría a ese monstruo que, de frente, se le venía encima y,
por fin, se lanzó desaforado hacia uno cualquiera. Entonces,
Juan dio un fuerte tirón a la cabrilla y, casi rozando aquella
máquina, salió disparado en su DC-3 hacia el espacio.
Se regocijó al soltar una relamida carcajada y gritó:
—Debió quedar cagado del susto.
—¡Aaay! Cagado… y miado —aseguró Panadero con picardía,
mientras hacía un gran esfuerzo para incorporarse, después
de haber rodado por el piso a causa de la inesperada despro-
porción en la maniobra.

169
Sobrevuelo

Salsipuedes

E n el aeropuerto de Vanguardia la tarde murió a la par


con las labores de aquel día. Con un breve diálogo, que no
se distinguió por mucho más que por lo sosegado, también
llegó a su fin el trabajo del Flaco como copiloto del carguero.
El proceso que concluyó aquel trato laboral fue tan fugaz e
intrascendente como lo había sido el del ingreso: apenas si se
extendió por un par de minutos.
En el reposo de la noche, el Flaco estimó sensato aprovechar la
ocasión para tomar un periodo de descanso y viajó a reencon-
trarse con los suyos. Sin embargo, mucho antes de disfrutar
el tiempo que hubiese deseado, fue buscado para trabajar en
otro DC-3, en el mismo cargo de copiloto. Los días de vacancia,
aunque escasos de acuerdo a lo inicialmente proyectado, fue-
ron suficientes para permitirle al Flaco, con suficiente tran-
quilidad, pensar en rechazar la oferta por el mero antojo de
cumplir su deseo.
Fernando, quien sería a partir de entonces su nuevo coman-
dante, resultó ser un hombre maduro y un piloto veterano de
muy larga trayectoria. Eso sí, tenía reconocida fama de ser
una persona de carácter impaciente y de mal genio. La ex-
pectativa para la relación de trabajo con su nuevo jefe, en ese
aspecto, no resultó propiamente halagadora; pero no estaba
para remilgos cuando la oferta de trabajo no era abundante y
él era tan sólo un principiante. Además, su pasión por el vuelo
seguía encendida con el más insaciable de los arrebatos. Si

171
Domingo Vergara Carulla

fuese necesario, le tendría un poco de paciencia; así que, sin


darle más vueltas al asunto, aceptó el cargo.
Con el trascurso de los días, contrario a lo que le hubo procu-
rado la fama a su comandante, el Flaco concluyó que los ava-
tares de la vida quizá habían ido cambiando a su compañero
de cabina. Los dos llegaron a establecer una amistad cordial,
afectuosa y de generosa camaradería. Fernando resultó ser no
sólo un buen superior, también fue un grato amigo y gustosos
llegaron a compartir las actividades que les deparaba su tra-
bajo. No obstante, muy pronto el azar les tendría preparada
una trampa, artera como pocas. Un día cualquiera se encon-
traron a poco de ser sorprendidos mañosamente por la muer-
te, por una falla que, por ocurrir con muy poca frecuencia, re-
sultaba más perversa que otras para las que sí se preparaban.
No aparecía, ni siquiera sugerida, en el grueso capítulo de las
temibles emergencias.
El bimotor inició aquel día la aproximación para aterrizar en
el campo de un pequeño caserío, aguas arriba de Mitú, rive-
reño sobre el mismo río Vaupés. A Carurú, como se llamaba
aquel asentamiento de solamente unas diez casas, lo rondaban
en su cielo gigantescas nubes grises, que bullían con inquie-
tante prepotencia. Descomunales chispazos relumbraban a su
antojo, correteando quien sabe a cual demonio marrullero so-
bre el fondo turbulento del firmamento. No lejos se desgajaba
un aguacero, con tan imponente furor que, si se lograba dejar
a un lado la necesidad de traspasarlo, brindaba un espectácu-
lo soberbio. Las copas de los árboles cercanos a la pista, sin
embargo, por la quietud de su ramazón sugerían una atmós-
fera tranquila, aún en la vecindad de la tormenta. Eso sí, los
enormes charcos que plateaban sobre toda la extensión de la
precaria superficie indicaban con certeza el reciente paso de
ese violento temporal, que ahora se alejaba. Sin duda, el terre-
no cubierto en su totalidad de grama estaría demasiado resba-
loso; hasta se podría prever que se encontraría un poco flojo
para resistir el peso de la nave. Aun así, el aterrizaje sobre
superficies saturadas de agua era frecuente y el piloto sabía

172
Sobrevuelo

que debía lucir su habilidad pedaleando y haciendo malabares


para no terminar resbalando al río antes de lograr detener la
nave por completo.
Esta vez, igual que tantas otras que ya por la rutina domina-
ba, Fernando inició la aproximación al campo, al tiempo que
le ordenó al Flaco bajar parcialmente las aletas. El copiloto
desplazó la palanca hacia abajo por unos instantes, las super-
ficies bajaron una fracción de su recorrido y el comando fue
devuelto a la posición neutral. La extensión total se llevaría
a cabo en cuatro etapas. El piloto solicitó luego la extensión
del tren de aterrizaje y la orden fue ejecutada con prontitud,
a través de precisos movimientos de su compañero de cabi-
na. Unos cuantos segundos después una pequeña luz verde
se encendió en el tablero, indicándole a la tripulación que las
ruedas estaban abajo y, además, aseguradas. El DC-3 continuó
la aproximación hacia la cabecera de la pista y se escuchó una
nueva orden de Fernando: “Flaps, dos cuartos”.
El copiloto ejecutó la orden y las aletas bajaron a la mitad
del recorrido; los motores, ronroneando, sostenían apenas su
mínima potencia. Aún más cerca del terreno, el Flaco escuchó
una vez más la voz del comandante cuando ordenó continuar
la extensión a los tres cuartos. Lo último que oyó, casi en se-
guida y con absoluta claridad, fue “Full flaps.”
La palanca con la que se ejecutaba esta función fue llevada a
la posición prevista para lograr la extensión total de aquellas
superficies. El avión hizo un fortísimo movimiento, absoluta-
mente inesperado, hacia la derecha. Fernando realizó un gran
esfuerzo para contrarrestar el impulso que desequilibraba el
carguero y, con evidente desespero, gritó algo. Pero las pala-
bras con las que expresó su requerimiento resultaron absolu-
tamente incomprensible para el Flaco, quizás por la angustia
con las que las pronunció el piloto en su intento de controlar
la nave.
—¡Confirme capitán! —interpeló el Flaco, tratando de superar
la angustiosa incertidumbre.

173
Domingo Vergara Carulla

Fernando no respondió. La expresión de su rostro denotaba


zozobra en demasía. Intentaba volar el avión que avanzaba la-
deado peligrosamente. Hacía mucha fuerza sobre la cabrilla y
uno de los pedales.
—¡Capitán: confirme! ¡Confirme! —insistió el Flaco, sumido en
el más abrumador desespero, sin lograr respuesta alguna ni
entender qué estaba pasando.
El tiempo pareció detenido en espera de cualquier cosa. Fer-
nando continuó sin pronunciar palabra. Sólo se le veía su
denodado esfuerzo. El mecánico hizo presencia en la cabina,
pero tampoco dijo absolutamente nada. No necesitó hacerlo;
la expresión de terror que dejó entrever su rostro, con una
palidez ya cadavérica, no dejaba la más mínima duda del mo-
mento que vivía.
El Flaco, empero, por razón de su ignorancia, no asumió con
suficiente lucidez que estaban a poco de matarse. Confiaba en
su comandante y seguía tratando de entender en medio de su
angustia qué había ocurrido, qué le había ordenado Fernando
y qué podía hacer para ayudar, como era su deber, desde la
posición en la que se encontraba. Sus ideas, en turbulento y
arrollador desorden, llegaban y se perdían con convulsionada
ligereza.
“¿Algo falló…?”, se preguntaba ansioso. “O tal vez se estaba
presentando mucho viento de costado o la vecindad de la tor-
menta estaba dejando una fuerte ráfaga de viento atravesa-
do… este comportamiento del avión correspondía a esa condi-
ción, pero la vegetación no la dejaba ver. Y si era esa la causa,
¿qué podía hacer?”
“¡Sólo soy un aprendiz!”, se recriminaba. “¡Un maldito novato!
Quizás no soy digno de ocupar ese puesto pero ¿aún está en
mis manos hacer algo?”
Tenía muy claro que un copiloto no debía hacer nada sin que
se lo ordenara su comandante. Eso se lo habían advertido pe-
rentoriamente. Afloraban a su mente, con torturante despar-

174
Sobrevuelo

pajo, no pocos relatos sobre historias de mortales accidentes,


donde el copiloto fue quien desencadenó la tragedia por llevar
a cabo una acción no apropiada, porque así lo estimó proce-
dente en su criterio todavía inmaduro o en porque lo que hizo
fue mal comprendido. Si no tenía claridad sobre la orden, qui-
zá era mejor no intentar nada.
Fernando le había ordenado algo, pero no fue comprensible
su requerimiento. Lo invadía un intenso desasosiego, y una
y otra vez se preguntaba: “¿Qué fue lo que me dijo?” Creyó
entender algo como “¡flaps arriba!” pero, si los llegaba a su-
bir, se precipitarían a tierra bruscamente. El avión perdería la
sustentación porque la velocidad era muy baja y no resistiría
en el aire sin la ayuda de aquellas superficies extendidas. Se
escurriría para caer sobre los árboles, si no es que, aún peor,
se llegaba a inducir una caída en barrena e inevitablemente el
DC-3 buscaría enterrarse de cabeza en el terreno. Sólo tendría
lógica retraer aquellas latas si estuviesen elevándose nueva-
mente con toda la potencia en los motores, luego de que por al-
guna razón no hubiesen podido aterrizar, y este no era el caso.
Fernando continuó luchando en hermético silencio. El Flaco
concluyó que ya no podría obtener aclaración alguna de su
jefe, aunque una situación letal estuviese en pleno desarrollo.
El DC-3 siguió su acercamiento hacia la tierra bajo un control
apenas muy precario. Al pasar el tiempo, la fuerza que venía
haciendo el piloto parecía agotarse y el carguero en su actitud
rebelde se inclinó aún más, faltando todavía un crítico trecho.
El Flaco, con mucha prevención y aún más temor de inter-
ferir en el manejo, cogió la cabrilla de su lado y ayudó en el
esfuerzo. En su corta carrera pocas veces le había sido permi-
tido tomar el mando para despegar o aterrizar y únicamente
en condiciones impecables. Pero, aunque a su amigo algún
motivo lo obligaba a aquel silencio, no menos que trágico, era
demasiado evidente su lucha por la supervivencia. La perver-
sa condición que los estuviese afectando no lograba ser supe-
rada por la feroz batalla que ofrecía ese aviador curtido por los
años, a pesar de lo poco que estaba de lograrlo.

175
Domingo Vergara Carulla

Unos segundos después, el DC-3 tocó la tierra, atravesado co-


mo venía; rebotó ligeramente y se fue huérfano de control,
resbalándose de costado hacia el lado del río. La grama que
cubría la superficie estaba saturada de agua y no permitió ad-
herencia alguna. El avión no obedeció a las órdenes que le dio
el exhausto piloto a través de los pedales. El río corría muy
cerca y apenas había de por medio un poco de rastrojo, que di-
fícilmente podría atajarlos. Fernando reaccionó y, de pronto,
los motores produjeron un fuerte rugido, al ser llevadas las
palancas de aceleración al tope. La trayectoria del recorrido
se corrigió y los motores volvieron a reducir toda su potencia.
Aun deslizándose atravesado quedó guardando la dirección de
la pista en su trayectoria. Luego de esa improvisada correc-
ción, Fernando llevó hacia atrás las palancas de aceleración
y, con la misma rapidez, también otras dos localizadas en el
mismo pedestal, con una pequeña bola roja en la punta y que
controlaban el flujo de combustible. Se silenciaron los dos mo-
tores y sólo se escuchó a continuación uno que otro quejido
que produjo la estructura de la nave, mientras la velocidad
se redujo poco a poco en su desordenada trayectoria. El DC-3
terminó por detenerse de cualquier manera, ligeramente a un
lado de la pista, muy cerca de unos matorrales. Las manos de
Fernando, temblorosas, permanecieron aferradas a la cabrilla.
El Flaco experimentó un amasijo de sensaciones, intensas to-
das, de asombro, de angustia, de agradecimiento.
“¡Soy un inútil!”, se recriminó sin misericordia alguna. Luego
irrumpió el silencio que imperaba para calmar su ansiedad
sobre aquello que aún no paraba de torturarle:
—Capitán —apuntó, haciendo un esfuerzo para superar sus
propias recriminaciones—, discúlpeme: ¿qué fue lo que me di-
jo? ¿Qué paso?
El viejo, poco después, apenas murmuró:
—Un flap se debió romper.
El mecánico desembarcó tan pronto terminó la carrera del

176
Sobrevuelo

carguero y los pilotos se quedaron organizando los botones,


llaves y comandos, a lo cual les obligaba su cargo antes de
abandonar su silla. Cuando bajaron, vieron que el técnico
bamboleaba la lata que había fallado. Más cerca, pudieron ob-
servar cómo un eje del mecanismo que trasmitía la fuerza pa-
ra la extensión de las aletas de aquel lado estaba roto y apenas
colgaba su pedazo.
El Flaco nunca había escuchado sobre la ocurrencia de esta
falla; Fernando y el mecánico sí conocían un caso en el cual
se dedujo que la nave se vino a tierra por la misma causa.
Fue aquello solamente una especulación, porque no hubo su-
perviviente alguno para contarlo y los restos del metal que-
daron tan derretidos, luego del voraz incendio que se desató
tras la caída, que no se hubo manera alguna de investigar
lo sucedido. El daño no lo contemplaba el extenso manual de
emergencias que el copiloto tuvo en sus manos y, por lo tanto,
no existía un procedimiento previsto para intentar salvarse o
coordinar alguna ayuda.
Al recrear lo ocurrido, Fernando retomó lo que le había dicho
al Flaco en su momento. Al presentir la causa del problema,
en un acto de absoluto desespero le dio efectivamente la orden
de “flaps arriba”. No obstante, enseguida cayó en la cuenta de
las siniestras consecuencias que podía ocasionar, con la velo-
cidad que traía la retracción de las aletas; pero tampoco podía
agregar potencia para aumentarla pues no sería capaz con
el avión, que igual se enrollaría. En medio de su angustia,
se dedicó a hacer mucha fuerza para evitar el mortal giro. Si
aflojaba, tan sólo un poco, el avión caería en giros sin control
hacia la tierra.
El repuesto, llevado en otro avión pequeño, se cambió y regre-
saron a Villavicencio. Los esperaba allí un compromiso que
ya presentaba retraso por la demora imprevista. Se trataba de
hacer dos vuelos desde Bogotá a una población en la costa del
Pacifico. Se trasladaron a la capital esa noche y al día siguien-
te, muy temprano, un potpurrí de elementos de construcción

177
Domingo Vergara Carulla

los esperaba sobre un camión en el aeropuerto. Tejas, vigas


de madera, alambres, varillas, puntillas… en fin: un sinnú-
mero de cosas que arrumadas pronto abarrotaron la cabina
del carguero. Con todos esos materiales se proyectaba armar
una caseta en terrenos del campo de aviación de Bahía Solano,
que daría cabida a los equipos de la radio-ayuda que se tenía
previsto montar.

Quien coordinó el viaje tal vez no fue muy escrupuloso en


cuanto al peso que totalizaba todo aquel revoltillo. Aseguró,
sin mucho compromiso, que no excedía la capacidad acostum-
brada del carguero en sus vuelos rutinarios. Fernando tampo-
co le dio mucha importancia a este factor, de difícil comproba-
ción en este caso, a pesar de que afectaría el comportamiento
del avión.
Culminado el abordaje, el piloto puso en marcha los motores
y, tras la respectiva comunicación con el torre-operador, salió
para ubicarse en la cabecera. Esperó el paso de un avión que

178
Sobrevuelo

venía aterrizando y procedió a entrar a la pista; sin pausa al-


guna inició la carrera que lo llevaría al aire.
El aumento de velocidad se dio mucho más pausadamente de
lo que lo se lograba en la llanura; no obstante, bien conocían
los pilotos que en la altura los motores reducen su capaci-
dad notoriamente, y la pista tenía cuatro veces la distancia de
la cual disponían en la mayoría de las que trajinaban usual-
mente. Fue necesario algo más de un tercio de la longitud
disponible para conseguir apenas la velocidad suficiente para
levantar la cola. El trayecto se iba consumiendo sin premura,
mientras los motores bramaban, entregando toda la potencia.
Al fin se alcanzó la velocidad suficiente para que el DC-3 pu-
diese sustentarse en el aire, justo cuando se acababa el ex-
tenso campo. Sin haber gozado tan siquiera de un pequeño
margen, Fernando haló la cabrilla y las ruedas abandonaron
sin mucha decisión su contacto con la tierra.
—¡Tren arriba! —se escuchó, categórica, la orden del piloto.
El Flaco quitó el seguro y llevó la palanca hacia arriba con
resuelto movimiento. Se dejaron venir los ruidos y silbidos del
líquido hidráulico que, a través de los conductos del sistema,
ayudaba a esconder las ruedas en su nicho respectivo; una luz
roja se encendió en el entretanto y el proceso concluyó cuan-
do la pequeña lucecilla se extinguió. Mientras esto ocurría, el
desempeño del carguero no fue más allá de, pobremente, su-
perar los obstáculos que uno o dos metros les pasaron por de-
bajo. El veterano piloto, no obstante, lució tranquilo, mientras
el copiloto apretó su dentadura e hizo mucha fuerza ante tan
escaso margen de maniobra. Estaban dependiendo en realidad
de la máxima potencia de ambos motores que, de prolongarse
demasiado el recorrido, arriesgaban a romperse; el tiempo lí-
mite del que hablaba el manual bien podría haberse superado
aun antes de salir al aire.
Al lado del soterrado temor del copiloto, este tampoco pudo
evitar perversa diversión, nacida del intenso momento que vi-
vía, al observar, fugazmente, expresiones de pánico extremo

179
Domingo Vergara Carulla

de quienes se hallaban en los patios de sus casas o en calles ad-


yacentes sobre las que el carguero volaba, al sentir cómo pasa-
ba aquel ruidoso monstruo no más allá que a un par de metros
sobre los techos de las casas. La punta de una de las alas pasó
muy cerca de una antena que sobresalía de un tejado.
El Flaco esperó muy atento la indicación de Fernando para in-
formarle a la torre de control la condición de emergencia que
se estaba presentando; sin embargo, el tiempo pasó y no se
produjo solicitud alguna. Al piloto parecía que todo este albur
no llegaba en forma suficiente a preocuparlo.
El tren retraído permitió al DC-3 ganar, nudo a nudo, algo
más de velocidad, y Fernando redujo en un modesto porcen-
taje la potencia que sostenían los nobles y dóciles motores. Se
había ganado un asalto en la pelea. Alcanzaron luego una zo-
na deshabitada y el avión pudo descender un poco para ganar
a cambio algunos otros nudos adicionales, los cuales venían
necesitando de manera apremiante para la retracción de las
aletas, que sustentaban el aparato a pesar de frenarlo. Poste-
riormente, vino un esforzado ascenso, de resultados discuti-
bles, mientras tomaron rumbo hacia el Pacífico.
El día amanecía con un sol radiante y la presencia de escasa
nubosidad permitió acudir a los pasos de menor altura para
buscar la mejor salida, y luego sobrevolar el valle del río Mag-
dalena. Después vino el cruce de la cordillera más alta que se
interponía en la ruta. Definitivamente, el sobrepeso doblegaba
al noble carguero sin permitirle lograr la elevación que acon-
sejaba la prudencia, y no fue mucha la distancia que separó
la nave de potreros y una que otra vivienda campesina que se
asentaba en lo alto de aquella altísima montaña.
Algo más de dos horas después de peluquear cerros y atrave-
sar un par de valles, tuvieron a la vista, entremezcladas con
abundante nubosidad, las aguas del océano. El copiloto se co-
municó con la torre de control del aeropuerto. Luego de un
breve saludo, el operador les dio las instrucciones autorizán-
dolos para aproximarse. El capitán llevó a cabo algunos giros

180
Sobrevuelo

en busca del descenso entre las nubes, que ocasionalmente


permitieron observar que se encontraban sobre aguas mari-
nas, presumiendo, sin mucha precisión, que dejaban atrás las
colinas cubiertas por vegetación selvática tupida. En algún
momento, ya con muy poca altura, tuvieron a la vista todo
el paraje que los circundaba. Mar adentro, interrumpían la
majestad del profundo océano un par de islotes, y al lado con-
trario se vislumbraba, no lejos, la línea de la costa, que perdía
con rapidez su perfil montañoso dentro de la homogénea capa
gris que le imponía estrecho límite al firmamento y tornaba la
superficie del agua de un tono frío, como pocas veces se le ve
cerca de la costa.
El piloto dirigió el DC-3 hacia una ensenada que se adentraba
en las montañas. A lo largo de la playa vieron dispersas algu-
nas edificaciones y al fondo un rancherío. Más allá, en medio
de unos cerros que mostraban apenas sus boscosos pedestales,
vieron un rectángulo cubierto de grama, al lado de menudas
construcciones. Se fueron acercando y en su trayectoria cru-
zaron sobre el caserío. La tripulación fue ajena a que su paso
por allí fue observado por tantos ojos, sobretodo, muy ansio-
sos. Poco después, el contacto con la superficie fue tan suave
que los que iban a bordo no alcanzaron a sentirlo. La grama
que cubría el campo formó la suave colcha que recibió con de-
licadeza las llantas del carguero.
Al llegar a la plataforma, advirtieron en el dintel de un des-
vencijado portillo, que comunicaba la plataforma con la ca-
rretera, un letrero en madera de rústica factura. En él estaba
escrito, quizás con trágica ironía: Bienvenido a Salsipuedes.
“¡Salsipuedes! ¿Qué clase de sarcasmo era este con el que da-
ban la bienvenida a los visitantes? Vaya uno a saber la historia
que les habrá hecho rebuscar semejante apelativo”, se le ocu-
rrió al Flaco hacerse la pegunta, mientras, ajeno al quehacer
de aquel momento, se le dibujó en su rostro una sonrisa.
El desembarque de todo aquello iba a tomar algo así como una
hora, según calcularon aquellos a quienes les correspondía

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Domingo Vergara Carulla

ese trabajo. Entonces, Fernando le propuso al Flaco ir hasta


la población, distante poco más de dos kilómetros, y allí con-
seguir alguna baratija de las que traían los visitantes del país
vecino, cuya frontera no estaba lejana; el piloto ya conocía el
lugar y venía antojado de llevar alguna cosa.
La ausencia de brisa hacía de aquel ambiente húmedo un in-
fierno sofocante, y a poco de haber iniciado la caminata ya
sudaban copiosamente. Afortunadamente los alcanzó un ca-
rromato destartalado el cual, por un par de latas que aún con-
servaba, se pudo presumir que alguna vez tuvo forma de cam-
pero. Con toda seguridad, por el ambiente marino, el óxido
carcomió el resto de su carrocería y fue remplazada con bur-
das tablas de madera. Aquella armazón ambulante, al mando
de un hombre de rostro simpático y piel notoriamente enroje-
cida, que sobre su cabeza lucía con orgullo un atractivo som-
brero de grueso cuero, redujo su marcha cuando su conductor
hizo malabares con la ayuda de la caja de cambios, mientras
totazos ensordecedores y fogonazos salían de un tubo, igual-
mente hechizo, que hacía las veces de desfogue del motor. Al
parecer, allí el funcionamiento de los frenos parecía no ser
importante para nada. Sin la posibilidad de, en una distancia
razonable, detenerse por completo, el hombre al timón, con un
gesto abiertamente cordial y sin dejar para nada una sonrisa
bonachona, hizo las señas para que lo alcanzaran y abordasen
su trasporte. Los acalorados caminantes apuraron el paso y se
encaramaron dando en su carrera un brinco. Acomodaron sus
nalgas sobre bancas ensambladas con tablones burdos, sin cos-
mética alguna, y se dejaron llevar en medio de ruidos, golpes
y chirridos que salían sin ninguna excepción de todas partes.
—Señores —dijo el hombre, a quien quizá no le costó mucho
trabajo deducir que lo eran ese par de sujetos de ropaje cita-
dino, que justo abandonaban el aeropuerto—, son ustedes los
pilotos, ¿no cierto?
—Sí señor —respondió Fernando, cuidando que su modula-
ción fuese amistosa y responder con agrado aquel saludo.

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Sobrevuelo

—¿Ustedes vienen por la gente? —preguntó él hombre del


sombrero, acomodado en la silla del conductor, igual de dete-
riorada que el resto del vehículo, ensamblada con un tablón
de madera, pero acolchada con raídas capas de costales, mo-
viendo con natural gracia el sombrero que enseñaba detalles
repujados.
—¿Cuál gente…? —preguntó Fernando, dejando entrever in-
certidumbre.
—¿Ustedes no vienen a llevar todos esos pasajeros que están
botados aquí desde hace quince días?
—No señor —respondió el piloto—. Nosotros vinimos a traer
los materiales de la caseta donde van a instalar el radiofaro.
—¿Y para dónde siguen?
—Tenemos que pasar por Medellín a poner combustible y se-
guir a Bogotá, para traer otro viaje —respondió Fernando.
Pacho, que era el nombre del personaje, con mirada compul-
siva hacia la carretera, guardó silencio, mientras intentó no
caer en los huecos más profundos que los aguaceros labraban
en la vía.
—De más que podrán sacar algunos —les dijo, cuando se hubo
desocupado del cruce del mal paso.
—No señor —dijo el piloto—. Este es un carguero y no pode-
mos llevar pasajeros.
A medida que siguieron avanzando, se cruzaron con algunos
transeúntes cargados de cajas y maletas, que se desplazaban
en dirección contraria y, a poco, era ya una nutrida romería.
Pacho manoteaba para mantener centrado en la carretera el
cachivache, dando vueltas ora para un lado, ora para el otro,
a la desgastada rueda de timón que ágilmente deslizaba entre
sus manos.
—Algunos no tienen ya ni con qué comer alguna cosa —dijo
Pacho—; sobreviven por la buena voluntad de gente que se
compadece de ellos y a cambio de nada les socorren alimento.

183
Domingo Vergara Carulla

Para el hospedaje, muchos han hecho un compromiso de que


después envían el dinero.
Y así quedó la cosa porque ya entraban en el caserío, y en la
tercer cuadra de las cinco que había, los tripulantes se bajaron
luego de la detención del vehículo, cuidadosamente anticipa-
da. Pacho cobró el valor del servicio que hubo prestado y con
extremada diligencia se puso muy a la orden para llevarlos de
regreso. Los ingresos no abundaban y, en las circunstancias
que vivían en el lugar, había que rebuscarse. Muchos camina-
ban y ya eran escasos los que acudían a sus servicios.
No fue demasiado el tiempo que tomó recorrer aquel villorrio.
Un refresco en alguna tenducha y la visita obligada a una ca-
sa, que poca era la apariencia de comercio que tenía, fue todo.
Las paredes estaban armadas (como la mayoría de las cons-
trucciones) de tablas desnudas de pintura, unidas entre sí de
manera chapucera. Adentrándose en la vivienda, se encontra-
ba una habitación con escasos anaqueles y pisos de cemento
de burdo terminado. Alguna juguetería y un par de cajas con
vajillas de procedencia china, por decirlo de alguna manera,
era casi todo lo que había. Tras un corto regateo, los dos pilo-
tos salieron del local cada uno con su caja.
Pacho había detenido su trasporte casi enseguida y no había
dejado de atisbarlos ni un instante. Cuando los vio salir car-
gados con aquellas cajas que, bien valga decirlo, eran pesadas,
presto volvió a ofrecerles sus servicios.
A bordo, ya ocupaban los espacios de adelante un par de luga-
reños. Conversaban animadamente con el conductor, quien les
había reportado la novedad de que allí estaban los pilotos del
DC-3, que hacía poco había aterrizado. Se los señaló cuando
los vio salir de la tienda y les dijo que seguro irían con él para
su regreso al aeropuerto. Aquel dato valía muy bien la pena
para los dos pasajeros, para quienes era necesario, por cues-
tiones de trabajo, salir de Salsipuedes
El abordaje que los dos hombres le hicieron a los tripulantes
fue demasiado cordial, por no interpretarlo de una buena vez
como descaradamente zalamero.

184
Sobrevuelo

—Siga adelante… ¡capitán! ¡No faltaba más! —dijo uno de


ellos, gordo, muy panzón, con gran aspaviento, desocupando
presto con su compañero los puestos delanteros.
—¡Deben venir ya bien cansados —observó el otro, en cambio
flaco, de pómulos tan salidos que podrían repetirse semejan-
tes en una caricatura exagerada, y cabello muy negro, liso y
abundante, mientras se aprestaba diligente para recibirle a
Fernando la caja que portaba.
Los pilotos no despreciaron la interesada cortesía, y el Flaco,
luego de pasarle su caja al gordo, quien con no menos interés
también la demandaba, ingresó antes que Fernando para aco-
modar sus piernas en medio de la palanca de los cambios que
se atravesaba. Fernando ocupó su espacio y, en ausencia de la
puerta, optó de una vez por agarrarse fuerte de un tubo justo
al frente.
Con un gracioso brinco, Pacho alcanzó su puesto de mando y
obviando la información que ya tenía, sin titubeo alguno dijo:
—No tengo ni idea, capitán, que cupos tenga, pero de seguro
que a los amigos que aquí nos acompañan los puede acomodar
en su avión de alguna forma.
La actitud de Fernando no fue evasiva de manera contunden-
te. No era mal visto en la selva y la llanura llevar algunos po-
cos pasajeros, aun en vuelos de carguero, donde el transporte
comercial era deficiente o hasta nulo. Esta necesidad generaba
la “polilla”, que era en cierta forma parte de la paga, escasa e
incierta, que la tripulación de los cargueros rebuscaba.
—Ahí miramos —respondió el piloto, sin escabullirse de la
pregunta ni tampoco asegurar todavía su compromiso. Rom-
per la norma en la selva era más que aceptado, pero aunque
aquí quizás no tanto, tal vez estos dos viajeros pasarían fácil-
mente inadvertidos.
Luego de dar otros muchos brincos, que hicieron chirrear to-
do el tiempo las maderas y metales de la carcacha, y de rim-
bombantes maniobras de Pacho para mantenerla dentro de la

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Domingo Vergara Carulla

carretera, se detuvieron, poco a poco, frente al terminal de


Salsipuedes.
Los recién llegados observaron una muchedumbre, que a su
vez los observaba a ellos y que tenía llena a reventar la insta-
lación. Era evidente que quienes atiborraban el lugar se dispo-
nían a viajar, ¡Dios sabría cómo!
Los dos hombres, que a título propio se habían hecho cargo de
las cajas, no se despegaron ni un instante de los tripulantes,
quienes venían sin ningún tipo de uniforme y no pudieron ser
reconocidos inicialmente por la multitud, aunque aquel sa-
no anonimato no duró mucho. Fernando y su copiloto fueron
avanzando entre el tumulto con cierto trabajo hasta alcanzar
la puerta hacia la plataforma, seguidos de los dos que carga-
ban las vajillas, pero al traspasarla, fueron identificados de
inmediato y ahí fue Troya. La turba se abalanzó para alcanzar
al cuarteto. Aquel de más edad, y que no cargaba nada, fue
abordado presto:
—Capitán, de por Dios… ¡necesitamos viajar! —imploró, casi
llorando, una mujer cuarentona, de tez a presumir muy blan-
ca, ahora rojiza y ampollada, lastimada por el sol, de porte
delgado y pelo liso, ligado cuidadosamente en una “cola de ca-
ballo” con una pañoleta. La rodeaban cuatro chicos con edades
muy próximas entre sí y miraban al piloto con ojos saltones e
implorantes, como de terneros degollados. Uno de ellos, el que
aparentaba ser el más joven, de pelambre desordenadamente
ensortijado, estaba tan embelesado con los pilotos que el labio
inferior de su abierta boca parecía un inútil colgandejo.
—Capitán, no sea malito. Mire que estamos botados aquí desde
hace dos semanas y nada que vienen a buscarnos —suplicó
otra mujer que había dejado atrás su juventud, ha muchos
años, pero enseñaba una sonrisa dulce, tan convincente que
era imposible no corresponderla.
—No podemos llevar toda esta gente —le balbuceó el piloto al
Flaco—. Es demasiada y nos metemos en problemas. Ni son
sólo unos pocos ni tampoco estamos en la selva.

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Sobrevuelo

Aquel tropel se componía de turistas que habían viajado para


aprovechar un corto periodo festivo, además de otros locales
que necesitaban viajar, y cada día que pasaba se crecía más la
lista de espera. Unos y otros esgrimían urgentes e innegables
razones. El ruego se tornó en multitudinario coro de arrollado-
ra contundencia; sin embargo, el argumento de Fernando tam-
bién era irrefutable. Se esforzaba por hacerlos entender que no
podía llevarlos. El avión era un carguero, sin más asientos que
los dos de los pilotos y, al llevarlos en esa condición, se arries-
garía a que las autoridades le impusieran una sanción severa.
—Qué le hace que no tenga sillas: ¡nos sentamos en el piso!
—gritó alguien, esgrimiendo sus motivos con convicción in-
discutible.
—Eso no nos va a pasar nada… Si hay vacíos nos agarramos
los unos de los otros —alegó otro con discreta suspicacia.
—Nos bajamos cuando nadie esté mirando —proclamó con pi-
caresco mohín una muchacha.
—¡Soy amigo del gobernador y yo le explico pa’que no los par-
tan… —aclaró, severo, un gordo, de bigote muy poblado, cara
mofletuda y de pelos de puercoespín cubriendo su cabeza.
—¡No nos puede dejar aquí! Sería inhumano —vociferó un jo-
ven flacuchento, de largos y descuidados cabellos.
La ruidosa horda permitió entrever que no daría su aval, sin
resistencia, para que el avión partiera sin ellos.
El Flaco abandonó a su compañero con la justificación de re-
visar la nave en una redundante acción de protocolo; Costeño,
el mecánico, ya habría hecho la inspección correspondiente
durante todo el tiempo del que había dispuesto. Luego, subió
a bordo, y los de las cajas, que de bobería no padecían ni un
lejano asomo, con cargo a cumplir su cortesía subieron oron-
dos detrás para el nada engorroso encargo que les permitiría
asegurar su viaje sin adicionales sobresaltos. El mecánico se
quedó al cuidado del avión, pendiente desde tierra.

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Domingo Vergara Carulla

Una vez se acomodó en su asiento, el Flaco hasta se divirtió


mirando desde allí cómo el piloto intentaba defenderse de la
turba que sin tregua alguna lo acosaba. Cansado de dar expli-
caciones, terminó por manifestar un no rotundo a la petición
e hizo un rodeo al grupo para dirigirse hacia el avión. Unos
pocos lanzaron abiertamente irritados improperios.
—Ahora sí entiendo por qué llaman a esto Salsipuedes —le
gritó, divertido, el Flaco a su amigo cuando este dejaba la
puerta con dirección a la cabina.
Fernando correspondió con una simpática sonrisa, relajando
la expresión de contrariedad que lo aquejaba al cruzar el um-
bral de la puerta de acceso al DC-3. Alcanzó su puesto de man-
do luego de haber distraído brevemente su mirada al cruzarla
con la de alcahueta picardía de los dos hombres que celaban
las cajas, en medio de una estúpida sonrisa, y se acomodó en
su asiento. Entonces vio, a través de la ventana, que un grupo
de personas ahora caminaba despreocupadamente por la pla-
taforma, justo frente al carguero, y luego se percató de que un
sujeto permanecía abrazado de la pala de la hélice que tenía
a su alcance de aquel lado, rodeado por un compacto grupo
que, desafiante, enganchó su mirada con la del comandante.
El hombre abrazado a la hélice se aseguró de que el piloto lo
mirara para cuando le gritó:
—¡Capitán! O nos vamos todos… ¡o usted tampoco viaja! Usted
verá si decide hacernos picadillo.
Fernando, muy serio ahora, se quedó pensando. La situación
se le había salido de las manos y estaban en una seria encruci-
jada. Por lo menos sesenta personas alrededor miraban en ex-
pectante silencio a la cabina. No tenía alternativa y tenía que
ceder, pero no se le ocurría de qué manera podría salir de tal
enredo. Si aceptaba que tan sólo unos pocos abordaran, difí-
cilmente otros aceptarían quedarse. El piloto optó por bajarse
a concertar y llegó a un acuerdo con un par de hombres que
venían ejerciendo con claridad el liderazgo. A través de un
complejo diálogo, saturado de numerosos argumentos, que

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Sobrevuelo

incluyeron tanto los técnicos como los legales, accedió a llevar


un número máximo de treinta pasajeros. Si sobrecargaba más
el DC-3 no sería sencillo cruzar la cordillera. Acordaron que la
prioridad se la darían a las mujeres con menores a su cargo y
después a otros hasta completar los treinta, criterio que dele-
gaba en quienes negociaban. Estalló en el acto una algarabía
con coros ensordecedores, emotivos y eufóricos de vivas al ca-
pitán y fuertes aplausos que, definitivamente, conmovieron el
terminal de Salsipuedes.
El embarque se hizo en un aparente orden riguroso. Fernan-
do y el Flaco ocuparon sus asientos, mientras el mecánico se
encargó del conteo de los viajeros. Enseguida, se alejó para,
desde el frente del carguero y a la vista del piloto, darle la
señal de iniciar el giro de las hélices y evitar que alguien más
se fuera a atravesar. Esa fue el área en la que el mecánico cen-
tró toda su atención y ese fue el momento que aprovecharon
numerosos de los frustrados viajeros, con la complicidad de
quienes se encontraban a bordo, para subirse furtivamente,
aparentemente sin ser avistados por Costeño. Los últimos tres
lo hicieron con los motores ya encendidos, luego de pasarle
algún dinero que, complaciente, recibió al disponerse al cierre
de la puerta.
Parados, sentados, acurrucados, la multitud se acomodó en
medio del infernal calor que aumentaba por cuenta del gentío,
y, sin excepción, todos sudaban profusamente mientras, así
sólo fuese con la mano, con rapidez se abanicaban.
Luego del caos y de la coima, en vez de treinta terminaron por
abordar la mayoría. Sin embargo, Fernando y el Flaco sólo
sospecharon de un mayor peso cuando el avión debió recorrer
toda la pista antes de abandonar la tierra. En vuelo, Costeño
pasó haciendo nuevamente el recuento de los viajeros, inclu-
yendo en la suma a siete menores, y totalizó al final cincuenta
y seis pasajeros.
Sin embargo, el piloto decidió pasar por alto el sobrepeso y
continuar hacia el destino. La ruta, superada la capa de nubes

189
Domingo Vergara Carulla

que cubría a Salsipuedes, la observó muy despejada y estaba


acostumbrado a manejar un peso por encima de lo normal.
Conocía bien el terreno y sabía de la existencia de un cañón
que con un desvío, más bien corto, les permitiría atravesar la
cordillera en esas condiciones. En cambio, si se regresaban
para bajar a los que al amparo del descuido se subieron, se
vería sometido a cualesquiera de dos no muy recomendables
disyuntivas: si era prudente, por previsión en combustible, ya
no podría salir de Salsipuedes nuevamente; o si lo intentaba,
se arriesgaría a que la gasolina remanente no alcanzara y po-
drían caer en alguna parte de la ruta. Así que, sin buscar más
razonamientos, continuaron su camino.
El tiempo fue benigno hasta el final, como esperaban, y per-
mitió circundar los riscos mayores que se interponían en el
camino, de tal suerte que, una hora después, el DC-3 se “clava-
ba” en un descenso pronunciado, luego de superar un último
cerro, para posarse en el aeropuerto, asentado en el lecho de
un valle rodeado de montañas bien erguidas. Tras el aterriza-
je, apoteósicamente aplaudido, parece que la hora de almuerzo
evitó que Fernando y el Flaco tuvieran que dar explicaciones
engorrosas a un funcionario de turno, que hubiera podido in-
cluso no aceptar que existía un Salsipuedes.
Al siguiente día volaron a Bogotá y ya la carga para este se-
gundo viaje fue tasada haciendo el viaje mucho menos teme-
rario. Sacaron luego del olvidado Salsipuedes a los pocos que
habían quedado el día anterior, y tras aprovisionar el combus-
tible necesario nuevamente en Medellín, procedieron para el
llano.

190
Sobrevuelo

Incendio

O tro día, no lejos en el tiempo, Fernando y el Flaco se vie-


ron enfrentados con un nuevo y amedrentador embeleco del
destino. Esa vez (como en tantos otros vuelos) tres toneladas
de inflamable gasolina conformaban el grueso de la carga. Iba
envasaba en diez y siete botes de hojalata y quizá se pasaba
por alto el requisito de que no se embarcaran pasajeros; a de-
cir verdad, en pocas ocasiones se le hacía el debido caso, y sólo
el de no fumar, ese sí los convencía.
Luego de un par de horas de un vuelo revolcado por una se-
cuencia interminable de enormes nubes, saturadas de rayos y
granizo, el DC-3 posó sus ruedas en la tierra rojiza del campo
aéreo de Mitú. No fue esta la primera vez que el interior del
avión llegó apestando al odorífero combustible que chorrea-
ron los bidones, el cual terminó por entrapar el piso de ma-
dera y sobró para que una parte se colase por las hendijas y
empapara el fuselaje. Las canecas se reutilizaban en innume-
rables ocasiones y, a través de fisuras que se formaban con los
golpes y el maltrato, dejaban escapar el líquido, a pesar de que
los orificios más grandes eran taponados con un jabón barato
pero que funcionaba. No era fácil trasegar los 180 kilos que
pesaba cada unidad, sólo a fuerza bruta de peones y siempre
con afanes; con frecuencia se recurría a botarlos desde la al-
tura del piso del carguero –cerca de un metro– sobre llantas
grandes que en algo amortiguaban la caída.
Aquel hedor resultaba tan familiar por lo frecuente que quie-

191
Domingo Vergara Carulla

nes estaban obligados por la necesidad no lo sentían muy re-


pugnante y a su efecto narcotizante poco caso le hacían; y no
importaba mucho qué tan cuerdos lograran llegar los ocupan-
tes al destino.
El capricho del albur con el cual el destino manosea, se ma-
nifestó en aquella ocasión de manera quizás ya descarada, en
favor de aquellos inocentes. Cuando el panel de los radios em-
pezó a echar humo, y luego de pocos instantes se prendió fue-
go, ya volaban hacía media hora en el trayecto de regreso y las
corrientes de aire habían evaporado los gases explosivos. Con
la ayuda de un extintor el mecánico pudo sofocar rápidamente
las llamas. Aún estaban lejos de todo, pues apenas cruzaban el
rio Inírida, aquel de aguas verdes, muy oscuras, pues disuel-
ta en su caudal lleva en abundancia la carga del tanino de la
selva exuberante.
Sin culpable para involucrar ni tampoco mérito alguno para
resaltar, los ocupantes de ese DC-3 no fueron parte de la explo-
sión que hubiese hecho caer innumerables pedazos ardiendo
desde el espacio para quedar esparcidos por una área muy
extensa de la manigua, y engrosar así la lista de los muchos
aviones de la historia que desaparecieron para siempre.
Sin embargo, se podría creer que, por lo que se ha vendo des-
cribiendo a lo largo de las páginas pasadas, en su mayor parte
el diario trascurrir allí ocurría en medio de una infinita angus-
tia, y por esta razón, imaginar que era actividad únicamente
para seres masoquistas o que la ficción tomó un protagonismo
exagerado. Vale la pena por esto aclarar que muchos de los
vuelos no transcurrieron de aquella misma forma, atiborra-
dos de tanto dramatismo. En realidad, eran los menos pero
estos se ganaron, con sobrada razón, los méritos de su relato.
Podría suceder que de sosegados trayectos, sin sobresaltos,
tal vez la narración resultara latosa y podría existir el riesgo
de ocasionar irremediable somnolencia; porque, también, una
cabina puede ser un lugar propicio para verse envuelto en la
irresistible seducción de un profundo sueño:

192
Sobrevuelo

—¡Capitán, salen para Barrancominas! —dijo el encargado del


despacho—. Allá pernoctan porque el fletero va a traer pesca-
do fresco.
El Flaco había estado allí un par de veces anteriormente, y
pasar la noche en ese caserío, en medio de la selva, era una ex-
periencia que le gustaba vivir de vez en cuando, bien distinta
al bullicioso ambiente que soportaba en la pensión que ocupa-
ba en Villavicencio. Abordaron como carga una miscelánea de
productos que hacía que todo se pareciera más a una tienda de
barrio que a la cabina de un carguero. Luego de algo más de
dos horas y media de ronroneo intrascendente, en una tarde
particularmente despejada, interceptaron con su rumbo el que
traía en su recorrido, aguas abajo, el río Inírida, y a lo lejos,
al lado de una de sus curvas –que el copiloto asociaba con la
panza de una vaca (así se orientaban los tripulantes pues, no
disponiendo de otras precisiones, cada uno se inventaba sus
figuras)–, en un claro de la selva, unos ochocientos metros en
grama recortada que aparecían dispuestos para recibir a los
cargueros. A un lado, en un área también despejada por la tala
de tupida selva, se asentaban los ocho ranchos que componían
el caserío.
La jornada había empezado en la madrugada, e, igual que mu-
chas, en su trascurso no permitió descanso alguno. Termi-
nó por ser agotadora. Al detener los motores se extinguió la
cantinela. Los tripulantes disfrutaron de muy buena gana ese
silencio, mientras el dueño de la carga, un comerciante, iba
y venía para bajar la mercancía y poder salir sin pérdida de
tiempo a organizar la pesca. Tenía que atrapar los animales
que iba a embarcar en pocas horas, a la siguiente madrugada.
Los tripulantes, tras un sencillo preparativo, que le corres-
pondió en su mayor parte al mecánico, dejaron lista la nave
para el paso de la noche. Entonces, se dedicaron a indagar
adónde podrían pasarla ellos. Ni buena ni mala, el comercian-
te les pudo conseguir cualquier posada. En los contados ran-
chos que se levantaban no hallaron ninguna opción, así fuera
escasamente cómoda.

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Domingo Vergara Carulla

Fernando y sus dos asistentes saciaron su apetito con un su-


culento plato de caldo con pescado y tajadas de plátano verde,
fritas, que les preparó una señora que atendía la única tienda
del rancherío. Entretanto, se perdió el sol en el horizonte y la
brisa refrescó el caldeado ambiente que soportó la manigua
durante gran parte de aquel día. A partir de entonces, el trío
quedó sin qué hacer, más allá que aguardar que amaneciera
Una llama gris amarillenta que contorsionaba desprendiendo
ocasionales hilachas negras enredadas, y que provenía de un
grasiento y ahumado mechero de petróleo, irrumpía con brillo
matizado la oscuridad para que aquellos fatigados hombres se
pudieran mirar entre sí, sin el detalle que tampoco ninguna
falta hacía, mientras se inventaban la conversa que los distra-
jera en los primeros momentos de su estadía en aquel lugar.
La tenue claridad favoreció a las hordas de zancudos para que
atacaran despiadadas. Era el abrebocas de la que sería una
larga noche.
Permanecieron sentados sobre las butacas dispuestas en tor-
no a una rudimentaria mesa de madera, que temblequeaba
con cualquier cosa que pasara, la misma donde se sirvió la
comida. A poco de terminar de consumir el alimento, se puso
allí una botella de aguardiente. Algún trago los relajaría y
quizás se animarían durante un buen rato. Luego intentarían
conciliar el sueño sentados en cualquier rincón espantando la
hambrienta cuadrilla de zancudos. Cuán mala idea fue la de
no seguir cargando más el chinchorro y el toldillo.
La charla se fue desenvolviendo amena y pasaron las horas a
la vez que se desocuparon más copas de aguardiente. En aquel
caserío, tan distante de cualquier parte que podía decirse sin
pretendida ficción que se hallaba en medio de la nada, lo único
que pudo interrumpir el mutismo de la selva, a esa hora tar-
día, fueron los susurros que produjeron las voces de aquellos
contertulios. Cuando se silenciaron, se manifestó un sigilo ri-
guroso. En la manigua, en medio de esa oscuridad, se duerme
o se depreda en el silencio. Ni chicharras, ni pájaros, ni micos,
ni nada sonaba que perturbara el apacible ambiente. Tan pro-

194
Sobrevuelo

fundo resultaba aquel silencio, que parecía generar su propio


eco. Fue cuando más aturdió el estridente bullicio de la mente.
La luna, reflejando la luz del sol en tan sólo una pequeña por-
ción de toda su redonda esfera, hacía presencia sobre el fondo
de unas pocas pálidas estrellas. Bajo la tenue claridad de aquel
reflejo, se dirigieron en busca del carguero. Luego de uno que
otro trastabille, que tampoco estaban en mucha condición de
darle importancia, subieron al DC-3. El deteriorado asiento en
la cabina, frente al panel de los radios, fue reservado para el
comandante; sus dos acompañantes se recostaron encima de
los bultos de cacao que hacían parte de la carga fijada también
por el fletero para el regreso. Las semillas en bruto despedían
vapores malolientes, que recordaban su reciente proceso de
fermento. Se dispusieron a pasar el tiempo que faltaba para
un no tan lejano despertar del nuevo día, pero, impacientes
por su alimento, numerosos insectos siguieron zumbando y
atacando sin dar tregua. Su voracidad convirtió aquello en
una verdadera guerra a muerte. Mientras chupaban con ab-
soluto desenfreno, algunos explotaron al dejarse atrapar en
medio de su codicia insaciable. Esporádicos estallidos de tor-
pes manotazos, acompañados de vociferaciones cargadas de
impotente ira, trataban de dar con alguno de aquellos frené-
ticos bichos.
La incomodidad del improvisado lecho, la pestilencia del cacao
crudo, el calor húmedo sin la opción de tan siquiera una brisa
pasajera y el incesante accionar de los zancudos, les negaron
el descanso codiciado. No quedó muy claro si aquello fue una
vigilia fastidiosa o una desagradable pesadilla. Sólo pudieron
aguardar con ansia un tardío amanecer.
Ya más cercana la madrugada, el sofocante calor fue amai-
nando y permitió dentro del carguero un entorno menos bo-
chornoso; parecía que fuese a consentir en alguna manera un
poco de reposo: tal vez soñaron que dormían. Pero el silencio
se fue interrumpiendo sutilmente, casi de manera impercepti-
ble. No quedó plasmado el instante en el cual se comenzaron a

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Domingo Vergara Carulla

identificar algunas voces. A poco, llegó la gente con su carga.


También llegaron los trinos, chillidos y otros sones que se su-
cedieron cada vez con mayor intensidad.
Aún somnoliento, con una compleja mixtura de incómoda re-
saca, cansancio, pereza y sin haber humedecido aún su boca,
que apenas segregaba una saliva muy pastosa, el Flaco proce-
dió con su linterna a la rutinaria revisión que le correspondía
de la máquina. Mientras verificó las cantidades de aceite y ga-
solina sobre las alas del carguero, se sintió inseguro y temió
resbalar. Su cabeza daba vueltas. Decidió desplazarse gatean-
do sobre la lámina humedecida por el rocío de la noche, apoya-
do sobre sus rodillas y las palmas de sus manos. El mecánico,
por su parte, continuó haciendo un rato más de roña. Alegó
que ya había revisado el carguero el día anterior y conceptuó
que todo se encontraba en perfecto orden.
El peso del pescado que se abordó fue calculado a ojo, dándole
crédito a la afirmación del comerciante que había pagado el
vuelo. No se disponía de otro medio más confiable para cono-
cer el dato. Así se acostumbraba y al parecer el DC-3 aguanta-
ba cuando se presentaban los desmanes.
No se observó ninguna claridad distinta al apagado azul plata
de la bóveda celeste que entregaba la fracción de la luna que
alumbraba, cuando el avión, con toda su carga a bordo, hacía
gran alboroto calentando sus motores. Aquella oscuridad en
breve se habría desvanecido con el alba y no era impedimento
para el despegue. Las luces de la aeronave alumbraron hacia
la trocha cubierta por la hierba y a poco se vieron correr se-
guidas del ruidoso estruendo que iban haciendo los motores.
—Ochenta— balbuceó el Flaco, indicándole a Fernando que
ya habían alcanzado la velocidad para levantar el vuelo. Un
delicado movimiento de la cabrilla hacia atrás los llevó al ai-
re. Abajo, sólo la luz casi imperceptible de un mechero y un
par de linternas, en medio de la oscurecida selva, indicaron
dónde habían pasado aquella noche, pero que nadie llegase
a imaginar que un motor podía apagarse porque, de ocurrir,

196
Sobrevuelo

eran hombres muertos sin atisbo de clemencia. El avión no se


sostendría con un solo motor en aquellas condiciones, y caer
sobre los arboles, peor aún de noche, garantizaba el veredicto.
Cuando el sol despuntó en el horizonte, a la par con la trompa
erecta del DC-3, se reflejó la lustrosa cúpula de la hélice dan-
do giros; el fondo le correspondió a finas tiras de radiantes
arreboles. La selva se cubría de solitarios bancos de nubosidad
que aparentaban delgadas láminas de terciopelo enrojecido. La
escena conmovió al Flaco a tal punto que se quedó absorto,
observando con deleite, hasta que la petición que le dirigió su
compañero lo sacó del encantamiento que lo había embelesado:
—Vuele usted —murmuró Fernando, y le entregó al Flaco el
comando de la nave.
El ambiente se dio en extremo relajante. El ronroneo arrulló
a los ocupantes y no tuvo que pasar demasiado tiempo para
cuando el piloto, con la cabeza desgonzada sobre su hombro,
Dios sabe en qué, ya soñaba plácidamente. El propietario de
la carga se recostó sobre los bultos de cacao y muy pronto
estuvo entregado al reparador descanso que le reponía la no-
che en blanco soportada en busca de la pesca. Costeño intentó
acompañar al copiloto, y al principio permaneció de pie en
el umbral de la cabina de mando, pero el cansancio lo venció
y tras unos cuantos bostezos, que fueron llegando uno tras
otro, cada vez con mayor celeridad y desafuero, se sentó en el
desvencijado asiento que se hallaba detrás, donde alguna vez
viajó el equipaje.
Al Flaco lo tentaron también bostezos placenteros, y se despe-
rezó estirando los brazos en repetidas ocasiones. Miró una vez
más a Fernando, quien seguía desgonzado dejando entrever
su gesto complacido en medio de un reposo muy profundo;
luego, miró atrás y vio cómo el mecánico, sentado en la doble
silla que se hallaba frente al compartimento de los radios, in-
tentó sonreír, sin un claro resultado. Su mirada se encontró
con la del copiloto, somnolientas ambas, en un presunto inten-
to por interactuar con alguien y así evitar ser sorprendidos

197
Domingo Vergara Carulla

por el sueño. A poco, ya observó al mecánico disfrutando tam-


bién su relajada ausencia, ajeno del todo al esfuerzo que él ha-
cía por mantener la vigilia para la conducción de la aeronave,
y no pudo menos que sentir forzosa envidia. Él estaba también
con tanto agotamiento que ya se le escapaba la conciencia por
instantes. Su organismo le exigía a gritos el descanso.
El Flaco se quedó íngrimo en su lucha contra el sueño. Mi-
ró una vez más a Costeño, con esperanza de encontrarlo des-
pierto y relajar en parte la angustia de perder en cualquier
instante la conciencia; quizás él podría despertarlo cuando lo
viese desgonzar la cabeza, pero este hasta roncaba con la boca
descuidadamente entreabierta.
Llevaban una media hora en el aire y el copiloto calculó que
habrían logrado altura suficiente para que el control de tráfi-
co en Villavicencio los escuchara. Entonces hizo su llamado.
—Con los buenos días por la mañana, Flaquito: adelante con la
información —respondió el controlador, coloquialmente, entre
los ruidos y chirridos que producía la estática en la radio.
El copiloto dio los datos de su vuelo, cuidándose de notificar
la hora de despegue no antes del momento en que hubo ama-
necido. No podía contar que despegaron aún en medio de la
oscuridad, de lo profundo de la selva.
El radio-operador terminó la comunicación, indicándole al
tripulante que debía notificar cuando estuvieran nivelados, y
también el cruce del río Manacacías. El Flaco colacionó la in-
formación y por un momento aquel diálogo le sirvió para es-
pantar aquellos diablillos tentadores del relajo. Jugueteó con
algunas nubes y con eso se entretuvo otro rato. Cabeceó una
primera vez, pero volvió a la realidad cuando sintió el tirón en
la base de la nuca. Bostezó y estuvo a punto de despertar al
mecánico para que estuviese alerta, sin embargo, desistió al
ver que a este, con cara de estúpido y con la boca enteramente
abierta, ya le pendía un hilillo de baba espesa.
“No puedo confiar en que éste me ayude”, se dijo para sí mis-

198
Sobrevuelo

mo, y aceptó que tendría que dar la pelea enteramente solo.


Esta certeza le permitió asumir sin rodeos y con vehemencia
la resuelta actitud que fuese precisa. Niveló el DC-3 al alcan-
zar la altura de crucero e hizo los ajustes de potencia necesa-
rios. Los motores disminuyeron la intensidad de su sonido.
Se tornó, entonces, aún más acogedor su relajante ronroneo.
La condición de ayuno del tripulante, sin haber tomado tan
siquiera un pocillo de cualquier café mal preparado, le exa-
cerbaba aquella sensación de insoportable sed . En razón de la
resaca, su saliva espesa tenía sabor como metálico, mezclado
con algo de salobre. De repente, se acordó de que, en tanto hu-
biera nivelado, tenía que haber llamado a su amigo Toño, en el
control de ruta de Villavicencio. Con algo de apuro, así lo hizo.
El hedor de la carga se había ido tornando ahora menos in-
tenso y fastidioso. Los bostezos y la tentación de cerrar los
ojos un instante lo hostigaron nuevamente. Sabía que en el
siguiente trayecto, ya desayunados, Fernando volaría y él con
seguridad podría entonces dormitar tranquilo. Se permitió
otro bostezo prolongado, dejando ir sus mandíbulas gustosa-
mente al límite, y emitió un destemplado aullido, no muy fuer-
te para que no se despertase el comandante, que salió al aire
directamente desde su garganta.
“Tengo que ser capaz de mantenerme despierto”, se dijo. “Fer-
nando es un buen tipo y no quiero despertarlo. Me apenaría pe-
dirle que me remplazara. Me ha permitido ser su amigo… Sin
embargo, en sus conversaciones es reservado y poco cuenta de
la familia. No importa; ya está viejo. Solo hablamos de asuntos
que tocan lo del vuelo. Soy muy joven para comprender desde
ya las cuitas de un ser entrado en años. En el siguiente vuelo
me desquito, porque Fernando volará y me permitirá dormi-
tar un poco… la jornada que nos espera es larga y no aguanto
sin un pequeño sueño. No puedo dormirme, pero cerraré los
ojos un instante para recuperar algo de energía. Solo será un
instante. Solo cerraré los ojos y no me dormiré. El sueño no
me vence. Aunque esté tan cansado, yo bien me conozco.”

199
Domingo Vergara Carulla

Se relajó y cerró los ojos. “Ya los vuelvo abrir”, pensó, y los
abrió cuando sintió el tirón que lo alertó porque la cabeza se
le descolgaba.
Otros minutos más estuvo alerta. “Tengo que hacerlo. Puedo
relajarme y descansar. Me conozco suficiente para saber que
no me duermo. Yo sé que lo he logrado otras veces… pero
necesito un buen vaso de agua fría ¡Qué sed tengo! Los mo-
tores están girando disparejos; hay que cuadrarlos con mu-
cha frecuencia; esos controles ya no aguantan ni un carajo;
el desgaste de las piezas ya no lo permite o al hacer el man-
tenimiento les da pereza lubricarlos… ¡Que no se me vaya a
pasar reportarle al buen amigo Toño el cruce del Manacacías!
El regaño de Fernando para que le cambiaran al motor dere-
cho el par de bujías que fallaban, le quitó al motor la vibración
que tanto molestaba… es que toca volar en aviones que no les
hacen el mantenimiento que se debe. Si Fernando no lo hace,
así me arriesgue a que me echen, yo tendré que hablarle duro
al dueño para que arregle los corrales del ganado. Si no los
arreglan, es mejor que no me pase a mí y le pase a otro. Están
para romperse. Es un descaro. Se puede repetir el accidente de
aquel carguero en el que en medio de una tormenta los anima-
les rompieron los corrales: ¡Ja, ja! Cómo sería el mierdero en
la cabina del viejo Conestoga cuando se produjo el desbarajus-
te. Tuvieron suerte los pilotos de que cuando los animales se
fueron para atrás y el avión se descompensó y se vino abajo su
cola… cuando todo fue un caos porque los animales resbalan-
do por el piso inclinado, humedecido por la orina y la boñiga,
la gran puerta trasera que tenía ese avión y servía de rampa
cedió ante la gavilla, entonces todos cayeron al vacío. Si no es
por eso, todos se matan… en este aparato uno sí se mata. ¡Je,
je! El pobre vaquero, como venía atrás al lado de la puerta,
fue el primero que salió, arrastrado por el tropel. ¡Cómo sería
el susto de ese hombre antes de morir! Pobrecito… Las vacas
lo seguirían de cerca cuando se precipitaba hacia la tierra,
cagándose del susto.”
En el avión todos dormían profundamente. El DC-3, al no re-

200
Sobrevuelo

cibir más correcciones, fue modificando su rumbo e inició un


descenso suavemente. La velocidad se fue incrementando, a
cambio de la pérdida de altura; el copiloto, que para entonces
estaba viviendo una sensación de lúdico realismo, atribuyó
sin extrañeza el origen de los cambios de sonidos del entorno
a que su mundo era parte del carguero Conestoga, mientras
sucedía toda aquella remembranza tragicómica. Entonces, un
brusco estrujón en la cabrilla despertó al copiloto de su pro-
fundo sueño, y se encontró, cara a cara, con el encrespado
gesto de Fernando, reclamándole su falta de cuidado.
Tras la abrupta confusión inicial del copiloto, cuando su men-
te enfrentó una momentánea dualidad de situaciones, dejó
atrás toda la acción del vaquero cayendo tras sus vacas y unos
pilotos luchando por su supervivencia, y, aun embotado, hizo
el esfuerzo de ubicarse otra vez en su espacio real: recuperó
la altura que el carguero hubo perdido y viró para retomar
la ruta. A poco, Fernando dormitaba nuevamente, sólo que,
de cuando en cuando, entreabría los ojos y daba un vistazo al
panel de instrumentos.

***

Más adelante, otro día cualquiera, regresaban a Villavicen-


cio desde una población al sur, no muy lejos del piedemonte
que encabeza la llanura luego de haber llevado un completo
cargamento de víveres. Separaba una hora de vuelo el origen
del destino. Ahora ocupaba la bodega de carga un numeroso
grupo de marranos. En los alrededores de la Macarena, como
se le conocía al villorrio, asentado en un área de colonización
reciente y con no más de treinta casas, criaban cantidades im-
portantes de estos animales y en las sabanas vecinas, bonitas
“puntas” de ganado.
En la cabina del DC-3, los tripulantes tal vez conversaban tran-
quilamente o quizás el uno estaba a cargo de los mandos y el
otro cabeceaba. Poco importó qué venía ocurriendo hasta que
en un momento dado se empezó a sentir una vibración intensa

201
Domingo Vergara Carulla

y se escucharon, provenientes de un motor, preocupantes ex-


plosiones. Fernando redujo la potencia en el motor afectado y
permaneció atento a su posterior comportamiento. Quería cui-
dar aquella máquina para que, así fuera con menor potencia
y más despacio, les ayudara a llegar con la pesada carga a su
destino. No obstante resultó indeseablemente escaso el tiempo
que pudieron guardarse aquella ilusión. El mecánico arribó
no mucho después a la cabina y su expresión fue delatora.
—¡Capitán! —prorrumpió sin pérdida de tiempo—, ¡el motor
está botando un chorro de aceite y le sale llama!
Fernando inmediatamente echó atrás del todo el comando con
el que poco antes había reducido la potencia y luego, en el
panel superior, ponchó con absoluta decisión un botón rojo
de dos que había, a los que por su función se les rendía reve-
rencia. Eran los más grandes y llamativos de todos los que
se mostraban en el techo. El mecanismo dependía del mismo
aceite que perdía el motor, y si el nivel bajaba demasiado, la
hélice quedaría girando lentamente, oponiendo una resisten-
cia que con seguridad los tumbaría.
Casi en seguida la hélice inició el perfilamiento. El Flaco ob-
servó desde su ventanilla como se fue reduciendo la velocidad
de las brillantes palas y en eso el piloto suspendió el sumi-
nistro de combustible con lo que se terminaron por detener
completamente, cortando de perfil el viento. La escena no dejó
de producirle un profundo impacto al copiloto pues era la pri-
mera vez que le tocaba vivir tal experiencia. Lo leyó innume-
rables veces en su grueso manual, no obstante, ahora ya no
era sólo intrascendental literatura que había que saberse de
memoria para la nota de un examen aburrido.
El incremento de la potencia que le ajustó Fernando al motor
bueno, que llegó a ser la máxima disponible para un tiempo
prolongado, no evitó la pérdida de altura. El carguero redujo
la velocidad hasta el punto de no poder aguantar más dicha
exigencia, a riesgo de venirse a tierra. Para mantener mínimo
aquella marcha, el piloto se vio obligado a descender y bajó

202
Sobrevuelo

suavemente el morro del carguero. Con esta cesión de altura


compensaría la falta de potencia, mientras más abajo se guar-
daba la esperanza de un comportamiento más competente.
Al momento de la falla volaban con la altura final que corres-
pondía a su crucero. El flaco llamó a reportar el incidente e in-
formó sobre las buenas condiciones meteorológicas que tenían
a la vista sobre Villavicencio, las cuales les permitían un poco
de sosiego. Estaban todavía en la labor de organizar todos los
aspectos inherentes a la falla, cuando el dueño de los cerdos,
que venía a bordo, se apareció en la cabina.
—Capi —dijo el hombrecito, de talle pequeño y con un par-
lamento bastante acelerado, dirigiéndose a Fernando—: ¿qué
fue? Ya vi que se jodió un motor pero tranquilo, capi: usted
es un veterano y yo sé que con la ayuda del Creador y de su
verraquera llegamos a Villavo.
—Ojalá… ¡Dios lo oiga! —respondió Fernando, y luego de una
breve pausa, agregó—: Todavía estamos muy lejos y de pronto
hay que botar algunos cerdos.
—¡Capi! —exclamó el recién llegado— ¡No charle tan pesado!
—Es en serio —respondió el piloto sin aspaviento alguno.
La locución tranquila y hasta ocurrente que había sostenido
el negociante cambió de tono cuando se dejó venir con su
reclamó:
—Capitán: está en sus manos. Pero le comento que para mí
son los ahorros de toda una vida —y, sin más, salió de la cabi-
na para irse a colocar al frente de la puerta.
Fernando, el Flaco y el mecánico se miraron entre sí, pero te-
nían muchas otras cosas, más importantes, por hacer ahora.
Los siguientes minutos transcurrieron mientras revisaron
con lista en mano el procedimiento para esta falla. Tenían que
estar seguros de que todo se estaba haciendo bien y de que se
siguiera completo el protocolo. Algún interruptor olvidado de
activar o alguna palanca que no fuese cambiada a su posición

203
Domingo Vergara Carulla

debida, podía terminar dando una desagradable sorpresa a úl-


tima hora.
Más pronto que tarde, Fernando comprendió que la carga que
llevaban era excesiva. De aquel montón numeroso de animales
no era fácil calcular su peso al ojo y, con seguridad, este ne-
gociante había tratado de obtener el máximo provecho de su
paga sin ningún recato. La consecuencia fue que rápidamente
perdieron gran parte de la valiosa altura que traían.
—¡Toca botar algunos de los cerdos! —dijo el piloto, dirigién-
dose a su mecánico, cuando ya perdía en parte su envidiable
parsimonia—. ¡Encárguese de eso pronto porque el peso nos
está tumbando!
Costeño salió de la cabina como una exhalación; el Flaco que-
dó entregado a comunicar por la radio la novedad y responder
a la información adicional que solicitaba el controlador. El de-
ber de este último era poner en alerta a los bomberos y llamar
para que, desde el casco urbano, enviaran ambulancias. Otros
pilotos que volaban en rutas cercanas mandaban mensajes de
solidaridad.
Hubo transcurrido muy escaso tiempo cuando el mecánico in-
gresó otra vez a la cabina, ciertamente agitado:
—Capitán, ese tipo está muy ofuscado. Está sentado al lado de
la puerta y no se mueve ni responde a nada.
—¡Vaya! —ordenó enérgico Fernando —. ¡Tenemos que botar
carga o no llegamos!
El mecánico volvió a salir rápidamente en busca de la puerta,
dispuesto a cumplir la orden perentoria de su comandante.
Ayudaría al marinero a botar los cerdos, pero también reque-
ría del apoyo del fletador para sostener la puerta entreabierta.
El tiempo pasó demasiado rápido para los pilotos cuando Cos-
teño reingresó y dijo— : Capitán, no sé cómo vamos a hacer,
pero ese señor se paró frente a la puerta y me dijo que él de
ahí no se movía.

204
Sobrevuelo

—A ver —dijo el piloto, intentando contener en lo posible su


obvio desagrado—. Llámelo y yo le explico el riesgo que co-
rremos.
Costeño volvió a hacer el que se convertía en un repetido re-
corrido, saltando por encima de los cerdos, y poco después
regresó, escoltado por el hombre. Este, al llegar no dio tiempo
para que le dijeran nada. Sus ojos irradiaban agobio desbor-
dado y su expresión lucía enteramente descompuesta. Dete-
rioraba aún más su imagen un parche rojizo a cada lado de su
rostro. En tono amenazador, conminó a Fernando:
—Vea, Capitán —y jadeaba—, para que lo vaya sabiendo, lo
digo en serio. Si van a botar así sea uno solo de mis marranos,
tienen que botarme a mí primero… Estoy decidido a que nos
salvamos todos… ¡o todos nos jodemos! Mis animalitos, ¡no
los pierdo!
Y como temiendo que el marinero quizás pudiera iniciar solo
la tarea, tras un rápido giro, con ágiles zancadas también so-
bre los cerdos, alcanzó la puerta de la carga.
—Tenemos que encontrar dónde hacer la emergencia porque
este avión con esa carga no se tiene —masculló Fernando.
El Flaco comunicó por radio al control aéreo la inquietante
novedad y quedó comprometido para seguir informando cómo
evolucionaba la situación, a la que se le enredaban en el cami-
no más problemas.
La alternativa que necesitaba la tripulación no estaba a la
vuelta de la esquina. En la distancia que podría recorrer el
carguero antes de que la altura se agotase no había pistas
disponibles. Fernando se vio dispuesto a escoger el mejor po-
trero o la carretera menos pedregosa. Volaban la llanura y
a su favor jugaba que el DC-3 no era muy exigente para el
aterrizaje. Así pues, la posibilidad de sobrevivir era de alguna
manera alentadora, aunque se llegara a resentir alguna pieza
del avión en la caída o que, por causa de las piedras o los hue-
cos quedara todavía más averiado.

205
Domingo Vergara Carulla

Los carreteables al alcance, en su mayoría, los cubrían piedras


de río muy grandes, con forma de esfera, que servían de base
a estos caminos, pero las lluvias barrían el relleno con el que
se intentaba emparejar la superficie y el mantenimiento era, si
no nulo, muy escaso. Más parecían un lecho de quebrada que
otra cosa. En cuanto a la alternativa de buscar algún potrero,
habría que encontrar alguno que no tuviera demasiado riesgo
de terreno blando o de tropezar un hormiguero.
En esas estaban cuando un piloto, que había participado en la-
bores de fumigación en la zona que sobrevolaban, informó de
la existencia de una pequeña pista, de construcción reciente,
que habían usado para esas actividades. A lo menos –él indi-
có–, era firme y sin obstáculos, y estaba muy cerca de donde
el carguero se encontraba. Pronto la localizaron y, sin mucho
margen de maniobra, aproximaron.
—¡Buena suerte! —fue lo último que oyeron los pilotos del
radio operador y de algunos colegas que seguían de cerca la
emergencia, antes de tocar tierra.
Y verdaderamente corrieron con la mejor suerte, ya que na-
die sufrió en el improvisado aterrizaje. El hombrecito de los
cerdos no mostró ni un asomo de vergüenza y solamente se
preocupó de proveer de agua con prontitud a los animales,
que acezaban sin descanso.

206
Sobrevuelo

Helio

E l DC-3 que volaba el Flaco exigió reparaciones de mayor


complejidad y esto obligó a detener sus vuelos por un periodo
prolongado. El tripulante no recibiría ninguna paga durante
el tiempo que estas fueran ejecutadas; por esta razón, que-
dó en libertad de esperar o comprometerse con cualquier otra
oferta que le fuese interesante. A poco de encontrarse en su
vacancia, se enteró de que buscaban un piloto para un mo-
nomotor y, con la experiencia que acumulaba para entonces,
calificaba como un posible candidato. Si la suerte lo ayudaba,
podría ser ahora un “capitán”.
Luego de la entrevista con el dueño y un no muy complejo in-
terrogatorio, resultó elegido para el cargo. La nave en la que
iba a trabajar era un raro ejemplar que se caracterizaba, con
méritos indiscutibles, por su capacidad de sostenerse en el ai-
re más despacio que ninguna otra; sin embargo, eso mismo le
determinaba una dificultad mayor para operarla. Su compor-
tamiento resultaba, a decir verdad, más inestable que todas
las demás que se volaban en la plaza; no en vano cargaba una
fama de rebelde que de manera alguna resultaba calumniosa.
Un par de alas, tan amplias que llegaba a enseñar una figura
casi deforme, emergían de una cabina razonablemente esbelta.
De su barriga, en la parte de adelante, salían dos largos apén-
dices que terminaban cada uno en una rueda, y en tierra per-
manecían abiertos ramplonamente. Cuando se trataba de salir
a vuelo, a medida que aumentaba la velocidad, se cerraban

207
Domingo Vergara Carulla

con recato. Atrás, una rueda muy pequeña sostenía la cola


para que no se arrastrase sobre el piso y permitir al monomo-
tor el giro hacia cualquiera de los lados, incluso que se diera
la vuelta en un cerrar y abrir de ojos. El resultado era una
conducción en extremo insegura y traicionera. Si el piloto, de
veras, no dominaba el artilugio y con mucha decisión le apli-
caba precisas correcciones, fácilmente este terminaba direc-
cionado para cualquier lado diferente al que se pretendía. Sin
embargo, el reto resultó interesante para el Flaco y recibiría el
entrenamiento correspondiente.
Las condiciones para el trabajo las puso el dueño y el Flaco
no le respondió con un “no” a nada. Como en las anteriores
entrevistas, si quería trabajar, no debía tentar a su futuro jefe
a que, tal vez por un capricho, le negara el apetecido cargo.
Estaba aún lejos de ser un veterano para exigir lo que no se
merecía y no pensaba arriesgar la oportunidad que le estaban
ofreciendo de ser en su vida profesional un comandante, así
fuese de ese pequeño “cabro”. Con la excepción de aquel muy
memorable vuelo con Pacho, se había desempeñado siempre
como copiloto, y ser capitán sería definitivamente algo gran-
dioso para su vida.
Se dedicó a estudiar en el manual que describía la tempera-
mental máquina hasta el último detalle y luego recibió el en-
trenamiento. Poco después, estaba literalmente cogiendo el
cielo con sus propias manos.
El Flaco aún se divertía con muchísimo regusto en su exótico
artefacto, cuando, una vez más, lo acariciaron con melindre,
atrevidamente tentador, las garras de la muerte. Esta no se
demoró en someterlo a una de sus engañifas a las que, a decir
verdad, hasta otros más veteranos habían sucumbido y sólo
un antojadizo acaso se lo pudo arrebatar a esta desvergonzada
embaucadora, como se verá en seguida.
El Helio, con su endemoniadamente estrepitoso motor, se des-
lizaba tan veloz como podía sobre la cordillera –la misma que
tantas veces el piloto hubo remontado a través de su curvilínea

208
Sobrevuelo

carretera, para llegar a la llanura– y rápidamente se fue per-


diendo en la atmosfera traslúcida, aislada del extenso mun-
do por un colchón compacto de nubes relucientes. Debajo de
aquel espacio abierto e infinito, empinadas montañas hacían
presencia subrepticia, pero esto no le preocupó pues volaba
muy alto y al frente, donde el resplandeciente y pulcro manto
se agotaba; la llanura, muy abajo, mostraba hasta el detalle de
sus ríos serpenteantes.
El Flaco, temerariamente, se atrevió a tocar juguetonamente
con las llantas del monomotor los copos que emergían esporá-
dicos de aquel dócil manto. Este níveo telón recibía la proyec-
ción de la atropellada sombra que hacía el pequeño avión. La
etérea figura brincó y se contorsionó con tan llamativa agi-
lidad, que para el piloto solitario llegó a ser seductoramente
entretenida. El cielo, como el de aquel lejano día en la “Bella-
vista” de marras, se fundía impreciso con la inmensidad del
horizonte. Poco podía ser más hermoso y relajante. Las inofen-
sivas nubes acudían veloces y pronto se perdían, luego de ha-
ber participado en el juego de la sombra. Algunas, osadas, se
elevaban ligeramente más que sus vecinas, pero todas no eran
más que suave aire humedecido. Además, el Flaco había vola-
do ya más de mil horas, con Juan y con Fernando, muchas de
ellas dentro de, aquellas sí, atemorizantes y espesas formacio-
nes tormentosas. Entonces, penetrar aquellas insignificantes
bagatelas resultaba poco menos que un juego inofensivo. El
avistamiento de la llanura, muy por debajo de ese borde que
tenía al alcance de su brazo, por entero arrebataba la más sutil
de las permisibles desconfianzas.
Cuando se acercó a penetrar el último copo que se atravesaba
en la entretenida ruta, el cual se erguía sólo algunos metros
por encima de mullida superficie, la sombra del Helio se pro-
yectó en danza tentadora. Sin temor ni cortapisa, el piloto hizo
algo totalmente imprevisto. Como venía solo, podía hacer lo
que se le viniera en gana. No tendría que darle explicaciones a
nadie de aquella maniobra violenta tan absurda, cuando haló

209
Domingo Vergara Carulla

con toda brusquedad el timón hacia su cuerpo y, posterior a


un rudo remezón, el monomotor se elevó para penetrar un
poco más arriba el mullido copo. La sombra se proyectó fugaz
sobre la roca. Pequeños arbustos, leñosos, de menudas hojas,
estuvieron casi por hacer contacto con las ruedas. El piloto
observó, aún sin tiempo de pasmo alguno, aquella escena con
sorprendente minucia en los detalles: hojas de color verde,
muy intenso, rodeaban diminutas flores amarillas; los guija-
rros sueltos terminaban de cubrir la sólida peña. Luego pudo
ver, una vez más, en el horizonte infinito, la llanura.
Aterrizó en Villavicencio y, por supuesto, se encontró con al-
gunos de sus amigos, los que fueron compañeros cuando vola-
ba en el carguero. Los saludó con la enorme alegría de volver
a verlos. No obstante, por lo demás, prefirió guardar silencio;
dejó para sí mismo su experiencia. Sus compañeros no le cree-
rían o, a lo menos, lo tildarían de ser un tanto exagerado.
Por alguna razón, insólita por decir lo menos, al él se le per-
mitió este aprendizaje en carne propia y pudo salir otra vez in-
demne de sus actos de imprudencia. Como en anteriores oca-
siones también recibió especial e indulgente tratamiento. Sólo
muy poco tiempo después el destino dictó una de sus confusas
sentencias con ironía indescifrable. Cruzando aquella misma
cordillera, Fernando, al mando de un DC-3, en compañía de un
copiloto, un mecánico y algunos pasajeros, pretendió hacer el
mismo cruce. Pero él no llegó para poder contar o callar algo
de su experiencia, a nadie. Transcurrieron más de dos meses
antes de avistar desde el aire el lugar del accidente. De allí no
salió nadie ni tampoco pudieron sacar nada. Ni siquiera un
fragmento de lata representara alguna parte de los restos. La
empinada peña sólo permitió que a aquel sitio se le declarase
un Campo Santo.
Pero el Flaco siguió disfrutando su Helio Currier y sucedió, por
esos mismos días, que el motor de un destartalado Aeronca, pi-
loteado por un indígena amigo suyo, se descompuso repentina-
mente cuando volaba a través de la llanura. Sin embargo, fue

210
Sobrevuelo

fácil para Tomasito aterrizar de emergencia en una apartada


carretera, por supuesto, de tráfico menos que esporádico. No
era esta la primera vez que tuvo que suspender improvisada-
mente la ruta por un desperfecto en su desvencijado avión o
porque una tormenta le cerraba el paso; en anteriores ocasio-
nes, luego de aterrizar donde mejor pudo, él mismo compuso
el desperfecto o esperó el sobrepaso de la lluvia, y continuó con
su camino. Por esto, si avisaba a control aéreo del evento, ya
nadie se alarmaba, y si no lo hacía, tampoco.
Aquellas vías que usaba Tomasito para sortear sus contra-
tiempos se trazaban siguiendo por cientos de kilómetros, sin
denodada precisión, el pisoteo de las llantas de los vehículos
de carga que prensaban la hierba en su pesado andar, y la iban
doblegando. La estéril tierra enseñaba las huellas aún durante
meses y los baquianos conductores las recordaban con detalle.
Estos, cuando ineludible se obligaba el cruce de tierras bajas
pantanosas, se enfrentaban a tremendos lodazales, que se tor-
naban un serio dolor de cabeza para los aventurados transpor-
tistas. Los excesos causaban en las máquinas con demasiada
frecuencia daños severos. Esa era la razón por la que los con-
ductores tenían que estar preparados para arreglárselas por
su propia cuenta y reparar allí mismo incluso graves averías.
El imprevisto aterrizaje resultó ser causado más que por un
sencillo contratiempo. El cigüeñal del motor se quebró y esta
vez ya no se trataba de apretar unos tornillos o de drenar el
agua que podía estar interfiriendo el correcto desempeño de la
máquina. Simplemente era imposible continuar el vuelo.
Atinó a pasar ese día, por aquello de la suerte, un camión de
los escasos que solitarios y valientes conductores se veían for-
zados a conducir a través de la inhóspita llanura. Había lleva-
do alimentos a algunos hatos apartados y desperdigados case-
ríos y regresaba con algunos cerdos y algo más de los escasos
productos que lograba dar la árida sabana. Tomasito, con la
ayuda del conductor y su herramienta, desmontó el motor del
Aeronca y lo embarcó encima de la carga. Cuando llegó a Villa-
vicencio, contó con asombrosa inocencia su proeza. Entonces,

211
Domingo Vergara Carulla

en vez de unas ansiadas congratulaciones, lo que recibió fue


una severa reprimenda. Le advirtieron que, en vez de lo que
hizo, tenía que haber informado su percance para investigar
qué era lo que había sucedido. Tomasito no entendió por qué lo
molestaron ni armaron semejante algarabía. Conocía el tema
muy a fondo porque, para pagar su entrenamiento de pilo-
to, estuvo un tiempo prolongado trabajando en un taller de
aviación y ayudó a lavar piezas y apretar tornillos al lado de
los técnicos. Entonces, luego de aceptar el reclamo, llegó a un
acuerdo con el inspector: La próxima vez que volviera a estar
en una situación similar, avisaría de cualquier forma a las au-
toridades, antes de bajar el motor para montarlo en el primer
camión que se encontrara.
El coste de la reparación del motor del Aeronca, por supuesto,
no estaba previsto por el dueño de la nave; entonces había que
conseguir los fondos para hacerlo y eso tomaría su tiempo.
Fue por esto que Tomasito contrató al Flaco para trasportar
la carga que debía llevar en el Aeronca. Se trataba de peque-
ños y decorativos peces vivos, traídos desde lugares aparta-
dos. El piloto del Helio aceptó gustoso el viaje que le demandó
su amigo a una pequeña pista a orillas del río Inírida, que
serpenteaba en medio de la selva, conocida con el nombre de
Tomachipán. Correspondía, quizás, al lugar que tiempo atrás
sobrevolaban con Fernando, cuando se les incendió el panel
de los radios.
En la bodega se colocaron los elementos de trabajo y dos hom-
bres que se dedicaban al negocio se embarcaron en las sillas
de atrás. Luego ocuparon sus puestos el Flaco y Tomasito.
Enseguida el monomotor inició su desplazamiento hacia la ca-
becera, muy despatarrado por el excesivo peso y, luego de una
corta carrera sobre el pavimento, abandonó la tierra. A poco,
viró para enfilar el rumbo hacia su destino.
Sobrevolaron el monótono territorio de la sabana por un poco
más de una hora a través de una atmósfera túrbida, saturada
de humo denso, producto de la época de quemas que indígenas

212
Sobrevuelo

y colonos inducían adrede para incinerar la vegetación, seca


y endurecida por el rigor de la sequía; así obtenían el rebro-
te tierno de las plantas para alimento de sus ganados, ahora
que las lluvias regresaban. Al cruzar sobre el río Guaviare, el
Flaco identificó con facilidad una curva que correspondía a la
dirección correcta para internarse, con el mismo rumbo, otra
media hora sobre la tupida masa arbórea. Durante este último
trayecto se interpusieron en la ruta del monomotor algunas
nubes del tipo cúmulo, que se erguían no muy altas, tanto que
el piloto no se inmutó al penetrarlas. Tomasito confiaba en el
Flaco enteramente y, además, esto era algo que él nunca había
hecho porque su Aeronca no tenía los instrumentos confiables
para ello y tampoco le llamaba mucho la atención hacerlo.
Muy próximos a la hora prevista para el arribo, la visibilidad
hacia el terreno se tornó extremadamente difícil a causa del
humo que la brisa había arrastrado, procedente de las que-
mas de la sabana. Sin embargo, pudieron avistar y seguir de
cerca el río Inírida y, no mucho después, identificaron el claro
en donde se hallaba la pista. La superficie, labrada sobre una
roca gigantesca, estaba rodeada por arbustos que crecían con
admirable obstinación sobre la piedra, echando sus raíces en
grietas e irregularidades de la roca que el tiempo había permi-
tido de alguna manera que fueran llenándose de fértil tierra.
Este espacio abierto resultaba el único lugar donde se podía
aterrizar en media hora de vuelo a la redonda. El Flaco se
deleitó al observar de cerca el recóndito lugar que decenas de
veces, desde la altura de crucero, había visto a bordo del DC-3,
rumbo hacia otros lugares más apartados.
El río aparecía medianamente caudaloso, con aguas de color
marrón oscuro, teñidas por taninos que soltaban las raíces de
la manigua majestuosa. En una de sus orillas se asentaban
cuatro ranchos, los cuales tenían conexión con la pista por
alguna trocha, de difícil seguimiento, cubierta por la selva.
Luego de un sobrevuelo a baja altura, para escoger con esme-
ro la parte más pareja del irregular terreno, el monomotor se
elevó una vez más, mientras viró 180 grados para aproximar

213
Domingo Vergara Carulla

a la pista; poco después, las ruedas hicieron contacto con la


rocosa superficie. El Helio se detuvo al llegar al extremo del
“limpio”, donde se levantaba un cambuche en el costado que
le correspondía al río. Los negociantes bajaron con diligencia
sus corotos y, con el fin de alcanzar los ranchos ubicados en
la orilla del río sin pérdida de tiempo, se internaron por un
rastro que escasamente sugería la maraña.
Ellos esperaban encontrar capturados los animales que ve-
nían a llevar y esa noche empacarlos en bolsas, con el agua
estrictamente necesaria para que soportaran el trayecto. Infla-
ban estas con el oxigeno que llevaban en un cilindro no muy
grande. A la madrugada siguiente, estaría la carga lista para
el regreso. Los pilotos pasarían la noche en hamacas bajo el
techo del cambuche.
Tomasito quiso saludar a los residentes del recóndito lugar,
dentro de los que se encontraban conocidos y parientes. Invi-
tó al Flaco para seguirlo por la trocha, en una caminata que
podría –según dijo– tomar unos veinte minutos a buen paso,
pero al piloto no le llamó la atención ir a ver la pequeña ran-
chería. Prefirió quedarse leyendo un libro y esperar tranqui-
lamente a que su compañero regresara. Sin embargo, para su
sorpresa, al cabo de un poco más que media hora, el indígena
apareció nuevamente por el mismo sendero por donde se ha-
bía marchado.
—Amigo —dijo Tomasito, visiblemente fatigado por un paso
demasiado precipitado—: los hombres que se habían compro-
metido a tener lista la pesca dicen que está muy mala y que
necesitan más tiempo para cumplir. No tienen nada todavía.
Los que pagan el vuelo se quedan y nos esperan de regreso el
sábado. Si quiere, nos vamos y alcanzamos a llegar a San José
para dormir allá.
El Flaco consultó su reloj. El tiempo para que oscureciera su-
peraba en algunos minutos la media hora que llevaría el tra-
yecto hasta el puerto sobre el río Guaviare. Tenían justo la po-
sibilidad para llegar en el ocaso. Sin pensarlo mucho decidió

214
Sobrevuelo

partir. Si no tenía la necesidad de dormir en una hamaca, a


lo que poco estaba acostumbrado, mejor hacerlo en San José,
donde tendría opciones de comida y una cama en un hotel pa-
ra pasar la noche.
Abordaron con premura el Helio y en menos que canta un
gallo levantaron vuelo. Mientras se elevaron para establecer
el rumbo que correspondía a su destino, observaron que, no
lejos de allí, en la dirección opuesta, se movían, amenazantes,
gigantescos y oscuros nubarrones. El sol caía al horizonte y
penetraba con dificultad la calina, en extremo espesa, que re-
flejaba un tono ocre subido e impedía ver más allá de unos
pocos metros. Al mirar abajo, durante el ascenso, la arboleda
perdió con extrema rapidez su detalle y pronto la superficie de
la selva fue apenas una difusa escena. A poco, sólo sabían que
penetraban una espesa masa amarillenta de humo denso, que
casi pareciera tener alguna pastosa consistencia.
—Amigo —dijo Tomasito —: en el Aeronca, cuando vienen nu-
bes, yo aterrizo en carretera.
El Flaco replicó con temeraria propiedad, por no decir que
pecó de arrogante con su amigo que se confesaba temeroso:

215
Domingo Vergara Carulla

—Tranquilo, Tomasito. Con Juan aprendí a penetrar la tor-


menta que se atravesara.
Y ni que hubiese invocado al diablo. No hubo trascurrido mu-
cho de aquel dialogo trivial, cuando quedaron retenidos por
los cinturones a causa de un violento estrujón inesperado. La
espesa humareda en que volaban no permitió prever, ni tan
siquiera con la anticipación de un breve instante, a lo que aho-
ra se enfrentaban. Sus estómagos se pegaron con intensidad
del espinazo y luego rebotaron para sacar el aire que los dos
retenían en sus pulmones. Aspirar, aún con la boca enteramen-
te abierta, como también les fuese forzado por la violencia de
la ráfaga, fue imposible. Enseguida, otra airada corriente casi
los invirtió. Un repentino ascenso los pegó con fuerza una vez
más a sus asientos y el fogonazo proveniente de un rayo muy
cercano aumentó la desazón. Estaban metidos en una tormen-
ta feroz, camuflada por el humo. Los sorprendió de manera
aleve y sin clemencia alguna. El Flaco empezó a temer que el
pequeño aparato no aguantara. En la reciente instrucción, fue
advertido por su entrenador que el gran tamaño de las alas
lo tornaba en extremo limitado para la fuerte turbulencia. De
hecho, le recomendaba operar lejos de nubes en las que se pre-
viera cualquier formación de temporales.
Ahora el Flaco empezaba a enterarse, tarde, de la incuestio-
nable diferencia entre aquel “zancudo” y el responsable DC-3,
para volar en una tormenta. Su atrevimiento se vino abajo
sin demora. No contaba con un piloto veterano a su lado que
lo secundara en la aventura; su amigo estaba en realidad tan
asustado que ni intentaba musitar una necesaria voz de alien-
to. El colega, efectivamente, nunca antes se había metido en
una nube y menos aún en una tormenta como aquella.
Tan severos continuaron los posteriores remezones, que temió
por la suerte que iban a correr, de no terminar en breve aquel
infierno. Entonces, pensó en darse vuelta para regresar, pero
al mismo tiempo se llegó a imaginar buscando la pequeña
pista en ambiente de penumbra y, quizá, en medio del más

216
Sobrevuelo

fuerte de los aguaceros. Las nubes que rondaban Tomachi-


pán a su salida, pensándolo bien, resultaban poco menos que
amistosas.
El aparato continuó soportando tantos embates desmedidos
que, con frecuencia, el piloto quedó a punto de perder de vista
la menuda raya que, inquieta en demasía, indicaba la posi-
ción con respecto a la añorada tierra. Si ocurría que la línea
se ocultara, así fuese un breve instante, ya no habría certeza
de estar volando derechos o invertidos. Ejecutó un giro para
llevar el rumbo temporalmente hacia uno de los lados, imagi-
nando, sin razón de peso, que la formación de la tormenta se
presentaba alargada y en la misma dirección que ellos lleva-
ban; sin embargo, después de algunos minutos, la situación
no mejoró en absoluto sino que pareció llegar a ser aún peor
que antes. Viró entonces hacia el lado opuesto, e hizo cuentas:
“Si volé cinco minutos para un lado, volaré diez en el otro sen-
tido para encontrar un tiempo menos endiablado”.
El indígena permaneció en silencio riguroso y echaba mano
de su silla con visible impaciencia cada vez que el avión se
escurría violentamente. El intento para evadir aquel infierno
con los cambios de dirección no dio señales que permitieran
presentir la mejoría. La tormenta, aparentemente, se había to-
mado toda la zona en su conjunto.
El entorno, ya sombrío, se tornó cada vez más preocupante-
mente oscuro. El Helio no lo diseñaron para volar de noche
y el Flaco no se había interesado con anticipación por este
detalle. Como la cabina carecía de iluminación, al igual que
el tablero, procedió a prender la única luz que encontró en el
techo; pero esta restricción no fue lo que más preocupación
le causó al piloto: igual daría si les cogía la total oscuridad,
puesto que en toda la selva o la llanura tampoco había ningu-
na pista iluminada.
En algún momento se acabaría el combustible, y el mono-
motor se vendría a tierra donde se encontrase. Estando en
compañía de Tomasito, quien por su condición de indígena

217
Domingo Vergara Carulla

conocía la vida de la selva, existía, así fuese remoto, el chan-


ce de salvarse al caer allí, aunque resultaba difícil engañarse
con que podrían quedar en condiciones para defenderse. Si
no alcanzaban San José a más tardar con el ocaso, el Helio te-
nía combustible para algo más de una hora y media, y en ese
tiempo, volando el mismo rumbo a San José, ya habrían avan-
zado bastante para asegurarse de caer en la sabana. Muertos
o malheridos, los encontrarían más fácil que en la selva. El
Flaco, enfrentando lo que fuese, mantuvo el rumbo que más lo
acercara a su destino.
Cansado de tanto manoteo, pataleo y zarandeo, se preguntó
una y otra vez cuándo se acabaría aquel infierno, que hasta
logró secar su lengua al punto de pegarse al paladar con vehe-
mencia. Tras cada violento sacudón, puso en duda la integri-
dad de su aeronave, al recordar las palabras de quien le enseñó
a volar el artilugio. Su instructor fue enfático en la necesidad
de respetar los límites. Pero la velocidad que ordenaba el ma-
nual del fabricante para penetrar el aire turbulento, resultaba
casi ridícula al compararla con la que alcanzaba el monomotor
cada vez que lo embestía una nueva ráfaga. Definitivamente
no pudo hacer mucho para que la aguja del instrumento no
subiera y bajara a su pendenciero antojo.
Cuando ya habían aceptado con resignación el incierto final
de la aventura, entre dos gigantes avistaron, muy abajo, unas
luces que por la avanzada penumbra apenas se pudieron ubi-
car al lado de un curveado rio. Irrumpieron gratamente en
aquel siniestro telón de fondo que venían contemplando hacía
un buen rato. Fue providencial y era la primera vez que tenían
tierra a la vista luego de haberla perdido desde la primera fase
del ascenso. En un avanzado ocaso tuvieron a la vista a San
José. De alguna manera estaban con la suerte de su lado.
Pero, no obstante la gratísima sorpresa, la pesadilla no ter-
minaba totalmente y se antojaba todavía como singular pro-
tagonista. Una pertinaz llovizna se desprendía de las nubes,
enredando los detalles demasiado, y la claridad de aquel día se

218
Sobrevuelo

escapaba inconmovible. En medio de la penumbra deleznable,


el Flaco dirigió el Helio hacia la amorfa mancha marrón que
él creía tenía que ser la pista. La tierra rojiza que cubría la su-
perficie del campo ayudó a localizar el área, que se esfumaba
un poco más cada minuto.
A su favor se dio que la velocidad de aproximación sería muy
baja, y este factor casi podía garantizar quedar con vida, sólo
que el piloto tendría que lidiar con una verdadera cabra albo-
rotada. Al avión lo afectaba fácilmente el viento de cola o de
costado y a causa de este podrían salir corriendo para donde
al monomotor se le antojara. La experiencia que lograba acu-
mular el Flaco apenas era incipiente y no permitió garantizar
para nada un final exitoso en tan exigentes condiciones. Sin
embargo, ansiosos o no, no se podían quedar indefinidamente
allá arriba.
Las gotas de lluvia, sobre el plástico rayado que servía de pa-
rabrisas, distorsionaban los detalles y la profundidad era tan
sólo imaginada. El Flaco le pidió ayuda a su amigo, quien
nuevamente al tener tierra a la vista volvió a ser persona, que
abriera la ventana lateral y mirara hacia el terreno.
—Baje —decía Tomasito—. ¡Baje más!
En medio del bullicio del motor, la pista fue quedando atrás.
—¡Baje más…! ¡Téééngalooo! —dijo en algún momento el in-
dígena.
Los gritos, la lluvia y las ráfagas de viento obligaron al Fla-
co a halar tanto la cabrilla con un brusco movimiento, que
perdieron la oportunidad de aterrizar en su primer intento.
El piloto sabía que el contacto de las ruedas con tierra debía
ocurrir con suavidad; de lo contrario, el Helio saldría otra vez
al aire como si hubiese recibido un latigazo. Con algo de pa-
ciencia –y mucho de suerte–, al segundo intento el avión logró
por fin posarse en tierra, con aceptable mansedumbre.
A la mañana siguiente tomaron un suculento desayuno. Am-
bos repitieron del enorme plato de caldo de huesos con tra-

219
Domingo Vergara Carulla

zas de carne gorda que les sirvieron en un comedero al que


acudían los más madrugadores. Se sorbieron con avidez el
líquido salobre, retocado con la presencia de algunas papas
sumergidas debajo de los “ojos” amarillentos de la grasa que
flotaba en toda la superficie. De alguna manera se hidrataban
por la resaca que les produjo la celebración de aquel impase.
Después, caminaron a la pista y, luego de reponer un poco de
combustible, se embarcaron en el Helio.
El tiempo lucía realmente hermoso. La pesadilla de la noche
anterior se convertía en un mal recuerdo solamente y todo
parecía renovado por la luz del nuevo día. El letargo en que se
encontraban a causa del trasnocho, fue disipado de repente en
el trascurso del vuelo cuando se enteraron de que el carguero
que piloteaba Fernando estaba declarado en emergencia. Ha-
bían pasado las horas suficientes para haber consumido todo
el combustible que llevaba abordo y aún no se conocía su para-
dero. Efectivamente, parece que intentaba cruzar la cordillera
en el mismo sitio en el que no hacía mucho tiempo, por cosas
inexplicables del destino, el Flaco había logrado salir incólu-
me de una temeraria aventura solitaria.

220
Sobrevuelo

Puerto Rondón

—¡Me quieeebro!… ¡me quieeeebro! —vociferaba, fuera de con-


trol, aquel hombre, cincuentón y de alopecia prematura, pro-
pietario de la avioneta—. Entiéndanme muy bien, ¡idiotas!: Si
no salimos hoy… —y aspiró, jadeante, mientras sus manos
parecían convulsionar para rascarse los escasos cabellos blan-
quecinos que, formando una corona a medias, limitaban por
detrás su lustrosa calvicie— ¡me quieebro!
Los técnicos que trabajaban en el mantenimiento de la nave le
acababan de informar a aquel sujeto, presa de la histeria, que
el trabajo tomaría mayor tiempo al que inicialmente le habían
presupuestado cuando recibieron el aparato para las repara-
ciones. Se encontraron con mucho más por hacer durante la
evaluación y, definitivamente, no podrían terminar ese día. El
mantenimiento se daba luego de una permanencia prolonga-
da en la llanura, en donde el Flaco mantuvo el avión volando
y sólo se le hacían los trabajos más urgentes. El negligente
manejo acumuló numerosos arreglos más de fondo. Todos in-
tentaron apaciguar el desaforado nerviosismo de aquel cliente
al que su plan de trabajo se le venía abajo; sin embargo, el es-
fuerzo resultaba en vano. Su rostro, enrojecido por el enfado,
relumbraba. El pobre hombre no lograba resignarse.
—¡Hagan lo que sea! —ordenó en tono perentorio—. No im-
porta lo que se les ocurra: ¡háganlo! Denme una solución. ¡Por
Dios! ¡Tenemos que salir hoooy! —y se alejó dando largos pa-
sos hacia cualquier parte.

221
Domingo Vergara Carulla

De repente, giró sobre sus talones y se dirigió nuevamente ha-


cia el grupo de técnicos que, con cara de imbéciles, trataba de
encontrarle alguna salida a semejante aprieto. La expresión
energúmena del empresario, súbitamente, se había transfor-
mado. Su actitud se mostró, ahora, tranquila y reposada. Su
voz, antes gritona e insultante, se escuchó dulce y con remil-
go. Al dirigirse a los técnicos lo hizo en tono humilde; más
precisamente, ¡suplicante!
—Sean buenitos… Díganme que sí podemos salir hoy… ¿bue-
no?
Los técnicos se miraron entre sí y sucumbieron al melindre.
Aceptaron postergar los arreglos menos urgentes y se dedica-
ron afanosamente a colocar en su sitio todas las piezas remo-
vidas. Con apremiante rapidez, apretaron tuercas y tornillos y
pretendieron revisar todo lo que habían desbaratado. Quedaba
poco tiempo para que la torre aún permitiera la salida. El ae-
ropuerto de destino estaba a más de dos horas de vuelo y no
contaba con torre de control, mucho menos con iluminación
para la pista. Por lo tanto, tenían que llegar allí antes de que
la luz de la tarde se extinguiera, y, aunque el piloto debía pre-
ver un tiempo adicional por cualquier imprevisto en la ruta,
que la prudencia no lo estimaba menor a quince minutos, de-
bió pasar por alto este detalle porque ya no se cumplía. Confió
en no llegar a tener en el camino contratiempos y aterrizar, a
más tardar, cuando estuviesen cayendo apenas las primeras
sombras de la noche.
Cuando el Flaco ya gritaba “¡liiiibre” –así le indicaba al per-
sonal de tierra que debía estar lejos de allí porque la hélice
iniciaría sus giros–, los mecánicos todavía estaban apretando
los últimos tornillos. El tiempo se agotaba sin atender a las
angustias.
Se comunicó por la radio con el funcionario de la torre y logró
la aprobación para carretear por las vías paralelas y alcanzar
la cabecera. El permiso se lo procuró el Flaco ya a regañadien-
tes porque el plazo justo había vencido; sin embargo, el radio

222
Sobrevuelo

operador, amigo suyo, lo autorizó pidiéndole encarecidamente


que agilizara su maniobra. Si algo ocurría a la llegada, él tam-
bién podría verse involucrado en el problema por permitir tan
tarde su salida.
—¡Gracias amigo! ¡No lo vuelvo a hacer! —terminó diciendo el
Flaco, con pícaro regusto.
El propietario, que ocupó el asiento del copiloto, ahora son-
rió absolutamente complacido, mientras el monomotor corría
para alcanzar la cabecera. Con resuelto gesto de satisfacción,
se dirigió a un pasajero que se había acomodado en el asiento
detrás del Flaco, amigo suyo, para hacerle cualquier comenta-
rio, tal vez irrelevante. Su dialogo surgió pausado y con cor-
dura. Cuando se oyó por la radio al operador de la torre dando
la aprobación para iniciar el despegue, hizo con su cabeza un
meneo de complacencia, mientras su semblante irradiaba una
felicidad, por decir lo menos, desbordante.
El Flaco empujó la perilla del acelerador, que se hallaba en
medio del tablero, con muchísima reserva. Habían cargado el
Helio con un gran peso y aunque dentro de lo que se le hubo
reparado se incluyó un aparato que aumentaba la capacidad
al motor, hasta que no estuviera funcionado sólo podía llevar
el acelerador suavemente al tope para obtener la máxima po-
tencia disponible; si lo hacía de otra manera, reventaría los ci-
lindros. El motor acrecentó el ruido que venía haciendo hasta
bramar furiosamente. No faltó un rebelde coletazo por la brisa
que llegaba de costado, entretanto que los viejos turbo-carga-
dores, ahora reparados, entregaban en efecto mucha más pre-
sión de lo acostumbrado. La cabecera de la pista quedó atrás
en medio de decididos pedalazos y esfuerzos para no exceder
los límites justos de la máquina. Las llantas giraron cada vez
con mayor rapidez, mientras los ocupantes observaron muy
atentos hacia el fondo de la pista.
Al mirar de reojo nuevamente el instrumento que indicaba
la potencia, el Flaco se dio cuenta de que faltaban aún unas
unidades para el valor que requería y corrigió con celeridad.

223
Domingo Vergara Carulla

Llevaban todo el peso que el aparato podía transportar y la


pista de la que despegaban no era tan larga como para que a la
maniobra se le hicieran concesiones. En esto, al alcanzar la ve-
locidad para levantarle la cola del piso, el piloto llevó la cabri-
lla hacia adelante y lo logró sin titubeos, pero el monomotor,
rebelde por naturaleza, se fue torciendo hacia un lado; aun-
que intentó contrarrestar cuanto pudo aquel comportamien-
to exagerado, aplicando los controles hasta los topes, no fue
suficiente. Si bien no era la primera vez que la nave intentaba
hacer de las suyas, nunca antes había llegado a tal extremo.
Algo estaba excediendo todas las experiencias anteriores. El
viento que soplaba con ráfagas y del costado favoreció todavía
más el descontrol y el esfuerzo fue insuficiente para detener la
pendencia de la máquina.
El Flaco debió aceptar que había perdido el control y haló con
decisión de la perilla que tanta atención le hubo demandado
y también de la que suministraba el combustible. El motor se
silenció y se escuchó ahora apenas un chillido proveniente de
las llantas que se desplazaban enteramente atravesadas. Se
sintió un traquido fuerte y la nave se inclinó bruscamente a
la derecha. El tren de aterrizaje de ese costado colapsó y, a
falta de este, los sostenía la punta del ala derecha, que ahora
se arrastraba sobre el pavimento. Un estrepitoso concierto de
crujidos y un rechinar muy estridente provenían de las latas
que se estaban desbaratando contra el piso. Luego de unos
instantes, todo se detuvo y fue calmo por completo.
Los desconcertados viajeros, forzosamente recostados a un la-
do de sus asientos, tuvieron al frente en su campo de visión el
lugar de donde habían partido. La cabina, totalmente ladeada,
descansaba sobre un caos de latas torcidas del ala infligida.
La gasolina brotó copiosamente a través de uno de tantos hue-
cos que se abrieron. Los tres ocupantes, tras abrir las puertas
con asombrosa diligencia, salieron a correr despavoridos. A
prudente distancia, mermaron la carrera y con temerosa ex-
pectativa volvieron la mirada. Observaron el avión en que pro-
yectaban levantar el ansiado vuelo, severamente maltrecho.

224
Sobrevuelo

Uno de ellos, en rabioso silencio, se rascó otra vez con agudo


frenesí los encanecidos cabellos que aún crecían desordenados
al borde de su calva.
La investigación para encontrar la causa del accidente fue
muy breve. Únicamente se contemplaron las posibles falen-
cias del novel piloto, porque los técnicos libraron cualquier
responsabilidad de un error en su trabajo, al no haber podido
concluir su labor como era debido.
Había que arreglar el ala rota, un lado del tren de aterrizaje,
algunos huecos en la cabina, las latas averiadas del ala y mu-
chos otros detalles. El Flaco se encargó de coordinar la labor
de reparación, que tomaría un tiempo prolongado; pero como
esto no era lo suyo y la demora era impredecible por múlti-
ples factores, aprovechó un encuentro casual con Héctor, uno
de los pilotos que conoció el día que llegó al aeropuerto de
Villavicencio en busca de trabajo, para contarle los últimos
acontecimientos.
Este colega había fundado recientemente una empresa, par-
tiendo del activo de dos pequeñas avionetas, y buscaba un tri-
pulante para que le ayudara con la conducción de una de ellas.
De talle más bien alto y delgada contextura, Héctor contaba
con unos veinticinco años, disfrutados al lado de sus padres
en medio de cómoda crianza y arraigadas costumbres citadi-
nas. Pero el ímpetu para soñar le fue adjudicado en demasía
y con optimismo desbordado echó a andar el proyecto, cuya
base de operación sería un apartado caserío en la mitad de la
llanura. Los aeropuertos más activos ya se encontraban aten-
didos por otros que, con anticipación, prestaban los servicios
suficientes.
Puerto Rondón no pasaba de ser una pequeña aldea, habitada
por unos pocos cientos de habitantes, y aparecía en la carto-
grafía como un punto con una sucesión de letras, rivereño
de un río bautizado como Casanare, totalmente en solitario.
Fue uno de los lugares con los que el Flaco soñó cuando, años
atrás, desde Buenavista, presintió la existencia de un encan-

225
Domingo Vergara Carulla

tamiento en aquella tierra, a la que no le logró vislumbrar


límite alguno; y luego, por años, la escudriñó en los mapas
que tuvo a su alcance, donde se encontró con asentamientos
que, algunos hasta centenarios, aglutinaban sólo una exigua
población, en medio de hatos legendarios, acreedores de em-
brujo fascinante. Y para un mayor hechizo, Puerto Rondón
estaba situado no distante del lejano Cravo, donde Ceferino,
aquel personaje que conoció en su primera aventura por esas
tierras, le dijo que cuidaba sus ganados; y también lo estaba
de la inmortalizada Venturosa. En el DC-3 y el Helio, más que
todo, sus vuelos habían sido hacia la extensa selva y, solamen-
te de paso, por algunas poblaciones de alguna importancia en
la llanura.
Así que, no bien Héctor se enteró de que el Flaco buscaba tra-
bajo, le preguntó si le interesaba colaborarle en su nueva em-
presa; y a este, con sólo imaginar el pequeño caserío que le
acababa de describir, la propuesta le resultó irresistiblemente
seductora.

226
Sobrevuelo

En la medida que más retozó en su imaginario esta posibili-


dad, más quedó cautivado con la oferta. La fuerza de sus sue-
ños juveniles encontró un nuevo y extenso territorio en donde
podría permitirse con regusto alocadas desmesuras. Se sintió
un ser privilegiado, pues esto, más que un trabajo, sería la in-
vitación a vivir fascinantes episodios. Además, a la sazón, con
nadie lo ligaba compromiso alguno que le impidiera tomar
inmediatamente la decisión de irse a vivir en aquélla lejanía y,
antes de que Héctor pudiera terminar de plantearle las condi-
ciones del trabajo –valga decir que lo venía haciendo con aliño
divertido–, la respuesta se dejó venir pronta y contundente:
—¡Cuándo salimos!
Solo un par de días después, los dos pilotos se disponían para
aterrizar en medio de un gran potrero que se sugería delimi-
tado por una cerca, vecino a un caserío, cuya superficie esta-
ba lacerada por profundas cicatrices. El terreno era bajo y se
ablandaba en los inviernos. Algunos vehículos lo transitaban
y dejaban sus huellas profundas. Era tan extenso, quizás, co-
mo el del aeropuerto de Vanguardia, pero estaba cubierto por
rastrojo, evidentemente no apto para un aterrizaje. Sin embar-
go, tiempo atrás, según le relató Héctor a su nuevo tripulante,
en épocas donde las lluvias escaseaban, aterrizaron y despe-
garon de allí cargueros DC-4 a sus anchas, y quizás hasta
abusados en su peso. Héctor maniobró con gran esmero para
posar las ruedas de su Cessna sobre un espacio reducido que
se distinguía por encontrarse desnudo de las hierbas que cu-
brían el resto de aquella zona enmalezada. En una temporada
de lluvias, años atrás, el lodazal fue tanto que un DC-3 termi-
nó accidentado. El avión fue reparado y, luego de su partida,
nunca más se puso atención en arreglar el campo de aterrizaje
de ese destino.
Los lugareños, para no quedar del todo aislados, tapaban los
huecos en un tramo de sólo un poco más de doscientos metros,
que era lo que requerían los pequeños Cessnas que atendían
las necesidades más urgentes de la comunidad. Precisas ins-
trucciones a este respecto hicieron parte de la cartilla que reci-

227
Domingo Vergara Carulla

bió el Flaco para operar en la base de operaciones de la nueva


compañía.
La zona de parqueo del aeródromo no era más que un espacio
de tierra pelada, a un lado de lo que se pretendía fuese la pista,
y allí se estacionaban las dos avionetas que conformaban toda
la flotilla. Quedaba libre un espacio adicional para cuando lle-
gara otro aparato que Héctor, con especial énfasis, describió a
su piloto como “la competencia”. Todo lo demás alrededor eran
huecos y rastrojo, excepto por un kiosco techado con paja y
una rústica casa, muy pequeña, que se levantaban justo al
lado. El primero servía como sala de espera, bodega y tienda;
y la menuda casa, de vivienda para quien atendía el múltiple
negocio y su familia. Se trataba de un personaje rebuscador
que hacía las veces de agente de ventas, tendero y bodeguero,
y daba razón de cuanto chisme y suceso en Puerto Rondón
acontecían.
Los dos pilotos abandonaron las instalaciones del “aeropuer-
to” luego de haberse bebido un par de cervezas cada uno, tiem-
po que Héctor aprovechó para, sin premura, enterarse por bo-
ca de Alirio sobre los acontecimientos que hubieron ocurrido
durante su ausencia.
El verano se había apoderado por aquellos días de la llanura y
el camino estaba cubierto por una gruesa capa de un finísimo
polvo, muy volátil, que se levantó abundante cada vez que la
suela del lustroso calzado de los recién aparecidos hizo contac-
to con la superficie de la calle. La caminata para alcanzar la
vivienda no superaría el medio kilómetro y, para ello, habría
que atravesar de lado a lado todo el pueblo hasta llegar a la úl-
tima calle que daba con el río. La vía que dejaba el aeropuerto
se elevaba un poco sobre el resto del terreno, para sobrepasar
tierras bajas que se interponían en el trayecto. Dejaron atrás
una que otra construcción de primaria arquitectura, que se
asentaban esporádicamente a cualquier lado del camino, y a
medida que se acercaron al área más poblada, donde ya se es-
tablecían algunas tiendas, que en su mayoría ofrecía sólo re-

228
Sobrevuelo

frescos, cervezas y otros licores, el andar se interrumpió con


frecuencia más que obligada.
Héctor no desperdició la oportunidad para presentar a todo el
que lo saludaba, de manera muy formal, tan rebuscada en el
contexto de su cultura citadina que desentonaba con la sen-
cillez de los llaneros, a su nuevo piloto. Así mismo, a este
le hacía un recuento detallado de quién era cada uno de los
que saludaba, enriquecido con los detalles sobre la ubicación
de sus respectivos hatos y las preferencias de sus vuelos. La
descripción en su mayor parte incluía la respectiva historia
familiar, la que no excluyó para nada pormenores de un bien
documentado árbol genealógico, que iba enredando al Flaco
más de la cuenta. El recuento de las posesiones y los hatos
concluía con el inventario –todo en decenas o centenas– de
cabezas de ganado que a cada propiedad pertenecían, e invo-
lucraba esporádicas anécdotas, a la que no les faltaba la en-
cubierta picardía, que al calor de las cervezas que entretanto
se bogaban, terminaban por arrancar divertidas y bulliciosas
carcajadas.
—Fulanito —decía Héctor, siempre refiriendo el nombre de
quien a la sazón estaba presentando— es nuestro mejor clien-
te. Ensalzaba luego a cada referido con exaltado melindre, tra-
tando de que el personaje se sintiera honrado con su halago.
No le importaba que a todos les terminara diciendo exacta-
mente lo mismo y que al ser esto señalado por algún mali-
cioso oyente de los que se gozaban la tomata, hiciese parte de
los motivos que mantenían el regocijo en sus óptimos niveles.
Cuando se alejaban de ese grupo, mirando de reojo a su com-
pañero, producía un sutil guiño, dejando claro que la exagera-
ción era un piadoso embuste de carácter comercial.
Al dirigirse a don Julio, un hombre ostensiblemente grueso,
con figura de patriarca y al que poco faltaba para entrar en
los cincuenta, su comportamiento fue más medido y lo hizo
con esforzada reverencia. El corpulento personaje se encon-
traba recostado en una mecedora y su torso dejaba a la vista

229
Domingo Vergara Carulla

una prominente panza, flácida y sudorosa, que ostentaba a


los costados pliegues muy profundos. Desnudo, en su regazo,
sostenía al último descendiente que podría tener no más que
un par de meses de nacido.
—Don Julio —le dijo Héctor, arrastrando su lengua a causa de
su asentada borrachera—: quiero presentarle a nuestro nuevo
comandante. Claro que usted vuela con la competencia… pero
a la orden si algo se le ofrece.
El hombre, un llanero con cuarenta y nueve hijos, incluido el
que cargaba, y mucha tierra y no menos cabezas de ganado,
era un cliente que a Héctor le quitaba el sueño no tenerlo de su
lado, aunque –como le explicó al Flaco cuando se retiraron– al-
gunos de los hijos, ya poseedores de hatos propios, sí lo eran.
—Pues… muy amable capitán… Lo felicito —dijo, sin poner
axiomático interés en su respuesta, y sin más miramientos,
dio por terminado el dialogo porque seguidamente dirigió
su atención hacia una mujer, que observaba la escena desde
atrás, recostada con cierto desparpajo a un costado de la puer-
ta de la vivienda, para pedirle un vaso de agua.
La fecha de la llegada correspondió a un día sábado y, para
dar alguna precisión, ya irrumpían avanzadas las horas de la
tarde. El desplazamiento de Héctor y el Flaco hacia su vivien-
da, como ya lo hemos comentado, se vio interrumpido con fre-
cuencia inusitada y por supuesto sin indignación ni repulsa
de su parte, para recibir de aquí y de allá botellas de cerveza
de la mano de cualquiera. Héctor correspondía, con bullicio
divertido, pidiendo la siguiente ronda, y entonces el Flaco, ya
mareado, ordenaba con exaltada generosidad su pedido luego
de guiñarle el ojo a su patrón para que le aprobara aquel avan-
ce de su sueldo.
Del dialogo impuntual y palabrero que se cruzaban unos y
otros, afloraban graciosos comentarios en los que se relataban
anécdotas burlescas y presuntas historias que destrozaban la
vida y honra de más de uno, y también de más de una que, por
supuesto, hubo dado para aquel suculento festín del chisme

230
Sobrevuelo

sus motivos. Las carcajadas reventaban al unísono en estrépi-


to vigoroso y fulminante, exacerbadas por la continua ingesta
de cerveza.
El calor del ambiente obligaba a sudar y la ropa humedecida
colectaba el volátil polvillo que fuese levantado por esporádi-
cas ráfagas del tardío brisote de verano o por algún jinete
ebrio que en su bestia pasaba galopando con rudeza. Igual
se levantaba e impregnaba el aire aquel característico olor a
cagajón que aligeraban los mulares que transitaban la terrosa
superficie, entremezclado con el de la boñiga que hordas de
ganado en las noches, boleando la cola sin descanso, se daban
cita en las calles para huirle a la plaga que asediaba, aún más
agresiva, en la inmensidad de la sabana.
Después de algo más de cuatro extendidas horas de haber
aterrizado y, entretanto, haberse involucrado con desbordada
intensidad hasta en las más íntimas vivencias de los habitan-
tes del recóndito poblado, por fin, los dos pilotos arribaron,
bastante trastornados, a la casa en donde Héctor tenía tomada
la vivienda. Localizada sobre la calle que bordeaba el río, los
recibió el rumor que imponía la briza sobre millones de hojas
–unas ya secas y a punto de caerse, otras ya leñosas, y las me-
nos, tiernas– de la voluminosa mata de guadua que creía en
la orilla del Casanare. En la penumbra, las caricias del ramaje
producía un susurro agradablemente delicado.
Superaron el dintel de una puerta de dos abras, café oscuro
y harta de polvo, que se hallaba abierta, e ingresaron a un
patio a través de un zaguán iluminado por un lánguido bom-
billo amarillento que no lograba mucho más que iluminar su
filamento. La planta de energía del caserío trabajaba con de-
masiada sobrecarga y entregaba menguados sus voltios, pero
aquella luz era mejor que andar a ciegas.
Un muro en ladrillo, de considerable altura y ya deteriorado
por el paso de los años, limitaba la propiedad con las vecinas.
Este encerraba un enorme patio y, hacia la izquierda, se des-
prendía un corredor, cubierto por las mismas rústicas baldo-

231
Domingo Vergara Carulla

sas amarillas que también se veían en el zaguán. Sobre esta


primera parte del corredor desembocaban un par de puertas y
luego continuaba, tras formar esquina hacia la derecha, con-
servando la misma altura prominente de sus techos. Allí, tres
puertas sugerían otras dos habitaciones y la última permitía
entrever la cocina de la casa. Tomando espacio sobre el patio,
justo en la esquina donde el corredor torcía, una gran alberca
recogía las aguas lluvias de los techos de la casa, que descar-
gaban hacia adentro. La luz de dos bombillos permitía vislum-
brar una frondosa platanera con algún frutal entremezclado.
Héctor respondió el saludó de dos mujeres cuarentonas que se
hallaban comadreando, sentadas frente a una mesa junto a la
cocina, con desabrimiento y sin mucho protocolo. Se detuvo
frente a la primera puerta, y tras girar con una llave la chapa
de modestas pretensiones, abrió la puerta de sólida madera,
entró para encender la luz e invitó a seguir a su invitado a una
habitación de tamaño generoso y un techo alto, que carecía
de cielo raso; sus paredes, blanqueadas alguna vez con cal,
lucían percudidas por el polvo.
—Adelante, Flaco: puede acomodarse en la cama que prefiera
—manifestó Héctor, con obvio interés de atenuar la imagen
rústica del lugar que enseñaba a su compañero, tras mostrar-
le dos camastros ensamblados con tubos de metal, que sopor-
taban cada uno un colchón de borra de algodón, el cual, de-
bido a su burda delgadez, permitía imaginarla enteramente
apelmazada. Un toldillo arremangado cubría cada una. En el
centro, un mesón de gran tamaño ofrecía su espacio para el
acomodo de un caos de trebejos.
—Para colocar sus cosas, use este mueble —continuó, a la vez
que señaló una estantería de mediana capacidad, oculta por
una delgada tela de colores desteñidos.
La pared de la enorme habitación, al frente de la puerta, osten-
taba un par de ventanas, que daban a la calle, y las sellaban
gruesas hojas de madera. Debían permanecer siempre cerra-
das durante el verano para reducir el ingreso de la polvareda,

232
Sobrevuelo

lo que Héctor incluyó, resaltando su importancia, dentro del


instructivo que preparó para su huésped.
—Tenía un ventilador que se dañó; allí están los pedazos
—dijo Héctor, mientras señaló algunas piezas sobre el mesón,
saturado de los objetos más dispares—, pero de poco servía a
la hora de dormir porque la planta la apagan a las nueve —y
agregó con sorna— y eso cuando están botados y alcanza el
presupuesto para el combustible. Hablando de luz —añadió—,
tenga al lado de su cama siempre una vela y fósforos, porque
cuando apagan la planta no se ve nada y si tiene que salir al
baño, con seguridad la necesita… Además, le recomiendo que
sea cuidadoso cuando acomode el toldillo, porque los zancu-
dos lo trasnochan.
La puerta que seguía en el corredor correspondía a la habita-
ción de Héctor y este prosiguió allí, tan pronto terminó de dar
las instrucciones. A poco, con un dejo de vergüenza, el Flaco
interrumpió a su amigo, que organizaba lo que cargaba en su
maleta:
—¿Dónde queda el baño? —dijo el Flaco—. Es que con todas
las cervezas que me tomé estoy que me reviento…
Su jefe señaló hacia el patio en donde, un poco refundida en
la floresta, justo donde agonizaba la pálida luz de los bom-
billos del corredor y bajo un viejo árbol de mango, el recién
llegado observó una caseta de tamaño reducido, con techo y
paredes de lata. Su acceso se entendía a través de una puer-
ta desquiciada, ensamblada con mohosos listones de madera,
que encuadraban una lámina metálica, toda rugosa y visibles
huellas del óxido a causa de la humedad y de los años.
Mareado como estaba, alcanzó la casucha y optó por no enro-
llar un alambre retorcido que aseguraba por dentro la puerta
de la letrina a una puntilla clavada en la tabla, ya medio podri-
da. Decidió pasar por alto el improvisado sistema para obtener
privacidad, mientras apenas pudo distinguir un óvalo de ce-
mento de unos cuarenta centímetros de altura que rodeaba un
vacío oscuro. A decir verdad, por el estado en que se encontra-

233
Domingo Vergara Carulla

ba y la ausencia de testigo alguno, poca o ninguna motivación


lo inducían para el recato. Tras acostumbrar en cuanto pudo
su visión a la penumbra, además de algún esfuerzo para no
caer ante la afectación de su equilibrio, en un intento, poco
más que inútil, soltó el abundante chorro, que se precipitó
una que otra vez al profundo hueco, enmarcado por el burdo
anillo de cemento. Un eco sordo se escuchó mientras cayó la
orina al indefinible fondo. Entretanto, hambrientos zancudos
saciaron su apetito sin el más mínimo reparo.
Ambos aviadores tenían que madrugar. Al día siguiente sería
el vuelo inaugural del Flaco en itinerario hacia Arauca, y el
recién llegado tenía que ganarle los pasajeros a otro avión
que por aquellos días pernoctaba en un hato cercano, y usu-
fructuaba y compartía la plaza cuando Héctor se ausentaba.
La mayoría de pasajeros que se disponían a viajar en vuelo
de línea se peleaba por encaramarse al primer aparato que
saliera. Lo demás, no era seguro que ocurriera. El avión que
también iba a salir se podía haber dañado o tenía cualquier
otro compromiso.
El Flaco entró a la habitación y se recostó en su cama, después
de haber acomodando su toldillo como mejor pudo, de acuerdo
a lo poco que se acordó de las instrucciones que le hubo dado
su jefe. El primer sueño por algunas horas fue profundo pero,
luego, una torturante sed y la rigidez del colchón, revejido en
demasía, lo obligaron a guardar indeseable vigilia repetidas
veces, y entonces buscaba con su linterna los zancudos que ha-
bían burlado la defensa y asediaban en busca de un flanco posi-
ble, espantando con sus frenéticos zumbidos aún más el sueño
reparador y urgentemente necesario. En uno que otro intento,
torpe, más por el azar que por un estudiado y certero movi-
miento, reventó estrepitosamente entre sus manos al villano
antes de que huyera, dejando en la untuosa mancha de sangre
de su piel la placentera certeza de su exasperado cometido.
Se acercó la madrugada y el Flaco fue alertado por algunos
golpes en su puerta del llamado de Héctor. Prendió una vela,

234
Sobrevuelo

que irrumpió en la intensa oscuridad de la habitación con un


tinte amarillento, y enseguida su patrón entró para hacerle
entrega de una jarra plástica y una barra de jabón, al tiempo
que le dijo:
—Báñese rápido porque si Polo madruga más que usted, los
pasajeros se van con él. Y si no hay más, pierde el chance de
su vuelo.
—¿Dónde me baño? —preguntó el Flaco, medio dormido y
algo menos que ubicado, sintiendo su saliva incómodamen-
te espesa y con una pizca de amargura, sosteniendo con sus
manos, como un zombi, la jarra y la pieza de jabón. Al ritmo
de los latidos de su corazón, lo martirizaba un dolor agudo e
intermitente que laceraba sus sienes.
—Saliendo a mano izquierda —respondió despreocupadamen-
te Héctor, mientras regresó para acomodarse una vez más en
su cama y beneficiarse con otro rato de pereza; él tenía asegu-
rado un vuelo expreso a un hato no lejano y podría salir un
poco más tarde.
Pasó muy poco tiempo antes de que el Flaco entrara nueva-
mente a la habitación de su patrón, alumbrado por la vela, y le
preguntase con reservado desconcierto:
—¿Dónde?
—Dónde… ¿qué? —preguntó Héctor ofuscado.
—La ducha… —respondió el Flaco, con un asomo de vergüen-
za, asumiendo que tal vez por su estado de aturdimiento no
hubiera visto lo evidente.
Héctor se levantó de mala gana y le señaló a su huésped, que
se alumbraba con la vela que enseñaba lengüetazos cada vez
que era zarandeada, justo al frente. Allí estaba solamente la
alberca en la esquina del corredor, que recogía las aguas llu-
vias.
—Pues… ¡ahí! —le dijo, extendiendo un poco su brazo hacia
un lugar presuntamente obvio.

235
Domingo Vergara Carulla

El Flaco prefirió no preguntar más y con la velocidad que le


permitió su mente adormecida, fue imaginando el resto que
faltaba. Luego musitó para escucharse tan sólo a sí mismo:
—En Arauca conseguiré un vestido de baño.
Todavía la oscuridad dominaba el mundo que se hallaba más
allá del alcance de la frágil llama y no se sentía que en la casa
nadie más se hubiese despertado. Procedió a desnudarse y, de
modo improvisado y lerdo, intento bañarse. Vertió torpemente
jarradas de agua fría sobre su cabeza y se enjabonó en aquel
entorno que extrañaba. Después, tuvo que hacer forzados ma-
labares para a la vez que con una mano chorreaba el agua de
la jarra desde arriba, con la otra removía lo mejor que podía
el jabón que se había echado. Ese día, por supuesto, no hubie-
ra pasado un examen riguroso de asepsia, pero seguramente
muy pronto podría adquirir algo de destreza. Esa madrugada
también aprendió, y ciertamente por la fuerza, que para utili-
zar la letrina tenía que estar preparado para defecar rápida-
mente; la horda de zancudos que allí asentaba sus dominios
aprovechaba así fuesen breves los instantes para alimentarse
con voracidad desmesurada del fugaz visitante.
Un poco más tarde, justo con el alba, como estaba previsto,
levantó el vuelo con destino a Arauca, y al haberle ganado la
carrera a su competidor tuvo la suerte de que lo acompañara
una terna de oportunos pasajeros.
Aún para un novato que no fuese conocedor de aquel extenso
y deshabitado lugar de la planicie, llegar a Arauca fue senci-
llo: ese aeropuerto disponía de ayudas para orientar a quienes
allí se dirigían. Para el regreso, tampoco era necesaria una
gran reserva de experticia. Puerto Rondón se encontraba a
no mucha distancia del origen y al lado del río Casanare, fácil
de identificar por ser de tamaño muy considerable. Al contar
con el tiempo despejado, se podría ubicar sin mucho esfuer-
zo, tan sólo con la ayuda básica de un reloj y siguiendo en la
brújula un rumbo conocido. En cambio, ubicar los potreros
donde “caían” las avionetas en los hatos, muchos de ellos sin

236
Sobrevuelo

señalización o muy precaria, se tornaba toda una aventura.


Los caños y matas de monte, que dividían la monotonía de la
gran sabana, se parecían unos a otros demasiado y los detalles
sólo se podrían ir aprendiendo con el tiempo.

Como de alguna forma tenía que ir conociendo la zona, su


jefe le encargó el siguiente vuelo a un destino en medio de la
inmensa sabana, lejos de cualquier referencia destacada que
le sirviera para orientarse. Sin embargo, quien pidió el vuelo
iría a bordo y era un cliente de toda la confianza de Héctor:
un veterano nacido y criado en la llanura. Este –que no usaba
calzado alguno, arremangaba su pantalón hasta casi las ro-
dillas y llevaba con propiedad un bien acicalado sombrero de
paño “pelo’eguama”–, advertido de la limitación, le indicaría al
piloto los detalles en la ruta que hicieren falta para no perder
tiempo adivinando más de lo necesario.
Posterior al despegue, el novato viró el avión para tomar el

237
Domingo Vergara Carulla

rumbo que su amigo le indicó y tomó nota de la hora del des-


pegue. Esperaba ascender hasta alcanzar un poco más de mil
metros sobre el terreno; esa fue la altura que le recomendó su
patrón para desplazarse la media hora que podría tomar en
ruta. Cuando los separaban en su ascenso escasos doscientos
metros de la tierra, el llanero exclamó:
—¡Capitán! Usté si vuela muuuy alto. Así sí nos vamos a per-
der.
El hombre conocía muy bien el camino hacia su casa, pero a
una altura muy diferente a la que pretendía ascender el Fla-
co: justo la que se alcanzaba sobre el lomo de un caballo. El
Flaco, un tanto divertido, bajó su avión cuanto pudo y esquivó
árboles, cercas, algunos corrales y esporádicas “puntas” de
ganado, que corrieron despavoridas al sentirlo tan cerca, y se
fue retozando como si fuese en un juguetón rocín alado. El pa-
sajero, muy serio, le señalaba los rumbos a seguir para esqui-
var los esteros más profundos o encontrar el mejor paso sobre
este o aquel caño, como lo hacía cuando viajaba en su caballo.
—Por allá es el paso —decía, mientras señalaba con el dedo a
un punto lejano en el horizonte—. Apúntele para cruzar por
el lado de aquel palo… Pásele por el lado a esa casa de techo
rojo con topochera… —y así se fueron yendo hasta que sobre-
volaron unos árboles entremezclados con palmas de moriche,
que crecían cubriendo una fuente de agua. El pasajero tocó
el hombro del piloto y señaló una construcción que, no lejos,
interrumpía la monotonía de la planicie. Lucía sus techos cu-
biertos con hojas de moriche, un poco más allá le crecía una
topochera de un verde intenso y a un costado se levantaban
unos corrales.
—¡Allá es mi casa, capitán! —dijo, escudriñando con su vista
el área dispuesta para el descenso; se cercioraba de la presen-
cia de animales—. ¡Hay ganado…! Pase primero por encima
de la casa para que la gente sepa que llegamos y espante los
mautes. Ya verá un poco más adelante dónde comienza el cam-
po: tiene unas marcas con latas en la cabecera.

238
Sobrevuelo

El avión continuó emulando los retozos de un Pegaso y enfi-


ló su rumbo para sobrevolar la casa, de la que justo salían a
la carrera dos hombres seguidos de otros tantos perros que,
pareciera, perseguían unos espantos que pretendían huir de
sus verdugos.
Tras un breve correteo que los perros y los peones les dieron a
los animales que estorbaban, el área quedó despejada de ellos.
La superficie destinada para llegar no era corta; no obstante,
la cruzaban incontables huellas de profundidad considerable
que dejaba el reiterado paso del ganado en la búsqueda de sal
o de algunos desperdicios de cocina. El tren de aterrizaje tem-
blequeó enérgicamente al rebotar en cada una, entretanto la
nave se sacudió bruscamente a cada instante, hasta que logra-
ron detenerse. El pasajero fue recibido con emotiva algarabía
y el piloto fue presentado como un nuevo amigo de la casa. En
un pocillo pequeñito de peltre le fue ofrecido café negro, espe-
so y muy amargo; el piloto se quemó los dedos con el asa de
metal del recipiente y la lengua con el hirviente líquido, pues
no conocía la forma de tomar el café en aquella parte de la
llanura. Mientras tanto, el par de peones que corrieron los in-
trusos de la pista se encargaron del desembarque de la carga.
A su regreso, el Flaco repartió con Héctor el medio bulto de
naranjas, la canasta de huevos, el racimo de plátanos y una
gallina que don Vicente, con insistencia irreprimible, ordenó
a un peón poner a bordo.
Esa tarde, Héctor elaboró para su amigo un improvisado ma-
pa a mano alzada de la zona en una hoja de cuaderno. Allí
quedaron dibujados los caños y ríos que servirían para orien-
tarse y señalados los hatos que frecuentaba con sus clientes
o que podrían servir de referencia. Marcó los rumbos y los
tiempos de viaje a cada sitio que de memoria se acordaba. Esta
se convirtió en la carta de navegación oficial para que el Flaco
se situara en la región con su aeronave.
Otro día cualquiera se presentó un vuelo de aquellos de los
que Héctor no acostumbraba a delegar por su mayor riesgo.

239
Domingo Vergara Carulla

La dificultad para la aproximación y el mal estado del potrero


hacían que desconfiara de otro distinto a él mismo; y es que
ni tan siquiera los competidores pretendían arrebatarle a este
cliente tan riesgoso. Si Héctor lo hacía, era porque este trabajo
comprometía al interesado para tomarlo en otros vuelos.
Sin embargo, aquel día no pudo o, tal vez, decidió que a su
piloto podría reconocerle la confianza que se había ido mere-
ciendo. No por ello dejó de ser muy esmerado en la cartilla
de instrucciones y le dibujó a su pupilo un gráfico en donde
consignó, con minucia, paso por paso, todo lo previsto para
un complicado proceso de llegada.
Luego de sobrevolar unas bien criadas palmas de moriche, de-
bía lanzarse a sentar ruedas y parar en la bien escasa longi-
tud del potrero, incluido un brinco de por medio. El despegue
también resultaba, por supuesto, sobradamente temerario. No
podía salir con más que un pasajero y el marcado desnivel que
se hallaba en la mitad del recorrido, inducía al aparato a pegar
un brinco en su carrera, que lo hacía saltar al aire tempra-
namente; tanto que, sin remedio, después de ser catapultado
y volar, se venía a encontrarse una vez más con la tierra, y
después de rodar otros ajetreados metros, se presume, obten-
dría las condiciones precisas para salir al aire, cuando justo al
frente lo esperaba el sobrevuelo de la casa. Si para el aterrizaje
el piloto debía tener algunas precauciones, para el despegue
lo obligaban complicados malabares y, ojalá, encomendarse al
santo que más suerte le trajera.
El Flaco salió a volar con el pasajero y la carga que llevaba.
Al llegar al destino, ejecutó un sobrevuelo a baja altura para
ver sobre el terreno lo que ya conocía por lo referido por su
jefe con detalles minuciosos. Luego enfiló el Cessna hacia la
cabecera y después de cruzar sobre las palmeras y otros ár-
boles que seguían la ruta de un caño, tan cerca de sus ramas
que sus hojas se agitaron, aterrizó siguiendo con exactitud las
indicaciones que hubo recibido. Por eso pudo detenerse a po-
cos metros de cuatro troncos, con más de una buena brazada

240
Sobrevuelo

de abarcadura cada uno y que sobresalían de la superficie del


terreno algo más de tres metros. Se hallaban perfectamente
clavados, interrumpiendo la pista metros antes de la casa. El
detalle seguramente obedecía a cualquier razón de peso, pero
el Flaco no entendió tan claramente por qué un obstáculo de
riesgo incuestionable iba a reducir aún más la ya escasa dis-
tancia de la cual se disponía para el despegue. Dejó la pena a
un lado y se decidió a preguntarle al dueño del hato la razón
para haber colocado semejante talanquera. La respuesta del
hombre, ofendido, fue contundente:
—Capitán, ¿acaso usted me piensa bobo? ¿No ve que si el avión
no levanta se me entra a la casa?
El Flaco había ido conociendo a sus pasajeros y, aunque no
le hizo gracia, no se extrañó más de la cuenta de la respues-
ta. Así eran ellos y no habría mucha posibilidad de que cam-
biasen. Confió en que no tendría problemas para el despegue,
si seguía con rigor las indicaciones que contenía la cartilla de
su jefe, y procedió a su retorno.
Esa noche comentó con su patrón el exabrupto.
—Tengámosles paciencia, Flaco —respondió Héctor—. Mire
que si no los consentimos, llaman a la competencia para sus
otros vuelos.

241
Sobrevuelo

Trasteo

E ra otro día cualquiera y entraban en su apogeo las últi-


mas horas de la tarde cuando el Flaco concluía una jornada
de trabajo que lo había exigido en demasía. Desde la ya lejana
primera madrugada no había faltado el ajetreo para cumplir
los compromisos. Héctor se había marchado esa mañana a lle-
var el otro avión para cumplirle con un mantenimiento que,
dijo, tomaría cuanto más un par de días, y al Flaco le había
tocado, solo, cumplir con las necesidades de todos los clientes
durante su ausencia.
Regresaba luego de haber realizado la última tarea de aquel
día y nadie lo acompañaba en el trayecto. El cansancio se ha-
cía sentir con todos sus desmanes. Se le antojó retozar un poco
para recargar los arrestos de su vida, y a un par de metros
sobre el terreno sobrevoló manadas de ganado que al acercar-
se el final del día buscaban agruparse para protegerse en algo
de las hordas de zancudos que hacían de las horas de la noche
su desmandada orgía; las cuadrillas de vacunos boleaban sus
rabos con enérgico arrebato, sin permitirse tregua alguna,
intentando neutralizar en algo la avanzada. Al asustarse los
animales con el inusitado paso de la Cessna, barajustaban en
todos los sentidos, entre brincos juguetones, mientras man-
tenían la cola casi erecta hacia los cielos. Los chigüiros, que
pastaban en manadas bordeando los esteros, partían a correr
también despavoridos huyéndole al peligro que los sorprendía
viniendo desde el cielo. El Flaco desvió también su rumbo para

243
Domingo Vergara Carulla

pasarle justo por el frente a una que otra casa que, desper-
digada en mitad de la sabana, avizoraba en su camino. Allí,
los perros salían enfurecidos a ladrarle al intruso que osaba
producir tal alboroto, mientras cerdos y gallinas corrían, pre-
sas del pánico, hacia cualquier parte, levantando una agitada
polvareda. Las personas que alcanzaban a vislumbrar al ines-
perado visitante, agitaban sus brazos animosamente durante
los breves instantes del fugaz encuentro.
La trayectoria que traía el monomotor coincidió con el cauce
del río, aguas abajo del caserío. Jugueteando sobre la corrien-
te y las playas que las aguas descubrían en los veranos, el
Flaco siguió las suaves y antojadizas curvas hasta que llegó
a sobrevolar las arenas que mostraban, frente al villorrio, la
presencia de bañistas disfrutando aquella tarde del cálido día
que justo se agotaba. Descendió cuanto pudo y voló aun más
rasante. Se saboreó la posibilidad de darse un baño relajante.
Con las ruedas rozó la superficie del agua, mientras de reojo
observó a un grupo de personas que agitaron sus brazos para
responder a la maniobra con ocurrente regocijo.
—“¡Martica!” —se le antojó al piloto traer al mundo de sus
cavilaciones relajadas a una mujer que por supuesto le gusta-
ba—. Ahí tiene que estar Martica…
La hija de la boticaria, que disfrutaba con furor su adolescen-
cia, estudiaba en una población cercana y pasaba en el caserío
algunos días de su temporada de asueto. Dueña de un rostro
bello y rozagante, frisaba con esplendor los quince años y an-
tojaba al más virtuoso de los machos terrenales, y más aún
en aquel rincón agreste y rudo donde esos seres agraciados
resultaban por supuesto más que escasos. Negras y enormes
cejas azabache le daban hechicero encanto a su mirada, jugue-
tonamente seductora. Dirigía sus ojos penetrantes al antoja-
dizo admirador, fascinantes, intensos por la lujuria de resuel-
ta naturaleza femenina. Jugaban una danza hermosamente
coqueta, y cuando se descubrían ganosamente observados,
enloquecían. Su rostro, en un todo, se tornaba sugestivo en

244
Sobrevuelo

agradable exceso. Sus labios, carnosos con terneza, precisa-


ban fantasear a quien con buen permiso los miraba, y enmar-
caban una armoniosa sonrisa fulgurante. En su juego, por
su supuesto que a sí misma se excitaba. La niña, que aún era,
justo descubría regocijada sus encantos y jugar con ellos con
pasión la deleitaba.
Inmerso en sus ensoñaciones placenteras, el Flaco continuó
su paso casi tocando la superficie sobre el río y exigió a la má-
quina su máxima potencia. De repente, el que llegó a ser un
veloz desplazamiento a ras de arena y agua, pasó a un ascenso
brioso y elegante. El pequeño Cessna se elevó en forma casi
vertical hasta quedar en la altura a poco de agotar la velocidad
y venirse a tierra sin control alguno. Casi ya por desplomarse,
en medio del patético chillido que producía la alarma que ad-
vertía que estaban a punto de alcanzar tal condición, el Flaco
cedió a la presión con que halaba la cabrilla: el avión bajó la
nariz y ejecutó un suave giro para enfilar su rumbo hacia la
cabecera de la pista. El piloto cortó el suministro de combusti-
ble para simular una realidad posible en cualquier momento.
El maravilloso poder de la máquina que le daba vida al vuelo,
podía faltar sin considerar previa advertencia de por medio y
esa realidad el aviador nunca la olvidaba. Desde antes de em-
pezar, Héctor García ya se lo hubo recalcado.
El motor enmudeció y sólo quedó escuchándose en la cabina
el suave zumbido del viento al rozar las latas de la nave. La
hélice, luego de dudosos giros que la corriente del aire todavía
le impuso, se detuvo y permaneció en su inmovilidad, justo al
frente y casi al alcance de la mano, como amenazador recor-
datorio de algo que podía suceder aun en el más crítico de los
momentos. Segundos más adelante, el monomotor rodó sobre
la desnuda tierra, justo en el principio de la pista señalado
por su jefe.
Con el impulso que traía y con un vaivén roncero para esqui-
var los huecos más profundos, el Cessna recorrió la pista y
salió para alcanzar cualquier lugar de la polvorienta platafor-

245
Domingo Vergara Carulla

ma. Al agotar el último aliento, el aparato quedó inmóvil fren-


te a la construcción que allí se levantaba, sin puntual rigor de
un buen parqueo. El piloto giró la llave, con lo que aisló los
magnetos, pulsó un interruptor para desconectar la batería,
se desabrochó el cinturón y abrió la puerta, y desabordó la
nave con fatigosa lentitud. Intentó cerrar la puerta, tirándola
con un golpe descuidado; esta rebotó sin mucha gana y regre-
só a la inmovilidad, abierta a medias. Sin darle importancia al
resultado, el Flaco se alejó arrastrando los pies, hasta alcan-
zar la puerta de la caseta que hacía las veces de terminal del
aeropuerto. Al apenas traspasarla, gritó ansioso:
—¡Alirio: ojalá haya conseguido el petróleo para que funcione
la nevera y me pueda tomar una bien fría! ¡La sed me trae casi
delirando!
El hombre que atendía la bodega se levantó de su silla, y, con
algún trastabillo, alcanzó el enfriador para sacar una botella
de cerveza helada. No demostró mucha diligencia. En la otra
mano traía otra botella que nunca soltó y entretanto consumía.
—Tenga Flaco —expresó con gesto complaciente—. Tómese es-
ta… ¡y todas las que quiera! ¡Se las brindo yo! Usted es mi ami-
go y quiero que se tome las que quiera… Su amistad… para
mí vale demasiado. Hoy las pago yo. ¡Hoy yo quiero pagarlas!
El hombre hacía un gran esfuerzo para hablar y lo que se le
entendía guardaba escasa coherencia. Le costaba dar el acos-
tumbrado ritmo acelerado a su lenguaje, con el que bien se le
conocía en su vida diaria
—Esta vez le sale barato, amigo —dijo pausadamente el Fla-
co—, porque no más me tomo una. Vengo antojado de darme
un buen baño en el río…
—¿Así no más va a despreciar lo mío? ¿Y mi amistad? —dijo
Alirio, mirando al piloto y acreditando su exagerada borra-
chera a través de la estupidez de su sonrisa—. Haga una cosa,
Flaco: Vaya, y luego regresa para que tome hasta que quede
tan borracho como yo… porque usted y yo somos amigos…

246
Sobrevuelo

El Flaco hizo un gesto de poco compromiso y se terminó de


bogar el líquido con resuelta diligencia. Entregó el envase,
mientras enseñó un guiño complaciente cuando dijo:
—¡Después regreso!
El muchacho a quien Héctor le pagaba para lavar sus aero-
naves, labor muy dispendiosa luego de que estas volvían en-
vueltas en la boñiga que las llantas pisaban y dispersaban
por gran parte de la superficie, cuando no en pantano en las
épocas de lluvias, ya preparaba su trabajo. Cuando el Flaco
abandonó el kiosco, le botaba con un balde agua a las sucias
latas y con un trapo restregaba. Después amarraría las alas
a pesados bloques de cemento para que el avión resistiera la
eventual ventisca.
El Flaco apenas podía levantar sus pies al caminar por la fati-
ga que tanto lo hostigaba; avanzó con relajada lentitud por el
polvoso terraplén que lo llevaba al caserío. Respondió despreo-
cupadamente al informal saludo que le dieron un par de hom-
bres con quienes llegó a cruzarse en el solitario camino, antes
de alcanzar la calle donde el precario comercio se asentaba.
No los conocía pero allí ningún encuentro se salvaba de la
reverencia. De pata al suelo y pantalón arremangado, cargaba
cada uno a sus espaldas, en un envoltorio, un chinchorro y su
toldillo. Seguramente salían a coger trabajo al día siguiente
en algún hato no lejano.
El Flaco continuó la marcha, disfrutando el estado de mara-
villosa ensoñación que lo invadía. Su mente divagaba por el
libertinaje, que bien se le antojaba a su capricho alborotado.
En desorden absoluto afloraban recuerdos de gratas escenas
del pasado; llegaban, solazaban y luego se marchaban, tan só-
lo para dar paso a otras diferentes de la misma complacencia.
La ruta quedó atrás, sin más trascendencia que el saludo in-
formal de otros cuantos lugareños que se entretenían hacien-
do nada frente a sus casas. Cruzó el zaguán de la vivienda y
con afán se arrimó a la letrina para aliviar las ganas de ori-
nar que lo acosaban; después, entró a su habitación. Mucho

247
Domingo Vergara Carulla

lo tentó la idea de tumbarse encima de la cama con harto des-


parpajo para recobrarse moderadamente del cansancio, pero
no quedaba mucho tiempo de aquel día y echaría a perder el
chapuzón que deseaba.
En un abrir y cerrar de ojos estuvo listo con la indumentaria
pertinente. Con solamente unas pocas zancadas para lograr el
cruce de la calle, alcanzó uno de los senderos que, abriéndose
a través de la densa mata de guadua, permitían el acceso al
río, echándose a rodar por un barranco. Una vez sobre el lecho
de arena, sin garbo alguno, dio pasos que fueron dejando hue-
llas más dispares que otra cosa. Paseó escrutadora su mirada
por la playa, donde algunos bañistas apuraban una que otra
cerveza, y en medio del relajo, corrían a darse retozonas zam-
bullidas. Sin embargo, su antojo de encontrar aquellos ojos
juguetones se vio frustrado por ahora. Llegó a la orilla, donde
el agua corría con la tibieza que le hubo impuesto aquel día
enteramente soleado, y en ella dio algunas brazadas, que le
permitieron salir reconfortado. Respondió con una sonrisilla
apenas al saludo de unos y otros y se dirigió a su aposento en
busca, ahora sí, de un poco de descanso.
Se tumbó en la cama y a poco no se dio más cuenta de lo que a
su alrededor acontecía. No mucho después despertó por la gri-
tería de unos pequeños que pasaron haciendo gran alboroto y
con la frescura que trajo la llegada del ocaso, salió a recorrer
las cuatro calles del reducido caserío. En una de sus esquinas
de la intersección de las dos calles principales, se asentaba
la botica; se detuvo y no pudo pasar por alto la quimera. En-
tró en el establecimiento y se encontró con la presencia de la
curtida boticaria detrás del mostrador, cara a cara. El rezago
de una timidez de su no muy lejana adolescencia lo acobardó
para preguntar directamente por la mujer que lo antojaba y,
entonces, pidió el primer medicamento que se le vino a la cabe-
za. La boticaria, veterana en aquellas lides, maliciosa, percibió
los reales motivos del apremio de su cliente. Lo delataba el ato-
londrado lenguaje de sus ojos. La mujer siguió el juego, buscó
unas pastillas en los anaqueles detrás suyo y con expresión

248
Sobrevuelo

sutil de picardía hizo la entrega del producto, mientras le dijo


a su cliente con malicia sopesada:
—¡Martica ya se fue esta mañana para Arauca!
La mirada de la mujer quizás sugería que también quería di-
vertirse con el juego, pero el Flaco no quiso adicionar más pa-
labras a aquel dialogo ya poco interesante. Pagó con un billete
el valor que la mujer le indicó, dentro de la misma jugarreta,
y recibió la medicación con desgano inocultable. Se dio vuelta,
salió y se dirigió al único lugar en donde en el caserío pre-
paraban alimento a los visitantes. Pasó bajo el umbral de un
portón inexistente y accedió a un patio no muy amplio, con un
piso de cemento desnudo que ya mostraba su desgaste. Cubría
parte de la bóveda un kiosco armado con hojas de palma de
moriche y a continuación se levantaba una rústica vivienda,
desde donde salían con los platos que servían a los escasos
comensales. Tres mesas cubiertas por hule de colores, entera-
mente desteñidos, rodeadas de sencillas butacas de madera,
servían para que los clientes tomaran su comida.
Salió a tomar el pedido una mujer, más bien joven, que se ayu-
daba de sus caderas para con un solo brazo cargar a un crío
desnudo, barrigón el pobre y cubierta su cara de tierra y mo-
cos. No se demoró mucho para volver con un caldo con papas
al que le flotaban “ojos” de grasa en abundancia, más el juego
de cubiertos envueltos en una servilleta. Se dio luego vuelta
y se perdió tras la puerta. A poco arrimó de nuevo, sin soltar
el chico que, muy serio, apenas soportaba el bamboleo de los
movimientos de su madre, esta vez con un plato con un gran
trozo de carne hervida en el aguasal del mismo caldo previa-
mente servido, al lado de un bojote de un arroz mazacotudo;
dos astillas de yuca, también hervidas, complementaban el
menú que se ofrecía.
Gran cantidad de moscas insistieron con desagradable imper-
tinencia en asentarse y compartir el alimento y se permitían
un corto vuelo para apenas ponerse fuera del alcance de los
enardecidos manotazos que largaba el aviador en la reñida

249
Domingo Vergara Carulla

competencia. Luego de consumir apenas una media porción de


aquella cena, más acosado por el hambre que motivado por el
goce, regresó al dormitorio para descansar el resto de la noche.
Al siguiente día, al llegar al campo le salió al paso un hombre
que vestía amplio sombrero y pantalón arremangado, tez tos-
tada y una barba tan rala que apenas una zona le cubría de su
cumbamba. Cerca, algunos bultos y cajas aparecían arruma-
dos en desorden.
—Capi —le preguntó en tono desprevenido y amigable—: ¿us-
ted conoce la pista de Marrero?
—Sí —respondió el Flaco, a secas.
—¿Me dice cuánto me cobra por llevarme a la casa mía? Que-
da enseguida de Marrero. Desde allá, póngale que sean cinco
minutos lo que nos demoremos y yo le voy indicando cómo
llegamos.
—A Marrero se cobra el mínimo —respondió el Flaco— y si no
nos gastamos de allá a su casa más de los cinco minutos que
me dice, queda en lo mismo.
—Entonces, ¿embarco con el Mono la remesa? —preguntó el
hombre, con evidente satisfacción de haber logrado su tras-
porte.
—Pues… ¿cuánto pesa la carga?
—Trescientos kilos, y póngale fe que no lo engaño.
El Flaco, sin conocer de su vuelo mucho más que la primera
parte de la ruta, se dirigió al muchacho que le ayudaba a Héc-
tor en la limpieza de los aviones, y le dijo:
—Y usted, ¿cuánto calcula que pesa todo?
—Por lo que veo, ahí estará en los trescientos. Si se pasa no
creo que sea por mucho.
—Hay que sacar gasolina de los tanques porque los llené en
Arauca; deje sólo la mitad. La cuela bien y la guarda en los
bidones.

250
Sobrevuelo

En breve estuvo cargada la aeronave. El Flaco contó el dinero


que le alcanzó su cliente y de un brinco quedó sentado en su
puesto de mando. El pasajero se dio la vuelta y se subió para
acomodarse en la silla de al lado. El carreteo, hasta alcanzar
la cabecera, fue breve y pronto sobrevolaban la sabana. No
mucho después, se acercaron a Marrero y el hombre indicó el
siguiente rumbo.
—En aquella mata de monte es mi casa, Capi —dijo, señalando
con el dedo ligeramente a un costado.
A lo lejos el piloto observó que a donde le mostraban crecía un
grupo de árboles. Dirigió el rumbo hacia ellos y a medida que
se fue acercando, distinguió una casa con corrales aledaños y,
detrás, una frondosa platanera, pero aún no pudo identificar
el sitio de la pista. Redujo la velocidad y preparó las condicio-
nes para el aterrizaje, mientras avanzó aún más, pero, ya muy
cerca, se vio obligado a hacer la pregunta:
—¿Dónde está la pista?
—Capi, pasa por frente de la casa. Comienza en seguida de los
árboles.
El Flaco vio un potrero a continuación de la arboleda. Ya es-
taban muy cerca y redujo del todo la potencia; apenas pudo,
forzó la posición de aterrizaje, extendió las aletas en un único
movimiento continuado y, sin mucho esfuerzo, corrigió lo ne-
cesario para centrar la trayectoria de lo que se imaginaba era
la pista. El viento soplaba fuerte y de costado y arrastraba la
liviana nave en su aproximación. Ya era rutina sortear aque-
llos ventarrones; sólo debía cuidarse de que no le llegasen por
la cola de la nave. No vio ninguna marca que lo guiara, pero
su cliente fue muy claro cuando recalcó:
—Capi, la pista la tiene al frente y pasa por el lado de la casa.
La vivienda se avistaba rodeada por un alambrado en contor-
no, que encerraba también la “topochera”. El potrero frente a
la casa, además de pretender ser campo de aterrizaje, al pa-

251
Domingo Vergara Carulla

recer era también el sesteadero preferido de los animales que


hacían parte del campo abierto.
El Flaco debió recurrir a una imaginación más que desbor-
dada para figurarse la pista que le describió su pasajero y,
con necesaria habilidad y una pizca de orgullo por la proeza
que enfrentaba, obligó al avión a sentar ruedas donde creyó
correspondía.
El aparato se zangoloteó violentamente cuando las llantas ca-
yeron en las profundas huellas que los vacunos habían labra-
do en su diario trajinar. La boñiga que pisaron salpicó profusa
en todas direcciones; hasta el parabrisas recibió fragmentos
del aguacero de pasta verdosa que se vino. La nave se detuvo
luego de que el piloto frenó tan diligentemente como pudo,
para evitar más remezones en la Cessna.
—Capi —dijo el hombre—: si me hace un favor, ¿puede acer-
carse un poco más hacia la casa? El pedazo que nos falta toda-
vía hace parte de la pista.
De mala gana, el Flaco aceptó y aceleró suavemente para des-
plazarse lentamente y evitar otros bruscos estrujones. Detu-
vo al avión justo frente a la vivienda y, cuando la hélice aún
producía sus últimos giros, el pasajero con celeridad abrió la
puerta y abandonó presto su asiento.
—¡Mija! —le gritó a una mujer que miraba desde detrás del
cerco de alambre—, tráigale café al Capi mientras yo descargo
la remesa.
La mujer titubeó antes de dar la vuelta para cumplir con la
orden que le había sido dada. Todavía miraba, con los ojos tan
abiertos como podía, la aeronave frente de su casa.
El Flaco terminó los procedimientos para asegurar la culmi-
nación del vuelo y se bajó un tanto fastidiado. Caminó parsi-
monioso hacia el alambrado para recibir el pocillo que ya le
traía la mujer y escuchó que le dijo el hombre, que en carrera
iba y volvía bajando su remesa:
—Capi, ¿cómo le pareció la pista?

252
Sobrevuelo

—Pues —respondió el piloto, sin pretender ocultar su con-


trariedad por el mal estado del lugar en donde había aterri-
zado—, están muy profundas las huellas que ha marcado el
taco de animales, el viento golpea cruzado y los árboles de la
proximidad dificultan mucho la llegada; además, ojalá cerque
o espante los bichos para que se vayan a dormir en otra parte,
y que no se caguen tanto en lo que usted dice que es su pista.
¡Gracias por lo que me comenta, Capi! Veré qué puedo hacer
para mejorar el campo: es que es la primera vez que aquí cae
una avioneta y uno es algo bruto para esto.
“¡El desgraciado sí no fue bruto para callar que nunca antes
alguien había entrado y se tuvo bien guardado su secreto!”
—reflexionó el Flaco para sus adentros, maldiciendo por no
haber presentido eso y haber pasado rasante haciendo previa-
mente un sobrevuelo.
Héctor apenas si podía con sus irrefrenables carcajadas cuan-
do, a su regreso, aun molesto, el Flaco le contó los pormenores
de la historia.
A la mañana siguiente distribuyeron los vuelos que había
pendientes. Pedían uno para el sector del caño Morichal, ve-
cindario que no era frecuente atender desde su lugar de ope-
raciones, porque sus escasísimos pobladores salían usualmen-
te a La Primavera, otro corregimiento asentado a orillas del
rio Meta. Esta vez, no obstante, se trataba de un hombre que
trasladaba su familia desde un pequeño hato cerca de Puerto
Rondón hacia un nuevo hogar en aquella zona más distante.
El destino final se camuflaba en una extensa zona de tierras
bajas pantanosas, donde predominaban tupidos morichales.
Muy poca gente se amañaba porque resultaban más que esca-
sos los lugares para levantar una vivienda y más difícil aún
era encontrar una faja de terreno algo seco para la llegada de
aeronaves. Pocas eran las pistas que se refundían en su ma-
raña y resultaba muy complicado el ubicarlas. El Flaco los re-
cogería y quien pedía el vuelo le indicaría cómo llegar al sitio

253
Domingo Vergara Carulla

que correspondía. En su caballo recorría el terreno con la fre-


cuencia suficiente para reconocerlo también desde la altura.
—Le vuela al caño las Guamas con rumbo 150, para caerle
aguas arriba —dijo Héctor al tiempo de dar las señas— y se ba-
ja buscando el hato. Si le pone el rumbo 145, que lo lleva direc-
to, y no lo encuentra de una vez, no sabe si está arriba o abajo,
entonces pierde tiempo y después se queda sin combustible.
El piloto calculó el tiempo que tomaría volar la ruta completa
y se cuidó de poner el combustible suficiente. Pronto se encon-
tró en el aire con el rumbo que lo llevaría a su primer destino.
Poco después, no le dio dificultad identificar el caño que tra-
jinó en otras ocasiones y, sobre este, tuvo a la vista el asenta-
miento que Héctor le hubo descrito y dibujado en el papel: el
caño, el rancho y un espacio enmalezado al frente de este con
un par de latas enclavadas en lo que parecía ser la cabecera de
la pista. Además en tierra, desde el patio de la casa, alguien
agitaba con vigor los brazos.
Aterrizó y detuvo el avión poco antes del final, donde esperaba
un hombre, al que acompañaban una mujer y tres pequeños,

254
Sobrevuelo

todos pobremente vestidos, al lado de un gran arrume de coro-


tos. El Flaco se imaginó al ver aquello que pretendía abordar
únicamente el hombre con su carga y que los demás habían sa-
lido a despedirlo. Sin embargo, pronto entendió su enmarañada
encrucijada. Si todos querían viajar, más la carga de trebejos,
intentó calcular los trescientos kilos de peso, que era lo aconse-
jable para que el avión volara sin dificultad. La pareja, más los
chicos, debían pesar por lo menos la mitad de lo permitido, y la
carga que podría llevar no podría superar la diferencia.
El Flaco sabía que no debía ser complaciente ni menos sen-
tir lástima alguna, porque muy caro le podría salir costando.
La longitud del potrero no superaba en mucho los doscientos
metros y la vegetación que lo cubría se hallaba descuidada-
mente crecida; esto, mucho o poco, lo frenaría en la carrera
del despegue. En algo ayudaba, por el contrario, que en la
trayectoria de salida no se interponían obstáculos hasta unos
trescientos metros adelante, en donde se alzaba a buena altu-
ra una franja de árboles y palmas de moriche, bordeando el
caño. Así estuviese lleno de huecos este espacio, podría contar
con el tramo para adquirir velocidad ya en vuelo y cruzar el
caño sin problema, o tener el tiempo para virar y esquivarlo
de antemano.
Empezó a levantar pieza por pieza para calcularle el peso,
mientras que preguntó a la pareja qué sería lo más imprescin-
dible, a sabiendas de que más de la mitad debía quedarse. La
mujer, con ojos llorosos, nada respondía, y el hombre apenas
si alegó y expresó con su mueca una frustración que lo ago-
biaba demasiado:
—Entienda de por Dios, Capi —dijo suplicante—, que todo esto
lo necesitamos.
El Flaco le reiteró que era cuestión de seguridad y por eso allí
la clemencia él la descartaba. Entonces, el hombre tuvo un
cambio de actitud sorprendente.
—Tiene usted toda la razón, Capitán. Permítame le ayudo, —le
dijo, mientras corrió para alcanzarle la siguiente caja—. ¡En-

255
Domingo Vergara Carulla

tonces, esta no viaja! —manifestó, con persuasiva diligencia,


al escuchar el alto peso que le había calculado el piloto, y así
continuó hasta que terminaron de evaluar toda la carga. Lo
que iría a bordo se amontonó a un lado, y lo que no, se puso
aparte. Luego, con melindrosa cortesía, le dijo:
—Capitán: esté usted tranquilo, que yo no le demoro en el car-
gue —y le indicó a uno de los hijos:
—¡Mijo! Vaya acompañe al Capitán a coger unas naranjas,
mientras yo acomodo la carga en la avioneta.
El Flaco, sin asomo de malicia, siguió al pequeño que ya se di-
rigía apresurado hacia unos árboles en seguida de la casa. En-
tretanto, el hombre, en carrera habilidosa, cambió los bultos
y paquetes a su antojo. Sacó de aquí, puso más allá, destapó y
tapó. Al final, del cálculo que había hecho el piloto no quedó
ni un modesto rastro. Eso sí, dejó muy a la vista envoltorios
vacíos para simular lo que se quedaba.
Cuando el piloto regresó, en la bodega ya todo estaba organi-
zado. Se dispuso a abordar a sus pasajeros: adelante, la silla
que podría ser del copiloto, la ocupó el marido; atrás, ordenó
acomodar en el asiento que era para dos a la mujer y a los mu-
chachos, unos sobre otros. Todos llevaban paquetes, mochilas
o talegas que, por supuesto, no habían cabido atrás, después
de que en la bodega todo el cargamento quedó haciendo un
morro.
La nave rodó con demasiada dificultad sobre la maleza hasta
alcanzar el extremo del potrero y quedó alineada con la tro-
cha que había trillado al aterrizar. El Flaco llevó el acelerador
al tope y escasamente se percibió que dejaban la inmovilidad
cuando soltó los frenos; iniciaron el avance tan quedamente
que, habiendo recorrido la mitad del campo, la aguja de la
velocidad apenas si oscilaba. El piloto no dudó en ese punto
para detenerse. Le echó la culpa a la resistencia que la yerba le
opuso al avance de las ruedas y, quizás, al peso de más que él
fue subestimando al ver la cara de angustia que ponía aquella
gente cada vez que alzaba un lio para sopesarlo.

256
Sobrevuelo

—Escoja por lo menos cincuenta kilos más que se tienen que


quedar —dijo el Flaco, contrariado—. Ya vio que no es cuento
que con este peso no salimos.
Se desacomodaron otra vez y desembarcaron. El hombre bajó
de la bodega dos cajas: una estaba llena de barras de jabón y
la otra de panelas. El Flaco calculó que ese peso, si no eran
los cincuenta kilos, se acercaba, y que contaría con la planicie
que seguía al final de las marcas para aumentar la velocidad,
una vez saliera al aire. El viento soplaba muy fuerte y lo hacía
justo en la dirección contraria a la carrera de despegue. Esto
le regalaba a su favor muchísima ventaja.
Esperó a que los pasajeros se subieran nuevamente y que lo-
graran su acomodo rebuscado. Volvió a rodar hasta la cabece-
ra y, sin permitirse más vacilaciones, inició el despegue. Toda-
vía sintió que los arrestos de la nave eran pocos para levantar
la carga que llevaba, pero le echó el cargo a que podría estar
sugestionado. Al peso que con tanta acucia había calculado,
ya le había descontado casi cincuenta kilos, así que decidió
continuar con la maniobra.
La velocidad que alcanzó el avión, cuando se hubo devorado
por completo la longitud que tenían disponible, apenas fue
suficiente para el vuelo. El Flaco haló la cabrilla hasta su tope,
pero el Cessna se negó a abandonar la tierra. Entonces, acu-
dió a extender aún más las aletas para levantar el vuelo como
fuese, al costo de una resistencia adicional, pero estarían en
el aire superando de alguna manera las irregularidades del
terreno que infringiría golpes que podrían hasta romperlo. La
alarma de pérdida aulló rabiosamente. Una poderosa ráfaga de
viento los alejó del piso, pero el piloto se tuvo que defender los
siguientes segundos de otra corriente que los quiso descargar
con vehemente furia nuevamente en la sabana. Otro desmedi-
do ventarrón los volvió a levantar con mucha fuerza y el Flaco
dio por superados los temores que traía. El viento los seguiría
ayudando para lograr una altura más que suficiente y superar
la barrera de árboles que tenían de frente. Desestimó virar y

257
Domingo Vergara Carulla

se mantuvo en la misma trayectoria. La altura que había al-


canzado le permitía incrementar la velocidad para poder subir
un poco las aletas y, de paso, lograr que la incómoda alarma
se acallara. Sin embargo, a medida que se fueron acercando
al caño, el viento que les había permitido ganar altura con ra-
pidez empezó a comportarse turbulentamente, al ser afectado
por la barrera de árboles. El sotavento de los obstáculos gene-
raba una considerable corriente descendente. El incompetente
Cessna perdió altura. La fuerza de la brisa ,que hacía breves
instantes con mucha energía los levantaba, ahora los tumba-
ba, y el piloto había perdido la oportunidad para el viraje. Con
resignación aceptó que, como era evidente que se irían contra
los palos, no le quedaba opción distinta a la de enrumbar el
avión para caer sobre los árboles de menor altura.
El insoportable chillido de la alarma agregaba aun mayor dra-
matismo a la premonición del accidente, mientras en la atibo-
rrada cabina resonaban los gritos angustiados de la pareja y
el aterrado llanto entrecortado de los niños, quienes, quizás
sin entender lo que pasaba, veían el pánico que vivían sus pa-
dres ante la inminencia de la muerte.
—¡Concédeme el perdón mi Virgencita…! ¡Concédeme el per-
dón Virgen María…! —clamaba el hombre. La mujer hacía lo
propio, acudiendo con desesperación a suplicar la ayuda de
cuanto santo se acordaba. Entretanto, la ventisca turbulenta
no daba tregua y los sometía a violentos remesones, que el
piloto intentaba controlar con poco resultado.
El final se fue acercando. El primer árbol de la trayectoria fue
superado, rozando sus ramas superiores. Luchando contra el
antojo del brisote, el Flaco llevó el timón hasta su tope para es-
quivar el que le seguía. Su instinto le impidió rendirse mien-
tras un resquicio le brindara una esperanza. Evitó que el ala
golpeara una rama más allá y un remezón los levantó sólo el
par de metros que faltaba para no terminar engarzados en la
siguiente espesura que se les vino. En cada embate la alarma
desgarraba con todo su furor el angustioso aullido. Otra vez

258
Sobrevuelo

se sintieron lanzados para arriba y el ramaje de otro árbol pa-


só a centímetros por debajo de las ruedas. Otro sacudón, como
tantos que ocurrieron, y los gritos se fueron acallando, al per-
der el pánico demente que los engendraba. La estridencia de la
alarma se entrecortó ya por momentos y los árboles, que cre-
cían disfrutando la humedad del no muy ancho caño, fueron
quedando atrás, como inolvidable pesadilla. Sobre el terreno
despejado el Flaco logró aumentar la velocidad y silenciar de-
finitivamente el impertinente aullido. Se fueron extinguiendo
los últimos sollozos y, exhaustos todos, apenas si se atrevían
a dirigirse la mirada.
El Flaco permaneció en hermético silencio. Se recriminó seve-
ramente porque lo torturaron sin compasión muchas pregun-
tas. Él sabía que había cargado muchas veces sobrepeso, pero
nunca había estado por ello tan cerca de matarse. Entonces,
¿fue que se equivocó en demasía al calcular el peso?, ¿o fue
que no previó el efecto de las endemoniadas ráfagas de viento
tan cerca de los árboles?, ¿o se descuidó y lo engañó un igno-
rante y debía haberse matado? Bien habría podido perder más
tiempo haciéndose preguntas.
Al llegar a su destino, el hombre, evidentemente arrepentido,
se atrevió a confesarle:
—Capitán: si usted supiera la falta que me hacían todas mis
cosas, quizás algún día me perdone.
Esa noche, el Flaco y Héctor conversaron al calor de algunos
aguardientes, y se rieron con regusto de cómo se volaban de
los correteos que les hacía “la pelona” –como llamaban a la
muerte–. Así como el azar facilitó las condiciones para que
hubiese quedado enredado en unos palos, con maravillosa pre-
cisión lo había ido librando de ellos, uno a uno.
—Y tocando el tema, ahora que hablamos de ignorantes —dijo
el Flaco, acordándose de alguna aventura de aquel mismo te-
nor, que valía la pena compartir con su compañero—, ¿usted
conoce una pista, más bien maluquita, en un bajo, cerca a don-
de desemboca el Mate Palma?

259
Domingo Vergara Carulla

—¡Claaaro que la conozco! —exclamó Héctor, con un buen re-


godeo. La evito mientras pueda.
—¿Cuánto peso saca de esa pista? —inquirió el Flaco.
—Un pasajero o su peso equivalente. Es un bajo peligroso.
Les llevo el cupo completo, pero para el despegue sí tengo que
cuidarme.
—Algo sospeché —dijo el Flaco, en voz baja, guardando velada
discreción. Luego agregó:
—Me había olvidado comentarle que un día que usted estaba
en Villavicencio me pidieron hacer un vuelo allá con un pa-
sajero y el resto del cupo se abordó en carga. En el lugar me
esperaban para sacar a tres vaqueros con todos sus arreos y
tenían listo un bulto de maíz, por si yo también accedía a car-
garlo. Me alegaron que usted siempre les cumplía transpor-
tándolos con ese peso, y por eso pidieron su avión y no otro.
Acepté llevar a dos hombres solamente, con los arreos, y eso
porque la caminé un par de veces, a riesgo de ganarme una
cundida de garrapatas, para escoger el lado más seco. Aún
así, casi no salgo de ese lodazal enmalezado.
Héctor, ya en el umbral de la ebriedad, radiante, respondió
celebrando el relato con una bien deleitosa carcajada.

260
Sobrevuelo

Vuelo fúnebre

C omo cualquier otro, el día comenzó con el solitario vuelo


con el cual el Flaco se trasladaba todas las madrugadas desde
Las Pampas hacia Puerto Rondón. La fresca brisa mañanera
no recibía aún la tibieza de aquellos rayos del sol que justo
irrumpían en el horizonte y encandilaban los ojos de los ma-
drugadores, sin que la más pequeña nube se les interpusiese.
Para generar algo de calor para su cuerpo se ayudó frotando
sus manos; la ligera ropa que vestía era la apropiada para so-
portar el clima caluroso que se esperaba luego; ahora, apenas
si lo defendía de una desapacible sensación de frío.
En una breve escala, Vicente –un simpático lugareño, con va-
rios miles de reses en su haber y, sin embargo, hombre senci-
llo, que acostumbraba a vestir ropa impecable, calzar cotizas y
llevar las mangas de su pantalón recogidas dejando libres los
tobillos y las faldas de su camisa atadas por un nudo sobre el
abdomen– abordó la nave y sin más demora el Flaco se halló
volando de nuevo sobre la sabana. Disfrutó una vez más el
tranquilo vuelo mañanero, jugueteando con fantasiosa liber-
tad. Sólo ascendió hasta aquella altura en que no perdiese el
hechizo que lo embriagaba tan a gusto al compartir de cerca
la vida de la inmensa llanura exenta de confines. Remontó
un caño luego del trascurrir de unos minutos persiguiendo
un rumbo y continuó avanzando sobre otra fresca sabana con
una enorme punta de ganado que apenas iniciaba su disper-
sión con el arribar del nuevo día; se entretuvo observando

261
Domingo Vergara Carulla

también en ella a una manada de chigüiros que retozaba en


torno a un estero harto de pantano a punto de secarse. A un
lado, no lejos, dejó la vivienda de techo rojo de aquel hato que
le servía de referencia en su camino, y así se le fue pasando el
tiempo hasta que arribó a su destino. Tras un suculento desa-
yuno que le ofreció su pasajero y otros eventos de rutina, sin
afanes de por medio, no habían transcurrido aún dos horas de
haber partido para cuando estuvo de regreso.

Tan pronto descendió de la aeronave, el muchacho que se en-


cargaba del cargue y la limpieza le informó que requerían de
los servicios de la Cessna para el traslado de un difunto. El
Flaco rechazó la petición de un tajo; no se imaginó cómo podría
acomodarlo en aquella avioneta, de apenas cuatro puestos, in-
cluyendo el suyo, y una bodega reducida. Resultaba una escena
no menos que caricaturesca el sólo conjeturar que se pretendía
introducir allí un féretro porque, aun quitando las dos puertas,
era totalmente imposible y hasta se molestó de alguna manera

262
Sobrevuelo

con la propuesta. Pero el muchacho insistió, aduciendo que no


se encontraba disponible otro trasporte de mayor tamaño y que
no sería embalado en un cajón, sino que se podría acomodar en
el piso, luego de remover los asientos de los pasajeros.
Al piloto aún no le había tocado trasportar ningún muerto y
no se le había ocurrido que unos costales eran suficientes para
poner sobre ellos el cadáver. Entonces, terminó accediendo,
aceptando que acomodaría el cuerpo, así hubiera que doblarlo.
Sin embargo, cuando se enteró acerca del lugar donde estaba
el hato en el que solicitaban el servicio, lo asaltó otra duda
razonable. No conocía esa región y solamente dispondría de
la somera información que, de boca, le ofrecía el mensajero.
De nuevo se arriesgaría a equivocarse en procura de llegar a
su destino, porque, además, quedaba en medio de una sabana,
distante de cualquiera de las referencias a las que usualmente
acudía para ubicarse, como un río o un caño. No obstante, no
sería la primera ocasión en que se vería abocado a improvisar
uno o dos aterrizajes en el área, cerca de cualquier casa que
avistara, para averiguar si conocían dónde demonios quedaba
la propiedad de quien requería aquel vuelo expreso.
Se abasteció de suficiente combustible, teniendo en cuenta
cuánto gastaría para volar los posibles trayectos. Luego de
recoger al difunto, tendría que dirigirse a otro lugar de la lla-
nura, lo cual, según la inconsistente información, no tomaría
más allá de media hora y cuya localización le sería precisada
con detalle después de su arribo. Confiaba en que a la sazón
fuese suficiente el remanente de los tanques para su regreso,
pero puso otro poco más como reserva, vaticinando quizás al-
guna confusión de por medio.
Su ayudante removió las sillas de atrás y las guardó en la bo-
dega; la del lado suyo la podía quitar muy fácil en el sitio y la
pondría a un lado donde no estorbase.
Siguiendo un rumbo todo menos que preciso, calculado a par-
tir de la apenas precaria reseña de su informante, cruzó el
último caño que logró reconocer y se adentró en una amplia

263
Domingo Vergara Carulla

sabana, tan extensa que resultaba ajena a límites visibles. No


encontró nada que lo orientase hasta que alcanzó el siguiente
caño. En sus orillas pronto avistó un rancho, pero sus alrede-
dores no permitían un aterrizaje exento del riesgo de romper
el avión, a menos que se decidiese a caer en donde el terreno
ya emparejaba un poco y llevar a cabo una caminata que to-
maría unos veinte minutos de apretado paso. Continuó, pues,
aguas abajo hasta que avistó otra casa con terreno más parejo
en su vecindario, lo que le permitió, luego de aterrizar, llegar
hasta el patio de la misma.
—Capitán —dijo un hombre que salió a recibir aquel inespera-
do visitante y quien, una vez se enteró del requerimiento del
Flaco, con ostensible complacencia trató de orientarlo:
—Fíjese bien dónde se levanta aquel moriche… Pase por ahí y
entonces coja de pa’llá —dijo, mientras señalaba con su mano
el mismo punto imaginario que miraba en el entretanto— y a
lo que es una hora de camino en bestia, se topa con la casa en
mitad de la sabana. No queda retirada de una mata de monte
que se mira desde lejos.
El Flaco reconoció con su gesto agradecido la oportuna infor-
mación y tras despedirse del hombre con una palmadita que
le dio en el hombro, abordó la nave. Trasladó a la brújula de
la Cessna, con la precisión que pudo, el rumbo que tomaría
tras su despegue y en hora cercana al transcurrir del medio
día, las ruedas del monomotor rodaron por una superficie de
grama bien mantenida.
El piloto detuvo el avión frente a la casa y se bajó con diligen-
cia. Respondió al saludo de un grupo de personas que salió a
su encuentro y siguió hacia un corredor, correspondiendo a la
invitación de quienes lo esperaban. Luego y sin más protoco-
lo, formuló una pregunta:
—¿Cuando murió? Fue lo primero que se le ocurrió decir, pues
nunca había tenido que lidiar en su quehacer con una situa-
ción como esta y de alguna forma había que integrarse al es-
cenario.

264
Sobrevuelo

—Se suicidó a la madrugada —le contestó un hombre que res-


pondía al nombre de Ulises, con voz recia y de tajante modo.
Iba descalzo y enseñaba sus amplios pies, ya deformes por no
haber calzado nunca nada desde niño, y cabalgar hasta por
días enteros utilizando estribos de metal que enredaba entre
sus dedos; vestía un pantalón negro, arremangado hasta casi
las rodillas, camisa blanquecina, curtida por el paso del tiem-
po y carente de botones, atada con un nudo debajo del ombli-
go, y un gran sombrero negro, alón, de fino “pelo’eguama”, ya
bastante trajinado—. Lo tenemos allá atrás —agregó el “men-
sual”, señalando hacia una de las esquinas en el extremo del
corredor.
Se dirigieron con ansiosa presteza y en compacto grupo hacia
el lugar que señaló el llanero; sin embargo, a medio camino,
el piloto disminuyó el compás, forzando a hacer lo propio al
montón que, rodeándolo muy de cerca, lo seguía y repentina-
mente le imprimió a su actitud resuelta ceremonia. Trataba de
apaciguar su ansiedad y, por qué no, también de encubrir la
repugnancia por aquello que ya se imaginaba. Quienes con-
formaban el cortejo, alelados, no apartaban su atención de ca-
da gesto y actuación del Flaco. Ahora, él y el suicida, rompían
el monótono trascurrir de la vida en aquel hato.
Ulises en algún momento aceleró su paso para adelantarse
y abrir del todo las dos alas de una puerta que daba acceso
a una pieza, justo dejando atrás la esquina del lado opuesto
de la casa y, de nuevo, tomó la posición que traía, refundido
entre los demás participantes de este insólito suceso. El Fla-
co otra vez se enfrentó a su desagradable liderazgo. No tuvo
más remedio que avanzar y, constriñendo los escrúpulos que
con ímpetu inesperado lo asaltaron, cruzó bajo el dintel. Allí
prevalecía un vaho fétido, mezcla de hedentina a sangre des-
compuesta, pestilencia de rancia sobaquina y emanaciones de
revejido cuero impregnado de sudor de bestia y humedecido
por muchos aguaceros. Este sitio era el destinado a guardar
de las monturas con sus arreos y únicamente disponía de una
minúscula ventana, que permitía apenas una sobria penum-

265
Domingo Vergara Carulla

bra. La exigua claridad le dejó observar al recién llegado, sin


mucho detalle, un cuerpo allá sobre una mesa. Creyó haber
visto y olido más que suficiente y se dispuso a salir, preten-
diendo respirar de nuevo un poco de aire fresco, pero se vio
forzado a detener su aspiración abruptamente.
Apenas el fulgor del exterior se lo permitió, distinguió una si-
lueta que, sin duda alguna, avanzaba hacia él muy aprisa, no
obstante que parte de su demacrado rostro estaba cubierto con
una curación ensangrentada y su palidez era cadavérica. Se
trataba de una mujer joven, que repetía con obsesivo desvarío:
—¡Yo no lo quería y por eso también quiso matarme! ¡Yo no lo
quería y por eso también quiso matarme!
El Flaco, estupefacto, escuchando su agitado y maniático la-
mento, procedió a preguntar quién era ella.
—Es la hija del patrón. El muy desgraciado le disparó antes de
matarse —respondió, presta, una mujer de las que se hallaban
formando el corrillo, justo enfrente de la puerta.
—Y… ¿todavía no han venido a buscarla? —preguntó el Flaco.
—Se han mandado varias razones y de seguro que ya vienen
en camino. En cualquier momento llegan porque el patrón
tiene avioneta.
Era difícil entender cómo aquella mujer, con una herida que
parecía muy grave en el rostro, aún pudiera tenerse en pie,
sin haber recibido otra atención que una curación poco menos
que improvisada. El Flaco no pudo evitar confundirse con la
escena, pues comprendió que era en sus manos que estaba el
hacer algo y que quizás tendría que efectuar algunos ajustes
a su itinerario. No se podía marchar con el cadáver, dejando a
la mujer sufriendo de aquel modo, tal vez a punto de morirse.
Rápidamente fue hasta el avión para cerciorarse de cuánto
combustible disponía y dedujo que alcanzaría para escasas
dos horas de vuelo bien aprovechadas. Ese sería el tiempo que
le tomaría desplazarse hasta Villavicencio, sin margen alguno
para cualquier eventualidad. Al parecer había consumido más

266
Sobrevuelo

de lo previsto en los trayectos anteriores o sus cálculos inicia-


les no habían sido los reales. Pero ahora tenía que salir de allí
lo más pronto posible, dadas las circunstancias.
Sin tener todavía un itinerario definido, decidió salir con la
mujer herida y también acordaron que viajara una hija de Uli-
ses para que la acompañara. Sin más pérdida de tiempo, el
piloto procedió al abordaje de la nave. Ya en el aire tendría la
posibilidad de comunicarse con la torre de control del aero-
puerto más próximo o con algún colega que volase por el área,
e ir de alguna manera remendando el viaje, dependiendo de
si venía en camino ayuda o definitivamente debía intentar su
arribo a Villavicencio.
Una vez en vuelo, se comunicó con la torre de control de Yopal
y el operador le manifestó no tener noticia de ninguna aero-
nave reportada desplazándose hacia la zona. El Flaco entonces
consideró la posibilidad de desviar su rumbo hacia allí para
poner el suficiente combustible que le permitiera un vuelo me-
nos azaroso, pero entre el desvío y el tiempo que tomaría la
reposición del carburante se aumentaría el recorrido en por lo
menos una hora adicional a las dos que ya había previsto. Las
ganas de vivir que irradiaba la expresión de aquella infortu-
nada no le dieron al piloto mucha oportunidad para consentir
la duda y siguió sin mucha alternativa la ruta más directa que
le permitió la información de la que disponía.
Pero, a medida que fueron ascendiendo, la mayor altura co-
menzó a producir sus efectos desastrosos sobre la precaria vi-
talidad de la mujer. Manifestaba su delirio de manera cada vez
más exacerbada y, de repente, se convertía en un ser ausente
en medio de un marasmo agónico, con sus ojos que blanquea-
ban al voltearse con extraña rebeldía, para luego volver a fijar
su mirada en cualquier cosa. Balbuceaba entretanto vocablos
sin ninguna coherencia, y regresaba una vez más al estado de-
lirante en que se consumía, presa de su excesivo sufrimiento.
El Flaco comprendió que si pretendía que llegara con vida a
Villavicencio, tendría que abstenerse de seguir ganando altu-

267
Domingo Vergara Carulla

ra; de lo contrario, podría ser un acto abiertamente homicida.


Sin embargo, la menor altitud haría el vuelo más lento y, peor
aún, se consumiría más cantidad del ya escaso combustible
con el que contaba; pero dirigirse a otro destino en estas cir-
cunstancias complicaría todavía más su pesadilla. Esperaba
encontrar en el aeropuerto dolientes que se hiciesen cargo de
ella, con vida o no.
Quince minutos antes de llegar a su destino tuvo la última
oportunidad de un aterrizaje en un buen potrero, con la certe-
za de que el motor estuviera aún en funcionamiento. Las agu-
jas que indicaban la cantidad de carburante en cada uno de los
dos tanques justo dejaban de moverse, totalmente desplazadas
sobre el cero, y el terreno que se habría de sobrevolar ahora
hacía más difícil un aterrizaje imprevisto en buenas condicio-
nes. El acudir al azar para seguir hacia adelante podría salirle
al piloto y a sus acompañantes demasiado caro, pero la mujer
aún respiraba y lo hacía con tal vehemencia que de nuevo no
tuvo más alternativa que continuar.
En el terminal había revuelo y la situación tenía en alerta a
muchos. Los bomberos no perdían detalle del transcurrir de
la emergencia para entrar en acción, si fuese necesario, y un
avión estaba listo para salir al encuentro en caso de tener que
improvisar en algún potrero o camino, eventualmente, el ate-
rrizaje. Por suerte, lograron hacerlo sin ningún contratiempo
y la ambulancia pudo recibir a la mujer y le brindó la ayuda
que le permitió superar su estado más crítico. El Flaco respiró
tranquilo de haber superado la emergencia y además de no
tener que soportar más agónicos estertores a su lado; había
terminado su pesadilla de quizás ser impotente testigo del úl-
timo de ellos. No obstante, la situación le permitió relajar sólo
en parte su inesperado compromiso, porque ningún miembro
de la familia había podido ser ubicado hasta el momento y el
Flaco tuvo que seguir como responsable del engorroso asunto.
Tan sólo una hora después, ya ingresada en una clínica, se lo-
gró la presencia de algún pariente y el piloto pudo pensar en
reanudar su itinerario.

268
Sobrevuelo

Pero las pocas horas que todavía le faltaban por transcurrir


a aquel día no iban a alcanzar para cumplir todo lo que hubo
quedado en “veremos”. Se había hecho tarde y ya era imposi-
ble alcanzar a completar el recorrido. La tarea inicial seguía
pendiente y estaba demasiado lejos de, tan siquiera, definir
cómo iba a embarcar a su pasajero. Debía, una vez más, recon-
siderar su itinerario. Por ahora ganaría tiempo si al menos
lograba llegar al hato antes de que oscureciera, para amane-
cer allá donde su tediosa carga lo esperaba, y terminaría su
compromiso saliendo a primera hora del día siguiente.
Mientras el piloto estaba en esa cavilaciones, recordó la inci-
piente pestilencia que el cadáver ya empezaba a exhalar cuan-
do lo observó al medio día y se imaginó, con fastidio predis-
puesto, cómo podría encontrarse a su llegada, luego de horas
descomponiéndose, en medio del agobiante calor de la llanura.
Especulando sobre el tema y dejándose llevar por su repug-
nante expectación, recordó que a los cadáveres se les inyecta-
ba formol para preservarlos, así que compró tres botellas del
producto y añadió a ese pedido una jeringa de buena capaci-
dad, de las de vacunar ganado. Si lo que intentaba resultaba
una disparatada estupidez, qué importaba; ya lo era, y muy
solemne, el llevar un cadáver maloliente al lado suyo en un
avión de tamaño tan pequeño.
Una vez reabasteció la nave de combustible, emprendió un
vuelo solitario, mucho más tranquilo de lo que resultó ser el
precedente y la Cessna posó nuevamente sus ruedas en la gra-
ma pulcramente conservada del hato donde habría de pasar la
noche. Para entonces ya le obligaba al día el turno del ocaso
y acechaba impaciente la penumbra. Se fueron agotando los
últimos rayos de luz de aquel día tan ajetreado y el Flaco an-
siaba un descanso más que merecido. No obstante, pudo pre-
sentir una larga noche de vigilia: los vecinos de los hatos más
cercanos habían ido arrimando con el paso de las horas y los
allegados al difunto y a la familia del “mensual” se mostraban
animosamente dispuestos a pasar la noche de largo acompa-
ñándolos. Iban y venían y solícitos ayudaban en lo que fuese

269
Domingo Vergara Carulla

necesario durante el accidental velorio. La compañía solidaria


de los asistentes pretendía apaciguar la soledad de la cual no
era merecedor ni siquiera aquel pobre suicida, que fue acomo-
dado sobre una mesa, ubicada en medio de un amplio corredor
frente a la casa.
Al cuerpo le había sido lavada la sangre que le había brotado
y había sido vestido con la mejor ropa que le pudieron encon-
trar. Sin embargo, bien peinado, afeitado y luciendo su mejor
atuendo, era inevitable percibir los efluvios de aquella pesti-
lencia que había ido progresando con el paso de las horas. El
Flaco decidió acudir a los frascos de formol que había com-
prado y se dirigió al avión para sacarlos. Regresó al lugar
de la reunión y sin saber bien cómo ni por dónde empezar, se
dispuso a ejecutar su insólita faena. Los asistentes, picados de
exaltada curiosidad, no querían perder detalle. Nunca vieron
antes procedimiento tan extraño, pero los capitanes, que si
eran estudiados, seguro que hasta eso lo sabrían.
Al descorchar la primera de las botellas, de su interior emer-
gió un vapor que de inmediato hizo lagrimear los ojos del
piloto y lo obligó a expeler una generosa bocanada del aire
viciado que aspiró inadvertidamente. Así, cuando comenzó a
llenar la jeringa se cuidó de hacerlo alejándose, hasta que esta
quedó a tope y procedió a cumplir su propósito de inyectar el
líquido en aquel desagradable mortecino. Se sintió profunda-
mente fastidiado. La tarea que se había impuesto, de manera
por demás harto insensata, le repugnó sobremanera. Además,
no tenía bien claro el beneficio de lo que estaba haciendo, pe-
ro ya era tarde. Una abultada concurrencia seguía con gran
atención sus movimientos. Todos los presentes estaban a la ex-
pectativa del inusual y estrambótico espectáculo. Entonces, le
tocó seguir adelante porque le pudo la vergüenza para recular
y hacerse a un lado.
Con la gruesa aguja empatada, observó el cuerpo del pobre
desgraciado que ya estaba hinchado y feamente amoratado.
Por sobre la ropa, comenzó a chuzar el pecho, encontrando
con frecuencia indeseable la solidez de las costillas y teniendo

270
Sobrevuelo

que repetir con resuelta decisión la malograda punzada. Los


brazos, tercamente rígidos, guardando en su rigor una posi-
ción un tanto recogida, recibieron también uno que otro torpe
pinchazo. La labor no guardó tan siquiera orden ni secuencia.
En forma aleatoria el líquido fue inyectado por doquier y, don-
de el embolo se dejó ir con facilidad, el piloto aprovechó para
descargar en abundancia el fluido cristalino. Se le ocurría que
necesitaba introducir las tres botellas para contrarrestar el
hedor de la putrefacta carne.
La total oscuridad era interrumpida por el mezquino brillo de
la llama de un par de mecheros y, en tal penumbra, la concu-
rrencia permanecía embelesada, mirando con morbosa aten-
ción la inesperada función. En eso, se rasgó el silencio y con
sorpresa se escuchó, angustiada, la gritada entonación de una
plegaria:
—¡Perdónalo, Señor, y dale la vida eterna!
La inesperada exclamación provino de una mujer gorda y baji-
ta, de abundante cabello ensortijado, enredado todo, que entró
absolutamente de improviso, rompiendo el sigilo que impera-
ba, sólo perturbado por el ruido que hacía el improvisado em-
balsamador y muy ocasionalmente por breves y respetuosos
cuchicheos.
—¡Y brille para él la luz perpetua! —respondió otra mujer, que
le hacía la segunda a la encargada de los rezos con tanta pro-
piedad como la que podría emanar del más experimentado de
los curas de parroquia. Ya era justo entrar a darle solemnidad
a la escena que se había tornado demasiado extravagante.
La plegaria se volvió a repetir con armónica cadencia y se fue
acrecentando el sonido que salía del espontáneo coro, en la
medida en que entraron a contestar en el mismo otras voces,
cargando el corredor de la casa del hato con la pesadumbre
de una súplica absolutamente lúgubre y lastimera. Luego vi-
nieron enredados misereres, y cuando estos se consideraron
suficientemente repetidos, se intercalaron rezos de monótonos
rosarios, y luego, una vez más, los iniciales, con entonaciones

271
Domingo Vergara Carulla

un tanto destempladas, que pretendían musicalizar las jacu-


latorias que sacara la mujer de las páginas de un librito y
que remedaban en repetición las otras mujeres con similar
desenvoltura.
Llegó el momento en que, del cuello hacia abajo, no hubo más
por donde pinchar la amoratada carne y el Flaco volvió a con-
templar aquel rostro que, por supuesto, horrorizaba por su
persistencia en el suspenso y, que por haberle causado aún
más repulsión en lo que hacía, dejó para lo último. Dedujo,
entonces, que la gruesa aguja de la jeringa rasgaría la piel de
manera inaceptable, y se abstuvo; mas, en medio de la penum-
bra que reinaba, los ojos del difunto, rabiosamente estáticos
fijaron su mirada en los del piloto. Inertes, mas no por ello
intrascendentes, irradiaban pavorosa angustia: en ellos no se
percibía sino el más cruel y despiadado pánico. El rictus im-
perturbable de su rostro correspondía al más profundo estado
de atormentada reflexión sobre aquella experiencia que justo
concluía y que, acaso, le había dejado al miserable más pegun-
tas angustiosas que respuestas comprensibles. Fue entonces
cuando el Flaco entendió por qué a un cadáver se le tenían que
cerrar los ojos.
Inyectó el líquido que aún quedaba en la jeringa en cualquier
lugar del inflamado abdomen. Allí fluía con facilidad y tenía
que terminar este macabro asunto rápidamente. Temió que
fuese a perder el control y no aguantase más la necesidad de
expulsar una arcada incontenible, que ya lo hostigaba sobre-
manera, y vomitaría ahí, enfrente a todos. Se retiró a un corre-
dor aledaño para respirar un poco de aire puro, abandonando
la escena que ya lo mortificaba demasiado.
La culminación de la tarea del piloto motivó a la mujer que
lideraba los rezos para retomar aún con más alientos sus rue-
gos y plegarias. Con los mismos o distintos pero, igual, des-
entonados cantos, entremezclaban esporádicos padrenuestros
o avemarías o rosarios íntegros que parecían interminables
porque incluían todas sus salves y demás súplicas piadosas, o
seguían siendo igualmente incomprensibles los sonoros lati-

272
Sobrevuelo

najos y sonsoneteados misereres que la mujer declamaba sa-


cando del librejo.
Un grueso del grupo permaneció acompañando el cadáver,
participando con los rezos y únicamente por turnos respe-
tuosos se retiraron a la cocina a tomar algún café, rato que
aprovecharon para parlotear con inequívoca obsesión sobre
el trascendental evento y las imposibles razones que tuvo el
miserable para lo que hizo.
Ya avanzada la noche se ofreció un tentempié con carne freí-
da, plátano topocho sudado y tazones de café negro endulzado
con panela. El Flaco se llevó a la boca un pedazo de carne,
de aposta pequeño, que intentó mascar con algo de pereza,
pero no se atrevió a tragárselo por miedo a sufrir una arca-
da traicionera. Con disimulo se agachó, como para espantar
algún zancudo que había acudido a picar sus pantorrillas, y
lo escupió aprovechando la presencia de un perro negro, de
brillantes ojos avizores, que acechaba para lograr cualquier
desperdicio de quienes tomaban su alimento. Antes de que ca-
yera al suelo, el animal lo tarascó con diligencia, al tiempo que
agradeció batiendo la cola con regusto. Luego, el Flaco comió
con especial desgano dos o tres bocados de lo otro.
Las mujeres soportaron el paso de las horas con estoicismo
irreprochable, sin declinar en sus arrestos. Los hombres, más
propensos al cansancio en estos menesteres, se fueron despla-
zando, uno a uno, a otro corredor al lado opuesto de la casa.
Obligaba la ocasión a especular en su conversa sobre la suerte
que estaría corriendo ya en aquellas horas el alma del difunto
porque –aseguraba uno de aquellos contertulios, así como si lo
hubiese visto con sus propios ojos para obligarse a atestiguar
de ello– cuando alguien muere, su alma no se va al descanso
eterno hasta que a su cadáver se le dé la sepultura.
—Y es seguro que todavía por aquí ande el sinvergüenza y le
esté haciendo la pereza para llegar más tarde al juicio —dijo
uno, que hacía de caporal en los trabajos—, porque ese ya debe
estar temiendo que lo echen a cocinar el resto de su existencia

273
Domingo Vergara Carulla

en la paila hirviente. Eso que hizo, mi Diosito no se lo va a


perdonar tan facilito.
—Pa’mí que está por ahí ayudando a las mujeres a su rezo —
dijo muy serio el “mensual” del hato vecino, un hombre delga-
do, de rostro enjuto y con bigote—. ¿Acaso, poniéndole cuidao,
ustedes no escuchan una voz gruesa, a la jura de hombre, que
acompaña a las mujeres, contestando las sagradas oraciones?
No puede ser de un vivo porque allá no se hallan más que
ellas.
Ulises, a quien la inquieta llama del mechero alumbraba más
de cerca, atinó a venirse con un devastador presagio:
—Y… Dios y la Virgen Santísima no quieran que el alma del
finado se amañe a asustar en esta casa —dijo, mientras se per-
signó con aspaviento—, porque ahí sí, por buenos que hayan
sido los patrones, nos toca a yo y mi familia “picuriarnos”.
Si esta alma se condena, seguro que se queda espantando en
estas sabanas y es por encime que se encarga de traernos las
desgracias!
—Dao el caso —dijo el “caballicero”—, le toca pagarle avioneta
al cura de Hato Corozal pa’que venga y rece el alma en pena
y hasta puede que le haga un grande favor y la saque del cal-
dero.
—De no… —se escuchó interpelar a una voz que sobrevino de
la penumbra— dicen que en Rosalía hay uno al que no se le
resiste a sus rezos ni la más soberbia de todas las almas ex-
traviadas.
—Por la cólera y arrogancia con que, dicen, se le conoció al
difunto, es muy fácil que su alma se quede por años penando
en este mundo —alegó otro, muy circunspecto, de abundante
pelo liso que le sobresalía por debajo del sombrero, frentón,
nariz curvilínea y voluminosa, ojos muy vivaces, pequeñitos,
y que, aceptando que su rostro sí tenía algo de deforme, no
era difícil creer que, como se decía, pactaba con el Diablo—.
Saben ustedes que hay quienes sufren y se pueden quemar

274
Sobrevuelo

eternamente en las llamas del infierno, y este puede ser uno de


aquellos. Algunos ya me conocen que a mí se me dio la gracia
y el poder de comunicarme con los muertos, y hablo con ellos
cuando piden ayuda porque los sufrimientos eternos se les
vuelven insoportables; entonces, acuden a mí en busca de am-
paro en este mundo… Si han sentido que un pariente fallecido
se trata de comunicar, no lo duden que está penando, y para
arreglar eso, yo estoy a la orden…
Y la tertulia continuó sin franquearse tregua alguna. Se acu-
dió al profuso recuento de leyendas, salpicadas todas del más
seductor misterio y a cuál más interesantes. El relato de cau-
tivantes experiencias no encontró un límite en el paso de las
horas. La narración trajo consigo el testimonio de aquellos
hombres aguerridos, que desafiaban en su rutina la sobreco-
gedora soledad de la llanura, y la ocasión los llevó a compartir
sus vivencias más apasionantes. Sin excepción, todos habían
tenido, cuando menos, un encuentro con las almas peregri-
nas, y al presentarse en el escenario, parecía que la penumbra
tan sólo encubría la presencia de aquel fantasma al que el re-
lator le descubría sus pilatunas.
Efraín fue uno de los más prolíficos disertantes y parlanchi-
nes aquella noche, al calor de sendos aguardientes que man-
daron traer desde una bodega cercana, para acompañar la ex-
tensa vigilia. Con vehemencia desbordada acudía a exclamar:
—Y juró por la memoria de mi santa madre, ¡alma bendita!,
que lo que aquí he dicho es cierto —mientras, con gran respe-
to, se tomaba su tiempo para santiguarse.
Los relatos resultaron en tal exceso que pareciera que un nu-
trido grupo de almas traviesas se obligaba a existir, por ahí,
de manera licenciosa. La precisa descripción colmaba hasta
los detalles mejor conjeturados. Hatos legendarios, conocidas
lagunas y esteros y montes de moriche, por todos trajinados en
mitad de la llanura, resultaban ser el campo de regocijo de una
amplia camarilla de difuntos. Más parecía que aquella tierra
fuese el feudo de los muertos y eran los vivos los que llegaban a

275
Domingo Vergara Carulla

invadir atrevidamente sus espacios. Las persuasivas historias


de los tantos contertulios no permitieron abrigar la duda de
la veracidad de todo cuanto se dijo aquella noche de rezos, de
misereres, de cánticos, de hedores y de mecheros humeantes.
Avanzado el paso de las horas, el Flaco se encontró cansado
en demasía y aceptó el ofrecimiento de recostarse en un chin-
chorro colgado en un corredor en otro costado de la casa, a la
vuelta del mayor bullicio. Arrullado por el apartado murmullo
de los rezos y el rumor de las historias, se fue quedando sumi-
do en un profundo sueño, atestado de aún más acontecimien-
tos de los que ocurriesen en la vigilia precedente.
Y fue tan profundo el excitado sueño que sólo llegó a des-
pertarlo una deslumbrante brillantez y una voz que rasgó el
adormecedor murmullo. Era el sol radiante de un soberbio
amanecer, que henchido de vida y reconfortante atrevimiento,
le iluminó la cara, además de la mujer de Ulises, que le ofre-
cía una taza de café humeante. El chinchorro en que durmió
había sido colgado en el corredor por el oriente de la casa y la
luminosa escena, tan ajena al entorno de su soñar, con brus-
quedad desconcertó al piloto amodorrado.
“¿Dónde estoy?”, se cuestionó con torpeza, en medio de su sór-
dida vigilia. Entonces, recibió el tazón que le alcanzaban y em-
pezó a revivir, en medio de su confusa ensoñación, que había
sido presa de una fastidiosa pesadilla. Si ahora respiraban sus
pulmones la impoluta brisa mañanera que le obsequiaba una
sabana exuberante, recordaba haberse recostado cuando su ol-
fato soportaba la hediondez desagradable de un mortecino y
otros fétidos efluvios. La intensa luminosidad cargada de be-
lleza no correspondía al recuerdo de largas horas en medio de
tenebrosa lobreguez, sólo menguada por el escaso resplandor
ocre de humeantes llamas de mecheros, mientras él interac-
tuaba, a pesar de su repulsiva ansiedad, con un cadáver. Sin
embargo, el día ya avanzaba sin argucias y se incorporó para
beber el café que lo ayudaría a entrar nuevamente en su real
contexto.

276
Sobrevuelo

Entonces, debió aceptar que su pesadilla, en realidad, no era


una pesadilla. Tenía que levantarse ya para llevar en su avión
el putrefacto fardo. Se le antojó, sin embargo, hacer un poco
de pereza en el chinchorro, mientras ingería el café a peque-
ños sorbos distraídos, y regresó a la contemplación de aquel
amanecer, el cual siguió su transcurrir de manera seductora-
mente hermosa. En el horizonte, imponente, detrás de unas
palmas de moriche que bordeaban una laguna que se formaba
en el invierno, emergía pausadamente una esfera de tamaño
gigantesco, coloreada de un brillo rojizo, al alcance, fantasio-
samente, de algunos pasos no imposibles. El Flaco volvió a dis-
frutar aquel espectáculo que lo recibió años atrás, en el caño
La Salina, cuando por primera vez conoció esa tierra, que le
habían contado que embrujaba.
Fue breve el tiempo que trascurrió para que el fulgor intenso
del sol naciente castigase las retinas de su soñoliento admira-
dor. El Flaco se levantó y se dirigió al avión, donde removió
la silla de su lado. El piso lo cubrió con unos costales que le
trajo el “caballicero” y se dispuso a organizar el abordaje de
su engorrosa carga.
Sin demostrar escrúpulos, cuatro voluntarios alzaron el aga-
rrotado cuerpo y, con la ayuda de un tablón, lo soportaron
para llevarlo al lado de la nave. Acomodado en diagonal sobre
los costales, sus pies quedaron justo debajo de los pedales del
lado derecho. Encima le botaron más costales.
Un peón que se ofreció como baquiano para indicarle al piloto
cómo llegar al lugar en donde lo esperaban con el difunto, se
acomodó en cuclillas en el poco espacio que quedó después de
acomodar donde se pudo los asientos que fueron removidos.
Sólo quedaba esperar que los dos lograran soportar la hedion-
dez encerrados dentro de ese reducido lugar.
El sitio de aterrizaje resultó ser otro improvisado potrero, cu-
bierto de boñiga. De la casa, con mucha diligencia, salieron a
espantar los bichos, al sentir la proximidad de la avioneta y no
hubo que dar mucha vuelta.

277
Domingo Vergara Carulla

Rústicas tablas y algunos puntillones sirvieron para elaborar


el cajón. En el patio, al lado de una frondosa enredadera de
hojas verdes y abundantes flores amarillas, tenían una fosa
preparada.

278
Sobrevuelo

La ignorancia

U no de los dos aviones había volado lo suficiente para me-


recer una revisión necesariamente prolongada. El recio trato
y las numerosas horas de trabajo habían causado el máximo
desgaste permitido en algunas piezas que, ahora, se debían
reparar o cambiar; esta labor tomaría algo más que un par de
meses. Héctor consideró que se podría quedar volando solo y
el Flaco se halló una vez más desempleado.
Sin embargo, el dueño de un hato cercano había adquirido re-
cientemente un avión similar a los de Héctor y había entrado
a disputar la oferta de trasporte que se ofrecía a los lugareños.
El hombre, que también era aviador y atendía el vuelo de su
aeronave, asimismo, regentaba su hato, y por esos días se ave-
cinaba el “trabajo de llano”, una tarea que se hacía dos veces
por año con los animales.
Este trabajo consistía en revisar toda la manada, lo que in-
cluía hacer el conteo lo más minucioso posible de las reses; la
curación de gusaneras, que a veces ya llevaban largo tiempo
y se carcomían los animales; la castración de los terneros vo-
lantones y su marcación con un hierro candente y también se
aprovechaba para marcar las novillas que aún estaban sin el
hierro; se escogían las vacas viejas –ya “de saca”– y se agrega-
ba a esta selección la novillada que daba punto para llevarla a
cebar al pie de monte de llanura, donde crecían pastos frescos
de mejor calidad y en abundancia.

279
Domingo Vergara Carulla

El resto del año, los animales permanecían en absoluta liber-


tad en la sabana, sin recibir más atención que el aporte de
sal, con el fin de mantener la manada aquerenciada. De vez
en cuando había que quizá curar alguna gusanera que por
lo avanzada se viera fácilmente desde lejos y corretear algún
zaíno, venado, guagua o cachicamo que se dejara pillar para
dar variedad al alimento. Cada “punta” de ganado defendía
su territorio y era escaso el cuidado que se tenía de aquellos
animales. Los atajos de caballos, de donde se tomaban para
domar los que prestarían servicio en el hato, compartían en
igualdad de condiciones.
Correspondió dar inicio a la faena justo cuando Héctor se des-
hizo de la compañía de su piloto y el propietario de la nave
aprovechó y llamó al Flaco para que lo reemplazara en los
vuelos, mientras él asistía personalmente a la revisión de la
vacada. La situación no estaba para románticas noblezas con
su expatrón, así que acordó con el competidor ayudarle du-
rante la temporada de mayor actividad que se le avecinaba.
El nuevo trabajo tenía la condición de pasar las noches en el
hato. A cambio, contaría con alojamiento a la usanza llanera
y una alimentación privilegiada. Eso sí, al finalizar la jornada
y en la siguiente madrugada el piloto debía adicionar quince
minutos de vuelo a su presupuesto para desplazarse desde el
hato hasta el caserío y viceversa, además de un poco más de
media hora montado en un mular, para llegar desde el potrero
donde se aterrizaba hasta la casa. Gran parte del área circun-
dante a la vivienda correspondía a tierras bajas y permanecía
inundada durante el invierno. El propietario, bastante nova-
to y de temperamento no muy osado, le temía a despegar y
aterrizar en campos muy cortos. Por lo tanto, escogió aquel
terreno que, aun distante, cumplía una condición bien impor-
tante: gozaba de generosa longitud y permanecía firme y seco
todo el año.
Un encierro en alambre, refundido en medio de la agreste sa-
bana, protegía a la aeronave solitaria de daños que le pudiese

280
Sobrevuelo

causar la curiosidad de cualquier animal durante la noche. El


Flaco tenía que llegar al campo antes de aclarar el día, sobre
el lomo de la mula que, paso a paso, lo bamboleaba hacia uno
y otro lado. El verano ya había finalizado y bestias y jinetes
tendrían que desafiar los atolladeros que se formaban en los
terrenos bajos, que las trochas debían superar sin alternativa.
Quedaba claro, sí, que era la mula la que se las veía a gatas
para poder avanzar por los tragadales, en medio de la oscuri-
dad de la noche que expiraba, y gemía lastimera cuando ha-
cía demasiada fuerza para sacar del pantano las extremidades
atascadas.
Un baquiano acompañaba al piloto para traer la mula de re-
greso y, cuando en el remoto campo de aviación la luz matinal
se sugería, ya todo estaba listo. El aparato se había inspeccio-
nado con minucia y el peón había revisado que la trayectoria
de salida se encontrara ausente de cualquier bicho o que al-
gún gurre hubiese tenido a bien labrar durante la noche su
madriguera.
El motor del pequeño aparato irrumpía con brusquedad en el

281
Domingo Vergara Carulla

recóndito silencio que imperaba en la sabana y, luego de un


calentamiento más bien breve y de algunas pruebas de senci-
llo protocolo, levantaba ruidoso el vuelo para llegar al caserío
aún antes de que el sol hubiese despuntado en el horizonte.
La madrugada daba resultados. El Flaco ahora competía con
Héctor, a quien con frecuencia se le pegaban las cobijas, y en
épocas de escasez era ese vuelo el mejor o, a veces, el único que
se terminaba haciendo.
Las travesías en la bestia a mañana y tarde no sólo aporrea-
ron sino que pronto aburrieron al piloto citadino. Entonces,
convenció a su patrón de improvisar un campo al frente de la
casa y, tras algunas horas de trabajo de los peones con el ágil
manejo de sus machetes, domaron la maleza del potrero y ta-
paron los huecos más profundos. Faltaba algo para completar
doscientos metros pero, a la siguiente tarde, el Cessna hizo allí
con éxito su primer aterrizaje. Aquello de bajarse de su avión
y, tras dar algunos pasos, llegar a la casa, bien valía la pena;
la sencilla peripecia únicamente requería llegar y salir con el
avión desocupado.
En el hato se llevaba la vida con las costumbres del viejo llano,
con la excepción, por supuesto, del avión y de una ducha gi-
gantesca, que caía desde un enorme tanque, a cuatro o cinco
metros de altura, por un tubo grueso que terminaba en un
regador de tamaño formidable; y, quizás, vale la pena men-
cionar también la existencia de un sanitario. Para tomar un
baño inolvidable, con sólo abrir la llave ya estaba empapado
por completo. El fresco enjuague que caía del cielo, después de
aguantar despiadado calor y sudar a cantaros durante el día,
sobra exaltar lo que reconfortaba.
Al Flaco le correspondió compartir la misma habitación con
los peones de confianza. Esta era suficientemente grande co-
mo para guindar unos cinco o seis chinchorros. Aparte de los
ganchos dispuestos para esta función, recostada a la pared,
había una especie de estantería de tablas rústicas en las que
cada uno colocaba sus ropas y trebejos.

282
Sobrevuelo

Lejos aún del arribo del ocaso, se servía una cena suculenta.
Con pocas variaciones, la comilona se componía de carne de
res en abundancia, que a falta de enfriadores habían salado y
secado al aire, dando como resultado un gustoso sabor; esta
la servían finamente molida y recibía el nombre de “pisillo”, o
en tiras que freían en mucho aceite. Con frecuencia le hacía
compañía otra bandeja con la carne del bicho que se les había
atravesado a los vaqueros ese día, o del cachicamo que, cocina-
do a la brasa, reposaba en pedazos aún luciendo su caparazón
correspondiente. Por supuesto que tampoco faltaban cantida-
des abundantes de queso “siete manos”, elaborado allí mismo
con esmero, y una bandeja repleta de huevos fritos, como si
todo lo demás no hubiese sido suficiente.
Días más, días menos, dependiendo de la peonada que estu-
viese trabajando, cada quincena se sacrificaba una res y todo
era una fiesta en la que se daban una comilona de carne fresca
hasta casi reventarse.
La jornada se iniciaba mucho antes de que el alba llegase a
interrumpir la larga noche, con un gran tazón de café. Lue-
go, se emprendían los trabajos pendientes cerca de la casa,
hasta que, a eso de las ocho, se servía un también abundante
desayuno que permitiese a los peones pasar el día de largo
sin ingerir más que líquido para saciar la sed abrazadora. Por
eso, la comida era esperada con apetito merecido y, luego, se
daban un rato de solaz antes de retirarse a descansar en sus
chinchorros.
Durante el retozo, se escuchaban alegres contrapunteos en el
ambiente sosegado de la llanura solitaria, acompañados por
un arpa sentidamente cantarina, un sonoro cuatro, que era
rasgado por un peón con toda la energía que aún guardaba,
y unos capachos rítmicamente bulliciosos. De las gargantas
de los hombres brotaban cantos que contaban con sencillez y
desparpajo sus historias, relataban con diáfano realismo sus
penurias, cantaban enteramente embelesados sus amores. Las
composiciones, de su propia inspiración la mayoría, daban

283
Domingo Vergara Carulla

alegre encanto al hato en la penumbra. Sin embargo, era bre-


ve el espacio para el reconfortante disfrute. Cada uno procedía
en busca del descanso a conciliar el sueño en su chinchorro.
A poco, velas y mecheros eran apagados y una profunda oscu-
ridad se adueñaba de la casa. El silencio, por supuesto, tam-
bién hallaba su propio espacio. Las horas pasaban entretanto
que los sueños a su antojo asumían el poder del embeleso que
otorgaría el descanso. Cuando la luz del sol irrumpiese al día
siguiente, la historia, con pocas novedades o ninguna, mucho
rato haría que se estaba repitiendo y los peones se habían to-
mado el tazón de café “cerrero”, bien cargado. El Flaco disfru-
taba su estadía, e iba y volvía recorriendo la llanura.
Cierto día fue contactado para uno de los tantos vuelos que,
sin presentirlo, se imaginó sin argumento merecido, rutina-
rio. Un hombre pidió el servicio para llevar su familia a un
hato no lejano. Los pasajeros abordaron el avión y en la pe-
queña bodega pusieron bultos que completaron la capacidad
del aerodino. Luego de un poco menos de media hora de estar
en el aire sobrevolando las sabanas, avistaron el potrero en
donde se pretendía aterrizar. En La Ignorancia, que así se
llamaba el pequeño hato, una vaca permanecía pastando sin
apuro en la mitad del campo designado. Sin corresponder el
hecho a una novedad que mereciera gran alerta, pues era más
que usual encontrar aquella escena, este no le ocasionó nin-
guna perturbación al Flaco e inició un sencillo procedimien-
to, ya ensayado y bien probado en anteriores ocasiones, para
despejar el área.
Siguiendo el protocolo, voló rasante para espantar el animal;
sin embargo, el bicho no se inmutó y tampoco el Flaco. La si-
tuación no resultaba muy inusual y sólo había que esperar a
que viniera alguno de la casa a espantar el semoviente. Pero,
en esta ocasión, la vivienda quedaba retirada y tenía un caño
de por medio. Y diez minutos o más, le tomaría a cualquiera
retirar el bicho del camino. El Flaco se desplazó esta vez casi
rozando el rancho, pero allí no se vio a nadie. El único peón
que podría encontrarse por allí estaba seguramente lejos re-

284
Sobrevuelo

corriendo la sabana. El piloto volvió a pasar por sobre la pista


un poco más bajo en su pretensión de despejar el campo, pero
el terco animal se resistió a moverse de su sitio de pastada.
La experiencia le había enseñado que cuando un animal de-
mostraba tanta terquedad y no había forma de espantarlo des-
de tierra, se llegaba a presumir que definitivamente no se mo-
vería y, con algunas precauciones, se procedía a aterrizar en
el espacio que más favoreciera la maniobra. Dependiendo de la
localización del estorbo y de la dirección e intensidad del vien-
to, se intentaría caer justo al principio de la pista para lograr
detenerse antes de llegar a golpearlo, o bien, sobrepasarlo con
la mínima altura posible y, una vez superado el obstáculo, ti-
rarse a tocar tierra para alcanzar a parar antes de salirse del
potrero. No obstante, esta vez el campo era demasiado corto y
se requería de la totalidad de su longitud para la maniobra.
Entonces, un tanto fastidiado, el Flaco decidió pasar tan bajo
como pudo para ver si la vaca se asustaba y accedía a aban-
donar su posición, tan tercamente mantenida. Parece que el
animal resultó unos pocos centímetros más alto de lo calcula-
do o, de pronto, fue que el bicho se asustó y brincó al paso de
la nave. Pero no era el momento de analizar exhaustivamente
qué había sucedido para aclarar en definitiva el origen del leve
golpe que se sintió a bordo y que casi pudo pasar desaperci-
bido, si no es por la repentina exclamación del pasajero que
venía a su lado.
—Capitán… ¡se cayó una rueda!
El Flaco, todavía incrédulo y tal vez queriendo negar la com-
prometedora realidad, miró enseguida por su ventana y lo
tranquilizó ver que allí permanecía en su sitio la rueda. Sin
embargo recapacitó, pues las palabras que escuchó fueron ex-
plícitamente claras: “Capitán… se cayó una rueda”. No se lo
podía haber imaginando…
Entonces, quiso esclarecer un poco temeroso y con desgano,
pero de una vez por todas, el origen de la exclamación. Hizo
un esfuerzo para mirar la rueda del lado contrario, inclinán-

285
Domingo Vergara Carulla

dose por sobre su vecino. Como no vio la llanta, se estiró cada


vez más, con la esperanza de encontrarla. Pero, al fin, debió
aceptar que la rueda se había arrancado, de un tajo. Sintió
un escalofrío y una molesta desazón. Estaba en problemas.
Además de que allí, en el aire, no podría quedarse indefinida-
mente, tenía que organizar rápidamente un plan para llevar
con vida a tierra a sus pasajeros, a la vez que calculaba cómo
tendría que responder por ese daño.
Lo primero que debía hacer era informar la situación a al-
guien. Sintió aprensión y le dio pena contar qué le había pa-
sado a control aéreo. No sabía qué decir o, a lo menos, no se le
ocurría cómo empezar. Cuando se decidió a llamar, tenía la bo-
ca seca y debió forzar el flujo de un poco de saliva para poder
pronunciar de manera que su interlocutor le comprendiese.
Tenía que apresurarse, así que, finalmente, se comunicó, en
medio de forzoso titubeo.
—Flaco, ¿y qué intenciones tiene? —respondió el controlador
de Tame, en un tono que trataba de tranquilizar en algo a
su amigo, compartiendo la angustia por la situación que este
vivía.
“¿Intenciones?”, buena pregunta, pensó el Flaco para sí. En-
tonces, se le ocurrió, por decir algo, hacer otra pregunta:
—¿Cómo anda el tiempo por allá?
Su interlocutor en su reporte le dio a entender que en ese as-
pecto no tendría problemas; las condiciones meteorológicas
eran buenas, sin tendencia a cambio por lo pronto. Sin embar-
go, le hizo caer en la cuenta de que posiblemente tendría más
ayuda y condiciones más seguras en Arauca. A Tame sólo se
llegaba después de muchas horas de un angosto camino de
montaña. Luego de evaluar las posibles consecuencias de cada
alternativa, comunicó al controlador su decisión de proceder a
Arauca. Su cálculo somero le indicó que le tomaría cincuenta
minutos, a cambio de los treinta que le llevaría arribar a Tame,
pero aún siendo más distante, le alcanzaba el combustible.

286
Sobrevuelo

Un piloto conocido, que se hallaba en la frecuencia y se había


visto abocado a una emergencia similar por el mismo desati-
no, le sugirió aterrizar cerca de la población de Arauca donde
en el vecindario existía un hato con un potrero en grama que
le reduciría el riesgo de un incendio.
—Le cae suave en la grama —sugirió su amigo— y el avion-
cito no se daña demasiado. La pista es larga y puede pulir el
aterrizaje.
El flaco aceptó el consejo de quien ya había superado la expe-
riencia y comunicó al control aéreo de Arauca su intención.
Ya los pilotos de varios aviones que volaban en la zona se ha-
bían ido involucrando en el evento, y entre todos se empezó a
montar la ejecutoria y andamiaje, pero alguien advirtió que
el invierno tenía aislados los alrededores y ese hato se incluía
dentro de los que permanecían bloqueados para llegar por ca-
rretera. Sus compañeros se ofrecieron entonces para tenerle
un avión aterrizado en el sitio, esperando su llegada, pero el
controlador de Arauca le informó la disponibilidad del carro
de bomberos que tenía la población, y así resultó más fácil
para el piloto decidirse por esta última opción un poco más
tranquilo. Rozar la superficie pavimentada incrementaría el
riesgo de fuego, pero se podría neutralizar al contar con la
presencia de la máquina para incendios.
—No quiero encontrar un gentío que llegue a mirar el acci-
dente— le recalcó el piloto al torre-operador para que mane-
jara en lo posible prudencia en la información; quería tran-
quilidad para aterrizar en aquellas condiciones tan complejas.
El tema no se contempló en ninguna de las materias que le
enseñaron en la escuela. Allá nadie le dijo cómo aterrizar sin
el tren de aterrizaje, arrebatado por planear sobre una vaca
terca y mal ubicada. Debía tener imaginación e improvisar
con buen criterio.
Hizo los últimos sobrevuelos ya cerca de la pista, para consu-
mir la mayor cantidad del combustible a bordo, y preparó a
sus pacientes pasajeros. La gasolina se fue agotando en medio

287
Domingo Vergara Carulla

de idas y venidas y llegó el momento que la maniobra no per-


mitió más aplazamientos. Con la presión de un final imprede-
cible, era necesario ya volver a tierra. Sus amigos esperaban
para ayudar, localizados a ambos lados de la pista. El contro-
lador le dio a conocer las condiciones del viento y terminó su
mensaje con un “Flaco, buena suerte”, que el piloto agrade-
ció sobremanera, porque después de su infortunado desatino,
buena falta le hacía.

La rueda principal que le quedaba al monomotor se posó sua-


vemente sobre el pavimento de la pista, luego lo hizo la rueda
de nariz. La velocidad fue disminuyendo mientras el piloto
forzó al máximo los controles y llegó el momento en que el
aparato se inclinó y se torció levemente hacia el lado carente

288
Sobrevuelo

de la rueda. Un suave ruido de latas, proveniente de la cola, se


escuchó cuando justo ya se detenía. Esta parte soportó el poco
peso que el Cessna quedó portando en ese lado y, sin más, todo
se detuvo. El ala quedó cerca de la tierra, tan sólo a punto de
tocarla.
El pasajero que viajaba adelante, de acuerdo a las instruccio-
nes que recordaba con detalle, abrió la puerta de su lado y
con un pequeño salto alcanzó el suelo, mientras la sostenía
abierta; inmediatamente los de atrás, como una exhalación,
salieron despavoridos. Cuando, en breve, el piloto terminó su
procedimiento, estaba solo. Todos se habían alejado y se con-
fundían con los voluntarios que seguían de cerca la emergen-
cia. El Flaco descendió y recibió el reconfortante saludo de sus
compañeros.
Superado el momento de la tensión y posterior euforia, con-
siguió que un colega cumpliera el compromiso de llevar a los
pasajeros a su destino. Estaban tan nerviosos que, en prin-
cipio, se negaron a abordar la nave. Sólo accedieron cuando
el Flaco aceptó que los acompañaría. El avión fletado era un
poco más grande y cabrían todos. Salieron con la esperanza
de no encontrar el campo obstruido con la vaca; de lo contra-
rio, desembarcarían en otro potrero un poco más distante y,
como fuese, la misión también contemplaba recuperar la pieza
desprendida.
El tramo remanente de la pista permitió la distancia suficiente
para despegar dejando a un lado el avión que había quedado
allí accidentado. Al arribar a La Ignorancia, encontraron el
potrero despejado. La vaca, malherida, fue arreada por un pa-
riente que acudió al sitio luego de escuchar los sobrevuelos y
recuperó la llanta malograda. Los pasajeros, agradecidos, se
despidieron de los pilotos, quienes regresaron a Arauca con
la pieza a bordo. Los técnicos consiguieron un tornillo para
reemplazar el que se había roto y así el monomotor abandonó
la pista, carreteando otra vez sobre sus llantas. Luego el Flaco
debió rendir la consabida indagatoria; el fallo atenuó su culpa

289
Domingo Vergara Carulla

al considerar el mínimo daño que le infringió a la máquina y


el manejo que le dio a sus pasajeros durante la emergencia:
—Puede seguir volando, capitán —concluyó el inspector que
atendió el caso. Seguidamente, despojándose momentánea-
mente de su inquisidora compostura, dijo con guasa inespera-
da: —Pero… por favor… ¡que no se repita!
El Flaco aprovechó para tomarse unos días de descanso y de-
jar en libertad a su patrón de prescindir de sus servicios. Sin
embargo, luego de una semana de reparaciones menores, le
avisaron que su avión estaba listo. A poco de reiniciar los vue-
los, al animal le apareció un dueño y, por cierto, resultó un
energúmeno que intentó cobrar la calamidad de su vacuno.
Entonces, el Flaco le propuso que pagaba el animal y él, co-
mo propietario, los arreglos del monomotor, al considerarlo
también responsable por encontrarse el vacuno pastando en
un lugar que se utilizaba para aterrizajes en este sector. El
asunto terminó presto con relajadas carcajadas.

290
Sobrevuelo

Campo de arroz

L os “trabajos de llano” terminaron, y el dueño del Cessna


se volvió a hacer cargo de su comando. Héctor, entretanto, se
acomodó a trabajar con un solo avión y estimó que su pilotaje
lo podría llevar a cabo él mismo. El Flaco regresó a la ciudad.
No mucho después recibió entrenamiento para operar otro
avión, un Piper, cuyo propietario, también piloto, le indicó en
un breve vuelo los detalles menores que cambiaban en este
monomotor. Aunque el tamaño fuese semejante, el fabricante
era distinto, pero se hacía de baja complejidad su aprendizaje.
Esa misma noche, por cierto ya un poco tarde, a través de una
llamada telefónica, el Flaco recibió la notificación de su primer
itinerario.
—Capitán —dijo sin más rodeos su nuevo jefe—: Mañana lo
necesito para un vuelo. A las seis de la mañana salen para
Araracuara. Los pasajeros están citados a las cinco y media
en el aeropuerto y va el cupo completo. ¿Usted conoce Arara-
cuara? —agregó.
—Mmmm, no. No señor. Nunca he ido— respondió el Flaco,
mientras que un asomo de ansiedad lo perturbó en el regocijo
que sentía de estar siendo llamado para su primer trabajo en
este nuevo avión. No conocía ese lugar y sólo sabía que que-
daba muy lejano, muy adentro de la selva. Mucho más allá de
donde llegase alguna vez en el confiable DC-3, con un experi-
mentado piloto como compañero al lado suyo, pero ahora no

291
Domingo Vergara Carulla

podía compartir los recelos que sentía apenas en el primer


compromiso para el cual lo estaban llamando. Y eso por no
incluir que, aunque nada restringía su uso, si el único propul-
sor llegase a fallar sobre la selva, caer sobre la inhóspita ar-
boleda, que sin derecho a controvertirlo era extensa en dema-
sía, sería con seguridad una experiencia bien compleja, si no
es que era la última por la poca alternativa que tendría para
defenderse. También fue consciente que recorrer la distancia
de aquel desplazamiento hubiese merecido alguna prudencia
aún en el DC-3. A la jungla la azotaban en aquella temporada
feroces tormentas. No obstante, el patrón, ajeno a sus cavila-
ciones, continuó dándole las últimas instrucciones.
—Para que puedan viajar los tres pasajeros, el avión quedó
con el combustible necesario para llegar sólo hasta Villavicen-
cio. Allá llena todos los tanques y una caneca de quince galo-
nes que se encuentra en la bodega. En Araracuara recarga los
tanques con lo de los galones y con eso le debe alcanzar para
el regreso. Revise la ruta en el mapa, y si tiene alguna duda,
me puede llamar a cualquier hora. ¿De acuerdo?
—Eeeee… sí. De acuerdo. —respondió el Flaco, con un leve
titubeo, que el jefe pasó por alto, mientras trató de organizar
un poco sus ideas.
La restricción inicial para no utilizar el peso máximo del avión
se debía a que la altitud del aeropuerto de salida no le permitía
al motor entregar toda su potencia. Así que, tanto el despegue
como el ascenso inicial, mientras remontaban la cordillera, se-
rían muy lánguidos. En Villavicencio, la máquina entregaría
toda su fuerza y podrían salir con el máximo peso que sopor-
taba la estructura.
El Flaco se dedicó entonces a consultar los diferentes mapas
que poseía para programar su ruta. De las tres horas y media
que tomaría cada trayecto, más de dos serían sobre el territo-
rio de la selva, lejos de cualquier alternativa en caso de pro-
blemas. Además, era notoria la discrepancia en la información
que aparecía entre los varios mapas editados sobre la región.

292
Sobrevuelo

De los tres consultados, las contradicciones desconcertaban.


Solamente coincidían en el hecho de localizar el caserío sobre
un río aparentemente caudaloso. El piloto concluyó que, de
alguna forma, al buscar aguas arriba o aguas abajo, en algún
momento debería encontrar el pequeño caserío. Además, si co-
rría con suerte, esto es, si no estaba descompuesto el motor
que le suplía la energía y tenían combustible para que se en-
contrase funcionando, podría recibir unos diez minutos antes
la precaria señal de una débil radio ayuda ubicada cerca de la
pista, según le comentó su jefe.
Los pasajeros arribaron en la madrugada al aeropuerto, con
irreprochable cumplimiento. Eso sí, fue inevitable la ansiedad
que demostraron por una duda que se hizo evidente tan pron-
to conocieron el tamaño reducido del transporte.
—Capitán —preguntó uno de los recién llegados, en tono bur-
lón, dejando entrever con ello el atrevido sarcasmo de su inda-
gación—: ¿Esta cosa sí puede con nosotros?
—Eso espero —respondió el Flaco, sin mostrar particular es-
fuerzo por ofrecer cualquier respuesta, que también para él
resultaría de alguna manera temeraria, mientras continuó su
labor de terminar la revisión de la aeronave.
La actitud de indolencia aparente por parte del piloto, en su
breve y desatenta respuesta, motivó en otro pasajero una ex-
presión de natural angustia. Evidentemente el comentario no
le había hecho gracia; por el contrario, se lo vio haciendo pu-
cheros en un intento para controlar su nerviosismo. El tercer
pasajero –una mujer– permaneció al parecer insensible ante
el ambiente de tensión de sus otros compañeros; no se le notó
preocupación distinta a la de consultar unos documentos que
portaba y leer un libro.
El pronóstico de la meteorología que se pudiese prever al mo-
mento del arribo al destino final se quedó en el aire. Allí, ni
tampoco cerca, existía alguna estación que proporcionara in-
formación y, en todo caso, el dato no aportaría mucho a la
seguridad del viaje: así hubiese una predicción, era época de

293
Domingo Vergara Carulla

lluvias y durante las varias horas que tomaría el vuelo sería


posible que el clima cambiara, con tendencia hacia cualquier
extremo impredecible. Nada garantizó que en el destino el pe-
queño avión no se topara con una atmósfera saturada de chu-
bascos y vientos endiablados. Sin embargo, el Flaco se imagi-
nó un día soleado con el mejor de los posibles escenarios.
De una pequeña greca que se hallaba dispuesta en el lugar pa-
ra el autoservicio, los pasajeros tomaron café, mientras llegó
el momento en el que el piloto ordenó el abordaje. Estaba justo
amaneciendo y empezó a desvelarse en toda la bóveda celeste
una hermosísima mañana.
Correteando entre otras aeronaves de mayor tamaño, también
madrugadoras, el diminuto Piper alcanzó la cabecera de la
pista y, sin detenerse, entró para iniciar su carrera sobre la
enorme recta. El ruidoso motor hizo sus mejores esfuerzos y
fueron dejando abajo la tierra sin sobresalientes pretensio-
nes. El Flaco enfiló el rumbo hacia los empinados cerros, pe-
ro fueron necesarias varias vueltas sobre la planicie antes de
lograr la altura suficiente que permitiera proceder hacia el
cruce de la cordillera, aun sobre el sitio por donde se observó
más bajo y accesible en aquella transparente madrugada. El
aire tranquilo permitió gozar el espectáculo del vuelo a tra-
vés de las montañas. La magia de remontar las alturas en
un aparato de tamaño en extremo reducido fue seduciendo a
los asustadizos pasajeros tanto que, con el paso del tiempo,
llegaron a sentirse muy a gusto, disfrutando el privilegio de
vivir aquella exquisita experiencia por fuera del libreto. El
mutismo se rompió y terminó convertido en una entretenida
charla entre amigos. Entonces, el tiempo transcurrió con im-
perceptible diligencia y pronto las ruedas hicieron contacto
en la pista de Villavicencio.
Fue apenas suficiente el lapso de la escala para rellenar los de-
pósitos de combustible y la caneca de reserva para el regreso.
Con presteza tomaron también algún alimento, que permitie-
ra soportar las más de tres horas de viaje que les esperaban,

294
Sobrevuelo

y volvieron a reanudar su viaje. El ascenso se desarrolló de


manera más bien lenta debido al demasiado peso a bordo de
la nave; sin embargo, ninguno pareció inquieto ni con asomo
alguno de premura. Ahora tenían por delante una planicie
ilimitada, que se prolongaba hasta llegar al destino previsto.
La nubosidad presente en la atmósfera era pobre y a la vista de
los viajeros lució tan infinita la sabana desde las alturas que el
horizonte se repitió monótono con pocas novedades. Los caños
bordeados de vegetación coloreada con variedad de tonos ver-
des, en su mayoría oscuros de la palma de moriche, irrumpían
en la pálida sabana, resultando una trama que seguía como
determinante el escaso desnivel de la llanura. En caprichosas
contorsiones los hilos de agua seguían el curso para aportar
sus aguas a otros cada vez más fortalecidos y, luego, a ríos de
algún caudal considerable que se explayaban a su antojo.
Ocasionales asentamientos de algunos ranchos o la casa de
cualquier hato ganadero salpicaban las orillas; sus detalles
por el efecto de la altura y la esporádica turbiedad de la at-

295
Domingo Vergara Carulla

mósfera, viciada por el humo de algunas quemas, se percibían


aún menos relevantes. Poca vida se presentía en aquellas so-
ledades. La aeronave por fin en aquel punto logró su altura
de crucero. Poco a poco la atmósfera se empezó a mostrar con
otro temperamento diferente. Apreciables masas de abulta-
da nubosidad fueron apareciendo en orden aleatorio. Entre
las formaciones lograron ver que cruzaron el río Guaviare.
El Flaco tuvo gran cuidado de sobrepasar exactamente sobre
la población de San José. Sería el último punto conocido con
certeza antes de orientar el rumbo para recorrer más de dos
horas de vuelo sobre la selva, únicamente con la ayuda de la
brújula. Allí el llano se cortó en un claro linde con la selva.
El río Guaviare se encargó de definir los límites sin mucho
esmero y para los viajeros fue quedando atrás la monótona sa-
bana. El pálido verdor, sólo estampado por una trama escasa
que cubría la superficie del terreno, pasó a ser una carpeta de
verdes intensos en el lienzo áspero que el dosel de gigantescos
árboles creaba.
Pronto la masa nubosa fue creciendo y se interpuso amenaza-
dora una gran tormenta en el medio de la ruta. El piloto sabía
que si pretendía llegar a su destino, no se podía desviar, ojalá,
ni un grado de su rumbo. Con atrevida confianza en sí mismo,
por su experiencia ganada en el avión más grande, mantuvo
la dirección y se fue adentrando en el mal tiempo. Al fin y al
cabo lo hizo cientos de veces a bordo del carguero. Pero rápi-
damente se presentó un deterioro severo de las condiciones at-
mosféricas. El Flaco quiso dudar pero no estaba acostumbra-
do. El devolverse no se contemplaba nunca y el desviarse sería
una locura. Extrañaba el tamaño de la aeronave sin acordarse
siquiera que le podría hacer falta la ayuda del otro tripulante.
El pasajero que se había mostrado más desapacible a la sali-
da, tratando de que se le entendieran sus palabras entre las
dos filas de dientes inmóviles rígidamente apretados, cuando
la pequeña avioneta inició sus violentos sacudones preguntó
muy temeroso, como pidiéndose un permiso:
—Capitán, ¿esto no está peligroso?

296
Sobrevuelo

—¡Ahh…! No creo —respondió el Flaco, por decir algo. No po-


día dejar conocer que él también sentía miedo por el tamaño
de la fuerte tormenta y, además, en la selva nunca se había de-
vuelto; allí nadie lo hacía por una situación tan común como
un mal tiempo. En sus vuelos por el llano, en un par de ocasio-
nes similares, aterrizó en una carretera que encontró debajo,
pero allí eso no sería posible. El azar insistió en dirigirlos tal
vez a lo peor de esa gran tormenta. Entre fuertes estrujones,
brincos y naturales sobresaltos, el Flaco esperó sobrepasar en
breve la desagradable pesadilla, como en alguna ocasión hubo
sucedido; sin embargo, la meteorología continuó implacable
por tiempo prolongado, reventando muy cerca de los viajeros,
sin dar tregua, intimidantes y deslumbrantes rayos. Algunos
de los relámpagos iluminaban siniestramente la cabina.
Cuando, después de un tiempo prolongado, en el que ya por la
fuerza los ocupantes del pequeño aparato habían ido aceptan-
do con obligado estoicismo su fortuito destino, la turbulencia
lentamente fue mermando y, ante la anhelada calma, se apre-
suraron a manifestar al cielo su agradecimiento. El Flaco, que
sintió alivio por que ya no le tocó manotear sin descanso para
mantener bajo control la nave cuando seguía las indicaciones
de los alborotados instrumentos, supo que la oscura nubosi-
dad no se convertía en un buen presagio. Era tan espesa que
parecía una pastosa mazamorra y en la selva esta condición
era tan inestable que no permitía hacerse muchas ilusiones.
De acuerdo con los cálculos que hizo del tiempo transcurrido
en el vuelo, concluyó que había llegado la hora de iniciar el
descenso. Sin presentarse un cambio sustancial, alcanzaron
la mínima altura que el piloto calculó segura, pero por el mo-
mento no tuvieron tierra a la vista. No obstante, sintió alivio
cuando la indicación de la radio-ayuda comenzó a dar señales
de vida. La aguja en el instrumento empezó a moverse con in-
certidumbre, a medida que avanzaron, guardando la altura mí-
nima en medio de las nubes; y al constatar que, poco a poco, se
fue haciendo más estable la señal, dirigió la nave directamente
a donde le indicaba la punta de la aguja en el instrumento.

297
Domingo Vergara Carulla

Llegó el momento en el que esta cayó, indicando que habían


sobrepasado la antena trasmisora, pero la espesa nubosidad no
dio tregua y no lograron ver nada más allá de los extremos de
las alas. A riesgo, El Flaco decidió bajar un poco más, esperan-
do tener algún contacto visual con el terreno. Efectivamente,
ahora las nubes empezaron a mostrarse desgarradas, permi-
tiendo observar pequeños espacios a través de los cuales fugaz-
mente podía verse la vegetación selvática. Ejecutando un brus-
co movimiento, aprovechó un hueco que les permitió quedar
bajo la capa de nubes, a escasos metros de los árboles, y tuvo
que hacer virajes continuos para evitar golpear las copas de los
más altos, que alcanzaban a perderse en la base de las nubes.
De repente, el terreno selvático se interrumpió y se encontra-
ron sobre un amplio espacio abierto sobre un río. Allí, el agua
corría encajonada en medio de dos grandes paneles de roca y,
poco después, a la orilla se observó el caserío. El Flaco respiró
tranquilo. Llegó a ver, por primera vez en su vida, la famosa
Araracuara, a la que sólo conocía como un punto negro en el
papel de cualquier mapa. Ahora tenía campo suficiente para
buscar la pista bajo las nubes o, a lo menos, eso fue lo que in-
genuamente creyó. Los pasajeros, en silencio muy respetuoso,
observaron cómo su capitán se desplazaba de un lado para el
otro. Pero como no conocían nada sobre procedimientos de
aviación, no era muy claro el objetivo que perseguía.
Después de dar muchas vueltas sin ver nada que se le parecie-
ra a una pista, el piloto decidió, un tanto apenado, preguntar
a sus pasajeros si alguno sabía dónde quedaba el dichoso cam-
po. En el intercambio de palabras que habían tenido no llegó
a tocarse este tema y resultó que ninguno había estado allí
anteriormente; todos llegaban allí por primera vez. Entonces
recordó que, entre los mapas y documentos consultados, ha-
bía encontrado una carta que describía la posición de la pista
en un dibujo. Nunca pensó que la visibilidad fuera tan escasa
que le tocara recurrir a tener en cuenta dicha información,
con esos detalles minuciosos. El vuelo en aquel monomotor
se consideraba que siempre se debía orientar por referencias

298
Sobrevuelo

ubicadas en el terreno. El gráfico mostró el aeropuerto muy


cerca al caserío y la antena de la ayuda al lado de la pista. La
aguja del instrumento indicaba desde allí, sin titubeos, una
dirección, pero en esa dirección, precisamente, se observaba
una colina muy pendiente, que se perdía dentro de la base
de la nube. No hubo sino una alternativa: definitivamente allí
tenía que estar la pista.
El tiempo fue pasando en el ajetreo, sin acudir mucho a la
conciencia; sin embargo, el combustible, ese sí, se había ido
consumiendo, sin perdonar ni un minuto del tiempo que lle-
vaban en el aire. La nubosidad no se movió y el Flaco tendría
que hacer algo. Tenía la gasolina para el regreso… ¡pero a bor-
do! Había que aterrizar, de todas maneras, para poder llenar
los tanques. Intentar devolverse a través del temporal hacia
San José tampoco era ya una alternativa, porque el carburan-
te remanente no lo garantizaba, y menos aún si se preveía
atravesar otra vez la formación de la tormenta. Entonces llegó
a pensar que sería mejor caer al agua en el río turbulento,
frente a la población, que estrellarse contra la montaña volan-
do a ciegas entre las nubes, en un intento por caer en tierra
firme. Los estarían viendo y con seguridad desde lanchas los
podrían ayudar. Tomar la decisión no era nada fácil.
Mientras hizo otros giros en el reducido cañón, de reojo miró
una vez más el diagrama que tenía del aeropuerto. Habiendo
resuelto no intentar ya el regreso el combustible restante le
permitió, al menos por ahora, familiarizarse mejor con el te-
rreno y no actuar apresuradamente. También descartó, por el
momento, la locura de caer al río. Se elevó, entonces, de nuevo
en el espacio para tener visibilidad entre la selva y las nubes.
Intentaba orientarse siguiendo la indicación que le había dado
la radio-ayuda; no obstante, en repetidas ocasiones se le cerró
el camino y se vio obligado a ascender de inmediato para pe-
netrar a ciegas las nubes en su escape. Luego de lograr una
altura segura, de acuerdo a los datos de la carta, acechaba pa-
ra, a través de cualquier espacio reducido, volver a descender
y continuar en el intento de aterrizaje.

299
Domingo Vergara Carulla

Poco a poco fue adquiriendo temeraria confianza en la manio-


bra y se familiarizó con el cerro sobre el cual presumiblemente
se encontraba el aeropuerto. Pronto descubrió que si aguanta-
ba un poco, lograba ver espacios fraccionados de la pista. Así
se fue ubicando mejor, aunque la maniobra exigió ejecutar rá-
pidamente virajes muy forzados para evitar colisionar contra
los árboles. Como la angustia fue en aumento, cada vez le im-
portó menos asumir un mayor riesgo para volar en el exiguo
espacio que, de manera intermitente, permitió la precaria visi-
bilidad. Al hacer los virajes para esquivar los árboles perdía el
rumbo y, por breves instantes, su atención se dirigía a mirar
nuevamente hacia el instrumento que lo ubicaba, pero, enton-
ces, perdía necesaria atención al veloz desplazamiento. Pene-
tró con tanta frecuencia las nubes, presumiendo que detrás
continuaría la misma selva que, de repente, al salir de una
de esas pasajeras nubosidades tuvo una visión espeluznante.
Estaban a punto de chocar con la rígida antena metálica que
trasmitía la señal y que se erguía varios metros sobre el terre-
no. El Flaco no tuvo tiempo de nada. Instintivamente viró para
esquivarla. No supo a que distancia pasó de la estructura. Po-
co menos de un metro; unos centímetros, tal vez.
El Flaco volvió a su realidad. Estaba haciendo una locura y
por fortuna no se accidentaron, pero por ello tampoco terminó
la pesadilla. Continuaron en el aire. Se atrevió a contemplar
fugazmente la otra alternativa, pero también revestía dema-
siado riesgo. El río era caudaloso y si no corrían con mucha
suerte podrían ahogarse. Además, el avión con seguridad se
perdería. El Flaco decidió acudir a la ayuda que pudiese darle
el pasajero que tenía a su lado. Fue quien miró con sarcasmo,
mientras prepararon la salida, la extrema pequeñez de la ae-
ronave. El hombre atento recibió la instrucción para su tarea
y en adelante le fue informando al piloto los cambios en la
dirección que hacía la aguja. Esta notificación le permitiría
no desatender ni por un instante la trayectoria de su avioneta.
Guardando una altura prudencial y con la valiosa ayuda del
vecino, logró encontrar entre las nubes fracciones de la pista y

300
Sobrevuelo

así se fue ubicando, imaginando lo que permanecía tapado por


la niebla. Varias veces tuvo a la vista la cabecera pero se encon-
traban a mucha altura o iban muy rápido o no estaban en la
dirección correcta. Tras algunas otras vueltas como jugando
a la ruleta, por fin cayó la bola en el numero premiado y les
apareció justo el lugar para poder aterrizar, ahora sí con una
velocidad y una altura que le permitieron al piloto, con una
rápida maniobra, felizmente parar en tierra firme la avioneta.
Una vez desembarcaron y luego de atender al hombre a cargo
de los equipos de trasmisión, que se les acercó para intentar
explicarles cómo fue que el avión pasó tan cerca de la antena
sin tocarla, el piloto bajó con sus pacientes pasajeros al ca-
serío para tomarse un corto descanso y enseguida regresar
al campo para poner la gasolina en los tanques y prepararse
para el regreso. Por suerte para él y quienes lo acompañaron,
ahora la tormenta había completado su ciclo, descargando to-
da la furia, y el sol brilló en todo el recorrido.
El Flaco siguió sus vuelos y poco tiempo después salió con
destino a la región de la costa norte. Allí pasaría varios días
atendiendo compromisos con una empresa petrolera. Esa ma-
ñana, cuando preparó el vuelo, ya se reportaron condiciones
meteorológicas adversas en la ruta que debía seguir; pero iba
solo y se sintió muy capaz de enfrentar lo que viniera.
Como no había tiempo que perder, despegó tan pronto todo
estuvo listo. Tal como se había previsto, la primera hora, que
correspondió a territorio montañoso, debió soportar un clima
tormentoso; no obstante, permaneció todo el tiempo inmerso
entre las nubes con estrujones soportables, pues la turbu-
lencia no se presentó severa como se hubo pronosticado. El
tiempo transcurrió sin tedio ni temores. Ya la costumbre de
volar guiado por los instrumentos le permitió tomar con tran-
quilidad el rutinario asunto. Al ingresar a la región donde
empezaba la planicie, el tiempo cambió radicalmente y pudo
aterrizar en el aeropuerto de Corozal con un sol esplendoroso.
El entorno bajo aquel sol de brillo tan intenso a través del cielo

301
Domingo Vergara Carulla

despejado y el sosiego del aire de aquel medio día, produjeron


en el lugar un calor en extremo bochornoso. El piloto sudó
copiosamente mientras revisó la nave, le adicionó combustible
y dirigió el embarque de sus dos únicos pasajeros. Ellos abor-
daron con destino a Montería. Sería un trayecto corto, con
cielo despejado y sobre terreno de suave topografía. No hubo
ningún motivo para preocuparse.
El vuelo transcurrió pacíficamente y el capitán descendió para
buscar en la vecindad de la ciudad el aeropuerto. Todos alcan-
zaron a observar la torre a lo lejos,y el piloto reportó la posi-
ción por la cual se aproximaban; el radio-operador respondió,
dándole las instrucciones para que procediera a su llegada.
En esas el motor repentinamente se detuvo. En medio del si-
lencio inesperado al desvanecerse el sonido de la máquina, el
Flaco procedió con celeridad a llevar a cabo lo que tantas veces
le enseñaron. Ahora no estaba en un entrenamiento, ni mucho
menos estaba jugando a la ocurrencia de una falla cerca de
una pista.
“Velocidad y campo”, recordó, muy fácil, de la lección tantas
veces repetida durante los entrenamientos.
Velocidad: El motor deja de producir potencia, y si no baja la
nariz de la avioneta para que inicie un descenso, la velocidad
se reduce y, si se descuida, cae en barrena, con la muerte ase-
gurada.
Campo: Tiene que ir decidiendo ya dónde tendrá que acomo-
dar su caída, de manera improvisada dentro de lo que está a
su alcance, pero inmediatamente, mientras el aparato sigue
imperturbable en el resuelto descenso.
Una carretera pavimentada estaba justo bajo la aeronave.
Siempre oyó que era una buena opción y podía ser tenida en
cuenta… pero esta era angosta y pasaban muchos carros. Po-
dría ocasionar una tragedia aún mayor que si se accidentaban
en otra parte. Por lo tanto, la descartó inmediatamente. A la
derecha, un pequeño caserío al lado de un caño rodeado de te-
rrenos bajos, palmeras y árboles medianamente corpulentos.

302
Sobrevuelo

A la izquierda, un extenso cultivo de arroz. La opción sin duda


más apropiada, pero si lograba superar las cuerdas de energía
que pendían a los lados de grandes torres y se interponían en
su paso. Sería apenas posible esquivarlas si no cometía erro-
res y contaba con un poco de suerte. Nancho, su amigo de la
escuela, se había matado cuando trató de evitar con su avión
unas cuerdas como aquellas, posiblemente sin la ayuda de la
suerte. Ante el recuerdo de la escena, por un instante volvió a
contemplar la alternativa de caer en la carretera, pero varios
vehículos la estaban ocupando.
Las cavilaciones le tomaron algunos instantes más y definió
buscar su contacto con la tierra en el campo de arroz sin más
dilaciones. Por lo menos posiblemente no involucraría a más
personas dentro de las víctimas. Y todavía le quedaba mucho
por hacer. Por la frecuencia emitió, con un breve alarido, las
palabras comunicando a la torre de control la grave situación
de la emergencia. No se preocupó por saber si lo escucharon
y siguió con su trabajo. Mientras intentaba no errar en su
juicio para intentar sobrepasar con éxito las cuerdas, siguió
con una lista de carácter obligatorio antes de caer, para che-
quear si algo que se pudiera corregir fue de pronto la causa
del problema.
Ocasionalmente se lograba poner a funcionar de nuevo la má-
quina. Revisó que el tanque de la gasolina que tenía seleccio-
nado no se hubiese agotado. Activó las bombas alternas de
presión de combustible. Si la bomba mecánica hubiese fallado,
con esta acción se superaría el problema. Entretanto, los dos
pasajeros, por fortuna, habían guardado la calma y no dis-
trajeron su quehacer. Volaron por encima de las cuerdas, pa-
sándolas cerca pero superándolas eventualmente. Entonces,
adelante quedó libre el amplio campo de arroz, aparentemente
llano, lo que les permitió un poco de optimismo. Hasta último
momento el Flaco se atrevió a guardar la esperanza de que el
motor reaccionara. Aunque el escenario no aparecía ya tan
azaroso, allí podía pasar cualquier cosa.

303
Domingo Vergara Carulla

Más temprano que tarde se terminó por agotar el tiempo y lle-


gó el momento del porrazo. Muy cerca de tierra el piloto aca-
bó de bajar las aletas y cerró la llave del combustible. Luego,
justo antes de caer, desconectó toda la energía para evitar un
corto circuito y reducir la posibilidad de un incendio. Hasta
ese instante el Flaco pudo controlar lo que estaba haciendo.
Todo lo demás sucedió muy rápido y los ocupantes, en esta-
do de impotencia, sintieron cómo la avioneta, al tocar tierra,
desaceleró bruscamente y se dio la vuelta. La vegetación se
deslizó pegada al vidrio, llenando todo el escenario, mientras
sus cinturones los retuvieron con mucha fuerza, evitando que
salieran despedidos contra el vidrio de adelante. Luego, que-
daron pendiendo de ellos.
Con el mundo vuelto un caos, invertidos y colgados, observaron
por todas las ventanas una maraña de plantas y hojas aplasta-
das. Del motor empezó a salir humo. De inmediato se generó
la máxima alarma y uno de los pasajeros, sin caer en cuenta
de su posición, se soltó el cinturón. Cayó de cabeza torpemente
sobre el techo, pero se incorporó con rapidez y salió detrás de
su compañero y del piloto que ya corrían a través del panta-
noso arrozal, para mirar desde lejos en qué terminaba el per-
cance del que salieron ilesos, gracias a la pericia del piloto. El
fumarada resultó por suerte no ser más que el vapor del agua
generado por las piezas hirvientes del motor al contacto con el
lodo, y alguna vegetación que llegó también a chamuscarse. El
temor cesó cuando dejó de salir definitivamente el humo.
Los pasajeros agradecieron al cielo y se atrevieron a regresar
a la nave para tomar sus pertenencias. Luego, por entre el
pantano, se dirigieron al aeropuerto para tomar otro avión
que los llevaría a la capital. Por su parte el Flaco, ya con la
tranquilidad de haber logrado superar la azarosa situación,
consiguió la ayuda necesaria para recuperar el avión, que por
suerte no había sufrido mayores averías, y así poder retornar
a su sitio de operaciones.

304
Sobrevuelo

Compañeros en alas

S i no se salvan de un final ni tan siquiera historias que


se pretenden rigurosas, aún menos puede ocurrirle a las que
se permiten insertos libertinos. Cuando las hojas que se han
venido leyendo ya se agotan, es justo entender que para todo
hay un desenlace, que bien se viene encima, y cada quien pro-
pone a su buen antojo su finito.
Cualquiera sea la categoría que usted, estimado lector, ejer-
ciendo su derecho a creer o no a pie juntillas lo que aquí se
dijo (¡que ocurrió como se dijo!), o le conceda la premisa de
contener incluidos desmanes novelados (igual, la realidad tie-
ne a bien ocurrir de esta manera), son pocas las hojas que le
quedan a este escrito por delante. Y es claro, por esto último,
que para los personajes que aun en ella viven se les aproxima
necesariamente su hora de marcharse. El autor deberá acallar
sus vidas como sea, permitiéndose para ello respetuosa cir-
cunspección y aun consentir algún duelo en el proceso, o sim-
plemente acceder a aquella inmisericorde insolencia, caren-
te de piedad alguna, con la cual el destino se antoja asignar
un incierto final a cada ser que tiene vida, quizás soportando
aquella desventura con prudente acato, aunque tal vez apues-
te a que algunos, en su desespero por huir de este impredeci-
ble cierre, las más de las veces muy dramático, se escabullan y
puedan quedar volando para siempre.
Dicho lo anterior, se debe aclarar que, luego de los hechos que
se consignan en este relato, trascurrieron muchos años y los

305
Domingo Vergara Carulla

personajes de esta historia fueron cayendo en el olvido. En el


entretanto, la industria de la aviación desarrolló ayudas para
el vuelo que les permitieron a los pilotos llegar a su destino
con el riesgo de errar en tan sólo algunos metros. Pudieron
dejar de lado que para hacerlo debían procurar la ubicación
de un río, y por qué no, después de un caño, y luego de en-
contrarlo, hallar aquella curva con la forma de una panza o
de cualquier otra figura caprichosa que se le asignara; allí,
o cerca, quedaba esa pista donde debían aterrizar en la ma-
nigua, haciendo malabares entre nubes bajas o pertinaces y
endemoniados aguaceros, corriendo el riesgo de perderse en-
tre ese ir y venir, tratando de encontrar el único y menudo
terreno disponible. Cuántas veces se agotaba el combustible y
se enfrentaban a caer a tierra y morir en el medio de cualquier
parte, o si el Cielo tenía a bien consentirlos aquel día, el sol
brillaba y, desde muy lejos, ya avistaban su destino.
También los aviadores entraron a disfrutar de los radares a
bordo de sus naves, que les permiten detectar las condiciones
meteorológicas más adversas y lograr que sea sólo un vago
recuerdo del pasado el juego con el azar, que quizás corres-
ponda a lo más tenebroso de la celda, cuando penetraban la

306
Sobrevuelo

tormenta que acechaba en la ruta y que, con poder asesino,


se camuflaba. Ahora pueden bordearla con tranquilidad por-
que, además, tienen la información para evadir aquel verdugo
y seguir luego a su destino sin tener que entrar en aquella
diversión de ponerle la cola al burro donde corresponde, con
los ojos bien vendados. Y cuando alguno pretenda volar a Ara-
racuara, encontrará, muy a la mano, un pronóstico del tiem-
po que, a lo menos, le permitirá con alguna precisión prever
dónde se mete.
Durante el indeterminado lapso de estos años que pasaron,
cualquier día se escuchó la noticia sobre un dramático acci-
dente. El informe precisó que un pequeño avión, de dos mo-
tores, se vino a tierra de manera incontrolada. Al parecer, se
produjo un fallo en uno de estos y por cualquier razón su pilo-
to no pudo dominar la nave. Al caer sobre algunas viviendas,
estalló en llamas. Dentro de las varias víctimas mortales que
dejó este trágico suceso, quedó incluido su piloto. Se llamaba
Juan, según dio a conocer el informativo de aquel día.
No lejos en el tiempo, en un día soleado, Tomasito volaba en un
tranquilo crucero de rutina sobre la extensa selva. Se le apagó
otra vez, como años atrás en el Aeronca, el único motor que
impulsaba su aeronave. El suelo de esa zona estaba formado
por firme roca y lo cubrían arbustos que tozudamente preten-
dían crecer, pero no pasaban de talle raquítico y escasa altura.
Antes de caer, logró que alguien lo escuchase e informó de la
emergencia que enfrentaba, y dio su posición con exactitud a
los colegas que también transitaban por la zona. Sus amigos lo
localizaron con providencial rapidez en medio de la inhóspita
maraña y le pudieron botar desde sus aviones abrigo y alimen-
tos para que soportase el paso de la noche.
“Aparentemente está lesionado”, dijeron los que por allí pasa-
ron en aquellos sobrevuelos, y narraron que lo vieron mover
el brazo en un intento de agradecer por su presencia. Esta
vez Tomasito no se podría encaramar en ningún camión con
los maltrechos restos de su nave para llevarlos de regreso a

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Domingo Vergara Carulla

casa, y quizás estuvo seguro de que, ahora sí, la autoridad


haría una investigación exhaustiva de la falla. El esfuerzo de
sus amigos, enhorabuena, rindió frutos y les permitió llegar
al sitio temprano al otro día. Lucho, un amigo de los pocos,
avanzó con dificultad, abriéndose camino por entre los arbus-
tos, desde el sitio donde pudieron descender del helicóptero. A
través de la enredada vegetación, se esforzó por aproximarse
con la mayor velocidad que le permitió el estorbo de los arbus-
tos. Entre brincos, zancadas y premoniciones agitadas, por
fin tuvo a la vista la avioneta accidentada y corrió hacia su
colega para abrazarlo y compartir emocionado la excitación
maravillosa que sólo se puede sentir cuando se ayuda a un ser
a quien se quiere.
Tomó su mano, ya ausente de calor y enteramente agarrota-
da, y observó cómo sus ojos proyectaban la mirada con obs-
tinación a un punto fijo. Quizás Tomasito le quería indicar a
su buen amigo que también mirara hacia allá, hacia donde él
ahora se encontraba: su mirada se dirigía con puntual embe-
leso hacia el cielo despejado. Lucho intentó entonces reprimir
con valentía su dolor. Entre sus dos manos cogió la que su
amigo le tendía, y la apretó con mucha fuerza; luego la zaran-
deó y la acercó hacia su pecho, mientras sentía que con rebel-
día se le quería escapar el alma. Sus ojos no pudieron retener
las primeras lágrimas que, traidoras, le brotaron. Después,
luchando contra los pucheros que torcieron su rostro hasta
darle la expresión de una tristeza insoportable, las dejó correr
en abundancia sin recato.
Y otro día cualquiera, uno de los tantos de todos aquellos que
pasaron, Potroloco salió en vuelo hacia la selva. Avanzadas
las horas de la tarde, por cierto, muy cerca del ocaso… No fue
hasta el día siguiente que… ¡Esperen, esperen! Lo que pasa es
que Potroloco ¡aún no ha regresado!
Darío: de él dicen por ahí que aún está con vida, aunque ya no
se le ve por el aeropuerto donde tiempo atrás, con su desborda-
da juventud, se atrevía a soñar, compartiendo con un potpurrí

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Sobrevuelo

de seres la ilusión de un futuro impredecible, mientras llenaba


de combustible los tanques de aviones que llevarían a otros
soñadores a alcanzar distintos cielos. Ya no se pasea por “Van-
guardia” de un lado para el otro, disfrutando al hacer los sus-
picaces comentarios, que generaban deliciosas carcajadas. La
vida de este hombre debe transcurrir en algún lugar remoto y,
seguramente, será tan sólo un vulgar recuerdo en la memoria
de lo que algún día pudo haber acontecido. Si se rencontrase
con sus amigos aviadores, de su envejecido rostro emergería
una forzada y estúpida sonrisa, por demás inexpresiva, acom-
pañada de la mirada de sus ojos que intentarían enfocar un
limbo imaginario; y el infructuoso esfuerzo de aquel pobre
viejo podría ser no más que para no defraudar a aquellos que,
desde tan lejos, vinieron a darle el emotivo saludo de antiguos
amigos, persiguiendo, ellos, una extinta juventud que se hubo
desvanecido para todos. Darío, aquel Darío, ¡aquel amigo!
Del Flaco se supo que voló muchos años más. Posteriormente
fueron decenas de miles sus despegues. Durante millares de
horas siguió disfrutando ese cielo que nunca dejó de ser tan
suyo. Transcurrió ese otro tiempo, eso sí, en una aviación de
elegante saco, corbata, escudos y doradas charreteras, reco-
rriendo los cielos en grandes y veloces aeronaves. Pero tam-
bién pasó el tiempo y llegó el día en el que, con obligada re-
signación, debió aceptar que había perdido “el Don de Volar”.
Nunca más volvió a empuñar aquellos mandos para echarlos
hacia delante y sentir que los motores rugieron impetuosos,
generando la potencia necesaria para lograr velocidad con
la cual elevarse y alcanzar los cielos que tantas veces fueron
suyos. Llegó el día que el Flaco ya no pudo merecer más su
propio Cielo.
A la entrada de un aeropuerto de la historia, un parque con
frondosas plantas, de follaje verde intenso, y vistosas flores
coloridas, se observan aún con vida unos viejos mangos venci-
dos por los años, y en las madrugadas, la brisa suave sigue a
través de ellos portando el delicado aroma del aire purificado
por la vegetación de la llanura. En un extremo de aquel lugar

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Domingo Vergara Carulla

campestre, en donde la naturaleza brota exuberante, se ob-


servan tres lápidas desgastadas, de tono gris mate desteñido.
Ellas, distintas entre sí, guardan un orden cronológico.

Primero fue dispuesta una que pretendió acoger para la pos-


teridad el testimonio de unos seres románticos que, al prin-
cipio, sobrevivieron por un tiempo; después se acomodó otra,
con el mismo empeño, y que ya incluyó algunos de los que se
tomaron el trabajo de iniciar aquella serie; y posteriormente,
otra más, por obligadas actualizaciones. Sobre ellas están gra-
bados muchos nombres –por no decir, de una vez, que fueron
demasiados–, todos ellos de pilotos que se supo que murieron
o, simplemente, que desaparecieron para siempre.
“Homenaje y testimonio de gratitud a los compañeros en alas
caídos y desaparecidos” son las palabras que encabezan la pri-
mera lista, casi interminable.
“En homenaje a nuestros queridos compañeros muertos y des-
aparecidos”, encabeza la segunda, igualmente numerosa.
Se pretende que las palabras que cierran la tercera expresen
la resignación de los pocos que se reunieron para recordar a
los compañeros que se fueron. “Sus almas están con Dios. Sus

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Sobrevuelo

cuerpos en la tierra pero sus corazones con nosotros siempre


estarán”.
La apariencia de las piedras ya es discreta, consumidas por el
paso de los años. Se torna imposible leer muchos de los nom-
bres que alguna vez allí fueron esculpidos. Se han ido esfu-
mando, a la par con la memoria de estos hombres a quienes se
procuraba brindar un homenaje que soportara el paso de los
años. Incluso el recuerdo de estos aviadores se negó a subsis-
tir en ese trozo de mármol que se creía perdurable. El antoja-
dizo transcurso de la vida, sin distingo, atropella por igual a
los soñadores y a sus sueños.

Las recordaciones de esta historia quizás para unos pocos no


pasen al olvido. Por el contrario: Ojalá para estos, que tuvie-
ron la dispensa de vivirla, la experiencia haya sido algo más
que una actividad; haya sido la vivencia de una pasión intensa
e insospechada, o, por qué no: ¡haya sido un privilegio que se
evoca con nostalgia!
De aquellas piedras corroídas de repente brota vida, con flui-
dez extraordinaria. Cuando se lee allí el nombre de buenos
amigos, estos se presentan de forma tan real y sorpresiva, que
su comparecencia produce plácido delirio. Su voz se escucha,

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Domingo Vergara Carulla

se perciben sus sonrisas; sus ojos vuelven a mirar con alegría.


Dejando volar un poco la imaginación, de manera disoluta,
durante un instante se deja presentir, en efímero éxtasis, otra
vez la realidad de su existencia. La Virgen de Loreto, solitaria,
les dispensa compañía y cuida de ellas, pero su sentido com-
promiso cada día se torna más complejo. Ya alguien sugiere
quitar ese adefesio porque su presencia resulta tan siniestra
que asusta a los viajeros. Seguramente, ella, la Virgen de Lo-
reto, también se tendrá que ir un día cualquiera.
En aquel Llano, colmado de todos los embrujos, ¿a dónde se
habrán ido tantos que nos hacen tanta falta?, ¿dónde estarán
que aún no han regresado? ¿En qué reino fascinante de la lla-
nura andarán retozando sus espíritus Doña Lilia, Potroloco,
Juan, Tomasito, Fernando, también Nelson (hijo de Lucho),
Manuel, Germán, Pier, Julio, Antonio, Ofelia, Alberto y Ernes-
to, Nancho, García, el Flaco… ¿El Flaco? ¡No! Él no se ha ido!
¡Y no se irá nunca! El Flaco no se irá nunca, mientras disfrute
del “Don de Soñar”.

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Sobrevuelo

Epílogo

P ero… Y cuando por fin se vaya…


—Sí, cuando por fin se vaya…
—Cuándo el Flaco por fin se vaya, ¡no se atrevan a pensar que
se ha marchado!
—¡Shhh! ¡Silencio! No hagan bulla… ¡El Flaco está soñando!

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Domingo Vergara Carulla fue el sexto de siete hijos y el menor de los hombres
de la familia. Desde pequeño fue muy callado y observador. Le gustaba traba-
jar para ganar su propio dinero y valoraba cada centavo que ganaba. Cuando
tenía entre siete y ocho años le propuso a su padre que le prestara una suma
de dinero para comprar unas gallinas y poner un negocio de venta de huevos,
aprovechando un gallinero abandonado que había en la casa. Así lo hizo y llevó
las cuentas en un cuaderno donde registraba “las prestancias” (las ganancias),
“las perdencias” y “las pagancias” que hacía a la deuda con su padre, demos-
trando así sus más características virtudes: transparencia, honradez, cumpli-
miento y método, con el dinero y en su vida.

Cuando terminó el bachillerato le dijo a su padre que quería ser piloto. Sus
hermanos mayores ya se habían graduado o estaban cursando estudios univer-
sitarios. A su padre no le pareció apropiado que uno de sus hijos no estudiara
una carrera universitaria y no lo quiso apoyar económicamente en ese proyec-
to. Entonces, como le gustaba mucho el campo, entró a estudiar zootecnia a
la Universidad Nacional, pero al finalizar el primer año se retiró. Compró una
motocicleta y se fue a recorrer el país, por el Meta, Guaviare y Caquetá. Luego,
trabajó con uno de sus hermanos, Francisco, quien tenía un aserradero en Tu-
maco. Con el dinero que ahorró durante este periodo y la ayuda económica que
le brindó Francisco, logró realizar sus estudios de aviación y comenzó lo que
sería su vida como piloto, llena de aventuras, alegrías y riesgos, pero siempre
con una pasión única por su carrera.

Domingo se casó en 1989 con María Josefa Echeverri, con quien tuvo a sus dos
hijos, María y Daniel. Se caracterizó por ser un papá completamente entregado
a sus hijos, inculcando siempre en ellos los valores de la honestidad, el com-
promiso y la humildad.

Luego de su jubilación en el 2001, a los 51 años, comenzó a escribir Sobrevue-


lo. Primero, como un hobbie, pero luego, a medida que iba recordando nuevas
aventuras y empezaba a estudiar más acerca de la escritura, el libro fue toman-
do forma. Durante varios años se dedicó a editar y pulir sus textos, mostrando
siempre gran entusiasmo en poder compartir sus experiencias. En abril del
2014 falleció Domingo y unos meses más tarde María y Daniel retomaron los
documentos dejados por él en su computador y decidieron hacer esta publica-
ción en memoria de su padre, de modo que sus palabras queden plasmadas en
papel, como lo están en el corazón de ellos, para siempre.
E l Flaco llegó a preguntarse qué tan seguro
sería aquel invento al que le podían ocurrir tal
número de inquietantes averías, y se cuestionó, no
pocas veces, si su empeño por seguir buscando su
futuro en el vuelo implicaba una osadía irrespon-
sable que, quizás, podía pagar muy cara –incluso
con su vida– o, tal vez, un morboso masoquismo
por cuenta de un riesgo por demás cantaleteado.

No obstante, siempre concluyó algo totalmente


opuesto y muy distante; todas las veces terminó
por aceptar para sí una respuesta clara y contun-
dente: ¡Privilegio de muy pocos!

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