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Miroslav Holub
LA VIDA DERRAMADA
Una rata almizclera, Ondatra Zi-bethica Zibethica (Linneo, 1766), cayó en nuestro
estanque. El pozo es-taba vacío, a excepción de un pequeño charco formado por
el deshielo invernal. Trataba de abrigar su piel parda contra un rincón, mientras
me miraba con sus ojos salvajes y asustados, y su cola desnuda y. enlodada
permanecía quieta. Antes de que pudiera encontrar un instrumento apropiado para
sacarla de allí, un vecino que pasaba (poco familiarizado con los roedores
seguramente) concluyó que se trataba de una rata gigante, tan sanguinaria como
un tigre y tan infecciosa como una plaga hospitalaria. Tornó a casa por su
escopeta y disparó sobre el animal hasta reducirlo a un bulto amorfo del que sólo
se distinguían las patas traseras y los dientes pelados. Había sangre en las
paredes y en el fondo del estanque; aquel bulto era una masa sanguino lenta, y el
charco se había convertido en un pequeño mar rojo. La cacería había terminado, y
yo tenía que afrontar las consecuencias. El género humano se divide en
cazadores y... aquellos que tienen que pagar los platos rotos.
Sepulté el cadáver del intruso bajo los abetos del jardín y limpié con un trapo la
pista de tiro. Puesto que el estanque carecía de drenaje, la limpieza se convirtió en
un ejercicio de persecución de la sangre, tan emocionante como escuchar la
Sinfonía del adiós de Haydn, con la aguja que en el mismo surco. De modo que
me puse a reflexionar acerca de la sangre La sangre no consistía tan sólo en
materia desagradable que, en condiciones normales, permanecía dentro de la
rata; era también su secreto de vida vertido hacia fuera. (...)
La rata había sido lanzada a tierra de cualquier modo desde su mar interior.
Millones de glóbulos rojos se coagulaban y desintegraban, al tiempo que las
moléculas de hemoglobina eran incapaces de discernir cómo y dónde transferir
sus cuatro moléculas de oxigeno. (...) Entre la maraña de proteínas de
desintegración había glóbulos blancos, vivos tan vivos como las células que
vemos a través de un microscopio. (...)] Millones y millones de glóbulos blancos
naufragaban en ese breve océano que se enfriaba, en el cemento, en el trapo, en
la exprimida piel de la rata. Confundidos por la desacostumbrada temperatura y la
concentración de sales, carentes de signos adecuados y sin el palpitar del
endotelio vascular, permanecían pese a todo vivos y a la búsqueda de lo que
estaban destinados a buscar. (...) Y aquí y allá, una célula mustia se dividía para
dar origen a dos nuevas células últimas a que daría origen.
A pesar de las pérdidas considerables estas inagotables tropas de defensa
continuaban protegiendo la rata contra la arena, el cemento, el yeso, el algodón y
la hierba. A nombre de una identidad ya sepultada bajo los abetos, libraban lo que
sería su última batalla.