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Un alambre coincidía con el horizonte / donde se posaban unos pájaros enormes / y el hilo de la tierra
se encorvaba/. Cuando alzaban vuelo, de repente, / el alambre subía y bajaba, entre el cielo y el suelo /
en eso que llaman la marcha dialéctica.
DANIEL CALABRESE
El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.
FRIEDRICH HEGEL
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ESTRELLAS MUERTAS (TESIS)
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EXTINCIÓN DE DOMINIO
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¿Es un sol estéril,
una luna perpetua,
el símbolo abandonado por su amante?
Sobre el techo, las galaxias vibran.
Entre las paredes el idioma tiembla,
aferrado al vacío con dientes y uñas,
un segundo antes de su demolición.
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LISTA DE PENDIENTES
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Meter la basura del día que agoniza en la botella.
Trepar al tejado, lanzarla al cielo, gritar auxilio:
en los confines de la galaxia viven héroes
dispuestos a rescatarnos con una pócima telepática.
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DERECHOS DE AUTOR
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ACTA DE DEFUNCIÓN
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Al nacer era un cadáver,
pero aún arde en la pira funeraria.
Lo mataron de no hablarle,
nadie recordaba su verdadero nombre,
nunca aprendió la lengua invisible en que se apela la muerte.
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DICCIONARIO INCONCLUSO
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CARTA DE NAVEGACIÓN
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No volverás a nacer si al final del viaje,
sobre aguas impasibles,
tu epitafio reza: Aquí no flota nadie.
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CERTIFICADO DE LIBERTAD
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SIGNO ZODIACAL
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PRONÓSTICO DEL TIEMPO
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SERVICIO AL CLIENTE
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PROPIEDAD PRIVADA
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SENTENCIA ANTICIPADA
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ÚLTIMA CENA
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TESTAMENTO ABIERTO
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Aunque transmigraron de repente,
dejaron su profecía tatuada en el vientre de las cuevas.
A los hijos que no tuve ni tendré:
la certeza de que el deseo
no consumado es el único que nos colma.
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PLIEGO DE PETICIONES
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MEMORIAL DE DESAGRAVIOS
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AUTOBIOGRAFÍA (ANTÍTESIS)
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ETERNO PRESENTE
Se fuma el último Pielroja de su vida en la boca del Hospital La Samaritana. Lanza volutas a la sonámbula
noche mientras espía el reflejo del charco. Pisotea la colilla como una cucaracha. Antes de enfundarse el
traje de enfermo, se despoja de la gabardina que resplandece al evocar las caricias de la plancha. Ni por
un segundo comparte el temblor de sus piernas con la porfiada muerte. Con la mano diestra levanta la
botella para brindar con el pronóstico de derrota. La empuña tras ordeñar la intemperie y darle vueltas al
volante del camión como si cada jornada de chofer fuese una inagotable pieza de baile. Con la izquierda
desenfunda el machete en la víspera de El Bogotazo, escribe con letra cursiva en el aire la afrenta de
quien no lo visita en el hospital y parte en dos trozos iguales el pan que su mujer ha amasado a espaldas
de la tuberculosis. Siembra en el regazo de cada vecino una mitad de sol efímero. El abuelo Aureliano
tiene la misma edad que yo tengo en esta página cuando deja atrás La Samaritana cien días después del
último Pielroja. Se aleja de la muerte rejuvenecido como un puñal recién afilado bajo la llovizna que
aplaca la sed de revancha. Mientras pongo punto final a su historia, afuera del hospital se desvanece otra
voluta y sobre la cama vacía muere la tos de pobre desterrada de su pecho a última hora.
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LINAJE SAGRADO
Antes de que rieras por primera vez, tu padre sepultó dos estrellas apagadas que nos vigilan desde el
reino del destierro. Nunca terminamos de despedir un muerto: tarde o temprano brotan de su tumba
azucenas. Dolores y Esperanza las bautizo en esta hoja. Aquí las amo con la tenacidad de la tormenta y
las añoro como se añora al sol en el altiplano. Juntos escribimos un juramento inmortal: nos adentramos
en el bosque de palabras hasta tendernos en la pradera de la nostalgia. Sus huesos crecen bajo la tierra
mestiza donde los taitas de los taitas criaban frutos de todas las edades. Sus almas flotan en nuestra
mirada como la cometa que al romperse la atadura se cose para siempre a la memoria del testigo. Son
hijas de sus hijas: madres de sus madres. Antes de que rieras por primera vez, el abuelo Francisco te
cargó de rodillas hasta el altar del Señor de Monserrate. Mientras la sed humedecía el calvario, le rogaba
al ídolo que escribiera tu destino con las letras adoloridas de la palabra padre. Eres tú quien atiende cada
día esa plegaria: aún te veo exorcizar la lejanía de tus hermanas lanzando conjuros de sahumerio a la
intemperie.
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ARGENTINA CAMPEÓN
Mientras escarbo en el grito de esa tarde tiembla la casa desdibujada de la memoria. Pregúntale a 1978
la voz del primer recuerdo. No es el coro de Vagabundo que aún vibra en la cuadra. Tampoco el parte de
victoria con que la cadena Melodía festeja la derrota de la viruela ni la pantalla que susurra al augurarnos
vida eterna en tecnicolor. No éramos multimillonarios como los Ewing de Dallas ni lo seremos en esta
vida. ¡A quién le importa! Nací en cuna rota y me alimentaron con mano dura. Pero esa es otra historia
que podría terminar con una palabra inédita: los mestizos noqueamos la mala suerte con puñetazos
sordociegos. Pregúntale a 1978 el color del primer recuerdo. No es el corbatín gris de Turbay ni la dorada
camándula de Wojtila. Tampoco la caricia blanca de la sopa de letras que escribe en los rincones de la
infancia la palabra mediodía. Pregúntale a 1978 la voz y el color del primer recuerdo. Áspera y celeste:
es papá que grita el segundo gol de Kempes mientras me envuelve en su pecho terrenal.
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MIEDO DOMINICAL
Era un cuervo que picoteaba el diminuto sol del ombligo. Masticaba el vientre con indolencia como la
abuela al tejer la penumbra: puntada negra tras puntada blanca y sin reparar en los demás oficios. Nunca
le revelé a la almohada los caprichos de su vuelo ni delaté ante los amigos imaginarios su árida silueta
en la ventana. Fue la compañía más fiel de la niñez: al atardecer del séptimo día aterrizaba en el mezquino
desamparo. Nunca supe cómo se las arreglaba para enterarse de los itinerarios, mas donde quiera que
fuéramos llegaba a la cita con la puntualidad de un amante que presiente el adiós. Nunca supe en qué
paraje del bosque mi corazón lo desterró del nido, mas lo evoco cada día sin nostalgia. Basta un pellizco
para despertarme de la pesadilla en que sobrevuela el rastro de nuestra despedida. Cada vez que borro
ante el espejo su mirada de cuencas vacías, picotea la puerta clausurada por el viento.
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TAITA YAGÉ
Le arrancó el corazón a la noche enferma y lo puso a bailar en su mano como un trompo de fuego. Dijo
las mismas palabras con que fundaron el quechua en la nieve perpetua: amor sin mover la lengua ni los
labios y compasión con la cadencia del riachuelo que separaba su reino del mío. Vomité a sus pies una
piedra negra la que él bautizó Envidia, dijo que mis amigos la habían sembrado allí con su ojeroso
pensamiento. Quise haber nacido a ritmo de dulzaina y con un atado de plumas magenta y celeste en los
tobillos. Lamenté el río desbocado de la mente mientras las piedras fluían como agua. Vi un puñal en mi
mano ensangrentada y cabalgué sobre el lomo del pánico la travesía más fértil que recuerdo. Se
transformó en loro con un chasquido de dedos y abandonó su cuerpo para viajar hasta la constelación de
los ancestros. Trajo en su lengua el hálito de un ejército de cigarras que iluminaría las fronteras de la
Tierra hasta desvanecerlas. Arrulló el último aliento de una estrella fugaz que acababa de sucumbir al
imán de la selva. Al unísono, nacieron un árbol sin pasado ni futuro y su savia innombrable. Curó el
corazón de la noche enferma con un soplo de aguardiente y lo puso a latir de nuevo al amparo de plantas
de ortiga desvelada. Juntos lloramos al recordar que éramos forasteros bajo el techo del otro y reímos al
cantar con la voz recién nacida del alba.
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RUEDA DEL HÁMSTER
Salí a dar una vuelta a la manzana y regresé a casa siete años después. De la boca de mi esposa salían
improperios: cenizas de un dragón que se ha tragado entero y telarañas conocidas como baba de diablo
en un pueblo fantasma llamado El Destino. A tientas, escondí bajo la lengua dos exóticos souvenires que
no quise entregarle: la sed del pan y el hambre del vino. Aunque su cuerpo era una queja vehemente, el
sonido languidecía antes de alcanzarme como el eco que se rinde en las calles empinadas. A tientas, cerré
la boca y el orgullo. Ella agitaba las manos como el predicador fanático que enrarecía con su furia el aire
de nuestro vecindario. A tientas, atravesé el sermón en puntillas. Sus ojos rojo carmesí reclamaban sin
pausa de atrás hacia adelante en un triste exorcismo. En vez de decir oído decían odio, en vez de pedir
amor sentenciaban Roma arde entre mis piernas, en vez de revelar la nueva edad del sol tras mi ausencia
vociferaban maldita soledad la de tu nombre. El televisor transmitía la misma película que veíamos la
noche de mi partida. La botella de cerveza era un testigo temerario. Por el aire aún vagaban las volutas
perezosas del cigarrillo que le había encendido un minuto antes de partir sin decir adiós. Acabo de
despertar tras otros siete años. A tientas, la busco en la cueva de la resaca mientras le pido perdón a su
ausencia por habernos abandonado en cámara lenta.
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FILA DEL TEDIO
La fatigada luz del crepúsculo se colaba por una breve rendija que había en el techo del calabozo. Al
aterrizar, se posaba a sus pies sin que los demás condenados soñáramos siquiera con rozarla. El cartón
que domaba la luna de concreto también le pertenecía: los demás prisioneros no osábamos cruzar el
apacible reino de sus sueños. El primer turno para bañarse –mientras el sol se desperezaba y el gorrión
anunciaba la tierra prometida– era tan suyo como nuestra fe arisca en las leyes del mundo y de los
hombres. Al café lo bautizó sol negro, los frijoles con arroz eran barcos, el puñal afilado contra los
barrotes de la celda honraba el apodo Chispas. Le pertenecían el palo de mango que perfumaba el confeso
mediodía y la redención de la bocina que anunciaba el regreso de otro preso a la libertad. Suyas eran las
seis líneas verticales atravesadas por una despiadada diagonal que marcaba la derrota del almanaque.
Suyas también las fotos en llamas colgadas de los muros del encierro. Tras su señal, castigábamos al
anciano que negaba haber violado a su nieta. Tras su orden salomónica, poníamos en una olla común las
sobras de culpa que nos habían arrojado los evangélicos. El pecado se maquillaba de víctima ante la
excitada fila del tedio donde desnudábamos sin pudor la historia que nos tenía tras las rejas. Llegó por
darle una paliza al policía que maltrataba a su mujer, caí por caminar desde México con rumbo a casa sin
fotos en la billetera. Me llamaba Colombo en el ocaso. Le respondía Tico como un eco equivocado. De
los otros prisioneros no recuerdo el alias ni el delito: ninguno dio las gracias como él cuando el viento
me empujó al mundo antes de la hora señalada en el juicio.
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ESTADO CIVIL
La primera vez me casé con la seductora voz de mi mente. Ambos llegamos borrachos a la boda. En la
luna de miel nos dimos garrotazos como un par de cavernícolas hambrientos tras una cacería frustrada.
Fue la peor noche de mi vida. Sin embargo, no renuncié a la tentación de formar un hogar. Tras cruzar la
cuerda floja del divorcio sin sucumbir a la atracción del abismo, me sentí listo para un segundo intento
de perderme en brazos ajenos. Elegí entonces a mi esbelta sombra como el alumno que no aprende la
lección, aunque la vida lo abofetea por su error frente a la pizarra y los condiscípulos. Debo confesarles
que nunca tuve una pareja con la que fuera tan fácil ponerse de acuerdo. Siempre aterrizábamos en el
mismo destino. Sin embargo, mi segundo matrimonio fue una noche enferma: apenas tuve tiempo de
palpar el cuerpo al que me había unido para siempre. Antes de despuntar la luz, ella partió sin agitar la
mano en señal de despedida. De herencia me dejó el mordisco de la viudez en los labios de un amanecer
sin sol.
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TINTA INDELEBLE
El padre rector y sus secuaces no oyeron pasar frente a sus narices enrojecidas por el vino de consagrar
la flecha del Señor de las multitudes. No olieron el viento que la empujaba ni saborearon el aterrizaje en
el blanco. La sotana adormecía su piel como el humo de la pipa lo hacía con mi sueño: mientras ellos
sangraban en la cruz, el tatuaje de un dios índigo unía mis cejas con tinta indeleble. El padre rector y sus
secuaces no tocaron el rastro de la flecha que atravesó el atrio sordomudo. La humedad de la capilla
adormecía sin piedad su mirada: la naturaleza bendita del agua es escapar del dogma de los sentidos. El
padre rector y sus secuaces me expulsaron por fumar nubes en ayunas sin saber que así se condenaban al
destierro. Os perdono: ancianos infantiles, pobres diablos.
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INFANTIL DERROTA
Se cayó el niño gritó Rosita desde la cantina donde los mineros adormecían la sed de fortuna jugando a
adivinar los caprichos de los naipes. Los cómplices de la primera borrachera quebraron la botella de ron
con una carcajada que penetró el vientre de la niebla. La luna llena dibujaba la silueta de los árboles
mientras volvía a casa antes de que el duende espantara en la senda de los trasnochadores. Resbalé al
pisar una piedra del riachuelo sin intuir que la sangre estaba a punto de asestarle una paliza a la inocencia.
La noche se aferró a las comisuras del sueño y los perros fueron un sordo aullido que trepaba desde el
eco de las burlas hasta el firmamento. Se cayó el niño repite en voz baja desde entonces el huésped que
atiza el miedo en mi cabeza cuando la sobriedad nos da la espalda. Rosita corrió sin despeinarse hasta la
derrota, me ordenó que esa noche durmiera en su casa y puso en mi mano vírgen las llaves de la selva.
Obedecí como un niño lejos del hogar, trastabillé hasta su puerta y me enjuagué las náuseas con un sorbo
de estrellas excitadas. Un instante después, su aliento le prendió fuego a la infancia.
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GALLO CIEGO
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FAMILIA DIVIDIDA
Afuera mataban el tiempo con la familia de espadas que presidía la inerte baraja. Adentro atravésabamos
túneles de papel vivo que conducían a otros mundos. Afuera el café se enfriaba en las tazas hastiadas del
ritual y el mal humor de los comensales avinagraba el paladar de la tarde. Adentro Bolívar reía si
dibujábamos sobre su majestad bigotes de felino y Santander nos ayudaba a calcular cuántas entradas de
cine compraríamos con su estampa herida por el lápiz. Afuera la tarde barajaba la derrota. Adentro
escribíamos exóticos destinos. Afuera sombra bajo las goteras del techo. Adentro luz bajo una bóveda
estrellada. Afuera los adultos gobernaban y adentro los billetes obedecían. Afuera disparates chillaban
entre dientes mientras la tarde era esclava de sí misma. Adentro prosperaba un reino habitado por la
carcajada soberana de los primos.
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MEDIO ORIENTE
En Al Kahira perdí un zapato y arrojé el sobreviviente al inodoro, cuyas aguas viajaban tercamente al
revés al igual que las fábulas del beduino. Anduve descalzo las cinco llamaradas. En Ístanbul perdí la
tapa de un turbulento recipiente: no tuve más remedio que vaciar la fragancia en el aire mientras me
asediaba la hora de abordar el útlimo tren. En Jerusalem me perdí en un callejón que se empinaba sobre
sí mismo para escuchar los lamentos de un muro ciego. Al llegar al aeropuerto supe que ya había
despegado como otro pasajero sentado en mi piel. En Petra se esfumaron las ganas de escuchar la guía
turística que deliraba como falso gurú: la olvidé en la barca dibujada sobre una burka que ocultaba en
sus arrugas el crimen de la lujuria. A cambio traje una narguile de amanecer y rubí. Envuelto en humo,
regresé a casa presto a desandar con versos el viaje por aquellas ciudades imaginarias.
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TUMBA AL AIRE LIBRE
Apago los ojos después de arropar la calavera de tu partida. Se ha esfumado el mediodía: repito la plegaria
de tu nombre y la llovizna es un telón plateado que cae en la ausencia de epitafio. El sol deja de golpear
mi cuello y reposa sobre los párpados caídos. No hay lápida en el páramo que anuncie la fecha de tu
último aliento. La dorada canción del frailejón silencia la trompeta fúnebre. A toda prisa, la luz abriga la
mano viuda que se agita al despedirte. Mi propia muerte me da el pésame sin pronunciar una palabra.
Partiste antes de decir adiós. Tus cenizas no se desvanecieron cual hojarasca en la niebla: viven en el aire
que te trae de vuelta y me mantiene en pie a tu lado y sin ti.
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JUICIO FINAL
Nací en una tierra que se bebe la tempestad de un sorbo. Allí, el agua es como la luz que no se deja atrapar
mientras envuelve con su manto al mundo. Con mamá, aprendí a espiar las gotas de tarde que rodaban
sin prisa por la transparencia de las pupilas incendiadas. Con papá, aprendí a esquivar charcos urbanos
con la maestría de un saltimbanqui descalzo. No queda cuenta pendiente ni recinto secreto entre nosotros.
El aire supremo nos hermana como la memoria de la ortiga que alumbró la noche forastera en el traspatio
de la infancia. Los honro al terminar esta hoja bajo el resplandor de una vela que languidece al amanecer.
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DOS MUNDOS
Donde la piel entre los mundos es traslúcida, te esperamos como al mismo otro de siempre. Donde el
velo se descorre con un soplido, las sombras del cuerpo cesan de habitarnos. Índigo, caminante de la
palma de tu mano, loco de fuego, espectro solar sobre el charco, la campana de la estación anuncia el
regreso anhelado en un tren repentino sin vagones. Donde el puente entre minutos se derrumba, el silencio
borra la multitud de símbolos. Donde el párpado de la luna cae sin peso, el alba nos recuerda la memoria
del ahora. Índigo, protagonista de una tierna pesadilla, espectador de su película de cine sordomudo, las
letras de la palabra fin ruedan por tus ojos en la sala solitaria mientras la luz se enciende. Donde la nota
extraviada vuelve a la canción y donde el arco dorado se cierra en un círculo, el susurro que despierta al
aprendiz llega a tu oído. Índigo, en tus dedos índices giran dos mundos que en verdad son uno solo como
el viejo derviche cuyo desierto se desvanece en el extásis del cielo.
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INSTANTÁNEAS (SÍNTESIS)
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SI FUERA EL OTRO
el que me habita
si en verdad fuera
quien escribe esto
al terminar el blanco
me montaría en la
barca de la muerte
y aguas arriba sonreiría
Si mañana fuera
al volver a nacer
un ojo sin cuerpo
o el eterno silencio
navegaría de pie
sobre un río de almas
sin principio ni final
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ME INCLINO ANTE LA HORMIGA
que carga cuarenta veces
su peso sobre la espalda
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NO LOGRARON BORRARME
la bitácora de la tempestad
ni el augurio del oráculo
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EL BUITRE ACECHA
en el campanario
y el perro husmea
puertas cerradas
La niebla atraca
al ciego en la esquina
y el frío le hunde
su puñal en la carne
Caminar de prisa
es la única trinchera
contra la noche
herida que nos persigue
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EL MENDIGO LE ARROJA
migajas al hambriento
ocaso de las palomas
No es suficiente el pan
para los comensales:
solo al anfitrión oprime
la ley del más fuerte
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EL GATO CAZA EN EL TEJADO
la hierba agrieta el alero
y la sed del mendigo
castiga como luz de neón
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LA LLUVIA SE EMPEÑA
en rociar con agua bendita
la boca del vecindario
A la rata húmeda
que asoma por la alcantarilla
su mirada electrizante
A carne podrida
A la llaga de un alma
bajo el ciego bombillo
Apesta al cadáver del sol
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LA LUZ DE MI VECINDARIO
es un puñal que rasga
la ropa raída del loco
Sin descomponerse
lo desnuda frente al público
que espía las pantallas
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LE AÚLLA A LAS LLANTAS
al perfume que propicia
roces entre desconocidos
y al alegato del megáfono
Hay algo de él
en cada uno de nosotros:
el hábito de insultar
a la obediente sombra
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EL COPETÓN
al picotear el charco
dicta su poema
se seca en el cable
de alta tensión
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EL TAZÓN DE ARROZ
sostiene al hombre
que lo saborea
su grávido aroma
alimenta el aire
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ANTES DE QUE EL ROCÍO
arranque su jornada
la vela se extinguirá
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EL RELOJ ANUNCIA
que el polvo envejece
bajo el tapete rojo
el brindis de anoche
resuena en la copa vacía
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SOBRE MI HOJA
la araña aguarda
una señal para dar
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TRAS LAS VACACIONES
regresan los estudiantes
a la tienda de la esquina
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A LA VERA
de la mesa de noche
reposan los zapatos
la pericia en el aterrizaje
nos conduce a la tumba
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