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Eugenio Battisti.

El Quattrocento
Giulio Carlo Argan. El Cinquecento italiano y el idealismo

Eugenio Battisti. EL QUATTROCENTO, en René Huyghe (dir.) El arte y el hom-


bre. París-Buenos Aires-México, Editorial Larousse, 1966, tomo II, pp. 383-394.

Mientras en el siglo XV la civilización medieval, «centrada» sobre todo en Francia, aca-


baba de disolverse en los particularismos y los excesos, la cultura que iba a sucederle bus-
caba sus centros de gravedad. Le proporcionaba uno, sobre todo en el norte, el realismo,
todavía incierto en sus formas y propulsado por la burguesía. El otro, la búsqueda de la
belleza, iba a ser impuesto por Italia, depositaria del legado antiguo y llamada por ello a
dominar la nueva fase.
Desde comienzos del Quattrocento (siglo XV), Florencia se opone deliberadamente al
gótico, creando, una tradición propia que estará cargada de consecuencias para todo el arte
moderno.
Cómo se constituyó el Renacimiento florentino
En esta época, artistas, hombres de letras o intelectuales así como políticos y religiosos
están fuertemente unidos entre sí, de una manera tan coherente que quizá jamás Europa
conoció algo parecido. En esto ya hay una grave razón de oposición al gótico. En una pin-
tura de Simone Martini o de Pisanello, el refinamiento de la ejecución y la extraordinaria
sensibilidad en ciertos aspectos de la naturaleza, la seducción amorosa de la imagen inclu-
so sagrada, el gusto por el detalle más familiar crean un clima de estética pura donde caen
la cultura c incluso la religión en esa poesía amorosa y cortesana cuyos textos fundamenta-
les son el tratado de amor de Andrea Cappellano y el Roman de la Rose.
En una obra de Donatello o de Masaccio, lo que nos sorprende es un sentido extraordina-
rio de lo concreto, de la materialidad. El repudio deliberado de toda elegancia, es decir
cierta agresividad en la presentación, demuestran un concepto del arte radicalmente opues-
to al de los góticos.
Cuando Ghiberti escribe que el pintor debe conocer la gramática, la geometría, la filoso-
fía, la medicina, la astrología, la perspectiva, la historia, la anatomía, la teoría, el dibujo y
la aritmética, o afirma que «la escultura y la pintura son una ciencia formada por muchas
disciplinas y enseñanzas variadas... conseguida con cierta meditación, la cual se realiza por
mediación de la materia y de los razonamientos», no se insiste tanto en la universalidad del
artista como en la complejidad del arte.
En el Renacimiento, la estética es absorbida por la cultura o más bien es su forma, su
manifestación concreta. La belleza no es un lujo en la vida, sino la apariencia visible de la
civilización.
En efecto, los caracteres estilísticos del primer Quattrocento florentino corresponden
perfectamente a las cualidades morales exaltadas entonces. Poggio Bracciolini, por ejem-
plo, escribe: «La naturaleza, madre de todas las cosas, ha dado al género humano la inteli-
gencia y la razón para servirle de guías a fin de vivir bien y feliz y de tal modo que nada
pueda ser juzgado mejor». Del mismo modo, de la inteligencia y de la razón nacen las le-
yes que regulan una estructura arquitectónica por las proporciones, o que precisan, por la
perspectiva, la visión pictórica.
Florencia está obsesionada por la conciencia de la racionalidad del universo y de sus
principios. Hay en esta exploración un gran fervor religioso y una ambición cívica de pri-
mer orden. El estudio, la investigación y la creación son una educación humana completa
cuya conclusión y perfeccionamiento es la vida cívica. Para comprender el vínculo de estas
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ideas, por una parle con la religión y por otra con el clasicismo, hay que retroceder dos
siglos hasta los orígenes ya coherentes de esta cultura. Federico II, entre 1234 y 1239, se
hizo representar sentado y en traje romano al lado de dos jueces con toga, sobre un busto
gigantesco de la justicia imperial en la puerta de Capua. La puerta no representaba sólo un
elemento de defensa, sino que era un programa político. Oponía a la Iglesia el sistema laico
fundado en la razón natural, cuyos principios eran los de las leyes imperiales. El estilo de
la arquitectura y escultura simbolizaba el retorno a una moralidad y jurisdicción antiguas.
Bonifacio VIII fue el primer papa que reanudó esa significación propagandística y polí-
tica del arte. Se hizo representar en San Juan de Letrán con las insignias de los últimos
emperadores romanos para demostrar su sucesión directa de Constantino. Del mismo modo,
hizo realizar por Giotto el famoso mosaico de la Navicella con los apóstoles socorridos por
Cristo, para sostener que sólo el pontífice podía gobernar el mundo en la tempestad. Se
puede encontrar el vínculo que une a Federico II con el Renacimiento en el concepto com-
pletamente nuevo del amor de la gloria, de la ambición de dominar, de la virtud cívica en
que san Agustín veía los mayores vicios de los emperadores romanos. Y no es casual que el
tema principal de la vida religiosa sea la disputa sobre la pobreza. El testamento de san
Francisco prohibiendo a los monjes poseer bienes fue anulado por el papa. El propio Giotto
escribió una poesía en elogio de la riqueza, es decir de la vida activa que halla sus razones
sobre la tierra y su recompensa en la civilización. En el dialogo De avaritia (1428-1429),
por Poggio Bracciolini, el ideal de pobreza de san Francisco es objeto de franca sátira; y
además prosigue: «Todos los esplendores, todas las bellezas, todos los adornos desaparece-
rían de nuestras ciudades; nada de templos o catedrales, nada de monumentos, nada de ar-
te... Toda nuestra vida e incluso la vida del estado se invertirían si cada uno se procurara
solamente lo necesario». Por eso la arquitectura, que está más ligada a la actividad civil,
había de tomar el puesto de guía. Y eso no era tanto por afán de urbanismo (el aspecto de
Florencia en el siglo XIV ya era notable) sino por la importancia de la arquitectura en la
vida urbana (recordemos las discusiones y luego los entusiasmos por la gran cúpula del
Duomo) y por la actitud de los arquitectos de racionalizar las formas y reducirlas al núme-
ro y proporción, en oposición permanente a los decoradores.
Problemas nuevos de arquitectura y escultura
La línea directa entre el clasicismo de Federico II y el ardor constructivo de Bonifacio
VIII, que hacía levantar su estatua en las ciudades conquistadas, y la tentativa de Florencia
por afirmarse como hija legítima de Roma, es decir ciudad independiente de todo poder
externo, explican por qué Brunelleschi, creador de la nueva arquitectura más allá del góti-
co, se vincula al estilo románico de San Miniato y de los Santos Apóstoles, construcciones
consideradas como áulicas y realizadas precisamente bajo el signo de una renovación de la
cultura clásica.
Al comparar las obras de Brunelleschi con las anteriores, comprobamos la diferencia
cualitativa entre el Renacimiento y los renacimientos medievales. Ante todo, adquiere este
movimiento un conocimiento teórico excepcional y en segundo lugar, ya no es un producto
artificial o exclusivamente religioso, sino el resultado de una amplísima penetración cultu-
ral y de un espíritu moderno, afinado por la práctica de los negocios, es decir de un cálculo
preciso. Así da Brunelleschi a la arquitectura una función que es ante todo teórica y direc-
triz (Argan). Se sitúan en primer plano las investigaciones conceptuales, las proporciones y
la perspectiva. La basílica de San Lorenzo o la Capilla Pazzi no tienen ninguna relación
substancial con los estudios de lo antiguo hechos en Roma por Brunelleschi. Sólo se toma
un vocabulario literal de los elementos antiguos. Hay dos caracteres absolutamente nuevos:
el ritmo del espacio conseguido por la geometría y no por intuición y la proporción de los
miembros del edificio calculada de una manera orgánica y general. Perspectiva, simetría y
proporción se convierten así en las leyes de la visión, en el medio de que el arte pase de la
experiencia a la ciencia, de las cosas a las ideas. En Brunelleschi se aprecia una mística de
las formas que se anticipa al neoplatonismo de Ficino. La capilla Pazzi, uno de los espacios
más completamente cerrados que existan, se inspira en orientaciones influidas por la astro-
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logía; el uso de paredes claras, de luces distribuidas de modo más sereno y uniforme pre-
tende oponerse a la distribución empírica de pinturas de enseñanza y devoción, divulgadas
en las iglesias góticas italianas. Esta solemnidad y esta limpieza son quizá la conquista más
alta del Renacimiento. Sabemos por fuentes contemporáneas que tal distribución de luces
tenía por fin «dar a los devotos cierta idea de la gloria divina».
En la catedral de Pienza, Rosellino, «con el brillo del sol entra tanta luz que los que es-
tán en el templo no se sienten encerrados en un círculo de muros, sino en una casa de vi-
drio». Y Alberti cree que «aunque Dios no estima esas cosa despreciables que aprecian
tanto los hombres, sin embargo se conmoverá por la pureza de estas cosas espléndidas».
Además amenaza con penas a cualquiera que «viole el candor de las paredes y de las co-
lumnas» o «haga pinturas, cuelgue cuadros y añada capillas o altares». Ahí está la devo-
ción sabia e incluso de fuente clásica; Alberti añade: «Cicerón, que sigue la opinión de
Platón, cree que es bueno establecer legalmente que, al renunciar a toda especie y toda
delicadeza de adorno en uso, se debe procurar ante todo hacer una obra clara y pura. A
Dios le agrada ante todo la pureza y la sencillez del color lo mismo que le place la pureza
de la vida». Brunelleschi, gracias al éxito de su cúpula, no sólo consiguió prestigio y ri-
queza, sino también la posibilidad de realizar de la manera más coherente su poética. Hizo
las primeras aplicaciones prácticas de la perspectiva a la pintura y por eso también fue un
teórico.
En escultura, el problema era el bulto redondo y más que nunca se imponía una confron-
tación con la Antigüedad. Los humanistas lectores de la Ética a Nicómaco (donde Aristóte-
les afirma que la virtud consiste en el ejercicio de la razón y en el dominio de los sentidos)
e imitadores de los hombres ilustres de la Antigüedad debían ansiar la traducción de la
iconografía sagrada en términos igualmente racionales. El artista que intentó esta experien-
cia, dejando aparte la deslumbrante y dramática pieza de Brunelleschi para la puerta del
Bautisterio, fue ciertamente Nanni di Banco: los Quattro Santi Coronati al lado de Or San
Michele, solemnes como dignatarios, que parecen el programa de la nueva plástica. El afán
por lo monumental y por lo plástico es evidente por completo; lo mismo que en la fachada
del Duomo, en el San Lucas que suspende la lectura del texto sagrado para recogerse y
donde Nanni di Banco se muestra más seguro en la ejecución que el joven Donatello. Sin
embargo su concepto no fue seguido, no tanto porque muriera el artista a comienzos del
siglo, en 1421 (después de haber vuelto además a una posición más gótica), sino porque el
aspecto clásico de sus figuras contrastaba demasiado con la ascesis espiritual de los prime-
ros años del siglo XV.
La escultura había de plantearse diversos problemas. La revolución arquitectónica de
Brunelleschi había respetado dos caracteres esenciales del gótico local: la rigurosa simpli-
cidad de la estructura y la tensión de los elementos tan legibles en el empeño de San Lo-
renzo. Nanni di Banco, por el contrario, había querido dar un corte demasiado rotundo con
la tradición, tropezando con hechos esenciales como el naturalismo de Ghiberti en la pri-
mera puerta del Baptisterio, donde la historia sagrada halla también una expresión senti-
mental, y con la elegancia de Jacopo della Quercia y de su famosa tumba de Illaria del Ca-
rretto en la catedral de Lucca, en 1407. Ghiberti y Jacopo tenían, como Nanni, la experien-
cia de la escultura antigua, pero con un conocimiento falto de rigor.
Donatello entre el gótico y el clasicismo
Hallar un camino nuevo entre los dos polos del clasicismo y del gótico era una tarea ar-
dua, la de Donatello, la más compleja personalidad artística quizá de Italia. Según Lanji,
plantearía por primera vez directamente en arte el problema fundamental de la edad mo-
derna: lograr la expresión moral a través de la estética.
Alberti lo declaró por su genio «igual a cualquier artista de la Antigüedad». Donatello,
modesto y sobrio en su vida, podía afirmar orgullosamente su propio valor; hizo contestar
al patriarca de Venecia: «Yo soy patriarca en mi arte como vos lo sois en el vuestro». Por
su desprecio de la vida fastuosa, Donatello anticipa algunos aspectos del Renacimiento
tardío, resumidos en el concepto del genio «hombre melancólico». Para madurar su genio,
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el artista tuvo que encerrarse en sí mismo y esperar una sublimación interior, a la que se
debe la insociabilidad, la vida despojada y ascética.
A pesar de esta forma acentuada de intelectualismo, Donatello se dedicó a fondo a las
prácticas manuales. Coloca la técnica en primer plano. En su cultura se halla el mismo afán
por la investigación. Ragghianti observa que Donatello redescubre el gótico y lo reutiliza
con tanto fervor que lo traspone en una plástica completamente nueva. Para comprender la
significación de esta investigación, hay que partir del nuevo concepto del artista como
creador e inventor, caracterizado desde Brunelleschi por una inteligencia industriosa y re-
finada. Pero Donatello se separa de él por el papel de la técnica. Mientras que en Brune-
lleschi el proyecto domina a la ejecución, Donatello es llevado por su temperamento a bus-
car y a realizar en la materia concreta. Existe: así un maravilloso acuerdo entre la concep-
ción de la obra y su materia. En el San Jorge de Or San Michele, por ejemplo, el tratamien-
to de la figura del santo es un bulto redondo con una extrema claridad de forma, totalmente
diferente de la materia pintoresca y alusiva de la predela. Donatello impone su personali-
dad a la materia de manera casi dramática: la pliega, la complica, la enriquece, la hace ele-
gante, monumental o pobre, exalta los valores luminosos, las posibilidades expresivas,
espaciales o constructivas. Esas deformaciones están siempre henchidas de una especie de
exasperación interior. En suma, entre el aristotelismo y el platonismo, vota por el aristote-
lismo; entre el aislamiento y la acción, vota por la acción. Para él, la técnica no es un ins-
trumento de conocimiento, sino de creación. Son problemas estos debatidos en los prime-
ros años del siglo XV entre C. Salutati y los dominicos. Deliberadamente sitúa Donatello la
creación artística en el terreno moral. Hay una comparación tradicional entre un crucifijo
de Brunelleschi y un crucifijo de Donatello. Éste, ante la imagen idealizada del arquitecto,
exclamaría: «Él te ha concedido hacer Cristos y a mí campesinos». La arquitectura podía
alcanzar el sentimiento religioso por una purificación, por una idealización del espacio
(Ghiberti veía en ello un retorno a la pureza de la iglesia primitiva), pero la escultura tenía
que afrontar a la humanidad concreta. En Donatello, una sola línea explica su desarrollo
interior, la de la expresión dramática. El Santo Entierro de Padua o los Pupitres de San
Lorenzo con las pinturas de Masaccio y la Pietá Rondanini de Miguel Ángel son la cumbre
de la espiritualidad del Renacimiento.
Masaccio y la evolución de la pintura religiosa
Para Masaccio, padre de la nueva pintura, el problema central es también religioso. En el
siglo XV, el tema pesaba enormemente sobre el estilo y el pintor que había de decorar una
capilla o pintar una imagen votiva estaba impregnado de sugestiones místicas. Durante el
primer Quattrocento, el arte no es profano de ningún modo y habrá que esperar la floración
mitológica de Botticelli o, antes aún, las fábulas ilustradas por Pesellino y otros decorado-
res de «cassoni» (arcones de boda).
Poco a poco, no obstante, habrá menos preocupación por los fines últimos de la existen-
cia que por el libre ejercicio de la vida cívica. A pesar de todo, éste irá acompañado, sobre
todo en Florencia, por una exaltación casi mística de las virtudes laicas. Ya para Federico
II, el Estado debía fundarse en la justicia, a la que se concedía un valor trascendente: el
reino se convertía en una «Iglesia». Esta concepción política, en cierto modo herética res-
pecto a Roma, revivió en Florencia. Por añadidura, artistas como Brunelleschi, Donatello y
Masaccio no eran productos normales de la sociedad, sino que representaban en ella por el
contrario la crisis interior. Los primeros decenios del siglo XV, incluso políticamente, no
son un período de optimismo natural. La sociedad fundada en la razón, que sucede a las
inquietudes y a las crisis morales del siglo XIV, es una ciudadela oficial en la que, a pesar
de la penetración creciente de las elegancias cortesanas (la Adoración de los Reyes de Gen-
tile da Fabriano, pintada para el mercader Palla Strozzi, es un prodigio de insensibilidad
religiosa), los espectros del pecado y de ultratumba seguían aterrorizando las conciencias.
La comparación de los frescos de Masaccio en el Carmine con las obras de Lorenzo Mo-
naco (quizás el más sensible representante de la «Piedad» de finales del siglo XIV) de-
muestra que la obsesión religiosa era también muy fuerte, pero los dos maestros tienen dos
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poéticas completamente opuestas. Así Lorenzo Monaco, en el admirable dibujo de Berlín,


los Reyes Magos siguiendo a la estrella, ha puesto a los tres caballeros mayores que las
ciudades y los navíos, en un paisaje fantástico; el ritmo de la composición es tan violento
en sus deformaciones lineales que la escena se convierte en una cabalgata apocalíptica. Del
mismo modo, en sus retablos consigue abstracción y solemnidad recurriendo a lo conven-
cional y a lo esquemático. En Masaccio impresiona en seguida cierta falta de estilización.
Sólo luego se descubren las sabias perspectivas en escorzo, los ritmos que unen rostro con
rostro y expresión con expresión. La dureza psicológica y la simplificación violenta que
impresionaban al principio dejan su lugar, cuando se entra en los detalles, al sentido de la
realidad, de la naturaleza, de la humanidad, que así entraban por primera vez en el mundo
del arte.
En su prolongada colaboración, Masaccio y Masolino, gótico tardío, tienen en común la
búsqueda, más allá de los esquemas, de la naturaleza y de una experiencia aguda de la vida
humana. Pero asignan un objetivo diferente a esta experiencia. Masolino revaloriza la rea-
lidad embelleciéndola, acentuando la elegancia de la vida cotidiana. Masaccio la redime
demostrando su moralidad. Para sus personajes, encerrados en su vida interior, la virtud no
es un impulso sensible, sino la costumbre del dominio de sí mismo. Mendigos y sujetos de
milagro, en las calles estrechas, conservan tanta dignidad que el milagro aparece comple-
tamente lógico y natural. Lo divino alienta en el orden del mundo. Para Masolino, por el
contrario, todo es milagroso, desde la ordenación visual de la perspectiva hasta esas magní-
ficas telas que constituían la riqueza de Florencia. Para tener una última prueba de lo «na-
tural» de Masaccio, basta seguir la evolución de las figuras de donantes. En la predela, con
la Adoración de los Reyes de Berlín, están al lado de los Magos; en la asombrosa Cruci-
fixión de Santa María Novella, son tan grandes como los personajes divinos: aunque el
marido y la mujer estén fuera de la falsa capilla, el gesto de María y su dolor son tan
humanos que ya no hay sepa ración entre la vida terrestre y la eternidad.
El esqueleto bajo el altar, así como los colores violentos, expresionistas, que la restaura-
ción ha revelado, y el ritmo de la perspectiva demuestran cuán agudo era entonces el pro-
blema religioso para los florentinos.
La generación de Cosme de Médicis
Con la subida al poder de Cosme de Médicis en 1434, no se interrumpen las grandes em-
presas edilicias. Pero las artes sufren la reacción de esta dictadura encubierta y se crea una
especie de gusto oficial. El famoso Ghiberti trabaja en la segunda puerta del Baptisterio y
allí realiza la consagración oficial de la perspectiva. Fray Angélico que, como todos, ha
estudiado a Masaccio, saca partido de ello para expurgar la pintura religiosa de toda seduc-
ción sensual y dar a las imágenes, tan tiernas, una fascinación más racional, fundada en las
proporciones de las formas, en la organización de la visión y en una composición estática y
meditada.
Filippo Lippi teme menos a la carne; es caluroso e impetuoso y prepara la sutileza sen-
timental de un Botticelli. En la capilla del palacio Médicis, Benozzo Gozzoli hace del cor-
tejo de los Magos una gran procesión. Las manifestaciones más aparentes de la devoción
popular eran las «sacre rappresentazioni» en las plazas, representaciones escénicas en las
que tomaban parte las diversas artes. Gustaban de tal modo que cinco años antes, en 1454,
«tres Magos con un séquito de más de doscientos caballos magníficamente adornados se
dedicaron a Cristo recién nacido».
Pero para comprender lo amanerada que era esta cultura, basta fijarse en sus pocas refe-
rencias a la naturaleza, incluso por parte de artistas como Fray Angélico que algunas veces
saben abrir los ojos y descubrir nuevos horizontes pictóricos. Frente al estremecimiento
gótico, nos sentimos en un país de ficción protegido por lisas murallas, una Arcadia en que
ya no vibran las plantas alineadas y las hierbas menudas ni tampoco los rostros de porcela-
na de las madonas. Basta también comparar el palacio Strozzi con la Ca d’Oro de Venecia
o con los mil deliciosos palacetes lombardos con adornos de tierra cocida, para sentir que
uno se ahoga en Florencia.
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La calidad artística, si no depende directamente de los factores sociales, se adscribe a


ellos al adoptar los principales temas poéticos y morales de cada generación.
Con Cosme pierde el arte su vinculación religiosa y civil, pero adquiere una extraordina-
ria dignidad como ciencia. Todos los tratados, desde el «de la pintura» de Alberti hasta los
«Comentarios» de Ghiberti, el De prospectiva pingendi de P. della Francesca y el Della
divina proportione de Luca Pacioli, que se encadenan, están de acuerdo para conceder el
primer lugar al aspecto matemático y geométrico del dibujo, considerado entonces como la
base de toda actividad artística. No se trata naturalmente de un perfeccionamiento técnico,
sino que la perspectiva, es decir cl aspecto geométrico de la pintura, se convierte en un
método de visión que va a reconquistar el espacio y el volumen. Es el descubrimiento de
una nueva naturaleza entusiástica y misteriosa. Pero de este modo, el acento se desplaza
del contenido al estilo, de la expresión a la visión. Mientras los artistas adquieren su digni-
dad económica y social en comparación con los artesanos, su tarea pierde la función so-
lemne que tenía en la ciudad de ayer; se hace profana. Lo atestiguan dos grandes persona-
lidades pictóricas, Paolo Uccello y Andrea del Castagno. Vasari nos describe al primero:
«Solitario, extraño, melancólico, pobre..., siempre al acecho de las cosas artísticas más
difíciles y más imposibles..., quedándose semanas y meses en su casa sin dejarse ver». Para
caracterizar el gusto nuevo respecto al de la primera generación del siglo XV, después de
haber alabado las invenciones de perspectiva de Paolo Uccello, Vasari las hace criticar por
Donatello. Éste, su mejor amigo, le dice muchas veces mostrándole bolas con 72 facetas en
punta de diamante y con virutas enroscadas en bastoncillos sobre cada faceta y otras extra-
vagancias en que consumía su tiempo: «Eh, Paolo, tu maldita perspectiva te hace abando-
nar lo cierto por lo incierto. ¡Para qué estas cosas que no pueden servir más que a los que
hacen marquetería!». En realidad, las grandes composiciones de Uccello parecen formas
geométricas engarzadas unas en otras y a las que una perspectiva infalible hace todavía
más abstractas. Como los tres cuadros de la batalla de San Romano, quizá de 1456, donde
cada caballo tiene su escorzo peculiar sin acuerdo perspectivo con los demás. Sólo el ritmo
del color intenso y dramático consigue organizar el conjunto. Armas, escudos, trompas,
caballos, insignias, todo está representado según imprevisibles puntos de vista, como para
un tratado de escorzo. La batalla con su tumulto escapa a la historia lo mismo que a la
emoción y resulta absolutamente gratuita. Andrea del Castagno, por el contrario, intenta
por todos los medios ligar de nuevo el arte con la expresión y el contenido, histórico o re-
ligioso. Acentúa progresivamente la línea y el volumen. Cristóforo Landino lo define: «Un
gran dibujante y de gran relieve: aficionado a la dificultad y al escorzo». Su Crucifixión y
su Cena en Santa Apolonia revelan una intensidad apasionada y un talento descriptivo, sin
que no obstante sus personajes, especialmente sus Hombres ilustres, que son como el pro-
grama moral del Renacimiento, revelen una verdadera vida interior.
Uccello y A. del Castagno, como Donatello, trabajaron en Venecia. Gracias a Donatello,
Padua sobre todo se convirtió en centro de difusión de las ideas toscanas en Italia central
que se extienden y tienen más alegría y más calor. Naturalmente, la perspectiva sigue sien-
do la bandera de combate. Quizás en el estudio de la propagación del estilo toscano se haya
subestimado la reacción del gótico internacional, que entonces tuvo una virtud revolucio-
naria y renovadora tan grande como el renacimiento florentino. Lo demuestran los frescos
monumentales, frecuentemente de temas profanos, de Lombardía, del Trentino, del Pia-
monte, de las Marcas, de Umbría e incluso de Sicilia, además sin equivalente. Por otra par-
te, durante todo el siglo XV, fueron muy intensos los intercambios culturales entre el área
mediterránea y el mundo flamenco. La pintura sienesa, con Sassetta y Giovanni di Paolo,
parece volver a descubrir y exaltar sus auténticos caracteres de misticismo religioso y de
poesía, situando sólo la narración en un espacio en apariencia más lógico y natural.
En Padua, Mantegna, que pudo aprovechar un clasicismo local maduro desde el Trecen-
to, quiso dar una lección de arqueología a partir de sus obras de juventud; utilizó colección
de copias romanas y griegas de Squarcione, se puso a buscar inscripciones y calcos, intentó
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reconstruir una antigüedad heroica e idealizada y enriquecer con innumerables temas nue-
vos el repertorio decorativo.
En Ferrara, una escuela admirable de la que salen Tura, Cossa y Ercole de’Roberti, in-
tenta rehabilitar el mundo gótico e incluso su parte simbólica, dándole una inflexible cohe-
sión. Lo que era ritmo espontáneo y deformación estilística se hace linealismo agresivo y
énfasis expresivo. La insistencia que Mantegna pone en la descripción analítica, la marcan
los ferrareses por el ritmo de la composición, de una violencia cortante.
Arte, ciencia y poesía
El mérito de haber transformado el estilo florentino, que en sus comienzos era de alcan-
ce local, en un estilo italiano y de haber realizado por completo el ideal de equilibrio, de
claridad y de lógica sin renunciar a la carga emotiva del gótico corresponde a Piero della
Francesca y a Leo Battista Alberti. Piero estudió en Florencia, junto a Masaccio, pero
heredó también algo de la frescura cromática y de la sensibilidad natural de Domenico Ve-
neziano, primer gran mediador entre el gótico y el Renacimiento. Asimiló la perspectiva y
captó de tal modo la cualidad geométrica que la condujo hasta una simplificación, a una
regularidad de formas nunca más alcanzada. Pero fue también de los primeros que en Italia
usaron la «velatura», transparencias muy delicadas de influencia flamenca. Sus ríos en los
que se reflejan los árboles y las orillas, sus fondos que recuerdan con una máxima preci-
sión los valles de los Apeninos, especialmente los del Tíber y del Save, sus arquitecturas
que rivalizan en esplendor con las de Urbino, demuestran un profundo análisis del mundo
exterior. El hombre y la naturaleza viven en un acuerdo mágico, en un cosmos purificado,
pero no estéril de sentimientos.
En el rigor geométrico de Piero hay siempre un fin expresivo que se impone mediante ín-
fimas irregularidades: fruncimiento de cejas, una mirada baja o incluso la acentuación de
una sombra. Ficino escribirá: «En nuestro tiempo, no nos conformamos ya con el milagro,
sino que necesitamos una confirmación racional y filosófica». Piero cree en una correspon-
dencia perfecta entre la sabiduría y la religión. El aislamiento del mundo y la contempla-
ción aristotélica que caracterizan a sus personajes corresponden al ideal de una tranquili-
dad serena del alma, tal como sostenía Francesco Filelfo por los mismos años. Alberti ex-
plicará ese equilibrio como una armonía recobrada, un acorde vuelto a encontrar en la mú-
sica del universo.
Las teorías de Alberti, aunque diferentes de la poética de Piero della Francesca, la ilumi-
nan a veces; por ejemplo, cuando define la belleza como «la unión concordante de las dife-
rentes partes en un conjunto armonioso en el que ninguna se puede quitar, disminuir o mo-
dificar sin que padezca el conjunto». Por eso se relacionan ambos artistas. Alberti, en sus
famosos planos de urbanismo -quizá se remonta a él la ciudad moderna- coordina las exi-
gencias religiosas, culturales, políticas, sociales y astrológicas en un rigor estético muy
apreciable; Piero pone su huella tanto en la heráldica como en la devoción popular.
Así se explica la cultura de Piero, pero no su poesía, tan delicada y sutil, toda luz. En sus
cuadros de caballete y en sus frescos se hace evidente que es precisamente la luz lo que da
el tono supremo a tanta belleza. Marsilio Ficino la definirá como «sonrisa del cielo que
procede de la alegría de los espíritus celestiales» y «realidad espiritual más que corporal».
Castiglione, heredero con Rafael de la poética de Piero y de la cultura de Urbino, compara-
rá del mismo modo la belleza a «un influjo de la bondad divina, la cual se extiende por
toda cosa creada como la luz del sol».
Habría que ver una dulce sensualidad en los rostros serenos de Piero. Ésta es la lección
que dará a Antonello de Mesina y a Bellini, seguramente en contacto con sus ideas: no sólo
un nuevo sentido de la forma, lejos del dibujo flamenco y del grafismo de Mantegna, sino
también un nuevo entusiasmo por la luz y el color.
El color, al oponerse a lo racional lo mismo que al volumen, va a convertirse desde este
momento y con el nacimiento de la verdadera pintura veneciana en la transcripción inme-
diata de la emoción nacida de la naturaleza; al mismo tiempo, se pondrá al servicio de esa
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religiosidad mezclada de melancolía que, otra vez por influencia flamenca, va a sustituir en
toda Italia a la presentación áspera y dolorosa de las imágenes sagradas.
La segunda época del Renacimiento, que por intermedio de Piero y de Alberti renovó
profundamente nuestro arte, tiene por así decirlo su mito en Urbino, en las escenas es-
culpidas que decoran la estancia «della Jole», donde Hércules, fascinado por su amada ol-
vida sus acciones heroicas.
El tercer período, casi contemporáneo de Lorenzo de Médicis, contempla de nuevo la
preeminencia toscana y halla su símbolo en la obra destruida de Signorelli en Berlín: el
Retorno de Pan. No sólo hace alusión al retorno de Platón a la tierra y a la Accademia di
Carreggi, sino que celebra la solemne unión de la religión, del mito, de la literatura y del
arte que representa.
En la Venus y la Primavera de Botticelli, en los desnudos heroicos de Signorelli que in-
terpretan las páginas de Valla, en la celebración de Hércules por Pollaiuolo, que parece
ilustrar un mito de Landino, en todos esos relatos pintados, hay como un exceso de refina-
miento, un esoterismo exasperado. Y sin embargo hoy están entre las pinturas más popula-
res.
Hay en esta evasión del arte hacia la poesía, sensiblemente más ascética que la anterior
identificación del arte con la ciencia, un matiz de nostalgia y de decadencia, sensible en
Florencia en la decoración de Santo Spirito, realizada al final del siglo. A pesar de los des-
nudos que celebran la grandeza y la divinidad del hombre, Marsilio Ficino escribe:
«Haced, Dios mío, que todo sea un sueño; que mañana al despertarnos a la vida no nos
demos cuenta de que hasta ahora estábamos perdidos en un abismo, donde todo se halla
deformado por el miedo; que como los peces del mar éramos criaturas encerradas en una
prisión líquida que nos oprimía con íncubos horribles». Abismo y prisión eran pues las
casas, las ciudades, las artes, las ciencias, las invenciones exaltadas por Manetti; íncubo
horrible el propio Renacimiento. El mito del hombre se derrumbaba en el fuego del Wal-
halla y, como observa Garín, se insinuaba allí «el sentido de una vanidad radical de las
cosas, el sentido de que vivimos en un mundo inconsciente de sombras y de ilusiones; el
secreto de que nos movemos por encima de la superficie de una realidad cuyo secreto se
nos escapa». Botticelli, al pintar la Natividad de Londres, veía a Satanás suelto sobre la
tierra.

Giulio Carlo Argan. EL CINQUECENTO ITALIANO Y EL IDEALISMO, en


René Huyghe (dir.) El arte y el hombre. París-Buenos Aires-México, Editorial Larousse,
1966, tomo II, pp. 396-409.

La investigación de la realidad, es decir de la verdad, y la de la Belleza, al principio más


o menos empíricas, se ponen cada vez más en Italia bajo la autoridad de la inteligencia
lúcida. Mal distinguidas en su origen (de ello es ejemplo Leonardo da Vinci), llegarán por
separado una a la ciencia y otra a la estética. Incluso ésta se acoge a una filosofía, la de
Platón. Y así, con el siglo XVI italiano y sobre todo florentino, el Renacimiento formula
los propósitos y los medios del arte.
La idea de que el arte puede ser un medio de conocimiento, una experiencia positiva y
constructiva de la naturaleza y de la historia había hallado su más alta expresión, pero tam-
bién su conclusión, en Piero della Francesca.
La búsqueda de la Belleza
En Florencia, los últimos decenios del siglo XV se caracterizan en arte igualmente por la
afirmación de la doctrina neoplatónica, que colocaba en la cima de toda actividad humana
la búsqueda de una condición de espiritualidad pura y absoluta, por encima de toda expe-
riencia de la historia o de la naturaleza. La pintura de Botticelli es un ejemplo típico de
ello; los movimientos no son allí más que ritmo, las acciones quedan inacabadas, las for-
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mas ya no se insertan en el espacio. Lo mismo que se desvanece el dibujo constructivo y se


disuelve la estructura espacial de la naturaleza se disipa y se confunde la perspectiva his-
tórica. Con Piero di Cosimo, ya no es la Antigüedad más que mito poético, mientras que
Filippino Lippi se sirve de una observación penetrante en la que no falta la minucia fla-
menca para alcanzar los límites de la fantasía arbitraria, el capricho.
No siendo ya la verdad el fin del arte, sino la «belleza» y siendo la «belleza», aliquid in-
corporeum, que escapa a la definición positiva de la forma lo mismo que a las fórmulas de
la teoría, se valoriza todo lo que se deriva de la técnica o la habilidad artesana. Y puesto
que la belleza es inasequible en sí, el arte pretende celebrarla más que realizarla. Ya en la
pintura de Botticelli, desempeña el adorno un papel esencial, pues entra en el ritual de este
nuevo culto de la belleza. Como en la poesía de Lorenzo el Magnífico, de Poliziano o de
Pulci, tiene una profunda significación de metáfora. Así es como una muchacha se adorna-
rá con pedrerías y flores, se vestirá con velos flotantes, a fin de que aparezca claramente
que sus ojos resplandecen como piedras preciosas, que sus labios tienen el color y el per-
fume de las rosas y sus movimientos la ligereza de los velos agitados por el viento. La tesis
del arte considerado como poesía se opone en lo sucesivo a sabiendas a la del arte conside-
rado como conocimiento de la naturaleza y de la historia, visión lúcida y constructiva del
espacio y del tiempo.
Pero la actitud de la Academia platónica florentina no es más que eso. La revelación de
la belleza inmaterial, que no es en sí misma más que una perfecta relación de proporciones
con la elegancia exterior del ornamento, es también el carácter de la arquitectura florentina
de la segunda mitad del siglo, de Benedetto da Maiano o de Giuliano da San Gallo, y el de
la escultura de Antonio Rossellino o de Mino da Fiesole, de los códices adornados con mi-
niaturas de Francesco D’antonio, de Gherardo y Monte D’Attavante. Esta misma artesanía
«sabia», incluso literaria, por sus referencias a ternas, formas o técnicas de la Antigüedad,
hace florecer las artes llamadas «menores»: pequeños bronces y medallas, orfebrería, pie-
dras talladas, muebles, telas, bordados. Junto a toda corte principesca se forma un centro
de cultura humanista y una escuela de artesanos. Los mayores artistas son requeridos con
frecuencia a dibujar accesorios para fiestas y espectáculos, por lo que se convierten en di-
rectores de escena de una vida social fastuosa y refinada.
Dos grandísimos artistas, Leonardo da Vinci y Miguel Angel, parecen reaccionar (aun-
que por motivos opuestos) contra ese: esteticismo invasor: el primero le opone una investi-
gación científica penetrante y febril, el segundo un compromiso moral muy severo. En rea-
lidad, Leonardo y Miguel Ángel representan la crisis extrema de la cultura humanística,
pero sólo en el sentido de que plantean el problema de la belleza y del arte en términos
nuevos, es decir al margen de la imitación más o menos feliz de lo Antiguo.
Leonardo da Vinci: el valor de la experiencia
Cuando se considera a Leonardo en la variedad y complejidad de sus actividades artísti-
cas y científicas, se afirma comúnmente que el rasgo saliente de su genio está en su repu-
dio categórico de todo «principio de autoridad» y en su afirmación del valor exclusivo de
la experiencia. Ése es en efecto el carácter dominante de la personalidad de Leonardo y no
podemos dejar de hallar su confirmación en su arte: Leonardo rechaza todo sistema o con-
cepto a priori de la naturaleza, todo sistema o teoría del espacio, del mismo modo que ig-
nora deliberadamente la lección de la Antigüedad, es decir que no reconoce la autoridad de
la historia. A la construcción geométrica del espacio y a la perspectiva lineal opone la
perspectiva «aérea», cuya base es empírica y experimental. Al concepto histórico o heroico
de la personalidad humana opone el estudio directo del «fenómeno» humano. Pero ¿se pue-
de afirmar realmente que Leonardo, hombre de ciencia, aporte al arte el espíritu de investi-
gación que es propio de su actividad científica?
La diversidad de las actividades mentales de Leonardo son el término final más que el
triunfo de esa fusión del arte, la ciencia y la moral que caracterizaba a las primeras grandes
personalidades del Renacimiento, como Alberti. C. Luporini ha observado que «en Leonar-
do no se halla sólo al artista erudito según la gloriosa tradición del Quattrocento, sino que
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hay también en él un hecho nuevo, el del artista y el sabio que empiezan a separarse y que
ya, de un modo cierto, entran en contradicción, unas veces dialéctica y fecunda y otras
rígida y antinómica, por una forma espiritual diferente, por un método de trabajo diverso
viniendo a separarse igualmente en el plano social». Es verdad que sus contemporáneos no
conocieron o no percibieron en su justo valor las investigaciones científicas de Leonardo,
pero es igualmente significativo que en su obra de pintor vieran sobre todo el descubri-
miento de un nuevo tipo de belleza. Aunque en sus investigaciones de sabio se sirve Leo-
nardo ampliamente del dibujo y que sus observaciones y sus experiencias científicas se
vuelven a ver en sus pinturas con exclusión de las enseñanzas de la tradición, ambas activi-
dades quedan netamente distintas. El vínculo que las une reside tan sólo en esto: la «visua-
lidad» es considerada como prueba de la autenticidad de la experiencia. La «Belleza», de
Leonardo es siempre una «Belleza» visible, contrastando con el carácter incorporal de la
belleza neoplatónica y botticellesca, el fin del artista es específicamente la búsqueda de la
«Belleza» y no se limita a la representación de las cosas visibles. La prueba de ello es que
en el polo opuesto está lo «feo», cuya definición absoluta persiguen las caricaturas de Leo-
nardo. Ahora bien, lo bello y lo feo son apariencias visibles y sin embargo no sirven para
la representación de la realidad, más que por el hecho de que hacen visibles cualidades que
no lo son, como el movimiento interior de las pasiones o la continua evolución de los as-
pectos de la naturaleza. Ciertamente, también para Leonardo, educado en el ambiente neo-
platónico de Florencia, pulchritudo est aliquid incorporeum: «la belleza es algo in-
material», pero no se revela ya por apologías y metáforas como en Botticelli, sino a través
de una imagen visual directa. Se manifiesta por el «sfumato» (el difuminado), que implica
la teoría científica del espesor transparente del aire, pero no se explica enteramente por
ésta. El «sfumato» es la fusión de los personajes con La naturaleza. Esta fusión, una vez
conseguida, expresa una unidad profunda o «simpatía» entre la naturaleza humana y la
naturaleza cósmica: esta concepción de la forma que, como fusión y vibración, elimina su
sequedad y su dureza es lo opuesto a la «Belleza», procediendo de la primera formación de
Leonardo junto a Verrocchio, cuya plástica es toda de superficie y sugiere la estructura
interior de la forma a través de una cerrada sucesión de toques agudos, rápidos, inaprecia-
bles. No hay que perder de vista que el único artista citado muchas veces por Leonardo con
espíritu polémico es Botticelli. El sfumato, al principio simple estremecimiento atmosféri-
co, puede ser considerado como la antítesis de los ritmos lineales de Botticelli. Las discu-
siones de los escritos leonardescos sobre las relaciones de la pintura y la poesía se remon-
tan a las experiencias florentinas de los círculos neoplatónicos. Leonardo admite la analo-
gía fundamental de ambas artes, pero afirma la preeminencia de la pintura porque «se ve».
La obra inacabada que cierra su período florentino (1481), la Adoración de los Reyes, re-
anuda el tema favorito de Botticelli, pero lo trata de un modo diametralmente opuesto. La
composición rítmica de Botticelli, sus colores claros escalonados por los contornos dejan
lugar a un torbellino de masas movientes de sombra y de luz; ninguna figura está definida
por un gesto determinante y la continuidad del movimiento se asegura por la fusión de las
figuras y el espacio en una visión única. El tema del «furor», suprema abstracción del espí-
ritu, se convierte en Leonardo en el compromiso febril con la realidad, participación del
hombre en la evolución constante del cosmos. Su San Jerónimo es una imagen típica de
«furor», por su anatomía descrita con acuidad, menos para fijar el gesto que para revelar,
en la tensión de nervios y tendones, una agitación interior.
Leonardo, su concepto de la pintura y de la Belleza
En 1483, Leonardo dejó Florencia para irse a Milán. Lejos del ambiente neoplatónico,
busca en todas direcciones y en una multiplicidad de casos concretos la comprobación de la
experiencia. En arte siente la necesidad de distinguir la pintura, la escultura y la arquitectu-
ra por su técnica propia, que define como intelectual más que manual. La Virgen de las
Rocas (1483) puede ser considerada como el primer documento de una «poética» bien de-
finida, capaz de expresarse únicamente en la pintura.
11

El tema del «furor» platónico y de la traducción física de los sentimientos interiores pasa
a segundo plano. El esfuerzo de Leonardo se dirige enteramente en lo sucesivo a la solu-
ción de todo problema de forma y espacio en las relaciones de luz y sombra. La gruta está
en la penumbra, los personajes se hallan como suspendidos entre la luz que se infiltra por
el fondo y la que viene por el exterior, en el límite de la luz y la sombra, y son acariciados
por una y otra. La vibrante degradación de las transiciones que determina la continuidad de
los contornos, la dulzura con que giran los planos, la acariciante blandura del claroscuro
constituyen a la vez el «sfumato» pictórico y la «gracia» de actitudes y expresiones. Allí
hay esa «dulzura», «dolcezza», que para sus contemporáneos era la aportación específica
de Leonardo a la definición, de la «belleza» pictórica. Este ideal de belleza no expresa ya
el imperio de la persona humana sobre el mundo, sino su «naturalización» íntima y profun-
da dentro de la realidad; no se verifica ya por las acciones heroicas, sino por la naturalidad
de los sentimientos. La Cena (1495-1498) demuestra que Leonardo orienta progresivamen-
te sus actividades hacia el mundo moral. Es el momento en que Cristo anuncia que uno de
los presentes lo traicionará y las actitudes, los rostros de los apóstoles expresan por turno
el estupor, la incredulidad, la turbación y el horror. E1 propio Judas no está aislado y sólo
la expresión atormentada de su rostro acusa la conciencia de su falta. Leonardo, considera-
do generalmente como escéptico o indiferente en materia de moral o de fe, aporta allí la
objetividad del sabio, pero también un conocimiento más profundo de la naturaleza humana
en su complejidad.
En Florencia, durante los primeros años del siglo XVI, pinta en competencia con Miguel
Ángel la Batalla de Anghiari, que señala una vuelta al tema del «furor»; en esta obra, co-
nocida sólo por sus dibujos, Leonardo no había representado tanto una acción definida co-
mo un torbellino de hombres y caballos en los matices de humo y de polvo, casi un huracán
de fuerzas humanas y naturales desencadenadas. Al tema miguelangelesco de la grandeza
de la Idea, opone él la grandeza del «fenómeno». También son un «fenómeno» la figura de
la Gioconda y el grupo de la Virgen con santa Ana. En esta última composición que jugará
tan gran papel en la formación de Rafael, define Leonardo de manera clara su ideal de «be-
lleza», fusión total de todos los «fenómenos» particulares en una forma que los comprenda,
en una imagen que resuma y absorba la variedad infinita de las imágenes naturales. Así lo
«bello» no es ya una idea o una categoría a priori que en su expresión artística tendría que
contaminarse al contacto de la realidad particular, sino que es una condición de plenitud y
de armonía interior que se consigue al término de variadas y complejas experiencias que
terminan en esa visión final, en ese «fenómeno» supremo que es la obra de arte. Por eso se
puede afirmar que si la misión de la pintura es alcanzar la «belleza» y distinguirse en esto
de las ciencias, el arte es con todo la actividad más alta, la que recoge los resultados de las
investigaciones particulares en una síntesis universal y, al traducirlas en formas percepti-
bles, las hace inmediatamente accesibles a la conciencia de los hombres.
También en el arte, lo mismo que en la ciencia, la gran aportación de Leonardo es la
oposición del método, ligero, ágil, tributario siempre de la experiencia directa de la reali-
dad, al sistema rígido y autoritario. Así cae la distinción tradicional entre la teoría y la
práctica, entre la invención y la ejecución. La «belleza» no es ya un principio abstracto que
la mano del artista sólo puede representar imperfectamente, sino que es un valor o una cua-
lidad que se consigue mediante una creación de carácter a la vez intelectual y manual. La
técnica ya no puede estar aislada, en su materialidad práctica y prosaica, de la «poesía». A
esta ansiosa búsqueda de una técnica «intelectual» se debe desgraciadamente la pérdida de
muchas obras de Leonardo. Pocos años después de haber sido pintada, la Cena era casi
indescifrable y la Batalla de Anghiari se cayó a pedazos incluso antes de ser terminada.
Pero el principio de que el arte no reproduce, sino que: «produce» la «belleza», se afirmaba
en lo sucesivo y para siempre.
Bramante y la Belleza arquitectónica
El gran creador de la «belleza» arquitectónica, Donato Bramante, estuvo en contacto con
Leonardo en Milán, durante los últimos años del siglo XV; en 1499, se instaló en Roma
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donde su labor de arquitecto se desarrolló paralelamente a la obra pictórica de Rafael. Es


por tanto una figura clave.
En Milán, también Leonardo se había ocupado de arquitectura, como lo demuestran los
dibujos donde estudia principalmente el tema de la planta central que será básico en Bra-
mante. Pero hay más: la técnica constructiva de Bramante, mucho más preocupada de obte-
ner efectos arquitectónicos grandiosos que de resolver problemas concretos de estructura,
se parece extrañamente a la técnica «intelectual» de Leonardo, hasta en sus resultados a
veces desastrosos. Pero Bramante no descuida, como Leonardo, la lección de los antiguos y
su cultura se inspira profundamente en el humanismo de Alberti y de Piero della Francesca.
En una de sus primeras obras milanesas, la iglesia de Santa María sopra San Sátiro, donde
no podía desarrollar el vacío en profundidad efectiva, lo sustituye, gracias a un hábil juego
de perspectiva, por la ilusión visual del vacío. Su propósito no es la construcción del espa-
cio, sino el efecto de profundidad; para Leonardo también, el espacio se concebía empíri-
camente: es un vacío que habita la atmósfera y donde se producen efectos de luz y de som-
bra. No pudiendo ser valorado el vacío más que por relación con lo lleno, hay un afán de
equilibrio entre la masa fluida de la atmósfera y las masas sólidas de la construcción. Se
persigue el equilibrio entre esos «efectos» y no se busca ya en el cálculo abstracto de las
proporciones. Tal es el tema fundamental de la «monumentalidad» de Bramante. En la pe-
queña iglesia de San Sátiro, construida sobre los cimientos de un edificio del siglo IX, se
halla una construcción compleja de cuerpos escuadrados puesta sobre un cuerpo cilíndrico
bajo abierto en nichos; el conjunto está dominado por un tambor octogonal con linterna que
señala el eje central en torno al cual se acomodan todas las masas del edificio. El pórtico
del presbiterio de San Ambrosio está dominado por un arco; otro abraza en su amplitud y
encuadra en su vacío atmosférico toda la fachada de la catedral de Abbiategrasso. En la
tribuna de Santa María de las Gracias, en Milán, las grandes masas absidales se resuelven
en la cúpula poligonal adornada con una galería aérea. Y esto no es todo, pues sobre esas
grandes masas de construcción pone el artista una decoración densa y menuda, una especie
de fino arabesco lineal, que da a las superficies una posibilidad de vibración en la luz y en
la atmósfera.
Cuando llega Bramante a Roma, la visión directa de las ruinas lo empuja a su primera
formación humanista, a Alberti y a Laurana. Se propone entonces definir en un sistema de
relaciones concretas el equilibrio empírico y casi pictórico de los efectos de hueco y maci-
zo, siendo la primera tentativa de ello el claustro de Santa María de la Paz. Pero ¿qué es el
espacio para Bramante? Desde luego no la perspectiva, la geometría, la pura intersección
de planos de Brunelleschi, sino la «forma ideal» de la naturaleza, pensada al modo de Leo-
nardo, como un equilibrio de fuerzas en oposición. El equilibrio plástico es la expresión de
las grandes leyes físicas, de la gravedad. Resulta significativo que una de las primeras
construcciones de Bramante en Roma, el templete circular de San Pietro in Montorio, tenga
valor de modelo o de canon de «belleza» arquitectónica.
El templete no plantea, en realidad, ningún problema estructural nuevo y es sólo vaga-
mente tributario de los ejemplos antiguos y de las normas de Vitrubio. Pero por primera
vez se plantea la creación arquitectónica como problema de composición y no como pro-
blema de construcción. El punto de partida es el principio vitrubiano de la composición
«modular», pero aquí cl módulo ya no es una medida, sino que: es la forma cilíndrica de
las columnas que se desarrolla en la redondez del oratorio y de la balaustrada y termina en
la cubierta semiesférica de la cúpula. Todo el conjunto vale por su efecto de claroscuro. Ya
un contemporáneo, Sebastián Serlio, observaba que para realizar su efecto plástico había
tenido que explotar el artista la penumbra de la atmósfera, creando una ilusión de espacio.
El principio de composición consiste en establecer, deduciéndolas de lo Antiguo y de Vi-
trubio, las leyes de equilibrio que permiten armonizar en una forma de conjunto formas ya
bellas aisladamente y que Bramante se aplica a destacar en ese espacio atmosférico indefi-
nido.
13

Así es la «monumentalidad», la amplitud de efectos espaciales que Bramante se propone


conseguir cuando, entre 1506 y 1514, se dedica a las obras de reconstrucción de San Pedro.
Su proyecto es de cruz griega, con una gran cúpula en la intersección de los brazos y, entre
los propios brazos, otras cúpulas pequeñas. Todavía es una composición modular, fundada
en la repetición del mismo elemento básico a diferentes escalas. Su efecto debía fundarse
en la orientación equilibrada de los cuatro grandes vanos de los brazos en torno a la cavi-
dad de la cúpula y jugando esos vacíos atmosféricos en torno a la pura forma plástica de
los pilares. La arquitectura de Bramante llegó así al inmenso nicho del Belvedere, que
vuelve a tomar el motivo del gran arco de Abbiategrasso, aunque subrayando la «monu-
mentalidad». Es verdaderamente una pura «forma espacial», una inmensa cavidad cuyo
fondo juega pictóricamente por la gradación de la luz y de la sombra.
Rafael, apogeo del humanismo
En realidad, Rafael se propuso definir una «belleza» pictórica lo mismo que Bramante
una «belleza» arquitectónica. Como Bramante, Rafael vio la luz en ese altísimo centro de
humanismo que era Urbino. Fue discípulo de Perugino, el supremo maestro de elocuencia
religiosa entre los pintores del siglo XV. En Florencia, entre 1505 y 1508, observó e inten-
tó conciliar la antítesis de las posiciones ideológicas de Leonardo y de Miguel Ángel; des-
pués trabajó en Roma hasta su muerte (1520). Reynolds lo cita corno el prototipo del artis-
ta que no se abandona a la fuga de la inspiración, sino que forma su propio estilo a través
del estudio y la crítica de sus maestros, siendo a la vez imitador y personal. De hecho, la
pintura de Rafael no ofrece un concepto nuevo del hombre y del mundo, pero representa
definitivamente una cultura, la expresión perfecta de una sociedad que cree haber alcanza-
do su equilibrio y fijado sus valores. Su búsqueda de la forma perfecta es en efecto la bús-
queda del «valor» absoluto; para él, la forma no vale por lo que representa, sino por su
esencia, representación plena y total de la realidad. Desde sus primeras obras, el Sueño del
Caballero, las Tres Gracias (hacia 1499) o en 1504 los Desposorios de la Virgen, toda des-
cripción de acción, todo acento dramático se descartan rigurosamente. Su forma es en ade-
lante la de un mundo que ha situado en perfecto equilibrio todo contraste, toda tensión, y
donde como iría Schopenhauer, la voluntad no es nada y la «representación» lo es todo.
Toda línea se convierte en un vínculo, en un tranquilizador desarrollo de curvas; los volú-
menes alternan con los espacios abiertos, como en la arquitectura de Bramante los macizos
alternan con los huecos; los mismos colores toman una intensidad y una profundidad nue-
vas que dependen menos de una visión emocionada o aguda de lo verdadero que de la in-
vestigación de un «valor» más puro y más seguro. La propia belleza es una cosa que se
halla ya en la naturaleza y que el artista no tiene más que revelar escogiendo lo que es per-
fecto y componiendo, con esa selección de bellezas particulares, la belleza «universal» que
corresponde al arte; esa «belleza» formal, en su universalidad, es a la vez antigua y moder-
na, al margen del tiempo y de la experiencia. El ideal estético de Rafael es a la vez religio-
so (y específicamente católico) y profano. Del mismo modo que la realidad, en la verdad
revelada por las Escrituras y afirmada por la Iglesia, es del dominio de todas las concien-
cias, la forma, lo «bello», no tendría valor si no fuera igualmente «representativo» para
cada uno, si no constituyera la forma inmediatamente evidente y tangible de la verdad re-
velada. Por eso se puede decir que el arte de Rafael es a la vez sabio y popular, al modo
que el rito religioso en el que también debe existir el carácter espectacular. La capacidad
representativa total de la forma elimina también la dualidad de la teoría y la práctica, pues-
to que si la idea no puede convertirse en forma sino a través de la experiencia, la experien-
cia no tiene valor más que si está dirigida por la idea. Sólo así puede el artista escoger en
la naturaleza las bellezas particulares y revelarlas en la belleza universal del arte. La auto-
ridad del antiguo no sirve si no está dirigida a la experiencia presente y envuelta por ella,
demostrando así la eternidad y la universalidad de la belleza natural. En una de las vírge-
nes del período florentino, la Virgen del jilguero, la voluntad de realizar la «belleza» según
la tesis de Leonardo aparece claramente, en la profunda armonía de los personajes y de la
naturaleza, en una dulzura de actos y expresiones que revelan la naturaleza absoluta del
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sentimiento. Pero Rafael, igualmente sensible al ideal moral de Miguel Ángel, quiere, de-
mostrar la significación ética y religiosa de esa unidad, para lo cual acentúa la composición
piramidal que da carácter monumental al grupo; al hacerlo surgir sobre el paisaje: abierto
hasta el horizonte, lo une a ese fondo por medio de las curvas amplias de los contornos,
que regulan a la vez la plasticidad de las figuras y la profundidad del espacio.
Rafael o la síntesis antigua y cristiana
Es en la decoración de las Stanze del Vaticano donde afirma más explícitamente su gran
tesis: la continuidad absoluta entre la «filosofía natural» de los antiguos y el dogma católi-
co, la posibilidad de una síntesis religiosa entre la tradición de Platón y la de Aristóteles.
Un poco antes, en 1507, su Descendimiento muestra ya cómo podía existir una profunda
continuidad de ideal entre los mitos clásicos y el drama cristiano por la añadidura progre-
siva, gracias a la experiencia cristiana, de significaciones morales en torno al núcleo poéti-
co de los mitos antiguos. Pero ahora, en las grandes composiciones del Parnaso, de la Es-
cuela de Atenas o de la Disputa del Sacramento, ese elevado pensamiento de unidad y con-
tinuidad de la experiencia humana y de su carácter providencial halla su expresión en un
concepto verdaderamente universalista del espacio y del tiempo, en la búsqueda de una
forma que, lejos de limitar la experiencia humana o de quitarle su ligereza, expresa plena-
mente su universalidad. Por eso la Escuela de Atenas está encuadrada por una arquitectura
que, como la de la madurez de Bramante, pretende evocar la amplitud ilimitada del espacio
natural, del horizonte que une con un solo trazo la tierra y el cielo; la Disputa es a la vez
rito y ceremonia, milagro e historia, situándose en un espacio a la vez empíreo y terrestre,
a fin de dejar clara la unidad que liga el dogma con la filosofía y los grandes ingenios con
las almas bienaventuradas.
Rafael y la libertad creadora
No sólo por influencia de Sebastián del Piombo, que trabajaba en Roma desde 1511, ad-
quiere el color de Rafael la profundidad de tono y la sensibilidad luminosa que se aprecian
en la Misa de Bolsena, sino que es la propia visión del artista la que tiende a ampliarse, a
señalar espacios cada vez más abiertos y más luminosos, a intensificar y dramatizar los
hechos y los episodios. Casi presintiendo la crisis inminente de la Reforma, la acusación
del carácter de «representación» de la Iglesia y de su arte, Rafael parece querer afirmar
más exactamente que la «belleza» está en la naturaleza, en los sentimientos y los afectos
humanos y que: el artista discierne mediante un juicio que al propio tiempo es un acto de
creación. Es el tema de la elección que crea la libertad espiritual en el homenaje rendido a
los grandes valores. Por eso corresponde a Rafael, en el comienzo del siglo XVI, un lugar
parecido al de Erasmo. El sentido de su arte lo acerca a la polifonía, a la orquestación de
temas y motivos diversos en una forma unitaria que los contiene a todos. El Incendio del
Borgo o el Heliodoro expulsado del Templo o los pasajes más intensos de la decoración de
las logias del Vaticano no deben ser interpretados como indicios de una crisis en sus co-
mienzos, sino más bien como el «crescendo» y el «fortissimo» que una honda ley de armo-
nía relaciona idealmente con los pasajes más dulces y melódicos. Es la afirmación de la
veracidad y de la pluralidad de la experiencia y de la historia en que todo sentimiento y
todo acto humano están ya previstos y calculados, tan lejos que nada podrá romper jamás
su unidad ni impedir la eternidad de su forma. Esta fe en la universalidad de la experiencia
empuja a Rafael a trasponer lo que consiguió en pintura al terreno de otras artes, sobre
todo de la arquitectura. Y así, cuando sucede a Bramante en San Pedro, rompe el equilibrio
de la planta central de su predecesor para obtener un efecto de fuga o de ilusión de pers-
pectiva semejante a la de Heliodoro, pero añadiéndole un análisis más sutil de la belleza
del detalle. Como un hombre de letras, parece buscar la etimología y la significación más
exacta de los términos del lenguaje arquitectónico. De él, más aún que de Bramante, arran-
ca ese nuevo afán de perfección en los detalles formales y de su ligazón en un conjunto
armonioso, que dará origen a las obras más perfectas del manierismo, con Julio Romano,
con Antonio de San Gallo el Mozo y sobre todo con Baltasar Peruzzi. Julio Romano tiende
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a reducir todo lo posible los vínculos estructurales, a disolver casi el edificio en el espacio
de la naturaleza, a subrayar la forma por el elegante «artificio», a veces por el brillante
«capricho» de una decoración llena de invención refinada. Peruzzi es casi un orfebre de la
arquitectura, preocupado de ligar entre sí formas tan puras como piedras preciosas en rit-
mos sutiles y complicados. San Gallo, aunque más preocupado por la grandiosidad de es-
pacios y masas que Bramante, es también un «compositor» ante todo. Se comprende cómo
de esta búsqueda de la forma bella por sí misma había de nacer y extenderse una decora-
ción rica y sabia inspirada en su mayor parte por los antiguos motivos de los «grutescos»,
introducidos precisamente por Rafael. Sus discípulos Juan de Udine y Perino del Vaga los
desarrollaron con refinamiento amanerado en sus límpidos estucos, mientras que en el arte
de la madera la marquetería del siglo XV cede su puesto a la escultura y en la medalla a la
acuñación que permite más incisión que la fundición. Y los mismos motivos de origen clá-
sico se hallan en los tapices y tejidos en las cerámicas figuradas de Pesaro, Gubbio y Urbi-
no.
Miguel Ángel o el retorno a la Idea
A Miguel Ángel no le gustaba ni la pintura de Leonardo o de Rafael, ni la arquitectura
de Bramante o de San Gallo. Leonardo había afirmado la necesidad de la experiencia o de
la práctica y Rafael había realizado su equilibrio con la teoría. Miguel Ángel reafirma con
severa intransigencia, en la primera mitad del siglo XVI, la tesis platónica de la Idea. Pero
su idea de la «belleza», pura espiritualidad a conseguir mediante una lucha contra todo lo
que es materia, resulta en lo sucesivo inseparable de una aspiración a la perfección moral,
de un sentido hondo de tragedia. Para los críticos del siglo XVIII, que discutieron larga-
mente sobre la superioridad de Rafael o de Miguel Ángel, el primero es el ejemplo de la
belleza natural y el segundo de la belleza sublime, es decir de la belleza moral. Y lo su-
blime supera a la naturaleza y a la historia. No se desprecia el arte de Miguel Ángel al
afirmar que es fundamentalmente intelectual. A un mundo que se abría a la experiencia
opone duramente Miguel Ángel la tesis de la inutilidad de ésta, del valor exclusivo de la
Idea. Pero su arte no refleja más que el valor eterno de la Idea, su condición de crisis. Es
una protesta contra las circunstancias. Si exalta lo antiguo como única fuente de Belleza,
no es más que porque detesta el presente. Excluye también la historia, ligada a las acciones
de los hombres, y reúne en una síntesis desesperada el primer origen y el último destino de
la humanidad, el Génesis y el Juicio final, como en los frescos de la capilla Sixtina. Su
sentimiento religioso es profundo, pero está lleno de una tensión desesperada. Es platónico
y cristiano, pero tan alejado del cristianismo histórico y católico de Rafael como del clasi-
cismo histórico.
Miguel Ángel fue escultor, pintor, arquitecto y poeta, no por versatilidad de genio, sino
por convicción de que todas las artes se reducen a una «forma» ideal. Para el arte figurati-
vo, esta forma ideal es el dibujo, tronco común de todas las artes. Esta era la tesis de los
primeros maestros del siglo XV, a los que Miguel Ángel se adhiere casi por espíritu de
polémica, para volver a encontrar las fuentes más puras del neplatonismo florentino, pero
su comportamiento es muy diferente. Sostiene, es verdad, que el dibujo es propiamente
línea o trazo, es decir la forma más inmaterial, pero afirma en seguida que la pintura es
tanto mejor cuanto más se parece a la escultura y, cuando hace arquitectura, intenta aún
realizar en talla la tensión y la unidad plástica de la escultura. La Sagrada Familia (1503)
ha sido concebida justamente como una escultura: los tres personajes forman un bloque
compacto, su actitud en espiral tiende a resumir todo el espacio en la forma plástica, los
colores fríos destacan cada forma y acentúan el brillo de la imagen. Esta acusada plastici-
dad volverá a verse en los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina (1508-1512) y en el
Juicio Final (1533-1541). Pero también en su arquitectura, las ventanas encajadas entre los
poderosos elementos de la Sacristía Nueva de San Lorenzo (1520-1530) y las columnas
emparejadas y adosadas del Vestíbulo de la Laurentina (1521-1526) recuerdan el tema
dramático de los Esclavos, la cúpula de San Pedro (1564), con sus costados hinchados co-
mo músculos en tensión, está concebida a la manera de un desnudo arquitectónico colosal.
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Miguel Ángel y el drama del desbordamiento


Más que ningún otro arte, la escultura está ligada a la materia, a la masa. Es la pura iner-
cia, lo mismo que el espíritu es pura aspiración, tensión a la trascendencia. Se dice que la
escultura es un arte que se ejercita «quitando», es decir por destrucción física de la mate-
ria, de tal modo que la imagen «crece tanto más cuanto más desaparece: la piedra». El pro-
ceso del arte consiste en esta liberación de la imagen, del espíritu, del peso de la materia
hostil. Además acentúa el volumen y la masa de sus figuras, el peso y el esfuerzo de los
elementos arquitectónicos. No se contenta ya, como Alberti, con concebir la idea formal
dejando la ejecución a otros, sino que por el contrario rehúsa la ayuda de colaboradores,
pinta solo sus inmensos frescos y ataca el bloque de mármol con la fuerza del cincel. La
ejecución, que para Leonardo era técnica mental y para Rafael experiencia inseparable de
la idea, se convierte para Miguel Ángel en una lucha tenaz contra el carácter adverso, en un
compromiso moral. La Idea no es una verdad a priori, sino un grado de elección que se
alcanza a través del drama moral de la existencia. Además (y este tema pasará al arte de los
manieristas toscanos), el arte es «difícil»; el mérito del artista consiste en superar las difi-
cultades. En los frescos hay que obligar a la superficie plana a que asuma un poderoso re-
lieve. En la bóveda de la capilla Sixtina comienza el artista por crear una arquitectura pu-
jante de arcos transversales y unidos para fijar los límites entre los cuales aparecerán las
figuras más importantes apretadas con dificultad. En la base de los arcos, pone grandes
figuras desnudas que imponen el esfuerzo dramático de su torsión a los elementos arquitec-
tónicos. Pero para la escultura, puesto que la forma es la expresión de una voluntad de
trascendencia, hay que ir más allá del relieve plástico. Ya en las esculturas para el mauso-
leo de Julio II (los Prisioneros y los Esclavos), aparece claramente la voluntad de violar los
límites de la forma. En los Prisioneros (1513-1516), la actitud del pesado tronco, girando
sobre el apoyo vacilante de las piernas, expresa una fuerza que impide todo equilibrio de
masas. En las tumbas de los Médicis (1520-1534), las figuras alegóricas del Día, de la No-
che, de la Aurora y del Crepúsculo parecen resbalar del coronamiento curvo de los sarcó-
fagos y mantener un equilibrio inestable por virtud del esfuerzo de los codos apoyados, de
las piernas en flexión de la exagerada torsión de los cuerpos.
Para que se observe mejor la transición de la materia a la forma, algunas partes han sido
dejadas visiblemente en estado de esbozo, pero en las señales rudas del cincel determina la
luz una vibración que anima de pronto la masa y la hace palpitar en el espacio. En esta luz
inmaterial, sin foco ni rayo, casi provocada por el desgaste de la materia, es donde se su-
blimiza y, perdiendo su inercia, se hace tan inmaterial como el dibujo puro.
También en la pintura, en el Juicio Final y en los frescos más recientes de la capilla Pau-
lina, lo «inacabado», la luz que nace de la materia deshecha, revela esta tendencia de la
forma de. Miguel Ángel a rebasar sus límites. En el Juicio final, la composición está en
oposición con las reglas tradicionales; los grupos, más espaciados en la parte baja, van
aproximándose y haciéndose más pesados en lo alto. Pero precisamente en virtud de esta
inversión de perspectiva, de ese «crescendo» exasperado, el movimiento intensificado de
las figuras de lo alto dramatiza el contraste de masas de sombra y de luz que llega a su
cima en el halo luminoso que rodea al Cristo Juez. Así destaca, con la poderosa torsión del
tronco, toda la fuerza del gesto, eje de la composición, de la doble corriente de los bien-
aventurados llevados al cielo y de los condenados precipitados en el infierno.
Las cuatro «Pietà» esculpidas por Miguel Ángel (para la basílica de San Pedro [1499],
para la catedral de Florencia [1553-1555], la de Palestrina y la Pietà Rondanini) traducen
en términos dolorosamente humanos el drama que, en todas estas obras, se expresa en tér-
minos universales. Si en la «Pietà» de San Pedro conserva el cuerpo de Cristo la belleza
clásica de Baco y si el mito antiguo se humaniza, como en las últimas obras de Botticelli,
por la dolorosa espiritualidad del mito cristiano, en la «Pietà» de Palestrina el drama se
produce en el contraste entre el gran cuerpo de Cristo, gigante desplomado, y las figuras de
la Virgen y de la Magdalena, apenas esbozadas, fundidas en una luz inmaterial que desma-
terializa la forma. En el grupo florentino concebido como un bloque cerrado, las articu-
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laciones en ángulo agudo y la convergencia de masas en los ejes esenciales introducen una
contradicción dramática de pesos y de empujes, de caídas y de impulsos. La Pietà Ron-
danini, inacabada por la muerte del maestro, señala la cumbre de su larga tragedia, la su-
blimación final de las masas en un movimiento que al mismo tiempo es caída y ascensión,
como el último sobresalto de una llama antes de extinguirse. Al final de su áspera subida
hacia una espiritualidad pura, que debía constituir el vínculo entre la experiencia moral del
cristianismo y la idea antigua, descubre Miguel Ángel que esta síntesis no es posible más
que en la aniquilación suprema del ser en la muerte.
Tras los grandes maestros
Si con la gran tragedia de Miguel Ángel se cierra indudablemente la fase histórica del
Renacimiento, la tesis que hacía de Miguel Ángel el «padre del barroco» está absolutamen-
te superada. Aunque el platonismo de Miguel Ángel constituye la base fundamental de toda la
estética manierista, sigue siendo en realidad un gran solitario. Vignola, que después de él fue el
mayor arquitecto del siglo XVI en Roma, se vincula más bien a la tradición de Bramante, de Rafael
y de San Gallo, pues más que a la unidad plástica y a la arquitectura-escultura de Miguel Ángel
tiende a la gran composición arquitectónica. Así es como nacen las grandes rampas y las escaleras
que asocian al paisaje la masa pentagonal de la «Villa Farnesio» en Caprarola, el gusto por las su-
perficies curvas que abrazan la mayor parte del espacio ambiente como en el patio de la «Villa
Giulia» o la grandiosa espectacularidad del interior del «Gesù», que reanuda con una retórica más
extensa el tema clásico de Alberti. Se comprende en seguida que Vignola, al ampliar cada vez más
el espacio y los vínculos estructurales, debió buscar una definición no ya constructiva, sino litera-
ria, para la forma de cada elemento. En adelante son palabras de un discurso alado y el mismo Vig-
nola fija el canon de su «belleza» en esta regla que representa para la arquitectura lo que el «Dic-
cionario de la Crusca» representa para la literatura. En lo que se refiere a Bartolommeo Ammannati
y Giorgio Vasari, que siguen en Florencia las enseñanzas de Miguel Ángel, es evidente que, lejos
de desarrollarlas en la dirección del barroco, procuran sobre todo obtener, sea en la calidad plástica
de las formas particulares, sea en su composición, «invenciones» de la elegancia manierista más
sutil.
Desde comienzos de siglo tenemos la impresión de que la cultura figurativa toscana se desvía de
los grandes problemas y va hacia un formalismo refinado. Los cartones de Leonardo y de Miguel
Ángel fueron, como dice Benvenutto Cellini, la «escuela del mundo entero» y sobre estos textos
modificó Fra Bartolommeo su estilo juvenil en el que se mezclaban la austera elocuencia sagrada
de Signorelli y del Perugino, y las asperezas florentinas de Filippino Lippi y de Piero di Cosimo.
Buscó un acuerdo entre la visión leonardesca vuelta hacia el presente de la experiencia y la de Mi-
guel Ángel, enteramente absorbida en la contemplación de la historia, alcanzando en una grandeza
reposada y severa, hecha toda de dulzura y de gravedad, dos cosas que seguramente sirvieron para
orientar al joven Rafael en sus comienzos. El problema del claroscuro plástico y del sfumato pictó-
rico, el del espacio dominado por la figura o que por el contrario absorbe a ésta en su profundidad,
el de la historia ejemplar o de la anécdota siguen siendo la base de la pintura de Bugiardini, de
Franciabigio y de Bacchiacca y empujan a éstos a soluciones ingeniosas y a veces caprichosas. Se
aprecian en las primeras obras de Andrea del Sarto en el claustro de la «Annunziata» (15091510);
lo empujan en los frescos del claustro del «Scalzo» y en los retablos a dilatar más el espacio de Fra
Bartolommeo, a cortar y a tallar la forma a fin de que ésta pueda modelarse en la penumbra atmos-
férica sin perder por ello la fuerza de su relieve, a intensificar la gama de colores y a acordarlos
según relaciones nuevas y a menudo audaces, a fin de que la dispersión en el espacio no disminuya
los juegos de la forma. Así se abría el camino al formalismo agudo, profundo, a veces irritado y
doloroso del manierismo toscano, el de Bronzino, Pontormo, Rosso y Beccafumi. Tendrá repercu-
sión en todas las formas del arte aplicado, desde el mueble hasta la tapicería y la joyería, difun-
diendo el culto a lo «antiguo» que en lo sucesivo, privado del fundamento de la historia, habrá de
perderse en lo arbitrario.
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Correggio, iniciador de la belleza expresiva


La fuente principal de esa escuela boloñesa del siglo XVII que formará la mayor corriente cultu-
ral del primer «barroco» debe buscarse en el desarrollo que tuvo la cultura humanista en el norte de
Italia. El supuesto eclecticismo de Carracci tiene su gran fuente histórica en la pintura de Correg-
gio; y en la formación de Correggio tuvo parte esencial el contacto con Mantegna en Mantua. Pron-
to se mostró dispuesto a recibir todo lo que venía de la cultura compleja elaborada en Emilia, en
Ferrara. Pero las blanduras del claroscuro grato al tardío Costa, eco de la elocuencia edificante y
devota del Perugino, la gracia lineal de Francia relajan en él la lógica apretada, verdaderamente
aristotélica del discurso pictórico mantegnesco y lo preparan a recibir el reflejo del colorismo vene-
ciano, transmitido por el verbo fantástico y casi pagano de Dosso Dossi. Un retablo como la Mado-
na de San Francisco (1514-1515) está concebido aún según el esquema monumental de la Madona
de la Victoria de Mantegna, pero el espacio está abierto hasta el horizonte a fin de que los persona-
jes surjan en la atmósfera clara que los envuelve, mientras rápidas sugestiones de movimiento in-
sertan en esta composición simétrica una corriente de ritmo que repercute en la modulación del
colorido. En la Adoración de los Reyes (1513-1514), la perspectiva rápida y huidiza de los pelda-
ños y de las columnas une directamente el primer plano al paisaje lejanísimo sumergido en una
vibrante lluvia de luz. Los escorzos no sugieren el desarrollo de la figura, sino que sintetizan su
gesto en una breve frase rítmica; se aplican mucho más a la cadencia o a la rima que a la idea o a la
historia que ilustran.
Correggio es pues el primero que no parece preocuparse de la forma o del espacio, sino de la
imagen como aparición neta, pero rápida, instantánea. Así es «la Zingarella», que puede ser mado-
na o ninfa de los bosques o de un hallazgo debido al azar; figura luminosa en la media luz espesa
de los bosques.
Los motivos formales de la primera formación mantegnesca no se desvanecerán, sino que se en-
riquecerán progresivamente por las experiencias ulteriores, dentro de las cuales mantendrán acentos
y matices sensibles y cambiantes como los colores que los envuelven. Temas clásicos y religiosos
se funden, pero no ya en el sincretismo de Rafael. Al contrario, los motivos clásicos con su vago
sentido erótico así como los religiosos con su acento de devoción, tan fácilmente asociables e inter-
cambiables, se imprimen fácilmente en la movilidad de la imagen, se materializan en el flujo ligero
de las líneas, en el brillo atenuado de las formas, en la tierna luminosidad de los colores. Bajo esta
sensibilidad demasiado aparente reside un fondo de escepticismo poético que se relaciona con el
escepticismo hondo y metódico de Leonardo. Al Correggio se debe en verdad la interpretación del
arte de Leonardo que será valedera hasta el siglo XVIII y que no ve más que un nuevo tipo de be-
lleza.
Correggio debió estudiar sobre todo al Leonardo del segundo período florentino y la interpreta-
ción que Rafael había dado de él. El Descanso en la huida a Egipto (1515-1516) demuestra clara-
mente que el sfumato de Leonardo, al perder para Correggio toda justificación naturalista de efecto
atmosférico, lo mismo que el color dorado de los venecianos perdía para él toda razón en la repre-
sentación espacial, se convierte en la sustancia de la imagen pictórica.
En la decoración de la bóveda de la cámara de San Pablo, Correggio une el motivo mantegnesco
de las aberturas de la pérgola sobre el fondo del cielo con el motivo leonardesco de la sala «delle
Assi» en Milán, a pesar de que los temas mitológicos, en las conchas cóncavas de la base, muestran
su preocupación, entonces (1518), por la pureza formal de Rafael. Más arriba, pasan rápidamente
los amores cazadores, mostrándose un instante. El movimiento no es ya acción, sino actitud y rit-
mo, en una frase breve e intensa.
Poco después (1520-1524), en la decoración de la cúpula de San Juan Evangelista, Correggio
descubre a Miguel Ángel. Los apóstoles evocan las masas poderosas y macizas, de contornos fir-
mes, de los desnudos de la Sixtina, pero los movimientos rápidos los ligan en un ritmo continua-
mente roto y reanudado, alternando los contraluces con los blancos de las nubes y no siendo el
espacio más que un torbellino de claridad que tiene en su cumbre la imagen luminosa del Evange-
lista, elevado al cielo. Y la misma solución vuelve, más compleja y más articulada, en la decora-
ción de la cúpula de la catedral de Parma (1523-1530), donde se multiplican los escorzos sorpren-
dentes. La luz no nace en una atmósfera que no es más que un fluido que envuelve a las formas,
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haciéndolas resbalar en un espacio sin profundidad ni estructura; los mismos colores no tienen to-
nalidad, sino que mueren, se degradan y se funden uno en otro. Luz, atmósfera y movimientos no
son más naturales que las figuras, cuyo movimiento no podría definirse más que por la sensibilidad.
Así la pintura de Correggio, que hunde sus raíces en la férrea lógica de Mantegna, se convierte en
un discurso poético, fácil, fluido, rítmico; más que persuasiva, es esta pintura sugestiva; más que
demostrativa, es directamente comunicativa. La «belleza» que persigue no descansa ya en una de-
finición firme, sino en la mutabilidad continua e interna de la forma.
A la belleza, como forma constante e inmutable, le sucede la idea de la calidad, que no se refiere
ni a los contenidos conocibles ni a la perfección de la forma, sino al «modo» de la expresión pictó-
rica. Más exactamente, en la historia de la concepción de la «belleza» en la primera mitad del Cin-
quecento, Correggio marca el final de la «belleza» fundada en la autoridad del pasado o en la eter-
nidad de la naturaleza y la aurora de una «belleza» nacida del alma humana y sólo justificable por
cualidades morales o sensibles. Es el final de la «belleza» clásica o «antigua» y el comienzo de lo
que Stendhal llamará la «belleza ideal moderna».

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