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El Quattrocento
Giulio Carlo Argan. El Cinquecento italiano y el idealismo
ideas, por una parle con la religión y por otra con el clasicismo, hay que retroceder dos
siglos hasta los orígenes ya coherentes de esta cultura. Federico II, entre 1234 y 1239, se
hizo representar sentado y en traje romano al lado de dos jueces con toga, sobre un busto
gigantesco de la justicia imperial en la puerta de Capua. La puerta no representaba sólo un
elemento de defensa, sino que era un programa político. Oponía a la Iglesia el sistema laico
fundado en la razón natural, cuyos principios eran los de las leyes imperiales. El estilo de
la arquitectura y escultura simbolizaba el retorno a una moralidad y jurisdicción antiguas.
Bonifacio VIII fue el primer papa que reanudó esa significación propagandística y polí-
tica del arte. Se hizo representar en San Juan de Letrán con las insignias de los últimos
emperadores romanos para demostrar su sucesión directa de Constantino. Del mismo modo,
hizo realizar por Giotto el famoso mosaico de la Navicella con los apóstoles socorridos por
Cristo, para sostener que sólo el pontífice podía gobernar el mundo en la tempestad. Se
puede encontrar el vínculo que une a Federico II con el Renacimiento en el concepto com-
pletamente nuevo del amor de la gloria, de la ambición de dominar, de la virtud cívica en
que san Agustín veía los mayores vicios de los emperadores romanos. Y no es casual que el
tema principal de la vida religiosa sea la disputa sobre la pobreza. El testamento de san
Francisco prohibiendo a los monjes poseer bienes fue anulado por el papa. El propio Giotto
escribió una poesía en elogio de la riqueza, es decir de la vida activa que halla sus razones
sobre la tierra y su recompensa en la civilización. En el dialogo De avaritia (1428-1429),
por Poggio Bracciolini, el ideal de pobreza de san Francisco es objeto de franca sátira; y
además prosigue: «Todos los esplendores, todas las bellezas, todos los adornos desaparece-
rían de nuestras ciudades; nada de templos o catedrales, nada de monumentos, nada de ar-
te... Toda nuestra vida e incluso la vida del estado se invertirían si cada uno se procurara
solamente lo necesario». Por eso la arquitectura, que está más ligada a la actividad civil,
había de tomar el puesto de guía. Y eso no era tanto por afán de urbanismo (el aspecto de
Florencia en el siglo XIV ya era notable) sino por la importancia de la arquitectura en la
vida urbana (recordemos las discusiones y luego los entusiasmos por la gran cúpula del
Duomo) y por la actitud de los arquitectos de racionalizar las formas y reducirlas al núme-
ro y proporción, en oposición permanente a los decoradores.
Problemas nuevos de arquitectura y escultura
La línea directa entre el clasicismo de Federico II y el ardor constructivo de Bonifacio
VIII, que hacía levantar su estatua en las ciudades conquistadas, y la tentativa de Florencia
por afirmarse como hija legítima de Roma, es decir ciudad independiente de todo poder
externo, explican por qué Brunelleschi, creador de la nueva arquitectura más allá del góti-
co, se vincula al estilo románico de San Miniato y de los Santos Apóstoles, construcciones
consideradas como áulicas y realizadas precisamente bajo el signo de una renovación de la
cultura clásica.
Al comparar las obras de Brunelleschi con las anteriores, comprobamos la diferencia
cualitativa entre el Renacimiento y los renacimientos medievales. Ante todo, adquiere este
movimiento un conocimiento teórico excepcional y en segundo lugar, ya no es un producto
artificial o exclusivamente religioso, sino el resultado de una amplísima penetración cultu-
ral y de un espíritu moderno, afinado por la práctica de los negocios, es decir de un cálculo
preciso. Así da Brunelleschi a la arquitectura una función que es ante todo teórica y direc-
triz (Argan). Se sitúan en primer plano las investigaciones conceptuales, las proporciones y
la perspectiva. La basílica de San Lorenzo o la Capilla Pazzi no tienen ninguna relación
substancial con los estudios de lo antiguo hechos en Roma por Brunelleschi. Sólo se toma
un vocabulario literal de los elementos antiguos. Hay dos caracteres absolutamente nuevos:
el ritmo del espacio conseguido por la geometría y no por intuición y la proporción de los
miembros del edificio calculada de una manera orgánica y general. Perspectiva, simetría y
proporción se convierten así en las leyes de la visión, en el medio de que el arte pase de la
experiencia a la ciencia, de las cosas a las ideas. En Brunelleschi se aprecia una mística de
las formas que se anticipa al neoplatonismo de Ficino. La capilla Pazzi, uno de los espacios
más completamente cerrados que existan, se inspira en orientaciones influidas por la astro-
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logía; el uso de paredes claras, de luces distribuidas de modo más sereno y uniforme pre-
tende oponerse a la distribución empírica de pinturas de enseñanza y devoción, divulgadas
en las iglesias góticas italianas. Esta solemnidad y esta limpieza son quizá la conquista más
alta del Renacimiento. Sabemos por fuentes contemporáneas que tal distribución de luces
tenía por fin «dar a los devotos cierta idea de la gloria divina».
En la catedral de Pienza, Rosellino, «con el brillo del sol entra tanta luz que los que es-
tán en el templo no se sienten encerrados en un círculo de muros, sino en una casa de vi-
drio». Y Alberti cree que «aunque Dios no estima esas cosa despreciables que aprecian
tanto los hombres, sin embargo se conmoverá por la pureza de estas cosas espléndidas».
Además amenaza con penas a cualquiera que «viole el candor de las paredes y de las co-
lumnas» o «haga pinturas, cuelgue cuadros y añada capillas o altares». Ahí está la devo-
ción sabia e incluso de fuente clásica; Alberti añade: «Cicerón, que sigue la opinión de
Platón, cree que es bueno establecer legalmente que, al renunciar a toda especie y toda
delicadeza de adorno en uso, se debe procurar ante todo hacer una obra clara y pura. A
Dios le agrada ante todo la pureza y la sencillez del color lo mismo que le place la pureza
de la vida». Brunelleschi, gracias al éxito de su cúpula, no sólo consiguió prestigio y ri-
queza, sino también la posibilidad de realizar de la manera más coherente su poética. Hizo
las primeras aplicaciones prácticas de la perspectiva a la pintura y por eso también fue un
teórico.
En escultura, el problema era el bulto redondo y más que nunca se imponía una confron-
tación con la Antigüedad. Los humanistas lectores de la Ética a Nicómaco (donde Aristóte-
les afirma que la virtud consiste en el ejercicio de la razón y en el dominio de los sentidos)
e imitadores de los hombres ilustres de la Antigüedad debían ansiar la traducción de la
iconografía sagrada en términos igualmente racionales. El artista que intentó esta experien-
cia, dejando aparte la deslumbrante y dramática pieza de Brunelleschi para la puerta del
Bautisterio, fue ciertamente Nanni di Banco: los Quattro Santi Coronati al lado de Or San
Michele, solemnes como dignatarios, que parecen el programa de la nueva plástica. El afán
por lo monumental y por lo plástico es evidente por completo; lo mismo que en la fachada
del Duomo, en el San Lucas que suspende la lectura del texto sagrado para recogerse y
donde Nanni di Banco se muestra más seguro en la ejecución que el joven Donatello. Sin
embargo su concepto no fue seguido, no tanto porque muriera el artista a comienzos del
siglo, en 1421 (después de haber vuelto además a una posición más gótica), sino porque el
aspecto clásico de sus figuras contrastaba demasiado con la ascesis espiritual de los prime-
ros años del siglo XV.
La escultura había de plantearse diversos problemas. La revolución arquitectónica de
Brunelleschi había respetado dos caracteres esenciales del gótico local: la rigurosa simpli-
cidad de la estructura y la tensión de los elementos tan legibles en el empeño de San Lo-
renzo. Nanni di Banco, por el contrario, había querido dar un corte demasiado rotundo con
la tradición, tropezando con hechos esenciales como el naturalismo de Ghiberti en la pri-
mera puerta del Baptisterio, donde la historia sagrada halla también una expresión senti-
mental, y con la elegancia de Jacopo della Quercia y de su famosa tumba de Illaria del Ca-
rretto en la catedral de Lucca, en 1407. Ghiberti y Jacopo tenían, como Nanni, la experien-
cia de la escultura antigua, pero con un conocimiento falto de rigor.
Donatello entre el gótico y el clasicismo
Hallar un camino nuevo entre los dos polos del clasicismo y del gótico era una tarea ar-
dua, la de Donatello, la más compleja personalidad artística quizá de Italia. Según Lanji,
plantearía por primera vez directamente en arte el problema fundamental de la edad mo-
derna: lograr la expresión moral a través de la estética.
Alberti lo declaró por su genio «igual a cualquier artista de la Antigüedad». Donatello,
modesto y sobrio en su vida, podía afirmar orgullosamente su propio valor; hizo contestar
al patriarca de Venecia: «Yo soy patriarca en mi arte como vos lo sois en el vuestro». Por
su desprecio de la vida fastuosa, Donatello anticipa algunos aspectos del Renacimiento
tardío, resumidos en el concepto del genio «hombre melancólico». Para madurar su genio,
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el artista tuvo que encerrarse en sí mismo y esperar una sublimación interior, a la que se
debe la insociabilidad, la vida despojada y ascética.
A pesar de esta forma acentuada de intelectualismo, Donatello se dedicó a fondo a las
prácticas manuales. Coloca la técnica en primer plano. En su cultura se halla el mismo afán
por la investigación. Ragghianti observa que Donatello redescubre el gótico y lo reutiliza
con tanto fervor que lo traspone en una plástica completamente nueva. Para comprender la
significación de esta investigación, hay que partir del nuevo concepto del artista como
creador e inventor, caracterizado desde Brunelleschi por una inteligencia industriosa y re-
finada. Pero Donatello se separa de él por el papel de la técnica. Mientras que en Brune-
lleschi el proyecto domina a la ejecución, Donatello es llevado por su temperamento a bus-
car y a realizar en la materia concreta. Existe: así un maravilloso acuerdo entre la concep-
ción de la obra y su materia. En el San Jorge de Or San Michele, por ejemplo, el tratamien-
to de la figura del santo es un bulto redondo con una extrema claridad de forma, totalmente
diferente de la materia pintoresca y alusiva de la predela. Donatello impone su personali-
dad a la materia de manera casi dramática: la pliega, la complica, la enriquece, la hace ele-
gante, monumental o pobre, exalta los valores luminosos, las posibilidades expresivas,
espaciales o constructivas. Esas deformaciones están siempre henchidas de una especie de
exasperación interior. En suma, entre el aristotelismo y el platonismo, vota por el aristote-
lismo; entre el aislamiento y la acción, vota por la acción. Para él, la técnica no es un ins-
trumento de conocimiento, sino de creación. Son problemas estos debatidos en los prime-
ros años del siglo XV entre C. Salutati y los dominicos. Deliberadamente sitúa Donatello la
creación artística en el terreno moral. Hay una comparación tradicional entre un crucifijo
de Brunelleschi y un crucifijo de Donatello. Éste, ante la imagen idealizada del arquitecto,
exclamaría: «Él te ha concedido hacer Cristos y a mí campesinos». La arquitectura podía
alcanzar el sentimiento religioso por una purificación, por una idealización del espacio
(Ghiberti veía en ello un retorno a la pureza de la iglesia primitiva), pero la escultura tenía
que afrontar a la humanidad concreta. En Donatello, una sola línea explica su desarrollo
interior, la de la expresión dramática. El Santo Entierro de Padua o los Pupitres de San
Lorenzo con las pinturas de Masaccio y la Pietá Rondanini de Miguel Ángel son la cumbre
de la espiritualidad del Renacimiento.
Masaccio y la evolución de la pintura religiosa
Para Masaccio, padre de la nueva pintura, el problema central es también religioso. En el
siglo XV, el tema pesaba enormemente sobre el estilo y el pintor que había de decorar una
capilla o pintar una imagen votiva estaba impregnado de sugestiones místicas. Durante el
primer Quattrocento, el arte no es profano de ningún modo y habrá que esperar la floración
mitológica de Botticelli o, antes aún, las fábulas ilustradas por Pesellino y otros decorado-
res de «cassoni» (arcones de boda).
Poco a poco, no obstante, habrá menos preocupación por los fines últimos de la existen-
cia que por el libre ejercicio de la vida cívica. A pesar de todo, éste irá acompañado, sobre
todo en Florencia, por una exaltación casi mística de las virtudes laicas. Ya para Federico
II, el Estado debía fundarse en la justicia, a la que se concedía un valor trascendente: el
reino se convertía en una «Iglesia». Esta concepción política, en cierto modo herética res-
pecto a Roma, revivió en Florencia. Por añadidura, artistas como Brunelleschi, Donatello y
Masaccio no eran productos normales de la sociedad, sino que representaban en ella por el
contrario la crisis interior. Los primeros decenios del siglo XV, incluso políticamente, no
son un período de optimismo natural. La sociedad fundada en la razón, que sucede a las
inquietudes y a las crisis morales del siglo XIV, es una ciudadela oficial en la que, a pesar
de la penetración creciente de las elegancias cortesanas (la Adoración de los Reyes de Gen-
tile da Fabriano, pintada para el mercader Palla Strozzi, es un prodigio de insensibilidad
religiosa), los espectros del pecado y de ultratumba seguían aterrorizando las conciencias.
La comparación de los frescos de Masaccio en el Carmine con las obras de Lorenzo Mo-
naco (quizás el más sensible representante de la «Piedad» de finales del siglo XIV) de-
muestra que la obsesión religiosa era también muy fuerte, pero los dos maestros tienen dos
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reconstruir una antigüedad heroica e idealizada y enriquecer con innumerables temas nue-
vos el repertorio decorativo.
En Ferrara, una escuela admirable de la que salen Tura, Cossa y Ercole de’Roberti, in-
tenta rehabilitar el mundo gótico e incluso su parte simbólica, dándole una inflexible cohe-
sión. Lo que era ritmo espontáneo y deformación estilística se hace linealismo agresivo y
énfasis expresivo. La insistencia que Mantegna pone en la descripción analítica, la marcan
los ferrareses por el ritmo de la composición, de una violencia cortante.
Arte, ciencia y poesía
El mérito de haber transformado el estilo florentino, que en sus comienzos era de alcan-
ce local, en un estilo italiano y de haber realizado por completo el ideal de equilibrio, de
claridad y de lógica sin renunciar a la carga emotiva del gótico corresponde a Piero della
Francesca y a Leo Battista Alberti. Piero estudió en Florencia, junto a Masaccio, pero
heredó también algo de la frescura cromática y de la sensibilidad natural de Domenico Ve-
neziano, primer gran mediador entre el gótico y el Renacimiento. Asimiló la perspectiva y
captó de tal modo la cualidad geométrica que la condujo hasta una simplificación, a una
regularidad de formas nunca más alcanzada. Pero fue también de los primeros que en Italia
usaron la «velatura», transparencias muy delicadas de influencia flamenca. Sus ríos en los
que se reflejan los árboles y las orillas, sus fondos que recuerdan con una máxima preci-
sión los valles de los Apeninos, especialmente los del Tíber y del Save, sus arquitecturas
que rivalizan en esplendor con las de Urbino, demuestran un profundo análisis del mundo
exterior. El hombre y la naturaleza viven en un acuerdo mágico, en un cosmos purificado,
pero no estéril de sentimientos.
En el rigor geométrico de Piero hay siempre un fin expresivo que se impone mediante ín-
fimas irregularidades: fruncimiento de cejas, una mirada baja o incluso la acentuación de
una sombra. Ficino escribirá: «En nuestro tiempo, no nos conformamos ya con el milagro,
sino que necesitamos una confirmación racional y filosófica». Piero cree en una correspon-
dencia perfecta entre la sabiduría y la religión. El aislamiento del mundo y la contempla-
ción aristotélica que caracterizan a sus personajes corresponden al ideal de una tranquili-
dad serena del alma, tal como sostenía Francesco Filelfo por los mismos años. Alberti ex-
plicará ese equilibrio como una armonía recobrada, un acorde vuelto a encontrar en la mú-
sica del universo.
Las teorías de Alberti, aunque diferentes de la poética de Piero della Francesca, la ilumi-
nan a veces; por ejemplo, cuando define la belleza como «la unión concordante de las dife-
rentes partes en un conjunto armonioso en el que ninguna se puede quitar, disminuir o mo-
dificar sin que padezca el conjunto». Por eso se relacionan ambos artistas. Alberti, en sus
famosos planos de urbanismo -quizá se remonta a él la ciudad moderna- coordina las exi-
gencias religiosas, culturales, políticas, sociales y astrológicas en un rigor estético muy
apreciable; Piero pone su huella tanto en la heráldica como en la devoción popular.
Así se explica la cultura de Piero, pero no su poesía, tan delicada y sutil, toda luz. En sus
cuadros de caballete y en sus frescos se hace evidente que es precisamente la luz lo que da
el tono supremo a tanta belleza. Marsilio Ficino la definirá como «sonrisa del cielo que
procede de la alegría de los espíritus celestiales» y «realidad espiritual más que corporal».
Castiglione, heredero con Rafael de la poética de Piero y de la cultura de Urbino, compara-
rá del mismo modo la belleza a «un influjo de la bondad divina, la cual se extiende por
toda cosa creada como la luz del sol».
Habría que ver una dulce sensualidad en los rostros serenos de Piero. Ésta es la lección
que dará a Antonello de Mesina y a Bellini, seguramente en contacto con sus ideas: no sólo
un nuevo sentido de la forma, lejos del dibujo flamenco y del grafismo de Mantegna, sino
también un nuevo entusiasmo por la luz y el color.
El color, al oponerse a lo racional lo mismo que al volumen, va a convertirse desde este
momento y con el nacimiento de la verdadera pintura veneciana en la transcripción inme-
diata de la emoción nacida de la naturaleza; al mismo tiempo, se pondrá al servicio de esa
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religiosidad mezclada de melancolía que, otra vez por influencia flamenca, va a sustituir en
toda Italia a la presentación áspera y dolorosa de las imágenes sagradas.
La segunda época del Renacimiento, que por intermedio de Piero y de Alberti renovó
profundamente nuestro arte, tiene por así decirlo su mito en Urbino, en las escenas es-
culpidas que decoran la estancia «della Jole», donde Hércules, fascinado por su amada ol-
vida sus acciones heroicas.
El tercer período, casi contemporáneo de Lorenzo de Médicis, contempla de nuevo la
preeminencia toscana y halla su símbolo en la obra destruida de Signorelli en Berlín: el
Retorno de Pan. No sólo hace alusión al retorno de Platón a la tierra y a la Accademia di
Carreggi, sino que celebra la solemne unión de la religión, del mito, de la literatura y del
arte que representa.
En la Venus y la Primavera de Botticelli, en los desnudos heroicos de Signorelli que in-
terpretan las páginas de Valla, en la celebración de Hércules por Pollaiuolo, que parece
ilustrar un mito de Landino, en todos esos relatos pintados, hay como un exceso de refina-
miento, un esoterismo exasperado. Y sin embargo hoy están entre las pinturas más popula-
res.
Hay en esta evasión del arte hacia la poesía, sensiblemente más ascética que la anterior
identificación del arte con la ciencia, un matiz de nostalgia y de decadencia, sensible en
Florencia en la decoración de Santo Spirito, realizada al final del siglo. A pesar de los des-
nudos que celebran la grandeza y la divinidad del hombre, Marsilio Ficino escribe:
«Haced, Dios mío, que todo sea un sueño; que mañana al despertarnos a la vida no nos
demos cuenta de que hasta ahora estábamos perdidos en un abismo, donde todo se halla
deformado por el miedo; que como los peces del mar éramos criaturas encerradas en una
prisión líquida que nos oprimía con íncubos horribles». Abismo y prisión eran pues las
casas, las ciudades, las artes, las ciencias, las invenciones exaltadas por Manetti; íncubo
horrible el propio Renacimiento. El mito del hombre se derrumbaba en el fuego del Wal-
halla y, como observa Garín, se insinuaba allí «el sentido de una vanidad radical de las
cosas, el sentido de que vivimos en un mundo inconsciente de sombras y de ilusiones; el
secreto de que nos movemos por encima de la superficie de una realidad cuyo secreto se
nos escapa». Botticelli, al pintar la Natividad de Londres, veía a Satanás suelto sobre la
tierra.
hay también en él un hecho nuevo, el del artista y el sabio que empiezan a separarse y que
ya, de un modo cierto, entran en contradicción, unas veces dialéctica y fecunda y otras
rígida y antinómica, por una forma espiritual diferente, por un método de trabajo diverso
viniendo a separarse igualmente en el plano social». Es verdad que sus contemporáneos no
conocieron o no percibieron en su justo valor las investigaciones científicas de Leonardo,
pero es igualmente significativo que en su obra de pintor vieran sobre todo el descubri-
miento de un nuevo tipo de belleza. Aunque en sus investigaciones de sabio se sirve Leo-
nardo ampliamente del dibujo y que sus observaciones y sus experiencias científicas se
vuelven a ver en sus pinturas con exclusión de las enseñanzas de la tradición, ambas activi-
dades quedan netamente distintas. El vínculo que las une reside tan sólo en esto: la «visua-
lidad» es considerada como prueba de la autenticidad de la experiencia. La «Belleza», de
Leonardo es siempre una «Belleza» visible, contrastando con el carácter incorporal de la
belleza neoplatónica y botticellesca, el fin del artista es específicamente la búsqueda de la
«Belleza» y no se limita a la representación de las cosas visibles. La prueba de ello es que
en el polo opuesto está lo «feo», cuya definición absoluta persiguen las caricaturas de Leo-
nardo. Ahora bien, lo bello y lo feo son apariencias visibles y sin embargo no sirven para
la representación de la realidad, más que por el hecho de que hacen visibles cualidades que
no lo son, como el movimiento interior de las pasiones o la continua evolución de los as-
pectos de la naturaleza. Ciertamente, también para Leonardo, educado en el ambiente neo-
platónico de Florencia, pulchritudo est aliquid incorporeum: «la belleza es algo in-
material», pero no se revela ya por apologías y metáforas como en Botticelli, sino a través
de una imagen visual directa. Se manifiesta por el «sfumato» (el difuminado), que implica
la teoría científica del espesor transparente del aire, pero no se explica enteramente por
ésta. El «sfumato» es la fusión de los personajes con La naturaleza. Esta fusión, una vez
conseguida, expresa una unidad profunda o «simpatía» entre la naturaleza humana y la
naturaleza cósmica: esta concepción de la forma que, como fusión y vibración, elimina su
sequedad y su dureza es lo opuesto a la «Belleza», procediendo de la primera formación de
Leonardo junto a Verrocchio, cuya plástica es toda de superficie y sugiere la estructura
interior de la forma a través de una cerrada sucesión de toques agudos, rápidos, inaprecia-
bles. No hay que perder de vista que el único artista citado muchas veces por Leonardo con
espíritu polémico es Botticelli. El sfumato, al principio simple estremecimiento atmosféri-
co, puede ser considerado como la antítesis de los ritmos lineales de Botticelli. Las discu-
siones de los escritos leonardescos sobre las relaciones de la pintura y la poesía se remon-
tan a las experiencias florentinas de los círculos neoplatónicos. Leonardo admite la analo-
gía fundamental de ambas artes, pero afirma la preeminencia de la pintura porque «se ve».
La obra inacabada que cierra su período florentino (1481), la Adoración de los Reyes, re-
anuda el tema favorito de Botticelli, pero lo trata de un modo diametralmente opuesto. La
composición rítmica de Botticelli, sus colores claros escalonados por los contornos dejan
lugar a un torbellino de masas movientes de sombra y de luz; ninguna figura está definida
por un gesto determinante y la continuidad del movimiento se asegura por la fusión de las
figuras y el espacio en una visión única. El tema del «furor», suprema abstracción del espí-
ritu, se convierte en Leonardo en el compromiso febril con la realidad, participación del
hombre en la evolución constante del cosmos. Su San Jerónimo es una imagen típica de
«furor», por su anatomía descrita con acuidad, menos para fijar el gesto que para revelar,
en la tensión de nervios y tendones, una agitación interior.
Leonardo, su concepto de la pintura y de la Belleza
En 1483, Leonardo dejó Florencia para irse a Milán. Lejos del ambiente neoplatónico,
busca en todas direcciones y en una multiplicidad de casos concretos la comprobación de la
experiencia. En arte siente la necesidad de distinguir la pintura, la escultura y la arquitectu-
ra por su técnica propia, que define como intelectual más que manual. La Virgen de las
Rocas (1483) puede ser considerada como el primer documento de una «poética» bien de-
finida, capaz de expresarse únicamente en la pintura.
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El tema del «furor» platónico y de la traducción física de los sentimientos interiores pasa
a segundo plano. El esfuerzo de Leonardo se dirige enteramente en lo sucesivo a la solu-
ción de todo problema de forma y espacio en las relaciones de luz y sombra. La gruta está
en la penumbra, los personajes se hallan como suspendidos entre la luz que se infiltra por
el fondo y la que viene por el exterior, en el límite de la luz y la sombra, y son acariciados
por una y otra. La vibrante degradación de las transiciones que determina la continuidad de
los contornos, la dulzura con que giran los planos, la acariciante blandura del claroscuro
constituyen a la vez el «sfumato» pictórico y la «gracia» de actitudes y expresiones. Allí
hay esa «dulzura», «dolcezza», que para sus contemporáneos era la aportación específica
de Leonardo a la definición, de la «belleza» pictórica. Este ideal de belleza no expresa ya
el imperio de la persona humana sobre el mundo, sino su «naturalización» íntima y profun-
da dentro de la realidad; no se verifica ya por las acciones heroicas, sino por la naturalidad
de los sentimientos. La Cena (1495-1498) demuestra que Leonardo orienta progresivamen-
te sus actividades hacia el mundo moral. Es el momento en que Cristo anuncia que uno de
los presentes lo traicionará y las actitudes, los rostros de los apóstoles expresan por turno
el estupor, la incredulidad, la turbación y el horror. E1 propio Judas no está aislado y sólo
la expresión atormentada de su rostro acusa la conciencia de su falta. Leonardo, considera-
do generalmente como escéptico o indiferente en materia de moral o de fe, aporta allí la
objetividad del sabio, pero también un conocimiento más profundo de la naturaleza humana
en su complejidad.
En Florencia, durante los primeros años del siglo XVI, pinta en competencia con Miguel
Ángel la Batalla de Anghiari, que señala una vuelta al tema del «furor»; en esta obra, co-
nocida sólo por sus dibujos, Leonardo no había representado tanto una acción definida co-
mo un torbellino de hombres y caballos en los matices de humo y de polvo, casi un huracán
de fuerzas humanas y naturales desencadenadas. Al tema miguelangelesco de la grandeza
de la Idea, opone él la grandeza del «fenómeno». También son un «fenómeno» la figura de
la Gioconda y el grupo de la Virgen con santa Ana. En esta última composición que jugará
tan gran papel en la formación de Rafael, define Leonardo de manera clara su ideal de «be-
lleza», fusión total de todos los «fenómenos» particulares en una forma que los comprenda,
en una imagen que resuma y absorba la variedad infinita de las imágenes naturales. Así lo
«bello» no es ya una idea o una categoría a priori que en su expresión artística tendría que
contaminarse al contacto de la realidad particular, sino que es una condición de plenitud y
de armonía interior que se consigue al término de variadas y complejas experiencias que
terminan en esa visión final, en ese «fenómeno» supremo que es la obra de arte. Por eso se
puede afirmar que si la misión de la pintura es alcanzar la «belleza» y distinguirse en esto
de las ciencias, el arte es con todo la actividad más alta, la que recoge los resultados de las
investigaciones particulares en una síntesis universal y, al traducirlas en formas percepti-
bles, las hace inmediatamente accesibles a la conciencia de los hombres.
También en el arte, lo mismo que en la ciencia, la gran aportación de Leonardo es la
oposición del método, ligero, ágil, tributario siempre de la experiencia directa de la reali-
dad, al sistema rígido y autoritario. Así cae la distinción tradicional entre la teoría y la
práctica, entre la invención y la ejecución. La «belleza» no es ya un principio abstracto que
la mano del artista sólo puede representar imperfectamente, sino que es un valor o una cua-
lidad que se consigue mediante una creación de carácter a la vez intelectual y manual. La
técnica ya no puede estar aislada, en su materialidad práctica y prosaica, de la «poesía». A
esta ansiosa búsqueda de una técnica «intelectual» se debe desgraciadamente la pérdida de
muchas obras de Leonardo. Pocos años después de haber sido pintada, la Cena era casi
indescifrable y la Batalla de Anghiari se cayó a pedazos incluso antes de ser terminada.
Pero el principio de que el arte no reproduce, sino que: «produce» la «belleza», se afirmaba
en lo sucesivo y para siempre.
Bramante y la Belleza arquitectónica
El gran creador de la «belleza» arquitectónica, Donato Bramante, estuvo en contacto con
Leonardo en Milán, durante los últimos años del siglo XV; en 1499, se instaló en Roma
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sentimiento. Pero Rafael, igualmente sensible al ideal moral de Miguel Ángel, quiere, de-
mostrar la significación ética y religiosa de esa unidad, para lo cual acentúa la composición
piramidal que da carácter monumental al grupo; al hacerlo surgir sobre el paisaje: abierto
hasta el horizonte, lo une a ese fondo por medio de las curvas amplias de los contornos,
que regulan a la vez la plasticidad de las figuras y la profundidad del espacio.
Rafael o la síntesis antigua y cristiana
Es en la decoración de las Stanze del Vaticano donde afirma más explícitamente su gran
tesis: la continuidad absoluta entre la «filosofía natural» de los antiguos y el dogma católi-
co, la posibilidad de una síntesis religiosa entre la tradición de Platón y la de Aristóteles.
Un poco antes, en 1507, su Descendimiento muestra ya cómo podía existir una profunda
continuidad de ideal entre los mitos clásicos y el drama cristiano por la añadidura progre-
siva, gracias a la experiencia cristiana, de significaciones morales en torno al núcleo poéti-
co de los mitos antiguos. Pero ahora, en las grandes composiciones del Parnaso, de la Es-
cuela de Atenas o de la Disputa del Sacramento, ese elevado pensamiento de unidad y con-
tinuidad de la experiencia humana y de su carácter providencial halla su expresión en un
concepto verdaderamente universalista del espacio y del tiempo, en la búsqueda de una
forma que, lejos de limitar la experiencia humana o de quitarle su ligereza, expresa plena-
mente su universalidad. Por eso la Escuela de Atenas está encuadrada por una arquitectura
que, como la de la madurez de Bramante, pretende evocar la amplitud ilimitada del espacio
natural, del horizonte que une con un solo trazo la tierra y el cielo; la Disputa es a la vez
rito y ceremonia, milagro e historia, situándose en un espacio a la vez empíreo y terrestre,
a fin de dejar clara la unidad que liga el dogma con la filosofía y los grandes ingenios con
las almas bienaventuradas.
Rafael y la libertad creadora
No sólo por influencia de Sebastián del Piombo, que trabajaba en Roma desde 1511, ad-
quiere el color de Rafael la profundidad de tono y la sensibilidad luminosa que se aprecian
en la Misa de Bolsena, sino que es la propia visión del artista la que tiende a ampliarse, a
señalar espacios cada vez más abiertos y más luminosos, a intensificar y dramatizar los
hechos y los episodios. Casi presintiendo la crisis inminente de la Reforma, la acusación
del carácter de «representación» de la Iglesia y de su arte, Rafael parece querer afirmar
más exactamente que la «belleza» está en la naturaleza, en los sentimientos y los afectos
humanos y que: el artista discierne mediante un juicio que al propio tiempo es un acto de
creación. Es el tema de la elección que crea la libertad espiritual en el homenaje rendido a
los grandes valores. Por eso corresponde a Rafael, en el comienzo del siglo XVI, un lugar
parecido al de Erasmo. El sentido de su arte lo acerca a la polifonía, a la orquestación de
temas y motivos diversos en una forma unitaria que los contiene a todos. El Incendio del
Borgo o el Heliodoro expulsado del Templo o los pasajes más intensos de la decoración de
las logias del Vaticano no deben ser interpretados como indicios de una crisis en sus co-
mienzos, sino más bien como el «crescendo» y el «fortissimo» que una honda ley de armo-
nía relaciona idealmente con los pasajes más dulces y melódicos. Es la afirmación de la
veracidad y de la pluralidad de la experiencia y de la historia en que todo sentimiento y
todo acto humano están ya previstos y calculados, tan lejos que nada podrá romper jamás
su unidad ni impedir la eternidad de su forma. Esta fe en la universalidad de la experiencia
empuja a Rafael a trasponer lo que consiguió en pintura al terreno de otras artes, sobre
todo de la arquitectura. Y así, cuando sucede a Bramante en San Pedro, rompe el equilibrio
de la planta central de su predecesor para obtener un efecto de fuga o de ilusión de pers-
pectiva semejante a la de Heliodoro, pero añadiéndole un análisis más sutil de la belleza
del detalle. Como un hombre de letras, parece buscar la etimología y la significación más
exacta de los términos del lenguaje arquitectónico. De él, más aún que de Bramante, arran-
ca ese nuevo afán de perfección en los detalles formales y de su ligazón en un conjunto
armonioso, que dará origen a las obras más perfectas del manierismo, con Julio Romano,
con Antonio de San Gallo el Mozo y sobre todo con Baltasar Peruzzi. Julio Romano tiende
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a reducir todo lo posible los vínculos estructurales, a disolver casi el edificio en el espacio
de la naturaleza, a subrayar la forma por el elegante «artificio», a veces por el brillante
«capricho» de una decoración llena de invención refinada. Peruzzi es casi un orfebre de la
arquitectura, preocupado de ligar entre sí formas tan puras como piedras preciosas en rit-
mos sutiles y complicados. San Gallo, aunque más preocupado por la grandiosidad de es-
pacios y masas que Bramante, es también un «compositor» ante todo. Se comprende cómo
de esta búsqueda de la forma bella por sí misma había de nacer y extenderse una decora-
ción rica y sabia inspirada en su mayor parte por los antiguos motivos de los «grutescos»,
introducidos precisamente por Rafael. Sus discípulos Juan de Udine y Perino del Vaga los
desarrollaron con refinamiento amanerado en sus límpidos estucos, mientras que en el arte
de la madera la marquetería del siglo XV cede su puesto a la escultura y en la medalla a la
acuñación que permite más incisión que la fundición. Y los mismos motivos de origen clá-
sico se hallan en los tapices y tejidos en las cerámicas figuradas de Pesaro, Gubbio y Urbi-
no.
Miguel Ángel o el retorno a la Idea
A Miguel Ángel no le gustaba ni la pintura de Leonardo o de Rafael, ni la arquitectura
de Bramante o de San Gallo. Leonardo había afirmado la necesidad de la experiencia o de
la práctica y Rafael había realizado su equilibrio con la teoría. Miguel Ángel reafirma con
severa intransigencia, en la primera mitad del siglo XVI, la tesis platónica de la Idea. Pero
su idea de la «belleza», pura espiritualidad a conseguir mediante una lucha contra todo lo
que es materia, resulta en lo sucesivo inseparable de una aspiración a la perfección moral,
de un sentido hondo de tragedia. Para los críticos del siglo XVIII, que discutieron larga-
mente sobre la superioridad de Rafael o de Miguel Ángel, el primero es el ejemplo de la
belleza natural y el segundo de la belleza sublime, es decir de la belleza moral. Y lo su-
blime supera a la naturaleza y a la historia. No se desprecia el arte de Miguel Ángel al
afirmar que es fundamentalmente intelectual. A un mundo que se abría a la experiencia
opone duramente Miguel Ángel la tesis de la inutilidad de ésta, del valor exclusivo de la
Idea. Pero su arte no refleja más que el valor eterno de la Idea, su condición de crisis. Es
una protesta contra las circunstancias. Si exalta lo antiguo como única fuente de Belleza,
no es más que porque detesta el presente. Excluye también la historia, ligada a las acciones
de los hombres, y reúne en una síntesis desesperada el primer origen y el último destino de
la humanidad, el Génesis y el Juicio final, como en los frescos de la capilla Sixtina. Su
sentimiento religioso es profundo, pero está lleno de una tensión desesperada. Es platónico
y cristiano, pero tan alejado del cristianismo histórico y católico de Rafael como del clasi-
cismo histórico.
Miguel Ángel fue escultor, pintor, arquitecto y poeta, no por versatilidad de genio, sino
por convicción de que todas las artes se reducen a una «forma» ideal. Para el arte figurati-
vo, esta forma ideal es el dibujo, tronco común de todas las artes. Esta era la tesis de los
primeros maestros del siglo XV, a los que Miguel Ángel se adhiere casi por espíritu de
polémica, para volver a encontrar las fuentes más puras del neplatonismo florentino, pero
su comportamiento es muy diferente. Sostiene, es verdad, que el dibujo es propiamente
línea o trazo, es decir la forma más inmaterial, pero afirma en seguida que la pintura es
tanto mejor cuanto más se parece a la escultura y, cuando hace arquitectura, intenta aún
realizar en talla la tensión y la unidad plástica de la escultura. La Sagrada Familia (1503)
ha sido concebida justamente como una escultura: los tres personajes forman un bloque
compacto, su actitud en espiral tiende a resumir todo el espacio en la forma plástica, los
colores fríos destacan cada forma y acentúan el brillo de la imagen. Esta acusada plastici-
dad volverá a verse en los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina (1508-1512) y en el
Juicio Final (1533-1541). Pero también en su arquitectura, las ventanas encajadas entre los
poderosos elementos de la Sacristía Nueva de San Lorenzo (1520-1530) y las columnas
emparejadas y adosadas del Vestíbulo de la Laurentina (1521-1526) recuerdan el tema
dramático de los Esclavos, la cúpula de San Pedro (1564), con sus costados hinchados co-
mo músculos en tensión, está concebida a la manera de un desnudo arquitectónico colosal.
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laciones en ángulo agudo y la convergencia de masas en los ejes esenciales introducen una
contradicción dramática de pesos y de empujes, de caídas y de impulsos. La Pietà Ron-
danini, inacabada por la muerte del maestro, señala la cumbre de su larga tragedia, la su-
blimación final de las masas en un movimiento que al mismo tiempo es caída y ascensión,
como el último sobresalto de una llama antes de extinguirse. Al final de su áspera subida
hacia una espiritualidad pura, que debía constituir el vínculo entre la experiencia moral del
cristianismo y la idea antigua, descubre Miguel Ángel que esta síntesis no es posible más
que en la aniquilación suprema del ser en la muerte.
Tras los grandes maestros
Si con la gran tragedia de Miguel Ángel se cierra indudablemente la fase histórica del
Renacimiento, la tesis que hacía de Miguel Ángel el «padre del barroco» está absolutamen-
te superada. Aunque el platonismo de Miguel Ángel constituye la base fundamental de toda la
estética manierista, sigue siendo en realidad un gran solitario. Vignola, que después de él fue el
mayor arquitecto del siglo XVI en Roma, se vincula más bien a la tradición de Bramante, de Rafael
y de San Gallo, pues más que a la unidad plástica y a la arquitectura-escultura de Miguel Ángel
tiende a la gran composición arquitectónica. Así es como nacen las grandes rampas y las escaleras
que asocian al paisaje la masa pentagonal de la «Villa Farnesio» en Caprarola, el gusto por las su-
perficies curvas que abrazan la mayor parte del espacio ambiente como en el patio de la «Villa
Giulia» o la grandiosa espectacularidad del interior del «Gesù», que reanuda con una retórica más
extensa el tema clásico de Alberti. Se comprende en seguida que Vignola, al ampliar cada vez más
el espacio y los vínculos estructurales, debió buscar una definición no ya constructiva, sino litera-
ria, para la forma de cada elemento. En adelante son palabras de un discurso alado y el mismo Vig-
nola fija el canon de su «belleza» en esta regla que representa para la arquitectura lo que el «Dic-
cionario de la Crusca» representa para la literatura. En lo que se refiere a Bartolommeo Ammannati
y Giorgio Vasari, que siguen en Florencia las enseñanzas de Miguel Ángel, es evidente que, lejos
de desarrollarlas en la dirección del barroco, procuran sobre todo obtener, sea en la calidad plástica
de las formas particulares, sea en su composición, «invenciones» de la elegancia manierista más
sutil.
Desde comienzos de siglo tenemos la impresión de que la cultura figurativa toscana se desvía de
los grandes problemas y va hacia un formalismo refinado. Los cartones de Leonardo y de Miguel
Ángel fueron, como dice Benvenutto Cellini, la «escuela del mundo entero» y sobre estos textos
modificó Fra Bartolommeo su estilo juvenil en el que se mezclaban la austera elocuencia sagrada
de Signorelli y del Perugino, y las asperezas florentinas de Filippino Lippi y de Piero di Cosimo.
Buscó un acuerdo entre la visión leonardesca vuelta hacia el presente de la experiencia y la de Mi-
guel Ángel, enteramente absorbida en la contemplación de la historia, alcanzando en una grandeza
reposada y severa, hecha toda de dulzura y de gravedad, dos cosas que seguramente sirvieron para
orientar al joven Rafael en sus comienzos. El problema del claroscuro plástico y del sfumato pictó-
rico, el del espacio dominado por la figura o que por el contrario absorbe a ésta en su profundidad,
el de la historia ejemplar o de la anécdota siguen siendo la base de la pintura de Bugiardini, de
Franciabigio y de Bacchiacca y empujan a éstos a soluciones ingeniosas y a veces caprichosas. Se
aprecian en las primeras obras de Andrea del Sarto en el claustro de la «Annunziata» (15091510);
lo empujan en los frescos del claustro del «Scalzo» y en los retablos a dilatar más el espacio de Fra
Bartolommeo, a cortar y a tallar la forma a fin de que ésta pueda modelarse en la penumbra atmos-
férica sin perder por ello la fuerza de su relieve, a intensificar la gama de colores y a acordarlos
según relaciones nuevas y a menudo audaces, a fin de que la dispersión en el espacio no disminuya
los juegos de la forma. Así se abría el camino al formalismo agudo, profundo, a veces irritado y
doloroso del manierismo toscano, el de Bronzino, Pontormo, Rosso y Beccafumi. Tendrá repercu-
sión en todas las formas del arte aplicado, desde el mueble hasta la tapicería y la joyería, difun-
diendo el culto a lo «antiguo» que en lo sucesivo, privado del fundamento de la historia, habrá de
perderse en lo arbitrario.
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haciéndolas resbalar en un espacio sin profundidad ni estructura; los mismos colores no tienen to-
nalidad, sino que mueren, se degradan y se funden uno en otro. Luz, atmósfera y movimientos no
son más naturales que las figuras, cuyo movimiento no podría definirse más que por la sensibilidad.
Así la pintura de Correggio, que hunde sus raíces en la férrea lógica de Mantegna, se convierte en
un discurso poético, fácil, fluido, rítmico; más que persuasiva, es esta pintura sugestiva; más que
demostrativa, es directamente comunicativa. La «belleza» que persigue no descansa ya en una de-
finición firme, sino en la mutabilidad continua e interna de la forma.
A la belleza, como forma constante e inmutable, le sucede la idea de la calidad, que no se refiere
ni a los contenidos conocibles ni a la perfección de la forma, sino al «modo» de la expresión pictó-
rica. Más exactamente, en la historia de la concepción de la «belleza» en la primera mitad del Cin-
quecento, Correggio marca el final de la «belleza» fundada en la autoridad del pasado o en la eter-
nidad de la naturaleza y la aurora de una «belleza» nacida del alma humana y sólo justificable por
cualidades morales o sensibles. Es el final de la «belleza» clásica o «antigua» y el comienzo de lo
que Stendhal llamará la «belleza ideal moderna».