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aprovechar la afectividad
por Tomás Melendo y José Antonio Rodríguez
1. En la vida vivida
A modo de resumen
Repasemos con nuevas miras las tendencias humanas, comenzando por aquellas que se
encuentran también en los demás seres terrestres dotados de vida. A saber:
1. El impulso a la conservación propia.
2. Al mantenimiento de la especie.
3. La tendencia múltiple a la perfección o plenitud.
Inclinación esta última que en los animales no domesticados viene a coincidir con las
dos anteriores, pero en el hombre se dispara y diversifica y obtiene una relevancia
infinitamente mayor, capaz de modificar toda su existencia, incluida la afectividad.
A. Conservación individual
Enfocando la cuestión desde esta perspectiva, la primera tendencia humana inclinaría a
conservar y desplegar la propia vida, y, previamente, a través de cierto aprendizaje, a
sentir la atracción de todo aquello que la mantenga o promueva y el rechazo de cuanto
la ponga en peligro.
Ya aquí advertimos la posibilidad humana clave a que antes aludíamos y que reviste
una muy particular importancia en el desarrollo de la emotividad: la de disociar la
estricta satisfacción de la necesidad y el deleite que de esa satisfacción se sigue.
Lo que, según se apuntó, marca una diferencia insalvable respecto al animal, que,
aunque también experimente un placer análogo, es incapaz de perseguirlo por sí mismo
al margen de las necesidades reales; por ejemplo, cuando ya está saciado, excepto en
casos cuasi patológicos o artificialmente inducidos por el hombre, por más que tenga
comida y bebida a su alcance, cesará de ingerirlas.
Sabemos que esta ambivalente superioridad de la persona humana deriva de sus dos
potencias propiamente espirituales: la inteligencia, que distingue la satisfacción
meramente biológica y el deleite, así como el sentido o significado de una y otro; y la
voluntad libre, capaz de impedir la respuesta cuasi automática de las tendencias,
dejando insatisfecha la necesidad en aras de un bien mayor, o de seguir provocando el
placer con vistas al placer mismo, aunque la necesidad correspondiente se encuentre ya
colmada.
… hedonismo consumista
Estamos en uno de los pilares de la civilización presente. Si hoy puede hablarse en
términos generales de consumismo o de hedonismo, es, en fin de cuentas, por la
capacidad de disociar la necesidad y el placer de haberle dado cumplimiento, con todo
lo que esto lleva aparejado.
Ya vimos que la libertad torna muy problemático el concepto estricto de necesidad
humana. Explicitemos uno de los motivos. Frente a lo que sucede a los animales
inferiores, el vivir del hombre se encuentra íntimamente ligado al vivir bien, al
bienestar: y, en este ámbito, la posibilidad de expansión de las presuntas necesidades
resulta infinita.
Basta comparar las exigencias básicas de los habitantes del tercer mundo, reducidas a
una mínima expresión, y la acumulación de enseres y situaciones absolutamente
superfluas que, sin embargo, el occidental desarrollado advierte como del todo
inderogables.
Viene a la mente, al respecto, una anécdota que se atribuye, según los casos, a
Unamuno o a Valle Inclán.
Se cuenta que el escritor iba en uno de esos antiguos Citroën rudimentarios, que entre
los jóvenes se conocían como «cuatro latas». Y que, al cabo de un rato de viaje, a la
vista de la escasez de complementos que el aparatejo llevaba, comentó:
— Si esto es lo que necesita un coche para funcionar, ¡cuánto le sobra a todos los
restantes!
… y origen de infelicidad
Es fácil empalmar el asombro de nuestro literato con la inclinación del hombre a
crearse necesidades y la eficacia indiscutible de la publicidad en el mundo actual:
mediante la puesta en marcha de los mecanismos psicológicos más sutiles, cabe
transformar en necesidad perentoria lo que en sí mismo, y atendiendo a la naturaleza
humana, no pasa de constituir un mero adorno biológico, del que una vida intelectual
medianamente sana, y justo en pro de la salud física y mental, nos llevaría sin duda a
prescindir.
No extraña, entonces, y se puede comprobar con solo entrar en contacto con lo que
injustamente llamamos países subdesarrollados, que las personas menos dotadas
económicamente experimenten un profundo sentimiento de gozo y de gratitud ante la
presencia, sobre todo, de otras personas que las traten con amabilidad y cariño; pero
también de objetos o de manjares que el ciudadano opulento de Occidente
prácticamente desprecia o incluso le hastían.
Con lo que la capacidad de frustración de este segundo se sitúa en un nivel muchísimo
más bajo —se desencanta con más fuerza y antes— que la de la persona que sabe
apreciar lo que la naturaleza le ofrece; y que, como consecuencia, proliferan en nuestro
mundo hiperdesarrollado las desesperaciones, las vidas sin sentido e incluso los
suicidios.
Es el contexto en el que se sitúan estas afirmaciones de Lukas:
Por extraño que parezca, una etapa particularmente fácil de la vida puede presentarnos
dificultades. Todos sueñan con una existencia holgada y libre de preocupaciones. Pero
esto solo se da en sueños pues, en realidad, la vida cómoda es sumamente problemática.
La persona se asfixia en un vacío sin contenido. Si se posee todo no hay desafíos; sin
presiones no hay nada que exigirse; sin limitaciones la libertad es un tormento. El 70%
de los suicidas ha vivido en condiciones externas favorables: sin penurias económicas,
con un techo sobre su cabeza, estudios realizados y posibilidades de hacer carrera.
Tiene amigos y diversos apoyos. Pero no escucha el llamado que lo insta a tomar parte
en la configuración creativa del mundo; el llamado se pierde en el vacío [1] .
Asimismo, queda claro que una de las claves para propiciar una mayor felicidad en las
personas es enseñarles a valorar y agradecer, desde niños, hasta los bienes más
menudos como gratuitos y no-merecidos. Y, cuando sea el caso, incluso haciéndoles
caer en la cuenta de que la comida que ellos desprecian salvaría la vida de más de una
persona con el mismo derecho que él a conservarla.
B. Mantenimiento de la especie
Junto a la que inclina a la conservación individual, descubrimos en nosotros la
tendencia a mantener la especie. Pero si ya en la primera existían diferencias muy claras
entre el hombre y los animales, en lo que se refiere a esta segunda, la discrepancia es
tan asombrosa que, en fin de cuentas y si se las entiende con un mínimo de hondura,
resulta difícil incluso compararlas de forma correcta.
En lo que se refiere a la similitud, es bastante evidente que los seres humanos
experimentan lo que llamamos atracción sexual: es decir, entendiendo este impulso de
manera todavía muy vaga y genérica, la inclinación hacia las personas del otro sexo,
con vistas a establecer relaciones íntimas con ellas.
Pero aquí hay que hacer tres salvedades:
1. La primera coincide con lo que ocurría con la conservación del yo. Es decir, también
en este caso cabe separar el placer que la unión sexual lleva consigo del sentido o
finalidad de la tendencia: la procreación, si mantenemos por ahora el tan contra-
personal e incorrecto símil con los animales.
Las modernas técnicas han facilitado esta desmembración hasta límites en otros tiempos
impensables: hoy la unión sexual puede llevarse a cabo con total independencia de la
posibilidad de traer al mundo una nueva vida, utilizando contraceptivos de los más
diversos tipos; y los nuevos componentes de la especie humana pueden entrar en
nuestro universo al margen de cualquier contacto sexual-amoroso: fecundación in
vitro y, más en general, instrumentación genética, incluyendo la presunta, y de
momento casi de ciencia ficción, clonación humana.
2. Después, aunque en realidad se trate de algo de la máxima importancia, en virtud
justamente de la grandeza del ser humano, la unión conyugal no presenta solo un
significado específico, subordinado al bien de la especie, sino también, y
con mayor fuerza, una significación estrictamente personal.
Es decir, las relaciones sexuales ostentan también —o fundamentalmente, desde la
perspectiva de la condición personal del ser humano— un sentido para la vida misma y
el perfeccionamiento de quienes la llevan a cabo: es —¡debe ser!— expresión de su
amor recíproco y, por tanto, medio de enriquecimiento mutuo y de recíproca felicidad.
3. La tercera es aún más patente y enlaza de forma muy directa con lo que vimos. Justo
porque el organismo biológico recibe la vida de un alma que es a la par espíritu, la
libertad —atributo por antonomasia del varón y de la mujer— modifica fuertemente las
tendencias y les confiere una particular plasticidad: una falta de absoluta necesidad,
como antes decíamos, y una clara indeterminación o aptitud para plasmarse de maneras
muy distintas, a tenor de la propia cultura, de las condiciones personales y biográficas,
y del influjo directo del espíritu.
Diferencias… ¡y diferencias!
A. La ausencia de estricta necesidad
1. Este rasgo de las tendencias humanas se pone ya de relieve en el instinto de
conservación.
Aunque el comer y el beber resultan imprescindibles para su vida, la mujer o el varón
pueden negarse a satisfacer esas pulsiones por las razones más variadas:
temporalmente, postergando su satisfacción para momentos posteriores, como quien
para conservar la línea se impone no picotear entre comida y comida; o de manera
definitiva, y aunque ello le acarree la muerte, como ha ocurrido en bastantes casos de
huelgas de hambre.
2. Pero la libertad se muestra de forma más neta en lo relativo a las relaciones íntimas,
justo porque esta tendencia, en cuanto directamente relacionada con el amor y como
derivando de él, se encuentra más cerca del núcleo constitutivo de la persona humana y
mucho más impregnada por él.
De hecho, aun cuando la mentalidad contemporánea oponga una clara resistencia a
admitirlo, el impulso a la unión sexual puede ser tenido a raya por cualquier persona
normal en multitud de circunstancias en que las relaciones se encuentran
desaconsejadas y, en la mayoría de los casos, incluso por toda la vida… siempre que se
tomen las precauciones imprescindibles para no despertar inoportunamente esa
tendencia y se desarrollen las dimensiones espirituales necesarias para elevar el tener a
raya —utilizado adrede para marcar el contraste— al rango del amor auténtico, en el
que en ningún caso podrá hablarse de represión, como también apunté.
Resumiendo, la no-necesidad de las tendencias humanas es mayor y se manifiesta de
forma más clara en aquellas que se encuentran más integradas en la persona y cuya
diferencia con el correspondiente instinto animal resulta más fuerte.
B. La indeterminación inicial
También se revela en las mil y una formas en las que el hombre puede calmar su
hambre y su sed —estamos ante un sujeto radicalmente omnívoro—, frente a las
limitaciones evidentes con que se encuentran los animales, enderezados por naturaleza
a satisfacer tales pulsiones mediante un conjunto muy limitado de alimentos, carentes
de cualquier elaboración.
El arte culinario, con lo que implica también de cultura y manifestaciones propias del
espíritu, encuentran su base en la libertad que impregna al instinto de conservación.
En cualquier caso, esta peculiar plasticidad afecta también de manera mucho más neta a
las relaciones sexuales: frente al rito más o menos simple o complejo, pero siempre
determinado, que preside el apareamiento de los animales, la unión física entre el
hombre y la mujer puede venir precedida, acompañada y seguida de todo un cúmulo de
manifestaciones, prácticamente infinitas, dependientes también de la cultura, de la
educación y de las experiencias de cada uno de los cónyuges y las que va creando la
existencia en común.
Con relación a este último asunto es menester dejar claros otros dos extremos.
1. El primero, que la indeterminación propia de las tendencias en su estado originario
no implica que todos los comportamientos sexuales se sitúen al mismo nivel, desde el
punto de vista antropológico y ético. La propia fisiología humana, la psicología y la
índole personal de quienes establecen esas relaciones señalan unos modos —unión del
varón y la mujer tras un compromiso de por vida— que resultan naturales y
perfeccionadores, mientras que otras manifestaciones se sitúan, con mayor o menor
fuerza, fuera del ámbito de lo natural.
2. El segundo extremo, imprescindible para comprender mínimamente el problema que
nos atañe, es que, como ya vimos, en este como en tantos otros casos, lo natural en el
hombre no debe confundirse con lo innato en estado puro, que sí es propio de los
instintos animales; sino que más bien se identifica con el resultado de
una educación que tiene como norte y como punto de referencia la condición de la
persona humana masculina o femenina, y a través de la cual se alcanza la auténtica
libertad también en este terreno.
C. La determinación «aprendida-natural»
Con otras palabras: es cierto que el hombre aprende a lo largo de su vida a dar la
satisfacción adecuada a sus tendencias; pero esto, lejos de ser arbitrario o
meramente cultural, resulta natural para él, puesto que todo ser humano es familiar-
social por naturaleza, y cuanto en él llega a cumplimiento es fruto del ensamblaje de la
dotación genética con las influencias del entorno y con su propia libertad inteligente.
1. En consecuencia, lo que en sentido muy amplio podríamos denominar aprendizaje e
influjos culturales para nada eliminan el carácter natural de algunas manifestaciones del
sexo, frente a la índole contranatural más o menos marcada de algunas otras; como
también el niño aprende de hecho, a través de la educación, a querer a sus padres, y
estos a sus hijos, pero ese amor es perfectamente natural.
También, por motivos muy diversos, podrían aprender a no quererse mutuamente, o a
quererse de forma no adecuada, cosa que ninguna persona medianamente sensata
consideraría natural, por más que se diera —y de hecho se dé— en muchos casos.
2. Prosiguiendo con lo que atañe a la sexualidad, hay que decir que en todo varón o
mujer normales existe una evolución, más o menos marcada, que le lleva a alcanzar la
madurez y plenitud de su tendencia sexual o, en su caso, a desviarse de ella.
Por ejemplo, no es del todo infrecuente que, cuando despierta esta tendencia, después
de un buen número de años en que semejante impulso está latente, algunas personas
sientan durante un período relativamente breve atracción indeterminada por las de uno
u otro sexo; al cabo de muy poco tiempo, si no existen circunstancias perturbadoras, esa
tendencia se orientará hacia las personas del sexo complementario, tomadas en su
generalidad; después, es posible que se concrete en atracción hacia un
determinado tipo de personas de ese otro sexo, caracterizado por rasgos psíquicos y
físicos más o menos definidos; y la madurez total se alcanza cuando esa sugestión se
establece y descansa de manera definitiva, y ya de por vida, en alguien determinado e
insustituible del sexo complementario,advertido y querido, además, no solo ni
primordialmente como portador de caracteres genitales ni de otras cualidades y
atributos, sino justo en su condición de persona sexuada, que, además, puede ser
incluso opuesta al tipo que consideró como su ideal… antes de el hombre o la mujer de
quien por fin se ha enamorado [2] .
2. Tendencias y «afectos» específicamente humanos
Baste con lo expuesto para las tendencias de algún modo comparables a las de los
animales inferiores.
Entre las propiamente humanas deben enumerarse todas las que atañen no a la mera
supervivencia, sino, en el sentido más correcto de esta expresión, a la vida
superior o vida buena (que no a la «buena vida», tal como suele emplearse esta
expresión hoy en España).
De forma no del todo precisa, tales inclinaciones podrían identificarse con las que
corresponden al auténtico despliegue del espíritu y también, en cierto modo, al
desarrollo orgánico y psíquico. Pues, por una parte, la maduración físico-psíquica
condiciona el progreso espiritual y, por otra, semejante madurez constituye como una
resonancia o desbordamiento del espíritu en el cuerpo y en el entorno material de la
persona.
Trascendencia
Hablando todavía de forma en exceso sumaria, y estrechando más el cerco, las
aspiraciones propiamente humanas podrían resumirse en la inclinación a
la trascendencia, entendida como salida de la propia subjetividad y orientación hacia el
ser, hacia lo otro y, de manera muy particular y definitiva, hacia las restantes personas.
Se trata de algo tan fundamental y tan desatendido —e incluso implícita o expresamente
atacado en los últimos tiempos, en los que pulula un egocentrismo indiscriminado—,
que el lector va a permitir que multipliquemos las citas que lo defienden y
fundamentan.
1. Expondremos en primer término el valor terapéutico de la autotrascendencia.
1.1. Y, antes que nada, en oposición a la tan difundida teoría de la homeostasis, cuyo
fin sería mantener el equilibrio psíquico o psíquico-orgánico:
En el principio de noodinámica siempre confluye un valor del mundo exterior al que
remite el deber, como por ejemplo crear una obra, fundar una familia, construir un
hogar, desempeñar una profesión o mejorar unas circunstancias políticas. En cambio, el
principio de homeostasis está exclusivamente vinculado al ego. Lo interesante es que en
el ser humano se dan ambas cosas: el deseo de placer y la compensación de pulsiones
en el plano psíquico, y el esfuerzo por satisfacer un sentido y unos valores en el plano
espiritual. Sin embargo, esta segunda es, desde la perspectiva logoterapéutica, la
decisiva: la «voluntad de sentido» es la primera y original motivación del ser humano, y
si no lo es, vivirá enfermo. Como en el arco de tensión noodinámico se produce una
superación del ego, el ser humano también deberá tener la capacidad de llegar más allá
de sí mismo. Frankl se refirió a ella como la «capacidad de autotrascendencia».
La logoterapia considera la autotrascendencia como el nivel supremo de desarrollo de la
existencia humana. Se trata del potencial específicamente humano de pensar y actuar
más allá de uno mismo en el marco de la «existencia para algo o para alguien» (Frankl),
de la entrega a una tarea o de la dedicación a otros seres humanos. En la realización
auto-trascendente, se trata de una cosa «en sí misma» o de personas «por su propia
voluntad», y nunca del objeto de satisfacción de la propia necesidad [3] .
1.2. La atención exclusiva al propio yo, con expreso desprecio de cuanto lo rodea, se
opone a la grandeza de la persona:
No deja de sorprender que a ninguna escuela psicoterapéutica anterior a Frankl se le
haya ocurrido que al ser humano le pudiera pasar algo fuera de lo que hay en él mismo.
En esencia, todos los otros conceptos psicológicos de motivación giran en torno al sí
mismo de la persona. Así, la psicología profunda pone la mirada en la máxima
obtención de placer a través de la satisfacción de las pulsiones, mientras que la terapia
de la conducta se centra en la recompensa y los «mimos» (obtención de aplauso social),
y la psicología humanista contempla la realización personal. Según la logoterapia, estas
escuelas esbozan una imagen totalmente egocéntrica del hombre que —en una época
tan narcisista como la actual—, al retroalimentarse, no consigue nada bueno ni hace
justicia, desde su parcialidad, a una criatura que es esencialmente espiritual [4] .