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HAROLD PINTER

DRAMATURGIA DE LA AMENAZA

HECTOR LEVY-DANIEL

Cuando consideramos la creación de Harold Pinter inevitablemente pensamos en una obra


que en la gran mayoría de los casos nos atrae con una fuerza magnética. Ya en las primeras
líneas adquirimos la certeza de que en modo alguno podremos sustraernos a la potencia de la
acción que comienza a desarrollarse. Y a partir de esos instantes será muy poco probable que
la vitalidad de esa acción se debilite o se diluya. Difícilmente se puede sentir que el interés
decae en una obra de Pinter: con él la intensidad de la experiencia dramática está
garantizada. Sin embargo, además de este atractivo, que nos mantiene siempre en estado de
expectación, sus piezas ejercen sobre nosotros otro efecto no menos fundamental: toda su
dramaturgia es eminentemente perturbadora. Cada una de sus obras nos moviliza, o nos
aterra, o nos oprime o nos obliga a la reflexión sobre nuestra propia naturaleza. Nadie que
tenga una mediana sensibilidad puede dejar de sentirse atravesado por la potencia
conmocionante de las creaciones de Pinter. Su efectividad está directamente asociada con la
simplicidad de sus procedimientos: no necesita demasiados elementos para cumplir con sus
objetivos. Es el maestro de la economía de los recursos. Generalmente con pocos personajes
bucea en situaciones tan simples como fundamentales hasta alcanzar el máximo de
profundidad. Sin embargo, lo logra, incluso en sus obras más “realistas”, por medio de
estrategias de articulación del texto dramático que lo distinguen claramente de la mayoría de
los dramaturgos contemporáneos: los personajes se definen, se dan a conocer, muestran su
cualidades fundamentales a través de lo que no dicen, a través de lo que evitan comunicar, a
través de los mecanismos que ponen en funcionamiento, por los cuales “cada uno de los
personajes está decidido a averiguar mucho más de lo que él mismo revela” (Russell Taylor,
1968, 290). Aunque su obra a esta altura es más bien vasta, el propósito de estas notas reside
en considerar la producción temprana de Pinter, con el fin de detectar cuáles son las
estrategias de que se ha valido este autor para componer las obras que constituyen a mi modo
de ver un modelo de experimentalidad dramatúrgica. Estas mismas estrategias, detectadas y
analizadas con precisión, bien pueden ser incorporadas a las poéticas de los dramaturgos que
se preocupan de desafiar el modelo del realismo psicológico en busca de nuevos instrumentos
expresivos. Tal es mi caso. Pero además, un objetivo paralelo, aunque no menos importante
de este trabajo consiste en analizar la significación política que tienen las piezas
consideradas en sí mismas y sobre todo en el contexto específicamente argentino. Las piezas a

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las que me referiré son: The Room (La habitación, 1957), The Birthday Party (La fiesta de
cumpleaños, 1958) y The Dumb Waiter (El montaplatos, 1960). Estas tres obras, junto con A
Slight Ache (Un ligero dolor, 1961), son conocidas como las “comedias de amenaza”.
Efectivamente en estas tres piezas la amenaza llega a convertirse en un recurso dramatúrgico
fundamental (también en Un ligero dolor, aunque a mi entender, en menor medida). Russell
Taylor observa que todas las llamadas “comedias de amenaza” se desarrollan en ambientes
estrechos, en realidad en una habitación, que representa, para los protagonistas, un refugio
temporario respecto de los demás. La amenaza funciona en este marco. “La amenaza
proviene de afuera, del intruso cuya llegada desquicia el mundo cómodo y cálido, limitado
por cuatro paredes, y toda intrusión puede ser amenazadora porque el elemento de
incertidumbre e impredictibilidad que el intruso trae consigo es en sí mismo amenazador”.
(1968, 282) Y la presencia del peligro se hace cada vez más efectiva cuanto menos concreta y
específica es su figura: Pinter evita sistemáticamente la representación de violencia física
abierta o directa, es decir, prescinde de particularizar la presencia de la amenaza. De esta
manera logra que la casi totalidad de los espectadores de sus piezas se sientan aludidos con
el peligro que se sugiere, pues cuanto más concreto y particularizado es el peligro menos
probable es que rija en nuestro propio caso, y menos posible será que proyectemos nuestros
propios temores. Es decir, cuanto más particularizada está la amenaza, menores son las
chances de que nos identifiquemos con la situación. Para Russell Taylor, “la ambigüedad no
sólo crea un ambiente enervante de duda e incertidumbre, sino que también ayuda a
generalizar y universalizar los temores y tensiones a que están sometidos los personajes de
Pinter. Cuantas más dudas existen acerca de la naturaleza exacta de la amenaza, de la
provocación precisa que la engendró, menos posibilidades hay de que ninguno de los
integrantes del público sienta que, sea como fuere, no podría sucederle a él” (1968, 284).
La amenaza es la columna vertebral de la primera obra de Pinter, La habitación. Sin
embargo, cuando la obra comienza tenemos la típica situación cotidiana de una mujer,
Rose, que le prepara el desayuno a su esposo antes de que éste salga a trabajar. La mujer
dice un largo monólogo y no es interrumpida por su marido, de nombre Bert, ni tan sólo
una vez: el marido no pronunciará palabra, ni siquiera en el momento de marcharse.
Cuando el marido se dispone a salir llega el señor Kidd, quien parece ser el encargado en la
casa de la que Bert y Rose ocupan solamente una habitación. El visitante mantiene diálogos
con Rose de una manera que vale la pena destacar. El señor Kidd muchas veces no
responde las preguntas de ella, ni directa ni indirectamente. Ante una interrogación
cualquiera de la mujer sólo se limita a asociar lo que ella menciona con algo que
posiblemente tiene en ese momento en su mente (aunque no tenemos la certeza de que sea
exactamente así). La respuesta del señor Kidd será entonces absolutamente imprevisible. Y
acá arribamos a una de las cualidades específicas de los diálogos pinterianos que
caracterizan toda su obra: la imprevisibilidad. Jamás podrá predecirse qué es lo que el
personaje va a replicar ante la afirmación o la interrogación de otro personaje. Por ejemplo:

Rose.- Entonces, ¿cuándo murió ella, su hermana?


Sr. Kidd.- Sí, en verdad, fue después de su muerte cuando debí dejar de contar. (...) Yo era
su hermano mayor. Sí, era su hermano mayor. Tenía un “boudoir” precioso. Un
maravilloso “boudoir”.
Rose.- ¿De qué murió?
Sr. Kidd.- ¿Quién?

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Rose.- Su hermana. (Pausa).
Sr. Kidd.- Me arreglaba con lo que tenía.

El señor Kidd le ha estado hablando a Rose de su hermana y de su madre. Sin embargo,


apenas el señor Kidd se va, Rose le dice a Bert: “No creo que tuviera una hermana, ni
hablar.” Este es un ejemplo de la técnica utilizada por Pinter, que consiste, según Russell
Taylor, en “arrojar dudas sobre todas las cosas, mediante el recurso de unir a cada
información en apariencia clara e inequívoca una afirmación igualmente clara en sentido
contrario.” (1968, 281). A través de este recurso logra Pinter diálogos que evidentemente
pueden llegar a ser disparatados y cómicos. Sin embargo, esta misma articulación de los
diálogos conforma la base necesaria para generar un clima de misterio e incertidumbre. De
esta manera Pinter logra que sus diálogos sean atravesados por las tensiones internas de las
que habla Russell Taylor: “lo cómico contra lo horrible, lo ligero o conocido contra lo
oscuro o desconocido” (1968, 306). Rose abriga a su marido y lo prepara para la jornada de
trabajo. Bert sale y Rose queda absolutamente sola. Ya están dadas las condiciones para la
irrupción de la amenaza, que irá tomando cuerpo progresivamente a través del desarrollo de
la pieza. Desde ese momento, observa Esslin, es la puerta la que se convierte en una
amenaza, la puerta se nos presenta como “una abertura hacia lo desconocido, la casa con un
incierto número de pisos, la noche y el invierno en el exterior”(1966, 215). Y cuando Rose
abre esta puerta (supuestamente para sacar la basura) se encuentra con que hay allí dos
personas de pie, el señor y la señora Sands. Rose se sobresalta y grita. La señora Sands le
pide disculpas afirmando que no fue su intención asustarla. Ambos afirman que sólo
estaban subiendo las escaleras, en busca del casero. Inexplicablemente Rose los hace entrar.
Si este momento de la obra se examina rigurosamente no se entiende el motivo que tiene
Rose para introducir en su casa a dos desconocidos. Aunque Pinter, como veremos,
trabajará siempre en estas obras tempranas con la incognoscibilidad de las motivaciones
que mueven a los personajes a conducirse de una u otra manera, cuando se analiza en
detalle el ingreso del señor y la señora Sands nos queda la sensación de que es el propio
autor quien los hace entrar –y no Rose- para facilitar el desarrollo de la obra. La ausencia
de motivos, que en las obras posteriores se presenta como absolutamente justificada, parece
en este caso un recurso arbitrario. Nos queda la sensación no de que no podemos conocer
los motivos de Rose sino de que el propio Pinter nos impide conocerlos.
Ahora bien, la acción prosigue, el señor y la señora Sands ya se encuentran instalados en la
habitación de Rose, protegidos del frío exterior. Cuentan que hace treinta y cinco minutos
que están dentro de la casa, buscando al casero. Este es un dato que mencionan con toda
naturalidad pero que no deja de parecer inquietante, pues si se piensa bien treinta y cinco
minutos dentro de una casa en busca de su casero es una enormidad. Y luego, en abierta
contradicción con la información anterior, afirman que fue cuando se disponían a bajar que
Rose abrió la puerta y los encontró. Aquí tenemos otro ejemplo de una información en
apariencia clara e inequívoca seguida poco después de una afirmación igualmente clara en
sentido contrario. Rose les recuerda que el señor Sands había dicho que estaban subiendo
pero el señor Sands insiste en que estaban bajando, pues se dirigían de arriba hacia abajo.
Inmediatamente relatan que han estado en el sótano y que han encontrado un hombre que
les informó sobre una habitación libre: la número 7, que es precisamente la habitación que
ocupan Rose y su marido. La amenaza, que desde el momento en que Rose queda sola se
insinúa solamente como una atmósfera, adquiere ahora contornos precisos: Rose les indica

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que la habitación número 7 es la que ella ocupa con su esposo, e insiste sobre esto. En lugar
de responder a la afirmación de Rose, el matrimonio Sands opta por marcharse. De esta
manera la amenaza se refuerza: la falta de respuesta del matrimonio Sands genera suspenso
- no le dan la posibilidad a Rose de seguir investigando- y la salida del matrimonio Sands la
deja a Rose sola y desprotegida con su propia incertidumbre. Rose siente amenazado el
lugar cálido en el que habita cotidianamente junto a su marido. Y el espectador comparte
plenamente ese sentimiento. Pero cuando el señor Kidd aparece por segunda vez, la
amenaza se hace presente de manera mucho más decisiva: cuenta que hay un hombre que
hace dos días que quiere verla y que solamente estaba esperando que su esposo se fuera.
Hay un contraste evidente entre la forma de hablar del señor Kidd en esta segunda entrada y
la primera. Ahora el señor Kidd ya no se distrae con sus propias asociaciones. Va
directamente al punto que quiere tratar, es directo con sus preguntas y con sus respuestas. Y
acá también detectamos una estrategia del autor: ahora ya no hay lugar para el
malentendido que además de generar incertidumbre nos ubica en el campo del humor. Ya
ha pasado el momento de lo cómico y ahora nos toca sumergirnos en el tiempo del espanto.
El modo de hablar del señor Kidd en la primera y en la segunda entradas están en sintonía
directa con estos respectivos momentos. Rose niega conocer al hombre que supuestamente
espera hablar con ella y se niega a recibirlo. El señor Kidd le advierte que si no lo recibe en
ese mismo momento seguramente subirá cuando su marido esté con ella. Rose, aterrada, le
indica al señor Kidd que vaya a buscarlo inmediatamente. Tras unos segundos entra un
negro ciego, que dice traer un mensaje del padre de Rose. El negro la llama con el nombre
de Sal y le pide que vuelva a casa. Rose le pide que no la llame Sal. El negro insiste en que
vuelva a casa. Rose le dice que no puede. Bert vuelve en ese momento, habla
distraídamente de su viaje (por primera vez pronuncia palabra) y cuando ve al negro lo
golpea hasta derribarlo. Cuando el negro cae sigue pegándole hasta que yace inmóvil. Rose
queda ciega en el momento en que cae el telón.
Aunque muchos críticos han descalificado esta pieza pues consideran que se desintegra con
este desenlace dominado por el simbolismo, creo, a pesar de todo, sin importar el valor de
este final, que el cuerpo entero de la pieza muestra la potencia típica de la obra de Pinter y
(aunque de alguna manera es mirada por esos mismos críticos como una característica
“primera obra” con todos sus defectos) constituye un modelo de construcción en la que se
pretende movilizar la emoción del espectador. La habitación se estructura como una espiral
ascendente a través de la cual la presencia de la amenaza se hace cada vez más real. Como
en el resto de sus obras, Pinter construye su pieza de tal modo que el espectador tiene
muchos más interrogantes ante sí que información. Y de todos esos interrogantes sólo serán
resueltos aquellos que sean necesarios para hacer avanzar la acción. Todos los demás
permanecerán en el terreno de las hipótesis. ¿Quién es Rose? ¿Quién fue antes de casarse
con Bert? ¿En qué momento se separó de su padre? ¿Por qué? ¿Quién es el negro ciego?
¿Por qué Rose antes tenía otro nombre? ¿Por qué su padre todavía la espera? Tales son
solamente algunos de los interrogantes entre los incontables que pueden formularse. Y aquí
detectamos otra estrategia dramatúrgica: el bombardeo de interrogantes como técnica de
escritura. Como criterio de construcción de una obra teatral es un recurso que
necesariamente deberíamos tener en cuenta los dramaturgos al momento de escribir
nuestras piezas. Pinter se preocupa mucho de la solidez de la estructura y coherencia de sus
obras: “No puedo escribir nada que me parezca flojo y no acabado. Me agrada un
sentimiento de orden en lo que escribo”. (citado por Russell Taylor, 1968, 306).

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Sin embargo sus piezas significan un desafío a la obra de base aristotélica, asentada sobre
los conceptos de exposición-nudo-desenlace. En las piezas que estamos considerando poco
sabemos sobre los antagonismos anteriores que dan origen al conflicto que trata la obra.
Tampoco contamos con las resoluciones y revelaciones en el último acto, pues en última
instancia no alcanzamos a saber si algo verdaderamente se resuelve y desconocemos las
verdaderas motivaciones. En este sentido, Pinter constituye un modelo a ser analizado
minuciosamente, pues muchas de las estrategias usadas por él representan instrumentos más
que aptos para lograr una dramaturgia eficaz. Pinter es el maestro del manejo de la
información, o mejor dicho, del manejo del enigma y la incertidumbre. No hay obra en la
que el espectador no se encuentre ante la obligación de cuestionarse todo el tiempo sobre
aquello que está presenciando. Pero al mismo tiempo siempre conserva el interés, nunca se
siente abrumado por todos estos interrogantes. Por el contrario, de algún modo persiste en
la esperanza de que por lo menos algunas de esas cuestiones van a ser resueltas y él podrá
enterarse por fin qué era aquello que se le ocultaba.
Sin embargo, este manejo de la información no tiene que ver solamente con la técnica
dramatúrgica. También tiene relación con la manera en que el autor percibe la realidad.
Esslin sostiene que Pinter se concibe a sí mismo como un realista mucho más intransigente
que cualquiera de sus contemporáneos del realismo social, pues estos nos dan un cuadro del
mundo con problemas y soluciones que probablemente no se verifiquen nunca. Pinter
impugna la hipersimplificación que suprime factores esenciales de la realidad para
expurgarla, estilizarla, y de ese modo, presentar soluciones claras que produzcan la
impresión de que todo tiene un sentido cognoscible. Y así la obra típicamente “realista”
inevitablemente deja de serlo pues termina por enfocar su atención hacia lo no esencial.
Interpretando el pensamiento pinteriano, Esslin sostiene que en la vida real constantemente
tenemos trato con personas de las que ignoramos absolutamente su vida anterior, sus
relaciones familiares, o sus motivaciones psicológicas. Y en el rechazo de Pinter del
conocimiento de las motivaciones hay un deseo de mayor realismo, en el sentido en que él
lo entiende: ser realista es asumir la imposibilidad de conocer jamás la motivación real tras
las complejas acciones humanas, cuya naturaleza es siempre contradictoria e inverificable.
Ser realista significa entonces (contrariamente a lo que generalmente conocemos por
“realismo”) asumir la complejidad e incognoscibilidad de muchos de los aspectos del
universo con los cuales estamos tratando. En la vida real cualquier situación generalmente
está más allá de nuestra posibilidad de captarla. Y si uno está verdaderamente decidido a
ser realista, lo mismo tiene que suceder en el teatro. Dice Pinter: “Una cosa no es
necesariamente verdadera o falsa, puede ser ambas cosas a la vez. La suposición de que
comprobar lo que ha ocurrido o está ocurriendo es sencillo, la considero imprecisa. Un
personaje que en escena no pueda presentar argumento o información alguna convincente
sobre su pasado y cuyo comportamiento presente tampoco da un análisis comprensible de
sus motivos, es tan legítimo y tan digno de atención, como uno que de modo alarmante
pudiese hacerlo. Cuanto más aguda es la experiencia, tanto menos articulada es su
expresión”. (citado por Esslin, 1968, 221). Y su manejo en los diálogos de repeticiones,
incoherencias, errores lógicos y fallas de sintaxis está en relación directa con este objetivo
de reproducir la relación que se establece entre la realidad y un lenguaje que tiene grandes
dificultades para expresarla.
En su obra siguiente, La fiesta de cumpleaños, tenemos nuevamente una obra vertebrada
sobre la amenaza. La acción se desarrolla en una pensión de una ciudad costera cuyo

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inquilino es Stanley Weber, un hombre que parece haber sido pianista en otros tiempos,
aunque ahora no hace absolutamente nada. Meg, la dueña de la pensión mantiene con él
una relación maternal asfixiante de la que él inevitablemente saca algún provecho, aunque
es ostensible cuánto ella lo irrita. Nos internamos en el núcleo de la acción con la llegada de
dos hombres que se supone buscan un lugar donde hospedarse por algunos días. Uno de
ellos es un irlandés de apellido McCann, callado y siniestro, y el otro es Goldberg, un judío
verborrágico. Si bien no tenemos oportunidad de verificarlo, ambos parecen ser asesinos a
sueldo o algo por el estilo. Aunque es evidente que han ido en busca de Stanley, no
podemos descubrir por qué razón.
Como en La habitación tenemos al matrimonio de Meg y Petey en una situación
absolutamente cotidiana: también en este caso la mujer le sirve el desayuno a su esposo.
Petey lee el diario y menciona entre otras cosas que el día anterior dos hombres vinieron a
verlo mientras trabajaba en la playa y le preguntaron si tenía habitaciones disponibles. Meg
se preocupa porque no tiene una habitación lista. Luego despierta a Stanley y éste aparece
en escena. Inevitablemente comenzamos a plantearnos los primeros interrogantes. Aún no
sabemos que Stanley es solamente un inquilino y por lo tanto ignoramos qué tipo de
relación une a Meg con Stanley, qué papel juega Stanley en esa casa, por qué Meg es con
Stanley tan insoportablemente pegajosa y éste puede llegar a ser tan desagradable. En otras
palabras, jamás podremos descubrir los motivos que han llevado a ambos a constituir una
relación que está bien lejos de parecerse a lo que uno imagina es el vínculo entre una casera
y su inquilino. Más bien podemos sospechar por parte de ella un cierto enamoramiento y
una cierta incondicionalidad de los que evidentemente Stanley se ha acostumbrado a sacar
el mayor provecho. Luego que Petey se ha ido - mientras sirve un desayuno que Stanley
desprecia- Meg le cuenta que dos hombres van a hospedarse. Stanley se sobresalta y hace
una predicción que será significativa: anuncia que los dos hombres vendrán en una
camioneta con una carretilla. Afirma que están buscando a alguien y él sabe a quién. La
predicción de Stanley nos sumerge de una vez en un abismo pleno de interrogantes: ¿por
qué sabe Stanley que van a venir? ¿Por qué en una camioneta? ¿Qué significa la carretilla?
¿Es a él a quien están buscando? ¿Por qué? Y todos estos interrogantes sirven de base a la
amenaza, la cual se instala a partir de ahora en el curso de la acción. Las preguntas se nos
multiplican cuando los dos hombres ingresan en la casa, sin que nadie los advierta.
McCann, que parece bastante nervioso, le pregunta a Goldberg cómo sabe que están en la
casa que buscan. Goldberg se limita a tranquilizarlo. McCann le pregunta a Goldberg si ese
trabajo será como los anteriores. Nos preguntamos que tipo de trabajo hacen. Aunque
podemos intuirlo jamás tendremos una certeza de cuál es la verdadera actividad de ambos.
Mantenerse en el terreno de lo inespecífico es otra de las estrategias dramatúrgicas de
Pinter. De este modo nos obliga a imaginar diferentes alternativas pero no nos da los
suficientes motivos para inclinarnos definitivamente por ninguna. Involuntariamente
asociamos el trabajo cuya naturaleza desconocemos con la predicción de Stanley. La
amenaza ahora comienza a adoptar contornos definidos. Por lo demás, lo que sí nos queda
en claro es la jerarquía: McCann está respecto de Goldberg en una relación de
subordinación. Goldberg se nos presenta como más refinado y sutil mientras que McCann
se muestra más huraño y obtuso. Cuando aparece Meg esto se hace evidente: mientras
McCann se mantiene callado en un segundo plano, Goldberg se muestra capaz de ser con la
casera absolutamente encantador, lo cual seduce a Meg de una vez y para siempre. El
contraste entre la fascinación que provoca y lo que él espectador intuye como su naturaleza

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real profundiza en gran medida el carácter siniestro de Goldberg. Cuando Meg les cuenta a
ambos que ese mismo día es el cumpleaños de Stanley, Goldberg propone afablemente
hacer una fiesta de cumpleaños. En la escena siguiente Stanley le pregunta a Meg quiénes
son los dos hombres y cuando luego de un esfuerzo ella logra recordar que el nombre de
uno de ellos es Goldberg, Stanley permanece callado. Meg interpreta su silencio como
fastidio y le promete a su inquilino que todo seguirá como hasta entonces, que nadie lo
molestará y que no debe estar triste porque ese día es el de su cumpleaños. Stanley lo niega,
Meg insiste y le regala un tambor. Tenemos pues más preguntas: ¿conoce Stanley el
nombre de Goldberg? Stanley no reacciona para informar al espectador. ¿Por qué hay dos
versiones contradictorias sobre el día del cumpleaños? ¿Por qué Meg le regala un tambor
para niños? La estrategia de Pinter funciona a pleno: muchos más interrogantes que
información.
En el comienzo del segundo acto, McCann tiene un diálogo con Stanley en el que aquél se
muestra bastante amenazador, aunque Stanley adopta una actitud desafiante. McCann le
informa que está todo preparado para la fiesta pero Stanley se muestra poco dispuesto a
participar. Stanley le dice que le parece conocerlo de antes, McCann niega que eso sea
posible. Stanley le pregunta directamente por qué han elegido la casa y posteriormente
niega que ese día sea el de su cumpleaños. Cuando Goldberg aparece en escena y se
presenta ante Stanley, éste no pierde el tiempo y directamente les sugiere la conveniencia
de que los dos se marchen pues la habitación que Meg les ha reservado está ocupada y
ambos tendrán que abandonarla. Goldberg no se inmuta y no intenta convencer a Stanley de
lo contrario. Se limita a felicitarlo por su cumpleaños y en hablar sobre los cumpleaños
(Goldberg es capaz de hablar sobre cualquier cosa). Entra McCann con las botellas y
entonces Stanley les advierte a los dos hombres que no dejará que saquen ventaja de Meg y
de Petey, pues aunque los dos caseros han sido incapaces de distinguir quiénes son, él no ha
perdido su olfato. Goldberg y McCann tratan de lograr que Stanley se siente, lo cual éste
evita por todos los medios. Finalmente Goldberg y McCann lo reducen y lo someten a un
extenso interrogatorio (en el que hacen las preguntas más absurdas) a través del cual
Stanley se va derrumbando. Cuando Meg vuelve a aparecer en escena preparada para
festejar el cumpleaños de Stanley, éste ya está vencido y toda la fiesta de cumpleaños es en
realidad el festejo de la victoria de Goldberg y McCann sobre Stanley.
Por eso en el tercer y último acto no les cuesta nada sacar a Stanley de la casa. Tan sólo se
limitan a informar a Petey del estado de Stanley, anuncian un colapso nervioso, por lo cual
le anuncian la necesidad de llevarlo a otro lugar. Petey, que se ha dado cuenta de lo que
sucede, intenta oponer una leve resistencia, pero no insiste porque advierte que la amenaza
se cierne ahora también sobre él. Es por eso que admite que se vayan con Stanley. Aquí
tenemos un pequeño fragmento que me parece revelador:

PETEY. ¡Déjenlo solo!

Se detienen. GOLDBERG lo observa.

GOLDBERG (insidiosamente). ¿Por qué no viene con nosotros, señor Boles?


MCCANN. Sí, ¿por qué no viene con nosotros?
GOLDBERG. Venga con nosotros a Monty. Hay mucho lugar en el auto.

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Petey no se mueve. Ellos pasan junto a él y alcanzan la puerta. MCCANN abre la puerta y
levanta las valijas.

PETEY (quebrado). Stan, no dejes que te digan lo que tienes que hacer!

¿Quiénes son entonces Goldberg y McCann? ¿De dónde conocen a Stanley? ¿Qué es lo que
Stanley ha hecho? ¿Adónde lo llevan? Todas estas y otras innumerables preguntas
permanecen sin respuesta. Podemos decir que hay aquí algo absolutamente ininteligible,
incoherente, no lógico. Pero también podemos concebir la existencia de una lógica y una
racionalidad a la que no tenemos prácticamente ningún acceso, que nos resulta
absolutamente incognoscible pues carecemos de los datos que nos permitirían tomar
contacto con ella.
Martin Esslin considera diversas interpretaciones sobre La fiesta de cumpleaños: como una
alegoría de las presiones del conformismo, en la que Stanley representa el papel del artista
forzado a la respetabilidad, pantalones a rayas, del mundo burgués. O bien como una
alegoría de la muerte –el hombre arrebatado del hogar que se ha construido él mismo, del
amoroso calor personificado por las atenciones, a un tiempo maternas y sexuales, de Meg,
por los ángeles negros de la nada que le preguntan qué fue primero, el huevo o la gallina
(1966, p. 219).
Desde mi punto de vista, aunque no niego la posibilidad de lecturas que –como la de
Esslin- ubiquen a la obra en el campo de lo simbólico, creo que La fiesta de cumpleaños
admite una lectura menos sofisticada y más efectiva que se vincula a la amenaza que
acecha al ciudadano común en la sociedad contemporánea. En ese sentido creo que tiene
una significación política directa y fundamental que nosotros, a quienes nos toca vivir en la
Argentina, podemos captar más profundamente que los propios europeos o
norteamericanos, que necesitan imaginar un significado ulterior. Por ejemplo, Russell
Taylor afirma que “En La fiesta de cumpleaños los asesinos alquilados parecen
todopoderosos e inescrutables. En tanto que Stanley es el amenazado, ellos son la amenaza
personificada, seres invulnerables, podría suponerse, de otro mundo, emisarios de la
muerte”(1968, 284) Nuestra experiencia argentina nos habilita para afirmar que cuando dos
personas se acercan a una tercera para secuestrarla o asesinarla no son ni seres de otro
mundo ni emisarios de una muerte abstracta. Por el contrario, son la evidencia palmaria de
un poder que con diferentes rostros y métodos se mantiene activo tanto bajo regímenes
militares como bajo gobiernos democráticos. Las resonancias que esta obra despierta entre
los habitantes de la Argentina, que tuvo que sufrir bajo la dictadura militar una represión
sin precedentes y la desaparición de treinta mil personas, que tuvo que sobrellevar bajo la
democracia los asesinatos de los periodistas Mario Bonino y José Luis Cabezas, el
asesinato de los jóvenes Walter Bulacio y Sebastián Bordón a manos de la policía –entre
muchísimos otros- la desaparición del joven Miguel Bru, el atentado contra la embajada de
Israel y la AMIA, los incontables hechos de violencia perpetrados por la policía federal y
las policías provinciales (en especial, la bonaerense)- hacen que estemos muy lejos de
suponer que en la obra de Pinter quienes nos amenazan son seres de otro mundo. Por el
contrario, para nosotros son seres humanos bien reales, con objetivos claros, que nos
acechan al amparo de la impunidad que en nuestro país se ha convertido en regla. Desde
hace ya muchos años la Argentina se ha transformado en un país regido por la amenaza. Y
como en las obras de Pinter, los verdaderos motivos se nos diluyen, la lógica que da su base

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a los hechos nos resulta incognoscible.
El montaplatos es la tercera obra de Pinter. Según Russell Taylor, El montaplatos es
propiamente una comedia de amenaza, porque mientras La fiesta de cumpleaños sólo es
graciosa en las primeras escenas, en El montaplatos lo cómico está presente durante todo su
desarrollo. La obra trata de dos hombres, Ben y Gus, que pasan la mañana de un viernes en
un dormitorio ubicado en un sótano, leyendo diarios, hablando de fútbol, discutiendo sobre
cuál es la manera de decir una frase. Poco a poco se nos van presentando los elementos que
nos conducen a suponer que en realidad son asesinos contratados, que esperan órdenes. De
pronto comienza a funcionar el montaplatos ubicado en la parte trasera. Nos enteramos de
que ese sótano ha sido en otro tiempo la cocina de un restaurante. Ben y Gus se preocupan
de cumplir con lo que se les pide, envían todo lo que tienen. Sin embargo los pedidos que
encuentran en el montaplatos son cada vez más extravagantes.
La técnica que utiliza Pinter para construir El montaplatos es la misma que observamos en
las dos obras consideradas anteriormente: el bombardeo de preguntas al espectador.
¿Quiénes son estos dos sujetos? ¿Qué esperan? ¿Dónde están? ¿Qué tipo de trabajo
realizan? Pero, a diferencia de las otras dos obras, las preguntas que el espectador se
formula en esta pieza están muchas veces en boca de uno de los personajes, Gus. Éste se
plantea como el gran interrogador de la obra y ante todo el gran impugnador. Hay un
contraste notorio entre ambos personajes: mientras Gus se plantea como un personaje
inquisitivo, que razona y se preocupa por hablar correctamente, Ben en cambio es un
personaje casi brutal, que apenas tolera las preguntas de Gus y mucho menos sus
comentarios, los cuales se parecen demasiado a críticas. Ben, en oposición a Gus, no se
cuestiona nada. Es Gus quien hace la primera pregunta de la obra: ¿A qué hora tienen que
llamar? (Ante lo cual inevitablemente el espectador se preguntará: ¿quién tiene que
llamar?) Es Gus quien se queja de que nunca tiene ocasión de mirar por la ventana, pues él
debe entrar en un sitio que nunca había visto, dormir todo el día, hacer lo que tiene que
hacer y marcharse de nuevo por la noche. Es decir, Gus describe cuál es la rutina de su
trabajo, sin especificar en qué consiste dicho trabajo. Se queja de que es necesario
permanecer todo el tiempo, sin salir, por si llaman. Gus pregunta si tiene alguna idea de lo
que va a pasar esa noche. Gus afirma que la casa en la que están es de Wilson. “Yo sé que
lo es” enfatiza Gus. Y luego sigue planteando preguntas al espectador:

“Recuerda los otros lugares. Vas a esta dirección y encuentras una llave, encuentras una
tetera, nunca ves a nadie... (Pausa.) ¡Ah! Nadie oye nada. ¿Lo has pensado alguna vez?
Jamás ves un alma, ¿no es así?, salvo el tipo que viene.”

Posteriormente nos enteramos por él que la mitad de las veces, el tal Wilson ni siquiera se
molesta en venir. Gus pregunta:

¿Quién limpia después que nos vamos? Tengo curiosidad por saberlo. ¿Quién hace la
limpieza? A lo mejor no limpian nada. Tal vez dejan las cosas como están, ¿no? ¿Qué te
parece? ¿Cuántos trabajos hemos hecho? ¡Oh! No puedo contarlos. ¿Y si nunca limpian
después que salimos?

Pero Ben responde y genera todavía más preguntas:

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¡Ganso! ¿Pero te has creído que somos los únicos en esta organización?

Esto implica que Wilson, de quien no se dan mayores precisiones y que hasta ese momento
parecía ser el jefe, también puede ser meramente un engranaje más en toda una maquinaria
mucho más vasta. Cuando el montaplatos comienza a funcionar, Ben arriesga la hipótesis
de que anteriormente ha funcionado un bar en ese mismo lugar. Pero Gus ataca con una
nueva pregunta:

MUY BIEN, PERO ¿QUIÉN ES EL DUEÑO AHORA? ¿Quién maneja el negocio? Si


alguien se fue, ¿quién vino?

El mensaje del montaplatos les exige comida y bebida. Ben y Gus le ofrecen todo lo que
Gus lleva en su valija. Gus sigue interrogándose sobre los mecanismos que gobiernan todo
lo que lo rodea: pregunta cómo puede funcionar allí un café si la cocina tiene tan sólo tres
quemadores. Le envían todo lo que tienen y Gus anuncia a gritos todo lo que les están
mandando. Ben lo increpa por gritar de esa manera. Gus hace comentarios que hacen sentir
que no se siente del todo cómodo en ese lugar:

Cuanto antes salgamos de esta casa, mejor. Parece como si hiciera años que estoy aquí.

O bien

Nunca le hemos fallado. ¿Sabes, Ben? Estaba pensando en ello justamente el otro día.
Somos cumplidores, ¿verdad? Sin embargo, me alegraré cuando todo esto haya terminado.

Gus parece harto de su trabajo. El montaplatos sigue trayendo pedidos. Ben y Gus se
muestran perplejos porque “no saben por dónde empezar”
Gus encuentra el tubo acústico por medio del cual Ben se comunicará con quienes manejan
el montaplatos (con él puede hablar y oír). A través del tubo se entera de que todos los
alimentos que han enviado no estaban en buenas condiciones. Casualmente todos eran de
Gus. Luego Ben recibe la orden de “encender la pava” para hacer té. Gus se impacienta
porque no tienen gas con qué encender las hornallas para el té.
Ben afirma que la hora se aproxima y da las instrucciones a Gus, el cual las repite
diligentemente. Aunque durante todo el tiempo transcurrido hemos podido intuir cuál era la
verdadera naturaleza del trabajo de estos dos hombres, recién ahora podemos confirmar que
se trata de dos asesinos a sueldo cuya tarea habitual consiste en emboscar gente en
ambientes cerrados. Gus se pregunta para qué se les mandó fósforos si no tienen gas. Y
muy nervioso, pregunta quién es el que está arriba. Y se pregunta también para qué hace
todos esos juegos. En medio de toda esta sucesión de quejas el montaplatos trae otro
pedido: “Scampi”. Gus grita a través del tubo acústico que no les queda nada de nada. Ben
le quita el tubo y lo insulta. Luego de una pausa, en la que Ben se tira en la cama y lee
alguna noticia del diario, Gus sale a beber un vaso de agua. Ben oye el silbato a través del
tubo acústico y a través del mismo oye las órdenes que se le imparten. Ben responde que las
cumplirá inmediatamente. El agua acude al tanque del baño afuera a la izquierda. Luego
entra Gus, trastabillando. Se mira con Ben. El telón cae.
Russell Taylor afirma que en El montaplatos “el hecho de que las personas que aquí son

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amenazadas sean precisamente aquellas cuya ocupación consiste, por lo general, en
amenazar a otros, asesinos de alquiler, ofrece un elemento más de ironía pero no introduce
una diferencia esencial en su situación”(1968, 285). Sin embargo, a mi entender sí hay una
diferencia fundamental. Aquí Pinter da un paso más respecto de La fiesta de cumpleaños.
Mientras que en esta obra no sabemos exactamente cómo funciona la organización a la que
pertenecen Goldberg y McCann, en El montaplatos estamos en presencia de una
organización que es capaz de autodepurarse para quitarse de encima a cualquier elemento
que pueda significar problemas en el futuro. No es casual que Gus sea la persona que
durante toda la obra no cesa de hacer preguntas, muchas de las cuales significan un directo
cuestionamiento del sistema al cual debe servir. Se vuelve difícil imaginar que Gus se haya
interrogado del mismo modo en todas las tareas que ha tenido que realizar. Más bien puede
conjeturarse que su propio progreso en lo que se refiere a la conciencia sobre su trabajo es
lo que lo condena. En otras palabras, puede suponerse que el destino de Gus está signado
por esta toma de conciencia que lo lleva a plantearse semejante cantidad de preguntas. Y en
este sentido la obra se construye sobre la base de este inventario de interrogaciones que Gus
se siente obligado a hacer. La toma de conciencia sobre la naturaleza de la labor que debe
realizar lo hace inepto para cumplir cabalmente con la misma. Cuando el montaplatos
comienza a funcionar Ben y Gus miran adentro, pero Ben se cuida muy bien de dirigir su
mirada hacia arriba y se alarma cuando advierte que Gus asoma su cabeza y observa
despreocupadamente.
Aunque en el transcurso de la obra tanto Ben como Gus sienten la amenaza en carne propia,
bien puede pensarse que el verdadero destinatario de la misma es Gus, precisamente el
personaje que es portador de todas las preguntas, críticas y cuestionamientos. “La
organización” a la que Pinter se refiere en esta tercera obra es muy sofisticada, al punto que
es capaz de purgarse a sí misma.
El montaplatos está regida por un principio de irrealidad profunda que constituye la médula
de la obra. El montaplatos es una gran metáfora. A mi entender esta es la obra donde la
experimentalidad de Pinter alcanza mayor vuelo y brinda sus mejores resultados: Pinter
crea un universo que tiene absoluto sentido dentro del espacio escénico y que sólo puede
ser concebido dentro de este espacio. El montaplatos, los mensajes que llegan a través del
montaplatos, a los que ellos se sienten inexorablemente obligados (a pesar de suponer
anteriormente que el lugar se encontraba totalmente inhabitado), el tubo acústico a través
del cual ambos se comunican con un sujeto que no aparece, el tanque de agua que nunca
funciona, salvo al final, el sobre con los fósforos que llega al principio y que se presenta
como algo sin sentido en sí pero que cobrará sentido más adelante (un sentido paradojal:
fósforos que no tienen qué encender) constituyen los pocos elementos con los que Pinter
construye un universo extraordinariamente atractivo y perturbador. Esslin observa que en
El montaplatos “el espectáculo de los poderes celestiales asediando a dos infelices
pistoleros con peticiones de ‘macaroni pastitsio, ormitha macarounada, cha siu y judías
verdes’ es francamente divertido y disparatado” (1966, 217). Así como al hablar de La
fiesta de cumpleaños, me negué a considerar a McCann y Goldberg como seres de otro
mundo, de la misma manera creo que El montaplatos las fuerzas invisibles que amenazan a
Gus y a Ben están bien lejos de ser poderes celestiales. Más bien significan un poder bien
terrenal, tan inasible como arbitrario, acechando para victimizar a quien se ponga en su
camino a través de preguntas, cuestionamientos, críticas. Por ello creo que El montaplatos,
en el mismo sentido que La fiesta de cumpleaños tiene una significación política directa y

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esencial.
A propósito, llegados a este punto, creo que vale la pena debatir la cuestión de la politicidad
del teatro de Pinter.
Mireia Aragay(1994, 76) niega que pueda considerarse como teatro político la producción
pinteriana anterior a los ochenta. Sostiene su punto de vista en primer lugar en la
imposibilidad de descubrir posicionamientos políticos por parte de sus personajes. También
en la ausencia de toma de partido consciente, explícita y deliberada por parte del autor. Y
por último en que Pinter se limitaría a formular un diagnóstico en lugar de pasar al terreno
de la denuncia.
Aragay toma posición contra lo que ella llama “materialismo cultural” al que describe
como un sistema de pensamiento que afirma que todo producto cultural es ineludiblemente
político, puesto que “constituye una intervención más dentro del conjunto de mecanismos
mediante los cuales una sociedad determinada articula sus debates y controversias” (1994,
74). Aunque adscribo a esta posición en todos su términos, no considero necesario
introducir esta sentencia como premisa de mi argumentación. Es decir, también yo creo que
todo teatro tiene significación política, pero no creo, sin embargo, que esto indique un
camino para pensar la politicidad del teatro de Pinter.
Lo primero que me pregunto es qué clase de teatro tiene en mente Aragay cuando postula
semejantes parámetros para identificarlo como teatro político. Los límites que impone son
tan estrechos que difícilmente quede lugar en su clasificación para otras piezas que no sean
aquellas creaciones conocidas como obras de agitación o las piezas típicas del realismo
socialista, ambos tipos dominados generalmente por esquemas que las vuelven pobres,
previsibles y de poco vuelo. No comprendo por qué razón los personajes deberían asumir
un posicionamiento político claro y expresarlo abiertamente. Por el contrario, creo que la
ideología jamás debe estar en boca de alguno de los personajes sino más bien desprenderse
de la lectura final de la obra. Esto queda muy en claro a través del examen de Brecht,
quizás uno de los paradigmas del teatro político del siglo (cuya grandeza excede de todas
maneras la función meramente política de sus textos): para dar solamente dos casos, ¿en
qué momento expresan Puntila o Matti su posición política en la obra Herr Puntila y su
sirviente Matti? ¿Cuándo muestra abiertamente su posición Shen Te en El alma buena de
Se-Chuan? Sin embargo, la imposibilidad de la alianza de clases queda muy claramente
planteada en la primera así como la imposibilidad del accionar moral en la sociedad
capitalista queda evidenciada en la segunda. Pero tales “ideas” se desprenden de la lectura
final y sería inútil tratar de buscarlas en boca de alguno de los personajes.
Con respecto al segundo punto, que tiene que ver con la ausencia en Pinter de toma de
partido conciente, explícita y deliberada, habría que mencionar que el propio Pinter
considera sus piezas primeras como “metáforas políticas”, lo cual evidentemente nos habla
de la conciencia que el autor tiene del significado de sus propias obras. Sin embargo, más
allá de cual fuera la opinión de Pinter, creo que la base de este segundo argumento reside en
un vicio de análisis según el cual la obra es un mero discurso cerrado en el que importa
solamente la intención del autor y no tiene conexión alguna con la realidad histórica y
socio-política en la cual la obra tiene lugar. Creo que las obras La fiesta de cumpleaños y El
montaplatos son políticas pues la resonancia que producen muchos de sus elementos en
determinados contextos socio-históricos (por ejemplo, el nuestro en particular y el
latinoamericano en general) las convierten en obras eminentemente políticas más allá de
cual hayan sido las expresas intenciones del autor. En otras palabras, aunque la intención de

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Pinter no haya sido explícita y deliberadamente política, su significación en el contexto en
que la obra tiene lugar - por medio de la mera lectura o la puesta en escena- es política,
pues los ecos que despierta en el lector o espectador le sirven al mismo para reflexionar
sobre la realidad socio-política en la que se halla inmerso y para lograr un conocimiento
mayor de la misma. El saber logrado a través de estos medios constituye siempre la
condición de posibilidad de una praxis que tenga por objetivo la transformación de la
realidad, la cual depende no sólo de la existencia de las condiciones subjetivas (entre las
cuales está precisamente la toma de conciencia) sino de las condiciones objetivas (que
constituyen el marco espacial-temporal con el que el hombre necesariamente deberá
enfrentarse).
Y es precisamente con este mismo criterio que impugno la oposición establecida por
Aragay, entre diagnóstico y denuncia. El diagnóstico es una aproximación a la realidad que
nos habilita para reflexionar sobre la misma, reconocer los mecanismos –muchas veces
ocultos- que la constituyen de una u otra manera y sacar conclusiones sobre su verdadera
“naturaleza” y, por lo tanto, sobre sus posibilidades –o no- de transformación. Si tomamos
el concepto de diagnóstico en este sentido observamos que tiene una significación política
pues posibilita la toma de conciencia sobre una determinada cuestión y en este sentido el
efecto que se obtiene no difiere del efecto conseguido por la denuncia. Es decir,
aunque varíen probablemente las intenciones del autor que se propone hacer una
“denuncia” o un “diagnóstico” en uno u otro caso los efectos conseguidos en el receptor
son idénticos. Por ello, creo que carece de sentido negarle a las obras primeras obras de
Pinter la categoría de teatro político por no pasar abiertamente al terreno de la denuncia y
limitarse solamente un diagnóstico. Por el contrario, creo que el diagnóstico pinteriano que
se presenta en las “comedias de amenaza” tiene una significación política tanto o más
efectiva que la más enérgica de las denuncias.
Llegados a este punto vale la pena aclarar que, aunque detectamos aquellos elementos que
hacen que las obras de Pinter tengan a significación política en determinados contextos, no
por ello nos confundimos y consideramos toda su obra como política. Si bien, como indica
Aragay, en las obras que van de principio de los ochenta hasta las obras de los noventa que
conocemos hay una intención política definida, creemos que toda su obra excede con
mucho esta categorización. Desde La habitación hasta Ashes to Ashes, pasando por piezas
sencillamente extraordinarias como El amante, Viejos tiempos, o Traición, creo que Pinter
nos habla del hombre en su proceso existencial fundamental de adaptación a la realidad,
con todas las dificultades que eso implica, y por ello los temas de sus piezas son siempre
universales: el matrimonio, la soledad, el envejecimiento, el misterio del universo, la
muerte.

BIBLIOGRAFÍA

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(1991), en AAVV., TEATRO SIGLO XX, Universidad Complutense de Madrid, pp 74-81.

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