Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
109
Eduardo Terrén
EDUCACIÓN
Y MODERNIDAD
Entre la utopía
y la burocracia
UNIVERSIDAD DA CORUÑA
Educación y modernidad: Entre la utopía y la burocracia / Eduardo Terrén;
prólogo de Mariano Fernández Enguita. — Rubí (Barcelona) Anthropos Editorial A
Coruña Universida de la Coruña, 1999
XI p. + 315 p. 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico; 109)
Bibliografía p. 295-311
ISBN 84-7658-552-7
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en tono ni en
parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Alberto y Eduardo,
que vinieron al mundo a la vez que este libro,
y a Elia, que los trajo
PRÓLOGO
XI
Nos encontramos actualmente en un nivel muy
avanzado de una mutación que comenzó en los
siglos XVII y XVIII cuando, al fin, el saber se
convirtió en una especie de cosa pública.
MICHEL FOUCAULT
INTRODUCCIÓN
EMILIO DURKHEIM
1997. En una lluviosa mañana del mes de enero los estudiantes gallegos
salieron a la calle en respuesta a una convocatoria de huelga contra la política
educativa de la Xunta. Al término de la manifestación celebrada en Santiago de
Compostela, un estudiante leyó un comunicado en el que advertía: «si el
gobierno recorta los fondos destinados a educación nos hará perder el tren de la
modernidad».
1. Las aplicaciones industriales del vapor, los trenes, la escuela pública de masas y la
sociología son todos hijos de la misma época. Gran parte de la metaforología de la
3
En discursos, en inauguraciones, en folletos conmemorativos e incluso —como
hemos visto— en manifestaciones, el recurso a la figura algo añeja pero
retóricamente sólida de esas máquinas de progreso que frieron los ferrocarriles,
puede servirnos de recordatorio de hasta qué punto nuestra forma de hablar es
una rutina más de las muchas que todavía siguen presas de los hábitos modernos
en un mundo que quizá esté empezando a dejar de serlo.
Los trenes, las fábricas, los automóviles, las autopistas, los rascacielos, son
elementos clásicos en cualquier representación del orden moderno. Y también,
por supuesto, lo son las escuelas, que a muchos sitios llegaron al mismo tiempo
que los primeros raíles y las primeras chimeneas industriales. A todos estos
elementos nos referimos cuando decimos que una ciudad o un país son
modernos, dando a entender, así, que han seguido una determinada senda de
desarrollo económico e institucional. Todos ellos, junto con las expresiones,
percepciones y hábitos a que han dado lugar forman parte de lo que aquí
denominaremos las rutinas de la modernidad.
modernidad en torno al tema del desarrollo se fraguó en este periodo de industrialización cuya
sensación de impulso está foimidablemente plasmada en Lluvia, vapor y velocidad de Turner.
Proudhon, por ejemplo, habló del «tren del progreso», poco después de la invención de la
locomotora de vapor y William Monis describió los barcos de vapor como «las nuevas
catedrales de la era industrial». El uso racional del vapor fue, efectivamente, la clave de toda
una simbologí de la eficiencia que ya en nuestro siglo sería reelaborada por la estética
maquinista del futurismo y las utopías tecnocráticas de la sociedad postindustrial. Hoy dia esa
nueva versión de discurso modernizante que es el europeísmo ha reflotado la metáfora y hablar
de la educación como un instrumento esencial para no perder «el tren de Europa» o para no ir
«en el vagón de cola» es algo recurrente hasta el hastío.
4
este sentido, lo propio de la experiencia moderna es el creer que las
instituciones entre las que discurre nuestra vida social son esencialmente
racionales. Esto es, creer que su estructuración y su funcionamiento están bajo
el control racional de un conocimiento sistemático de la verdad. La esencia de la
experiencia de la modernidad es, pues, una especie de fe en la razón. A esto le
llamó Weber «el carisma de la razón».
Max Weber ofreció un marco teórico sobre el que dilucidar esta cuestión y por
eso le dedicaremos una atención especial en el segundo capítulo de esta obra.
Según tendremos oportunidad de ver allí, Weber mostró cómo, por más que lo
carismático fuera perdiendo sus tintes más puramente personalistas o
tradicionales, esa sociedad de organizaciones en que se fue constituyendo la
sociedad moderna tenía que seguir alimentándose de fuentes de dominación
hierocrática. Mostró, en definitiva, que tan característicamente moderna era la
racionalización de lo sagrado, como la sacralización de lo racional. Este libro es
un intento de mostrar cómo el discurso pedagógico moderno ha desempeñado
un papel esencial en la combinación de ambos proccsos.
5
respecto. Quizá por ello, tal y como se defiende en el primer capítulo, la cultura
de la modernidad se constituyó como una cultura pedagógica. Como muy bien
supieron ver los ilustrados, la lógica propia de la relación pedagógica permitía
articular, con tensiones pero sin estridencias, el compromiso fideísta con un
proyecto histórico y el aseguramiento de su realización práctica; la energía
motivacional de las ideas y la disciplina que entraña su efectiva realización; la
seducción de lo trascendente y la producción del programa que debe alcanzarlo.
De ahí que la educación, tal y como ha sido pensada y diseñada desde la
Ilustración, pucda considerarse como paradigma del proceso de racionalización
de la modernidad, como ámbito institucional privilegiado en el que se exhibe la
peculiar armonización moderna de esa dialéctica de fe y razón a la que se refiere
Weber.
Hoy día, ciertamente, tanto «utopía» como «burocracia» son términos envueltos
en una inquietante ambigüedad que los convierte en armas arrojadizas de calibre
y direccionalidad muy diversas según quien los use. La utopía puede ser vista
tanto con los ojos progresistas de quienes la consideran un factor ineludible del
cambio como con los de quienes la desprecian desde un seguro realismo. En
este último sentido, la valoración de lo
6
utópico depende mucho de cuál sea el valor que se otorgue al idealismo que lo
sostiene. Las condenas conservadoras del sesentismo, por ejemplo, o las más
recientes críticas neoliberales de la utopía socialdemócrata pueden oscilar entre
la ironía ante lo que se considera una mera ingenuidad y la denuncia de una
supuesta maniobra de conspiración filosocialista. La burocracia, por su parte,
sobre todo después del diagnóstico weberiano y del pesimismo radical de un
Foucault que hizo del panoptismo su peculiar jaula de hierro, suele asociarse
con las patologías del progreso, con el lado oscuro de una modernidad cuya
inevitable burocratización tiende a eclipsar la luz de la utopía. Tanto en la
izquierda como en la derecha pueden encontrarse ejemplos condenatorios de
esta asociación, si bien, claro está, la inciativa que en cada caso se considera
abortada es de muy diferente signo. No obstante, y en la medida en que la
esperanza moderna es la ilusión de una organización racional de la vida social,
lo burocrático tiene igualmente su lado constructivo como imagen de orden y
eficiencia que resume las ventajas de un sistema abstracto de relaciones basado
en el cálculo y el conocimiento objetivo. No hace mucho, en esos momentos de
modernidad satisfecha que ahora nos parecen tan lejanos, se vio en la imagen de
este orden no la esclereotización del impulso moderno, sino su realización; no
el ocaso de la razón, sino más bien su triunfo.
7
todo, la fórmula mágica de la política para unir la realidad y el sueño.
8
Calificamos este arquetipo como platónico porque, en el fondo, su validez
depende de la validez metafísica de los grandes valores como la verdad, la
belleza o el bien. La teoría platónica del saber (la primera teoría política de la
educación más allá del ars de los sofistas) convirtió esos universales en pilares
de una paz perpetua asegurada por una educación racionalmente dirigida,
diseñada y administrada por quienes tienen acceso a ellos:
sólo para la propia teoría de la educación, sino para una teoría social en general (en la medida
en que las normatividades implícitas en conceptos como formación, crecimienlo o liberación
suministran diferentes visiones del cambio social) véase Elliott (1984).
Sólo así —dice Platón más adelante— es posible una felicidad pública que haga
del recto gobierno una verdadera realidad y no un mero sueño. Por eso,
concluye el viejo Platón de las Leyes:
6 República. 500 e / 501 a,b y Leyes, VI 72. «Platón escrbió la Républica para
justificar la idea de que los filósofos debían convertirse en reyes [...] pues esto llevaría a la
comunidad esa tranquilidad completa, esa paz absoluta que constituye, ciertamente, la mejor
condición para la vida de los filósofos» (H. Arednt, Lectures on Kants political philosophy,
cit. en Baumann, 1993: 86). Cierto: pero también escribió las Leyes, su última reflexión sobre
el problema de la educación y el Estado. En ella el problema de la función de los intelectuales
en la dirección de la vida social se complementa con el del diseño de una educación popular,
que fue —como veremos—, el gran problema ilustrado.
10
barcada en un proceso unidireccional de progreso. Pero heredó, sobre todo, esa
arquetípica concepción de la «misión» intelectual, así como muchas de las
metáforas en que dicha concepción se expresó. La más significativa de ellas fue
la de la luz, íntimamente asociada a la labor esclarecedora del conocimiento
legítimo y al señorío elitista implícito en el papel de quienes debían poner en
marcha desde arriba dicho conocimiento.
7. Raymond Aron denominó así a «algo controlado por una idea y una voluntad. El
sentimiento de pertenecer a los elegidos, la seguridad proporcionada por un sistema cerrado en
el que la totalidad histórica y la propia persona encuentran su lugar y su sentido, el orgullo de
unir el pasado con el futuro de la acción presente» (cit. en Bendix, 1973: 144).
11
El capítulo 3 se ocupa precisamente de esa específica versión del arquetipo
platónico que subyace a la concepción tecnocrática de la educación difundida
por el occidente de la posguerra. El modo de producción científico-técnica y el
estilo de vida que ganó la guerra mundializó sus exigencias culturales y su
discurso educativo. De esta forma la modernidad satisfecha de la posguerra
supo superar ese pesimismo o, cuando menos, escepticismo, que la teoría
weberiana de la racionalización burocrática y los existencialismos vitalistas de
corte nietzscheano proyectaron sobre el sentido último de la educación
moderna. El capítulo 2, además de exponer el fundamento de la dialéctica de
utopía y burocracia en el marco de la ya comentada idea de Weber acerca de la
relación entre el carisma y la razón, presenta esa atmósfera de sentimientos
desencantados que tan próxima resulta al escenario de crisis de este final de
siglo.
Este Reflejo narcisista suministró con toda la fuerza que la esperanza liberal
pudo sacar del optimismo de posguerra la imagen beatífica de que el sueño de
una sociedad meritocrática era realizable. En los años anteriores a la guerra,
pensadores tan dispares como Weber o Gramsci habían coincidido en hablar de
una americanización del mundo. Y, como veremos, este sueño del que hablamos
era en gran medida, el sueño americano. El sueño de que lo que Parsons
denominó la «revolución más significativa de nuestro tiempo» (la revolución
educativa) podía hacer que bajo el liderazgo moral del estado, la racionali
12
dad de sus organizaciones y la intervención de las ciencias sociales el tren de
una sociedad emancipada y democrática pudiera ser al mismo tiempo, cuando
no serlo necesariamente, el tren del capitalismo. En la convicción de que este
sueño de la razón estaba siendo realizado, el humanismo del bienestar creyó
haber suministrado un cerrojo de identidad integradora que, si bien no llegó
nunca a eliminar totalmente la base estructural de los conflictos de clase, sí, al
menos, contribuyó a difundir la creencia en su esterilidad.
13
da Manuel terminaron su monumental estudio sobre el pensamiento utópico en
Occidente abrumados por el hecho de que el sabio y sereno cultivo del «viejo
arte de desear» hubiera caído en manos de «futurólogos obsesionados por las
estadísticas», meros pronosticadores cuyas mecánicas extrapolaciones no hacían
sino agotar el potencial transformador del «modo utópico de pensar y sentir».
Las utopías contraculturales que afloraron con el sesentismo se habían disuelto
en una serie de reformas domesticadoras de la insurgencia o bien se habían
reducido por sí mismas a una mezcolanza de visiones pastoriles sobre el cuerpo,
el trabajo y la vida comunitaria que sólo se mantenía viva en algunas
comunidades y escuelas infantiles de las afueras de las grandes ciudades. Las
utopías científicas y tecnológicas, por su parte, tan ricas ahora en datos
experimentales y recursos instrumentales como pobres en sus objetivos, habían
rechazado el tema del orden político al igual que en otro tiempo rechazaron el
tema del orden divino. Ante este panorama, se preguntaron: «estamos asistiendo
a un frenazo en el proceso de fabricación utópica en occidente? ¿O se trata
solamente de una debilidad temporal?». «Es el mundo occidental, el cual ha ido
acumudando a lo largo de los siglos en el seno de su cultura innumerables
elementos de fantasía utópica, todavía capaz de engendrar nuevas formas de
utopía?»8
Algunos años antes del trabajo de los Manuel, Philip W. Jackson había
publicado un estudio sobre la práctica educativa de las escuelas que puso de
manifiesto el contraste entre el ideal y la vida cotidiana de esas organizaciones
que formaban los vagones del ya para entonces maltrecho tren de la
modernidad. La etnografía de Jackson desarrolló analíticamente algo que
seguramente era ya viejo en el acervo oculto del oficio de la enseñanza, antes un
arte que una ciencia. Gran parte de la estabilidad de la institución parecía
radicar no tanto en la racionalidad de su funcionamiento cuanto en la
inevitabilidad con que es vivida la experiencia educativa, en el mero carácter
ritual y cíclico de sus actividades: las filas, la paciencia, la repetición y, en
suma, la evaluación, que extiende sobre toda la vida escolar la metáfora
aséptica, homogeneizadora y monocrónica de la cola. La conciencia burocrática
que se canaliza en ella tiene el pro-
14
fundo sentido que tienen muchos de los elementos monótonos y aparentemente
triviales de la mayor parte de nuestra vida social. Reflexionar sobre su presencia
acumulativa y, en definitiva, reconocer que la interpretación de un gesto, un
bostezo o un ceño fruncido pueden ser tan relevantes como el análisis de un
diseño curricular fue lo que llevó a Jackson a afirmar que «aprender a vivir en
un aula supone, entre otras cosas, aprender a vivir en masa»; aprender, como
hacen «los componentes de la mayoría de las instituciones, a encogerse de
hombros y a decir: “así son las cosas”».9
Son éstas, efectivamente, imágenes muy distintas a las que pronosticaban las
edulcoradas sociovisiones de las utopías tec
9 Jackson (1991 50, 76). Por esta y por otras evidencias empiricas que los estudios
sobre la desigualdad sacaron a la luz durante esos años Reinier y otros defensores de la
desescolarización hicieron popular la consigna de «la escuela ha muerto» (Reimor,
1971). Esta consigna sólo es mantenida hoy por los grapos del movimiento de «educación
sin escuelas».
15
nológicas con que desde hace treinta años las teorías de la sociedad
postindustrial pretendían haber exonerado al desarrollo de los fantasmas del
industrialismo. Chernobyl, Bobpal, Ruanda, Bosnia o Kosovo hacen fácil
sentirse cercano al Nietzsche que definió al progreso como una idea falsa
porque era moderna. Pero Nietzsche, después de todo, era un antimoderno.
Marx, sin embargo, no. Y, no obstante, su Manifiesto comunista ya advertía
acerca de las consecuencias de una sociedad moderna, no precisamente
desencantada —como la vio Weber—, sino presa de un progresivo
encantamiento que le podría impedir reconocer y controlar «las potencias
infernales desencadenadas con sus conjuros». Quizá sea exagerado decir que,
después de una historia de varios siglos de modernidad, estas imágenes no nos
permiten sentirnos demasiado alejados de los cuatro miedos por los que
Maquiavelo reconoció sentirse atenazado: el aburrimiento, el conflicto, la
pobreza y la muerte.10 Pero seguramente no es tan exagerado decir que, cuando
menos, estos temores golpean de frente la ilusión progresista en que muchos
hemos crecido y nos hemos formado; sobre todo, muchos de los que hoy día nos
ocupamos de la educación y nos preocupamos por ella.
10. Miedos, dicho sea de paso, claramente asociados con los cuatro bienes humanos
distinguidos por Platón: la belleza, la fuerza, la riqueza y la salud. En cualquier caso, quizá su
mención no resulte tan exagerada si comparamos los referidos miedos con las distintas
formas de aprensión que según Erikson (1975: 590) amenazan a épocas «vacias de identidad»:
el temor a los nuevos inventos, el vacio existencial desprovisto de significado espiritual y la
deadencia de las instituciones que han sido el fundamento de la ideología vigente.
16
destaca fundamentalmente dos cosas: por un lado, su dependencia de un
desasosiego y una confusión profundamente sentidos; por otro, el paisaje de
cambio, inestabilidad y vértigo con que se presentan en ella las escenas de las
instituciones, los mundos de vida, las dinámicas y las experiencias de una
modernidad que parece haber adquirido dimensiones obsesivas. Casi ninguna
panorámica del presente prescinde de una crítica a la ingenuidad del pasado
sobre la que poder justificar un ácido escepticismo hacia el futuro. Parece como
si nuestra reflexión estuviera obligada a inclinarse ante el resentimiento, el
desencanto o, cuando menos, una cierta incertidumbre paralizadora. Parece
como si fuera verdad que «lo moderno ha llegado a su fin»; que «el ciclo de
reconstrucción de la historicidad concreta que para él se reclamaba se ha
agotado completamente»; que, en definitiva, «todo lo que sucede es inercial y
muerto» (Negri, 1992: 37).
17
puesto para descubrir en el problema del cambio educativo un juego mucho más
complejo de estrategias entrecruzadas de poder y saber difícilmente reducibles a
la lógica de otros momentos de regulación.
Hace algo más de treinta años Burton Clark afirmó que la fascinación de los
tiempos modernos con la educación radicaba tanto en su cada vez mayor
importancia como en su cada vez menor claridad. En 1992, un informe
encargado por el gobierno renano a una serie de expertos concluía
resignadamente que el debate de los últimos años acerca de la estructura más
adecuada para el sistema educativo había mostrado tan sólo la imposibilidad de
llegar a un consenso.
11. Para éstos vale 1a reflexión de Trías (1995: 7?): « ¿Para qué ocuparse de lo que
carece de respuestas claras y exactas? El nihilismo parece instar a un radical encogimiento de
hombros en relación alo que realmente nos importan. »
18
una degeneración polisémica tan llamativa como su popularidad. Esto no ha de
extrañar, pues no siempre la popularidad de una expresión ha de guardar
relación con el rigor de su significado. Puede que incluso sea al revés: que sea
popular porque es ambigua.
19
confianza sedimentadas sobre una segura visión del futuro a través de la cual
nuestra civilización ha venido fijando durante doscientos años de modernidad
sus proyectos e ideales educativos y, con ellos, buena parte de las esperanzas
sociales y los valores que conferían un sentido definido a sus prácticas. Los
problemas que se siguen de este desmoronamiento son los que aquí interesa
esclarecer. Son, como se ve, problemas que se derivan de la erosión y pérdida de
vigencia de una forma arquetípica de pensar y actuar sobre el mundo; en
definitiva, problemas de legitimación que resultan de la erosión de esa forma de
entender el mundo, conocerlo y organizarlo que hemos sintetizado en la figura
del arquetipo platónico.
Muchos de los que día tras día bregan en las aulas y encierran en ellas buena
parte de sus ilusiones tienden cada vez más a ver los resultados de los informes
sociológicos y de las investigaciones pedagógicas como generalizaciones
demasiado abstractas o florituras conceptuales que poco o nada tienen que ver
con su práctica cotidiana. No es una actitud del todo irracional en un contexto
de escasas certezas. Sin embargo, los nuevos tiempos parecen exigir un enorme
esfuerzo teórico si queremos que la iniciativa del cambio no quede en manos de
las campañas periodísticas y la retórica superficial de la política al uso. Pienso
que, como ha señalado Roiz (1994: 11), «en tiempós de depresión cívica,
teorizar se convierte en una tarea de resistencia». No sólo porque, en términos
generales, la reflexión sea el antagonismo de la rutina (Durkheim, 1989: 118);
sino también, y sobre todo, porque toda pregunta en torno al sentido de algo es
una pregunta radical y, consiguientemente, teórica. Sólo un análisis radical de
este turbulento contexto en el que nos encontramos puede proporcionar el
necesario punto de partida sobre
20
el que basar una explicación integrada de la relación que existe entre la crisis de
un determinado proyecto social, la crisis de sus instituciones y su proyección
sobre las exigencias de motivación e identidad de quienes se ocupan o
preocupan de ellas.
21
sentar una base de análisis teórico que en el futuro permita plantear respuestas
radicales. Quizá, como creyó Weber, la paz de nuestra alma ya no puede ser la
de quienes soñaron con la utopía; pero pensarla puede servirnos para determinar
cuál es la genealogía del desconcierto, el desánimo y la trivialización que
corroen el discurso educativo en este fin de siglo. Puede, cuando menos, dos
cosas. Por un lado, servirnos para contrarrestar esa tendencia al escepticismo y
el malestar moral contra la que Dukheim (1989: 126) previno a los profesores
que tienden a «preguntarse frecuentemente de qué sirven y hacia dónde tienden
sus esfuerzos, ». Por otro, ayudarnos a resistir frente a las rutinas de la
indiferencia y las tiranías anónimas que puede traer consigo la percepción del
fin de una tradición.
22
CAPÍTULO 1
LA SOCIEDAD EDUCADA
Este cuadro de la especie humana, liberada de todas
estas cadenas, sustraída al imperio del azar, así como al
de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso
firme y seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de
la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que le
consuela de los errores, de los crímenes, de las
injusticias que aún ensucian la tierra, y de los que el
hombre es muchas veces víctima. Es con la
contemplación de ese cuadro como recibe el premio de
sus esfuerzos por los progresos de la razón, por la
defensa de la libertad. Entonces se atreve a unirlos a la
cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde
encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer
de haber hecho un bien duradero que la fatalidad ya no
destruirá con una neutralización funesta.
Todo comenzó hace doscientos años cuando los autores del proyecto de una
sociedad racionalmente educada creyeron haber sistematizado para siempre la
posibilidad de conjugar el progreso moral y el progreso material de la
humanidad; cuando creyeron haber encontrado en la educación nacional de la
masa el instrumento decisivo para controlar el presente y conquistar el futuro.
23
quier especificación ulterior se encuentra con dificultades análogas a las que
Weber (1983: 33 s.) señaló al presentar el concepto del «espíritu del
capitalismo». Más que como un objeto que pueda defínirse por la vía del género
y la diferencia, entendemos la modernidad es una «conceptualización histórica»,
esto es, siguiendo las palabras de Weber, como un complejo de interrelaciones
de la realidad histórica que nosotros agrupamos conceptualmente en un todo
desde el punto de vista de su significación cultural.
1. Giddens (1993: 24) apunta algo parecido al considerar la modernidad como un fenómeno
muitidimensional cuyo diagnóstico debe conjugar dinámicas y ordenamientos que proceden de
diferentes perspectivas teóricas. Un similar distanciamiento de cualquier versión de la
modernidad que se reduzca a una lógica simple puede verse también en Heller y Feher
(1989).
24
subrayaremos más bien su acepción politicoadministrativa más cercana a la idea
de «plan». Así, en tanto que plan rector, el proyecto de la modernidad puede
considerarse como la disposición de un universo político en el que se anticipa el
curso de un proyecto histórico y se ofrece una coordinación científicamente
fundada de la libertad y el orden, de los individuos y del sistema. 2 La base
discursiva de la que dicha disposición arrancó su fuente de legitimidad radicó en
presentarse a sí misma como el triunfo de la razón (Touraine, 1994: 9). Sólo así
podían hacerse corresponder las nuevas exigencias productivas, los nuevos
modelos de organización social, la cultura científica y las ansias de liberación
del pasado. El proyecto se presentó a sí mismo, pues, como un programa de
racionalización y, al mismo tiempo, de emancipación. En ambas dimensiones,
las instituciones y los discursos que entraron en juego (como la ciencia y la
educación) hubieron de conjugar dos tipos de temporalidad: la de filosofía de
una historia de salvación y la de la disciplina trabajo vigilado; la del curso de las
ideas y la del control cuerpo; la del futuro pensado y la del presente vivido.
3. Giddens (1993: 18) lo ha dicho así: «Las formas de vida introducidas por la modernidad
arrasaron de manera sin precedentes todas las modalidades tradicionales del orden social.
Tanto en extensión como en intensidad, las transformaciones que ha acarreado la modernidad
son más profundas que la mayoría de los tipos de cambio característicos de períodos
anteriores; extensivamente han servido para establecer formas de interconexión social que
abarcan el globo terraqueo; intensivamente, han alterado algunas de las más íntimas y privadas
características de nuestra cotidianeidad».
25
el proyecto pasó a pretender determinar el desarrollo social en su totalidad, con
lo que su inicial impulso político de oposición y liberación terminó por
descubrirse igualmente como una estrategia de manipulación y control de
volúmenes cada vez mayores de población. El progreso se instituyó como
disciplina y la utopía hubo de mateiializarse como burocracia.
26
glas, principios y directivas sistematizables. La sociología de la cultura y de la
educación deben remitir siempre en última instancia a una teoría del
conocimiento. Veremos, en este sentido, cómo este manera moderna de entender
el conocimiento (sus formas, agentes y métodos legítimos) es fundamental para
entender la función social que se autoatribuyó la élite intelectual ilustrada, así
como su tendencia a rechazar formas tradicionales de autoridad y a presentar su
liderazgo sobre la base de una evidencia científica. Lo es también a la hora de
entender cómo las nuevas formas de disciplina se impondrán a las viejas formas
del saber conservadas por los oficios. En el fondo, la hegemonía de esta teoría
racionalista y utilitarista del conocimiento es la de un «cuadro» de saber
(Foucault, 1986: 152 s.) que, en tanto que técnica de poder y de conocimiento,
se convierte en el gran problema tecnológico de la epistemología moderna.
28
masa total del género humano marcha siempre, bien que a pasos lentos, hacia
una perfección más grande».5 ciertamente, hubo tardoilustrados que, como
Herder, expresaron reparos ante estas «novelas» acerca del progresivo
mejoramiento del mundo o que, como Goethe, no pensaban que porque el
hombre pudiera ser cada vez más inteligente y juicioso fuera a ser
necesariamente más feliz. Pero no cabe duda de que la confianza en el potencial
transformador de las ideas condujo a que así como, según Mannheim, la esencia
de las utopías milenaristas anteriores había consistido en una «espiritualización
de la política», la esencia de la utopía ilustrada consistiera básicamente en una
politización del espíritu. Para ello es para lo que tuvo que articular teoría y
praxis en un nuevo edificio intelectual.
6. Todo arrancó del pensamiento de Bacon y su interés por el método: tenía la imagen
viva de una construcción gigantesca […] Es como si los hombres de su época hubiesen
empezado a construir un gran edificio desde los cimientos, y como si él hubiese
visto en la fantasía algo parecido, la aparición de tal construcción; la hubiese visto aun
más imponente, quiz5, que los que trabajaban en ella» (ibíd.: 127).
29
Desde el Renacimiento el lenguaje de la geometría se había impuesto como
discurso legitimador del ordenamiento social inscrito en las utopías de las
nuevas construcciones burguesas. Desde luego que en la historia moderna de la
utopía se encuentran modelos muy distintos: desde las ciudades-jardín
salpicadas de casas aisladas que presenta la utopía de Moro hasta la disposición
concéntrica y centralizada de la utopía autoritaria de Campanella. Todas ellas,
no obstante, ponían de relieve una misma confianza en el elemento geométrico
como solución de una sociabilidad calculada. Esta confianza es la precursora de
la confianza en la racionalidad burocrática moderna, es la primera muestra de
una constante de la ideología básica de la modernidad que permite poner en
conexión el juego de lenguaje de las metáforas constructivas con las visiones
clasicistas de un Pinaressi o un Ledoux; y, más allá, con la arquitectura
funcionalista soviética o la de Le Corbusier. Unas y otras son formas y rutinas
de la modernidad. Y es que, indudablemente, todo proceso de ordenamiento
social se construye (también) en el lenguaje. Los procesos de cambio cultural
implicados en dichos ordenamientos dan lugar a procesos de metaforización que
se erigen en la estructura profunda de las nuevas formas de comunicación y
dominación que se establecen. De ahí la importancia que reviste para la
composición de nuestro problema la toma en consideración de la metáfora
arquitectónica, pues —como muy bien dijo Gramsci (1985: 163)— «el estudio
del origen lingüístico cultural de una metáfora empleada para indicar un
concepto o una relación recién descubiertos, puede ayudar a comprender mejor
el concepto mismo, por cuanto se pone en relación con el mundo cultural
históricamente determinado en que ha surgido de la misma manera en que es
útil para precisar los límites de la propia metáfora».
30
presentó su ciudad ideal como la representación total de un mundo ordenado en
la que una elipse periférica ocupaba el lugar de las órbitas de los planetas; en su
interior, un disgregado pero a la vez conexo sistema de pabellones clasificaba a
la población según los oficios. A pesar de que la presencia de zonas verdes hace
pensar en la utopía de Moro, la utopía del incipiente funcionalismo de Ledoux
es, más bien, la de la geometría militar y planificada característica de la ciudad
de Campanella. El sustrato epistemológico de su alegoría simbólica es la misma
que permitió «construir» y sistematizar una historia del saber de la forma en que
lo hizo la historia ilustrada de las ideas. Puede verse, así, como el aparentemente
inocente recurso al esquema conceptual del «cuadro» del que hace uso el
famoso Bosquejo de Condorcet se revela como expresión regularizada de un
flujo sistematizado de conocimiento y de ideas; en definitiva, de historia.
Foucault (1986: 152 s.), muy sensible a este componente arquitectónico
presente en la metáfora del cuadro de Condorcet, llegó a ver en él una clara
analogía con el diseño del edificio carcelario. Aunque Foucault no haga
referencia a ello, la relación que guarda esta observación con la íntima conexión
que Kant (1978: 570-574) establece entre la sistemática de un conocimiento
racional que asegure el futuro y sus efectos disciplinarios amplia la validez de
esta analogía. De hecho, parece pervivir todavía setenta años después en la
pedagogía de Tuiskon Ziller, cuya identificación de la disciplina con la
enseñanza le llevó a hablar del «gobierno» como el «cimiento del edificio
educativo» .7
31
truida, reformada ante el tribunal de la razón. La metáfora constructiva, sin
embargo, guarda una especial afinidad con la cuestión de la configuración
pedagógica de la cultura ilustrada porque es la que mejor deja traslucir el interés
de ésta por el orden artificial y la «búsqueda de la estructura» (Bauman, 1993:
xi) en la disposición de las almas.8 La legitimidad de las instituciones y los
discursos de la modernidad ha durado mientras ha durado confianza en la
estructura, en aquello a lo que el discurso pedagógico de esta época de
ilustración llamó el orden y el método.
8. «construír», de hecho, era una palabra culta y poco habitual en castellano hasta el
siglo XVI excepto en su uso gramatical (Corominas y Pascual, 1992, vol. 2: 173). Repárese en
que comparte raíz (straere) con «instruir», término inicialmente referido tanto al
levantamiento de paredes como a la Formación de los efectivos humanos para la batalla;
disposición ordenada de elementos, pues, tanto si son ladrillos como si son hombres.
32
del progreso. Las nuevas formas de comunicación y socialización instauradas
culminaron en la hegemonía de la razón instrumental o técnica y permitieron el
ejercicio de la dominación a los grupos sociales asociados a ella. Ello trajo
consigo unos nuevos patrones de reconocimiento social en virtud de los cuales
una persona debía ser juzgada a partir de su naturaleza moral interior y del
mérito individual de su proceder. Esta autonomización del individuo y la
percepción moral de su experiencia suponía el establecimiento de una
subjetividad desligada —formalmente, al menos— de la religión y el
enfrentamiento de la conciencia a la necesidad de extraer de sí misma su propia
normatividad. Como señala Habermas (1989: 18), la modernidad no tuvo más
remedio que echar mano de sí misma, lo que muy bien puede explicar la
dinámica de sus intentos, constantes hasta nuestros días, por fijarse
conceptualmente, por constituirse a sí misma y resolver su propia legitimidad
histórica. Su gran problema, nuestro gran problema, de identidad ha sido
fundamentalmente un problema de orientación, como ya se apuntaba en el texto
canónico en que Kant se preguntaba por el significado de la Ilustración.10
33
el recurso literario a la utopía en la ironía de Swift, Cadalso o Montesquieu. Su
objetivo era denunciar gobiernos corruptos, costumbres supersticiosas, hábitos
irracionales o instituciones académicas encerradas en sí mismas, pero también
proponer constituciones nuevas, religiones más puras, estilos de vida más
racionales o saberes más útiles. Sin duda, el recurso a la figura literaria de los
viajeros descontentos y su popularidad reflejan la expansión del horizonte de
vida a través de la mejora del transporte y la intensificación de la comunicación
escrita que acompañó a la constitución de un público ilustrado. Pero el recurso
al motivo del viaje era también indicador de un gesto intelectual hacia la utopía
que sembró literariamente el caldo de cultivo en que germinaría el carácter
políticamente trascendente de una filosofía de la historia y del progreso. El
motivo de la arquitectónica no fue el único recurso del discurso
regeneracionista. Escritores, quizá secundarios desde el punto de vista de la
historia de las ideas, pero representantes genuinos de la vigencia intelectual de
una anima naturaliter moderna, como el Conde de Vohey o Sebastian Mercier
propusieron un tipo de prospectiva social que un siglo después popularizarían
las novelas utópicas de Edward Bellarny. Sus relatos contribuyeron a acercar al
imaginario popular los escenarios en los que el orden de la razón desarrollado
en las obras de los filósofos parecía ser capaz de conseguir una felicidad social
equiparable a la que según la economía fisiocrática era deducible del orden
natural.11
No obstante, si Diderot pudo llamar a su siglo «el siglo filosófico» fue porque el
diseño de esa felicidad social fue obra de la reflexión crítica de su élite cultural
(los philosophes) y de su función intelectual en la forja de una imagen de
época.12 Fueron ellos quienes elaboraron la imagen del hombre adecuada a la
arquitectura de la sociedad educada; una imagen ya no basada en el ordo
estamental, sino en el derecho natural. Kant in
11 véase Buty (1971: 160 s.) para un desarrollo más detallado de esta idea basado en una
obra de Meicier de la Riviére cuyo título no tiene desperdicio: E, orden ¡taO re! y esencia! de
las sociedades políticas,
12. Sobre la figura del intelectual como «hacedor de imágenes»., como forjador de una
estructura ideologica que se convierte en imagen cuando pasa a formar parte del universo
simbólico de un grupo véase Boulding (1965: 7). Este planteamiento coincide con el de
Luhmann (1987) cuando vincula la posibilidad de legitimación con la existencia de un sujeto
autorizado de producir una representación aceptable de lo social.
34
ventó al «hombre» (Foucault, 1984: 331) y asentó el sueño arquitectónico de
una polis educada sobre un sueño antropológico. Pero si —como el propio Kant
afirmó en su Pedagogía— detras de la educación se escondía el secreto de la
perfectibilidad de la naturaleza humana, ante ella se ofrecía el reto de su
efectivo perfeccionamiento. La élite intelectual ilustrada fue igualmente la
autora de un discurso legitimador por el que las subjetividades supuestamente
liberadas de la idolatría, de las formas de autoridad tradicional y de las formas
de conocimiento anacrónicas, subjetividades desprovistas por todo ello del
andaje existencial que les proporcionaban sus mundos de vida preilustrados,
debían ser resocializadas en el nuevo lenguaje del orden racional, en su red de
estrategias organizativas y en las nuevas formas legítimas de conocimiento. Lo
que para unos eran sueños, para otros comenzaron a ser pesadillas.
En cualquier caso, debe quedar claro que esta constelación histórica que
responde al nombre de modernidad refiere tanto a un estado de cosas como a
una percepción de ellas. Es tanto una forma de producir el mundo como de
representarlo. La ideología de la modernidad es un estilo cognitivo cuya
epistemología fundamental supone que el mundo taxonomizado es accesible, y
su cambio, progresivo y controlable; es una forma de conocimiento en la que
una determinada estructura normativa impone su discurso en busca de un
sistema que privilegia la unidad, la homogeneidad y el orden. En definitiva,
pues, la teoría del conocimiento social que vertebra el proyecto ilustrado y, por
tanto, su reconstitución del discurso pedagógico moderno cuenta como
presupuesto ontológico fundamental lo que podríamos definir como una
disposición curricular de la existencia. Todo es mejorable, todo es aprendible...
«con mucho orden y método» (Diderot y D´Alambert, 1974: 59).
35
socialización y de publicidad literaria sobre el que iba a definirse la nueva
geografía del saber y en los que esa nueva simbología iba a jugarse su
legitimidad. La proliferación de revistas científicas, literarias y de costumbres;
las tertulias de los salones privados y las discusiones de café; las sociedades
económicas y de fomento, todos ellos ámbitos nuevos de sociabilidad que en
algunos casos sustituyeron y en otros simplemente se añadieron a espacios
tradicionales de la vida social como la corte, la iglesia o la casa, fueron el
síntoma de decadencia de una vieja forma de saber que ya no podía encontrar
amparo en la arquitectónica de la politeia ilustrada.
13 Vease Lerena (1986: 128 s. y 39-50) para un análisis más detallado de este punto
que recoge referencias valiosísimas por su cercanía a críticas actuales, Es el caso, por ejemplo,
del ilustrado Yzuriaga que, en una vena que hoy diríamos credencialista, afirmó: «las escuelas
ya no son escuelas, sino meramente un teatro para conferir grados». Gay (1973: 503 ss,)
proporciona también una buena descripción del Studium tradicional y de algunas de las
primeras reformas didácticas introducidas en el estudio de los clásicos. Son igualmente
representativas la crítica a la universidad de Adam Smith (1996: 710 s.) y las argumentaciones
utilitaristas que aparecen en la crítica de Diderot y DAlambert (1974: 49-61) a otras
instituciones menores como los colegios, asociados siempre y no sin ironías con su infancia
jesuítica.
36
manifiesto las limitaciones de la cultura académica de la universidad
dieciochesca, al tiempo que muestra el estilo de un primer representante de esa
tradición moderna de inconformismo con los modelos pedagógicos establecidos
que llegara al siglo XVIII de la mano de Locke. Quizá no sea casualidad el que
fuera un representante de los benedictinos, los maestros en la ordenación
detallada del tiempo, el que, contrariado por el poder de los «titiriteros del aula»
y por el «dispendio de tiempo» que conllevaban el aprendizaje memorístico y el
dictado, terminara proponiendo la utilización de manuales para asegurar uno de
los objetivos más modernos de su reflexión: una enseñanza más eficaz. Sus
ataques al «celo pío hacia lo útil» que fomentaba una institución llena de
«zotes» enredados en complejas demostraciones silogísticas frieron repetidos
años más tarde por Olavide al hablar del doble pecado del espíritu escolástico...
14. Cit. en Coser (1968; 45) y Sonnati (1977; 26). Las citas anteriores proceden de
Alvarez de Morales (1971: 22) y Feijóo (1985: 271s. y 303-16). Para una relación del gesto
literario consistente en criticar la educación recibida y su anacronismo respecto al bussiness of
activ-life véase Hazard (1985: 171-176).
37
Era la balada del Gresham College, primer lugar de reunión de la Royal Society,
una sociedad que, al igual que hizo Diderot en los prolegómenos de la
Revolución Francesa, elevó la figura de Bacon a la de un nuevo Moisés y guía
de la humanidad.
15 Voltaire (1995,1:31), Puede verse también la voz «educación» (vol. II: 14 s.) en la
que se propone un dia1ogo entre un jesuita que se reconoce embrutecido por el Peso de la
cátedra y un consejero que que se queja de las tonterías y latines que aprendió con el primero y
que apuesta por «una educación que sirva para desempeñar un profesión».
39
den a equiparar de una forma demasiado simple modernidad, expansión
educativa y secularización.
Todavía a mediados del siglo XIX el sabor de este poso religioso es manifiesto
en el fuerte componente moralista que introdujo en el primer movimiento
reformista americano el evangelismo de sus padres fundadores. Horace Mann,
por ejemplo, tan influido por sus convicciones religiosas como por el entonces
reciente desarrollo de la frenología y por los disturbios urbanos de 1837, basó
sus propuestas de reforma educativa en la importancia de la formación escolar
del carácter como agente moralizador y, por tanto, equilibrador de la sociedad.
Pero es ciertamente innegable que, a pesar de la frecuencia con que todavía en
ese momento el término «reforma» era asociado con la ayuda que debían recibir
los pecadores para reencontrar el camino de la salvación, la inflexión que sufrió
en el discurso ilustrado sentó las bases de su progresiva secularización. Así,
afirma Popkewitz (1994: 47), «la reforma se convirtió en un esfuerzo público,
primero para llevar la palabra de Dios a la organización de la vida individual, y,
después, como estrategia racional para la mejora social». Las reformas de los
sistemas de escolarización desempeñaron un papel decisivo en el tránsito de uno
a otro momento al ligar las preocupaciones administrativas del estado con las
exigencias epistemológicas que conllevaba el autogobierno de las subjetividades
«liberadas» del viejo orden y que debían ser resocializadas en el nuevo.16 El
reformismo, en dcfinitiva, fue la respuesta política a la crisis de legitimación
que acompañó a la caída del Antiguo Régimen; una respuesta que yuxtapuso el
supuesto histórico-filosófico del progreso a la renovada idea aristocrática de una
monarquía al servicio del interés público. Pero, más allá de esta respuesta
concreta, lo importante es que la idea de «reforma» se impuso en el vocabulario
político de la modernidad como el correlato prácti-
40
co del diagnóstico de lo viejo, y en su vocabulario pedagógico como corolario
de la idea de la mejora de la especie a través del aprendizaje dirigido.
17. Young (1990: 8), por ejemplo, ha subrayado 1a reaparición en las discusiones
actuales de muchos de los temas y supuestos elaborados entonces.
18. Las referencias del debate pueden encontrarse en Kant (1981: 25.39 y 95-123) y de
forma más documentada en Burger (1986). Para un comentario más en detalle ligado al
problema de la problemática « popularidad» del proyecto de la educación popular véase Terrén
(1989).
41
esencial del hombre-hombre. Es en esta armonía de Ilustración y cultura, de
conocimiento y moral, en donde radicaba la clave de la reforma social y de la
consecución de la felicidad pública y el bienestar social. La ya referida
intervención de Kant en este debate y su definición de la Ilustración como un
proceso educativo hacia la autonomía moral conectó definitivamente
emancipación, razón y educación anclando definitivamente en el paisaje ideal
de la modernidad, algo que no estaba incluido en la formulación clásica del
arquetipo platónico: la legitimidad de una filosofía progresiva de la historia
como eje del binomio educación-felicidad.19
19. «El paisaje ideal es el mismo, con la salvedad de que este país indica par Kant en la
esperanza y en una aproximación sólo infinita a su realización, mientras que en Platón, en
cambio, consiste en la más intensa realidad, una realidad sustraída a todo devenir (Bloch,
1979/80: 426 s.). Siguiendo esta interpretación, el recurso a. la filosofía de la historia y la
imagen de la perfectibilidad humana dota al plovecto de una teleología justificada pero
alcanzable sólo de forma asintótica, cual es la clave de la tensión existente entre los aspectos
utópico y burocrático del arquetipo platónico. El bello ideal de su realización se revela como
(sólo) un supuesto regulador que dirige un curso de progreso con finalidad pero sin fin. La
inflexión kantiana de la utopia platónica consistió, en este sentido, en haber trasladado la
legitimidad del principio regulador del cambio social dasde lo metafísico a lo moral.
42
ilustrada como una «cultura pedagógica», es porque su lógica respondía al tipo
específico de legitimidad exigido por el nuevo patrón de ordenamiento.
Las posibilidades del futuro pasan por la organización del presente. Como ha
observado Gay (1973: 497): «reforma y libertad eran las dos caras de una
misma esperanza: las libertades estaban entre las reformas que debían ser
implementadas y las reformas estaban entre las felices consecuencias de la
libertad [...] [pero] libertad y reforma eran a menudo incompatibles». El camino
para la realización del progreso político de los ilustrados condujo a una serie de
estrategias organizativas que tuvieron
45
ilustrados de la segunda mitad del XVIII. Su confianza en el poder de la
educación como instrumento político de producción de la virtud y garantía de la
felicidad social (y no sólo moral, como decía Jovellanos) es la clave del
optimismo pedagógico implícito en su utopía reformadora. La educación
racional se convirtió con ello no sólo en un modelo de crecimiento en la virtud
individual, sino también en un modelo de gobernabilidad nacional en la que los
súbditos quedan sometidos a una dominación ejercida como enseñanza. Lo que
interesa destacar aquí es hasta qué punto su difusión fue fruto de la
autopercepción de ciertos intelectuales como administradores del saber legítimo
y depositarios de una misión cultural de renovación que debía garantizar la
felicidad social.
46
CUADRO 1. Rasgos difirenciales de la educación moderna
según diferentes criterios
48
bierno para temas educativos, además de filósofo; Turgot, Olavide o Humboldt,
fueron productores de orden, miembros de una élite intelectual que diseñó y
participó en la nueva regulación de una sociedad racionalmente organizada. La
superioridad del nuevo ordenamiento que pugnaba por imponerse no podía
satisfacer sus necesidades de legitimación simplemente en función de dictados
divinos o adscripciones estamentales: la superioridad debía transformarse en
hegemonía, y para ello la «cruzada cultural» jugó su papel erigiendo a la élite
intelectual en el profesor colectivo del cambio (Bauman, 1993: 37).25
En un sentido amplio, esto es, como aquel que crea, recrea y distribuye el
mundo de los símbolos, el intelectual es una figura social presente en todo
momento de la historia. Pero cada periodo reformula a su manera dicha figura
de la producción cultural. Tal y como fue elaborada en el humanismo
renacentista y replanteada en la cultura política de la Ilustración, la figura del
intelectual parecía aunar en sí una doble imagen de rigorismo científico y de
proyecto histórico de emancipación. Como señala Subirats (1991: 151), en
dicha unidad se funda la dimensión más importante de la tarea del intelectual
moderno: «su función orientadora y su objetivo pedagógico. El intelectual
moderno se afirmó como un educador social a través principalmente de una
comprensión exhaustiva y global de la realidad, y a través del principio crítico
como principio a la vez metafísico o epistemológico y ético o social».
25. Otra cosa es que no siempre la conciencia de ese liderazgo cultural consiguiera
expresarse en una misma consonancia con lo educativo. Así, por ejemplo, Voltarire, el maestro
de esa ironía mediadora entra el paternalismo del intelecual y la distancia social del gobernante
afirma: Lo que es de ley es que el pueblo sea guiado, no que sea instuido (carta 19-III-1766,
cit. en Lerena 1985: 52).
49
sobre los criterios de validez en que basar dicha aprobación (la justificación
racional); y un conjunto de creencias y actitudes comunes asociadas a la lectura
de textos canónicos y publicaciones temporales.26 La Conversación entre el
autor y el lector, publicada por Wieland en 1770 constituye una clara ilustración
de esa defensa de «la influencia de los intelectuales»27 en la que Wieland habla
de la fe que el lector debe profesar hacia el autor. Cuando el primero pide al
segundo una muestra de los antecedentes sociales y educativos que puedan
garantizar su credibilidad, éste ofrece únicamente como tales su capacidad de
razonamiento y su gusto. Y es que, efectivamente, como apunta Misgeld (1975:
24), la creación de esta esfera de debate público está íntimamente relacionada
con la preocupación por la difusión universal de la educación, pues ambas
suponen aspectos recíprocamente condicionados de una misma concepción de la
racionalidad: el conocimiento tenido por racionalmente legítimo es un
conocimiento científico, que es tanto como decir basado en principios
universales y, por tanto, públicos. Publicidad y racionalidad se exigen porque
tanto el ejercicio de los derechos públicos como la investigación científica
requieren un espacio discursivo libre de prejuicios, autoritarismos y
restricciones arbitrarias. En términos habermasianos esta exigencia recíproca
podría expresarse como la necesidad de espacios de comunicación no
distorsionada de que precisa todo proceso racional de discusión y toma de
decisiones. El nuevo lenguaje de la utilidad en que se expresó el discurso
reformista promovió criterios universales y formalmente accesibles que
pretendían acercar el ethos de la nueva regulación a la discusión pública. Este
giro fue decisivo para que la educación pasara de considerarse desde la
perspectiva de la distinción a la perspectiva de la producción y el interés
público. Como hemos visto, Montesquieu (1985: 25-29) mostró claramente esa
inflexión en la conceptualización de lo educativo al distinguir entre los objetivos
26. No obstante, debo tenerse en cuenta que la interrelación de estos tres factores
siguió caminos muy distintos en diferentes contextos. Así, por ejemplo, mientras que en
Escocia, caso estudiado por MacIntyre (1990), la creación de este público se debió en gran
medida al movimiento reformador de las universidades, en España se hizo sin contar con ella.
27. Expresión que, dado lo incierto todavía del sustantivo ‘intelectual’, en la época,
Phelan (1990: 22 s.) recomienda leer más bien como 1a influencia de lo inteleçtual.
50
de la educación característica de las sociedades reguladas por el principio
monárquico (honor, modales, orgullo) y los de la educación de una sociedad
republicana, que son aquellos que se corresponden con la virtud política.
28. (Coser, 1968: 1l5 Bendix, 1975: 15). El positivisno social, en última instancia,
extraerá su legitimidad de la ontología ilustrada que vio al mundo social como el escenario de
una vocación de legislación universal, de una misión de intervención cultural.
51
derivado de una adición deliberada al sentido histórico de la acción; la tendencia
a que tanto la generación de esa visibilidad del orden como las metas de sentido
se establezcan desde arriba, como sugieren todas las connotaciones de la luz y
la verdad consensadas por el arquetipo platónico.
29. Cit. en Bauman (1993: xiv). Las reflexiones de Weber se encuentran en (1979: 195 s., 429,
482). Para una convergencia de las «visiones providenciaes subyacentes en las dos versiones
referidas véase Giddens (1993:54 s.).
52
educador del pueblo quedaron así incrustadas en la formulación ilustrada del
arquetipo platónico. Es difícil valorar hasta qué punto la tendencia idealizadora
de la épica burguesa del progreso estuvo a la altura del ethos espiritual de la
unidad cultural clásica, pero es más fácil detectar las diferencias. Puede verse,
así, como un gesto característico de su constitución canónica en torno al ideal
del arquetipo platónico el hecho de haber introdúcido en él la noción de una
funcionarización del destino. La concepción de la historia como una historia de
educación ocupó en el imaginario intelectual moderno el lugar que la diosa
Verdad ocupaba en la memoria de los viejos poetas. Con ello, también, la
constitución histórica de la verdad objetiva y racional que debía ser enseñada de
acuerdo con su adecuación a lo real, a lo útil y a los principios de la lógica, se
volvió igualmente inseparable de la acción cultural de los llamados a producir
los criterios de demostración, verificación, normalización y distribución del
saber. En definitiva, la concepción pedagógica del mundo social como el
resultado de una organización en la que unos enseñan el camino y otros
aprenden a seguirlo es lo que se esconde bajo la imagen de una cultura
convertida en la ideología de los intelectuales. Tal y como sentenció la
Pedagogía de Kant (1988: 706):
No será casual que Dewey (1982: 107) mostrara interés por esta sentencia
kantiana. Los súbditos son concebidos como instrumentos desde la óptica de los
ilustrados administradores del conocimiento en quienes recae la responsabilidad
moral de planificar el desarrollo racional de la humanidad.
53
La élite y el pueblo: ¿tiene límites la ilustración?
Pero el público no era el pueblo. Esto es algo que Voltaire sabía muy bien
cuando se mofaba de la moda de los libros de agronomía que leían todos menos
los agricultores. Si bien es cierto que la ampliación del mercado de libros fue
una de las condiciones que permitió la emergencia de los nuevos intelectuales,
no lo es menos que la mayor parte de la población no podía leerlos.30 Así, por
ejemplo, cuando Rousseau afirmó en su Emilio que los pobres no necesitan
educación, no estaba expresando un desideratum, sino resumiendo la situación
de una multitud cuya educación moral nunca había pasado de la religión del pan
y el circo. El discurso ilustrado mantuvo siempre respecto a esta masa iletrada
una posición ambivalente que reflejaba ya no sólo su compleja identidad
ideológica, sino también su no menos compleja identificación política con el
aparato de poder estatal.
La Escuela de la Ideología fue definida por Destut de Tracy como una disciplina
que tenía por objeto la observación y des
[...] el arte de formar a los hombres, en todos los países, está tan
estrechamente relacionado con la forma de gobierno que no es posible
hacer ningún cambio considerable en la educación pública sin hacerlo en
la constitución misma de los estados.32
31: Recuérdese que para De Tracy, dado su marcado positivismo naturalista, la Ciencia
de la Ideología formaba parte de la Zoología, pues el análisis de las facultades mentales era
parte del análisis completo del animal en que debía encuadrarse el estudio racional (neutral) del
ser humano. Para un desarrollo más detallado de este punto véase Coser (1968. 220 ss.) y
Thompson (1990:31 ss.).
32. De l’esprit, IV, xvii, cit. en Hazard (1985: 178).
55
su ideario. Resultado directo de su influencia fueron el sistema de instrucción
pública de la Convención, y las escuelas Central, Politécnica y Normal, piezas
angulares del proyecto. El declive de los ideologues, sin embargo, fue tan
meteórico como su ascenso; su evelución estuvo tan ligada a la fuerza de
Napoleón como al colapso de su imperio. Tras la desastrosa campaña rusa de
1812, el consejo de estado escuchó la siguiente acusación:
[...] debemos echar la culpa de los males que nuestra recta Francia
ha sufrido a la ideología, esa metafísica sombría que busca sutilmente las
primeras causas en que basar la legislación del pueblo en vez de hacer uso
de las leyes conocidas para el corazón humano y de las lecciones de la
historia. Estos errores deben conducir, y de hecho, han conducido, al
gobierno de hombres sedientos de sangre... Cuando alguien está llamado
a revitalizar un estado, debe seguir exactamente los principios
contrarios.33
Quizá no resulte exagerado ver en este pasaje un precedente de esa actitud tan
característica de nuestro tiempo que es el culpar a la inadecuada planificación
educativa de ser la causa de los males políticos y económicos. Curiosamente, a
pesar de ser periódicamente denostada, siempre vuelve a ser el corazón de los
proyectos reformadores. Así, por ejemplo, el propio Napoleón había cortejado al
Instituto Nacional de los ideologues, había concedido cargos políticos a sus
miembros y había llegado a ser nombrado miembro de su sección de mecánica
tras la campaña italiana. Su golpe del 18 de Brumario fue mayoritariamente
aclamado en dicho instituto, pero ello no fue obstáculo para que terminara
viendo en el declarado republicanismo del Instituto una amenaza a sus
ambiciones autocráticas y para que, finalmente, amparado en la acusación ya
citada, prefiriera el potencial legitimador de la religión al de la ciencia: firmó el
concordato con la iglesia de Roma y disolvió la sección de ciencias políticas y
morales del instituto, aquella en cuyas memorias De Tracy había desarrollado
los fundamentos de la nueva disciplina.
34. Una narración más detallada de la historia de los ideologues puede véase en
Coser (1968: 220 ss). Sobre la presencia y vigilancia de los «socios eclesiásticos en las
escuelas patrióticas españolas pueden verse los documentos editados por Negrín (1984), que
reflejan hasta qué punto la religión siguió otreciendo la coartada educativa e una vía intermedia
que aspiraba a formar, pero no demasiado (Fernández Enguita, 12 125 y 1988). Esta especie
de vía intermedia ha sido descrita por Maravall (1986: 125 s.) como una prolongación
educativa del principio de limitación estamental, por el que el capital cultural debía
administarse de forma gradual según los escalones de la estructura social. Sobre la pervivencia
de la iglesia en ciertos modelos de regeneracionismo ilustrado es significativo El padre de su
pueblo, o medios para hacer temporalmente felices a los pueblos con auxilio de los señores
curas parrocos, editado dos veces entre 1793 y 1806 (reproducido en Mayordomo y Lazaro,
1988: 135-189).
57
estado y seguían viendo en la familia y los párrocos los instrumentos claves de
la socialización política, hasta quienes creían que la verdadera educación
política era sólo una educación por y para el estado.35
37. Las citas de los dos últimos párrafos proceden del término «pueblo» incluido en el
Diccionario de los hermanos Grimm, así como de otros documentos de la época que he
analizado en otra parte al estudiar el foco de tensión que lo popular supuso siempre en el
discurso ilustrado (Terren, 1989).
59
(1988: 697). Todas las institucionalizaciones de la tecnología del progreso que
surgieron de este discurso pueden integrarse en lo que Giddens ha llamado el
«lado oscuro» de la modernidad: la traducción tecnológica de esa auténtica
pesadilla de la modernidad que es la idea del orden.
De entre los diversos ámbitos en que se regionalizó la vida social moderna fue,
sin duda, el del trabajo el que sufrió un proceso de racionalización más
significativo. De hecho, como ha señalado Young (1990: 15), el núcleo central
del gran impulso utópico ilustrado fue el problema del trabajo. Merece la pena
considerarlo en detalle para tener una justa apreciación del impacto que el
cognitivismo implícito en la cultura pedagógica moderna ejerció sobre unas
prácticas y unos saberes que comenzaron a revelarse como cada vez más
anacrónicos en el contexto del mundo del capitalismo industrial que surgió de la
modernidad (Giddens, 1993: 23). Es precisamente en la contribución de la
historia de la educación al desarrollo de una conciencia industrial por la vía de
su red de estrategias disciplinarias donde mejor puede verse el origen de la
«máquina pedagógica» moderna.38
38. Dressen (1982). Para una visión de la utopía ilustrada del trabajo y la
glorificación de la industria como atributo humano cuya racionalidad exigía algo más que
60
Siempre han existido procesos de endoculturación a través de los que, con un
mayor o menor grado de formalidad, las generaciones de más edad han inducido
a las más jóvenes a adoptar los patrones de conducta laboral correspondientes a
cada una de las formaciones sociales. Una práctica aprendizaje (valdría decir de
socialización) habitual en el mundo preindustrial era el envío de niños a otras
familias o su inmersión en talleres artesanales desde muy temprana edad. Su
educación era, en estos casos, fruto de una socialización directa a través de la
participación, generalmente servil, en las actividades de los adultos. La solidez
y el arraigamiento social de este dispositivo de educación y servicio fue
seguramente una de las razones que permitieron la hegemonía de la
organización gremial, tanto en la estructuración de la vida social como en la
reproducción del conocimiento productivo. No en vano, cuando las nuevas
condiciones de acumulación pusieron de relieve las limitaciones de un sistema
de relaciones sociales y productivas no orientado hacia la globalización y la
reproducción expansiva constante surgió el gran debate de la cuestión gremial,
uno de los principales caballos de batalla del discurso regeneracionista ilustrado.
Vale la pena, pues, prestar atención a testimonios como el debate que tuvo lugar
en un periódico español a finales del XVIII acerca de la utilidad del sistema
tradicional de aprendizaje de los oficios.39 Un viajero que había permanecido
varios meses en la capital del reino escribió:
61
todos los muchachos y particularmente en todos los oficios, sin distinción de
talentos o capacidad de aquellos y de la facilidad o mecanismo de comprensión
de éstos? ¿Por qué a un muchacho que le destinan sus padres a que aprenda un
oficio no se le ha de enseñar otra cosa en los primeros años de su aprendizaje
que barrer el obrador, arrullar a los niños del maestro, comprar en la plaza y
verter toda clase de inmundicias y no a tomar en su mano herramienta delicada
[...]? Es circunstancia necesaria para aprender un arte enseñar primero a fregar,
a hacer un puchero, a barrer y manejar los trastos más asquerosos de la casa? Y
si lo es, ¿por qué se ha de estar cuatro o cinco años aprendiendo esto cuando el
aprendiz más rudo se entera de todo en menos de un mes?
Un mes después, tan ilustrado viajero fue respondido por un maestro artesano
que, aun reconociendo «la indecencia de algunos abusos» que eventualmente
podían acarrear una «pérdida del precioso tiempo de la juventud», se afanó en
reivindicar la servidumbre como un derecho legítimo en concepto de retribución
por los costes que suponía la formación impartida, tal y como ocurría en
cátedras y academias:
Lo cierto es que la rigidez de las condiciones del aprendizaje estipuladas por las
ordenanzas gremiales constituían un serio obstáculo para la movilidad de la
nueva fuerza de trabajo, para el acceso a la vida productiva de nuevos sectores
de la población y para la estandarización de las cualificaciones. Algunos
62
gremios exigían la limpieza de sangre de sus trabajadores y la mayoría de ellos
contaban con un libro de registro en el que debía mencionarse el día de entrada
del aprendiz en la primera casa para que no pudiera cambiar de oficio antes de
un cierto número de años. Las élites ilustradas que lideraron los nuevos
programas económicos nacionales toparon con la resistencia de estas
reglamentaciones. Aunque, en éste como en otros casos, no fueron capaces de
adoptar siempre una posición absolutamente unánime, sí fue común a todos
ellos la exigencia de que el estado asumiera la responsabilidad en el rediseño del
modelo productivo. En este sentido, el Proyecto económico de Ward, el Informe
sobre el libre ejercicio de las artes de Jovellanos o los Discursos sobre el
fomento de la industria popular de Campomanes son representativos de la
exigencia de un saber experto cuya racionalidad organizativa debía ser asumida
por la responsabilidad estatal.
La filosofía del trabajo implícita en dicha exigencia fue muy importante para la
conceptualización de una nueva relación pedagógica, pues dio lugar a lo que
Escolano (1988: 46 ss.) ha presentado como la «escisión entre la escuela y el
taller». Se defendió, por ejemplo, la necesidad de escuelas públicas para cada
oficio, lo que suponía desligar metodológicamente la enseñanza laboral de las
condiciones empíricas en que había estado tradicionalmente enmarcada. Fruto
de la invasión de la esfera del trabajo por esa misma epistemología taxonómica
que ya analizamos al hablar del cognitivismo característicamente moderno,
surgió la «enseñanza técnica» (Campomanes): una formación abstraída de su
contexto familiar y basada en un saber descompuesto y normalizado. Con ello
no sólo se pretendía una nueva formación acorde son una nueva ideología de la
productividad, sino también corregir la poca atención que las viejas formas de
socialización habían prestado —según los ojos ilustrados— a la dimensión
moral de la formación técnica. Lo que Campomanes (1978: 178) definió como
el axioma básico de la estrategia («todo oficio u arte ha de tener por base el
arreglo del tiempo determinado y preciso de la enseñanza» debe ponerse en
conexión, pues, con las propuestas del nuevo higienismo social con que
pretendía evitarse la degeneración irracional (improductiva) de las costumbres.
Ejemplo característico de ello es la política de «conservación» de los niños
analizada por Donze
63
lot (1979). El trabajo, como la familia, debía converger en el diseño de una
nueva administración del mundo social. En ella sólo lo socialmente útil es visto
como relevante para la felicidad social. Téngase presente que, como señala
Campomanes (1978: 80), cuando se está hablando de la nueva regulación de las
artes se está hablando de una nueva configuración de las prácticas sociales
(tanto científicas, como de oficio e incluso reproductivas) basada «en patrones
reglados y demostraciones y que es útil para la sociedad humana».
43. Sus ordenanzas pueden véase en MEO (1985, tomo 1). Para su historia puede
verse Guzman (1986: 56-63) y Pereyra (1988),
66
reformismo liberal de la primera mitad de siglo, el poso religioso que rezuma el
filantropismo subyaciente a la nueva definición de la profesión docente fue una
constante a lo largo de todo el siglo. Así por ejemplo, el reglamento español
para la formación de maestros impulsado por Gil de Zárate en 1843 (Varela,
1979: 185 s.) iba a proponer una imagen austera y frugal del nuevo funcionario
de la enseñanza, sometido a la «deferencia y la sumisión a la autoridad
legítima» y formado para hacer cumplir y potenciar la subordinación y la
regularidad. Un diccionario educativo de 1884 identificaba todavía a la
profesión docente con...
67
jo en general, y del docente, en particular, así como la implementación de las
nuevas pautas de endoculturación asociadas a dicha racionalización, exigían un
esfuerzo en el desarrollo tecnológico de las capacidades de vilancia, supervisión
y medición.45 Estas capacidades constituyeron una dimensión fundamental en la
confluencia de capitalismo e industrialismo que dio lugar a la constitución de la
modernidad madura (Giddens, 1993: 62). Como veremos, su desarrollo estuvo
indisociablemente ligado al proceso de concentración administrativa
característico de los estados nacionales.
45. A mediados del siglo XIX, Tiempos dificiles (de Charles Dickens) aportó quizá la
imagen más representativa de cómo ciertos dementos de la iconografía ilustrada del orden
comenzaran a marchitarse en las decadas siguientes con los humores agrios del industrialismo
decimonónico y los rituales de la sociedad victoriana. Un atemorizante profesor, Sir Thomas
Gradgrind, «un hombre de realidades, un hombre de hechos y cálculos que se rige por el
principio de que dos y dos son cuatro, y nada más» se presenta ante los indefensos alumnos y
alumnas provisto de reglas, escalas y tabla de multiplicar en el bolsillo, para «pesar y medir
cualquier fragmento de la naturaleza humana. Es —sigue diciendo Dickens— una simple
cuestion de cifras, un asunto de simple aritmtica». Siempre muy atento al mundo de la
imaginación infantil que asociaba con la libertad y la espontaneidad, Dickens critica en esta
novela el autoritarismo de los hechos, la sistemática y los métodos abstractos y utilitarios
apartan que anulan la conciencia de la realidad (Mannning, 1970).
68
rentabilización del conocimiento y como dispositivo político de
desmantelamiento de esa ociosidad con que desde los textos ilustrados se venía
identificando al pueblo. La lógica del cognitivismo implícita en la cultura
pedagógica de la modernidad volvió a jugar en este sentido un papel decisivo;
esta vez, a través de la gestación de esa forma específica del conocimiento que
es el conocimiento escolar y de las prácticas disciplinarias asociadas con él.
Varela (1979: 182 s.), por ejemplo, da cuenta de un significativo artículo del
reglamento escolar español de 1838 por el que todo maestro público debía
«arreglar los ejercicios de las escuelas y la distribución del tiempo de modo que
ningún niño esté jamás ocioso».
46 Véase, al respecto, Abbagnano y Visalberghi (1976: 16, 102), Toti (1975: 1-5) y
De Grazia (1966: 1-9).
69
da mitad del XVIII y primera del XIX, cuando la expansión de la nueva
economía humanizadora del castigo hizo del alma y no del cuerpo el principal
objetivo de represión, y cuando el estilo penal incorporó una nueva
temporalidad orientada hacia el futuro (Foucault, 1986: 14-30, 127). Tanto en la
práctica judicial como en la educativa emergió una nueva concepción del saber
que respondía a una nueva articulación de las relaciones de poder centradas,
sobre todo, en la reconversión productiva de los individuos a través de la
edificación de su alma. Todo ello contribuyó a hacer arraigar en el sentido
común de la modernidad un motivo fundamental que constituye in nuce el
germen de la visión moderna de la justicia social y de ese meritocratismo
característico del humanismo burgués: la administración de la justicia se hace
inseparable de una organización de la educación de masa como garantía de la
validez legitimadora y la eficiencia del nuevo orden.
47. Cit. en Varela (1979: 189). La genealogía de esta nomalización jurídica del
aprendizaje socialmente considerado legítimo es más ampliamente examinada para el
contexto de la educación amerícana por Wise (1979), quien subraya las limitaciones de la
estrategia de racionalización del proceso educativo respecto a cuestiones como la
productividad o la eficiencia.
70
que hemos comentado en la sección anterior se añadiera la de la incorporación
de los relojes, símbolo de la nueva valoración del tiempo.48 La ociosidad que
constituyó la racionalidad educativa de aquella primera alma occidental pasó a
ser su principal enemiga y la primera causa de los males sociales; un
ideologema que presidió proyectos de intervención social desde Juan de la Salle
hasta Fourier.
71
folta, 1978). Disposiciones espaciales parecidas a las derivadas de la
homogeneización del tiempo de trabajo en las fábricas se registraron en las
escuelas. Los Hermanos de la Vida Común, por ejemplo, introdujeron la
disposición de las aulas en hileras que permitieran clasificar a los individuos
según su edad o aptitudes. La arquitectura escolar de la Francia de la III
República, hija tardía en el plano educativo de la educación ilustrada, suministró
todo un repertorio de minuciosas medidas de higiene social que preveían la
frecuencia de las aireaciones de las aulas, los metros cúbicos de aire respirable,
los metros cuadrados de suelo para trabajo y para recreo, la dirección de entrada
de la luz o la organización de las letrinas (Bouillé, 1988: 5 1-69). Todo un
espectáculo de visibilidad y separabilidad. Y es que, en el fondo, «las
disciplinas que analizan el espacio deben ser también entendidas como aparatos
de sumar y capitalizar tiempo» (Foucault, 1989: 162). Si uno era el estado,
había señalado Napoleón, una debía ser la escuela. El Plan Quintana habló de
una enseñanza que sólo podía ser universal y pública si era uniforme, esto es, si
era una en la doctrina, en los métodos y la lengua, algo que Condorcet (1980:
244 s.) ya había visto claramente cuando habló de...
72
corrupción de dialectos que no eran sino vestigios de feudalismo, de lo viejo, al
igual que otras prácticas de endoculturación que pervivían en la transmisión de
romances, jácaras y coplas.50 En definitiva, dividir y clasificar para uniformizar;
uniformizar y metodologizar para vigilar; vigilar para capitalizar. Las galas con
que se vistieron las primeras presentaciones en sociedad de las innovaciones
disciplinarias de la modernidad educativa —como, por ejemplo, la escuela
mutua de Lancaster y Bell— deben ser suficientemente representativas a este
respecto:
73
historia como una historia de progreso que avanza hacia el triunfo definitivo de
la razón supuso una comprensión del pasado orientada hacia un futuro hecho
presente. Por otro, la propia configuración racional del presente exigía la
regulación administrativa de la temporalidad de las prácticas sociales cotidianas.
En el fondo, como ya Marx intuyó en sus Grundrisse, toda economía es, en
última instancia, una economía del tiempo.
Al fin y al cabo, la sociedad educada anhelada por las élites ilustradas no era
sólo una polis de ciudadanos ilustrados que debían aceptar la legitimidad de la
nueva simbología del pro-
74
greso y reconocer la validez del saber directivo de sus gobernantes. Era también
una masa desorganizada que era preciso vigilar y regular desde su interior a
través de un programa disciplinario. Esta programación es lo que Foucault
(1986) describe como un «esquema anatomo-cronológico de comportamiento»,
una minuciosa maniobra de dominación por la que el tiempo unidimierisional y
acumulable colonizó la vida social en general y la práctica educativa en
particular. Cuando el régimen de la industrialización capitalista hubo de hacer
uso de esta estrategia disciplinaria, hacía ya tiempo que los modelos de los
ejércitos y los monasterios habían sentado sus bases.52 Adam Smith (1996: 732)
incluso combinó sus elementos constitutivos al describir el poder espiritual de la
iglesia como un «ejército [...] disperso en una multitud de cuarteles, pero cuyos
movimientos y operaciones podían ser dirigidos por una sola cabeza y
ordenarlos con arreglo a un plan uniforme». Pero los supuestos normativos y el
estilo cognitivo implícito en el modelo de la racionalidad educativa, hicieron
que ésta se convirtiera en la más importante fuente de poder espiritual de la
modernidad. Su discurso y sus fórmulas organizativas han impregnado desde
entonces las fuentes de legitimidad tanto del idealismo de su proyecto de
cambio social dirigido como de su programación efectiva, pues permitía aunar
ambos en un mismo cuadro teleológico de racionalización progresiva del
mundo. La reformulación ilustrada del discurso pedagógico de la modernidad
permitió, en definitiva, aunar el proyecto y el programa de una historia en la que
no sólo había que creer, sino que también había que realizar.
75
mismo tardoilustrado como la Institución Libre de Enseñanza o el
regeneracionismo, supo resumir muy bien la esencia de este discurso:
109
Eduardo Terrén
EDUCACIÓN
Y MODERNIDAD
Entre la utopía
y la burocracia
UNIVERSIDAD DA CORUÑA
Educación y modernidad: Entre la utopía y la burocracia / Eduardo Terrén;
prólogo de Mariano Fernández Enguita. — Rubí (Barcelona) Anthropos Editorial A
Coruña Universida de la Coruña, 1999
XI p. + 315 p. 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico; 109)
Bibliografía p. 295-311
ISBN 84-7658-552-7
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en tono ni en
parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Alberto y Eduardo,
que vinieron al mundo a la vez que este libro,
y a Elia, que los trajo
PRÓLOGO
XI
Nos encontramos actualmente en un nivel muy
avanzado de una mutación que comenzó en los
siglos XVII y XVIII cuando, al fin, el saber se
convirtió en una especie de cosa pública.
MICHEL FOUCAULT
INTRODUCCIÓN
EMILIO DURKHEIM
1997. En una lluviosa mañana del mes de enero los estudiantes gallegos
salieron a la calle en respuesta a una convocatoria de huelga contra la política
educativa de la Xunta. Al término de la manifestación celebrada en Santiago de
Compostela, un estudiante leyó un comunicado en el que advertía: «si el
gobierno recorta los fondos destinados a educación nos hará perder el tren de la
modernidad».
1. Las aplicaciones industriales del vapor, los trenes, la escuela pública de masas y la
sociología son todos hijos de la misma época. Gran parte de la metaforología de la
3
En discursos, en inauguraciones, en folletos conmemorativos e incluso —como
hemos visto— en manifestaciones, el recurso a la figura algo añeja pero
retóricamente sólida de esas máquinas de progreso que frieron los ferrocarriles,
puede servirnos de recordatorio de hasta qué punto nuestra forma de hablar es
una rutina más de las muchas que todavía siguen presas de los hábitos modernos
en un mundo que quizá esté empezando a dejar de serlo.
Los trenes, las fábricas, los automóviles, las autopistas, los rascacielos, son
elementos clásicos en cualquier representación del orden moderno. Y también,
por supuesto, lo son las escuelas, que a muchos sitios llegaron al mismo tiempo
que los primeros raíles y las primeras chimeneas industriales. A todos estos
elementos nos referimos cuando decimos que una ciudad o un país son
modernos, dando a entender, así, que han seguido una determinada senda de
desarrollo económico e institucional. Todos ellos, junto con las expresiones,
percepciones y hábitos a que han dado lugar forman parte de lo que aquí
denominaremos las rutinas de la modernidad.
modernidad en torno al tema del desarrollo se fraguó en este periodo de industrialización cuya
sensación de impulso está foimidablemente plasmada en Lluvia, vapor y velocidad de Turner.
Proudhon, por ejemplo, habló del «tren del progreso», poco después de la invención de la
locomotora de vapor y William Monis describió los barcos de vapor como «las nuevas
catedrales de la era industrial». El uso racional del vapor fue, efectivamente, la clave de toda
una simbologí de la eficiencia que ya en nuestro siglo sería reelaborada por la estética
maquinista del futurismo y las utopías tecnocráticas de la sociedad postindustrial. Hoy dia esa
nueva versión de discurso modernizante que es el europeísmo ha reflotado la metáfora y hablar
de la educación como un instrumento esencial para no perder «el tren de Europa» o para no ir
«en el vagón de cola» es algo recurrente hasta el hastío.
4
este sentido, lo propio de la experiencia moderna es el creer que las
instituciones entre las que discurre nuestra vida social son esencialmente
racionales. Esto es, creer que su estructuración y su funcionamiento están bajo
el control racional de un conocimiento sistemático de la verdad. La esencia de la
experiencia de la modernidad es, pues, una especie de fe en la razón. A esto le
llamó Weber «el carisma de la razón».
Max Weber ofreció un marco teórico sobre el que dilucidar esta cuestión y por
eso le dedicaremos una atención especial en el segundo capítulo de esta obra.
Según tendremos oportunidad de ver allí, Weber mostró cómo, por más que lo
carismático fuera perdiendo sus tintes más puramente personalistas o
tradicionales, esa sociedad de organizaciones en que se fue constituyendo la
sociedad moderna tenía que seguir alimentándose de fuentes de dominación
hierocrática. Mostró, en definitiva, que tan característicamente moderna era la
racionalización de lo sagrado, como la sacralización de lo racional. Este libro es
un intento de mostrar cómo el discurso pedagógico moderno ha desempeñado
un papel esencial en la combinación de ambos proccsos.
5
respecto. Quizá por ello, tal y como se defiende en el primer capítulo, la cultura
de la modernidad se constituyó como una cultura pedagógica. Como muy bien
supieron ver los ilustrados, la lógica propia de la relación pedagógica permitía
articular, con tensiones pero sin estridencias, el compromiso fideísta con un
proyecto histórico y el aseguramiento de su realización práctica; la energía
motivacional de las ideas y la disciplina que entraña su efectiva realización; la
seducción de lo trascendente y la producción del programa que debe alcanzarlo.
De ahí que la educación, tal y como ha sido pensada y diseñada desde la
Ilustración, pucda considerarse como paradigma del proceso de racionalización
de la modernidad, como ámbito institucional privilegiado en el que se exhibe la
peculiar armonización moderna de esa dialéctica de fe y razón a la que se refiere
Weber.
Hoy día, ciertamente, tanto «utopía» como «burocracia» son términos envueltos
en una inquietante ambigüedad que los convierte en armas arrojadizas de calibre
y direccionalidad muy diversas según quien los use. La utopía puede ser vista
tanto con los ojos progresistas de quienes la consideran un factor ineludible del
cambio como con los de quienes la desprecian desde un seguro realismo. En
este último sentido, la valoración de lo
6
utópico depende mucho de cuál sea el valor que se otorgue al idealismo que lo
sostiene. Las condenas conservadoras del sesentismo, por ejemplo, o las más
recientes críticas neoliberales de la utopía socialdemócrata pueden oscilar entre
la ironía ante lo que se considera una mera ingenuidad y la denuncia de una
supuesta maniobra de conspiración filosocialista. La burocracia, por su parte,
sobre todo después del diagnóstico weberiano y del pesimismo radical de un
Foucault que hizo del panoptismo su peculiar jaula de hierro, suele asociarse
con las patologías del progreso, con el lado oscuro de una modernidad cuya
inevitable burocratización tiende a eclipsar la luz de la utopía. Tanto en la
izquierda como en la derecha pueden encontrarse ejemplos condenatorios de
esta asociación, si bien, claro está, la inciativa que en cada caso se considera
abortada es de muy diferente signo. No obstante, y en la medida en que la
esperanza moderna es la ilusión de una organización racional de la vida social,
lo burocrático tiene igualmente su lado constructivo como imagen de orden y
eficiencia que resume las ventajas de un sistema abstracto de relaciones basado
en el cálculo y el conocimiento objetivo. No hace mucho, en esos momentos de
modernidad satisfecha que ahora nos parecen tan lejanos, se vio en la imagen de
este orden no la esclereotización del impulso moderno, sino su realización; no
el ocaso de la razón, sino más bien su triunfo.
7
todo, la fórmula mágica de la política para unir la realidad y el sueño.
8
Calificamos este arquetipo como platónico porque, en el fondo, su validez
depende de la validez metafísica de los grandes valores como la verdad, la
belleza o el bien. La teoría platónica del saber (la primera teoría política de la
educación más allá del ars de los sofistas) convirtió esos universales en pilares
de una paz perpetua asegurada por una educación racionalmente dirigida,
diseñada y administrada por quienes tienen acceso a ellos:
sólo para la propia teoría de la educación, sino para una teoría social en general (en la medida
en que las normatividades implícitas en conceptos como formación, crecimienlo o liberación
suministran diferentes visiones del cambio social) véase Elliott (1984).
Sólo así —dice Platón más adelante— es posible una felicidad pública que haga
del recto gobierno una verdadera realidad y no un mero sueño. Por eso,
concluye el viejo Platón de las Leyes:
6 República. 500 e / 501 a,b y Leyes, VI 72. «Platón escrbió la Républica para
justificar la idea de que los filósofos debían convertirse en reyes [...] pues esto llevaría a la
comunidad esa tranquilidad completa, esa paz absoluta que constituye, ciertamente, la mejor
condición para la vida de los filósofos» (H. Arednt, Lectures on Kants political philosophy,
cit. en Baumann, 1993: 86). Cierto: pero también escribió las Leyes, su última reflexión sobre
el problema de la educación y el Estado. En ella el problema de la función de los intelectuales
en la dirección de la vida social se complementa con el del diseño de una educación popular,
que fue —como veremos—, el gran problema ilustrado.
10
barcada en un proceso unidireccional de progreso. Pero heredó, sobre todo, esa
arquetípica concepción de la «misión» intelectual, así como muchas de las
metáforas en que dicha concepción se expresó. La más significativa de ellas fue
la de la luz, íntimamente asociada a la labor esclarecedora del conocimiento
legítimo y al señorío elitista implícito en el papel de quienes debían poner en
marcha desde arriba dicho conocimiento.
7. Raymond Aron denominó así a «algo controlado por una idea y una voluntad. El
sentimiento de pertenecer a los elegidos, la seguridad proporcionada por un sistema cerrado en
el que la totalidad histórica y la propia persona encuentran su lugar y su sentido, el orgullo de
unir el pasado con el futuro de la acción presente» (cit. en Bendix, 1973: 144).
11
El capítulo 3 se ocupa precisamente de esa específica versión del arquetipo
platónico que subyace a la concepción tecnocrática de la educación difundida
por el occidente de la posguerra. El modo de producción científico-técnica y el
estilo de vida que ganó la guerra mundializó sus exigencias culturales y su
discurso educativo. De esta forma la modernidad satisfecha de la posguerra
supo superar ese pesimismo o, cuando menos, escepticismo, que la teoría
weberiana de la racionalización burocrática y los existencialismos vitalistas de
corte nietzscheano proyectaron sobre el sentido último de la educación
moderna. El capítulo 2, además de exponer el fundamento de la dialéctica de
utopía y burocracia en el marco de la ya comentada idea de Weber acerca de la
relación entre el carisma y la razón, presenta esa atmósfera de sentimientos
desencantados que tan próxima resulta al escenario de crisis de este final de
siglo.
Este Reflejo narcisista suministró con toda la fuerza que la esperanza liberal
pudo sacar del optimismo de posguerra la imagen beatífica de que el sueño de
una sociedad meritocrática era realizable. En los años anteriores a la guerra,
pensadores tan dispares como Weber o Gramsci habían coincidido en hablar de
una americanización del mundo. Y, como veremos, este sueño del que hablamos
era en gran medida, el sueño americano. El sueño de que lo que Parsons
denominó la «revolución más significativa de nuestro tiempo» (la revolución
educativa) podía hacer que bajo el liderazgo moral del estado, la racionali
12
dad de sus organizaciones y la intervención de las ciencias sociales el tren de
una sociedad emancipada y democrática pudiera ser al mismo tiempo, cuando
no serlo necesariamente, el tren del capitalismo. En la convicción de que este
sueño de la razón estaba siendo realizado, el humanismo del bienestar creyó
haber suministrado un cerrojo de identidad integradora que, si bien no llegó
nunca a eliminar totalmente la base estructural de los conflictos de clase, sí, al
menos, contribuyó a difundir la creencia en su esterilidad.
13
da Manuel terminaron su monumental estudio sobre el pensamiento utópico en
Occidente abrumados por el hecho de que el sabio y sereno cultivo del «viejo
arte de desear» hubiera caído en manos de «futurólogos obsesionados por las
estadísticas», meros pronosticadores cuyas mecánicas extrapolaciones no hacían
sino agotar el potencial transformador del «modo utópico de pensar y sentir».
Las utopías contraculturales que afloraron con el sesentismo se habían disuelto
en una serie de reformas domesticadoras de la insurgencia o bien se habían
reducido por sí mismas a una mezcolanza de visiones pastoriles sobre el cuerpo,
el trabajo y la vida comunitaria que sólo se mantenía viva en algunas
comunidades y escuelas infantiles de las afueras de las grandes ciudades. Las
utopías científicas y tecnológicas, por su parte, tan ricas ahora en datos
experimentales y recursos instrumentales como pobres en sus objetivos, habían
rechazado el tema del orden político al igual que en otro tiempo rechazaron el
tema del orden divino. Ante este panorama, se preguntaron: «estamos asistiendo
a un frenazo en el proceso de fabricación utópica en occidente? ¿O se trata
solamente de una debilidad temporal?». «Es el mundo occidental, el cual ha ido
acumudando a lo largo de los siglos en el seno de su cultura innumerables
elementos de fantasía utópica, todavía capaz de engendrar nuevas formas de
utopía?»8
Algunos años antes del trabajo de los Manuel, Philip W. Jackson había
publicado un estudio sobre la práctica educativa de las escuelas que puso de
manifiesto el contraste entre el ideal y la vida cotidiana de esas organizaciones
que formaban los vagones del ya para entonces maltrecho tren de la
modernidad. La etnografía de Jackson desarrolló analíticamente algo que
seguramente era ya viejo en el acervo oculto del oficio de la enseñanza, antes un
arte que una ciencia. Gran parte de la estabilidad de la institución parecía
radicar no tanto en la racionalidad de su funcionamiento cuanto en la
inevitabilidad con que es vivida la experiencia educativa, en el mero carácter
ritual y cíclico de sus actividades: las filas, la paciencia, la repetición y, en
suma, la evaluación, que extiende sobre toda la vida escolar la metáfora
aséptica, homogeneizadora y monocrónica de la cola. La conciencia burocrática
que se canaliza en ella tiene el pro-
14
fundo sentido que tienen muchos de los elementos monótonos y aparentemente
triviales de la mayor parte de nuestra vida social. Reflexionar sobre su presencia
acumulativa y, en definitiva, reconocer que la interpretación de un gesto, un
bostezo o un ceño fruncido pueden ser tan relevantes como el análisis de un
diseño curricular fue lo que llevó a Jackson a afirmar que «aprender a vivir en
un aula supone, entre otras cosas, aprender a vivir en masa»; aprender, como
hacen «los componentes de la mayoría de las instituciones, a encogerse de
hombros y a decir: “así son las cosas”».9
Son éstas, efectivamente, imágenes muy distintas a las que pronosticaban las
edulcoradas sociovisiones de las utopías tec
9 Jackson (1991 50, 76). Por esta y por otras evidencias empiricas que los estudios
sobre la desigualdad sacaron a la luz durante esos años Reinier y otros defensores de la
desescolarización hicieron popular la consigna de «la escuela ha muerto» (Reimor,
1971). Esta consigna sólo es mantenida hoy por los grapos del movimiento de «educación
sin escuelas».
15
nológicas con que desde hace treinta años las teorías de la sociedad
postindustrial pretendían haber exonerado al desarrollo de los fantasmas del
industrialismo. Chernobyl, Bobpal, Ruanda, Bosnia o Kosovo hacen fácil
sentirse cercano al Nietzsche que definió al progreso como una idea falsa
porque era moderna. Pero Nietzsche, después de todo, era un antimoderno.
Marx, sin embargo, no. Y, no obstante, su Manifiesto comunista ya advertía
acerca de las consecuencias de una sociedad moderna, no precisamente
desencantada —como la vio Weber—, sino presa de un progresivo
encantamiento que le podría impedir reconocer y controlar «las potencias
infernales desencadenadas con sus conjuros». Quizá sea exagerado decir que,
después de una historia de varios siglos de modernidad, estas imágenes no nos
permiten sentirnos demasiado alejados de los cuatro miedos por los que
Maquiavelo reconoció sentirse atenazado: el aburrimiento, el conflicto, la
pobreza y la muerte.10 Pero seguramente no es tan exagerado decir que, cuando
menos, estos temores golpean de frente la ilusión progresista en que muchos
hemos crecido y nos hemos formado; sobre todo, muchos de los que hoy día nos
ocupamos de la educación y nos preocupamos por ella.
10. Miedos, dicho sea de paso, claramente asociados con los cuatro bienes humanos
distinguidos por Platón: la belleza, la fuerza, la riqueza y la salud. En cualquier caso, quizá su
mención no resulte tan exagerada si comparamos los referidos miedos con las distintas
formas de aprensión que según Erikson (1975: 590) amenazan a épocas «vacias de identidad»:
el temor a los nuevos inventos, el vacio existencial desprovisto de significado espiritual y la
deadencia de las instituciones que han sido el fundamento de la ideología vigente.
16
destaca fundamentalmente dos cosas: por un lado, su dependencia de un
desasosiego y una confusión profundamente sentidos; por otro, el paisaje de
cambio, inestabilidad y vértigo con que se presentan en ella las escenas de las
instituciones, los mundos de vida, las dinámicas y las experiencias de una
modernidad que parece haber adquirido dimensiones obsesivas. Casi ninguna
panorámica del presente prescinde de una crítica a la ingenuidad del pasado
sobre la que poder justificar un ácido escepticismo hacia el futuro. Parece como
si nuestra reflexión estuviera obligada a inclinarse ante el resentimiento, el
desencanto o, cuando menos, una cierta incertidumbre paralizadora. Parece
como si fuera verdad que «lo moderno ha llegado a su fin»; que «el ciclo de
reconstrucción de la historicidad concreta que para él se reclamaba se ha
agotado completamente»; que, en definitiva, «todo lo que sucede es inercial y
muerto» (Negri, 1992: 37).
17
puesto para descubrir en el problema del cambio educativo un juego mucho más
complejo de estrategias entrecruzadas de poder y saber difícilmente reducibles a
la lógica de otros momentos de regulación.
Hace algo más de treinta años Burton Clark afirmó que la fascinación de los
tiempos modernos con la educación radicaba tanto en su cada vez mayor
importancia como en su cada vez menor claridad. En 1992, un informe
encargado por el gobierno renano a una serie de expertos concluía
resignadamente que el debate de los últimos años acerca de la estructura más
adecuada para el sistema educativo había mostrado tan sólo la imposibilidad de
llegar a un consenso.
11. Para éstos vale 1a reflexión de Trías (1995: 7?): « ¿Para qué ocuparse de lo que
carece de respuestas claras y exactas? El nihilismo parece instar a un radical encogimiento de
hombros en relación alo que realmente nos importan. »
18
una degeneración polisémica tan llamativa como su popularidad. Esto no ha de
extrañar, pues no siempre la popularidad de una expresión ha de guardar
relación con el rigor de su significado. Puede que incluso sea al revés: que sea
popular porque es ambigua.
19
confianza sedimentadas sobre una segura visión del futuro a través de la cual
nuestra civilización ha venido fijando durante doscientos años de modernidad
sus proyectos e ideales educativos y, con ellos, buena parte de las esperanzas
sociales y los valores que conferían un sentido definido a sus prácticas. Los
problemas que se siguen de este desmoronamiento son los que aquí interesa
esclarecer. Son, como se ve, problemas que se derivan de la erosión y pérdida de
vigencia de una forma arquetípica de pensar y actuar sobre el mundo; en
definitiva, problemas de legitimación que resultan de la erosión de esa forma de
entender el mundo, conocerlo y organizarlo que hemos sintetizado en la figura
del arquetipo platónico.
Muchos de los que día tras día bregan en las aulas y encierran en ellas buena
parte de sus ilusiones tienden cada vez más a ver los resultados de los informes
sociológicos y de las investigaciones pedagógicas como generalizaciones
demasiado abstractas o florituras conceptuales que poco o nada tienen que ver
con su práctica cotidiana. No es una actitud del todo irracional en un contexto
de escasas certezas. Sin embargo, los nuevos tiempos parecen exigir un enorme
esfuerzo teórico si queremos que la iniciativa del cambio no quede en manos de
las campañas periodísticas y la retórica superficial de la política al uso. Pienso
que, como ha señalado Roiz (1994: 11), «en tiempós de depresión cívica,
teorizar se convierte en una tarea de resistencia». No sólo porque, en términos
generales, la reflexión sea el antagonismo de la rutina (Durkheim, 1989: 118);
sino también, y sobre todo, porque toda pregunta en torno al sentido de algo es
una pregunta radical y, consiguientemente, teórica. Sólo un análisis radical de
este turbulento contexto en el que nos encontramos puede proporcionar el
necesario punto de partida sobre
20
el que basar una explicación integrada de la relación que existe entre la crisis de
un determinado proyecto social, la crisis de sus instituciones y su proyección
sobre las exigencias de motivación e identidad de quienes se ocupan o
preocupan de ellas.
21
sentar una base de análisis teórico que en el futuro permita plantear respuestas
radicales. Quizá, como creyó Weber, la paz de nuestra alma ya no puede ser la
de quienes soñaron con la utopía; pero pensarla puede servirnos para determinar
cuál es la genealogía del desconcierto, el desánimo y la trivialización que
corroen el discurso educativo en este fin de siglo. Puede, cuando menos, dos
cosas. Por un lado, servirnos para contrarrestar esa tendencia al escepticismo y
el malestar moral contra la que Dukheim (1989: 126) previno a los profesores
que tienden a «preguntarse frecuentemente de qué sirven y hacia dónde tienden
sus esfuerzos, ». Por otro, ayudarnos a resistir frente a las rutinas de la
indiferencia y las tiranías anónimas que puede traer consigo la percepción del
fin de una tradición.
22
CAPÍTULO 1
LA SOCIEDAD EDUCADA
Este cuadro de la especie humana, liberada de todas
estas cadenas, sustraída al imperio del azar, así como al
de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso
firme y seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de
la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que le
consuela de los errores, de los crímenes, de las
injusticias que aún ensucian la tierra, y de los que el
hombre es muchas veces víctima. Es con la
contemplación de ese cuadro como recibe el premio de
sus esfuerzos por los progresos de la razón, por la
defensa de la libertad. Entonces se atreve a unirlos a la
cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde
encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer
de haber hecho un bien duradero que la fatalidad ya no
destruirá con una neutralización funesta.
Todo comenzó hace doscientos años cuando los autores del proyecto de una
sociedad racionalmente educada creyeron haber sistematizado para siempre la
posibilidad de conjugar el progreso moral y el progreso material de la
humanidad; cuando creyeron haber encontrado en la educación nacional de la
masa el instrumento decisivo para controlar el presente y conquistar el futuro.
23
quier especificación ulterior se encuentra con dificultades análogas a las que
Weber (1983: 33 s.) señaló al presentar el concepto del «espíritu del
capitalismo». Más que como un objeto que pueda defínirse por la vía del género
y la diferencia, entendemos la modernidad es una «conceptualización histórica»,
esto es, siguiendo las palabras de Weber, como un complejo de interrelaciones
de la realidad histórica que nosotros agrupamos conceptualmente en un todo
desde el punto de vista de su significación cultural.
1. Giddens (1993: 24) apunta algo parecido al considerar la modernidad como un fenómeno
muitidimensional cuyo diagnóstico debe conjugar dinámicas y ordenamientos que proceden de
diferentes perspectivas teóricas. Un similar distanciamiento de cualquier versión de la
modernidad que se reduzca a una lógica simple puede verse también en Heller y Feher
(1989).
24
subrayaremos más bien su acepción politicoadministrativa más cercana a la idea
de «plan». Así, en tanto que plan rector, el proyecto de la modernidad puede
considerarse como la disposición de un universo político en el que se anticipa el
curso de un proyecto histórico y se ofrece una coordinación científicamente
fundada de la libertad y el orden, de los individuos y del sistema. 2 La base
discursiva de la que dicha disposición arrancó su fuente de legitimidad radicó en
presentarse a sí misma como el triunfo de la razón (Touraine, 1994: 9). Sólo así
podían hacerse corresponder las nuevas exigencias productivas, los nuevos
modelos de organización social, la cultura científica y las ansias de liberación
del pasado. El proyecto se presentó a sí mismo, pues, como un programa de
racionalización y, al mismo tiempo, de emancipación. En ambas dimensiones,
las instituciones y los discursos que entraron en juego (como la ciencia y la
educación) hubieron de conjugar dos tipos de temporalidad: la de filosofía de
una historia de salvación y la de la disciplina trabajo vigilado; la del curso de las
ideas y la del control cuerpo; la del futuro pensado y la del presente vivido.
3. Giddens (1993: 18) lo ha dicho así: «Las formas de vida introducidas por la modernidad
arrasaron de manera sin precedentes todas las modalidades tradicionales del orden social.
Tanto en extensión como en intensidad, las transformaciones que ha acarreado la modernidad
son más profundas que la mayoría de los tipos de cambio característicos de períodos
anteriores; extensivamente han servido para establecer formas de interconexión social que
abarcan el globo terraqueo; intensivamente, han alterado algunas de las más íntimas y privadas
características de nuestra cotidianeidad».
25
el proyecto pasó a pretender determinar el desarrollo social en su totalidad, con
lo que su inicial impulso político de oposición y liberación terminó por
descubrirse igualmente como una estrategia de manipulación y control de
volúmenes cada vez mayores de población. El progreso se instituyó como
disciplina y la utopía hubo de mateiializarse como burocracia.
26
glas, principios y directivas sistematizables. La sociología de la cultura y de la
educación deben remitir siempre en última instancia a una teoría del
conocimiento. Veremos, en este sentido, cómo este manera moderna de entender
el conocimiento (sus formas, agentes y métodos legítimos) es fundamental para
entender la función social que se autoatribuyó la élite intelectual ilustrada, así
como su tendencia a rechazar formas tradicionales de autoridad y a presentar su
liderazgo sobre la base de una evidencia científica. Lo es también a la hora de
entender cómo las nuevas formas de disciplina se impondrán a las viejas formas
del saber conservadas por los oficios. En el fondo, la hegemonía de esta teoría
racionalista y utilitarista del conocimiento es la de un «cuadro» de saber
(Foucault, 1986: 152 s.) que, en tanto que técnica de poder y de conocimiento,
se convierte en el gran problema tecnológico de la epistemología moderna.
28
masa total del género humano marcha siempre, bien que a pasos lentos, hacia
una perfección más grande».5 ciertamente, hubo tardoilustrados que, como
Herder, expresaron reparos ante estas «novelas» acerca del progresivo
mejoramiento del mundo o que, como Goethe, no pensaban que porque el
hombre pudiera ser cada vez más inteligente y juicioso fuera a ser
necesariamente más feliz. Pero no cabe duda de que la confianza en el potencial
transformador de las ideas condujo a que así como, según Mannheim, la esencia
de las utopías milenaristas anteriores había consistido en una «espiritualización
de la política», la esencia de la utopía ilustrada consistiera básicamente en una
politización del espíritu. Para ello es para lo que tuvo que articular teoría y
praxis en un nuevo edificio intelectual.
6. Todo arrancó del pensamiento de Bacon y su interés por el método: tenía la imagen
viva de una construcción gigantesca […] Es como si los hombres de su época hubiesen
empezado a construir un gran edificio desde los cimientos, y como si él hubiese
visto en la fantasía algo parecido, la aparición de tal construcción; la hubiese visto aun
más imponente, quiz5, que los que trabajaban en ella» (ibíd.: 127).
29
Desde el Renacimiento el lenguaje de la geometría se había impuesto como
discurso legitimador del ordenamiento social inscrito en las utopías de las
nuevas construcciones burguesas. Desde luego que en la historia moderna de la
utopía se encuentran modelos muy distintos: desde las ciudades-jardín
salpicadas de casas aisladas que presenta la utopía de Moro hasta la disposición
concéntrica y centralizada de la utopía autoritaria de Campanella. Todas ellas,
no obstante, ponían de relieve una misma confianza en el elemento geométrico
como solución de una sociabilidad calculada. Esta confianza es la precursora de
la confianza en la racionalidad burocrática moderna, es la primera muestra de
una constante de la ideología básica de la modernidad que permite poner en
conexión el juego de lenguaje de las metáforas constructivas con las visiones
clasicistas de un Pinaressi o un Ledoux; y, más allá, con la arquitectura
funcionalista soviética o la de Le Corbusier. Unas y otras son formas y rutinas
de la modernidad. Y es que, indudablemente, todo proceso de ordenamiento
social se construye (también) en el lenguaje. Los procesos de cambio cultural
implicados en dichos ordenamientos dan lugar a procesos de metaforización que
se erigen en la estructura profunda de las nuevas formas de comunicación y
dominación que se establecen. De ahí la importancia que reviste para la
composición de nuestro problema la toma en consideración de la metáfora
arquitectónica, pues —como muy bien dijo Gramsci (1985: 163)— «el estudio
del origen lingüístico cultural de una metáfora empleada para indicar un
concepto o una relación recién descubiertos, puede ayudar a comprender mejor
el concepto mismo, por cuanto se pone en relación con el mundo cultural
históricamente determinado en que ha surgido de la misma manera en que es
útil para precisar los límites de la propia metáfora».
30
presentó su ciudad ideal como la representación total de un mundo ordenado en
la que una elipse periférica ocupaba el lugar de las órbitas de los planetas; en su
interior, un disgregado pero a la vez conexo sistema de pabellones clasificaba a
la población según los oficios. A pesar de que la presencia de zonas verdes hace
pensar en la utopía de Moro, la utopía del incipiente funcionalismo de Ledoux
es, más bien, la de la geometría militar y planificada característica de la ciudad
de Campanella. El sustrato epistemológico de su alegoría simbólica es la misma
que permitió «construir» y sistematizar una historia del saber de la forma en que
lo hizo la historia ilustrada de las ideas. Puede verse, así, como el aparentemente
inocente recurso al esquema conceptual del «cuadro» del que hace uso el
famoso Bosquejo de Condorcet se revela como expresión regularizada de un
flujo sistematizado de conocimiento y de ideas; en definitiva, de historia.
Foucault (1986: 152 s.), muy sensible a este componente arquitectónico
presente en la metáfora del cuadro de Condorcet, llegó a ver en él una clara
analogía con el diseño del edificio carcelario. Aunque Foucault no haga
referencia a ello, la relación que guarda esta observación con la íntima conexión
que Kant (1978: 570-574) establece entre la sistemática de un conocimiento
racional que asegure el futuro y sus efectos disciplinarios amplia la validez de
esta analogía. De hecho, parece pervivir todavía setenta años después en la
pedagogía de Tuiskon Ziller, cuya identificación de la disciplina con la
enseñanza le llevó a hablar del «gobierno» como el «cimiento del edificio
educativo» .7
31
truida, reformada ante el tribunal de la razón. La metáfora constructiva, sin
embargo, guarda una especial afinidad con la cuestión de la configuración
pedagógica de la cultura ilustrada porque es la que mejor deja traslucir el interés
de ésta por el orden artificial y la «búsqueda de la estructura» (Bauman, 1993:
xi) en la disposición de las almas.8 La legitimidad de las instituciones y los
discursos de la modernidad ha durado mientras ha durado confianza en la
estructura, en aquello a lo que el discurso pedagógico de esta época de
ilustración llamó el orden y el método.
8. «construír», de hecho, era una palabra culta y poco habitual en castellano hasta el
siglo XVI excepto en su uso gramatical (Corominas y Pascual, 1992, vol. 2: 173). Repárese en
que comparte raíz (straere) con «instruir», término inicialmente referido tanto al
levantamiento de paredes como a la Formación de los efectivos humanos para la batalla;
disposición ordenada de elementos, pues, tanto si son ladrillos como si son hombres.
32
del progreso. Las nuevas formas de comunicación y socialización instauradas
culminaron en la hegemonía de la razón instrumental o técnica y permitieron el
ejercicio de la dominación a los grupos sociales asociados a ella. Ello trajo
consigo unos nuevos patrones de reconocimiento social en virtud de los cuales
una persona debía ser juzgada a partir de su naturaleza moral interior y del
mérito individual de su proceder. Esta autonomización del individuo y la
percepción moral de su experiencia suponía el establecimiento de una
subjetividad desligada —formalmente, al menos— de la religión y el
enfrentamiento de la conciencia a la necesidad de extraer de sí misma su propia
normatividad. Como señala Habermas (1989: 18), la modernidad no tuvo más
remedio que echar mano de sí misma, lo que muy bien puede explicar la
dinámica de sus intentos, constantes hasta nuestros días, por fijarse
conceptualmente, por constituirse a sí misma y resolver su propia legitimidad
histórica. Su gran problema, nuestro gran problema, de identidad ha sido
fundamentalmente un problema de orientación, como ya se apuntaba en el texto
canónico en que Kant se preguntaba por el significado de la Ilustración.10
33
el recurso literario a la utopía en la ironía de Swift, Cadalso o Montesquieu. Su
objetivo era denunciar gobiernos corruptos, costumbres supersticiosas, hábitos
irracionales o instituciones académicas encerradas en sí mismas, pero también
proponer constituciones nuevas, religiones más puras, estilos de vida más
racionales o saberes más útiles. Sin duda, el recurso a la figura literaria de los
viajeros descontentos y su popularidad reflejan la expansión del horizonte de
vida a través de la mejora del transporte y la intensificación de la comunicación
escrita que acompañó a la constitución de un público ilustrado. Pero el recurso
al motivo del viaje era también indicador de un gesto intelectual hacia la utopía
que sembró literariamente el caldo de cultivo en que germinaría el carácter
políticamente trascendente de una filosofía de la historia y del progreso. El
motivo de la arquitectónica no fue el único recurso del discurso
regeneracionista. Escritores, quizá secundarios desde el punto de vista de la
historia de las ideas, pero representantes genuinos de la vigencia intelectual de
una anima naturaliter moderna, como el Conde de Vohey o Sebastian Mercier
propusieron un tipo de prospectiva social que un siglo después popularizarían
las novelas utópicas de Edward Bellarny. Sus relatos contribuyeron a acercar al
imaginario popular los escenarios en los que el orden de la razón desarrollado
en las obras de los filósofos parecía ser capaz de conseguir una felicidad social
equiparable a la que según la economía fisiocrática era deducible del orden
natural.11
No obstante, si Diderot pudo llamar a su siglo «el siglo filosófico» fue porque el
diseño de esa felicidad social fue obra de la reflexión crítica de su élite cultural
(los philosophes) y de su función intelectual en la forja de una imagen de
época.12 Fueron ellos quienes elaboraron la imagen del hombre adecuada a la
arquitectura de la sociedad educada; una imagen ya no basada en el ordo
estamental, sino en el derecho natural. Kant in
11 véase Buty (1971: 160 s.) para un desarrollo más detallado de esta idea basado en una
obra de Meicier de la Riviére cuyo título no tiene desperdicio: E, orden ¡taO re! y esencia! de
las sociedades políticas,
12. Sobre la figura del intelectual como «hacedor de imágenes»., como forjador de una
estructura ideologica que se convierte en imagen cuando pasa a formar parte del universo
simbólico de un grupo véase Boulding (1965: 7). Este planteamiento coincide con el de
Luhmann (1987) cuando vincula la posibilidad de legitimación con la existencia de un sujeto
autorizado de producir una representación aceptable de lo social.
34
ventó al «hombre» (Foucault, 1984: 331) y asentó el sueño arquitectónico de
una polis educada sobre un sueño antropológico. Pero si —como el propio Kant
afirmó en su Pedagogía— detras de la educación se escondía el secreto de la
perfectibilidad de la naturaleza humana, ante ella se ofrecía el reto de su
efectivo perfeccionamiento. La élite intelectual ilustrada fue igualmente la
autora de un discurso legitimador por el que las subjetividades supuestamente
liberadas de la idolatría, de las formas de autoridad tradicional y de las formas
de conocimiento anacrónicas, subjetividades desprovistas por todo ello del
andaje existencial que les proporcionaban sus mundos de vida preilustrados,
debían ser resocializadas en el nuevo lenguaje del orden racional, en su red de
estrategias organizativas y en las nuevas formas legítimas de conocimiento. Lo
que para unos eran sueños, para otros comenzaron a ser pesadillas.
En cualquier caso, debe quedar claro que esta constelación histórica que
responde al nombre de modernidad refiere tanto a un estado de cosas como a
una percepción de ellas. Es tanto una forma de producir el mundo como de
representarlo. La ideología de la modernidad es un estilo cognitivo cuya
epistemología fundamental supone que el mundo taxonomizado es accesible, y
su cambio, progresivo y controlable; es una forma de conocimiento en la que
una determinada estructura normativa impone su discurso en busca de un
sistema que privilegia la unidad, la homogeneidad y el orden. En definitiva,
pues, la teoría del conocimiento social que vertebra el proyecto ilustrado y, por
tanto, su reconstitución del discurso pedagógico moderno cuenta como
presupuesto ontológico fundamental lo que podríamos definir como una
disposición curricular de la existencia. Todo es mejorable, todo es aprendible...
«con mucho orden y método» (Diderot y D´Alambert, 1974: 59).
35
socialización y de publicidad literaria sobre el que iba a definirse la nueva
geografía del saber y en los que esa nueva simbología iba a jugarse su
legitimidad. La proliferación de revistas científicas, literarias y de costumbres;
las tertulias de los salones privados y las discusiones de café; las sociedades
económicas y de fomento, todos ellos ámbitos nuevos de sociabilidad que en
algunos casos sustituyeron y en otros simplemente se añadieron a espacios
tradicionales de la vida social como la corte, la iglesia o la casa, fueron el
síntoma de decadencia de una vieja forma de saber que ya no podía encontrar
amparo en la arquitectónica de la politeia ilustrada.
13 Vease Lerena (1986: 128 s. y 39-50) para un análisis más detallado de este punto
que recoge referencias valiosísimas por su cercanía a críticas actuales, Es el caso, por ejemplo,
del ilustrado Yzuriaga que, en una vena que hoy diríamos credencialista, afirmó: «las escuelas
ya no son escuelas, sino meramente un teatro para conferir grados». Gay (1973: 503 ss,)
proporciona también una buena descripción del Studium tradicional y de algunas de las
primeras reformas didácticas introducidas en el estudio de los clásicos. Son igualmente
representativas la crítica a la universidad de Adam Smith (1996: 710 s.) y las argumentaciones
utilitaristas que aparecen en la crítica de Diderot y DAlambert (1974: 49-61) a otras
instituciones menores como los colegios, asociados siempre y no sin ironías con su infancia
jesuítica.
36
manifiesto las limitaciones de la cultura académica de la universidad
dieciochesca, al tiempo que muestra el estilo de un primer representante de esa
tradición moderna de inconformismo con los modelos pedagógicos establecidos
que llegara al siglo XVIII de la mano de Locke. Quizá no sea casualidad el que
fuera un representante de los benedictinos, los maestros en la ordenación
detallada del tiempo, el que, contrariado por el poder de los «titiriteros del aula»
y por el «dispendio de tiempo» que conllevaban el aprendizaje memorístico y el
dictado, terminara proponiendo la utilización de manuales para asegurar uno de
los objetivos más modernos de su reflexión: una enseñanza más eficaz. Sus
ataques al «celo pío hacia lo útil» que fomentaba una institución llena de
«zotes» enredados en complejas demostraciones silogísticas frieron repetidos
años más tarde por Olavide al hablar del doble pecado del espíritu escolástico...
14. Cit. en Coser (1968; 45) y Sonnati (1977; 26). Las citas anteriores proceden de
Alvarez de Morales (1971: 22) y Feijóo (1985: 271s. y 303-16). Para una relación del gesto
literario consistente en criticar la educación recibida y su anacronismo respecto al bussiness of
activ-life véase Hazard (1985: 171-176).
37
Era la balada del Gresham College, primer lugar de reunión de la Royal Society,
una sociedad que, al igual que hizo Diderot en los prolegómenos de la
Revolución Francesa, elevó la figura de Bacon a la de un nuevo Moisés y guía
de la humanidad.
15 Voltaire (1995,1:31), Puede verse también la voz «educación» (vol. II: 14 s.) en la
que se propone un dia1ogo entre un jesuita que se reconoce embrutecido por el Peso de la
cátedra y un consejero que que se queja de las tonterías y latines que aprendió con el primero y
que apuesta por «una educación que sirva para desempeñar un profesión».
39
den a equiparar de una forma demasiado simple modernidad, expansión
educativa y secularización.
Todavía a mediados del siglo XIX el sabor de este poso religioso es manifiesto
en el fuerte componente moralista que introdujo en el primer movimiento
reformista americano el evangelismo de sus padres fundadores. Horace Mann,
por ejemplo, tan influido por sus convicciones religiosas como por el entonces
reciente desarrollo de la frenología y por los disturbios urbanos de 1837, basó
sus propuestas de reforma educativa en la importancia de la formación escolar
del carácter como agente moralizador y, por tanto, equilibrador de la sociedad.
Pero es ciertamente innegable que, a pesar de la frecuencia con que todavía en
ese momento el término «reforma» era asociado con la ayuda que debían recibir
los pecadores para reencontrar el camino de la salvación, la inflexión que sufrió
en el discurso ilustrado sentó las bases de su progresiva secularización. Así,
afirma Popkewitz (1994: 47), «la reforma se convirtió en un esfuerzo público,
primero para llevar la palabra de Dios a la organización de la vida individual, y,
después, como estrategia racional para la mejora social». Las reformas de los
sistemas de escolarización desempeñaron un papel decisivo en el tránsito de uno
a otro momento al ligar las preocupaciones administrativas del estado con las
exigencias epistemológicas que conllevaba el autogobierno de las subjetividades
«liberadas» del viejo orden y que debían ser resocializadas en el nuevo.16 El
reformismo, en dcfinitiva, fue la respuesta política a la crisis de legitimación
que acompañó a la caída del Antiguo Régimen; una respuesta que yuxtapuso el
supuesto histórico-filosófico del progreso a la renovada idea aristocrática de una
monarquía al servicio del interés público. Pero, más allá de esta respuesta
concreta, lo importante es que la idea de «reforma» se impuso en el vocabulario
político de la modernidad como el correlato prácti-
40
co del diagnóstico de lo viejo, y en su vocabulario pedagógico como corolario
de la idea de la mejora de la especie a través del aprendizaje dirigido.
17. Young (1990: 8), por ejemplo, ha subrayado 1a reaparición en las discusiones
actuales de muchos de los temas y supuestos elaborados entonces.
18. Las referencias del debate pueden encontrarse en Kant (1981: 25.39 y 95-123) y de
forma más documentada en Burger (1986). Para un comentario más en detalle ligado al
problema de la problemática « popularidad» del proyecto de la educación popular véase Terrén
(1989).
41
esencial del hombre-hombre. Es en esta armonía de Ilustración y cultura, de
conocimiento y moral, en donde radicaba la clave de la reforma social y de la
consecución de la felicidad pública y el bienestar social. La ya referida
intervención de Kant en este debate y su definición de la Ilustración como un
proceso educativo hacia la autonomía moral conectó definitivamente
emancipación, razón y educación anclando definitivamente en el paisaje ideal
de la modernidad, algo que no estaba incluido en la formulación clásica del
arquetipo platónico: la legitimidad de una filosofía progresiva de la historia
como eje del binomio educación-felicidad.19
19. «El paisaje ideal es el mismo, con la salvedad de que este país indica par Kant en la
esperanza y en una aproximación sólo infinita a su realización, mientras que en Platón, en
cambio, consiste en la más intensa realidad, una realidad sustraída a todo devenir (Bloch,
1979/80: 426 s.). Siguiendo esta interpretación, el recurso a. la filosofía de la historia y la
imagen de la perfectibilidad humana dota al plovecto de una teleología justificada pero
alcanzable sólo de forma asintótica, cual es la clave de la tensión existente entre los aspectos
utópico y burocrático del arquetipo platónico. El bello ideal de su realización se revela como
(sólo) un supuesto regulador que dirige un curso de progreso con finalidad pero sin fin. La
inflexión kantiana de la utopia platónica consistió, en este sentido, en haber trasladado la
legitimidad del principio regulador del cambio social dasde lo metafísico a lo moral.
42
ilustrada como una «cultura pedagógica», es porque su lógica respondía al tipo
específico de legitimidad exigido por el nuevo patrón de ordenamiento.
Las posibilidades del futuro pasan por la organización del presente. Como ha
observado Gay (1973: 497): «reforma y libertad eran las dos caras de una
misma esperanza: las libertades estaban entre las reformas que debían ser
implementadas y las reformas estaban entre las felices consecuencias de la
libertad [...] [pero] libertad y reforma eran a menudo incompatibles». El camino
para la realización del progreso político de los ilustrados condujo a una serie de
estrategias organizativas que tuvieron
45
ilustrados de la segunda mitad del XVIII. Su confianza en el poder de la
educación como instrumento político de producción de la virtud y garantía de la
felicidad social (y no sólo moral, como decía Jovellanos) es la clave del
optimismo pedagógico implícito en su utopía reformadora. La educación
racional se convirtió con ello no sólo en un modelo de crecimiento en la virtud
individual, sino también en un modelo de gobernabilidad nacional en la que los
súbditos quedan sometidos a una dominación ejercida como enseñanza. Lo que
interesa destacar aquí es hasta qué punto su difusión fue fruto de la
autopercepción de ciertos intelectuales como administradores del saber legítimo
y depositarios de una misión cultural de renovación que debía garantizar la
felicidad social.
46
CUADRO 1. Rasgos difirenciales de la educación moderna
según diferentes criterios
48
bierno para temas educativos, además de filósofo; Turgot, Olavide o Humboldt,
fueron productores de orden, miembros de una élite intelectual que diseñó y
participó en la nueva regulación de una sociedad racionalmente organizada. La
superioridad del nuevo ordenamiento que pugnaba por imponerse no podía
satisfacer sus necesidades de legitimación simplemente en función de dictados
divinos o adscripciones estamentales: la superioridad debía transformarse en
hegemonía, y para ello la «cruzada cultural» jugó su papel erigiendo a la élite
intelectual en el profesor colectivo del cambio (Bauman, 1993: 37).25
En un sentido amplio, esto es, como aquel que crea, recrea y distribuye el
mundo de los símbolos, el intelectual es una figura social presente en todo
momento de la historia. Pero cada periodo reformula a su manera dicha figura
de la producción cultural. Tal y como fue elaborada en el humanismo
renacentista y replanteada en la cultura política de la Ilustración, la figura del
intelectual parecía aunar en sí una doble imagen de rigorismo científico y de
proyecto histórico de emancipación. Como señala Subirats (1991: 151), en
dicha unidad se funda la dimensión más importante de la tarea del intelectual
moderno: «su función orientadora y su objetivo pedagógico. El intelectual
moderno se afirmó como un educador social a través principalmente de una
comprensión exhaustiva y global de la realidad, y a través del principio crítico
como principio a la vez metafísico o epistemológico y ético o social».
25. Otra cosa es que no siempre la conciencia de ese liderazgo cultural consiguiera
expresarse en una misma consonancia con lo educativo. Así, por ejemplo, Voltarire, el maestro
de esa ironía mediadora entra el paternalismo del intelecual y la distancia social del gobernante
afirma: Lo que es de ley es que el pueblo sea guiado, no que sea instuido (carta 19-III-1766,
cit. en Lerena 1985: 52).
49
sobre los criterios de validez en que basar dicha aprobación (la justificación
racional); y un conjunto de creencias y actitudes comunes asociadas a la lectura
de textos canónicos y publicaciones temporales.26 La Conversación entre el
autor y el lector, publicada por Wieland en 1770 constituye una clara ilustración
de esa defensa de «la influencia de los intelectuales»27 en la que Wieland habla
de la fe que el lector debe profesar hacia el autor. Cuando el primero pide al
segundo una muestra de los antecedentes sociales y educativos que puedan
garantizar su credibilidad, éste ofrece únicamente como tales su capacidad de
razonamiento y su gusto. Y es que, efectivamente, como apunta Misgeld (1975:
24), la creación de esta esfera de debate público está íntimamente relacionada
con la preocupación por la difusión universal de la educación, pues ambas
suponen aspectos recíprocamente condicionados de una misma concepción de la
racionalidad: el conocimiento tenido por racionalmente legítimo es un
conocimiento científico, que es tanto como decir basado en principios
universales y, por tanto, públicos. Publicidad y racionalidad se exigen porque
tanto el ejercicio de los derechos públicos como la investigación científica
requieren un espacio discursivo libre de prejuicios, autoritarismos y
restricciones arbitrarias. En términos habermasianos esta exigencia recíproca
podría expresarse como la necesidad de espacios de comunicación no
distorsionada de que precisa todo proceso racional de discusión y toma de
decisiones. El nuevo lenguaje de la utilidad en que se expresó el discurso
reformista promovió criterios universales y formalmente accesibles que
pretendían acercar el ethos de la nueva regulación a la discusión pública. Este
giro fue decisivo para que la educación pasara de considerarse desde la
perspectiva de la distinción a la perspectiva de la producción y el interés
público. Como hemos visto, Montesquieu (1985: 25-29) mostró claramente esa
inflexión en la conceptualización de lo educativo al distinguir entre los objetivos
26. No obstante, debo tenerse en cuenta que la interrelación de estos tres factores
siguió caminos muy distintos en diferentes contextos. Así, por ejemplo, mientras que en
Escocia, caso estudiado por MacIntyre (1990), la creación de este público se debió en gran
medida al movimiento reformador de las universidades, en España se hizo sin contar con ella.
27. Expresión que, dado lo incierto todavía del sustantivo ‘intelectual’, en la época,
Phelan (1990: 22 s.) recomienda leer más bien como 1a influencia de lo inteleçtual.
50
de la educación característica de las sociedades reguladas por el principio
monárquico (honor, modales, orgullo) y los de la educación de una sociedad
republicana, que son aquellos que se corresponden con la virtud política.
28. (Coser, 1968: 1l5 Bendix, 1975: 15). El positivisno social, en última instancia,
extraerá su legitimidad de la ontología ilustrada que vio al mundo social como el escenario de
una vocación de legislación universal, de una misión de intervención cultural.
51
derivado de una adición deliberada al sentido histórico de la acción; la tendencia
a que tanto la generación de esa visibilidad del orden como las metas de sentido
se establezcan desde arriba, como sugieren todas las connotaciones de la luz y
la verdad consensadas por el arquetipo platónico.
29. Cit. en Bauman (1993: xiv). Las reflexiones de Weber se encuentran en (1979: 195 s., 429,
482). Para una convergencia de las «visiones providenciaes subyacentes en las dos versiones
referidas véase Giddens (1993:54 s.).
52
educador del pueblo quedaron así incrustadas en la formulación ilustrada del
arquetipo platónico. Es difícil valorar hasta qué punto la tendencia idealizadora
de la épica burguesa del progreso estuvo a la altura del ethos espiritual de la
unidad cultural clásica, pero es más fácil detectar las diferencias. Puede verse,
así, como un gesto característico de su constitución canónica en torno al ideal
del arquetipo platónico el hecho de haber introdúcido en él la noción de una
funcionarización del destino. La concepción de la historia como una historia de
educación ocupó en el imaginario intelectual moderno el lugar que la diosa
Verdad ocupaba en la memoria de los viejos poetas. Con ello, también, la
constitución histórica de la verdad objetiva y racional que debía ser enseñada de
acuerdo con su adecuación a lo real, a lo útil y a los principios de la lógica, se
volvió igualmente inseparable de la acción cultural de los llamados a producir
los criterios de demostración, verificación, normalización y distribución del
saber. En definitiva, la concepción pedagógica del mundo social como el
resultado de una organización en la que unos enseñan el camino y otros
aprenden a seguirlo es lo que se esconde bajo la imagen de una cultura
convertida en la ideología de los intelectuales. Tal y como sentenció la
Pedagogía de Kant (1988: 706):
No será casual que Dewey (1982: 107) mostrara interés por esta sentencia
kantiana. Los súbditos son concebidos como instrumentos desde la óptica de los
ilustrados administradores del conocimiento en quienes recae la responsabilidad
moral de planificar el desarrollo racional de la humanidad.
53
La élite y el pueblo: ¿tiene límites la ilustración?
Pero el público no era el pueblo. Esto es algo que Voltaire sabía muy bien
cuando se mofaba de la moda de los libros de agronomía que leían todos menos
los agricultores. Si bien es cierto que la ampliación del mercado de libros fue
una de las condiciones que permitió la emergencia de los nuevos intelectuales,
no lo es menos que la mayor parte de la población no podía leerlos.30 Así, por
ejemplo, cuando Rousseau afirmó en su Emilio que los pobres no necesitan
educación, no estaba expresando un desideratum, sino resumiendo la situación
de una multitud cuya educación moral nunca había pasado de la religión del pan
y el circo. El discurso ilustrado mantuvo siempre respecto a esta masa iletrada
una posición ambivalente que reflejaba ya no sólo su compleja identidad
ideológica, sino también su no menos compleja identificación política con el
aparato de poder estatal.
La Escuela de la Ideología fue definida por Destut de Tracy como una disciplina
que tenía por objeto la observación y des
[...] el arte de formar a los hombres, en todos los países, está tan
estrechamente relacionado con la forma de gobierno que no es posible
hacer ningún cambio considerable en la educación pública sin hacerlo en
la constitución misma de los estados.32
31: Recuérdese que para De Tracy, dado su marcado positivismo naturalista, la Ciencia
de la Ideología formaba parte de la Zoología, pues el análisis de las facultades mentales era
parte del análisis completo del animal en que debía encuadrarse el estudio racional (neutral) del
ser humano. Para un desarrollo más detallado de este punto véase Coser (1968. 220 ss.) y
Thompson (1990:31 ss.).
32. De l’esprit, IV, xvii, cit. en Hazard (1985: 178).
55
su ideario. Resultado directo de su influencia fueron el sistema de instrucción
pública de la Convención, y las escuelas Central, Politécnica y Normal, piezas
angulares del proyecto. El declive de los ideologues, sin embargo, fue tan
meteórico como su ascenso; su evelución estuvo tan ligada a la fuerza de
Napoleón como al colapso de su imperio. Tras la desastrosa campaña rusa de
1812, el consejo de estado escuchó la siguiente acusación:
[...] debemos echar la culpa de los males que nuestra recta Francia
ha sufrido a la ideología, esa metafísica sombría que busca sutilmente las
primeras causas en que basar la legislación del pueblo en vez de hacer uso
de las leyes conocidas para el corazón humano y de las lecciones de la
historia. Estos errores deben conducir, y de hecho, han conducido, al
gobierno de hombres sedientos de sangre... Cuando alguien está llamado
a revitalizar un estado, debe seguir exactamente los principios
contrarios.33
Quizá no resulte exagerado ver en este pasaje un precedente de esa actitud tan
característica de nuestro tiempo que es el culpar a la inadecuada planificación
educativa de ser la causa de los males políticos y económicos. Curiosamente, a
pesar de ser periódicamente denostada, siempre vuelve a ser el corazón de los
proyectos reformadores. Así, por ejemplo, el propio Napoleón había cortejado al
Instituto Nacional de los ideologues, había concedido cargos políticos a sus
miembros y había llegado a ser nombrado miembro de su sección de mecánica
tras la campaña italiana. Su golpe del 18 de Brumario fue mayoritariamente
aclamado en dicho instituto, pero ello no fue obstáculo para que terminara
viendo en el declarado republicanismo del Instituto una amenaza a sus
ambiciones autocráticas y para que, finalmente, amparado en la acusación ya
citada, prefiriera el potencial legitimador de la religión al de la ciencia: firmó el
concordato con la iglesia de Roma y disolvió la sección de ciencias políticas y
morales del instituto, aquella en cuyas memorias De Tracy había desarrollado
los fundamentos de la nueva disciplina.
34. Una narración más detallada de la historia de los ideologues puede véase en
Coser (1968: 220 ss). Sobre la presencia y vigilancia de los «socios eclesiásticos en las
escuelas patrióticas españolas pueden verse los documentos editados por Negrín (1984), que
reflejan hasta qué punto la religión siguió otreciendo la coartada educativa e una vía intermedia
que aspiraba a formar, pero no demasiado (Fernández Enguita, 12 125 y 1988). Esta especie
de vía intermedia ha sido descrita por Maravall (1986: 125 s.) como una prolongación
educativa del principio de limitación estamental, por el que el capital cultural debía
administarse de forma gradual según los escalones de la estructura social. Sobre la pervivencia
de la iglesia en ciertos modelos de regeneracionismo ilustrado es significativo El padre de su
pueblo, o medios para hacer temporalmente felices a los pueblos con auxilio de los señores
curas parrocos, editado dos veces entre 1793 y 1806 (reproducido en Mayordomo y Lazaro,
1988: 135-189).
57
estado y seguían viendo en la familia y los párrocos los instrumentos claves de
la socialización política, hasta quienes creían que la verdadera educación
política era sólo una educación por y para el estado.35
37. Las citas de los dos últimos párrafos proceden del término «pueblo» incluido en el
Diccionario de los hermanos Grimm, así como de otros documentos de la época que he
analizado en otra parte al estudiar el foco de tensión que lo popular supuso siempre en el
discurso ilustrado (Terren, 1989).
59
(1988: 697). Todas las institucionalizaciones de la tecnología del progreso que
surgieron de este discurso pueden integrarse en lo que Giddens ha llamado el
«lado oscuro» de la modernidad: la traducción tecnológica de esa auténtica
pesadilla de la modernidad que es la idea del orden.
De entre los diversos ámbitos en que se regionalizó la vida social moderna fue,
sin duda, el del trabajo el que sufrió un proceso de racionalización más
significativo. De hecho, como ha señalado Young (1990: 15), el núcleo central
del gran impulso utópico ilustrado fue el problema del trabajo. Merece la pena
considerarlo en detalle para tener una justa apreciación del impacto que el
cognitivismo implícito en la cultura pedagógica moderna ejerció sobre unas
prácticas y unos saberes que comenzaron a revelarse como cada vez más
anacrónicos en el contexto del mundo del capitalismo industrial que surgió de la
modernidad (Giddens, 1993: 23). Es precisamente en la contribución de la
historia de la educación al desarrollo de una conciencia industrial por la vía de
su red de estrategias disciplinarias donde mejor puede verse el origen de la
«máquina pedagógica» moderna.38
38. Dressen (1982). Para una visión de la utopía ilustrada del trabajo y la
glorificación de la industria como atributo humano cuya racionalidad exigía algo más que
60
Siempre han existido procesos de endoculturación a través de los que, con un
mayor o menor grado de formalidad, las generaciones de más edad han inducido
a las más jóvenes a adoptar los patrones de conducta laboral correspondientes a
cada una de las formaciones sociales. Una práctica aprendizaje (valdría decir de
socialización) habitual en el mundo preindustrial era el envío de niños a otras
familias o su inmersión en talleres artesanales desde muy temprana edad. Su
educación era, en estos casos, fruto de una socialización directa a través de la
participación, generalmente servil, en las actividades de los adultos. La solidez
y el arraigamiento social de este dispositivo de educación y servicio fue
seguramente una de las razones que permitieron la hegemonía de la
organización gremial, tanto en la estructuración de la vida social como en la
reproducción del conocimiento productivo. No en vano, cuando las nuevas
condiciones de acumulación pusieron de relieve las limitaciones de un sistema
de relaciones sociales y productivas no orientado hacia la globalización y la
reproducción expansiva constante surgió el gran debate de la cuestión gremial,
uno de los principales caballos de batalla del discurso regeneracionista ilustrado.
Vale la pena, pues, prestar atención a testimonios como el debate que tuvo lugar
en un periódico español a finales del XVIII acerca de la utilidad del sistema
tradicional de aprendizaje de los oficios.39 Un viajero que había permanecido
varios meses en la capital del reino escribió:
61
todos los muchachos y particularmente en todos los oficios, sin distinción de
talentos o capacidad de aquellos y de la facilidad o mecanismo de comprensión
de éstos? ¿Por qué a un muchacho que le destinan sus padres a que aprenda un
oficio no se le ha de enseñar otra cosa en los primeros años de su aprendizaje
que barrer el obrador, arrullar a los niños del maestro, comprar en la plaza y
verter toda clase de inmundicias y no a tomar en su mano herramienta delicada
[...]? Es circunstancia necesaria para aprender un arte enseñar primero a fregar,
a hacer un puchero, a barrer y manejar los trastos más asquerosos de la casa? Y
si lo es, ¿por qué se ha de estar cuatro o cinco años aprendiendo esto cuando el
aprendiz más rudo se entera de todo en menos de un mes?
Un mes después, tan ilustrado viajero fue respondido por un maestro artesano
que, aun reconociendo «la indecencia de algunos abusos» que eventualmente
podían acarrear una «pérdida del precioso tiempo de la juventud», se afanó en
reivindicar la servidumbre como un derecho legítimo en concepto de retribución
por los costes que suponía la formación impartida, tal y como ocurría en
cátedras y academias:
Lo cierto es que la rigidez de las condiciones del aprendizaje estipuladas por las
ordenanzas gremiales constituían un serio obstáculo para la movilidad de la
nueva fuerza de trabajo, para el acceso a la vida productiva de nuevos sectores
de la población y para la estandarización de las cualificaciones. Algunos
62
gremios exigían la limpieza de sangre de sus trabajadores y la mayoría de ellos
contaban con un libro de registro en el que debía mencionarse el día de entrada
del aprendiz en la primera casa para que no pudiera cambiar de oficio antes de
un cierto número de años. Las élites ilustradas que lideraron los nuevos
programas económicos nacionales toparon con la resistencia de estas
reglamentaciones. Aunque, en éste como en otros casos, no fueron capaces de
adoptar siempre una posición absolutamente unánime, sí fue común a todos
ellos la exigencia de que el estado asumiera la responsabilidad en el rediseño del
modelo productivo. En este sentido, el Proyecto económico de Ward, el Informe
sobre el libre ejercicio de las artes de Jovellanos o los Discursos sobre el
fomento de la industria popular de Campomanes son representativos de la
exigencia de un saber experto cuya racionalidad organizativa debía ser asumida
por la responsabilidad estatal.
La filosofía del trabajo implícita en dicha exigencia fue muy importante para la
conceptualización de una nueva relación pedagógica, pues dio lugar a lo que
Escolano (1988: 46 ss.) ha presentado como la «escisión entre la escuela y el
taller». Se defendió, por ejemplo, la necesidad de escuelas públicas para cada
oficio, lo que suponía desligar metodológicamente la enseñanza laboral de las
condiciones empíricas en que había estado tradicionalmente enmarcada. Fruto
de la invasión de la esfera del trabajo por esa misma epistemología taxonómica
que ya analizamos al hablar del cognitivismo característicamente moderno,
surgió la «enseñanza técnica» (Campomanes): una formación abstraída de su
contexto familiar y basada en un saber descompuesto y normalizado. Con ello
no sólo se pretendía una nueva formación acorde son una nueva ideología de la
productividad, sino también corregir la poca atención que las viejas formas de
socialización habían prestado —según los ojos ilustrados— a la dimensión
moral de la formación técnica. Lo que Campomanes (1978: 178) definió como
el axioma básico de la estrategia («todo oficio u arte ha de tener por base el
arreglo del tiempo determinado y preciso de la enseñanza» debe ponerse en
conexión, pues, con las propuestas del nuevo higienismo social con que
pretendía evitarse la degeneración irracional (improductiva) de las costumbres.
Ejemplo característico de ello es la política de «conservación» de los niños
analizada por Donze
63
lot (1979). El trabajo, como la familia, debía converger en el diseño de una
nueva administración del mundo social. En ella sólo lo socialmente útil es visto
como relevante para la felicidad social. Téngase presente que, como señala
Campomanes (1978: 80), cuando se está hablando de la nueva regulación de las
artes se está hablando de una nueva configuración de las prácticas sociales
(tanto científicas, como de oficio e incluso reproductivas) basada «en patrones
reglados y demostraciones y que es útil para la sociedad humana».
43. Sus ordenanzas pueden véase en MEO (1985, tomo 1). Para su historia puede
verse Guzman (1986: 56-63) y Pereyra (1988),
66
reformismo liberal de la primera mitad de siglo, el poso religioso que rezuma el
filantropismo subyaciente a la nueva definición de la profesión docente fue una
constante a lo largo de todo el siglo. Así por ejemplo, el reglamento español
para la formación de maestros impulsado por Gil de Zárate en 1843 (Varela,
1979: 185 s.) iba a proponer una imagen austera y frugal del nuevo funcionario
de la enseñanza, sometido a la «deferencia y la sumisión a la autoridad
legítima» y formado para hacer cumplir y potenciar la subordinación y la
regularidad. Un diccionario educativo de 1884 identificaba todavía a la
profesión docente con...
67
jo en general, y del docente, en particular, así como la implementación de las
nuevas pautas de endoculturación asociadas a dicha racionalización, exigían un
esfuerzo en el desarrollo tecnológico de las capacidades de vilancia, supervisión
y medición.45 Estas capacidades constituyeron una dimensión fundamental en la
confluencia de capitalismo e industrialismo que dio lugar a la constitución de la
modernidad madura (Giddens, 1993: 62). Como veremos, su desarrollo estuvo
indisociablemente ligado al proceso de concentración administrativa
característico de los estados nacionales.
45. A mediados del siglo XIX, Tiempos dificiles (de Charles Dickens) aportó quizá la
imagen más representativa de cómo ciertos dementos de la iconografía ilustrada del orden
comenzaran a marchitarse en las decadas siguientes con los humores agrios del industrialismo
decimonónico y los rituales de la sociedad victoriana. Un atemorizante profesor, Sir Thomas
Gradgrind, «un hombre de realidades, un hombre de hechos y cálculos que se rige por el
principio de que dos y dos son cuatro, y nada más» se presenta ante los indefensos alumnos y
alumnas provisto de reglas, escalas y tabla de multiplicar en el bolsillo, para «pesar y medir
cualquier fragmento de la naturaleza humana. Es —sigue diciendo Dickens— una simple
cuestion de cifras, un asunto de simple aritmtica». Siempre muy atento al mundo de la
imaginación infantil que asociaba con la libertad y la espontaneidad, Dickens critica en esta
novela el autoritarismo de los hechos, la sistemática y los métodos abstractos y utilitarios
apartan que anulan la conciencia de la realidad (Mannning, 1970).
68
rentabilización del conocimiento y como dispositivo político de
desmantelamiento de esa ociosidad con que desde los textos ilustrados se venía
identificando al pueblo. La lógica del cognitivismo implícita en la cultura
pedagógica de la modernidad volvió a jugar en este sentido un papel decisivo;
esta vez, a través de la gestación de esa forma específica del conocimiento que
es el conocimiento escolar y de las prácticas disciplinarias asociadas con él.
Varela (1979: 182 s.), por ejemplo, da cuenta de un significativo artículo del
reglamento escolar español de 1838 por el que todo maestro público debía
«arreglar los ejercicios de las escuelas y la distribución del tiempo de modo que
ningún niño esté jamás ocioso».
46 Véase, al respecto, Abbagnano y Visalberghi (1976: 16, 102), Toti (1975: 1-5) y
De Grazia (1966: 1-9).
69
da mitad del XVIII y primera del XIX, cuando la expansión de la nueva
economía humanizadora del castigo hizo del alma y no del cuerpo el principal
objetivo de represión, y cuando el estilo penal incorporó una nueva
temporalidad orientada hacia el futuro (Foucault, 1986: 14-30, 127). Tanto en la
práctica judicial como en la educativa emergió una nueva concepción del saber
que respondía a una nueva articulación de las relaciones de poder centradas,
sobre todo, en la reconversión productiva de los individuos a través de la
edificación de su alma. Todo ello contribuyó a hacer arraigar en el sentido
común de la modernidad un motivo fundamental que constituye in nuce el
germen de la visión moderna de la justicia social y de ese meritocratismo
característico del humanismo burgués: la administración de la justicia se hace
inseparable de una organización de la educación de masa como garantía de la
validez legitimadora y la eficiencia del nuevo orden.
47. Cit. en Varela (1979: 189). La genealogía de esta nomalización jurídica del
aprendizaje socialmente considerado legítimo es más ampliamente examinada para el
contexto de la educación amerícana por Wise (1979), quien subraya las limitaciones de la
estrategia de racionalización del proceso educativo respecto a cuestiones como la
productividad o la eficiencia.
70
que hemos comentado en la sección anterior se añadiera la de la incorporación
de los relojes, símbolo de la nueva valoración del tiempo.48 La ociosidad que
constituyó la racionalidad educativa de aquella primera alma occidental pasó a
ser su principal enemiga y la primera causa de los males sociales; un
ideologema que presidió proyectos de intervención social desde Juan de la Salle
hasta Fourier.
71
folta, 1978). Disposiciones espaciales parecidas a las derivadas de la
homogeneización del tiempo de trabajo en las fábricas se registraron en las
escuelas. Los Hermanos de la Vida Común, por ejemplo, introdujeron la
disposición de las aulas en hileras que permitieran clasificar a los individuos
según su edad o aptitudes. La arquitectura escolar de la Francia de la III
República, hija tardía en el plano educativo de la educación ilustrada, suministró
todo un repertorio de minuciosas medidas de higiene social que preveían la
frecuencia de las aireaciones de las aulas, los metros cúbicos de aire respirable,
los metros cuadrados de suelo para trabajo y para recreo, la dirección de entrada
de la luz o la organización de las letrinas (Bouillé, 1988: 5 1-69). Todo un
espectáculo de visibilidad y separabilidad. Y es que, en el fondo, «las
disciplinas que analizan el espacio deben ser también entendidas como aparatos
de sumar y capitalizar tiempo» (Foucault, 1989: 162). Si uno era el estado,
había señalado Napoleón, una debía ser la escuela. El Plan Quintana habló de
una enseñanza que sólo podía ser universal y pública si era uniforme, esto es, si
era una en la doctrina, en los métodos y la lengua, algo que Condorcet (1980:
244 s.) ya había visto claramente cuando habló de...
72
corrupción de dialectos que no eran sino vestigios de feudalismo, de lo viejo, al
igual que otras prácticas de endoculturación que pervivían en la transmisión de
romances, jácaras y coplas.50 En definitiva, dividir y clasificar para uniformizar;
uniformizar y metodologizar para vigilar; vigilar para capitalizar. Las galas con
que se vistieron las primeras presentaciones en sociedad de las innovaciones
disciplinarias de la modernidad educativa —como, por ejemplo, la escuela
mutua de Lancaster y Bell— deben ser suficientemente representativas a este
respecto:
73
historia como una historia de progreso que avanza hacia el triunfo definitivo de
la razón supuso una comprensión del pasado orientada hacia un futuro hecho
presente. Por otro, la propia configuración racional del presente exigía la
regulación administrativa de la temporalidad de las prácticas sociales cotidianas.
En el fondo, como ya Marx intuyó en sus Grundrisse, toda economía es, en
última instancia, una economía del tiempo.
Al fin y al cabo, la sociedad educada anhelada por las élites ilustradas no era
sólo una polis de ciudadanos ilustrados que debían aceptar la legitimidad de la
nueva simbología del pro-
74
greso y reconocer la validez del saber directivo de sus gobernantes. Era también
una masa desorganizada que era preciso vigilar y regular desde su interior a
través de un programa disciplinario. Esta programación es lo que Foucault
(1986) describe como un «esquema anatomo-cronológico de comportamiento»,
una minuciosa maniobra de dominación por la que el tiempo unidimierisional y
acumulable colonizó la vida social en general y la práctica educativa en
particular. Cuando el régimen de la industrialización capitalista hubo de hacer
uso de esta estrategia disciplinaria, hacía ya tiempo que los modelos de los
ejércitos y los monasterios habían sentado sus bases.52 Adam Smith (1996: 732)
incluso combinó sus elementos constitutivos al describir el poder espiritual de la
iglesia como un «ejército [...] disperso en una multitud de cuarteles, pero cuyos
movimientos y operaciones podían ser dirigidos por una sola cabeza y
ordenarlos con arreglo a un plan uniforme». Pero los supuestos normativos y el
estilo cognitivo implícito en el modelo de la racionalidad educativa, hicieron
que ésta se convirtiera en la más importante fuente de poder espiritual de la
modernidad. Su discurso y sus fórmulas organizativas han impregnado desde
entonces las fuentes de legitimidad tanto del idealismo de su proyecto de
cambio social dirigido como de su programación efectiva, pues permitía aunar
ambos en un mismo cuadro teleológico de racionalización progresiva del
mundo. La reformulación ilustrada del discurso pedagógico de la modernidad
permitió, en definitiva, aunar el proyecto y el programa de una historia en la que
no sólo había que creer, sino que también había que realizar.
75
mismo tardoilustrado como la Institución Libre de Enseñanza o el
regeneracionismo, supo resumir muy bien la esencia de este discurso:
76
76