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EDUCACIÓN Y MODERNIDAD

PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENTO UTÓPICO


Colección dirigida por José M. Ortega

109
Eduardo Terrén

EDUCACIÓN
Y MODERNIDAD
Entre la utopía
y la burocracia

Prólogo de Mariano Fernández Enguita

UNIVERSIDAD DA CORUÑA
Educación y modernidad: Entre la utopía y la burocracia / Eduardo Terrén;
prólogo de Mariano Fernández Enguita. — Rubí (Barcelona) Anthropos Editorial A
Coruña Universida de la Coruña, 1999
XI p. + 315 p. 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico; 109)

Bibliografía p. 295-311
ISBN 84-7658-552-7

1. Sociología de la educación - Teoría crítica 2. «Modernidad» - Aspectos sociales


1. Fernández Enguita, Mariano, pról. II. Universidade da Coruña III. Titulo
1V. Colección
37.015.4

Primera edición: 1999

© Eduardo Terrén, 1999


© Anthropos Editorial, 1999
Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)
En coedición con Servicio de Publicaciones. Universidade da Coruña
ISBN: 84-7658-552-7
Depósito legal: B. 17.244-1999
Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales
(Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96
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A Alberto y Eduardo,
que vinieron al mundo a la vez que este libro,
y a Elia, que los trajo
PRÓLOGO

La crisis de los valores de la modernidad ha golpeado con particular dureza a la


institución escolar. Aunque la escuela nunca se ha distinguido como una
institución especialmente moderna en sí misma —baste pensar en la manida,
pero en buena parte cierta, afirmación de que ni la estructura básica de sus
contenidos ha cambiado demasiado desde el trivium y el quadrivium ni las
rutinas básicas de su funcionamiento lo han hecho desde la Didáctica Magna o
la Ratio docendi et discendi—, lo que sí ha sido es la principal institución
modernizadora. Global, colectiva e históricamente considerada, la modernidad,
sin duda, debe mucho más a la guerra, al mercado, la máquina de vapor, la
organización fabril o la administración burocrática, pero la experiencia escolar
ha sido y sigue siendo el instrumento principal mediante el cual cada individuo
es llevado a vivir por sí mismo el proceso que conduce a ella, el escenario en
que la ontogénesis sigue, de grado o por fuerza, el camino de la filogénesis. En
sentido contrario, la institución escolar debe más a la modernidad y se identifica
más intensamente con ésta que cualquier otra institución contemporánea, pues
es deudora como ninguna de sus principales ideas-fuerza: progreso, crecimiento,
racionalidad, nación...
Del lado del profesorado, la creencia en el progreso y la ra
IX
zón- ha suministrado el armazón fundamental del discurso educativo y
pedagógico, articulado siempre en los términos de una empresa civilizadora. De
lado del alumnado, ha aportado la justificación para esa moral victoriana en
que se sustenta, después de todo, el esfuerzo del aprendizaje escolar, concebido
invariablemente como una renuncia menor al presente a cambio de mayores
ganancias en el futuro. Con el derrumbe de esta fe única, la imagen prometeica
en la que un profesorado adalid del progreso guiaba y empujaba a un alumnado
ávido de unirse a él ha sido sustituida por su caricatura epimeteica, en la que
unos profesores desmoralizados y convencidos de que cualquier tiempo pasado
fue mejor se enfrentan a unos alumnos desmotivados y seguros de que el futuro
será siempre peor.
La crisis —quizá una forma de morir de éxito, por otra parte— de las
representaciones modernistas y modernizadoras de la historia nos impone, una
vez más, la tarea de deconstuir- y reconstruir el discurso y, más en profundidad,
la idea misma de la educación, aunque probablemente ya no sea posible hacerlo
con la misma facilidad y nitidez de ocasiones anteriores. Creo que, si hay algo
que distingue los análisis del pensamiento y el discurso educativos del último
periodo, es el intento de captar su complejidad —y la de sus limitaciones— a
través de sus contradicciones internas. Un indicador exiguo, pero no trivial,
puede encontrarse en la tendencia al uso de las antinomias en los títulos que
sintetizan algunos de estos esfuerzos. Hace algo más de quince años, y antes de
que lograra anegarnos la oleada de la postmodernidad, el malogrado Carlos
Lerena tituló su último libro Reprimir y liberar, con la intención de expresar, en
este dualismo, la naturaleza contradictoria de la macrovisión de la educación,
nacida con la Ilustración y con el positivismo sociológico y desarrollada a través
de la sociología clásica y del reformismo pedagógico. En un ámbito más
limitado, yo mismo me he servido también de estos juegos de palabras para
desmenuzar las grandes reformas escolares comprehensivas (en el libro Integrar
o segregar) y para analizar el primer pensamiento ilustrado en torno a la
educación (en el artículo «El legado de la Ilustración: crédito y débito», partidas
que identificaba respectivamente con la emancipación y el sometimiento).
Eduardo Terrén nos propone ahora rastrear la relación entre educación y
modernidad, como reza el subtítulo de esta obra, entre dos par-
X
ticulares Escila y Caribdis, entre la utopía y la burocracia. Más allá del posible
gusto de los intelectuales, y en especial de los sociólogos, por los títulos
ambiguos y misteriosos, gusto que no cabe negar; creo que esta extendida
afición responde también, y quizá en primer término, a la naturaleza
ambivalente y contradictoria de la educación, tanto como actividad como cuanto
institución, y a la conciencia de que nuestras indagaciones tal vez abran más
problemas de los que cierran.

Aunque aprecio y admiro enormemente el trabajo de Lerena, con quien


comencé a transitar el campo de la Sociología de la Educación, mis
inclinaciones han sido siempre otras, más del lado del análisis de los
fundamentos económicos, las estructuras organizativas, los intereses colectivos,
etc. que de las representaciones, los discursos o las racionalizaciones propias del
pensamiento educativo. Sin embargo, el trabajo de Eduardo Terrén, basado en
una tesis doctoral de la que fui mentor, comparte con el de Lerena —en
particular con Reprimir y liberar que, paradójicamente, no se cuenta entre sus
fuentes—, a mi juicio, la fascinación por la esencia directamente educativa y
pedagógica del proyecto modernizador y de sus precedentes—, es decir, por la
dimensión abiertamente educacional del pensamiento social contemporáneo y
su pertinencia inmediata para el análisis del complejo de instituciones, prácticas
y discursos que caen bajo el amplio epígrafe de la educación. En ese sentido,
reanuda una importante reflexión donde aquella la dejó, y tengo el deber y la
satisfacción de decir que se muestra en ello a la altura de la tarea, cosa que no
era fácil.

MARIANO FERNÁNDEZ ENGUITA

Collado Villalba, septiembre de 1998

XI
Nos encontramos actualmente en un nivel muy
avanzado de una mutación que comenzó en los
siglos XVII y XVIII cuando, al fin, el saber se
convirtió en una especie de cosa pública.

MICHEL FOUCAULT
INTRODUCCIÓN

Un cuerpo docente sin fe pedagógica


viene a ser un cuerpo sin alma.

EMILIO DURKHEIM

1997. En una lluviosa mañana del mes de enero los estudiantes gallegos
salieron a la calle en respuesta a una convocatoria de huelga contra la política
educativa de la Xunta. Al término de la manifestación celebrada en Santiago de
Compostela, un estudiante leyó un comunicado en el que advertía: «si el
gobierno recorta los fondos destinados a educación nos hará perder el tren de la
modernidad».

¿Qué es «el tren de la modernidad»? Una frase hecha; un tópico del


lenguaje sociopolítico que asocia metafóricamente una constelación cultural (la
modernidad) con lo que durante casi un siglo, desde Turner a Marinetti, fue, sin
duda, la más simbólica de sus realizaciones (el ferrocarril). Con sus horarios y
sus itinerarios prefijados, el tren fue un modelo de movimiento organizado, una
viva y rutilante expresión de la burocratización del tiempo que contribuyó
enormemente a que en la imagen burguesa del mundo el orden se transformara
en rutina. Hoy, en la llamada con cierta imprecisión «sociedad del saber», el
«tren de la modernidad» es la muletilla con que la retórica de la modernización
sigue vinculando de forma aproblemática una forma de ver y organizar el
mundo con una forma de recorrerlo.1

1. Las aplicaciones industriales del vapor, los trenes, la escuela pública de masas y la
sociología son todos hijos de la misma época. Gran parte de la metaforología de la
3
En discursos, en inauguraciones, en folletos conmemorativos e incluso —como
hemos visto— en manifestaciones, el recurso a la figura algo añeja pero
retóricamente sólida de esas máquinas de progreso que frieron los ferrocarriles,
puede servirnos de recordatorio de hasta qué punto nuestra forma de hablar es
una rutina más de las muchas que todavía siguen presas de los hábitos modernos
en un mundo que quizá esté empezando a dejar de serlo.

Los trenes, las fábricas, los automóviles, las autopistas, los rascacielos, son
elementos clásicos en cualquier representación del orden moderno. Y también,
por supuesto, lo son las escuelas, que a muchos sitios llegaron al mismo tiempo
que los primeros raíles y las primeras chimeneas industriales. A todos estos
elementos nos referimos cuando decimos que una ciudad o un país son
modernos, dando a entender, así, que han seguido una determinada senda de
desarrollo económico e institucional. Todos ellos, junto con las expresiones,
percepciones y hábitos a que han dado lugar forman parte de lo que aquí
denominaremos las rutinas de la modernidad.

El motivo central de la ideología de la modernidad es haber identificado el


cambio económico y social (es decir, el cambio histórico) con el triunfo de la
razón: el tren de la modernidad es el tren de la razón, el tren del progreso. La
fundamentación de esta identificación ha sido el caballo de batalla de muchos
intelectuales modernos desde hace más de doscientos años. La modernidad, sin
embargo, no sólo es un conjunto elaborado de ideas. Refiere también a un tipo
de experiencia sobre el que se fundamenta la validez vivida de los estilos de
vida y de organización social basados en dichas ideas. Es también, en una
palabra, la cotidianeidad en la que éstas ganan su legitimidad. En

modernidad en torno al tema del desarrollo se fraguó en este periodo de industrialización cuya
sensación de impulso está foimidablemente plasmada en Lluvia, vapor y velocidad de Turner.
Proudhon, por ejemplo, habló del «tren del progreso», poco después de la invención de la
locomotora de vapor y William Monis describió los barcos de vapor como «las nuevas
catedrales de la era industrial». El uso racional del vapor fue, efectivamente, la clave de toda
una simbologí de la eficiencia que ya en nuestro siglo sería reelaborada por la estética
maquinista del futurismo y las utopías tecnocráticas de la sociedad postindustrial. Hoy dia esa
nueva versión de discurso modernizante que es el europeísmo ha reflotado la metáfora y hablar
de la educación como un instrumento esencial para no perder «el tren de Europa» o para no ir
«en el vagón de cola» es algo recurrente hasta el hastío.
4
este sentido, lo propio de la experiencia moderna es el creer que las
instituciones entre las que discurre nuestra vida social son esencialmente
racionales. Esto es, creer que su estructuración y su funcionamiento están bajo
el control racional de un conocimiento sistemático de la verdad. La esencia de la
experiencia de la modernidad es, pues, una especie de fe en la razón. A esto le
llamó Weber «el carisma de la razón».

Aparentemente, es cierto, fe y razón parecen términos contrapuestos. Sin


embargo, contra lo que puede desprenderse de visiones simplificadoras que
entienden el proceso de racionalización de la vida social moderna en los
términos de una vulgar secularización, el principal esfuerzo del pensamiento de
la modernidad ha sido mostrar su necesaria, aunque siempre tensa y dificil,
complementariedad. Tras la Revolución Francesa los ilustrados no incendiaron
las iglesias, sino que levantaron en ellas altares a la diosa razón y organizaron
procesiones en las que las imágenes de los santos eran sustituidas por la bandera
de la república y los bustos de sus filósofos. Comte, cuya estatua aún preside la
Place de la Sorbonne, llegó a elaborar todo un culto religioso en torno a una
ciencia que, a pesar de su misticismo racionalista, se hacía cada vez más
industrial.

Max Weber ofreció un marco teórico sobre el que dilucidar esta cuestión y por
eso le dedicaremos una atención especial en el segundo capítulo de esta obra.
Según tendremos oportunidad de ver allí, Weber mostró cómo, por más que lo
carismático fuera perdiendo sus tintes más puramente personalistas o
tradicionales, esa sociedad de organizaciones en que se fue constituyendo la
sociedad moderna tenía que seguir alimentándose de fuentes de dominación
hierocrática. Mostró, en definitiva, que tan característicamente moderna era la
racionalización de lo sagrado, como la sacralización de lo racional. Este libro es
un intento de mostrar cómo el discurso pedagógico moderno ha desempeñado
un papel esencial en la combinación de ambos proccsos.

Existen en la sociedad moderna ámbitos institucionales y profesionales


específicos que son especialmente sensibles a este carácter ambidiestro de la
modernidad; espacios organizacionales que administran un ideal y que, al
mismo tiempo, reciben de él la santificación de su forma de administrarlo. La
educación es seguramente la institución más representativa a este

5
respecto. Quizá por ello, tal y como se defiende en el primer capítulo, la cultura
de la modernidad se constituyó como una cultura pedagógica. Como muy bien
supieron ver los ilustrados, la lógica propia de la relación pedagógica permitía
articular, con tensiones pero sin estridencias, el compromiso fideísta con un
proyecto histórico y el aseguramiento de su realización práctica; la energía
motivacional de las ideas y la disciplina que entraña su efectiva realización; la
seducción de lo trascendente y la producción del programa que debe alcanzarlo.
De ahí que la educación, tal y como ha sido pensada y diseñada desde la
Ilustración, pucda considerarse como paradigma del proceso de racionalización
de la modernidad, como ámbito institucional privilegiado en el que se exhibe la
peculiar armonización moderna de esa dialéctica de fe y razón a la que se refiere
Weber.

En la reconstrucción del discurso pedagógico de la modernidad que se presenta


en este libro, dicha dialéctica es contemplada a través del prisma de la relación
que guardan entre sí dos principios igualmente condenados a convivir en la
ideología de la modernidad: la utopía y la burocracia. Como en toda buena
dialéctica, utopía y burocracia son contrarios; pero su relación no termina ahí.
No se enfrentan estáticamente, como lo que se opone; sino, más bien,
dinámicamente, como lo que se contradice. La contradicción es lo propiamente
dialéctico porque exige un diálogo de lo que es diferente; y donde hay diálogo
debe haber también una cierta armonía o, al menos, una cierta comunidad de
lenguaje. Pues bien, el hilo conductor que recorre este libro es la idea de que ha
sido la educación el espacio organizativo en que más claramente se ha mostrado
esa perenne contradicción moderna entre la utopía de la promesa y la burocracia
de su puesta en marcha. Por eso el discurso educativo ha suministrado al
lenguaje de la modernidad lo más esencial del acervo simbólico necesario para
poder hacer dialogar lo utópico y lo burocrático en su permanente espiral de
reforma.

Hoy día, ciertamente, tanto «utopía» como «burocracia» son términos envueltos
en una inquietante ambigüedad que los convierte en armas arrojadizas de calibre
y direccionalidad muy diversas según quien los use. La utopía puede ser vista
tanto con los ojos progresistas de quienes la consideran un factor ineludible del
cambio como con los de quienes la desprecian desde un seguro realismo. En
este último sentido, la valoración de lo
6
utópico depende mucho de cuál sea el valor que se otorgue al idealismo que lo
sostiene. Las condenas conservadoras del sesentismo, por ejemplo, o las más
recientes críticas neoliberales de la utopía socialdemócrata pueden oscilar entre
la ironía ante lo que se considera una mera ingenuidad y la denuncia de una
supuesta maniobra de conspiración filosocialista. La burocracia, por su parte,
sobre todo después del diagnóstico weberiano y del pesimismo radical de un
Foucault que hizo del panoptismo su peculiar jaula de hierro, suele asociarse
con las patologías del progreso, con el lado oscuro de una modernidad cuya
inevitable burocratización tiende a eclipsar la luz de la utopía. Tanto en la
izquierda como en la derecha pueden encontrarse ejemplos condenatorios de
esta asociación, si bien, claro está, la inciativa que en cada caso se considera
abortada es de muy diferente signo. No obstante, y en la medida en que la
esperanza moderna es la ilusión de una organización racional de la vida social,
lo burocrático tiene igualmente su lado constructivo como imagen de orden y
eficiencia que resume las ventajas de un sistema abstracto de relaciones basado
en el cálculo y el conocimiento objetivo. No hace mucho, en esos momentos de
modernidad satisfecha que ahora nos parecen tan lejanos, se vio en la imagen de
este orden no la esclereotización del impulso moderno, sino su realización; no
el ocaso de la razón, sino más bien su triunfo.

En cualquier caso, una reconstrucción del origen, desarrollo y crisis de la


modernidad educativa como la que aquí se acomete, no ha de dejar de reflejar
las constantes tensiones a que se ha visto sometida esta difícil pero inevitable
dialéctica entre la utopía y la burocracia. En ésta puede verse, pues, el verdadero
hilo conductor de este libro y la idea central con la que se intenta mostrar el
lugar central del discurso educativo dentro de la constelación cultural y el estilo
de vida de la modernidad. Desde hace doscientos años la Gran Reforma (tanto
individual como colectiva) ha sido el ideologema básico.2 Y si lo ha sido, en
gran parte se debe a que «educar» ha sido la Gran Solución para casi

2. Negri (1992:48 ss.) ha sostenido la imagen del reformismo como distintivo de la


reorganización del capitalismo de nuestro siglo. Extrapolo aquí sus tesis para hacer del
reformismo una característica esencial que une a la primera modernidad con la modernidad
tardía de la posguerra.

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todo, la fórmula mágica de la política para unir la realidad y el sueño.

Es importante advertir que, a partir de la dinámica señalada, el análisis de esa


historia de imágenes, proyectos, consignas, etc. que han constituido el discurso
pedagógico de la modernidad en sus diferentes momentos, no ofrece esa imagen
de evolución progresista que parece subyacer en las historias tradicionales de la
pedagogía.3 Más bien, presenta a ésta como una tópica vertebrada sobre los
flujos y reflujos de saber y poder sobre los que se configura ese complejo de
dominación racional que es —o ha pretendido ser— el orden moderno.

La forma en que el discurso pedagógico de la modernidad vincula la utopía y la


burocracia responde a lo que en este libro se denomina el arquetipo platónico.
Un arquetipo es una imagen legitimante, una configuración ideológico-cultural
cuyo entramado simbólico hace significativas y, por tanto, legítimas situaciones,
trayectorias o principios que sin él serían inaceptables o contradictorias. Los
arquetipos son importantes para nuestros mundos de vida porque acumulan el
trabajo interpretativo de las generaciones precedentes en determinados
esquemas de representación cultural que influyen directamente sobre nuestra
forma de entender, ordenar y vivir nuestra práctica; sobre la forma en que
construimos nuestra identidad personal y, por ende, profesional. Sobre estas
representaciones gravita buena parte de las posibilidades de la legitimidad,
porque un arquetipo permite unir las ideas y las experiencias vitales de una
constelación cultural y de quienes viven en ella. La modernidad, como toda otra
forma de ver y organizar el mundo, tiene sus arquetipos. Y éste que
denominamos el «arquetipo platónico», que hunde sus raíces en los arcanos del
pensamiento occidental, es muy probablemente el más importante para entender
la centralidad simbólica de la educación en el lenguaje político y en el
entramado de las necesidades de legitimación de la sociedad moderna.4

3. En realidad, hoy ya no podemos aceptar ninguna historia como una historia de


progreso. Pero todavía menos la dibujada por una mirada sociológica orientada por la
estrategia de la genealogía. Esta, como ha explicado Foucault (1985), es una mirada atenta a
hechos singulares que permiten una descodificación de los símbolos sobre los que se estructura
lo social, y no tanto a una reducción y sistematización de lo diverso y lo singular que permita
una intetpretación última de carácter normativo.

4. Paro un análisis detallado de la importancia de la educación como metófora, no

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Calificamos este arquetipo como platónico porque, en el fondo, su validez
depende de la validez metafísica de los grandes valores como la verdad, la
belleza o el bien. La teoría platónica del saber (la primera teoría política de la
educación más allá del ars de los sofistas) convirtió esos universales en pilares
de una paz perpetua asegurada por una educación racionalmente dirigida,
diseñada y administrada por quienes tienen acceso a ellos:

Los sabios legisladores, los arquitectos del conocimiento y de la res publica. El


discurso pedagógico de la modernidad reelaboró esa misma lógica de la
producción del bien en un lenguaje axiológico algo diferente: igualdad, libertad,
fraternidad; pero retuvo esa manera de pensar el cambio social a partir de una
causalidad intelectual orientada según una plan definido que el conocimiento
experto es capaz de descubrir y trazar.5

La legitimidad profesional y el prestigio social del científico social moderno al


servicio del Estado, del científico de la educación o del profesor son deudores
de esa vieja representación platónica. Como es bien conocido, en ella se estipula
que es deber de los conocedores de la verdad el traer a este mundo las ideas
puras que habían encontrado en su viaje al mundo de la luz y ordenar el caótico
ambiente de la doxa (los sentidos, e1 pueblo, la apariencia social) según la sabia
legislación que les deparaba la contemplación de dichas ideas. Estos
conocedores de la verdad (los expertos o los intelectuales diría un moderno)
debían ser los encargados de diseñar unas medidas políticas y, sobre todo,
educativas, que trasladaran al público las formas de organización que su elevado
espíritu les había permitido aprenden Ese sentimiento de deber emanaba de su
propia aprehensión de la dimensión social de la idea de bien. Ésta les obliga a
«descender» al mundo de la corrupción y la mediocridad y a

sólo para la propia teoría de la educación, sino para una teoría social en general (en la medida
en que las normatividades implícitas en conceptos como formación, crecimienlo o liberación
suministran diferentes visiones del cambio social) véase Elliott (1984).

5. Como observó Dewey, «mucho de lo que se ha dicho después se ha tomado de lo


que Platón enseñó primero al mundo en una forma consciente […] Seria imposible encontrar
en ningún esquema de pensamiento filosófico un reconocimiento más adecuado, por una parte,
de la significación educativa de las organizaciones sociales y, por otra, de la dependencia de
esas organizaciones respecto a los medios empleados para educar a la juventud. Seria
imposible encontrar un sentido más profundo de la función de la educación para descubrir y
desarrollar las capacidades personales y para prepararlas de modo que se pongan en contacto
con las de los demás» (1982:78).
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unir la especulación con la experiencia al tiempo que confiere legitimidad a su
tarea de traer a este mundo lo que no tiene un lugar en él (es decir, lo utópico)…

— [...] un Estado no podrá ser feliz a no ser que su plan no sea


trazado por esos artistas [los filósofos] con arreglo al divino modelo que
tienen sin cesar a la vista [...].
— [...] Pero, ¿cómo se las arreglarán para trazar ese plan?
—Considerarán el Estado y el alma de cada ciudadano como una
tela que hay que dejar limpia [...] Trabajarán luego en esa tela poniendo
los ojos ya en la esencia de la justicia, de la belleza, de la templanza y de
las demás virtudes, ya en lo que en el hombre puede darse de este ideal y,
merced a la combinación de estos dos elementos, formarán el hombre
verdadero [.,.].

Sólo así —dice Platón más adelante— es posible una felicidad pública que haga
del recto gobierno una verdadera realidad y no un mero sueño. Por eso,
concluye el viejo Platón de las Leyes:

El legislador no debe permitir que la educación se convierta en un


asunto secundario [...] El mejor de todos los ciudadanos debe ser
nombrado guardián y supervisor de la educación [...] y esta función debe
considerarse como la más grande de todas las funciones del estado.6

A través de la Ilustración, la modernidad, heredó muchos motivos de esta visión


de la dirección de lo social y de la labor que la educación debía desempeñar en
ella. Heredó, como es manifiesto en la obra clásica de Montesquieu, la noción
platónica del «ethos de las leyes» como nivelador de las diferencias y la
creencia en que la legislación racional puede cultivar la virtud. Heredó también
una imagen metafísica de la naturaleza humana cuya perfectibilidad le permite
remontar sobre sí misma em

6 República. 500 e / 501 a,b y Leyes, VI 72. «Platón escrbió la Républica para
justificar la idea de que los filósofos debían convertirse en reyes [...] pues esto llevaría a la
comunidad esa tranquilidad completa, esa paz absoluta que constituye, ciertamente, la mejor
condición para la vida de los filósofos» (H. Arednt, Lectures on Kants political philosophy,
cit. en Baumann, 1993: 86). Cierto: pero también escribió las Leyes, su última reflexión sobre
el problema de la educación y el Estado. En ella el problema de la función de los intelectuales
en la dirección de la vida social se complementa con el del diseño de una educación popular,
que fue —como veremos—, el gran problema ilustrado.

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barcada en un proceso unidireccional de progreso. Pero heredó, sobre todo, esa
arquetípica concepción de la «misión» intelectual, así como muchas de las
metáforas en que dicha concepción se expresó. La más significativa de ellas fue
la de la luz, íntimamente asociada a la labor esclarecedora del conocimiento
legítimo y al señorío elitista implícito en el papel de quienes debían poner en
marcha desde arriba dicho conocimiento.

Fiel a la vieja idea del Leyes platónico que veía en el gobernante-educador la


representación de quien trata al pueblo como trata a su paciente un verdadero
médico-filósofo, la cultura pedagógica ilustrada concibió una educación
científicamente regulada cuya instrumentalización de la verdad y la virtud
estaba amparada por la aurora racional de su proyecto de emancipación. Dio
forma con ello a una «era de la ideología» (Bendix, 1973: 15, 33) cuya
disposición cultural estaba basada en la idea de que el hombre y la sociedad,
como la naturaleza, encarnaban una realidad de leyes accesibles al conocimiento
de una élite del saber. Ésta era, en última instancia, la responsable del aumento
total tanto del conocimiento como de su utilidad; y, en suma, la responsable de
un ejercicio eficiente del poder. Así, con la reconstitución ilustrada del discurso
pedagógico moderno el opio de la utopía de los intelectuales7 quedó ligado al
desarrollo de los dispositivos burocráticos de higiene social que se desarrollaron
desde finales del siglo XVIII. El capítulo 1 intenta dar cuenta de este momento
de constitución ligando el proyecto ilustrado de la sociedad educada al arquetipo
de la politeia platónica. En él veremos cómo de la arquitectura utópica de su
proyecto y de su ambivalente relación con la masa social que pretendía dirigir,
se derivó un programa disciplinario que luchó por racionalizar y, por primera
vez, sistematizar a niveles nacionales la práctica de la enseñanza. «La rosada
aurora de la razón» que Weber quiso ver en dicha arquitectura echó de esta
forma las raíces de la educación burocrática característica de ese momento de
modernidad satisfecha que fue el capitalismo civilizado posterior a la segunda
guerra mundial.

7. Raymond Aron denominó así a «algo controlado por una idea y una voluntad. El
sentimiento de pertenecer a los elegidos, la seguridad proporcionada por un sistema cerrado en
el que la totalidad histórica y la propia persona encuentran su lugar y su sentido, el orgullo de
unir el pasado con el futuro de la acción presente» (cit. en Bendix, 1973: 144).

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El capítulo 3 se ocupa precisamente de esa específica versión del arquetipo
platónico que subyace a la concepción tecnocrática de la educación difundida
por el occidente de la posguerra. El modo de producción científico-técnica y el
estilo de vida que ganó la guerra mundializó sus exigencias culturales y su
discurso educativo. De esta forma la modernidad satisfecha de la posguerra
supo superar ese pesimismo o, cuando menos, escepticismo, que la teoría
weberiana de la racionalización burocrática y los existencialismos vitalistas de
corte nietzscheano proyectaron sobre el sentido último de la educación
moderna. El capítulo 2, además de exponer el fundamento de la dialéctica de
utopía y burocracia en el marco de la ya comentada idea de Weber acerca de la
relación entre el carisma y la razón, presenta esa atmósfera de sentimientos
desencantados que tan próxima resulta al escenario de crisis de este final de
siglo.

Frente a su crudo diagnóstico de una cultura fagocitada por el inexorable avance


de la civilización moderna, los años dorados del desarrollismo de la posguerra
restablecieron la confianza en la «educacionocracia» (Collins, 1989). La idea
fundamental de ese capítulo 3 es que el estado de bienestar y su renovada fe en
la ciencia y la política social fue una reedición en el lenguaje del funcionalismo,
el capital humano y la teoría clásica de la organización de lo que ya la
Ilustración había elevado a mito de la modernidad. La centralidad simbólica de
la educación racional y democrática en el programa de la tardomodernidad
derívó del hecho de hacer de ella el espejo en que podía mirarse una sociedad
que, como la de la posguerra, creyó marchar confiadamente por los seguros
raíles del progreso y poder reducir el holocausto, la miseria o las diferencias
culturales a meros accidentes históricos.

Este Reflejo narcisista suministró con toda la fuerza que la esperanza liberal
pudo sacar del optimismo de posguerra la imagen beatífica de que el sueño de
una sociedad meritocrática era realizable. En los años anteriores a la guerra,
pensadores tan dispares como Weber o Gramsci habían coincidido en hablar de
una americanización del mundo. Y, como veremos, este sueño del que hablamos
era en gran medida, el sueño americano. El sueño de que lo que Parsons
denominó la «revolución más significativa de nuestro tiempo» (la revolución
educativa) podía hacer que bajo el liderazgo moral del estado, la racionali

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dad de sus organizaciones y la intervención de las ciencias sociales el tren de
una sociedad emancipada y democrática pudiera ser al mismo tiempo, cuando
no serlo necesariamente, el tren del capitalismo. En la convicción de que este
sueño de la razón estaba siendo realizado, el humanismo del bienestar creyó
haber suministrado un cerrojo de identidad integradora que, si bien no llegó
nunca a eliminar totalmente la base estructural de los conflictos de clase, sí, al
menos, contribuyó a difundir la creencia en su esterilidad.

Los años sesenta y setenta fueron años de discursos cruzados e intranquilidad


que vinieron a mostrar que esa idea de un capitalismo sin contradicciones era
una contradicción en sí misma. El capítulo 4 presenta el panegírico de este
momento de confrontación entre lo que en el fondo eran visiones muy diversas
de la modernidad. La lucha entre el «mundo de las autopistas» y el del «grito en
la calle» (Berman, 1991: 347), la desmitologización de la racionalidad
organizacional del capitalismo avanzado y los efectos deslegitimadores del fin
de la fase de crecimiento económico sobre el que se había sentado el consenso
feliz de la posguerra obligaron a una pálida reformulación del mundo moderno
de cuya timidez y ambigüedad somos todavía dependientes. El consenso de
inspiración keynesiana sobre el que se había edificado la idea de que la mejora
educativa conllevaba necesariamente el crecimiento económico y social
comenzaba a desmoronarse a pasos agigantados. Con la crisis, no sólo fueron
los fondos públicos los que comenzaron a detraerse de la maquinaria educativa,
sino también, y esto es lo que más nos importa aquí, la confianza y las
expectativas que se habían depositado en ella. Junto a la sensación de que la
maquinaria burocrática no era tan racional ni tan eficiente como se había
pensado creció también una especie de aflojamiento del impulso utópico de la
modernidad. Y todo ello, curiosamente, encendió la crítica a las instituciones
del saber justo cuando más populares comenzaron a hacerse las visiones de la
sociedad tecnológica que se autopresentaban como teorías de la nueva sociedad
del saber. El desencanto en unos casos, los paradigmas críticos en otros, el
lenguaje de la crisis en todos ellos, invadieron el discurso pedagógico
sembrando un poso de desconcierto y malestar que todavía pervive veinte años
después.

Recordemos cómo a finales de los años setenta Frank y Fri

13
da Manuel terminaron su monumental estudio sobre el pensamiento utópico en
Occidente abrumados por el hecho de que el sabio y sereno cultivo del «viejo
arte de desear» hubiera caído en manos de «futurólogos obsesionados por las
estadísticas», meros pronosticadores cuyas mecánicas extrapolaciones no hacían
sino agotar el potencial transformador del «modo utópico de pensar y sentir».
Las utopías contraculturales que afloraron con el sesentismo se habían disuelto
en una serie de reformas domesticadoras de la insurgencia o bien se habían
reducido por sí mismas a una mezcolanza de visiones pastoriles sobre el cuerpo,
el trabajo y la vida comunitaria que sólo se mantenía viva en algunas
comunidades y escuelas infantiles de las afueras de las grandes ciudades. Las
utopías científicas y tecnológicas, por su parte, tan ricas ahora en datos
experimentales y recursos instrumentales como pobres en sus objetivos, habían
rechazado el tema del orden político al igual que en otro tiempo rechazaron el
tema del orden divino. Ante este panorama, se preguntaron: «estamos asistiendo
a un frenazo en el proceso de fabricación utópica en occidente? ¿O se trata
solamente de una debilidad temporal?». «Es el mundo occidental, el cual ha ido
acumudando a lo largo de los siglos en el seno de su cultura innumerables
elementos de fantasía utópica, todavía capaz de engendrar nuevas formas de
utopía?»8

Algunos años antes del trabajo de los Manuel, Philip W. Jackson había
publicado un estudio sobre la práctica educativa de las escuelas que puso de
manifiesto el contraste entre el ideal y la vida cotidiana de esas organizaciones
que formaban los vagones del ya para entonces maltrecho tren de la
modernidad. La etnografía de Jackson desarrolló analíticamente algo que
seguramente era ya viejo en el acervo oculto del oficio de la enseñanza, antes un
arte que una ciencia. Gran parte de la estabilidad de la institución parecía
radicar no tanto en la racionalidad de su funcionamiento cuanto en la
inevitabilidad con que es vivida la experiencia educativa, en el mero carácter
ritual y cíclico de sus actividades: las filas, la paciencia, la repetición y, en
suma, la evaluación, que extiende sobre toda la vida escolar la metáfora
aséptica, homogeneizadora y monocrónica de la cola. La conciencia burocrática
que se canaliza en ella tiene el pro-

8. Manuel y Manuel (1981, tomo III 364, 366).

14
fundo sentido que tienen muchos de los elementos monótonos y aparentemente
triviales de la mayor parte de nuestra vida social. Reflexionar sobre su presencia
acumulativa y, en definitiva, reconocer que la interpretación de un gesto, un
bostezo o un ceño fruncido pueden ser tan relevantes como el análisis de un
diseño curricular fue lo que llevó a Jackson a afirmar que «aprender a vivir en
un aula supone, entre otras cosas, aprender a vivir en masa»; aprender, como
hacen «los componentes de la mayoría de las instituciones, a encogerse de
hombros y a decir: “así son las cosas”».9

Hoy, veinte años después de que fueran formuladas, las observaciones de


Jackson y de los Manuel siguen teniendo sentido, pues, como hemos dicho, la
atmósfera de crisis que en aquella década invadió el sentido común de la
modernidad sigue perviviendo en la forma en que pensamos y vivimos nuestras
instituciones y, más concretamente, nuestras instituciones educativas. Los
lengujes de crisis que irrumpieron entonces todavía forman parte de la forma en
que hablamos cotidianamente de la educación.

Este fin de siglo, ciertamente, aparece ante nosotros como un momento de


cambio, confusión e incertidumbre. Un momento en el que las teleimágenes a
todo color de grandes fábricas oxidadas, de complejos tecnológicos rodeados de
sofisticadas alambradas de sospecha, de violencias neofascistas o simplemente
desesperadas salpican los ratos de ocio obligado de muchos jóvenes que
guardan cola en pos de un trabajo que ni siquiera imaginaron cuando
estudiaban, de otros muchos no tan jóvenes que han perdido el que tuvieron
toda su vida o de muchas mujeres cuya «liberación» las ha condenado a la
precariedad y a la doble jornada. Todas estas imágenes nos acercan a un
mosaico de decadencia que la conciencia feliz del desarrollismo modernizador
había eclipsado de nuestro moderno sentido común o lo había convertido en
película de serie B.

Son éstas, efectivamente, imágenes muy distintas a las que pronosticaban las
edulcoradas sociovisiones de las utopías tec

9 Jackson (1991 50, 76). Por esta y por otras evidencias empiricas que los estudios
sobre la desigualdad sacaron a la luz durante esos años Reinier y otros defensores de la
desescolarización hicieron popular la consigna de «la escuela ha muerto» (Reimor,
1971). Esta consigna sólo es mantenida hoy por los grapos del movimiento de «educación
sin escuelas».

15
nológicas con que desde hace treinta años las teorías de la sociedad
postindustrial pretendían haber exonerado al desarrollo de los fantasmas del
industrialismo. Chernobyl, Bobpal, Ruanda, Bosnia o Kosovo hacen fácil
sentirse cercano al Nietzsche que definió al progreso como una idea falsa
porque era moderna. Pero Nietzsche, después de todo, era un antimoderno.
Marx, sin embargo, no. Y, no obstante, su Manifiesto comunista ya advertía
acerca de las consecuencias de una sociedad moderna, no precisamente
desencantada —como la vio Weber—, sino presa de un progresivo
encantamiento que le podría impedir reconocer y controlar «las potencias
infernales desencadenadas con sus conjuros». Quizá sea exagerado decir que,
después de una historia de varios siglos de modernidad, estas imágenes no nos
permiten sentirnos demasiado alejados de los cuatro miedos por los que
Maquiavelo reconoció sentirse atenazado: el aburrimiento, el conflicto, la
pobreza y la muerte.10 Pero seguramente no es tan exagerado decir que, cuando
menos, estos temores golpean de frente la ilusión progresista en que muchos
hemos crecido y nos hemos formado; sobre todo, muchos de los que hoy día nos
ocupamos de la educación y nos preocupamos por ella.

A unos y a otros, el choque nos sume en la inseguridad que genera la


indefinición. Por eso casi todos ios diagnósticos de este fin de siglo giran en
torno a una misma isotopía: el adiós a lo que no ha podido ser y el advenimiento
de un no se sabe bien qué. En esta especie de frontera entre el ya no más y el
aún no (Blumenberg), entre lo que queda atrás y lo que todavía no ha
descubierto como definirse a sí mismo (Toulmin), toda reflexión sobre el
presente parece verse impelida por una suerte de instinto de decadencia en el
que los cambios son percibidos más como un signo de morbidad que de
progreso.

Un reciente repaso de esta literatura reflexiva centrada en torno a la imagen de


la sociedad insatisfecha (Grunley, 1993)

10. Miedos, dicho sea de paso, claramente asociados con los cuatro bienes humanos
distinguidos por Platón: la belleza, la fuerza, la riqueza y la salud. En cualquier caso, quizá su
mención no resulte tan exagerada si comparamos los referidos miedos con las distintas
formas de aprensión que según Erikson (1975: 590) amenazan a épocas «vacias de identidad»:
el temor a los nuevos inventos, el vacio existencial desprovisto de significado espiritual y la
deadencia de las instituciones que han sido el fundamento de la ideología vigente.

16
destaca fundamentalmente dos cosas: por un lado, su dependencia de un
desasosiego y una confusión profundamente sentidos; por otro, el paisaje de
cambio, inestabilidad y vértigo con que se presentan en ella las escenas de las
instituciones, los mundos de vida, las dinámicas y las experiencias de una
modernidad que parece haber adquirido dimensiones obsesivas. Casi ninguna
panorámica del presente prescinde de una crítica a la ingenuidad del pasado
sobre la que poder justificar un ácido escepticismo hacia el futuro. Parece como
si nuestra reflexión estuviera obligada a inclinarse ante el resentimiento, el
desencanto o, cuando menos, una cierta incertidumbre paralizadora. Parece
como si fuera verdad que «lo moderno ha llegado a su fin»; que «el ciclo de
reconstrucción de la historicidad concreta que para él se reclamaba se ha
agotado completamente»; que, en definitiva, «todo lo que sucede es inercial y
muerto» (Negri, 1992: 37).

El arquetipo platónico parece haberse agotado como fuente de legitimidad. La


crítica postmoderna a la epistemología característica del cognitivismo moderno
y los procesos sociales de reestructuración tanto de los estilos de vida como de
las organizaciones parecen ser la principal causa de ello. El último capitulo de
este libro se ocupa de pasar revista a los efectos de estas tendencias sobre lo
educativo. En él se presta una especial atención a la afinidad existente entre el
discurso neoliberal que preside gran parte de las reformas actualmente en curso
y el aire de familia de esas tendencias que se recogen bajo la denominación de
«postrnodernidad».

Hoy día, efectivamente, la mayoría de las escuelas occidentales se están


enfrentando a un proceso de reestructuración en el que la intervención de
nuevos programas y nuevas tecnologías organizativas se sigue presentando en la
retórica institucional del reformismo como un gesto de progreso. «Reforma» es
una vieja palabra que ha sido, y es, muy diversamente utilizada en la historia de
la modernización de la conciencia y de las instituciones modernas (Popkewitz,
1994). Tradicionalmente ha servido para expresar una lógica de regulación
administrativa de las prácticas sociales en la que se presupone una dirección
definida del cambio. Sin embargo, las imágenes que envuelven este proceso en
la actualidad obligan a problematizar considerablemente la simplicídad y
unidireccionalidad de este presu

17
puesto para descubrir en el problema del cambio educativo un juego mucho más
complejo de estrategias entrecruzadas de poder y saber difícilmente reducibles a
la lógica de otros momentos de regulación.

Hace algo más de treinta años Burton Clark afirmó que la fascinación de los
tiempos modernos con la educación radicaba tanto en su cada vez mayor
importancia como en su cada vez menor claridad. En 1992, un informe
encargado por el gobierno renano a una serie de expertos concluía
resignadamente que el debate de los últimos años acerca de la estructura más
adecuada para el sistema educativo había mostrado tan sólo la imposibilidad de
llegar a un consenso.

La conciencia de una imperiosa necesidad de cambio está tan arraigada como la


desconfianza y la incredulidad ante las fórmulas propuestas para llevarlo a cabo.
Desde luego, no son sólo los estudiantes los que temen perder el tren de la
modernidad, y esto dispara el abanico de exigencias que sectores muy diversos
plantean a una institución educativa cada vez más presionada al cambio y cada
vez más bloqueada por la incertidumbre. Hay profesores que ocultan su
indiferencia ante las directrices marcadas en la búsqueda de credenciales de una
formación más o menos impuesta. Padres que piden protección policial para las
escuelas. Académicos que proponen la vuelta a las enseñanzas canónicas.
Políticos y personalidades que dan su nombre a informes en los que se dice
hermosamente lo que más o menos todos saben y en los que suele repetirse
machaconamente la vacía y socorrida consigna de que la educación es la clave
del futuro. Cada uno propone su forma de remodernizar la modernidad para no
perder un tren del que no se sabe muy bien por qué vía va a venir. Algunos, los
más afectados por las secuelas nihilistas del postmodernismo, ni siquiera
esperan que el tren vuelva a pasar.11

En cualquier caso, de lo que nadie duda es de la presencia de una envolvente


atmósfera de crisis. Otra cosa es la forma en que ésta se interprete. De hecho la
expresión «crisis de la educación» es una expresión corriente y desgastada,
víctima ya de

11. Para éstos vale 1a reflexión de Trías (1995: 7?): « ¿Para qué ocuparse de lo que
carece de respuestas claras y exactas? El nihilismo parece instar a un radical encogimiento de
hombros en relación alo que realmente nos importan. »

18
una degeneración polisémica tan llamativa como su popularidad. Esto no ha de
extrañar, pues no siempre la popularidad de una expresión ha de guardar
relación con el rigor de su significado. Puede que incluso sea al revés: que sea
popular porque es ambigua.

Pero, no obstante, sí existe una interpretación que se ha hecho dominante a


medida que ha ido ganando hegemonía la tendencia marcada por las estrategias
organizativas postburocráticas, el discurso populista de la nueva derecha y la
crítica neoliberal de las certezas colectivas y los consensos de corte
democráticosocial. El economicismo imperante en esta interpretación presenta
la crisis como un mal derivado esencialmente del comportamiento poco
eficiente de la organización y de los agentes implicados en ella (padres que no
pueden ejercer el derecho de elección que corresponde a todo consumidor,
directores de centro que rehuyen los más elementales patrones de la gestión
empresarial de los recursos humanos, profesores que carecen de un sentido
profesional de la productividad...)

Sin embargo, la cuestión es si esa presentación es adecuada a la verdadera


dimensión y profundidad de la crisis o es un simple mecanismo recursivo para
legitimar un determinado tipo de medidas. La idea que se desarrolla en este
libro es que el «contexto turbulento» (Schlemenson, 1989) en que hoy día se
desarrolla la práctica educativa resulta en el fondo de una profunda crisis de
legitimación y de motivación (Habermas, 1975; Cole, 1987). Un estado
pletórico de energía modernista que había magnificado interesadamente la
funcionalidad social de lo educativo se ve ahora incapaz, no sólo de responder a
las exigencias del sistema económico en términos de empleo y servicios y de
garantizar la creciente demanda privada de utilidad y rentabilidad de la
inversión educativa, sino que se ve incapaz también de garantizar en términos
de valores y actitudes las exigencias de identidad y confianza de quienes
trabajan en sus instituciones y de quienes acuden a ellas. Los déficits de
legitimación y motivación derivados de ello son los que hacen que la crisis
resultante sea básicamente una crisis de identidad. Téngase en cuenta que, más
allá de las limitaciones del planteamiento keynesiano, lo que se desmorona con
una crisis —con ésta, al menos—, no es sólo una cierta forma de organizar la
vida económica. Se desmoronan igualmente la tranquilidad y la

19
confianza sedimentadas sobre una segura visión del futuro a través de la cual
nuestra civilización ha venido fijando durante doscientos años de modernidad
sus proyectos e ideales educativos y, con ellos, buena parte de las esperanzas
sociales y los valores que conferían un sentido definido a sus prácticas. Los
problemas que se siguen de este desmoronamiento son los que aquí interesa
esclarecer. Son, como se ve, problemas que se derivan de la erosión y pérdida de
vigencia de una forma arquetípica de pensar y actuar sobre el mundo; en
definitiva, problemas de legitimación que resultan de la erosión de esa forma de
entender el mundo, conocerlo y organizarlo que hemos sintetizado en la figura
del arquetipo platónico.

Un problema de legitimación surge cuando se hace especialmente difícil


justificar tanto la estructura como la función social de una organización, y con
ello, el contenido y los fines de las prácticas que en ella se realizan. Dicho de
otra forma, un problema de legitimación surge cuando se hacen escasos o se
deterioran desde el punto de vista de su validez sus recursos de sentido, es decir,
las representaciones y los valores de que se sustentan y en que se amparan el
reconocimiento de dicha organización, su discurso y las expectativas de
legitimidad de su misión.

Muchos de los que día tras día bregan en las aulas y encierran en ellas buena
parte de sus ilusiones tienden cada vez más a ver los resultados de los informes
sociológicos y de las investigaciones pedagógicas como generalizaciones
demasiado abstractas o florituras conceptuales que poco o nada tienen que ver
con su práctica cotidiana. No es una actitud del todo irracional en un contexto
de escasas certezas. Sin embargo, los nuevos tiempos parecen exigir un enorme
esfuerzo teórico si queremos que la iniciativa del cambio no quede en manos de
las campañas periodísticas y la retórica superficial de la política al uso. Pienso
que, como ha señalado Roiz (1994: 11), «en tiempós de depresión cívica,
teorizar se convierte en una tarea de resistencia». No sólo porque, en términos
generales, la reflexión sea el antagonismo de la rutina (Durkheim, 1989: 118);
sino también, y sobre todo, porque toda pregunta en torno al sentido de algo es
una pregunta radical y, consiguientemente, teórica. Sólo un análisis radical de
este turbulento contexto en el que nos encontramos puede proporcionar el
necesario punto de partida sobre

20
el que basar una explicación integrada de la relación que existe entre la crisis de
un determinado proyecto social, la crisis de sus instituciones y su proyección
sobre las exigencias de motivación e identidad de quienes se ocupan o
preocupan de ellas.

En la medida en que el proyecto cultural de la modernidad fije un proyecto


esencialmente pedagógico concebido sobre la imagen del arquetipo platónico,
un proyecto en el que la ideología de la ciencia y el progreso hicieron del
reformismo la estrategia clave de la misión cultural y legitimadora de una
educación emancipadora, el agotamiento de esta misión política encarnada en la
figura del arquetipo platónico puede corisiderarse como un síntoma insoslayable
del declive éticopolítico de la modernidad y, sobre todo, del agotamiento del
potencial político de su utopía. Reinventarla es el gran reto, pero no es fácil.
Como ocurrió con la caída del muro de Berlín (aunque seguramente los
seguidores de Fukuyama no lo verán así), estamos más seguros de lo que
perdemos con lo que se derrumba que de lo que viene tras ello. El nihilismo que
nos invade resulta en gran medida de que ya no parece científicamente
demostrable, ni siquiera creíble, que la historia avance en una sola dirección.
Esta especie de disolución averroista de la armonía de fe y razón que propugnó
la modernidad ni siquiera permite que pueda estipularse y mucho menos
administrarse una sola verdad. El ruinoso estado de la arquitectónica del
proyecto moderno nos enfrenra a la incertidumbre de una utopía sin contenido
ni capacidad de impulso, reducida a mera retórica; a la obligación de tener que
pensar el cambio sin el cimiento del cognitivismo moderno; a aceptar un mundo
irreductiblemente complejo; una historia sin dirección definida. La
postburocracia y la postepistemologia enseñan que la maniera moderna de ver
las cosas comienza a resultar anacrónica; que comprender la situación ya no
equivale a comprimirla en conceptos, esto es, a hacerla inteligible y, al mismo
tiempo, dominarla. Pero ¿tenemos otra forma de pensar políticamente la utopía
y el lugar de la educación en un proyecto de transformación? ¿Es posible volver
a pensar en un proyecto de educación liberadora sin el cognitivismo y los
metarrelatos de la modernidad?

Este trabajo no pretende responder definitivamente a estas preguntas. Aunque


con una clara voluntad de intervención, pertenece más al ars interprerandi que
al ars inveniendi. Sólo busca

21
sentar una base de análisis teórico que en el futuro permita plantear respuestas
radicales. Quizá, como creyó Weber, la paz de nuestra alma ya no puede ser la
de quienes soñaron con la utopía; pero pensarla puede servirnos para determinar
cuál es la genealogía del desconcierto, el desánimo y la trivialización que
corroen el discurso educativo en este fin de siglo. Puede, cuando menos, dos
cosas. Por un lado, servirnos para contrarrestar esa tendencia al escepticismo y
el malestar moral contra la que Dukheim (1989: 126) previno a los profesores
que tienden a «preguntarse frecuentemente de qué sirven y hacia dónde tienden
sus esfuerzos, ». Por otro, ayudarnos a resistir frente a las rutinas de la
indiferencia y las tiranías anónimas que puede traer consigo la percepción del
fin de una tradición.

El fin de una tradición no significa de manera necesaria que los


conceptos tradicionales hayan perdido su poder sobre la mente de los
hombres; por el contrario, a veces parece que ese poder de las nociones y
categorías desgastadas se vuelve más tiránico a medida que la tradición
pierde su fuerza vital y la memoria de su comienzo se desvanece; incluso
puede desvelar su plena fuerza coercitiva tan sólo después de que haya
llegado a su finy los hombres ya ni siquiera se revelen contra ella [Arendt,
1996: 32].

22
CAPÍTULO 1

LA SOCIEDAD EDUCADA
Este cuadro de la especie humana, liberada de todas
estas cadenas, sustraída al imperio del azar, así como al
de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso
firme y seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de
la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que le
consuela de los errores, de los crímenes, de las
injusticias que aún ensucian la tierra, y de los que el
hombre es muchas veces víctima. Es con la
contemplación de ese cuadro como recibe el premio de
sus esfuerzos por los progresos de la razón, por la
defensa de la libertad. Entonces se atreve a unirlos a la
cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde
encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer
de haber hecho un bien duradero que la fatalidad ya no
destruirá con una neutralización funesta.

MARQUÉS DE CONDORCET, Bosquejo de un


cuadro histórico de los progresos del espíritu humano

1.1. La Ilustración y el discurso pedagógico de la modernidad


Instruir y construir: metaforología y motivos del proyecto

Todo comenzó hace doscientos años cuando los autores del proyecto de una
sociedad racionalmente educada creyeron haber sistematizado para siempre la
posibilidad de conjugar el progreso moral y el progreso material de la
humanidad; cuando creyeron haber encontrado en la educación nacional de la
masa el instrumento decisivo para controlar el presente y conquistar el futuro.

La modernidad, entendida como el proceso de institucionalización de ciertos


modos de vida, conocimiento y organización social configurados en la Europa
de finales del XVII y el XVIII es un concepto geográfica y temporalmente
acotado. Pero cual-

23
quier especificación ulterior se encuentra con dificultades análogas a las que
Weber (1983: 33 s.) señaló al presentar el concepto del «espíritu del
capitalismo». Más que como un objeto que pueda defínirse por la vía del género
y la diferencia, entendemos la modernidad es una «conceptualización histórica»,
esto es, siguiendo las palabras de Weber, como un complejo de interrelaciones
de la realidad histórica que nosotros agrupamos conceptualmente en un todo
desde el punto de vista de su significación cultural.

Visto así, un fenómeno como el de la modernidad no debe delimitarse


conceptualmente de forma definitiva ni a priori1, pues su significación puede
componerse a partir de distintos elementos de la realidad histórica.
Metodológicamente, como ocurre —según Weber— con toda conceptualización
histórica, no necesitamos encerrar dicha realidad en conceptos genéticos
abstractos, sino que basta con «articularla en conexiones genéticas concretas, de
matiz siempre e inevitablemente individual y específico». En su conferencia
sobre la objetividad de las ciencias sociales Weber utilizó una expresión que
subraya esta labor de composición de la conceptualización científica de la
historia: la realidad por la que la ciencia social debe interesarse —comenta
Weber— se configura como una constelación de factores históricos. Siguiendo
esa directriz, en lo que sigue se tratará de «componer» el significado de esa
«constelación» cultural llamada modernidad a partir de una selección de
aquellos elementos que son relevantes para el problema que aquí inicialmente
nos ocupa: la reconstitución ilustrada del discurso pedagógico como eje del
proyecto de reforma política y cultural de la modernidad.

Para articular dicha composición dibujaremos los principales trazos de la


imagen de esta constelación bajo la forma de un proyecto, en el sentido que
Herbert Marcuse dio al término; esto es, como una elección en la forma de
ordenar la vida social que es resultado tanto de la cultura heredada como del
juego de los intereses dominantes. El poso sartriano de la noción de proyecto
guarda un inconfundible regusto existencialista pero aquí

1. Giddens (1993: 24) apunta algo parecido al considerar la modernidad como un fenómeno
muitidimensional cuyo diagnóstico debe conjugar dinámicas y ordenamientos que proceden de
diferentes perspectivas teóricas. Un similar distanciamiento de cualquier versión de la
modernidad que se reduzca a una lógica simple puede verse también en Heller y Feher
(1989).

24
subrayaremos más bien su acepción politicoadministrativa más cercana a la idea
de «plan». Así, en tanto que plan rector, el proyecto de la modernidad puede
considerarse como la disposición de un universo político en el que se anticipa el
curso de un proyecto histórico y se ofrece una coordinación científicamente
fundada de la libertad y el orden, de los individuos y del sistema. 2 La base
discursiva de la que dicha disposición arrancó su fuente de legitimidad radicó en
presentarse a sí misma como el triunfo de la razón (Touraine, 1994: 9). Sólo así
podían hacerse corresponder las nuevas exigencias productivas, los nuevos
modelos de organización social, la cultura científica y las ansias de liberación
del pasado. El proyecto se presentó a sí mismo, pues, como un programa de
racionalización y, al mismo tiempo, de emancipación. En ambas dimensiones,
las instituciones y los discursos que entraron en juego (como la ciencia y la
educación) hubieron de conjugar dos tipos de temporalidad: la de filosofía de
una historia de salvación y la de la disciplina trabajo vigilado; la del curso de las
ideas y la del control cuerpo; la del futuro pensado y la del presente vivido.

El hilo conductor que seguiremos en nuestra composición de la constelación


cultural de la modernidad pretende seguir justamente el tenso curso de esa
racionalización que a través la ciencia, la tecnología y, sobre todo, la educación,
intentó hacer de una correcta administración de las cosas y de los individuos el
fundamento de un cálculo acertado del futuro. La idea es que, como veremos, el
proyecto tendió a ser cada vez más excluyente y opaco respecto a otras formas
alternativas de ver el mundo a medida que se fue haciendo operativo en el
diseño de las instituciones y las relaciones sociales como un programa de
reforma global.3 Traducido a la ideología de la modernización,

2. Mascuse (1981: 26 a.). Sobre la utopización de la libertad y el orden como fuentes de la


dicha social y su oscilante articulación en las visiones modernas del mundo véase Bloch
(1979/80: II, 93-98): el orden dota de espacio a una libertad en la que encuentra su contenido.

3. Giddens (1993: 18) lo ha dicho así: «Las formas de vida introducidas por la modernidad
arrasaron de manera sin precedentes todas las modalidades tradicionales del orden social.
Tanto en extensión como en intensidad, las transformaciones que ha acarreado la modernidad
son más profundas que la mayoría de los tipos de cambio característicos de períodos
anteriores; extensivamente han servido para establecer formas de interconexión social que
abarcan el globo terraqueo; intensivamente, han alterado algunas de las más íntimas y privadas
características de nuestra cotidianeidad».

25
el proyecto pasó a pretender determinar el desarrollo social en su totalidad, con
lo que su inicial impulso político de oposición y liberación terminó por
descubrirse igualmente como una estrategia de manipulación y control de
volúmenes cada vez mayores de población. El progreso se instituyó como
disciplina y la utopía hubo de mateiializarse como burocracia.

El proyecto de la modernidad nace de un movimiento intelectual que, si bien


hunde sus raíces en el humanismo renacentista, se consolida institucionalmente
en la segunda mitad del siglo XVIII con la entrada en escena de la élite cultural
ilustrada. Se trata de un proyecto que, según Habermas (1988: 273),

[…] consiste en desarrollar las ciencias objetivadoras, los


fundamentos universalistas de la moral y eL derecho y el arte autónomo
[...] y, al mismo tiempo, en liberar de sus formas esotéricas las
potencialidades cognoscitivas que ahí se manifiestan y aprovecharlas para
la praxis, esto es, para la configuración racional de las relaciones útiles.

Esta descripción, derivada de la teoría weberiana acerca de la fragmentación


cultural de la concepción del mundo, sugiere que la naturaleza del proyecto
moderno resulta inaprehensible sin prestar atención a ese característico giro
epistemológico por el que todo problema tradicional relativo a la verdad, las
normas o la belleza pasó a convertirse en una cuestión de conocimiento, justicia
o gusto. Como tal, ya no debía dirimirse según los cánones de una cosmovisión
global más propia del mundo premoderno, sino según los cánones elaborados
por saberes expertos cuya competencia ha sido profesionalmente
institucionalizada, es decir, racionalizada. La condición de posibilidad de este
proceso de institucionalización es la expansión de una racionalidad instrumental
basada en las creencias y estrategias propias del cognitivismo moderno.

El cognitivismo moderno (Horton, 1982: 243; Oakeshott, 1962: 8-13) es una


forma de saber que privilegia el conocimiento explícito, objetivo y
descontextualizado; esto es, el conocimiento que puede ser sistematizado
teóricamente y cuya generalización supone una devaluación de otras formas de
conocimiento subjetivo o tácito, eclipsadas ante el predominio de las formas
técnicas de saber que pueden administrarse según re-

26
glas, principios y directivas sistematizables. La sociología de la cultura y de la
educación deben remitir siempre en última instancia a una teoría del
conocimiento. Veremos, en este sentido, cómo este manera moderna de entender
el conocimiento (sus formas, agentes y métodos legítimos) es fundamental para
entender la función social que se autoatribuyó la élite intelectual ilustrada, así
como su tendencia a rechazar formas tradicionales de autoridad y a presentar su
liderazgo sobre la base de una evidencia científica. Lo es también a la hora de
entender cómo las nuevas formas de disciplina se impondrán a las viejas formas
del saber conservadas por los oficios. En el fondo, la hegemonía de esta teoría
racionalista y utilitarista del conocimiento es la de un «cuadro» de saber
(Foucault, 1986: 152 s.) que, en tanto que técnica de poder y de conocimiento,
se convierte en el gran problema tecnológico de la epistemología moderna.

La función de esta visión administrativo-instrumental del saber —su


taxonomización, en palabras de Foucault— fue favorecer una acumulación de la
cultura especializada que permitiera la organización racional de la vida
cotidiana. La combinación de imágenes liberadoras e interés por su
aplicabilidad práctica se tradujo en la combinación de teoría y praxis que
caracterizó al pensamiento ilustrado: la práctica sienta las condiciones para el
discurso y el discurso devuelve proposiciones que facilitan la práctica.4 En esta
combinación se encuentra el meollo de la concepción burguesa del mundo como
conjunto de objetos y seres que cobran sentido como lugares de una acción
transformadora, como referencia de un conocimiento productivamente orientado
hacia dicha acción.

Montesquieu (1985: 403), ya viejo cuando la Ilustración llegó a su madurez,


manifestó una cierta distancia frente a quienes, como Tomás Moro, querían
candorosamente gobernar todo estado con la sencillez de una ciudad griega y se
limitaban a hablar de lo que leían en vez de producir un pensamiento
sistemático. Y es que, a diferencia de formas anteriores de uto

4. Si es verdad que la escuela iba a ser la llamada a abrir al individuo al conocimiento


de y a la participación en una sociedad presidida por la razón Toeraine (1994: 20) no puede ser
más significativo el que se plantean como tema de un ejercicio Propuesto a los aspirantes a
maestros «¿Se encuentra alguna difcrencia entre la ensenanza de un profesor puramente teórico
a la del que reune la teoria con la práctica?» (cit. en Pereyra 1988).
27
pía que carecieron de la impronta de ese cognitivismo y en las que la realización
de la esperanza podía irrumpir en cualquier momento según la inaprensible
lógica cariológica del destino, la utopía del discurso regeneracionista ilustrado
hizo gala de una fe inquebrantable en el institucionalismo y en el poder
formativo de la política y la economía. De ahí que Mannheim (1993: 193-201)
viera en este discurso la constitución de una específica mentalidad utópica, la
utopía «liberal-humanitaria»; una forma de utopía que ya no respondía al grito
agónico de protesta de los más humildes contra el todo, sino, más bien, a «una
clase media que se estaba disciplinando por medio de una cultura consciente;
[que] consideraba la ética y la cultura intelectual como su principal justificación
(contra la nobleza), y que, sin quererlo, cambiaba las bases de la experiencia, de
un plan extático a uno educativo».

La afición dominante a la ilustración profesó una inigualada fe en la capacidad


de las ideas para trascender la realidad presente; no en vano, la historia de las
ideas fue una de sus creaciones más representativas. Mas allá de las filologías
eruditas del Renacimiento, la «historia del saber» fue, efectivamente, un
producto de la modernidad ilustrada, es decir, de una modernidad madura
necesitada de combinar el orden arquitectónico de su exposición y el estilo de su
cognitivismo con la justificación histórica de su proyecto; el estilo atemporal y
sistemático de la enciclopedia con la conciencia de la historicidad de su
experiencia transformadora. Seguramente esto fue así porque «los
acontecimientos históricos aparecen como un proceso sólo cuando la clase que
considera esos acontecimientos espera aún algo de ellos. Sólo tales esperanzas
pueden hacer surgir utopías, por una parte, y conceptos de proceso, por otra»
(Mannheim, 1993: 129).

No debe olvidarse, en cualquier caso, que la concepción de un proceso temporal


lineal no se presenta sólo en la filosofía de la historia ilustrada como un mero
supuesto ontológico que sirve para otorgar direccionalidad a su utopía. Se
presenta también como conclusión de un estudio metódico de la evolución de la
especie. Las observaciones de Gibbon acerca de la historia antigua, la idea
kantiana de la corriente de regularidad tendencíal que registra la historia
universal o el cuadro histórico de la evolución del espíritu de Condorcet son
suficientemente representativos de la base empírica de esta fe turgotiana en que
«la

28
masa total del género humano marcha siempre, bien que a pasos lentos, hacia
una perfección más grande».5 ciertamente, hubo tardoilustrados que, como
Herder, expresaron reparos ante estas «novelas» acerca del progresivo
mejoramiento del mundo o que, como Goethe, no pensaban que porque el
hombre pudiera ser cada vez más inteligente y juicioso fuera a ser
necesariamente más feliz. Pero no cabe duda de que la confianza en el potencial
transformador de las ideas condujo a que así como, según Mannheim, la esencia
de las utopías milenaristas anteriores había consistido en una «espiritualización
de la política», la esencia de la utopía ilustrada consistiera básicamente en una
politización del espíritu. Para ello es para lo que tuvo que articular teoría y
praxis en un nuevo edificio intelectual.

Y esta imagen del edificio no es gratuita. Una parte nada despreciable de la


sociología del saber ilustrado podría escribir- se como una metaforología de
imágenes constructivas. Estas imágenes llenaron no sólo el pensamiento de sus
teóricos más representativos, sino también muchas de las realizaciones de sus
activistas más destacados. Thomas Jefferson, por ejemplo, el que afirmó
tajantemente que la ciencia nunca podía ser retrógada y que constituía una
garantía contra el despotismo, fue un influyente propulsor del estilo
arquitectónico conocido como el «joven república» que, inspirado en los
monumentos clásicos europeos, debía sustituir a la arquitectura colonial inglesa
en los Estados Unidos. Más allá de la limitada concreción de este caso, existe
una especie de afinidad profunda entre la organización ilustrada del saber y el
valor simbólico de la arquitectura como gesto cultural. Quizá haya sido la
intuición filosófica de Wittgenstein la que mejor haya captado la esencia de esta
afinidad al afirmar: «nuestra civilización está caracterizada por la palabra
“progreso”. El progreso es su forma; no una de sus propiedades, la de progresar.
Es típicamente constructiva. Su actividad consiste en erigir una estructura cada
vez más compleja» (1995: 40).6

5. Turgot, Discurso sobre el espíritu humano, cit. en Sebrelli (1992: 85).

6. Todo arrancó del pensamiento de Bacon y su interés por el método: tenía la imagen
viva de una construcción gigantesca […] Es como si los hombres de su época hubiesen
empezado a construir un gran edificio desde los cimientos, y como si él hubiese
visto en la fantasía algo parecido, la aparición de tal construcción; la hubiese visto aun
más imponente, quiz5, que los que trabajaban en ella» (ibíd.: 127).

29
Desde el Renacimiento el lenguaje de la geometría se había impuesto como
discurso legitimador del ordenamiento social inscrito en las utopías de las
nuevas construcciones burguesas. Desde luego que en la historia moderna de la
utopía se encuentran modelos muy distintos: desde las ciudades-jardín
salpicadas de casas aisladas que presenta la utopía de Moro hasta la disposición
concéntrica y centralizada de la utopía autoritaria de Campanella. Todas ellas,
no obstante, ponían de relieve una misma confianza en el elemento geométrico
como solución de una sociabilidad calculada. Esta confianza es la precursora de
la confianza en la racionalidad burocrática moderna, es la primera muestra de
una constante de la ideología básica de la modernidad que permite poner en
conexión el juego de lenguaje de las metáforas constructivas con las visiones
clasicistas de un Pinaressi o un Ledoux; y, más allá, con la arquitectura
funcionalista soviética o la de Le Corbusier. Unas y otras son formas y rutinas
de la modernidad. Y es que, indudablemente, todo proceso de ordenamiento
social se construye (también) en el lenguaje. Los procesos de cambio cultural
implicados en dichos ordenamientos dan lugar a procesos de metaforización que
se erigen en la estructura profunda de las nuevas formas de comunicación y
dominación que se establecen. De ahí la importancia que reviste para la
composición de nuestro problema la toma en consideración de la metáfora
arquitectónica, pues —como muy bien dijo Gramsci (1985: 163)— «el estudio
del origen lingüístico cultural de una metáfora empleada para indicar un
concepto o una relación recién descubiertos, puede ayudar a comprender mejor
el concepto mismo, por cuanto se pone en relación con el mundo cultural
históricamente determinado en que ha surgido de la misma manera en que es
útil para precisar los límites de la propia metáfora».

En este preciso sentido es en el que merece especial consideración la imagen del


edificio, pues desde la «arquitectónica de la razón» kantiana o la «simple idea
de arquitectura» con que Bentham presenta su panóptico, la metáfora
constructiva de la razón planificada ha venido figurando como un elemento
clave del sentido común de la modernidad. Y lo ha hecho con una específica
orientación reguladora.

Ledoux, por ejemplo, el arquitecto de la Revolución Francesa que veía en su


profesión la posibilidad de rivalizar con Dios,

30
presentó su ciudad ideal como la representación total de un mundo ordenado en
la que una elipse periférica ocupaba el lugar de las órbitas de los planetas; en su
interior, un disgregado pero a la vez conexo sistema de pabellones clasificaba a
la población según los oficios. A pesar de que la presencia de zonas verdes hace
pensar en la utopía de Moro, la utopía del incipiente funcionalismo de Ledoux
es, más bien, la de la geometría militar y planificada característica de la ciudad
de Campanella. El sustrato epistemológico de su alegoría simbólica es la misma
que permitió «construir» y sistematizar una historia del saber de la forma en que
lo hizo la historia ilustrada de las ideas. Puede verse, así, como el aparentemente
inocente recurso al esquema conceptual del «cuadro» del que hace uso el
famoso Bosquejo de Condorcet se revela como expresión regularizada de un
flujo sistematizado de conocimiento y de ideas; en definitiva, de historia.
Foucault (1986: 152 s.), muy sensible a este componente arquitectónico
presente en la metáfora del cuadro de Condorcet, llegó a ver en él una clara
analogía con el diseño del edificio carcelario. Aunque Foucault no haga
referencia a ello, la relación que guarda esta observación con la íntima conexión
que Kant (1978: 570-574) establece entre la sistemática de un conocimiento
racional que asegure el futuro y sus efectos disciplinarios amplia la validez de
esta analogía. De hecho, parece pervivir todavía setenta años después en la
pedagogía de Tuiskon Ziller, cuya identificación de la disciplina con la
enseñanza le llevó a hablar del «gobierno» como el «cimiento del edificio
educativo» .7

Pero, más allá de sus componentes analíticos, las metáforas—decía Gramsci—


se justifican ante todo por su popularidad, es decir, por su capacidad para
ofrecer un esquema intelectual fácil al público. Hubo otras imágenes, como la
de la salud o la de los tribunales, que fueron también frecuentadas a la hora de
hacer accesible el contenido regulativo de la nueva racionalidad. Todas ellas, en
el fondo, definen una misma simbología: un alma sana, un alma educada es un
alma edificada, recons

7 Allgemeine Pedägogik, Leipzig, 1876: 22 (cit. en Luhmann, 1993: 196 s.). La


metáfora,en cualquier caso, tenía ya su histoiia. Aunque el pensamiento ilustrado la consolidó
en la Foma que vemos, ya Decartes había presentado su ciencia del método Segun un
modelo de urbanismo social que hizo que las ciudades planificadas del siglo XVII
reciberan el nombre de villes à la Descartes.

31
truida, reformada ante el tribunal de la razón. La metáfora constructiva, sin
embargo, guarda una especial afinidad con la cuestión de la configuración
pedagógica de la cultura ilustrada porque es la que mejor deja traslucir el interés
de ésta por el orden artificial y la «búsqueda de la estructura» (Bauman, 1993:
xi) en la disposición de las almas.8 La legitimidad de las instituciones y los
discursos de la modernidad ha durado mientras ha durado confianza en la
estructura, en aquello a lo que el discurso pedagógico de esta época de
ilustración llamó el orden y el método.

Como muestra claramente el referido ejemplo de la arquitectura de Ledoux, la


politización del espíritu exigida por la nueva utopía social ilustrada pasaba por
este nuevo ordenamiento/disposición de los individuos para que la organización
social resultante fuera percibida como legítima; para que, en definitiva, se
pudiera dotar de validez a una totalidad social bajo la forma de su idea burguesa
encarnada en personas e instituciones (Horkheimer y Adorno, 1994: 54). Y esa
idea era una idea arquitectónica, la idea de un sistema científicamente reunido,
construido y transmitido. Articulatio, no coacervatio, pedía Kant. Y es que la
razón legisladora debía ser una razón edificada según un plan sistemático
porque ésta era la única forma de que el conocimiento se apartara del estado
rapsódico e inconexo de la doxa y sirviera a la causa de los fines más esenciales
de la razón.9

El proceso de constitución de la cultura burguesa a lo largo del siglo XVIII y su


marcado lenguaje regeneracionista se basaron en el rechazo de las tradiciones
preilustradas, en una nueva visión del tiempo histórico y en una crítica
ideológica amparada en la ciencia como valor de lucha e hito del camino seguro

8. «construír», de hecho, era una palabra culta y poco habitual en castellano hasta el
siglo XVI excepto en su uso gramatical (Corominas y Pascual, 1992, vol. 2: 173). Repárese en
que comparte raíz (straere) con «instruir», término inicialmente referido tanto al
levantamiento de paredes como a la Formación de los efectivos humanos para la batalla;
disposición ordenada de elementos, pues, tanto si son ladrillos como si son hombres.

9. La arquitectónica es el arte de los sistemas, aquello que, según la doctiina del


método, lleva el conocimiento ordinario al camino firme y seguro de la ciencia (Kant, 1978:
646 s.). La misma gramática profunda cabe apreciar en la expresión por excelencia del saber
ilustrado: «Reunir los conocimientos [...], exponer su sistema general [...] y transmitirlos»,
tales son los objetivos de la Enciclopedia (Diderot y D’Alambert, 1974:69).

32
del progreso. Las nuevas formas de comunicación y socialización instauradas
culminaron en la hegemonía de la razón instrumental o técnica y permitieron el
ejercicio de la dominación a los grupos sociales asociados a ella. Ello trajo
consigo unos nuevos patrones de reconocimiento social en virtud de los cuales
una persona debía ser juzgada a partir de su naturaleza moral interior y del
mérito individual de su proceder. Esta autonomización del individuo y la
percepción moral de su experiencia suponía el establecimiento de una
subjetividad desligada —formalmente, al menos— de la religión y el
enfrentamiento de la conciencia a la necesidad de extraer de sí misma su propia
normatividad. Como señala Habermas (1989: 18), la modernidad no tuvo más
remedio que echar mano de sí misma, lo que muy bien puede explicar la
dinámica de sus intentos, constantes hasta nuestros días, por fijarse
conceptualmente, por constituirse a sí misma y resolver su propia legitimidad
histórica. Su gran problema, nuestro gran problema, de identidad ha sido
fundamentalmente un problema de orientación, como ya se apuntaba en el texto
canónico en que Kant se preguntaba por el significado de la Ilustración.10

La descripción de esta dinámica reflexiva que encontró en el ideal


arquitectónico una respuesta al problema de orientación del espíritu de la nueva
época quedaría incompleta sin hacer mención de la crítica, componente esencial
de todo discurso ilustrado y «alma de esta edad disputadora» (Hazard, 1985:
20). El gesto crítico era algo así como un corolario de la dimensión utópica del
proyecto, una derivación de su reivindicación de la esperanza de un mundo
racional y feliz, y sobre todo, una manifestación de la comunión de teoría y
praxis. Las teorías sobre la felícidad social se mezclaron, de hecho, con los
relatos críticos y

10. Habermas ve en Hegel al principal representante de esta conciencia de la necesidad de


autoacercamiento. En su intento de conceptualizar la modernidad va implícita una crítica de la
misma que, ciertamente, puede ser el exponente de su elevación a problema filosófico. Pero
seguramente la compuerta de esa ploblematicidad había sido abierta por Locke y su reducción
del alma humana a una actividad de aprendizaje. Suya es, en definitiva, la reducción del
hombre al hombre (Hazard, 1985: 47) que permitió o Pestalozzi y otros pedagogos ilustrados
desarrollar el sapere aude kantiano y afirmar que el hombre sólo podía llegar a serlo a través
de la educación. Para una interpretación del texto kantiano (1981: 25-38) desde el punto de
vista de la característicamente moderna problematización reflexiva de la actualidad véase
Foucault (1985: 197.207).

33
el recurso literario a la utopía en la ironía de Swift, Cadalso o Montesquieu. Su
objetivo era denunciar gobiernos corruptos, costumbres supersticiosas, hábitos
irracionales o instituciones académicas encerradas en sí mismas, pero también
proponer constituciones nuevas, religiones más puras, estilos de vida más
racionales o saberes más útiles. Sin duda, el recurso a la figura literaria de los
viajeros descontentos y su popularidad reflejan la expansión del horizonte de
vida a través de la mejora del transporte y la intensificación de la comunicación
escrita que acompañó a la constitución de un público ilustrado. Pero el recurso
al motivo del viaje era también indicador de un gesto intelectual hacia la utopía
que sembró literariamente el caldo de cultivo en que germinaría el carácter
políticamente trascendente de una filosofía de la historia y del progreso. El
motivo de la arquitectónica no fue el único recurso del discurso
regeneracionista. Escritores, quizá secundarios desde el punto de vista de la
historia de las ideas, pero representantes genuinos de la vigencia intelectual de
una anima naturaliter moderna, como el Conde de Vohey o Sebastian Mercier
propusieron un tipo de prospectiva social que un siglo después popularizarían
las novelas utópicas de Edward Bellarny. Sus relatos contribuyeron a acercar al
imaginario popular los escenarios en los que el orden de la razón desarrollado
en las obras de los filósofos parecía ser capaz de conseguir una felicidad social
equiparable a la que según la economía fisiocrática era deducible del orden
natural.11

No obstante, si Diderot pudo llamar a su siglo «el siglo filosófico» fue porque el
diseño de esa felicidad social fue obra de la reflexión crítica de su élite cultural
(los philosophes) y de su función intelectual en la forja de una imagen de
época.12 Fueron ellos quienes elaboraron la imagen del hombre adecuada a la
arquitectura de la sociedad educada; una imagen ya no basada en el ordo
estamental, sino en el derecho natural. Kant in

11 véase Buty (1971: 160 s.) para un desarrollo más detallado de esta idea basado en una
obra de Meicier de la Riviére cuyo título no tiene desperdicio: E, orden ¡taO re! y esencia! de
las sociedades políticas,

12. Sobre la figura del intelectual como «hacedor de imágenes»., como forjador de una
estructura ideologica que se convierte en imagen cuando pasa a formar parte del universo
simbólico de un grupo véase Boulding (1965: 7). Este planteamiento coincide con el de
Luhmann (1987) cuando vincula la posibilidad de legitimación con la existencia de un sujeto
autorizado de producir una representación aceptable de lo social.

34
ventó al «hombre» (Foucault, 1984: 331) y asentó el sueño arquitectónico de
una polis educada sobre un sueño antropológico. Pero si —como el propio Kant
afirmó en su Pedagogía— detras de la educación se escondía el secreto de la
perfectibilidad de la naturaleza humana, ante ella se ofrecía el reto de su
efectivo perfeccionamiento. La élite intelectual ilustrada fue igualmente la
autora de un discurso legitimador por el que las subjetividades supuestamente
liberadas de la idolatría, de las formas de autoridad tradicional y de las formas
de conocimiento anacrónicas, subjetividades desprovistas por todo ello del
andaje existencial que les proporcionaban sus mundos de vida preilustrados,
debían ser resocializadas en el nuevo lenguaje del orden racional, en su red de
estrategias organizativas y en las nuevas formas legítimas de conocimiento. Lo
que para unos eran sueños, para otros comenzaron a ser pesadillas.

En cualquier caso, debe quedar claro que esta constelación histórica que
responde al nombre de modernidad refiere tanto a un estado de cosas como a
una percepción de ellas. Es tanto una forma de producir el mundo como de
representarlo. La ideología de la modernidad es un estilo cognitivo cuya
epistemología fundamental supone que el mundo taxonomizado es accesible, y
su cambio, progresivo y controlable; es una forma de conocimiento en la que
una determinada estructura normativa impone su discurso en busca de un
sistema que privilegia la unidad, la homogeneidad y el orden. En definitiva,
pues, la teoría del conocimiento social que vertebra el proyecto ilustrado y, por
tanto, su reconstitución del discurso pedagógico moderno cuenta como
presupuesto ontológico fundamental lo que podríamos definir como una
disposición curricular de la existencia. Todo es mejorable, todo es aprendible...
«con mucho orden y método» (Diderot y D´Alambert, 1974: 59).

Pero, si pretende rentabilidad sociológica, cualquier descripción de esta peculiar


configuración del saber (y del poder) que refleja tanto una versión
arquetípicamente platónica del cambio social dirigido como una incipiente
burocratización del conocimiento debe atender igualmente a las condiciones que
permitieron la proyección social de dicha configuración. Esto obliga a prestar
atención no sólo a los fundamentos filosóficos de la red simbólica sobre la que
se asentó el discurso pedagógico de la modernidad ilustrada, sino también a los
nuevos espacios de

35
socialización y de publicidad literaria sobre el que iba a definirse la nueva
geografía del saber y en los que esa nueva simbología iba a jugarse su
legitimidad. La proliferación de revistas científicas, literarias y de costumbres;
las tertulias de los salones privados y las discusiones de café; las sociedades
económicas y de fomento, todos ellos ámbitos nuevos de sociabilidad que en
algunos casos sustituyeron y en otros simplemente se añadieron a espacios
tradicionales de la vida social como la corte, la iglesia o la casa, fueron el
síntoma de decadencia de una vieja forma de saber que ya no podía encontrar
amparo en la arquitectónica de la politeia ilustrada.

El viejo saber y el optimismo reformista


La vida de la mayoría de las universidades del XVIII sirve como ejemplo de la
decadencia de un ordenamiento cultural reacio a la innovación y la
experimentación exigida por los nuevos tiempos. Dicha decadencia significaba
el declive de una institución que había coronado y controlado la generación de
saber institucional del sistema escolástico, pues, desde sus orígenes medievales,
las universidades habían funcionado como aparatos legitimadores del orden
estamental de la nobleza y reproductores de la burocracia tanto estatal como
eclesiástica. Su monopolio en la gestación de la cultura hegemónica garantizaba
el orden ideológico necesario para el sostenimiento del orden feudal, pero su
tradición oscurantista terminó aislándole de casi todos los avances de la ciencia
moderna, la mayoría de los cuales se llevaron a cabo fuera de sus muros.13

En el caso español, por ejemplo, la crítica temprana de ese vulgarisateur de la


Ilustración que fue el padre Feijóo pone de

13 Vease Lerena (1986: 128 s. y 39-50) para un análisis más detallado de este punto
que recoge referencias valiosísimas por su cercanía a críticas actuales, Es el caso, por ejemplo,
del ilustrado Yzuriaga que, en una vena que hoy diríamos credencialista, afirmó: «las escuelas
ya no son escuelas, sino meramente un teatro para conferir grados». Gay (1973: 503 ss,)
proporciona también una buena descripción del Studium tradicional y de algunas de las
primeras reformas didácticas introducidas en el estudio de los clásicos. Son igualmente
representativas la crítica a la universidad de Adam Smith (1996: 710 s.) y las argumentaciones
utilitaristas que aparecen en la crítica de Diderot y DAlambert (1974: 49-61) a otras
instituciones menores como los colegios, asociados siempre y no sin ironías con su infancia
jesuítica.

36
manifiesto las limitaciones de la cultura académica de la universidad
dieciochesca, al tiempo que muestra el estilo de un primer representante de esa
tradición moderna de inconformismo con los modelos pedagógicos establecidos
que llegara al siglo XVIII de la mano de Locke. Quizá no sea casualidad el que
fuera un representante de los benedictinos, los maestros en la ordenación
detallada del tiempo, el que, contrariado por el poder de los «titiriteros del aula»
y por el «dispendio de tiempo» que conllevaban el aprendizaje memorístico y el
dictado, terminara proponiendo la utilización de manuales para asegurar uno de
los objetivos más modernos de su reflexión: una enseñanza más eficaz. Sus
ataques al «celo pío hacia lo útil» que fomentaba una institución llena de
«zotes» enredados en complejas demostraciones silogísticas frieron repetidos
años más tarde por Olavide al hablar del doble pecado del espíritu escolástico...

[...] que peca en su objeto y en su método. En su objeto porque es


frívolo o inútil [...] en sus métodos porque en vez de buscar la verdad por
métodos simples o geométricos, la presume de hallar por una lógica
enredada. [...] el espíritu escolástico es el destructor de los buenos
estudios, el corruptor del gusto [...] con él son incompatibles las
verdaderas ciencias y los sólidos conocimientos del hombre.

El baconianismo de Feijóo o el pragmatismo de Olavide no eran productos


aislados de un país con una Ilusutación dificil. La imbricación del desarrollo
científico extracadémico con los valores sociales del utilitarismo fue
igualmente, si no más, significativa en el origen de instituciones como la Royal
Society londinense. Así, por ejemplo, una balada de la época decía:

Nuestros mercaderes en la bolsa traman aumentar la riqueza del


reino por el comercio [...] Oxford y Cambridge nos dan risa, su sabiduría
es pura pedantería [...] [la Royal Society] medirá el mundo, lo que
muchos creen que es imposible hacer y hará que la navegación sea un
placer al descubrir la longitud.14

14. Cit. en Coser (1968; 45) y Sonnati (1977; 26). Las citas anteriores proceden de
Alvarez de Morales (1971: 22) y Feijóo (1985: 271s. y 303-16). Para una relación del gesto
literario consistente en criticar la educación recibida y su anacronismo respecto al bussiness of
activ-life véase Hazard (1985: 171-176).

37
Era la balada del Gresham College, primer lugar de reunión de la Royal Society,
una sociedad que, al igual que hizo Diderot en los prolegómenos de la
Revolución Francesa, elevó la figura de Bacon a la de un nuevo Moisés y guía
de la humanidad.

La decadencia de la universidad escolástica significaba en el fondo la quiebra


de un modelo de producción cultural y de un modelo de educación formal que
hundía sus raíces en un ordenamiento social ya anquilosado e inerte. Su
descrédito fue tal que todavía a principios del siglo XIX, el propio Humbolt se
sintió inicialmente obligado en su proyecto de reforma universitaria a sustituir la
denominación por la de «establecimientos científicos superiores». Al igual que
en el caso de las organizaciones gremiales, de las que más tarde nos
ocuparemos, el viejo saber académico respondía a unas prácticas cognitivas que
comenzaban a revelarse incapaces de dotar de sentido al mundo que emergía de
las nuevas formas de ordenamiento social y de asimilar los nuevos patrones de
producción del conocimiento. Su articulación del binomio poder-saber resultaba
ya anacrónica, pues la utopía social fraguada en el discurso de la élite ilustrada
exigía unas nuevas pautas de regulación social y unos nuevos espacios de
socialización abiertos a la legitimación del nuevo saber: el conocimiento útil de
la ciencia al servicio de una nueva moral de la productividad. La libertad
buscada era, pues, una libertad productiva. Kant y Adam Smith son las caras de
una misma moneda, la moneda de lo que Gay (1973) denomina la «ciencia de la
libertad».

De ahí que, como sugiere Mannheim, el estudio del racionalismo ilustrado y de


la contribución de su optiniismo al discurso reformista deba centrarse en la
noción de una ciencia opositora que, si bien se había apuntado ya en el primer
humanismo, sólo alcanzó su característico grado de sistematización cuando
comenzó a preparar conceptualmente la revolución burguesa. Su principal
objetivo, en este sentido, fue la desintegración de un modelo de saber
anacrónico y la institucionalización de otro nuevo. Es significativo al respecto el
liderazgo político de científicos como Monge, fundador de la geometría
descriptiva, vicepresidente de los jacobinos y presidente del senado francés; o
Cuvier, naturalista, paleontólogo y ministro de educación. El lugar preferencial
del nuevo ethos científico en la constitución
38
de la cultura burguesa convirtió también a la ciencia en una moda, en un
elemento de distinción social que pasó a integrarse en los hábitos coleccionistas
de las nuevas clases pudientes. Barómetros, termómetros y máquinas
neumáticas pasaron a compartir vitrinas con los bustos de los clásicos. Como
valor de lucha y como elemento de distinción, la ciencia se iritegró, pues, en los
mecanismos de identidad social auspiciados por la institucionalización cultural
de la modernidad contribuyendo decisivamente a la articulación de teoría y
praxis en el nuevo lenguaje de la utilidad social.

Las academias fueron un importante exponente institucional de esta nueva


concepción del saber. Su florecimiento, muy vinculado a la generalizada crisis
universitaria, pretendía impulsar el trabajo y la «lectura útil» para combatir
tanto la ignorancia como la pedantería. De ahí que organizaran concursos que
podían versar tanto sobre el origen de las lenguas como sobre el problema de la
desigualdad, sobre el abastecimiento de aguas, la conservación de los niños o el
alumbrado público. El propio Voltaire resumió así su función: «las academias
son a las universidades lo que la edad madura es a la infancia, lo que el arte de
hablar es a la gramática, lo que la cultura es a las primeras lecciones de la
civilización».15

El diagnóstico del saber viejo como un saber ineficaz podría expresarse


iguilmente, pues, como el derrocamiento de una teoría del conocimiento
desvinculada de la práctica. La noción de «reforma», clave en la
institucionalización de los procesos de modernización social, puede entenderse
precisamente como la expresión política del intento de aunar teoría y práctica en
un proyecto de moralización productiva. No obstante, a pesar de que del
baconianismo latente en la crítica antijesuítica propia de algunas versiones del
discurso educativo ilustrado pudiera desprenderse un cierto anticlericalismo, no
puede pasarse por alto el poso religioso que el lenguaje y la práctica educativa
han conservado siempre como estrategia de moralización. Ello obliga, de paso,
a matizar sustancialmente las versiones que tien

15 Voltaire (1995,1:31), Puede verse también la voz «educación» (vol. II: 14 s.) en la
que se propone un dia1ogo entre un jesuita que se reconoce embrutecido por el Peso de la
cátedra y un consejero que que se queja de las tonterías y latines que aprendió con el primero y
que apuesta por «una educación que sirva para desempeñar un profesión».

39
den a equiparar de una forma demasiado simple modernidad, expansión
educativa y secularización.

Todavía a mediados del siglo XIX el sabor de este poso religioso es manifiesto
en el fuerte componente moralista que introdujo en el primer movimiento
reformista americano el evangelismo de sus padres fundadores. Horace Mann,
por ejemplo, tan influido por sus convicciones religiosas como por el entonces
reciente desarrollo de la frenología y por los disturbios urbanos de 1837, basó
sus propuestas de reforma educativa en la importancia de la formación escolar
del carácter como agente moralizador y, por tanto, equilibrador de la sociedad.
Pero es ciertamente innegable que, a pesar de la frecuencia con que todavía en
ese momento el término «reforma» era asociado con la ayuda que debían recibir
los pecadores para reencontrar el camino de la salvación, la inflexión que sufrió
en el discurso ilustrado sentó las bases de su progresiva secularización. Así,
afirma Popkewitz (1994: 47), «la reforma se convirtió en un esfuerzo público,
primero para llevar la palabra de Dios a la organización de la vida individual, y,
después, como estrategia racional para la mejora social». Las reformas de los
sistemas de escolarización desempeñaron un papel decisivo en el tránsito de uno
a otro momento al ligar las preocupaciones administrativas del estado con las
exigencias epistemológicas que conllevaba el autogobierno de las subjetividades
«liberadas» del viejo orden y que debían ser resocializadas en el nuevo.16 El
reformismo, en dcfinitiva, fue la respuesta política a la crisis de legitimación
que acompañó a la caída del Antiguo Régimen; una respuesta que yuxtapuso el
supuesto histórico-filosófico del progreso a la renovada idea aristocrática de una
monarquía al servicio del interés público. Pero, más allá de esta respuesta
concreta, lo importante es que la idea de «reforma» se impuso en el vocabulario
político de la modernidad como el correlato prácti-

16 En este sentido, la investigación de Foucault (1984) puede considerarse en gran


parte como un análisis de hasta qué punto la episiemología ilustrada es un supuesto central de
las prácticas reformistas de la modernidad al habei desarrollado un punto de vista sobre el
cambio que vinculó progreso y razón. El desarrollo de este punto de vista coincide con el del
estado nacional y sus prácticas de control sobre los sujetos sujetos a la identidad anónima,
colectiva y abstracta de la población. Es ahí donde cobra todo su valor el régimen de saber
impuesto por el sentido original de la Estadística», parte de la reforma social auspiciada por la
«policía» de las poblaciones descrita por Donzelot (1990).

40
co del diagnóstico de lo viejo, y en su vocabulario pedagógico como corolario
de la idea de la mejora de la especie a través del aprendizaje dirigido.

La crítica a la vieja concepción del saber y el lenguaje reformista respaldado por


el utilitarismo del nuevo discurso científicoeducativo, que aquí se gesta y que se
desarrollará en el siguiente siglo, nos devuelven a la articulación de teoría y
práctica que destacamos como descriptor clave del programa cultural de la
modernidad y a la idea wittgensteniana de un proceso civilizatorio «moldeado»
por la palabra progreso. Sobre ellas gravita no sólo la constitución de la cultura
de la emancipación burguesa, sino la propia constitución de la racionalidad
educativa como pieza decisiva de dicho programa. Tanto «reforma» como
«legitimidad» son conceptos asociados a políticas de crisis (Kitromilides, 1986:
61). Lo fueron en la Ilustración y lo son ahora. Por eso, al igual que ocurre hoy
día en las polémicas en torno al sentido y fin de la modernidad, polémicas a las
que —como veremos— la archirrepetida «crisis de la educación» no es ajena,17
también el siglo XVIII se debatió sobre el sentido y fin de la Ilustración, que no
era sino otra forma de discutir sobre el alcance y legitimidad de las reformas y,
con ello, sobre la propia identidad y legitimidad de un proyecto que pasaba por
una nada fácil armonización del crecimiento individual y el progreso colectivo.

Uno de los loci classici en la historia de la autoconcepción del proyecto


ilustrado fue el debate suscitado entre sus principales representantes alemanes
en una de las revistas paradigmáticas del movimiento, el Berlinische
Monatschrift.18 Uno de los intervinientes en dicho debate, F. Mendelssohn,
destacó cómo, por aquel entonces, «cultura», «formación» e «Ilustración» eran
todavía términos que pertenecían al lenguaje de los libros. Servían, sin embargo,
para sintetizar todos los esfuerzos y aspiraciones de un «estado educado» que
aspirara a armonizar el destino inesencial del hombre-ciudadano con el destino

17. Young (1990: 8), por ejemplo, ha subrayado 1a reaparición en las discusiones
actuales de muchos de los temas y supuestos elaborados entonces.

18. Las referencias del debate pueden encontrarse en Kant (1981: 25.39 y 95-123) y de
forma más documentada en Burger (1986). Para un comentario más en detalle ligado al
problema de la problemática « popularidad» del proyecto de la educación popular véase Terrén
(1989).

41
esencial del hombre-hombre. Es en esta armonía de Ilustración y cultura, de
conocimiento y moral, en donde radicaba la clave de la reforma social y de la
consecución de la felicidad pública y el bienestar social. La ya referida
intervención de Kant en este debate y su definición de la Ilustración como un
proceso educativo hacia la autonomía moral conectó definitivamente
emancipación, razón y educación anclando definitivamente en el paisaje ideal
de la modernidad, algo que no estaba incluido en la formulación clásica del
arquetipo platónico: la legitimidad de una filosofía progresiva de la historia
como eje del binomio educación-felicidad.19

E] programa cultural de la Ilustración puede verse, así, como la culminación de


la modernidad política en la medida en que a través de su lenguaje
regeneracionista «la búsqueda de la legitimación sentó la disposición básica del
pensamiento político moderno y conformó la sensibilidad política de toda una
época de civilización europea» (Kitromilides, 1986: 65). Las principales
isotopías que se repiten constantemente en los informes sobre la educación
popular y nacional (utilidad, mejora, fomento) son los pilares que apuntalan la
gran imagen constructiva de la reforma social a través de la reforma individual.
En virtud de dicho constructivismo, el estado utópico podría implementarse a
través de un mecanismo de educación racional de la sociedad y vigilarse desde
el lugar social privilegiado de una élite llamada a mediar entre la arquitectura
sistemática del plano y la edificación efectiva del proyecto. Su base de
cimentación se encontró en el respaldo ontológico proporcionado por la idea de
una progresiva mejora de la especie humana y por el principio de aplicabilidad
de la razón. Si la educación fue tan importante, hasta el punto de permitir hablar
de la cultura

19. «El paisaje ideal es el mismo, con la salvedad de que este país indica par Kant en la
esperanza y en una aproximación sólo infinita a su realización, mientras que en Platón, en
cambio, consiste en la más intensa realidad, una realidad sustraída a todo devenir (Bloch,
1979/80: 426 s.). Siguiendo esta interpretación, el recurso a. la filosofía de la historia y la
imagen de la perfectibilidad humana dota al plovecto de una teleología justificada pero
alcanzable sólo de forma asintótica, cual es la clave de la tensión existente entre los aspectos
utópico y burocrático del arquetipo platónico. El bello ideal de su realización se revela como
(sólo) un supuesto regulador que dirige un curso de progreso con finalidad pero sin fin. La
inflexión kantiana de la utopia platónica consistió, en este sentido, en haber trasladado la
legitimidad del principio regulador del cambio social dasde lo metafísico a lo moral.
42
ilustrada como una «cultura pedagógica», es porque su lógica respondía al tipo
específico de legitimidad exigido por el nuevo patrón de ordenamiento.

La universalización de la lógica del aprendizaje en un lenguaje de la


emancipación dirigida que vinculaba el desarrollo de cada uno al desarrollo
racional del todo social hizo de la educación en sí misma la metáfora más
contundente del programa. Esto es manifiesto, por ejemplo, en la Educación del
genero humano de Lessing, una filosofía de la historia basada en la idea de la
educación progresiva de la humanidad; pero todavía lo es más en la
presentación que se hace en los Wanderjahre de Goethe de la época ilustrada
como una «Provincia pedagógica».

La racionalidad educativa representa, pues, la lógica misma del proyecto


moderno, pues era la única manera de «aceptar de forma realista el mundo del
presente sin sacrificar las posibilidades del futuro» (Gay, 1973: 499). A
diferencia de la forma clásica en que Platón la había pensado, la formulación
ilustrada debía hacer compatibles la dimensión política y moral del mensaje de
la libertad y la igualdad consumada en la Revolución Francesa y la dimensión
social y organizativa plasmada en la Revolución Industrial. La forma en que la
élite ilustrada reformuló un discurso pedagógico anclado en las formulaciones
de Comenio y de los jesuitas no sólo sumirñstró la metáfora central de la épica
social con que dicha élite intelectual se percibió a sí misma, sino que suministró
también un dispositivo central a la hora de traducir el idealismo de su proyecto
en un programa de gobierno efectivo de las cosas y de los individuos.20

Las posibilidades del futuro pasan por la organización del presente. Como ha
observado Gay (1973: 497): «reforma y libertad eran las dos caras de una
misma esperanza: las libertades estaban entre las reformas que debían ser
implementadas y las reformas estaban entre las felices consecuencias de la
libertad [...] [pero] libertad y reforma eran a menudo incompatibles». El camino
para la realización del progreso político de los ilustrados condujo a una serie de
estrategias organizativas que tuvieron

20. En la obra, de Foucault pueden encontrarse muchos ejemplos de cómo el saber


Pedagógico proporcionó una forma de conocimiento capaz da garantizar la supervivencia y la
evolución moral del individuo, es decir, su crecimiento vigilado.
43
como fin la racionalización de las prácticas sociales (entre ellas, de la
enseñanza) y la neutralización de las formas de vida alternativas. La filosofía
del progreso proporcionó al discurso ilustrado un repertorio de nuevas imágenes
utópicas sobre el curso del cambio social dirigido por la élite cultural, pero su
potencial legitimador se transformó igualmente en la coartada filosófica de toda
una red de tecnologías disciplinarias, expresión de un nueyo estilo de
dominación y de la destrucción de formas alternativas de socialización.
Progreso y disciplina pueden considerarse, pues, como las dos caras de la
moneda con que el proyecto de la modernidad pagó el precio de su hegemonía.

1.2. La cultura como misión

El intelectual, su público, su misión

Es bien conocido un cuadro que representa a Godoy sosteniendo en una mano


un bastón de mando y un libro que reza «educación pública de Pestalozzi». La
otra mano apunta hacia un templo clásico en cuyo friso aparece la leyenda «a la
educación de los españoles». Es una instantánea de poder, una representación
orgullosa y narcisista del triunfo de la razón. Una imagen de esa transfiguración
carismática de la razón racionalista y secularizada mitificada por la Ilustración
que, sin embargo, sigue dependiendo de motivos expresivos religiosos y
personalistas para recabar legitimidad. Un gesto que recoge el carismatismo de
una élite que se veía a sí misma como portadora de una razón absoluta, la razón
de estado. Es una imagen satisfecha que pretende haber resuelto las cuitas que
atormentaban al Agathon de Wieland cuando recorría la Grecia Antigua
preguntando a los sabios cuál era el camino de la felicidad, El cuadro rebosa
clasicismo; condensa las ideas de orden y equilibrio con las que se asociaba al
mundo clásico y reverencia la creencia platónica de que ese orden y ese
equilibrio debían estar presididos por la capacidad legislativa del saber y de las
élites llamadas a encarnarla. Es una representación del arquetipo platónico.

Godoy, más que un intelectual, fue un ministro ilustrado convencido de la


importancia de la empresa educativa en la construcción nacional. Creía en una
estrecha asociación entre la
44
regeneración económica y la renovación cultural a través de la educación, y vio
en la reforma de la enseñanza primaría la clave de una progresiva felicidad
social. Eso fue lo que le llevó a patrocinar la introducción del método
pedagógico de Pestalozzi en España. Este «ensayo filosófico», como él mismo
lo denominó, no fue un hecho aislado. En torno a 1800 el movimiento
pestalozziano estaba muy difundido entre sectores activos de la burguesía
europea. Por sus instituciones pasaron futuros industriales de zonas como
Mulhouse y fue llevado hasta los Estados Unidos por un empresario, McIure,
que años después fundaría New Armony en compañía de Owen. En España, en
cambio, las primeras escuelas pestalozzianas, aunque apadrinadas por algunas
sociedades ilustradas, fueron dirigidas por militares, algo que no es meramente
anecdótico, pues la relación educación-ejército sería igualmente palpable en la
introducción de la enseñanza mutua importada de Inglaterra en plena fiebre
lancasteriana.21

Los símbolos de la educación científica y moderna se convirtieron también en


un elemento de distinción. En las tiendas de Madrid podían encontrarse retratos
de Pestalozzi a dos reales y se compusieron odas a su figura; en otros lugares de
Europa se comercializaban polvoreras con las efigies de Rousseau y Diderot, y
jóvenes aristócratas pedían retratarse con libros de Locke en las manos. En la
Alemania de esos mismos años aparecieron más escritos sobre educación y
enseñanza que en los tres siglos anteriores. No en vano, si Ortega definió al
siglo XVIII como «el siglo educador» fue porque, como pudo advertir la fina
sensibilidad de La Chalotais, parecía «que, en relación con los fines educativos,
hay en el público de Europa una especie de fermentación».22 Todas estas modas
y movimientos frieron el resultado de la popularización de los proyectos de
reforma moral a través de la educación impulsados por los intelectuales
21. De hecho, los modelos mecanicistas de enseñanza como el de la escuela mútua guardaban una
especial afinidad con el modelo militar de insirucción. véase, por ejemplo, el testimonio de Thompson
(1979: 277). Como veremos más adelante, el método mútuo de la escuela lancasieriana urdía una
enrevesada red de controles entre maestros y ayudantes en la que no había resquicio para la ociosidad.
Su implementación fue animada en muchos casos de militares como J. Kearney, capitán del
regimiente de Málaga, y por sectores de la nobleza e intelectuales que anteriormente habian apoyado
el método de Pestalozzi. En pocos años dio forma a un programa de regeneración nacional aplicable
por igual a jóvenes, militares Y presos.

22. Essijs deducation narional (cit. en Hazard. 1985: 171).

45
ilustrados de la segunda mitad del XVIII. Su confianza en el poder de la
educación como instrumento político de producción de la virtud y garantía de la
felicidad social (y no sólo moral, como decía Jovellanos) es la clave del
optimismo pedagógico implícito en su utopía reformadora. La educación
racional se convirtió con ello no sólo en un modelo de crecimiento en la virtud
individual, sino también en un modelo de gobernabilidad nacional en la que los
súbditos quedan sometidos a una dominación ejercida como enseñanza. Lo que
interesa destacar aquí es hasta qué punto su difusión fue fruto de la
autopercepción de ciertos intelectuales como administradores del saber legítimo
y depositarios de una misión cultural de renovación que debía garantizar la
felicidad social.

La base social del movimiento ilustrado combinó una amalgama de ciudadanos


cultos de clase media, aristócratas rebeldes y curas progresistas. Su difuso
carácter de clase es especialmente manifiesto en países como España, en el que
el movimiento fue en gran medida un movimiento de funcionarios (Fuentes,
1988), pero es igualmente apreciable, por ejemplo, en la composición social y
profesional de los miembros de las Asambleas francesas. A pesar de dicha
heterogeneidad y de que los debates de los diferentes proyectos educativos eran
en gran medida auténticas querelles entre estamentos sociales minoritarios, sus
propuestas legislativas no estaban concebidas para el grupo en cuestión, ni tan
siquiera, muchas veces, para el país; sino para la humanidad entera. Gramsci
(1977: 318), por ejemplo, tan sensible a la labor política de los intelectuales, vio
en un tardoilustrado como Hegel la expresión de un momento de pensamiento
político en que «se empieza a dejar de pensar según las castas o estamentos para
pensar según el estado, cuya aristocracia son los intelectuales». Esta
autovaloración de los intelectuales en su rol social como legisladores no quedó
circunscrita sólo al marco de la cultura del estado nacional, sino que fue
tematizada como una misión en pos de una Bildung colectiva de la especie. Sólo
combinando ambos aspectos podía garantizarse la armonía de modernidad
cultural y modernización social en que debía resultar el reestablecimicnto de la
bella totalidad de la polis clásica. Y conseguir una república educada era, sin
duda, el camino para ello. Así de claro es, por ejemplo, en el hecho de que
Montesquieu atribuya una importancia a la edu

46
CUADRO 1. Rasgos difirenciales de la educación moderna
según diferentes criterios

Montesquieu Durkheim Dewey Weber


Criterio: forma de Criterio: Criterio: intereses Criterio: fuente de
gobierno agente y libertad legitimidad
Educación en el Educación difusa Educación Educación
temor platónica carismática
(Despotismo)
en el honor familiar Individualista tradicional
(Monarquía)
en la virtud institucionalizada nacional racional
(República) y social

cación en el gobier no de la república que no tiene en ninguna otra forma de


gobierno.23
Pero, ¿cuál era el estatus de esta «aristocracia del estado» (Gramsci) llamada a
representar la virtud y determinar la forma en que debe aprenderse? ¿Eran una
especie de partido, un grupo de presión, una clase? ¿Eran su grado de cohesión
y su horizonte de intereses tan acordes como algunos de ellos pensaron? Desde
luego, pocas categorías sociológicas son tan ambiguas y discutidas como la del
intelectual.24 No es por eso de extrañar que un estudioso del pensamiento social
de la época como es Peter Gay (1973) haya utilizado el término «familia» en su
descripción de las afinidades y divergencias de los philosophes.
La ubicación social de la familia ilustrada puede trazarse, en

23. El cuadro 1 presenta la tipología de formas de educación establecida por


Montesquieu y la compara con otras tipologías que son representativas de cómo desde
diferentes ángulos se ha reconocido la peculiaridad de la educación moderna. Estos ángulos
se dejan ver en los diferentes criterios utilizados. La última fila es la especialmente relevante
para el discurso que aquí se analiza. Por su especial significación para nuestra perspectiva,
la tipología weberiana se amplía en el cuadro 2 del segundo capítulo.
24. Algo que no debe extrañar si tenemos en cuenta que la sociología de los
intelectuales es básicamente una tradición de autoconciencia ideológica en la que en
gran medida el productor de saber se estudia y clasifica a si mismo. Véase Oltra
(1978: 7-57) Para un desarrollo de esta reflexión y Wright (1979) para una explicación
de la contradicción funcional y estructural que encarna la posición de clase de los
intelectuales. Un tratamiento clásico de lo que Alfred Weber llamó la freischwebende
Intelligenz es Mannheim (1993: 136 ss.). Aquí sigo en lo fundamental las distinciones
analizadas por Bottomore (1995: 23-47).
47
principio, a parir de la consideración de los medios de poder de que dispusieron
para el ejercicio de su función directiva. Ello aconseja describirla más cómo una
élite que como una clase dirigente. «Élite» sugiere el contraste entre una
minoría cohesionada (aunque no necesariamente organizada) y una mayoría
amorfa no necesariamente explotada por ella, en la medida en que la posición de
poder de una élite no está determinada por su control sobre los medios de la
producción económica. La dinámica de dominación a que responde la función
directiva de una élite cultural responde más bien a lo que en la sociología de la
religión de Weber se describe como la dialéctica del virtuoso y la masa, una
dialéctica basada en una desigual asignación del carisma social que los primeros
se otorgan a sí mismos. Ello no obsta, sin embargo, para que pueda considerarse
a la élite —en este caso, la élite intelectual— como integrada en la función
directiva de la clase dominante. Pero al hacerlo debe tenerse en cuenta que esta
adscripción se hace en los términos de su control sobre una específica esfera de
poder la esfera cultural, y qrie tanto su unidad de grupo como su trabajo en la
producción y reproducción de ideas conserva siempre un resto de indefinición
que en ocasiones puede derivar en significativas divergencias a la hora de
representar el escenario de la reforma e implicarse en él. Como más adelante
veremos, las ambigüedades y discordancias discursivas de que el discurso
ilustrado hizo gala a la hora de representar al pueblo son un claro testimonio de
su heterogénea conciencia de grupo.

No obstante, ateniéndonos a su adscripción a la función directiva de la clase


burguesa en ascenso, tan relevante como lo heterogéneo de su conciencia es su
grado de organicidad (Gramsci, 1977: 390 ss.). Importa entender ésta de una
forma dinámica y no meramente como resultado de una estructura de posiciones
(Wright, 1979: 56). Ciertamente los intelectuales que forjaron la cultura
pedagógica de la modernidad funcionaron como una élite orgánica que preparó
ideológicamente la hegemonía de clase sobre la que se construyó el poder
económico de la burguesía. Pero dicho funcionamiento no respondía a un interés
propio de clase, sino, más bien, a la autopercepción cultural de los protagonistas
como los verdaderos intérpretes del proceso y los dotados de legitimidad para
legislarlo. Hegel, director de instituto, consejero escolar, rector y consultor del
go-

48
bierno para temas educativos, además de filósofo; Turgot, Olavide o Humboldt,
fueron productores de orden, miembros de una élite intelectual que diseñó y
participó en la nueva regulación de una sociedad racionalmente organizada. La
superioridad del nuevo ordenamiento que pugnaba por imponerse no podía
satisfacer sus necesidades de legitimación simplemente en función de dictados
divinos o adscripciones estamentales: la superioridad debía transformarse en
hegemonía, y para ello la «cruzada cultural» jugó su papel erigiendo a la élite
intelectual en el profesor colectivo del cambio (Bauman, 1993: 37).25

En un sentido amplio, esto es, como aquel que crea, recrea y distribuye el
mundo de los símbolos, el intelectual es una figura social presente en todo
momento de la historia. Pero cada periodo reformula a su manera dicha figura
de la producción cultural. Tal y como fue elaborada en el humanismo
renacentista y replanteada en la cultura política de la Ilustración, la figura del
intelectual parecía aunar en sí una doble imagen de rigorismo científico y de
proyecto histórico de emancipación. Como señala Subirats (1991: 151), en
dicha unidad se funda la dimensión más importante de la tarea del intelectual
moderno: «su función orientadora y su objetivo pedagógico. El intelectual
moderno se afirmó como un educador social a través principalmente de una
comprensión exhaustiva y global de la realidad, y a través del principio crítico
como principio a la vez metafísico o epistemológico y ético o social».

De ahí la dimensión específica que la figura adquiere en el contexto cultural de


la modernidad y, más concretamente, en el de la Ilustración, pues sólo entonces
existe ese público educado capaz de liberarle de las fórmulas del mecenazgo y
de proporcionarle los nuevos espacios necesarios para un nuevo tipo de
interpelación ideológica (Coser, 1968; Bury, 1971). La emergencia de dicho
público se debió a la confluencia de tres factores: la ya razonable amplitud del
número de individuos educados para el debate a quienes los intelectuales deben
acudir en busca de legitimación; la existencia de un acuerdo generalizado

25. Otra cosa es que no siempre la conciencia de ese liderazgo cultural consiguiera
expresarse en una misma consonancia con lo educativo. Así, por ejemplo, Voltarire, el maestro
de esa ironía mediadora entra el paternalismo del intelecual y la distancia social del gobernante
afirma: Lo que es de ley es que el pueblo sea guiado, no que sea instuido (carta 19-III-1766,
cit. en Lerena 1985: 52).

49
sobre los criterios de validez en que basar dicha aprobación (la justificación
racional); y un conjunto de creencias y actitudes comunes asociadas a la lectura
de textos canónicos y publicaciones temporales.26 La Conversación entre el
autor y el lector, publicada por Wieland en 1770 constituye una clara ilustración
de esa defensa de «la influencia de los intelectuales»27 en la que Wieland habla
de la fe que el lector debe profesar hacia el autor. Cuando el primero pide al
segundo una muestra de los antecedentes sociales y educativos que puedan
garantizar su credibilidad, éste ofrece únicamente como tales su capacidad de
razonamiento y su gusto. Y es que, efectivamente, como apunta Misgeld (1975:
24), la creación de esta esfera de debate público está íntimamente relacionada
con la preocupación por la difusión universal de la educación, pues ambas
suponen aspectos recíprocamente condicionados de una misma concepción de la
racionalidad: el conocimiento tenido por racionalmente legítimo es un
conocimiento científico, que es tanto como decir basado en principios
universales y, por tanto, públicos. Publicidad y racionalidad se exigen porque
tanto el ejercicio de los derechos públicos como la investigación científica
requieren un espacio discursivo libre de prejuicios, autoritarismos y
restricciones arbitrarias. En términos habermasianos esta exigencia recíproca
podría expresarse como la necesidad de espacios de comunicación no
distorsionada de que precisa todo proceso racional de discusión y toma de
decisiones. El nuevo lenguaje de la utilidad en que se expresó el discurso
reformista promovió criterios universales y formalmente accesibles que
pretendían acercar el ethos de la nueva regulación a la discusión pública. Este
giro fue decisivo para que la educación pasara de considerarse desde la
perspectiva de la distinción a la perspectiva de la producción y el interés
público. Como hemos visto, Montesquieu (1985: 25-29) mostró claramente esa
inflexión en la conceptualización de lo educativo al distinguir entre los objetivos

26. No obstante, debo tenerse en cuenta que la interrelación de estos tres factores
siguió caminos muy distintos en diferentes contextos. Así, por ejemplo, mientras que en
Escocia, caso estudiado por MacIntyre (1990), la creación de este público se debió en gran
medida al movimiento reformador de las universidades, en España se hizo sin contar con ella.

27. Expresión que, dado lo incierto todavía del sustantivo ‘intelectual’, en la época,
Phelan (1990: 22 s.) recomienda leer más bien como 1a influencia de lo inteleçtual.

50
de la educación característica de las sociedades reguladas por el principio
monárquico (honor, modales, orgullo) y los de la educación de una sociedad
republicana, que son aquellos que se corresponden con la virtud política.

Los intelectuales ilustrados se presentaron, pues, ante su público como los


líderes carismáticos de la nueva política de la virtud productiva, como los
garantes de una empresa ética secularizada que permitía combinar la utopía con
la eficiencia. El lenguaje de un orden social y una educación científicamente
diseñables fue el gran legado de su idealismo para el positivismo y las
pedagogías sistemáticas del siglo siguiente. Hijos suyos fueron los que, como
los saintsimonianos de la Ecole Polytechnique que hicieron de Francia una
potencia mundial a mediados del XIX, aprendieron de la economía y las
ciencias naturales una misma admiración por la planificación y el orden y se
formaron en la idea de que la reforma social podía basarse en leyes precisas.
Como lo fueron también los pedagogos herbartianos que —como dijo Ortega—
hicieron madurar y crecer la semilla sembrada por Pestalozzi. Hijos suyos han
sido, en definitiva, todos los que desde entonces han creído en la imagen
arquetipica de que una élite de expertos podía dar con la pedagogía científica
necesaria para hacer participar a la masa social en las leyes que rigen la
naturaleza.28

Existe un suficiente repertorio de pruebas filológicas (Wheelwright, 1979) que


permiten establecen la correspondencia entre esta visión del cambio social y la
simbología de su discurso de la elucidación, la clarificación y la ilustración. Tal
y como dijimos anteriormente, todo proceso de ordenación social se constituye
también en el lenguaje. En este caso, la arquitectura del ordenamiento social
ilustrado y su vigilancia intelectual de la historia tomó forma en un discurso
construido en torno a la isotopía de la luz. Esta isotopía se resuelve en tres
motivos importantes para una sociología del saber ilustrado: la visibilidad que
se abre al conocimiento racional y marca los perfiles de un cambio controlado y
productivo; el calor de un entusiasmo

28. (Coser, 1968: 1l5 Bendix, 1975: 15). El positivisno social, en última instancia,
extraerá su legitimidad de la ontología ilustrada que vio al mundo social como el escenario de
una vocación de legislación universal, de una misión de intervención cultural.

51
derivado de una adición deliberada al sentido histórico de la acción; la tendencia
a que tanto la generación de esa visibilidad del orden como las metas de sentido
se establezcan desde arriba, como sugieren todas las connotaciones de la luz y
la verdad consensadas por el arquetipo platónico.

La cultura fue, efectivamente, la misión de esa política depositaria de la virtud


profetizada por los intelectuales. «Misión» es un término weberiano sobre el
que volveremos en el capítulo siguiente. Su utilización en este contexto permite
interpretar esta ideología de la cultura como una suerte de ascetismo
intramundano por el que el mundo social se convierte en una «obligación
impuesta» para el virtuoso, en una vocación que debe ser cumplida
racionalmente ejecutando la normatividad de una voluntad revelada. Esta
voluntad puede ser divina, como ocurre en el discurso religioso tradicional o
histórico-natural, como ocurre en el lenguaje político secularizado de la
Ilustración. No obstante, no debería verse una estricta exclusión entre ambos
casos. Weber emplea el término en el contexto generalizado de cualquier
dominación carismática, en la que el reconocimiento crea deber por la autoridad
que confiere la legitimidad de la profecía y de quien la pronuncia. El
cumplimiento racional de la verdad revelada sigue en cualquiera de los dos
casos la fórmula «estaba escrito, pero yo en verdad os digo». Esta fórmula,
aunque Weber no lo mencione, es tan cara al lenguaje de la revelación bíblica
como al sentimiento de obligatoriedad moral que acompañó ya a tempranas
concepciones del deber intelectual moderno: «si conozco la verdad y tú eres
ignorante —decía Spinoza—, es mi deber moral cambiar tus pensamientos; no
hacerlo sería cruel y egoísta».29

Probablemente la primera versión occidental de esta «misión» fue la de Homero


y los poetas épicos de la Antigua Grecia recordados en la República platónica
como los educadores de la humanidad. La limitación que el racionalismo
platónico quiso imponer a esta fabula docet no pudo dejar de recurrir
frecuentemente a la validez pedagógica de la conmoción poética. Figuras y
metáforas heredadas de aquella concepción del poeta como

29. Cit. en Bauman (1993: xiv). Las reflexiones de Weber se encuentran en (1979: 195 s., 429,
482). Para una convergencia de las «visiones providenciaes subyacentes en las dos versiones
referidas véase Giddens (1993:54 s.).

52
educador del pueblo quedaron así incrustadas en la formulación ilustrada del
arquetipo platónico. Es difícil valorar hasta qué punto la tendencia idealizadora
de la épica burguesa del progreso estuvo a la altura del ethos espiritual de la
unidad cultural clásica, pero es más fácil detectar las diferencias. Puede verse,
así, como un gesto característico de su constitución canónica en torno al ideal
del arquetipo platónico el hecho de haber introdúcido en él la noción de una
funcionarización del destino. La concepción de la historia como una historia de
educación ocupó en el imaginario intelectual moderno el lugar que la diosa
Verdad ocupaba en la memoria de los viejos poetas. Con ello, también, la
constitución histórica de la verdad objetiva y racional que debía ser enseñada de
acuerdo con su adecuación a lo real, a lo útil y a los principios de la lógica, se
volvió igualmente inseparable de la acción cultural de los llamados a producir
los criterios de demostración, verificación, normalización y distribución del
saber. En definitiva, la concepción pedagógica del mundo social como el
resultado de una organización en la que unos enseñan el camino y otros
aprenden a seguirlo es lo que se esconde bajo la imagen de una cultura
convertida en la ideología de los intelectuales. Tal y como sentenció la
Pedagogía de Kant (1988: 706):

[..] toda cultura comienza con los hombres privados y se extiende


desde ellos hacia afuera. La aproximación gradual de la naturaleza
humana a su fin sólo es posible por los esfuerzos de las personas de
amplias inclinaciones que son capaces de captar el ideal de una condición
futura mejor [...] Los gobernantes están simplemente interesados por una
educación tal que haga de sus súbditos herramientas mejores para sus
propias inlenciones.

No será casual que Dewey (1982: 107) mostrara interés por esta sentencia
kantiana. Los súbditos son concebidos como instrumentos desde la óptica de los
ilustrados administradores del conocimiento en quienes recae la responsabilidad
moral de planificar el desarrollo racional de la humanidad.

53
La élite y el pueblo: ¿tiene límites la ilustración?

Pero el público no era el pueblo. Esto es algo que Voltaire sabía muy bien
cuando se mofaba de la moda de los libros de agronomía que leían todos menos
los agricultores. Si bien es cierto que la ampliación del mercado de libros fue
una de las condiciones que permitió la emergencia de los nuevos intelectuales,
no lo es menos que la mayor parte de la población no podía leerlos.30 Así, por
ejemplo, cuando Rousseau afirmó en su Emilio que los pobres no necesitan
educación, no estaba expresando un desideratum, sino resumiendo la situación
de una multitud cuya educación moral nunca había pasado de la religión del pan
y el circo. El discurso ilustrado mantuvo siempre respecto a esta masa iletrada
una posición ambivalente que reflejaba ya no sólo su compleja identidad
ideológica, sino también su no menos compleja identificación política con el
aparato de poder estatal.

Tomemos, por ejemplo, el caso de los ideologues franceses. Convencidos


seguidores de la visión condorcetiana de la perfectibilidad humana a través de la
educación y del análisis de las sensaciones de Condillac, los ideologues
desarrollaron una fuerte vinculación con el republicanismo llegando a influir
decisivamente en su configuración institucional. Una sociología de su programa
intelectual permite mostrar cómo la realización de la misión cultural del
proyecto ilustrado obligaba a ciertas operaciones epistemológicas que
permitieran transformar los valores y las representaciones consideradas
legítimas en un saber administrable y universalizable; es decir, accesible tanto al
esfuerzo del ignorante como al control del enseñante-legislador. En este sentid
o, dicho programa de crítica epistemológica podría ser considerado como la
primera teoría política de la educación del mundo contemporáneo.

La Escuela de la Ideología fue definida por Destut de Tracy como una disciplina
que tenía por objeto la observación y des

30 Un opúsculo sobre la educación pública publicado anónimamente en Francia en


1764 informa sobre la no escolarización de 1.820.000 de los dos millones de jóvenes entre los
7 y los 16 años (Abbagnano y Visalberghi, 1976: 384). No debe confundirse, pues, el que el
«pueblo» fuera un hallazgo de la época como objeto de una una literatura específica y de la
estadística o de las primeras investigaciones sobre la poesía popular con un verdadero
protagonismo cultural (Shenda, 1970).
54
cripción de las operaciones de la mente para posibilitar una descripción correcta
de los objetos y la erradicación de toda concepción no ajustada a la verdad del
mundo natural. El análisis sistemático de las ideas y las sensaciones debía
proporcionar la base de un conocimiento científico del que poder inferir
enunciados de carácter moral. La ideología era la «primera ciencia», la base de
la gramática, de la lógica, de la educación y, en definitiva, de lo que Condorcet
(1980: 216) llamaba «al arte social»: el arte de regular la sociedad. Debía, pues,
proporcionar un conocimiento de la naturaleza humana que permitiera diseñar
un ordenamiento político y social acorde con las necesidades de los seres
humanos y libre del error y el prejuicio.31

Era una ciencia concebida como una aproximación antiautoritaria y anticlerical


a la verdad a partir de las percepciones sensibles, una pedagogía de la formación
de las ideas que aspiraba a una metodología universal con el fin de poder
asegurar sobre una base sólida la construcción del orden político y social
emergente. Un ordenamiento justo y razonable debía basarse en un
conocimiento adecuado del mundo y de sus partes; pero, al mismo tiempo, sólo
el acceso general y ordenado a dicho conocimiento podía hacer que dicho
ordenamiento fuera legítimo, es decir, reconocido y obedecido. Esta
interdependencia entre la construcción política y la construcción del
conocimiento no pasó desapercibida a Napoleón, muy atento a lo que ya
Helvetius había proclamado:

[...] el arte de formar a los hombres, en todos los países, está tan
estrechamente relacionado con la forma de gobierno que no es posible
hacer ningún cambio considerable en la educación pública sin hacerlo en
la constitución misma de los estados.32

Los ideologues jugaron, de hecho, un importante papel en los comités


revolucionarios hasta el punto de hacer de la constitución napoleónica del año
III prácticamente una prolongación de

31: Recuérdese que para De Tracy, dado su marcado positivismo naturalista, la Ciencia
de la Ideología formaba parte de la Zoología, pues el análisis de las facultades mentales era
parte del análisis completo del animal en que debía encuadrarse el estudio racional (neutral) del
ser humano. Para un desarrollo más detallado de este punto véase Coser (1968. 220 ss.) y
Thompson (1990:31 ss.).
32. De l’esprit, IV, xvii, cit. en Hazard (1985: 178).

55
su ideario. Resultado directo de su influencia fueron el sistema de instrucción
pública de la Convención, y las escuelas Central, Politécnica y Normal, piezas
angulares del proyecto. El declive de los ideologues, sin embargo, fue tan
meteórico como su ascenso; su evelución estuvo tan ligada a la fuerza de
Napoleón como al colapso de su imperio. Tras la desastrosa campaña rusa de
1812, el consejo de estado escuchó la siguiente acusación:

[...] debemos echar la culpa de los males que nuestra recta Francia
ha sufrido a la ideología, esa metafísica sombría que busca sutilmente las
primeras causas en que basar la legislación del pueblo en vez de hacer uso
de las leyes conocidas para el corazón humano y de las lecciones de la
historia. Estos errores deben conducir, y de hecho, han conducido, al
gobierno de hombres sedientos de sangre... Cuando alguien está llamado
a revitalizar un estado, debe seguir exactamente los principios
contrarios.33

Quizá no resulte exagerado ver en este pasaje un precedente de esa actitud tan
característica de nuestro tiempo que es el culpar a la inadecuada planificación
educativa de ser la causa de los males políticos y económicos. Curiosamente, a
pesar de ser periódicamente denostada, siempre vuelve a ser el corazón de los
proyectos reformadores. Así, por ejemplo, el propio Napoleón había cortejado al
Instituto Nacional de los ideologues, había concedido cargos políticos a sus
miembros y había llegado a ser nombrado miembro de su sección de mecánica
tras la campaña italiana. Su golpe del 18 de Brumario fue mayoritariamente
aclamado en dicho instituto, pero ello no fue obstáculo para que terminara
viendo en el declarado republicanismo del Instituto una amenaza a sus
ambiciones autocráticas y para que, finalmente, amparado en la acusación ya
citada, prefiriera el potencial legitimador de la religión al de la ciencia: firmó el
concordato con la iglesia de Roma y disolvió la sección de ciencias políticas y
morales del instituto, aquella en cuyas memorias De Tracy había desarrollado
los fundamentos de la nueva disciplina.

No obstante, no debe pasarse por alto el hecho de que el recurso a la legitimidad


simbólica e incluso a las tecnologías disciplinarias de la religión no fue un gesto
aislado del antiinte-

33 Cit. en Thompson (1990: 31).


56
lectualismo postrepublicano de Napoleón. En su caso la legitimidad del aparato
eclesiástico chocó con la que podía suministrar el programa intelectual de una
corriente como la de los ideologues; pero en muchos otros casos no fue así.
Muchos de los proyectos de lo que en la Ilustración española se conocí a como
la «educación popular» contaron expresamente con el valor moral de la
formación religiosa y con el apoyo de la infraestructura parroquial.34

Por otro lado, en la línea de esa identidad reflexiva constantemente cuestionada


que anteriormente vimos como característica de la modernidad cultural que se
interrogaba sobre la naturaleza y los límites de la Ilustración, las polémicas
surgidas en torno a lo que se dio en llamar la «popularidad» del proyecto son
también representativas de su ambigüedad congénita a la hora de buscar un
enraizamiento social e institucional definido. En dichas polémicas puede verse
hasta qué punto, como señaló Mannheim (1993: 142), un grupo sin una posición
de clase definida carece de un concepto político decidido respecto de sí mismo.
Ello podría explicar seguramente las diferentes posturas defendidas acerca del
estatalismo en diversos proyectos educativos. Desde quienes, como Condorcet o
Jovellanos preferían el término «instrucción» para referirse a una formación
técnica organizada y supervisada pero no gestionada por el estado, hasta
quienes, como Danton o Lepelletier, prefirieron utilizar el término «educación
nacional» para resaltar el imperio de la ley de la igualdad bajo la que los hijos
debían ser entregados a la acción formadora de su verdadero dueño: los
internados de la república. Desde quienes creían que la formación del ciudadano
integral era demasiado importante como para dejársela al

34. Una narración más detallada de la historia de los ideologues puede véase en
Coser (1968: 220 ss). Sobre la presencia y vigilancia de los «socios eclesiásticos en las
escuelas patrióticas españolas pueden verse los documentos editados por Negrín (1984), que
reflejan hasta qué punto la religión siguió otreciendo la coartada educativa e una vía intermedia
que aspiraba a formar, pero no demasiado (Fernández Enguita, 12 125 y 1988). Esta especie
de vía intermedia ha sido descrita por Maravall (1986: 125 s.) como una prolongación
educativa del principio de limitación estamental, por el que el capital cultural debía
administarse de forma gradual según los escalones de la estructura social. Sobre la pervivencia
de la iglesia en ciertos modelos de regeneracionismo ilustrado es significativo El padre de su
pueblo, o medios para hacer temporalmente felices a los pueblos con auxilio de los señores
curas parrocos, editado dos veces entre 1793 y 1806 (reproducido en Mayordomo y Lazaro,
1988: 135-189).
57
estado y seguían viendo en la familia y los párrocos los instrumentos claves de
la socialización política, hasta quienes creían que la verdadera educación
política era sólo una educación por y para el estado.35

En cualquier caso, lo cierto es que la mayoría de los proyectos educativos


ilustrados no llegaron a todo el pueblo, pues la mayoría de ellos fracasaron; pero
tampoco estuvo claro si debían llegar. Mientras que La Chalotais no veía
conveniente «enseñar a leer y escribir a gente que no necesita más que aprender
a dibujar y a manejar el buril y la sierra» y recordaba que «el bien de la sociedad
exige que los conocimientos del pueblo no se extiendan más allá de sus
ocupaciones», Condorcet insistía en la conveníencía de la expansión educativa
porque sólo ella impediría que los movimientos del pueblo se volvieran
peligroso.36 La diversidad de posturas a este respecto pone de manifiesto hasta
qué punto la teoría social implícita en el discurso pedagógico ilustrado encontró
difícil zafarse del legado político de la razón de estado personificada en las
monarquías barrocas. Ya el Testamento político del cardenal Richelieu había
recomendado que no se enseñaran las letras a todos de forma indiferenciada,
pues temía que un estado en el que todos fueran sabios habría de devenir un
estado «monstruoso». Schiller llegó a temer que la liberación del pueblo pudiera
poner fin a la incipiente prosperidad, y Herder señaló la conveniencia de
distinguir entre el «pueblo» griego y el «populacho» de su época. En general,
las referencias al pueblo casi siempre estuvieron teñidas de temor y
desconfianza, cuando no de una auténtica depreciación moral. Se le consideró
como «un gran monstruo que generalmente sigue un cierto instinto y que posee
todas las virtudes y todos los vicios al mismo tiempo»; como algo de lo que, en
definitiva, «no es difícil ganar la confianza, pero es peligroso perderla».
Todas estas ambigüedades y divergencias propias, sin duda, de un momento de
crisis y reorientación cultural como fue el de

35. Esta ambivalencia se da incluso en una misma persona, como muestra la


evolución de las ideas político-educativas de Humbolt (Abelláln, 1981, Knoll y Siebert,
1967). Para las referencias a la dualidad instrucción/educación véase Gómez Rodíguez
(1988:36 s.).
36, Las citas proceden de la crítica de La Chalotais a la labor educativa de los
hermanos de la Doctrina Cristiana y de la Cuarta Memoria de Condorcet sobre la Instrucción
Pública (cits. en Fernández Enguita, 1990; 124 s.).
58
la Ilustración muestra la necesidad de alejarse de visiones simplistas en la
composición de la cultura pedagógica moderna. Tan importante como es
entender los efectos que tuvieron sobre su discurso la autoasignación del
liderazgo de la élite y los recursos filosóficos y simbólicos de que hizo uso para
conferir legitimidad a su proyecto, es también el atender a la dinámica de esa
composición. Es, así, importante comprender que el programa educativo
elaborado por la élite ilustrada fue en gran medida el resultado político de un
proceso de transformación cultural de la burguesía misma a través del cual ésta
se reubicó en una posición directiva ante el cambio social. El mediocre pero
franco Mendelssohn, cuya disquisición sobre la Ilustración y la cultura ya
hemos mencionado, se planteó una serie de preguntas que nunca ya han
abandonado la conciencia moderna de una sempiterna necesidad de reforma
educativa: ¿puede y debe ser la Ilustración general en el estado actual de la
sociedad humana?, y ¿hasta dónde llega la Ilustración?, ¿tiene o no tiene
límites?37

1.3. Disciplina, método y control del tiempo

El trabajo y el método: la docencia regulada

Ya anteriormente nos hemos referido al doble rostro de la modernidad (Giddens,


1993; Bauman, 1993). Si, aun con las reticencias y ambigüedades ya señaladas,
el discurso emancipador de las élites, su lenguaje regeneracionista y su filosofía
del progreso forjaron el rostro liberador de un proyecto destinado a favorecer en
última instancia el derecho de los pueblos a disponer por sí mismos de su sangre
y sus riquezas (Condorcet, 1980: 242), el discurso disciplinario que le
acompañó amparó la más férrea realización de su vertiente sistematizadora. La
pedagogía kantiana lo expresó lapidariamente, de una forma que todavia
resonará en la idea durkhemiana de la educación moral: la disciplina es lo que
transforma la animalidad en humanidad

37. Las citas de los dos últimos párrafos proceden del término «pueblo» incluido en el
Diccionario de los hermanos Grimm, así como de otros documentos de la época que he
analizado en otra parte al estudiar el foco de tensión que lo popular supuso siempre en el
discurso ilustrado (Terren, 1989).
59
(1988: 697). Todas las institucionalizaciones de la tecnología del progreso que
surgieron de este discurso pueden integrarse en lo que Giddens ha llamado el
«lado oscuro» de la modernidad: la traducción tecnológica de esa auténtica
pesadilla de la modernidad que es la idea del orden.

Como ya apuntamos también al hablar de la idea weberiana de la diferenciación


de esferas que la modernidad trajo consigo, procesos sociales tradicionalmente
unificados como educación, producción y familia se separaron progresivamente
y fueron institucionalizados como ámbitos específicos de acción orientados a la
selección de los medios más eficientes para la obtención de un fin. La
perspectiva de la lógica del aprendizaje sistemático, característicamente
moderna, suministró una nueva legalidad interna a cada esfera de vida, introdujo
un peculiar cognitivismo en cada una de ellas, cambió la forma de aprender las
actividades propias de cada una de ellas y, con ello, erosionó la forma
tradicional de entenderlas. Tratados de oficios, planes de estudios, horarios y
cualificaciones homogéneas y estandarizadas, comenzaron a sustituir a la
perspectiva que hasta entonces suponía el, simplemente, «crecer» como herrero,
campesino o comerciante y el hacerlo en e1 seno de la propia familia o, como
mucho, en otra familia distinta.

De entre los diversos ámbitos en que se regionalizó la vida social moderna fue,
sin duda, el del trabajo el que sufrió un proceso de racionalización más
significativo. De hecho, como ha señalado Young (1990: 15), el núcleo central
del gran impulso utópico ilustrado fue el problema del trabajo. Merece la pena
considerarlo en detalle para tener una justa apreciación del impacto que el
cognitivismo implícito en la cultura pedagógica moderna ejerció sobre unas
prácticas y unos saberes que comenzaron a revelarse como cada vez más
anacrónicos en el contexto del mundo del capitalismo industrial que surgió de la
modernidad (Giddens, 1993: 23). Es precisamente en la contribución de la
historia de la educación al desarrollo de una conciencia industrial por la vía de
su red de estrategias disciplinarias donde mejor puede verse el origen de la
«máquina pedagógica» moderna.38

38. Dressen (1982). Para una visión de la utopía ilustrada del trabajo y la
glorificación de la industria como atributo humano cuya racionalidad exigía algo más que
60
Siempre han existido procesos de endoculturación a través de los que, con un
mayor o menor grado de formalidad, las generaciones de más edad han inducido
a las más jóvenes a adoptar los patrones de conducta laboral correspondientes a
cada una de las formaciones sociales. Una práctica aprendizaje (valdría decir de
socialización) habitual en el mundo preindustrial era el envío de niños a otras
familias o su inmersión en talleres artesanales desde muy temprana edad. Su
educación era, en estos casos, fruto de una socialización directa a través de la
participación, generalmente servil, en las actividades de los adultos. La solidez
y el arraigamiento social de este dispositivo de educación y servicio fue
seguramente una de las razones que permitieron la hegemonía de la
organización gremial, tanto en la estructuración de la vida social como en la
reproducción del conocimiento productivo. No en vano, cuando las nuevas
condiciones de acumulación pusieron de relieve las limitaciones de un sistema
de relaciones sociales y productivas no orientado hacia la globalización y la
reproducción expansiva constante surgió el gran debate de la cuestión gremial,
uno de los principales caballos de batalla del discurso regeneracionista ilustrado.

Vale la pena, pues, prestar atención a testimonios como el debate que tuvo lugar
en un periódico español a finales del XVIII acerca de la utilidad del sistema
tradicional de aprendizaje de los oficios.39 Un viajero que había permanecido
varios meses en la capital del reino escribió:

¿Por qué ha de estar establecida y mantenida en fuerza de estatuto


impreso la inveterada costumbre o abuso de señalar tiempo de seis, siete u
ocho años de aprendizaje generalmente a

Coacción y violencia véase el análisis de la utopía fourierista desarrollado por Gaudemar


(1991: 35.44), especialmente atento a la relación de las nuevas economías disciplinarias con el
problema social del amor al trabajo. Frente a las visiones simplistamente reproductivas que
tienden a hacer de la escuela una estructura cuya regulación se limita a calcar los procesos de
control extemos a ella, debe tenerse muy presente que la difícil innovación disciplinaria a que
hubo de enfrentarse la congiguración del nueyo tabajador colectivo retomó recetas ya viejas
en otros ámbitos de la acción organizada, como el ejército o la propia escuela. No es casual
que un siglo después Taylor (1985 109) piesentara su análisis de la regulación de «tareas» con
los credenciales que le conferia su ya larga utilización en la práctica escolar camún.
39. Diario de Madrid (junio de 1790), recogido en MEC (1985: 20 ss).

61
todos los muchachos y particularmente en todos los oficios, sin distinción de
talentos o capacidad de aquellos y de la facilidad o mecanismo de comprensión
de éstos? ¿Por qué a un muchacho que le destinan sus padres a que aprenda un
oficio no se le ha de enseñar otra cosa en los primeros años de su aprendizaje
que barrer el obrador, arrullar a los niños del maestro, comprar en la plaza y
verter toda clase de inmundicias y no a tomar en su mano herramienta delicada
[...]? Es circunstancia necesaria para aprender un arte enseñar primero a fregar,
a hacer un puchero, a barrer y manejar los trastos más asquerosos de la casa? Y
si lo es, ¿por qué se ha de estar cuatro o cinco años aprendiendo esto cuando el
aprendiz más rudo se entera de todo en menos de un mes?

Como se ve, lo que se está cuestionando no es sólo una forma de aprender el


trabajo, sino una forma de entender la vida. Barrer, cocinar o cuidar a un niño
formaban parte de una enseñanza integral cuya lógica, con algunas variaciones
locales, fue la tónica de la relación educativa fundamental de las economías
preindustriales durante siglos. Como toda tradición, era funcional en su
contexto.

Un mes después, tan ilustrado viajero fue respondido por un maestro artesano
que, aun reconociendo «la indecencia de algunos abusos» que eventualmente
podían acarrear una «pérdida del precioso tiempo de la juventud», se afanó en
reivindicar la servidumbre como un derecho legítimo en concepto de retribución
por los costes que suponía la formación impartida, tal y como ocurría en
cátedras y academias:

[...] ¿acaso los maestros de los Oficios o Artes que no tienen


Cátedras dotadas están obligados en lo político a enseñar pública o
privadamente sus oficios? ¿Acaso no pueden ser sus ordenanzas un
contrato hecho con el mismo público para no carecer éste de los Oficios y
Artes que necesita? ¿No se concede por el Soberano y por el Gobierno
alguna merced a los Catedráticos y Maestros de las Ciencias?

Lo cierto es que la rigidez de las condiciones del aprendizaje estipuladas por las
ordenanzas gremiales constituían un serio obstáculo para la movilidad de la
nueva fuerza de trabajo, para el acceso a la vida productiva de nuevos sectores
de la población y para la estandarización de las cualificaciones. Algunos

62
gremios exigían la limpieza de sangre de sus trabajadores y la mayoría de ellos
contaban con un libro de registro en el que debía mencionarse el día de entrada
del aprendiz en la primera casa para que no pudiera cambiar de oficio antes de
un cierto número de años. Las élites ilustradas que lideraron los nuevos
programas económicos nacionales toparon con la resistencia de estas
reglamentaciones. Aunque, en éste como en otros casos, no fueron capaces de
adoptar siempre una posición absolutamente unánime, sí fue común a todos
ellos la exigencia de que el estado asumiera la responsabilidad en el rediseño del
modelo productivo. En este sentido, el Proyecto económico de Ward, el Informe
sobre el libre ejercicio de las artes de Jovellanos o los Discursos sobre el
fomento de la industria popular de Campomanes son representativos de la
exigencia de un saber experto cuya racionalidad organizativa debía ser asumida
por la responsabilidad estatal.

La filosofía del trabajo implícita en dicha exigencia fue muy importante para la
conceptualización de una nueva relación pedagógica, pues dio lugar a lo que
Escolano (1988: 46 ss.) ha presentado como la «escisión entre la escuela y el
taller». Se defendió, por ejemplo, la necesidad de escuelas públicas para cada
oficio, lo que suponía desligar metodológicamente la enseñanza laboral de las
condiciones empíricas en que había estado tradicionalmente enmarcada. Fruto
de la invasión de la esfera del trabajo por esa misma epistemología taxonómica
que ya analizamos al hablar del cognitivismo característicamente moderno,
surgió la «enseñanza técnica» (Campomanes): una formación abstraída de su
contexto familiar y basada en un saber descompuesto y normalizado. Con ello
no sólo se pretendía una nueva formación acorde son una nueva ideología de la
productividad, sino también corregir la poca atención que las viejas formas de
socialización habían prestado —según los ojos ilustrados— a la dimensión
moral de la formación técnica. Lo que Campomanes (1978: 178) definió como
el axioma básico de la estrategia («todo oficio u arte ha de tener por base el
arreglo del tiempo determinado y preciso de la enseñanza» debe ponerse en
conexión, pues, con las propuestas del nuevo higienismo social con que
pretendía evitarse la degeneración irracional (improductiva) de las costumbres.
Ejemplo característico de ello es la política de «conservación» de los niños
analizada por Donze

63
lot (1979). El trabajo, como la familia, debía converger en el diseño de una
nueva administración del mundo social. En ella sólo lo socialmente útil es visto
como relevante para la felicidad social. Téngase presente que, como señala
Campomanes (1978: 80), cuando se está hablando de la nueva regulación de las
artes se está hablando de una nueva configuración de las prácticas sociales
(tanto científicas, como de oficio e incluso reproductivas) basada «en patrones
reglados y demostraciones y que es útil para la sociedad humana».

La pedagogía arcaizante de la enseñanza gremial comenzó a ser vista tan


anacrónica como la desarrollada por el espíritu escolástico de las universidades.
Jovellanos llegó a decir de ella que era contraria a la naturaleza humana, pues
ésta (tal y como ya había reivindicado Feijóo) exigía una enseñanza «más
metódica», más eficaz; básicamente, exigía que los saberes sobre el trabajo
fueran pedagogizados, es decir, parcelados, reorganizados y dispuestos en la
forma didáctica que exige un tratado. El camino metodológico hacia una utopía
del trabajo libre y productivo parecía quedar así dispuesto y accesible. La
didáctica del trabajo derivada de la epistemología taxonómica ilustrada
proporcionó la vía de ejecución al diseño de su arquitectura social. La
racionalidad de su división y sus patrones de conocimiento debían poder
garantizar que una sociedad más justa y más feliz fuera también más eficiente.40
De hecho, y en la medida en que los tratados se compusieron para ser leídos, no
es casual que la supresión de la obligatoriedad del aprendizaje profesional
controlado por los gremios coincidiera en el tiempo con el establecimiento de la
obligatoriedad de la enseñanza primaria; una enseñanza que, como todo ámbito
sometido a este proceso de racionalización organizativa, resultó igualmente
preciso disciplinar.

El trabajo de enseñanza desarrollado en el ámbito de lo que en torno al 1800 se


conocía como la enseñanza en las primeras letras fue efectivamente uno más
de los escenarios de la vida social que hubieron de asistir a la irrupción en él de
las estrate

40 Incluso Marx, un ilustrado tardío en este punto, llegaría a ver en la instrucción


tecnológica impartida por las Ecoles d’enseignement professionel la esencia de las escuelas
propias de una sociedad futura en la que los individuos libres pudieran alternar sus funciones
(Marx y Engels, 1978: 106-124).
64
gias de regulación auspiciadas por la tendencia generalizada a la didactización,
parcelación y taxonomización del trabajo. El problema del «amor» a una cierta
configuración del trabajo, problema tan caro a Fourier, se puso de manifiesto en
los reglamentos nacionales de la profesión puestos en circulación durante toda
la primera mitad de siglo. Bien es cierto que muy anteriormente se habían oído
ya voces que reivindicaban una auténtica política docente nacional. Un ilustre
calígrafo del siglo XVII, Díaz Morente, había pedido ya entonces una
«Academia para los maestros» por la que el Consejo de Castilla pudiera
«mandar a los maestros que enseñan el arte de escribir» y por la que se supiera
«la verdad apuradamente de esta ciencia o arte de escribir, como en las demás
ciencias o artes se hace».41

Pero es sintomático que su reivindicación hable indistintamente de la ciencia o


el arte de enseñar, pues refleja que en su horizonte no tenía cabida todavía la
posibilidad de que la institucionalización científico-política del oficio y de su
método significaría el fin del arte educador a manos de su regulación estatal.42
Casi un siglo después, Kant (1988: 703 ss.) sería mucho más cuidadoso al
distinguir entre el arte de la enseñanza meramente mecánica, basada en la
experiencia del maestro, y la enseñanza científica, es decir, pedagogizada: una
enseñanza basada en el fundamento de un plan diseñado por los «conocedores
ilustrados» y regulado por el príncipe. «El mecanismo del arte educativo debe
ser transformado en ciencia», y a ello —según Campomanes (1978: 81) —
deben contribuir las ciencias del hombre apoyadas en las «demostraciones que
suministran un buen raciocinio y el orden geométrico de comparar las ideas,
apartando los paralogismos, sofismas, sueños y sistemas voluntarios».

Antes de que el ámbito de la relación pedagógica se viera colonizado por la red


de instituciones, procedimientos y técnicas características de la epistemología
implícita en esta estrate-

41 Cit. en Pereyra (1988: 143).


42. La distinción entre el arte educador y una función docente respaldada por la
Ciencia pedagógica y el estado es teorizada por Durkheim, (1989: 66 ss. y 84 Ss.). Sobre la
importancia de la regulación estatal de la enseñanza Napoleón había sido bien explícito:
Enseñar es una función del estado porque es una función de la sociedad. En consecuencia las
escuelas deben ser establecimientos del estado y no en el estado; recibir de él su esencia y
su ley. Por tanto, si el estado es uno, sus escuelas deben ser las mismas en todas partes»
(cit. en Archer, 1979: 201).
65
gia de regulación, la enseñanza, como otras muchas práctícas profesionales,
estaba en gran medida controlada por los gremios. Los centros que pudieran
considerarse como los precedentes de las escuelas normales funcionaban
básicamente como talleres artesanales, pues no consistían generalmente más que
en escuelas de niños donde quienes comenzaban a enseñar aprendían
directamente su tarea de los maestros expertos. En España, por ejemplo, la
intrusión de «leccionistas» que sin saber leer, ni escribir, ni contar se dedicaban
a la enseñanza a domicilio había provocado en los maestros reconocidos un
esfuerzo de autogestión que culminó en la Hermandad de San Casiano, un
potente gremio que desde su oficialización a mediados del siglo XVIII
monopolizaba tanto el examen de los aspirantes a maestros como su formación
y control a través de «visitadores» propios.43 En 1787, sin embargo, la
fundación por Carlos III del Colegio Académico del Noble Arte de las Primeras
Letras supuso el primer intento de regular y uniformizar estatalmente esta
práctica profesional autoorganizada. El Colegio como tal fracasaría, pero el
programa de racionalización del trabajo docente siguió su curso con la
fundación de una nueva Academia de Primera Educación cuyas pretensiones de
control se centraron no sólo en la selección, sino también en la formación de los
nuevos maestros, sentando con ello las bases del posterior Reglamento de
Instrucción Pública (1821) y del desarrollo del modelo de las escuelas normales
a partir de 1839.

Este modelo de formación y regulación profesional de la enseñanza ya había


sido ímplementado veinticinco años antes en Francia por Lakanal, presidente
por entonces del Comité de Instrucción Pública. El hecho de que se
denominaran «normales» a estas escuelas para la instrucción de los instructores
de la masa encierra un doble sentido en el que interesa reparar. Por un lado,
aspiraban a ser organizaciones modelo que sirvieran de ejemplo (de norma) para
otras instituciones; por otro, su objetivo central era la regulación de las pautas
de socialización en las normas. No obstante, aunque éste doble carácter
normalizador introdujo en la selección y la formación para el oficio un claro
proceso de secularización muy ligarlo, por otra parte, al

43. Sus ordenanzas pueden véase en MEO (1985, tomo 1). Para su historia puede
verse Guzman (1986: 56-63) y Pereyra (1988),

66
reformismo liberal de la primera mitad de siglo, el poso religioso que rezuma el
filantropismo subyaciente a la nueva definición de la profesión docente fue una
constante a lo largo de todo el siglo. Así por ejemplo, el reglamento español
para la formación de maestros impulsado por Gil de Zárate en 1843 (Varela,
1979: 185 s.) iba a proponer una imagen austera y frugal del nuevo funcionario
de la enseñanza, sometido a la «deferencia y la sumisión a la autoridad
legítima» y formado para hacer cumplir y potenciar la subordinación y la
regularidad. Un diccionario educativo de 1884 identificaba todavía a la
profesión docente con...

[…] una disciplina severa e inflexible que no sólo alcanza a los


actos interiores, sino que también domina el pensamiento y la voluntad
[...] Las tendencias morales y cristianas de la disciplina y el sistema de
enseñanzas son medios eficaces para ejercitarlos en todas las virtudes y,
especialmente, en las peculiares de la profesión [...] que requiere
particular preparación, una especie de noviciado para instruirse, para
probar sus disposiciones y formar su vocación.44

No andaba desencaminado Weber cuando vio en el monje el ideal del profesor.


Si bien la exhibición de destrezas en concursos públicos fue ganando terreno
como criterio de selección a medida que la profesión se fue funcionarizando, la
ejemplaridad moral siguió siendo parte esencial del núcleo de la formación del
profesor nacional. Testimonios como los referidos dan cuenta del espíritu en que
se quería encuadrar la nueva producción de profesores; son la muestra de la
suerte de moralización en que debía circunscibirse la nueva conciencia
burocrática que desde finales del XVIII debía pasar a formar parte de la nueva
configuración de una función docente regularizada.

Con todo ello el control gremial de la enseñanza y las práctica autogestionadas


de formación y selección pasaron a ser una imagen del pasado. Pero la
regulación global de la concentración administrativa exigida por la nueva
arquitectura del traba-

44 M. Carderera, Diccionario de educación y métodos en enseñanze, cit. en Siguán


(1986: 67, subrayado E.T.). En este mismo sentido, y ya en nuestro siglo, el código Elemental
inglés de 1904 veía la coadición esencial del «nuevo educador » más en la corrección de sus
actitudes que en su dominio curricular (Tomlinson, 1993:40).

67
jo en general, y del docente, en particular, así como la implementación de las
nuevas pautas de endoculturación asociadas a dicha racionalización, exigían un
esfuerzo en el desarrollo tecnológico de las capacidades de vilancia, supervisión
y medición.45 Estas capacidades constituyeron una dimensión fundamental en la
confluencia de capitalismo e industrialismo que dio lugar a la constitución de la
modernidad madura (Giddens, 1993: 62). Como veremos, su desarrollo estuvo
indisociablemente ligado al proceso de concentración administrativa
característico de los estados nacionales.

El tiempo de la organización vigilada

Juntas de caridad controladas por religiosos y supervisadas por ayuntamientos,


comités de mendicidad y otros dispositivos administrativos se integraron como
engranajes de la organización racional de la vida social moderna al mismo
tiempo que se abolían los gremios, se prohibían las romanzas, se perseguía a las
minorías nómadas y se unificaban lenguas y medidas. La vigilancia de que el
progreso transcurriera por el camino seguro de la razón pasaba
fundamentalmente por la persecución de la ociosidad como vicio político, lo
que no era más que una forma de luchar por la hegemonía de una concepción
unidimensional del tiempo, por un empleo del tiempo convertido en ley de un
trabajo mecánico rigurosamente ejecutado. Más allá de aquella elevación
espiritual que proporcionaba en la disciplina monacal, este disciplinamiento y
metodización del tiempo (el tiempo convertido en presupuesto) se instituyó
como instrumento de

45. A mediados del siglo XIX, Tiempos dificiles (de Charles Dickens) aportó quizá la
imagen más representativa de cómo ciertos dementos de la iconografía ilustrada del orden
comenzaran a marchitarse en las decadas siguientes con los humores agrios del industrialismo
decimonónico y los rituales de la sociedad victoriana. Un atemorizante profesor, Sir Thomas
Gradgrind, «un hombre de realidades, un hombre de hechos y cálculos que se rige por el
principio de que dos y dos son cuatro, y nada más» se presenta ante los indefensos alumnos y
alumnas provisto de reglas, escalas y tabla de multiplicar en el bolsillo, para «pesar y medir
cualquier fragmento de la naturaleza humana. Es —sigue diciendo Dickens— una simple
cuestion de cifras, un asunto de simple aritmtica». Siempre muy atento al mundo de la
imaginación infantil que asociaba con la libertad y la espontaneidad, Dickens critica en esta
novela el autoritarismo de los hechos, la sistemática y los métodos abstractos y utilitarios
apartan que anulan la conciencia de la realidad (Mannning, 1970).

68
rentabilización del conocimiento y como dispositivo político de
desmantelamiento de esa ociosidad con que desde los textos ilustrados se venía
identificando al pueblo. La lógica del cognitivismo implícita en la cultura
pedagógica de la modernidad volvió a jugar en este sentido un papel decisivo;
esta vez, a través de la gestación de esa forma específica del conocimiento que
es el conocimiento escolar y de las prácticas disciplinarias asociadas con él.
Varela (1979: 182 s.), por ejemplo, da cuenta de un significativo artículo del
reglamento escolar español de 1838 por el que todo maestro público debía
«arreglar los ejercicios de las escuelas y la distribución del tiempo de modo que
ningún niño esté jamás ocioso».

Si bien la escuela no fue un invento de la modernidad ilustrada, sí lo fue su


configuración como organización de masas y como principal anatematizador de
la ociosidad, algo que puede resultar paradójico si nos atenemos estrictamente a
la etimología del término «escuela».

Scholé, inicialmentc, fue un hallazgo cultural del mundo mediterráneo que


siguió al derumbamiento de la civilización micénica. En griego significaba
«ocio» y, por extensión, el lugar en que se hacía uso de ese tiempo.46 Derivado
del verbo echo (tener), scholazein (tener tiempo, holgar) tenía un sentido
positivo con cuya negación (ashcolia) se designaba al trabajo. Holganza u ocio
son ya, de hecho, traducciones sesgadas, pues scholé no era un tiempo liberado
de otro tiempo, no era el tiempo de inactividad y descanso que sigue al trabajo.
Era más bien el tiempo aristocrático que permitía un cultivo desinteresado del
alma, un tiempo desligado de toda formación profesional y, en general, de
cualquier actividad que no supusiera un fin en sí misma. Scholé era, en
definitiva, el tiempo de una cualidad ética superior vinculada a la
innecesariedad del trabajo y al ideal del kalos kagathós.

La ruptura de este campo semántico fue resultado de un lento y complejo


entrelazamiento de estrategias de ordenamiento que terminaron por desprender
su racionalidad de dicho ideal para someterla progresivamente al paradigma del
homo oeconomicus. Este proceso tuvo su momento clave en la según-

46 Véase, al respecto, Abbagnano y Visalberghi (1976: 16, 102), Toti (1975: 1-5) y
De Grazia (1966: 1-9).

69
da mitad del XVIII y primera del XIX, cuando la expansión de la nueva
economía humanizadora del castigo hizo del alma y no del cuerpo el principal
objetivo de represión, y cuando el estilo penal incorporó una nueva
temporalidad orientada hacia el futuro (Foucault, 1986: 14-30, 127). Tanto en la
práctica judicial como en la educativa emergió una nueva concepción del saber
que respondía a una nueva articulación de las relaciones de poder centradas,
sobre todo, en la reconversión productiva de los individuos a través de la
edificación de su alma. Todo ello contribuyó a hacer arraigar en el sentido
común de la modernidad un motivo fundamental que constituye in nuce el
germen de la visión moderna de la justicia social y de ese meritocratismo
característico del humanismo burgués: la administración de la justicia se hace
inseparable de una organización de la educación de masa como garantía de la
validez legitimadora y la eficiencia del nuevo orden.

Así como la legislación de finales del XVIII prohibió la circulación de jácaras,


romances y otras fuentes alternativas de endoculturación, el código penal
español establecía a mediados del siglo siguiente ya penas para los padres y
tutores que abandonaran la educación formal de sus hijos. La cuestión de la
instrucción pública, tan ligada desde el discurso regeneracionista ilustrado al
desarrollo económico nacional, pasó de hecho en esos mismos años a depender
del Ministerio de Gracia y Justicia. Esta maniobra institucional permitía, según
un ministro de la época, Bravo Murillo, « reunir los tres grandes intereses o
elementos sociales: el culto, la administración de la justicia y la instrucción».47
En definitiva, tanto la institucionalización de la educación profesional y
sentimental de la masa como la promulgación de las leyes contra el vagabundeo
y el nomadismo no hacían sino venir a confirmar uno de los rasgos distintivos
de la ideología esencial de la modernidad: la idea de que, al igual que no hay
progreso sin productividad, no hay tampoco productividad sin disciplina. Es
sintomático que a la novedad organizativa de las escuelas técnicas y los tratados
didácticos.

47. Cit. en Varela (1979: 189). La genealogía de esta nomalización jurídica del
aprendizaje socialmente considerado legítimo es más ampliamente examinada para el
contexto de la educación amerícana por Wise (1979), quien subraya las limitaciones de la
estrategia de racionalización del proceso educativo respecto a cuestiones como la
productividad o la eficiencia.

70
que hemos comentado en la sección anterior se añadiera la de la incorporación
de los relojes, símbolo de la nueva valoración del tiempo.48 La ociosidad que
constituyó la racionalidad educativa de aquella primera alma occidental pasó a
ser su principal enemiga y la primera causa de los males sociales; un
ideologema que presidió proyectos de intervención social desde Juan de la Salle
hasta Fourier.

La Educación popular de Campomanes (1978: 100-106) prescribía el aseo, el


buen porte y el respeto a los preceptos religiosos como elementos esenciales a la
laboriosidad que debía inculcarse para erradicar todos aquellos elementos de
ociosidad que eran considerados como la fuente de la miseria, la superstición y
la degeneración de las costumbres: la tuna, la visita a las tabernas, la asistencia a
los toros en días laborales, la tradición de guardar los lunes... La asociación de
la ociosidad con lo vago e improductivo fue lo que motivó su persecución como
ámbito de socialización incompatible con la nueva administración del trabajo y
los estilos de vida asociados a ella. La economía disciplinaria que la hostigó fue
la misma que hizo del ciudadano un aprendiz industrial que debía ser formado
(técnica y moralmente) por el estado. Sobre ella se fraguaron estrategias de
vigilancia caracterizadas por un control débil pero agudo y por un objetivo: la
manipulación para la utilización; esto es, el aseguramiento de la economía y
organización de los movimientos para aumentar el potencial de rendimiento
económico de los individuos y, paralelamente, reducir su potencial político
(Foucault, 1989: 140 s.).

La estandarización temporal y la micropolítica de su diseño afectó igualmente a


las estructuras espaciales y comunicativas. Fábricas típicamente ilustradas como
las de Le Creusot o la de Tabaco de Sevilla, aun cuando en su arquitectura
externa siguieron presas del modelo del castillo, complicaron enormemente su
estructura interna en zonas individualizadas por exigencias más de vigilancia
que estrictamente productivas (Selva-

48. El Memorial, literario instructivo y curioso de Madid (mayo de 1787) informa,


por ejemplo, de cómo en las paredes de las Escuela de Nobles Artes de Barcelona, en las que
ya prendian numerosos alfabetos, se colocó un reloj en un ángulo de la primera pieza para
saberse el tiempo de entrar y salir de la escuela; y se dispuso un retrete donde se guarda la
tinta, pluma, papel y todo lo preciso para no retardar el curso de las lecciones (cit. en Labrador
y de Pablos, 1989: 147).

71
folta, 1978). Disposiciones espaciales parecidas a las derivadas de la
homogeneización del tiempo de trabajo en las fábricas se registraron en las
escuelas. Los Hermanos de la Vida Común, por ejemplo, introdujeron la
disposición de las aulas en hileras que permitieran clasificar a los individuos
según su edad o aptitudes. La arquitectura escolar de la Francia de la III
República, hija tardía en el plano educativo de la educación ilustrada, suministró
todo un repertorio de minuciosas medidas de higiene social que preveían la
frecuencia de las aireaciones de las aulas, los metros cúbicos de aire respirable,
los metros cuadrados de suelo para trabajo y para recreo, la dirección de entrada
de la luz o la organización de las letrinas (Bouillé, 1988: 5 1-69). Todo un
espectáculo de visibilidad y separabilidad. Y es que, en el fondo, «las
disciplinas que analizan el espacio deben ser también entendidas como aparatos
de sumar y capitalizar tiempo» (Foucault, 1989: 162). Si uno era el estado,
había señalado Napoleón, una debía ser la escuela. El Plan Quintana habló de
una enseñanza que sólo podía ser universal y pública si era uniforme, esto es, si
era una en la doctrina, en los métodos y la lengua, algo que Condorcet (1980:
244 s.) ya había visto claramente cuando habló de...

[...] dos medios generales que deben influir, a la vez, sobre el


perfeccionamiento del arte de instruir y sobre el perfeccionamiento
de las ciencias: el uno es el empleo más extenso y menos
imperfecto de los que pueden llamarse métodos ténicos, y el otro, la
institución de un lenguaje universal.

El pedagogo Salzmann se enorgullecía de que en sus escuelas todos los niños


fueran tratados igualmente y no hubiera más diferencias «que las que ellos
mismos se labran».49 Así como no debía haber diferencias en el método
sistemático de administrar el conocimiento, tampoco debía haberlas en la lengua
en que se enseñara. La lengua nacional se constituyó, de hecho, en un objetivo
político central de los primeros diseños curriculares con el fin de combatir lo
que Tayllerand describía como una

49. «Igual vivienda, iguales ropas, alimentos e instrucción, igual esparcimiento.


Dinero posición y toda lisonja del exterior y del azar no deciden nada aquí (Nachrichten aus
Schepfenhalt, 1786, cit. en Ruppert, 1983: 44). Sobre Quintana véase Varela (1979: 178s.).

72
corrupción de dialectos que no eran sino vestigios de feudalismo, de lo viejo, al
igual que otras prácticas de endoculturación que pervivían en la transmisión de
romances, jácaras y coplas.50 En definitiva, dividir y clasificar para uniformizar;
uniformizar y metodologizar para vigilar; vigilar para capitalizar. Las galas con
que se vistieron las primeras presentaciones en sociedad de las innovaciones
disciplinarias de la modernidad educativa —como, por ejemplo, la escuela
mutua de Lancaster y Bell— deben ser suficientemente representativas a este
respecto:

[...] un método por el cual se multiplica prodigiosamente el número


de enseñados, se gana una considerable cantidad de tiempo y se
perfeccionan los resultados hasta donde puede concebir la imaginación.
Es a la enseñanza [...] lo que son a la industria la división del trabajo y
la aplicación de las máquinas que aumentan, regularizan y perfeccionan
la producción disminuyendo su costo. Un maestro que por el método
ordinario enseñaría, por ejemplo, 300 discípulos en tres años, quizás
podría enseñar a 3.000 en tres meses por este nuevo método.51

Ya Montesquieu (1985: 403) había llamado la atención sobre esas «ideas de


uniformidad» que se apoderan a veces de las grandes inteligencias directivas y
que impresionan infaliblemente a las pequeñas. Un sistema, un método, un
programa. Pero, ¿de dónde ese impulso por homogeneizar y capitalizar el
tiempo? Según Giddens (1993) toda cultura cuenta con un sentido de la
temporalidad. Lo característico de este monocronismo que vemos fraguarse en
la modernidad ilustrada debe considerarse en dos niveles. Por un lado, como ya
hemos visto en secciones anteriores, la linealidad de su filosofía de la

50. De lo primero es ilustrativa la siguiente declaración del Comité de Salvación


Pública francés en 1794: « la lengua de un pueblo libre debe ser una y la misma para todos […]
el federalismo y la superstición hablan bretón, la emigración y el odio a la república hablan
alemán, la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco. Quebrantaremos estos
instrumentos de daño y terror (cit. en Gómez Rodríguez. et al, 1988: 29). Lo segundo es
manifiesto en documentos como el «Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y
venta de las jácaras y romances vulgares por dañosos a las costumbres públicas y de
sustituirles por otras canciones verdaderamente nacionales que unan la enseñanza y el recreo »
de Meléndez Valdés, recogido en Mayordomo y Lázaro (1988: 61-77).
51. Anales administrativos, 18 de diciembre de 1834 (cit. en Varela, 1979: 182,
subrayado E.T.).

73
historia como una historia de progreso que avanza hacia el triunfo definitivo de
la razón supuso una comprensión del pasado orientada hacia un futuro hecho
presente. Por otro, la propia configuración racional del presente exigía la
regulación administrativa de la temporalidad de las prácticas sociales cotidianas.
En el fondo, como ya Marx intuyó en sus Grundrisse, toda economía es, en
última instancia, una economía del tiempo.

La erosión de mundos de vida alternativos que siguió a la forma en que la


cultura pedagógica de la modernidad colonizó el mundo simbólico preindustrial
hizo de la variable tiempo un instrumento clave de regulación social. Así se
desprende de estudios históricos como Thompson (1979) sobre la adaptación de
la población agraria inglesa al tiempo industrial o Katz (1971) sobre la obsesión
de los comités escolares norteamericanos por inculcar a los hijos de los
emigrantes de mediados del siglo XIX un sentido industrial del tiempo. Como
señaló Mumford (1977), la ingeniería y el experimento técnico crearon la
máquina, pero sólo el control estricto del tiempo mecánico le proporcionó un
suelo en que desarrollarse. La acumulación de capital exigía como «preparación
ideológica» una organización y acumulación del tiempo y de los saberes
dispersos y la disciplina propia de la racionalidad educativa contribuyó
notablemente a ello. Una vez que la temporalidad hegemónica se constituyó en
una sucesión de horas y minutos, y no de experiencias; una vez que el trabajo y
el saber se descompusieron en una serie de destrezas parceladas; una vez que,
en definitiva, todos ellos se institucionalizaron como espacios cerrados,
homogéneos y estandarizables, pudieron acumularse. Sólo así pudo llegar el
tiempo a ser apreciado como el oro; la instrucción militar, como un modelo de
gestión operativa de la masa; y la imagen monacal de la vida regular, continua y
circunscrita a un espacio, como un modelo organizativo de la experiencia. Una
experiencia productiva, moralmente edificante y admistritativamente
controlable como estaba comenzando a ser la experiencia educativa que
terminaría siendo obligatoria para toda la población.

Al fin y al cabo, la sociedad educada anhelada por las élites ilustradas no era
sólo una polis de ciudadanos ilustrados que debían aceptar la legitimidad de la
nueva simbología del pro-

74
greso y reconocer la validez del saber directivo de sus gobernantes. Era también
una masa desorganizada que era preciso vigilar y regular desde su interior a
través de un programa disciplinario. Esta programación es lo que Foucault
(1986) describe como un «esquema anatomo-cronológico de comportamiento»,
una minuciosa maniobra de dominación por la que el tiempo unidimierisional y
acumulable colonizó la vida social en general y la práctica educativa en
particular. Cuando el régimen de la industrialización capitalista hubo de hacer
uso de esta estrategia disciplinaria, hacía ya tiempo que los modelos de los
ejércitos y los monasterios habían sentado sus bases.52 Adam Smith (1996: 732)
incluso combinó sus elementos constitutivos al describir el poder espiritual de la
iglesia como un «ejército [...] disperso en una multitud de cuarteles, pero cuyos
movimientos y operaciones podían ser dirigidos por una sola cabeza y
ordenarlos con arreglo a un plan uniforme». Pero los supuestos normativos y el
estilo cognitivo implícito en el modelo de la racionalidad educativa, hicieron
que ésta se convirtiera en la más importante fuente de poder espiritual de la
modernidad. Su discurso y sus fórmulas organizativas han impregnado desde
entonces las fuentes de legitimidad tanto del idealismo de su proyecto de
cambio social dirigido como de su programación efectiva, pues permitía aunar
ambos en un mismo cuadro teleológico de racionalización progresiva del
mundo. La reformulación ilustrada del discurso pedagógico de la modernidad
permitió, en definitiva, aunar el proyecto y el programa de una historia en la que
no sólo había que creer, sino que también había que realizar.

La protosociología de Ortega, muy interesante en este punto por haberse


cuajado en la cercanía de los lenguajes existencialistas de las primeras décadas
del siglo XX que seguidamente estudiaremos y cerca también de proyectos de
auténtico refor-

52 Sombart, Coulton o Mumford han destacado sobradamente la herencia que la


disciplina del tiempo industial recibió del modelo monástico, hasta el punto de lleger a hacer
de su institucionalización de la vida puntual y ordenada el verdadero origen del capitalismo.
Otros como Braverman o Gaudemar, más fieles a la interpretación de Marx, han hecho más
hincapié en el tráfico disciplinario procedente de la herencia militar como modelo de
imbricación de organización, movilidad y eficacia. La impoltancia de la disiplina educativa
radica, precisamente, en que su cosideración permite combiner ambas perspectivas.

75
mismo tardoilustrado como la Institución Libre de Enseñanza o el
regeneracionismo, supo resumir muy bien la esencia de este discurso:

Si la educación es transormación de una realidad en el sentido de


una cierta idea mejor que poseemos y la educación no ha de ser sino
social tendremos que la pedagogía es la ciencia de transformar las
sociedades. Antes llamábamos a esto política; he aquí, pues, que la
política se ha hecho para nosotros pedagogía social [1983a: 515].
EDUCACIÓN Y MODERNIDAD
PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENTO UTÓPICO
Colección dirigida por José M. Ortega

109
Eduardo Terrén

EDUCACIÓN
Y MODERNIDAD
Entre la utopía
y la burocracia

Prólogo de Mariano Fernández Enguita

UNIVERSIDAD DA CORUÑA
Educación y modernidad: Entre la utopía y la burocracia / Eduardo Terrén;
prólogo de Mariano Fernández Enguita. — Rubí (Barcelona) Anthropos Editorial A
Coruña Universida de la Coruña, 1999
XI p. + 315 p. 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico; 109)

Bibliografía p. 295-311
ISBN 84-7658-552-7

1. Sociología de la educación - Teoría crítica 2. «Modernidad» - Aspectos sociales


1. Fernández Enguita, Mariano, pról. II. Universidade da Coruña III. Titulo
1V. Colección
37.015.4

Primera edición: 1999

© Eduardo Terrén, 1999


© Anthropos Editorial, 1999
Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona)
En coedición con Servicio de Publicaciones. Universidade da Coruña
ISBN: 84-7658-552-7
Depósito legal: B. 17.244-1999
Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales
(Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96
Impresión: Edim, S.C.C.L. Badajoz, 147. Barcelona

Impreso en España – Printed ini Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en tono ni en
parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Alberto y Eduardo,
que vinieron al mundo a la vez que este libro,
y a Elia, que los trajo
PRÓLOGO

La crisis de los valores de la modernidad ha golpeado con particular dureza a la


institución escolar. Aunque la escuela nunca se ha distinguido como una
institución especialmente moderna en sí misma —baste pensar en la manida,
pero en buena parte cierta, afirmación de que ni la estructura básica de sus
contenidos ha cambiado demasiado desde el trivium y el quadrivium ni las
rutinas básicas de su funcionamiento lo han hecho desde la Didáctica Magna o
la Ratio docendi et discendi—, lo que sí ha sido es la principal institución
modernizadora. Global, colectiva e históricamente considerada, la modernidad,
sin duda, debe mucho más a la guerra, al mercado, la máquina de vapor, la
organización fabril o la administración burocrática, pero la experiencia escolar
ha sido y sigue siendo el instrumento principal mediante el cual cada individuo
es llevado a vivir por sí mismo el proceso que conduce a ella, el escenario en
que la ontogénesis sigue, de grado o por fuerza, el camino de la filogénesis. En
sentido contrario, la institución escolar debe más a la modernidad y se identifica
más intensamente con ésta que cualquier otra institución contemporánea, pues
es deudora como ninguna de sus principales ideas-fuerza: progreso, crecimiento,
racionalidad, nación...
Del lado del profesorado, la creencia en el progreso y la ra
IX
zón- ha suministrado el armazón fundamental del discurso educativo y
pedagógico, articulado siempre en los términos de una empresa civilizadora. De
lado del alumnado, ha aportado la justificación para esa moral victoriana en
que se sustenta, después de todo, el esfuerzo del aprendizaje escolar, concebido
invariablemente como una renuncia menor al presente a cambio de mayores
ganancias en el futuro. Con el derrumbe de esta fe única, la imagen prometeica
en la que un profesorado adalid del progreso guiaba y empujaba a un alumnado
ávido de unirse a él ha sido sustituida por su caricatura epimeteica, en la que
unos profesores desmoralizados y convencidos de que cualquier tiempo pasado
fue mejor se enfrentan a unos alumnos desmotivados y seguros de que el futuro
será siempre peor.
La crisis —quizá una forma de morir de éxito, por otra parte— de las
representaciones modernistas y modernizadoras de la historia nos impone, una
vez más, la tarea de deconstuir- y reconstruir el discurso y, más en profundidad,
la idea misma de la educación, aunque probablemente ya no sea posible hacerlo
con la misma facilidad y nitidez de ocasiones anteriores. Creo que, si hay algo
que distingue los análisis del pensamiento y el discurso educativos del último
periodo, es el intento de captar su complejidad —y la de sus limitaciones— a
través de sus contradicciones internas. Un indicador exiguo, pero no trivial,
puede encontrarse en la tendencia al uso de las antinomias en los títulos que
sintetizan algunos de estos esfuerzos. Hace algo más de quince años, y antes de
que lograra anegarnos la oleada de la postmodernidad, el malogrado Carlos
Lerena tituló su último libro Reprimir y liberar, con la intención de expresar, en
este dualismo, la naturaleza contradictoria de la macrovisión de la educación,
nacida con la Ilustración y con el positivismo sociológico y desarrollada a través
de la sociología clásica y del reformismo pedagógico. En un ámbito más
limitado, yo mismo me he servido también de estos juegos de palabras para
desmenuzar las grandes reformas escolares comprehensivas (en el libro Integrar
o segregar) y para analizar el primer pensamiento ilustrado en torno a la
educación (en el artículo «El legado de la Ilustración: crédito y débito», partidas
que identificaba respectivamente con la emancipación y el sometimiento).
Eduardo Terrén nos propone ahora rastrear la relación entre educación y
modernidad, como reza el subtítulo de esta obra, entre dos par-
X
ticulares Escila y Caribdis, entre la utopía y la burocracia. Más allá del posible
gusto de los intelectuales, y en especial de los sociólogos, por los títulos
ambiguos y misteriosos, gusto que no cabe negar; creo que esta extendida
afición responde también, y quizá en primer término, a la naturaleza
ambivalente y contradictoria de la educación, tanto como actividad como cuanto
institución, y a la conciencia de que nuestras indagaciones tal vez abran más
problemas de los que cierran.

Aunque aprecio y admiro enormemente el trabajo de Lerena, con quien


comencé a transitar el campo de la Sociología de la Educación, mis
inclinaciones han sido siempre otras, más del lado del análisis de los
fundamentos económicos, las estructuras organizativas, los intereses colectivos,
etc. que de las representaciones, los discursos o las racionalizaciones propias del
pensamiento educativo. Sin embargo, el trabajo de Eduardo Terrén, basado en
una tesis doctoral de la que fui mentor, comparte con el de Lerena —en
particular con Reprimir y liberar que, paradójicamente, no se cuenta entre sus
fuentes—, a mi juicio, la fascinación por la esencia directamente educativa y
pedagógica del proyecto modernizador y de sus precedentes—, es decir, por la
dimensión abiertamente educacional del pensamiento social contemporáneo y
su pertinencia inmediata para el análisis del complejo de instituciones, prácticas
y discursos que caen bajo el amplio epígrafe de la educación. En ese sentido,
reanuda una importante reflexión donde aquella la dejó, y tengo el deber y la
satisfacción de decir que se muestra en ello a la altura de la tarea, cosa que no
era fácil.

MARIANO FERNÁNDEZ ENGUITA

Collado Villalba, septiembre de 1998

XI
Nos encontramos actualmente en un nivel muy
avanzado de una mutación que comenzó en los
siglos XVII y XVIII cuando, al fin, el saber se
convirtió en una especie de cosa pública.

MICHEL FOUCAULT
INTRODUCCIÓN

Un cuerpo docente sin fe pedagógica


viene a ser un cuerpo sin alma.

EMILIO DURKHEIM

1997. En una lluviosa mañana del mes de enero los estudiantes gallegos
salieron a la calle en respuesta a una convocatoria de huelga contra la política
educativa de la Xunta. Al término de la manifestación celebrada en Santiago de
Compostela, un estudiante leyó un comunicado en el que advertía: «si el
gobierno recorta los fondos destinados a educación nos hará perder el tren de la
modernidad».

¿Qué es «el tren de la modernidad»? Una frase hecha; un tópico del


lenguaje sociopolítico que asocia metafóricamente una constelación cultural (la
modernidad) con lo que durante casi un siglo, desde Turner a Marinetti, fue, sin
duda, la más simbólica de sus realizaciones (el ferrocarril). Con sus horarios y
sus itinerarios prefijados, el tren fue un modelo de movimiento organizado, una
viva y rutilante expresión de la burocratización del tiempo que contribuyó
enormemente a que en la imagen burguesa del mundo el orden se transformara
en rutina. Hoy, en la llamada con cierta imprecisión «sociedad del saber», el
«tren de la modernidad» es la muletilla con que la retórica de la modernización
sigue vinculando de forma aproblemática una forma de ver y organizar el
mundo con una forma de recorrerlo.1

1. Las aplicaciones industriales del vapor, los trenes, la escuela pública de masas y la
sociología son todos hijos de la misma época. Gran parte de la metaforología de la
3
En discursos, en inauguraciones, en folletos conmemorativos e incluso —como
hemos visto— en manifestaciones, el recurso a la figura algo añeja pero
retóricamente sólida de esas máquinas de progreso que frieron los ferrocarriles,
puede servirnos de recordatorio de hasta qué punto nuestra forma de hablar es
una rutina más de las muchas que todavía siguen presas de los hábitos modernos
en un mundo que quizá esté empezando a dejar de serlo.

Los trenes, las fábricas, los automóviles, las autopistas, los rascacielos, son
elementos clásicos en cualquier representación del orden moderno. Y también,
por supuesto, lo son las escuelas, que a muchos sitios llegaron al mismo tiempo
que los primeros raíles y las primeras chimeneas industriales. A todos estos
elementos nos referimos cuando decimos que una ciudad o un país son
modernos, dando a entender, así, que han seguido una determinada senda de
desarrollo económico e institucional. Todos ellos, junto con las expresiones,
percepciones y hábitos a que han dado lugar forman parte de lo que aquí
denominaremos las rutinas de la modernidad.

El motivo central de la ideología de la modernidad es haber identificado el


cambio económico y social (es decir, el cambio histórico) con el triunfo de la
razón: el tren de la modernidad es el tren de la razón, el tren del progreso. La
fundamentación de esta identificación ha sido el caballo de batalla de muchos
intelectuales modernos desde hace más de doscientos años. La modernidad, sin
embargo, no sólo es un conjunto elaborado de ideas. Refiere también a un tipo
de experiencia sobre el que se fundamenta la validez vivida de los estilos de
vida y de organización social basados en dichas ideas. Es también, en una
palabra, la cotidianeidad en la que éstas ganan su legitimidad. En

modernidad en torno al tema del desarrollo se fraguó en este periodo de industrialización cuya
sensación de impulso está foimidablemente plasmada en Lluvia, vapor y velocidad de Turner.
Proudhon, por ejemplo, habló del «tren del progreso», poco después de la invención de la
locomotora de vapor y William Monis describió los barcos de vapor como «las nuevas
catedrales de la era industrial». El uso racional del vapor fue, efectivamente, la clave de toda
una simbologí de la eficiencia que ya en nuestro siglo sería reelaborada por la estética
maquinista del futurismo y las utopías tecnocráticas de la sociedad postindustrial. Hoy dia esa
nueva versión de discurso modernizante que es el europeísmo ha reflotado la metáfora y hablar
de la educación como un instrumento esencial para no perder «el tren de Europa» o para no ir
«en el vagón de cola» es algo recurrente hasta el hastío.
4
este sentido, lo propio de la experiencia moderna es el creer que las
instituciones entre las que discurre nuestra vida social son esencialmente
racionales. Esto es, creer que su estructuración y su funcionamiento están bajo
el control racional de un conocimiento sistemático de la verdad. La esencia de la
experiencia de la modernidad es, pues, una especie de fe en la razón. A esto le
llamó Weber «el carisma de la razón».

Aparentemente, es cierto, fe y razón parecen términos contrapuestos. Sin


embargo, contra lo que puede desprenderse de visiones simplificadoras que
entienden el proceso de racionalización de la vida social moderna en los
términos de una vulgar secularización, el principal esfuerzo del pensamiento de
la modernidad ha sido mostrar su necesaria, aunque siempre tensa y dificil,
complementariedad. Tras la Revolución Francesa los ilustrados no incendiaron
las iglesias, sino que levantaron en ellas altares a la diosa razón y organizaron
procesiones en las que las imágenes de los santos eran sustituidas por la bandera
de la república y los bustos de sus filósofos. Comte, cuya estatua aún preside la
Place de la Sorbonne, llegó a elaborar todo un culto religioso en torno a una
ciencia que, a pesar de su misticismo racionalista, se hacía cada vez más
industrial.

Max Weber ofreció un marco teórico sobre el que dilucidar esta cuestión y por
eso le dedicaremos una atención especial en el segundo capítulo de esta obra.
Según tendremos oportunidad de ver allí, Weber mostró cómo, por más que lo
carismático fuera perdiendo sus tintes más puramente personalistas o
tradicionales, esa sociedad de organizaciones en que se fue constituyendo la
sociedad moderna tenía que seguir alimentándose de fuentes de dominación
hierocrática. Mostró, en definitiva, que tan característicamente moderna era la
racionalización de lo sagrado, como la sacralización de lo racional. Este libro es
un intento de mostrar cómo el discurso pedagógico moderno ha desempeñado
un papel esencial en la combinación de ambos proccsos.

Existen en la sociedad moderna ámbitos institucionales y profesionales


específicos que son especialmente sensibles a este carácter ambidiestro de la
modernidad; espacios organizacionales que administran un ideal y que, al
mismo tiempo, reciben de él la santificación de su forma de administrarlo. La
educación es seguramente la institución más representativa a este

5
respecto. Quizá por ello, tal y como se defiende en el primer capítulo, la cultura
de la modernidad se constituyó como una cultura pedagógica. Como muy bien
supieron ver los ilustrados, la lógica propia de la relación pedagógica permitía
articular, con tensiones pero sin estridencias, el compromiso fideísta con un
proyecto histórico y el aseguramiento de su realización práctica; la energía
motivacional de las ideas y la disciplina que entraña su efectiva realización; la
seducción de lo trascendente y la producción del programa que debe alcanzarlo.
De ahí que la educación, tal y como ha sido pensada y diseñada desde la
Ilustración, pucda considerarse como paradigma del proceso de racionalización
de la modernidad, como ámbito institucional privilegiado en el que se exhibe la
peculiar armonización moderna de esa dialéctica de fe y razón a la que se refiere
Weber.

En la reconstrucción del discurso pedagógico de la modernidad que se presenta


en este libro, dicha dialéctica es contemplada a través del prisma de la relación
que guardan entre sí dos principios igualmente condenados a convivir en la
ideología de la modernidad: la utopía y la burocracia. Como en toda buena
dialéctica, utopía y burocracia son contrarios; pero su relación no termina ahí.
No se enfrentan estáticamente, como lo que se opone; sino, más bien,
dinámicamente, como lo que se contradice. La contradicción es lo propiamente
dialéctico porque exige un diálogo de lo que es diferente; y donde hay diálogo
debe haber también una cierta armonía o, al menos, una cierta comunidad de
lenguaje. Pues bien, el hilo conductor que recorre este libro es la idea de que ha
sido la educación el espacio organizativo en que más claramente se ha mostrado
esa perenne contradicción moderna entre la utopía de la promesa y la burocracia
de su puesta en marcha. Por eso el discurso educativo ha suministrado al
lenguaje de la modernidad lo más esencial del acervo simbólico necesario para
poder hacer dialogar lo utópico y lo burocrático en su permanente espiral de
reforma.

Hoy día, ciertamente, tanto «utopía» como «burocracia» son términos envueltos
en una inquietante ambigüedad que los convierte en armas arrojadizas de calibre
y direccionalidad muy diversas según quien los use. La utopía puede ser vista
tanto con los ojos progresistas de quienes la consideran un factor ineludible del
cambio como con los de quienes la desprecian desde un seguro realismo. En
este último sentido, la valoración de lo
6
utópico depende mucho de cuál sea el valor que se otorgue al idealismo que lo
sostiene. Las condenas conservadoras del sesentismo, por ejemplo, o las más
recientes críticas neoliberales de la utopía socialdemócrata pueden oscilar entre
la ironía ante lo que se considera una mera ingenuidad y la denuncia de una
supuesta maniobra de conspiración filosocialista. La burocracia, por su parte,
sobre todo después del diagnóstico weberiano y del pesimismo radical de un
Foucault que hizo del panoptismo su peculiar jaula de hierro, suele asociarse
con las patologías del progreso, con el lado oscuro de una modernidad cuya
inevitable burocratización tiende a eclipsar la luz de la utopía. Tanto en la
izquierda como en la derecha pueden encontrarse ejemplos condenatorios de
esta asociación, si bien, claro está, la inciativa que en cada caso se considera
abortada es de muy diferente signo. No obstante, y en la medida en que la
esperanza moderna es la ilusión de una organización racional de la vida social,
lo burocrático tiene igualmente su lado constructivo como imagen de orden y
eficiencia que resume las ventajas de un sistema abstracto de relaciones basado
en el cálculo y el conocimiento objetivo. No hace mucho, en esos momentos de
modernidad satisfecha que ahora nos parecen tan lejanos, se vio en la imagen de
este orden no la esclereotización del impulso moderno, sino su realización; no
el ocaso de la razón, sino más bien su triunfo.

En cualquier caso, una reconstrucción del origen, desarrollo y crisis de la


modernidad educativa como la que aquí se acomete, no ha de dejar de reflejar
las constantes tensiones a que se ha visto sometida esta difícil pero inevitable
dialéctica entre la utopía y la burocracia. En ésta puede verse, pues, el verdadero
hilo conductor de este libro y la idea central con la que se intenta mostrar el
lugar central del discurso educativo dentro de la constelación cultural y el estilo
de vida de la modernidad. Desde hace doscientos años la Gran Reforma (tanto
individual como colectiva) ha sido el ideologema básico.2 Y si lo ha sido, en
gran parte se debe a que «educar» ha sido la Gran Solución para casi

2. Negri (1992:48 ss.) ha sostenido la imagen del reformismo como distintivo de la


reorganización del capitalismo de nuestro siglo. Extrapolo aquí sus tesis para hacer del
reformismo una característica esencial que une a la primera modernidad con la modernidad
tardía de la posguerra.

7
todo, la fórmula mágica de la política para unir la realidad y el sueño.

Es importante advertir que, a partir de la dinámica señalada, el análisis de esa


historia de imágenes, proyectos, consignas, etc. que han constituido el discurso
pedagógico de la modernidad en sus diferentes momentos, no ofrece esa imagen
de evolución progresista que parece subyacer en las historias tradicionales de la
pedagogía.3 Más bien, presenta a ésta como una tópica vertebrada sobre los
flujos y reflujos de saber y poder sobre los que se configura ese complejo de
dominación racional que es —o ha pretendido ser— el orden moderno.

La forma en que el discurso pedagógico de la modernidad vincula la utopía y la


burocracia responde a lo que en este libro se denomina el arquetipo platónico.
Un arquetipo es una imagen legitimante, una configuración ideológico-cultural
cuyo entramado simbólico hace significativas y, por tanto, legítimas situaciones,
trayectorias o principios que sin él serían inaceptables o contradictorias. Los
arquetipos son importantes para nuestros mundos de vida porque acumulan el
trabajo interpretativo de las generaciones precedentes en determinados
esquemas de representación cultural que influyen directamente sobre nuestra
forma de entender, ordenar y vivir nuestra práctica; sobre la forma en que
construimos nuestra identidad personal y, por ende, profesional. Sobre estas
representaciones gravita buena parte de las posibilidades de la legitimidad,
porque un arquetipo permite unir las ideas y las experiencias vitales de una
constelación cultural y de quienes viven en ella. La modernidad, como toda otra
forma de ver y organizar el mundo, tiene sus arquetipos. Y éste que
denominamos el «arquetipo platónico», que hunde sus raíces en los arcanos del
pensamiento occidental, es muy probablemente el más importante para entender
la centralidad simbólica de la educación en el lenguaje político y en el
entramado de las necesidades de legitimación de la sociedad moderna.4

3. En realidad, hoy ya no podemos aceptar ninguna historia como una historia de


progreso. Pero todavía menos la dibujada por una mirada sociológica orientada por la
estrategia de la genealogía. Esta, como ha explicado Foucault (1985), es una mirada atenta a
hechos singulares que permiten una descodificación de los símbolos sobre los que se estructura
lo social, y no tanto a una reducción y sistematización de lo diverso y lo singular que permita
una intetpretación última de carácter normativo.

4. Paro un análisis detallado de la importancia de la educación como metófora, no

8
Calificamos este arquetipo como platónico porque, en el fondo, su validez
depende de la validez metafísica de los grandes valores como la verdad, la
belleza o el bien. La teoría platónica del saber (la primera teoría política de la
educación más allá del ars de los sofistas) convirtió esos universales en pilares
de una paz perpetua asegurada por una educación racionalmente dirigida,
diseñada y administrada por quienes tienen acceso a ellos:

Los sabios legisladores, los arquitectos del conocimiento y de la res publica. El


discurso pedagógico de la modernidad reelaboró esa misma lógica de la
producción del bien en un lenguaje axiológico algo diferente: igualdad, libertad,
fraternidad; pero retuvo esa manera de pensar el cambio social a partir de una
causalidad intelectual orientada según una plan definido que el conocimiento
experto es capaz de descubrir y trazar.5

La legitimidad profesional y el prestigio social del científico social moderno al


servicio del Estado, del científico de la educación o del profesor son deudores
de esa vieja representación platónica. Como es bien conocido, en ella se estipula
que es deber de los conocedores de la verdad el traer a este mundo las ideas
puras que habían encontrado en su viaje al mundo de la luz y ordenar el caótico
ambiente de la doxa (los sentidos, e1 pueblo, la apariencia social) según la sabia
legislación que les deparaba la contemplación de dichas ideas. Estos
conocedores de la verdad (los expertos o los intelectuales diría un moderno)
debían ser los encargados de diseñar unas medidas políticas y, sobre todo,
educativas, que trasladaran al público las formas de organización que su elevado
espíritu les había permitido aprenden Ese sentimiento de deber emanaba de su
propia aprehensión de la dimensión social de la idea de bien. Ésta les obliga a
«descender» al mundo de la corrupción y la mediocridad y a

sólo para la propia teoría de la educación, sino para una teoría social en general (en la medida
en que las normatividades implícitas en conceptos como formación, crecimienlo o liberación
suministran diferentes visiones del cambio social) véase Elliott (1984).

5. Como observó Dewey, «mucho de lo que se ha dicho después se ha tomado de lo


que Platón enseñó primero al mundo en una forma consciente […] Seria imposible encontrar
en ningún esquema de pensamiento filosófico un reconocimiento más adecuado, por una parte,
de la significación educativa de las organizaciones sociales y, por otra, de la dependencia de
esas organizaciones respecto a los medios empleados para educar a la juventud. Seria
imposible encontrar un sentido más profundo de la función de la educación para descubrir y
desarrollar las capacidades personales y para prepararlas de modo que se pongan en contacto
con las de los demás» (1982:78).
9
unir la especulación con la experiencia al tiempo que confiere legitimidad a su
tarea de traer a este mundo lo que no tiene un lugar en él (es decir, lo utópico)…

— [...] un Estado no podrá ser feliz a no ser que su plan no sea


trazado por esos artistas [los filósofos] con arreglo al divino modelo que
tienen sin cesar a la vista [...].
— [...] Pero, ¿cómo se las arreglarán para trazar ese plan?
—Considerarán el Estado y el alma de cada ciudadano como una
tela que hay que dejar limpia [...] Trabajarán luego en esa tela poniendo
los ojos ya en la esencia de la justicia, de la belleza, de la templanza y de
las demás virtudes, ya en lo que en el hombre puede darse de este ideal y,
merced a la combinación de estos dos elementos, formarán el hombre
verdadero [.,.].

Sólo así —dice Platón más adelante— es posible una felicidad pública que haga
del recto gobierno una verdadera realidad y no un mero sueño. Por eso,
concluye el viejo Platón de las Leyes:

El legislador no debe permitir que la educación se convierta en un


asunto secundario [...] El mejor de todos los ciudadanos debe ser
nombrado guardián y supervisor de la educación [...] y esta función debe
considerarse como la más grande de todas las funciones del estado.6

A través de la Ilustración, la modernidad, heredó muchos motivos de esta visión


de la dirección de lo social y de la labor que la educación debía desempeñar en
ella. Heredó, como es manifiesto en la obra clásica de Montesquieu, la noción
platónica del «ethos de las leyes» como nivelador de las diferencias y la
creencia en que la legislación racional puede cultivar la virtud. Heredó también
una imagen metafísica de la naturaleza humana cuya perfectibilidad le permite
remontar sobre sí misma em

6 República. 500 e / 501 a,b y Leyes, VI 72. «Platón escrbió la Républica para
justificar la idea de que los filósofos debían convertirse en reyes [...] pues esto llevaría a la
comunidad esa tranquilidad completa, esa paz absoluta que constituye, ciertamente, la mejor
condición para la vida de los filósofos» (H. Arednt, Lectures on Kants political philosophy,
cit. en Baumann, 1993: 86). Cierto: pero también escribió las Leyes, su última reflexión sobre
el problema de la educación y el Estado. En ella el problema de la función de los intelectuales
en la dirección de la vida social se complementa con el del diseño de una educación popular,
que fue —como veremos—, el gran problema ilustrado.

10
barcada en un proceso unidireccional de progreso. Pero heredó, sobre todo, esa
arquetípica concepción de la «misión» intelectual, así como muchas de las
metáforas en que dicha concepción se expresó. La más significativa de ellas fue
la de la luz, íntimamente asociada a la labor esclarecedora del conocimiento
legítimo y al señorío elitista implícito en el papel de quienes debían poner en
marcha desde arriba dicho conocimiento.

Fiel a la vieja idea del Leyes platónico que veía en el gobernante-educador la


representación de quien trata al pueblo como trata a su paciente un verdadero
médico-filósofo, la cultura pedagógica ilustrada concibió una educación
científicamente regulada cuya instrumentalización de la verdad y la virtud
estaba amparada por la aurora racional de su proyecto de emancipación. Dio
forma con ello a una «era de la ideología» (Bendix, 1973: 15, 33) cuya
disposición cultural estaba basada en la idea de que el hombre y la sociedad,
como la naturaleza, encarnaban una realidad de leyes accesibles al conocimiento
de una élite del saber. Ésta era, en última instancia, la responsable del aumento
total tanto del conocimiento como de su utilidad; y, en suma, la responsable de
un ejercicio eficiente del poder. Así, con la reconstitución ilustrada del discurso
pedagógico moderno el opio de la utopía de los intelectuales7 quedó ligado al
desarrollo de los dispositivos burocráticos de higiene social que se desarrollaron
desde finales del siglo XVIII. El capítulo 1 intenta dar cuenta de este momento
de constitución ligando el proyecto ilustrado de la sociedad educada al arquetipo
de la politeia platónica. En él veremos cómo de la arquitectura utópica de su
proyecto y de su ambivalente relación con la masa social que pretendía dirigir,
se derivó un programa disciplinario que luchó por racionalizar y, por primera
vez, sistematizar a niveles nacionales la práctica de la enseñanza. «La rosada
aurora de la razón» que Weber quiso ver en dicha arquitectura echó de esta
forma las raíces de la educación burocrática característica de ese momento de
modernidad satisfecha que fue el capitalismo civilizado posterior a la segunda
guerra mundial.

7. Raymond Aron denominó así a «algo controlado por una idea y una voluntad. El
sentimiento de pertenecer a los elegidos, la seguridad proporcionada por un sistema cerrado en
el que la totalidad histórica y la propia persona encuentran su lugar y su sentido, el orgullo de
unir el pasado con el futuro de la acción presente» (cit. en Bendix, 1973: 144).

11
El capítulo 3 se ocupa precisamente de esa específica versión del arquetipo
platónico que subyace a la concepción tecnocrática de la educación difundida
por el occidente de la posguerra. El modo de producción científico-técnica y el
estilo de vida que ganó la guerra mundializó sus exigencias culturales y su
discurso educativo. De esta forma la modernidad satisfecha de la posguerra
supo superar ese pesimismo o, cuando menos, escepticismo, que la teoría
weberiana de la racionalización burocrática y los existencialismos vitalistas de
corte nietzscheano proyectaron sobre el sentido último de la educación
moderna. El capítulo 2, además de exponer el fundamento de la dialéctica de
utopía y burocracia en el marco de la ya comentada idea de Weber acerca de la
relación entre el carisma y la razón, presenta esa atmósfera de sentimientos
desencantados que tan próxima resulta al escenario de crisis de este final de
siglo.

Frente a su crudo diagnóstico de una cultura fagocitada por el inexorable avance


de la civilización moderna, los años dorados del desarrollismo de la posguerra
restablecieron la confianza en la «educacionocracia» (Collins, 1989). La idea
fundamental de ese capítulo 3 es que el estado de bienestar y su renovada fe en
la ciencia y la política social fue una reedición en el lenguaje del funcionalismo,
el capital humano y la teoría clásica de la organización de lo que ya la
Ilustración había elevado a mito de la modernidad. La centralidad simbólica de
la educación racional y democrática en el programa de la tardomodernidad
derívó del hecho de hacer de ella el espejo en que podía mirarse una sociedad
que, como la de la posguerra, creyó marchar confiadamente por los seguros
raíles del progreso y poder reducir el holocausto, la miseria o las diferencias
culturales a meros accidentes históricos.

Este Reflejo narcisista suministró con toda la fuerza que la esperanza liberal
pudo sacar del optimismo de posguerra la imagen beatífica de que el sueño de
una sociedad meritocrática era realizable. En los años anteriores a la guerra,
pensadores tan dispares como Weber o Gramsci habían coincidido en hablar de
una americanización del mundo. Y, como veremos, este sueño del que hablamos
era en gran medida, el sueño americano. El sueño de que lo que Parsons
denominó la «revolución más significativa de nuestro tiempo» (la revolución
educativa) podía hacer que bajo el liderazgo moral del estado, la racionali

12
dad de sus organizaciones y la intervención de las ciencias sociales el tren de
una sociedad emancipada y democrática pudiera ser al mismo tiempo, cuando
no serlo necesariamente, el tren del capitalismo. En la convicción de que este
sueño de la razón estaba siendo realizado, el humanismo del bienestar creyó
haber suministrado un cerrojo de identidad integradora que, si bien no llegó
nunca a eliminar totalmente la base estructural de los conflictos de clase, sí, al
menos, contribuyó a difundir la creencia en su esterilidad.

Los años sesenta y setenta fueron años de discursos cruzados e intranquilidad


que vinieron a mostrar que esa idea de un capitalismo sin contradicciones era
una contradicción en sí misma. El capítulo 4 presenta el panegírico de este
momento de confrontación entre lo que en el fondo eran visiones muy diversas
de la modernidad. La lucha entre el «mundo de las autopistas» y el del «grito en
la calle» (Berman, 1991: 347), la desmitologización de la racionalidad
organizacional del capitalismo avanzado y los efectos deslegitimadores del fin
de la fase de crecimiento económico sobre el que se había sentado el consenso
feliz de la posguerra obligaron a una pálida reformulación del mundo moderno
de cuya timidez y ambigüedad somos todavía dependientes. El consenso de
inspiración keynesiana sobre el que se había edificado la idea de que la mejora
educativa conllevaba necesariamente el crecimiento económico y social
comenzaba a desmoronarse a pasos agigantados. Con la crisis, no sólo fueron
los fondos públicos los que comenzaron a detraerse de la maquinaria educativa,
sino también, y esto es lo que más nos importa aquí, la confianza y las
expectativas que se habían depositado en ella. Junto a la sensación de que la
maquinaria burocrática no era tan racional ni tan eficiente como se había
pensado creció también una especie de aflojamiento del impulso utópico de la
modernidad. Y todo ello, curiosamente, encendió la crítica a las instituciones
del saber justo cuando más populares comenzaron a hacerse las visiones de la
sociedad tecnológica que se autopresentaban como teorías de la nueva sociedad
del saber. El desencanto en unos casos, los paradigmas críticos en otros, el
lenguaje de la crisis en todos ellos, invadieron el discurso pedagógico
sembrando un poso de desconcierto y malestar que todavía pervive veinte años
después.

Recordemos cómo a finales de los años setenta Frank y Fri

13
da Manuel terminaron su monumental estudio sobre el pensamiento utópico en
Occidente abrumados por el hecho de que el sabio y sereno cultivo del «viejo
arte de desear» hubiera caído en manos de «futurólogos obsesionados por las
estadísticas», meros pronosticadores cuyas mecánicas extrapolaciones no hacían
sino agotar el potencial transformador del «modo utópico de pensar y sentir».
Las utopías contraculturales que afloraron con el sesentismo se habían disuelto
en una serie de reformas domesticadoras de la insurgencia o bien se habían
reducido por sí mismas a una mezcolanza de visiones pastoriles sobre el cuerpo,
el trabajo y la vida comunitaria que sólo se mantenía viva en algunas
comunidades y escuelas infantiles de las afueras de las grandes ciudades. Las
utopías científicas y tecnológicas, por su parte, tan ricas ahora en datos
experimentales y recursos instrumentales como pobres en sus objetivos, habían
rechazado el tema del orden político al igual que en otro tiempo rechazaron el
tema del orden divino. Ante este panorama, se preguntaron: «estamos asistiendo
a un frenazo en el proceso de fabricación utópica en occidente? ¿O se trata
solamente de una debilidad temporal?». «Es el mundo occidental, el cual ha ido
acumudando a lo largo de los siglos en el seno de su cultura innumerables
elementos de fantasía utópica, todavía capaz de engendrar nuevas formas de
utopía?»8

Algunos años antes del trabajo de los Manuel, Philip W. Jackson había
publicado un estudio sobre la práctica educativa de las escuelas que puso de
manifiesto el contraste entre el ideal y la vida cotidiana de esas organizaciones
que formaban los vagones del ya para entonces maltrecho tren de la
modernidad. La etnografía de Jackson desarrolló analíticamente algo que
seguramente era ya viejo en el acervo oculto del oficio de la enseñanza, antes un
arte que una ciencia. Gran parte de la estabilidad de la institución parecía
radicar no tanto en la racionalidad de su funcionamiento cuanto en la
inevitabilidad con que es vivida la experiencia educativa, en el mero carácter
ritual y cíclico de sus actividades: las filas, la paciencia, la repetición y, en
suma, la evaluación, que extiende sobre toda la vida escolar la metáfora
aséptica, homogeneizadora y monocrónica de la cola. La conciencia burocrática
que se canaliza en ella tiene el pro-

8. Manuel y Manuel (1981, tomo III 364, 366).

14
fundo sentido que tienen muchos de los elementos monótonos y aparentemente
triviales de la mayor parte de nuestra vida social. Reflexionar sobre su presencia
acumulativa y, en definitiva, reconocer que la interpretación de un gesto, un
bostezo o un ceño fruncido pueden ser tan relevantes como el análisis de un
diseño curricular fue lo que llevó a Jackson a afirmar que «aprender a vivir en
un aula supone, entre otras cosas, aprender a vivir en masa»; aprender, como
hacen «los componentes de la mayoría de las instituciones, a encogerse de
hombros y a decir: “así son las cosas”».9

Hoy, veinte años después de que fueran formuladas, las observaciones de


Jackson y de los Manuel siguen teniendo sentido, pues, como hemos dicho, la
atmósfera de crisis que en aquella década invadió el sentido común de la
modernidad sigue perviviendo en la forma en que pensamos y vivimos nuestras
instituciones y, más concretamente, nuestras instituciones educativas. Los
lengujes de crisis que irrumpieron entonces todavía forman parte de la forma en
que hablamos cotidianamente de la educación.

Este fin de siglo, ciertamente, aparece ante nosotros como un momento de


cambio, confusión e incertidumbre. Un momento en el que las teleimágenes a
todo color de grandes fábricas oxidadas, de complejos tecnológicos rodeados de
sofisticadas alambradas de sospecha, de violencias neofascistas o simplemente
desesperadas salpican los ratos de ocio obligado de muchos jóvenes que
guardan cola en pos de un trabajo que ni siquiera imaginaron cuando
estudiaban, de otros muchos no tan jóvenes que han perdido el que tuvieron
toda su vida o de muchas mujeres cuya «liberación» las ha condenado a la
precariedad y a la doble jornada. Todas estas imágenes nos acercan a un
mosaico de decadencia que la conciencia feliz del desarrollismo modernizador
había eclipsado de nuestro moderno sentido común o lo había convertido en
película de serie B.

Son éstas, efectivamente, imágenes muy distintas a las que pronosticaban las
edulcoradas sociovisiones de las utopías tec

9 Jackson (1991 50, 76). Por esta y por otras evidencias empiricas que los estudios
sobre la desigualdad sacaron a la luz durante esos años Reinier y otros defensores de la
desescolarización hicieron popular la consigna de «la escuela ha muerto» (Reimor,
1971). Esta consigna sólo es mantenida hoy por los grapos del movimiento de «educación
sin escuelas».

15
nológicas con que desde hace treinta años las teorías de la sociedad
postindustrial pretendían haber exonerado al desarrollo de los fantasmas del
industrialismo. Chernobyl, Bobpal, Ruanda, Bosnia o Kosovo hacen fácil
sentirse cercano al Nietzsche que definió al progreso como una idea falsa
porque era moderna. Pero Nietzsche, después de todo, era un antimoderno.
Marx, sin embargo, no. Y, no obstante, su Manifiesto comunista ya advertía
acerca de las consecuencias de una sociedad moderna, no precisamente
desencantada —como la vio Weber—, sino presa de un progresivo
encantamiento que le podría impedir reconocer y controlar «las potencias
infernales desencadenadas con sus conjuros». Quizá sea exagerado decir que,
después de una historia de varios siglos de modernidad, estas imágenes no nos
permiten sentirnos demasiado alejados de los cuatro miedos por los que
Maquiavelo reconoció sentirse atenazado: el aburrimiento, el conflicto, la
pobreza y la muerte.10 Pero seguramente no es tan exagerado decir que, cuando
menos, estos temores golpean de frente la ilusión progresista en que muchos
hemos crecido y nos hemos formado; sobre todo, muchos de los que hoy día nos
ocupamos de la educación y nos preocupamos por ella.

A unos y a otros, el choque nos sume en la inseguridad que genera la


indefinición. Por eso casi todos ios diagnósticos de este fin de siglo giran en
torno a una misma isotopía: el adiós a lo que no ha podido ser y el advenimiento
de un no se sabe bien qué. En esta especie de frontera entre el ya no más y el
aún no (Blumenberg), entre lo que queda atrás y lo que todavía no ha
descubierto como definirse a sí mismo (Toulmin), toda reflexión sobre el
presente parece verse impelida por una suerte de instinto de decadencia en el
que los cambios son percibidos más como un signo de morbidad que de
progreso.

Un reciente repaso de esta literatura reflexiva centrada en torno a la imagen de


la sociedad insatisfecha (Grunley, 1993)

10. Miedos, dicho sea de paso, claramente asociados con los cuatro bienes humanos
distinguidos por Platón: la belleza, la fuerza, la riqueza y la salud. En cualquier caso, quizá su
mención no resulte tan exagerada si comparamos los referidos miedos con las distintas
formas de aprensión que según Erikson (1975: 590) amenazan a épocas «vacias de identidad»:
el temor a los nuevos inventos, el vacio existencial desprovisto de significado espiritual y la
deadencia de las instituciones que han sido el fundamento de la ideología vigente.

16
destaca fundamentalmente dos cosas: por un lado, su dependencia de un
desasosiego y una confusión profundamente sentidos; por otro, el paisaje de
cambio, inestabilidad y vértigo con que se presentan en ella las escenas de las
instituciones, los mundos de vida, las dinámicas y las experiencias de una
modernidad que parece haber adquirido dimensiones obsesivas. Casi ninguna
panorámica del presente prescinde de una crítica a la ingenuidad del pasado
sobre la que poder justificar un ácido escepticismo hacia el futuro. Parece como
si nuestra reflexión estuviera obligada a inclinarse ante el resentimiento, el
desencanto o, cuando menos, una cierta incertidumbre paralizadora. Parece
como si fuera verdad que «lo moderno ha llegado a su fin»; que «el ciclo de
reconstrucción de la historicidad concreta que para él se reclamaba se ha
agotado completamente»; que, en definitiva, «todo lo que sucede es inercial y
muerto» (Negri, 1992: 37).

El arquetipo platónico parece haberse agotado como fuente de legitimidad. La


crítica postmoderna a la epistemología característica del cognitivismo moderno
y los procesos sociales de reestructuración tanto de los estilos de vida como de
las organizaciones parecen ser la principal causa de ello. El último capitulo de
este libro se ocupa de pasar revista a los efectos de estas tendencias sobre lo
educativo. En él se presta una especial atención a la afinidad existente entre el
discurso neoliberal que preside gran parte de las reformas actualmente en curso
y el aire de familia de esas tendencias que se recogen bajo la denominación de
«postrnodernidad».

Hoy día, efectivamente, la mayoría de las escuelas occidentales se están


enfrentando a un proceso de reestructuración en el que la intervención de
nuevos programas y nuevas tecnologías organizativas se sigue presentando en la
retórica institucional del reformismo como un gesto de progreso. «Reforma» es
una vieja palabra que ha sido, y es, muy diversamente utilizada en la historia de
la modernización de la conciencia y de las instituciones modernas (Popkewitz,
1994). Tradicionalmente ha servido para expresar una lógica de regulación
administrativa de las prácticas sociales en la que se presupone una dirección
definida del cambio. Sin embargo, las imágenes que envuelven este proceso en
la actualidad obligan a problematizar considerablemente la simplicídad y
unidireccionalidad de este presu

17
puesto para descubrir en el problema del cambio educativo un juego mucho más
complejo de estrategias entrecruzadas de poder y saber difícilmente reducibles a
la lógica de otros momentos de regulación.

Hace algo más de treinta años Burton Clark afirmó que la fascinación de los
tiempos modernos con la educación radicaba tanto en su cada vez mayor
importancia como en su cada vez menor claridad. En 1992, un informe
encargado por el gobierno renano a una serie de expertos concluía
resignadamente que el debate de los últimos años acerca de la estructura más
adecuada para el sistema educativo había mostrado tan sólo la imposibilidad de
llegar a un consenso.

La conciencia de una imperiosa necesidad de cambio está tan arraigada como la


desconfianza y la incredulidad ante las fórmulas propuestas para llevarlo a cabo.
Desde luego, no son sólo los estudiantes los que temen perder el tren de la
modernidad, y esto dispara el abanico de exigencias que sectores muy diversos
plantean a una institución educativa cada vez más presionada al cambio y cada
vez más bloqueada por la incertidumbre. Hay profesores que ocultan su
indiferencia ante las directrices marcadas en la búsqueda de credenciales de una
formación más o menos impuesta. Padres que piden protección policial para las
escuelas. Académicos que proponen la vuelta a las enseñanzas canónicas.
Políticos y personalidades que dan su nombre a informes en los que se dice
hermosamente lo que más o menos todos saben y en los que suele repetirse
machaconamente la vacía y socorrida consigna de que la educación es la clave
del futuro. Cada uno propone su forma de remodernizar la modernidad para no
perder un tren del que no se sabe muy bien por qué vía va a venir. Algunos, los
más afectados por las secuelas nihilistas del postmodernismo, ni siquiera
esperan que el tren vuelva a pasar.11

En cualquier caso, de lo que nadie duda es de la presencia de una envolvente


atmósfera de crisis. Otra cosa es la forma en que ésta se interprete. De hecho la
expresión «crisis de la educación» es una expresión corriente y desgastada,
víctima ya de

11. Para éstos vale 1a reflexión de Trías (1995: 7?): « ¿Para qué ocuparse de lo que
carece de respuestas claras y exactas? El nihilismo parece instar a un radical encogimiento de
hombros en relación alo que realmente nos importan. »

18
una degeneración polisémica tan llamativa como su popularidad. Esto no ha de
extrañar, pues no siempre la popularidad de una expresión ha de guardar
relación con el rigor de su significado. Puede que incluso sea al revés: que sea
popular porque es ambigua.

Pero, no obstante, sí existe una interpretación que se ha hecho dominante a


medida que ha ido ganando hegemonía la tendencia marcada por las estrategias
organizativas postburocráticas, el discurso populista de la nueva derecha y la
crítica neoliberal de las certezas colectivas y los consensos de corte
democráticosocial. El economicismo imperante en esta interpretación presenta
la crisis como un mal derivado esencialmente del comportamiento poco
eficiente de la organización y de los agentes implicados en ella (padres que no
pueden ejercer el derecho de elección que corresponde a todo consumidor,
directores de centro que rehuyen los más elementales patrones de la gestión
empresarial de los recursos humanos, profesores que carecen de un sentido
profesional de la productividad...)

Sin embargo, la cuestión es si esa presentación es adecuada a la verdadera


dimensión y profundidad de la crisis o es un simple mecanismo recursivo para
legitimar un determinado tipo de medidas. La idea que se desarrolla en este
libro es que el «contexto turbulento» (Schlemenson, 1989) en que hoy día se
desarrolla la práctica educativa resulta en el fondo de una profunda crisis de
legitimación y de motivación (Habermas, 1975; Cole, 1987). Un estado
pletórico de energía modernista que había magnificado interesadamente la
funcionalidad social de lo educativo se ve ahora incapaz, no sólo de responder a
las exigencias del sistema económico en términos de empleo y servicios y de
garantizar la creciente demanda privada de utilidad y rentabilidad de la
inversión educativa, sino que se ve incapaz también de garantizar en términos
de valores y actitudes las exigencias de identidad y confianza de quienes
trabajan en sus instituciones y de quienes acuden a ellas. Los déficits de
legitimación y motivación derivados de ello son los que hacen que la crisis
resultante sea básicamente una crisis de identidad. Téngase en cuenta que, más
allá de las limitaciones del planteamiento keynesiano, lo que se desmorona con
una crisis —con ésta, al menos—, no es sólo una cierta forma de organizar la
vida económica. Se desmoronan igualmente la tranquilidad y la

19
confianza sedimentadas sobre una segura visión del futuro a través de la cual
nuestra civilización ha venido fijando durante doscientos años de modernidad
sus proyectos e ideales educativos y, con ellos, buena parte de las esperanzas
sociales y los valores que conferían un sentido definido a sus prácticas. Los
problemas que se siguen de este desmoronamiento son los que aquí interesa
esclarecer. Son, como se ve, problemas que se derivan de la erosión y pérdida de
vigencia de una forma arquetípica de pensar y actuar sobre el mundo; en
definitiva, problemas de legitimación que resultan de la erosión de esa forma de
entender el mundo, conocerlo y organizarlo que hemos sintetizado en la figura
del arquetipo platónico.

Un problema de legitimación surge cuando se hace especialmente difícil


justificar tanto la estructura como la función social de una organización, y con
ello, el contenido y los fines de las prácticas que en ella se realizan. Dicho de
otra forma, un problema de legitimación surge cuando se hacen escasos o se
deterioran desde el punto de vista de su validez sus recursos de sentido, es decir,
las representaciones y los valores de que se sustentan y en que se amparan el
reconocimiento de dicha organización, su discurso y las expectativas de
legitimidad de su misión.

Muchos de los que día tras día bregan en las aulas y encierran en ellas buena
parte de sus ilusiones tienden cada vez más a ver los resultados de los informes
sociológicos y de las investigaciones pedagógicas como generalizaciones
demasiado abstractas o florituras conceptuales que poco o nada tienen que ver
con su práctica cotidiana. No es una actitud del todo irracional en un contexto
de escasas certezas. Sin embargo, los nuevos tiempos parecen exigir un enorme
esfuerzo teórico si queremos que la iniciativa del cambio no quede en manos de
las campañas periodísticas y la retórica superficial de la política al uso. Pienso
que, como ha señalado Roiz (1994: 11), «en tiempós de depresión cívica,
teorizar se convierte en una tarea de resistencia». No sólo porque, en términos
generales, la reflexión sea el antagonismo de la rutina (Durkheim, 1989: 118);
sino también, y sobre todo, porque toda pregunta en torno al sentido de algo es
una pregunta radical y, consiguientemente, teórica. Sólo un análisis radical de
este turbulento contexto en el que nos encontramos puede proporcionar el
necesario punto de partida sobre

20
el que basar una explicación integrada de la relación que existe entre la crisis de
un determinado proyecto social, la crisis de sus instituciones y su proyección
sobre las exigencias de motivación e identidad de quienes se ocupan o
preocupan de ellas.

En la medida en que el proyecto cultural de la modernidad fije un proyecto


esencialmente pedagógico concebido sobre la imagen del arquetipo platónico,
un proyecto en el que la ideología de la ciencia y el progreso hicieron del
reformismo la estrategia clave de la misión cultural y legitimadora de una
educación emancipadora, el agotamiento de esta misión política encarnada en la
figura del arquetipo platónico puede corisiderarse como un síntoma insoslayable
del declive éticopolítico de la modernidad y, sobre todo, del agotamiento del
potencial político de su utopía. Reinventarla es el gran reto, pero no es fácil.
Como ocurrió con la caída del muro de Berlín (aunque seguramente los
seguidores de Fukuyama no lo verán así), estamos más seguros de lo que
perdemos con lo que se derrumba que de lo que viene tras ello. El nihilismo que
nos invade resulta en gran medida de que ya no parece científicamente
demostrable, ni siquiera creíble, que la historia avance en una sola dirección.
Esta especie de disolución averroista de la armonía de fe y razón que propugnó
la modernidad ni siquiera permite que pueda estipularse y mucho menos
administrarse una sola verdad. El ruinoso estado de la arquitectónica del
proyecto moderno nos enfrenra a la incertidumbre de una utopía sin contenido
ni capacidad de impulso, reducida a mera retórica; a la obligación de tener que
pensar el cambio sin el cimiento del cognitivismo moderno; a aceptar un mundo
irreductiblemente complejo; una historia sin dirección definida. La
postburocracia y la postepistemologia enseñan que la maniera moderna de ver
las cosas comienza a resultar anacrónica; que comprender la situación ya no
equivale a comprimirla en conceptos, esto es, a hacerla inteligible y, al mismo
tiempo, dominarla. Pero ¿tenemos otra forma de pensar políticamente la utopía
y el lugar de la educación en un proyecto de transformación? ¿Es posible volver
a pensar en un proyecto de educación liberadora sin el cognitivismo y los
metarrelatos de la modernidad?

Este trabajo no pretende responder definitivamente a estas preguntas. Aunque


con una clara voluntad de intervención, pertenece más al ars interprerandi que
al ars inveniendi. Sólo busca

21
sentar una base de análisis teórico que en el futuro permita plantear respuestas
radicales. Quizá, como creyó Weber, la paz de nuestra alma ya no puede ser la
de quienes soñaron con la utopía; pero pensarla puede servirnos para determinar
cuál es la genealogía del desconcierto, el desánimo y la trivialización que
corroen el discurso educativo en este fin de siglo. Puede, cuando menos, dos
cosas. Por un lado, servirnos para contrarrestar esa tendencia al escepticismo y
el malestar moral contra la que Dukheim (1989: 126) previno a los profesores
que tienden a «preguntarse frecuentemente de qué sirven y hacia dónde tienden
sus esfuerzos, ». Por otro, ayudarnos a resistir frente a las rutinas de la
indiferencia y las tiranías anónimas que puede traer consigo la percepción del
fin de una tradición.

El fin de una tradición no significa de manera necesaria que los


conceptos tradicionales hayan perdido su poder sobre la mente de los
hombres; por el contrario, a veces parece que ese poder de las nociones y
categorías desgastadas se vuelve más tiránico a medida que la tradición
pierde su fuerza vital y la memoria de su comienzo se desvanece; incluso
puede desvelar su plena fuerza coercitiva tan sólo después de que haya
llegado a su finy los hombres ya ni siquiera se revelen contra ella [Arendt,
1996: 32].

22
CAPÍTULO 1

LA SOCIEDAD EDUCADA
Este cuadro de la especie humana, liberada de todas
estas cadenas, sustraída al imperio del azar, así como al
de los enemigos de sus progresos, y avanzando con paso
firme y seguro por la ruta de la verdad, de la virtud y de
la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo que le
consuela de los errores, de los crímenes, de las
injusticias que aún ensucian la tierra, y de los que el
hombre es muchas veces víctima. Es con la
contemplación de ese cuadro como recibe el premio de
sus esfuerzos por los progresos de la razón, por la
defensa de la libertad. Entonces se atreve a unirlos a la
cadena eterna de los destinos humanos, y es ahí donde
encuentra la verdadera recompensa de la virtud, el placer
de haber hecho un bien duradero que la fatalidad ya no
destruirá con una neutralización funesta.

MARQUÉS DE CONDORCET, Bosquejo de un


cuadro histórico de los progresos del espíritu humano

1.1. La Ilustración y el discurso pedagógico de la modernidad


Instruir y construir: metaforología y motivos del proyecto

Todo comenzó hace doscientos años cuando los autores del proyecto de una
sociedad racionalmente educada creyeron haber sistematizado para siempre la
posibilidad de conjugar el progreso moral y el progreso material de la
humanidad; cuando creyeron haber encontrado en la educación nacional de la
masa el instrumento decisivo para controlar el presente y conquistar el futuro.

La modernidad, entendida como el proceso de institucionalización de ciertos


modos de vida, conocimiento y organización social configurados en la Europa
de finales del XVII y el XVIII es un concepto geográfica y temporalmente
acotado. Pero cual-

23
quier especificación ulterior se encuentra con dificultades análogas a las que
Weber (1983: 33 s.) señaló al presentar el concepto del «espíritu del
capitalismo». Más que como un objeto que pueda defínirse por la vía del género
y la diferencia, entendemos la modernidad es una «conceptualización histórica»,
esto es, siguiendo las palabras de Weber, como un complejo de interrelaciones
de la realidad histórica que nosotros agrupamos conceptualmente en un todo
desde el punto de vista de su significación cultural.

Visto así, un fenómeno como el de la modernidad no debe delimitarse


conceptualmente de forma definitiva ni a priori1, pues su significación puede
componerse a partir de distintos elementos de la realidad histórica.
Metodológicamente, como ocurre —según Weber— con toda conceptualización
histórica, no necesitamos encerrar dicha realidad en conceptos genéticos
abstractos, sino que basta con «articularla en conexiones genéticas concretas, de
matiz siempre e inevitablemente individual y específico». En su conferencia
sobre la objetividad de las ciencias sociales Weber utilizó una expresión que
subraya esta labor de composición de la conceptualización científica de la
historia: la realidad por la que la ciencia social debe interesarse —comenta
Weber— se configura como una constelación de factores históricos. Siguiendo
esa directriz, en lo que sigue se tratará de «componer» el significado de esa
«constelación» cultural llamada modernidad a partir de una selección de
aquellos elementos que son relevantes para el problema que aquí inicialmente
nos ocupa: la reconstitución ilustrada del discurso pedagógico como eje del
proyecto de reforma política y cultural de la modernidad.

Para articular dicha composición dibujaremos los principales trazos de la


imagen de esta constelación bajo la forma de un proyecto, en el sentido que
Herbert Marcuse dio al término; esto es, como una elección en la forma de
ordenar la vida social que es resultado tanto de la cultura heredada como del
juego de los intereses dominantes. El poso sartriano de la noción de proyecto
guarda un inconfundible regusto existencialista pero aquí

1. Giddens (1993: 24) apunta algo parecido al considerar la modernidad como un fenómeno
muitidimensional cuyo diagnóstico debe conjugar dinámicas y ordenamientos que proceden de
diferentes perspectivas teóricas. Un similar distanciamiento de cualquier versión de la
modernidad que se reduzca a una lógica simple puede verse también en Heller y Feher
(1989).

24
subrayaremos más bien su acepción politicoadministrativa más cercana a la idea
de «plan». Así, en tanto que plan rector, el proyecto de la modernidad puede
considerarse como la disposición de un universo político en el que se anticipa el
curso de un proyecto histórico y se ofrece una coordinación científicamente
fundada de la libertad y el orden, de los individuos y del sistema. 2 La base
discursiva de la que dicha disposición arrancó su fuente de legitimidad radicó en
presentarse a sí misma como el triunfo de la razón (Touraine, 1994: 9). Sólo así
podían hacerse corresponder las nuevas exigencias productivas, los nuevos
modelos de organización social, la cultura científica y las ansias de liberación
del pasado. El proyecto se presentó a sí mismo, pues, como un programa de
racionalización y, al mismo tiempo, de emancipación. En ambas dimensiones,
las instituciones y los discursos que entraron en juego (como la ciencia y la
educación) hubieron de conjugar dos tipos de temporalidad: la de filosofía de
una historia de salvación y la de la disciplina trabajo vigilado; la del curso de las
ideas y la del control cuerpo; la del futuro pensado y la del presente vivido.

El hilo conductor que seguiremos en nuestra composición de la constelación


cultural de la modernidad pretende seguir justamente el tenso curso de esa
racionalización que a través la ciencia, la tecnología y, sobre todo, la educación,
intentó hacer de una correcta administración de las cosas y de los individuos el
fundamento de un cálculo acertado del futuro. La idea es que, como veremos, el
proyecto tendió a ser cada vez más excluyente y opaco respecto a otras formas
alternativas de ver el mundo a medida que se fue haciendo operativo en el
diseño de las instituciones y las relaciones sociales como un programa de
reforma global.3 Traducido a la ideología de la modernización,

2. Mascuse (1981: 26 a.). Sobre la utopización de la libertad y el orden como fuentes de la


dicha social y su oscilante articulación en las visiones modernas del mundo véase Bloch
(1979/80: II, 93-98): el orden dota de espacio a una libertad en la que encuentra su contenido.

3. Giddens (1993: 18) lo ha dicho así: «Las formas de vida introducidas por la modernidad
arrasaron de manera sin precedentes todas las modalidades tradicionales del orden social.
Tanto en extensión como en intensidad, las transformaciones que ha acarreado la modernidad
son más profundas que la mayoría de los tipos de cambio característicos de períodos
anteriores; extensivamente han servido para establecer formas de interconexión social que
abarcan el globo terraqueo; intensivamente, han alterado algunas de las más íntimas y privadas
características de nuestra cotidianeidad».

25
el proyecto pasó a pretender determinar el desarrollo social en su totalidad, con
lo que su inicial impulso político de oposición y liberación terminó por
descubrirse igualmente como una estrategia de manipulación y control de
volúmenes cada vez mayores de población. El progreso se instituyó como
disciplina y la utopía hubo de mateiializarse como burocracia.

El proyecto de la modernidad nace de un movimiento intelectual que, si bien


hunde sus raíces en el humanismo renacentista, se consolida institucionalmente
en la segunda mitad del siglo XVIII con la entrada en escena de la élite cultural
ilustrada. Se trata de un proyecto que, según Habermas (1988: 273),

[…] consiste en desarrollar las ciencias objetivadoras, los


fundamentos universalistas de la moral y eL derecho y el arte autónomo
[...] y, al mismo tiempo, en liberar de sus formas esotéricas las
potencialidades cognoscitivas que ahí se manifiestan y aprovecharlas para
la praxis, esto es, para la configuración racional de las relaciones útiles.

Esta descripción, derivada de la teoría weberiana acerca de la fragmentación


cultural de la concepción del mundo, sugiere que la naturaleza del proyecto
moderno resulta inaprehensible sin prestar atención a ese característico giro
epistemológico por el que todo problema tradicional relativo a la verdad, las
normas o la belleza pasó a convertirse en una cuestión de conocimiento, justicia
o gusto. Como tal, ya no debía dirimirse según los cánones de una cosmovisión
global más propia del mundo premoderno, sino según los cánones elaborados
por saberes expertos cuya competencia ha sido profesionalmente
institucionalizada, es decir, racionalizada. La condición de posibilidad de este
proceso de institucionalización es la expansión de una racionalidad instrumental
basada en las creencias y estrategias propias del cognitivismo moderno.

El cognitivismo moderno (Horton, 1982: 243; Oakeshott, 1962: 8-13) es una


forma de saber que privilegia el conocimiento explícito, objetivo y
descontextualizado; esto es, el conocimiento que puede ser sistematizado
teóricamente y cuya generalización supone una devaluación de otras formas de
conocimiento subjetivo o tácito, eclipsadas ante el predominio de las formas
técnicas de saber que pueden administrarse según re-

26
glas, principios y directivas sistematizables. La sociología de la cultura y de la
educación deben remitir siempre en última instancia a una teoría del
conocimiento. Veremos, en este sentido, cómo este manera moderna de entender
el conocimiento (sus formas, agentes y métodos legítimos) es fundamental para
entender la función social que se autoatribuyó la élite intelectual ilustrada, así
como su tendencia a rechazar formas tradicionales de autoridad y a presentar su
liderazgo sobre la base de una evidencia científica. Lo es también a la hora de
entender cómo las nuevas formas de disciplina se impondrán a las viejas formas
del saber conservadas por los oficios. En el fondo, la hegemonía de esta teoría
racionalista y utilitarista del conocimiento es la de un «cuadro» de saber
(Foucault, 1986: 152 s.) que, en tanto que técnica de poder y de conocimiento,
se convierte en el gran problema tecnológico de la epistemología moderna.

La función de esta visión administrativo-instrumental del saber —su


taxonomización, en palabras de Foucault— fue favorecer una acumulación de la
cultura especializada que permitiera la organización racional de la vida
cotidiana. La combinación de imágenes liberadoras e interés por su
aplicabilidad práctica se tradujo en la combinación de teoría y praxis que
caracterizó al pensamiento ilustrado: la práctica sienta las condiciones para el
discurso y el discurso devuelve proposiciones que facilitan la práctica.4 En esta
combinación se encuentra el meollo de la concepción burguesa del mundo como
conjunto de objetos y seres que cobran sentido como lugares de una acción
transformadora, como referencia de un conocimiento productivamente orientado
hacia dicha acción.

Montesquieu (1985: 403), ya viejo cuando la Ilustración llegó a su madurez,


manifestó una cierta distancia frente a quienes, como Tomás Moro, querían
candorosamente gobernar todo estado con la sencillez de una ciudad griega y se
limitaban a hablar de lo que leían en vez de producir un pensamiento
sistemático. Y es que, a diferencia de formas anteriores de uto

4. Si es verdad que la escuela iba a ser la llamada a abrir al individuo al conocimiento


de y a la participación en una sociedad presidida por la razón Toeraine (1994: 20) no puede ser
más significativo el que se plantean como tema de un ejercicio Propuesto a los aspirantes a
maestros «¿Se encuentra alguna difcrencia entre la ensenanza de un profesor puramente teórico
a la del que reune la teoria con la práctica?» (cit. en Pereyra 1988).
27
pía que carecieron de la impronta de ese cognitivismo y en las que la realización
de la esperanza podía irrumpir en cualquier momento según la inaprensible
lógica cariológica del destino, la utopía del discurso regeneracionista ilustrado
hizo gala de una fe inquebrantable en el institucionalismo y en el poder
formativo de la política y la economía. De ahí que Mannheim (1993: 193-201)
viera en este discurso la constitución de una específica mentalidad utópica, la
utopía «liberal-humanitaria»; una forma de utopía que ya no respondía al grito
agónico de protesta de los más humildes contra el todo, sino, más bien, a «una
clase media que se estaba disciplinando por medio de una cultura consciente;
[que] consideraba la ética y la cultura intelectual como su principal justificación
(contra la nobleza), y que, sin quererlo, cambiaba las bases de la experiencia, de
un plan extático a uno educativo».

La afición dominante a la ilustración profesó una inigualada fe en la capacidad


de las ideas para trascender la realidad presente; no en vano, la historia de las
ideas fue una de sus creaciones más representativas. Mas allá de las filologías
eruditas del Renacimiento, la «historia del saber» fue, efectivamente, un
producto de la modernidad ilustrada, es decir, de una modernidad madura
necesitada de combinar el orden arquitectónico de su exposición y el estilo de su
cognitivismo con la justificación histórica de su proyecto; el estilo atemporal y
sistemático de la enciclopedia con la conciencia de la historicidad de su
experiencia transformadora. Seguramente esto fue así porque «los
acontecimientos históricos aparecen como un proceso sólo cuando la clase que
considera esos acontecimientos espera aún algo de ellos. Sólo tales esperanzas
pueden hacer surgir utopías, por una parte, y conceptos de proceso, por otra»
(Mannheim, 1993: 129).

No debe olvidarse, en cualquier caso, que la concepción de un proceso temporal


lineal no se presenta sólo en la filosofía de la historia ilustrada como un mero
supuesto ontológico que sirve para otorgar direccionalidad a su utopía. Se
presenta también como conclusión de un estudio metódico de la evolución de la
especie. Las observaciones de Gibbon acerca de la historia antigua, la idea
kantiana de la corriente de regularidad tendencíal que registra la historia
universal o el cuadro histórico de la evolución del espíritu de Condorcet son
suficientemente representativos de la base empírica de esta fe turgotiana en que
«la

28
masa total del género humano marcha siempre, bien que a pasos lentos, hacia
una perfección más grande».5 ciertamente, hubo tardoilustrados que, como
Herder, expresaron reparos ante estas «novelas» acerca del progresivo
mejoramiento del mundo o que, como Goethe, no pensaban que porque el
hombre pudiera ser cada vez más inteligente y juicioso fuera a ser
necesariamente más feliz. Pero no cabe duda de que la confianza en el potencial
transformador de las ideas condujo a que así como, según Mannheim, la esencia
de las utopías milenaristas anteriores había consistido en una «espiritualización
de la política», la esencia de la utopía ilustrada consistiera básicamente en una
politización del espíritu. Para ello es para lo que tuvo que articular teoría y
praxis en un nuevo edificio intelectual.

Y esta imagen del edificio no es gratuita. Una parte nada despreciable de la


sociología del saber ilustrado podría escribir- se como una metaforología de
imágenes constructivas. Estas imágenes llenaron no sólo el pensamiento de sus
teóricos más representativos, sino también muchas de las realizaciones de sus
activistas más destacados. Thomas Jefferson, por ejemplo, el que afirmó
tajantemente que la ciencia nunca podía ser retrógada y que constituía una
garantía contra el despotismo, fue un influyente propulsor del estilo
arquitectónico conocido como el «joven república» que, inspirado en los
monumentos clásicos europeos, debía sustituir a la arquitectura colonial inglesa
en los Estados Unidos. Más allá de la limitada concreción de este caso, existe
una especie de afinidad profunda entre la organización ilustrada del saber y el
valor simbólico de la arquitectura como gesto cultural. Quizá haya sido la
intuición filosófica de Wittgenstein la que mejor haya captado la esencia de esta
afinidad al afirmar: «nuestra civilización está caracterizada por la palabra
“progreso”. El progreso es su forma; no una de sus propiedades, la de progresar.
Es típicamente constructiva. Su actividad consiste en erigir una estructura cada
vez más compleja» (1995: 40).6

5. Turgot, Discurso sobre el espíritu humano, cit. en Sebrelli (1992: 85).

6. Todo arrancó del pensamiento de Bacon y su interés por el método: tenía la imagen
viva de una construcción gigantesca […] Es como si los hombres de su época hubiesen
empezado a construir un gran edificio desde los cimientos, y como si él hubiese
visto en la fantasía algo parecido, la aparición de tal construcción; la hubiese visto aun
más imponente, quiz5, que los que trabajaban en ella» (ibíd.: 127).

29
Desde el Renacimiento el lenguaje de la geometría se había impuesto como
discurso legitimador del ordenamiento social inscrito en las utopías de las
nuevas construcciones burguesas. Desde luego que en la historia moderna de la
utopía se encuentran modelos muy distintos: desde las ciudades-jardín
salpicadas de casas aisladas que presenta la utopía de Moro hasta la disposición
concéntrica y centralizada de la utopía autoritaria de Campanella. Todas ellas,
no obstante, ponían de relieve una misma confianza en el elemento geométrico
como solución de una sociabilidad calculada. Esta confianza es la precursora de
la confianza en la racionalidad burocrática moderna, es la primera muestra de
una constante de la ideología básica de la modernidad que permite poner en
conexión el juego de lenguaje de las metáforas constructivas con las visiones
clasicistas de un Pinaressi o un Ledoux; y, más allá, con la arquitectura
funcionalista soviética o la de Le Corbusier. Unas y otras son formas y rutinas
de la modernidad. Y es que, indudablemente, todo proceso de ordenamiento
social se construye (también) en el lenguaje. Los procesos de cambio cultural
implicados en dichos ordenamientos dan lugar a procesos de metaforización que
se erigen en la estructura profunda de las nuevas formas de comunicación y
dominación que se establecen. De ahí la importancia que reviste para la
composición de nuestro problema la toma en consideración de la metáfora
arquitectónica, pues —como muy bien dijo Gramsci (1985: 163)— «el estudio
del origen lingüístico cultural de una metáfora empleada para indicar un
concepto o una relación recién descubiertos, puede ayudar a comprender mejor
el concepto mismo, por cuanto se pone en relación con el mundo cultural
históricamente determinado en que ha surgido de la misma manera en que es
útil para precisar los límites de la propia metáfora».

En este preciso sentido es en el que merece especial consideración la imagen del


edificio, pues desde la «arquitectónica de la razón» kantiana o la «simple idea
de arquitectura» con que Bentham presenta su panóptico, la metáfora
constructiva de la razón planificada ha venido figurando como un elemento
clave del sentido común de la modernidad. Y lo ha hecho con una específica
orientación reguladora.

Ledoux, por ejemplo, el arquitecto de la Revolución Francesa que veía en su


profesión la posibilidad de rivalizar con Dios,

30
presentó su ciudad ideal como la representación total de un mundo ordenado en
la que una elipse periférica ocupaba el lugar de las órbitas de los planetas; en su
interior, un disgregado pero a la vez conexo sistema de pabellones clasificaba a
la población según los oficios. A pesar de que la presencia de zonas verdes hace
pensar en la utopía de Moro, la utopía del incipiente funcionalismo de Ledoux
es, más bien, la de la geometría militar y planificada característica de la ciudad
de Campanella. El sustrato epistemológico de su alegoría simbólica es la misma
que permitió «construir» y sistematizar una historia del saber de la forma en que
lo hizo la historia ilustrada de las ideas. Puede verse, así, como el aparentemente
inocente recurso al esquema conceptual del «cuadro» del que hace uso el
famoso Bosquejo de Condorcet se revela como expresión regularizada de un
flujo sistematizado de conocimiento y de ideas; en definitiva, de historia.
Foucault (1986: 152 s.), muy sensible a este componente arquitectónico
presente en la metáfora del cuadro de Condorcet, llegó a ver en él una clara
analogía con el diseño del edificio carcelario. Aunque Foucault no haga
referencia a ello, la relación que guarda esta observación con la íntima conexión
que Kant (1978: 570-574) establece entre la sistemática de un conocimiento
racional que asegure el futuro y sus efectos disciplinarios amplia la validez de
esta analogía. De hecho, parece pervivir todavía setenta años después en la
pedagogía de Tuiskon Ziller, cuya identificación de la disciplina con la
enseñanza le llevó a hablar del «gobierno» como el «cimiento del edificio
educativo» .7

Pero, más allá de sus componentes analíticos, las metáforas—decía Gramsci—


se justifican ante todo por su popularidad, es decir, por su capacidad para
ofrecer un esquema intelectual fácil al público. Hubo otras imágenes, como la
de la salud o la de los tribunales, que fueron también frecuentadas a la hora de
hacer accesible el contenido regulativo de la nueva racionalidad. Todas ellas, en
el fondo, definen una misma simbología: un alma sana, un alma educada es un
alma edificada, recons

7 Allgemeine Pedägogik, Leipzig, 1876: 22 (cit. en Luhmann, 1993: 196 s.). La


metáfora,en cualquier caso, tenía ya su histoiia. Aunque el pensamiento ilustrado la consolidó
en la Foma que vemos, ya Decartes había presentado su ciencia del método Segun un
modelo de urbanismo social que hizo que las ciudades planificadas del siglo XVII
reciberan el nombre de villes à la Descartes.

31
truida, reformada ante el tribunal de la razón. La metáfora constructiva, sin
embargo, guarda una especial afinidad con la cuestión de la configuración
pedagógica de la cultura ilustrada porque es la que mejor deja traslucir el interés
de ésta por el orden artificial y la «búsqueda de la estructura» (Bauman, 1993:
xi) en la disposición de las almas.8 La legitimidad de las instituciones y los
discursos de la modernidad ha durado mientras ha durado confianza en la
estructura, en aquello a lo que el discurso pedagógico de esta época de
ilustración llamó el orden y el método.

Como muestra claramente el referido ejemplo de la arquitectura de Ledoux, la


politización del espíritu exigida por la nueva utopía social ilustrada pasaba por
este nuevo ordenamiento/disposición de los individuos para que la organización
social resultante fuera percibida como legítima; para que, en definitiva, se
pudiera dotar de validez a una totalidad social bajo la forma de su idea burguesa
encarnada en personas e instituciones (Horkheimer y Adorno, 1994: 54). Y esa
idea era una idea arquitectónica, la idea de un sistema científicamente reunido,
construido y transmitido. Articulatio, no coacervatio, pedía Kant. Y es que la
razón legisladora debía ser una razón edificada según un plan sistemático
porque ésta era la única forma de que el conocimiento se apartara del estado
rapsódico e inconexo de la doxa y sirviera a la causa de los fines más esenciales
de la razón.9

El proceso de constitución de la cultura burguesa a lo largo del siglo XVIII y su


marcado lenguaje regeneracionista se basaron en el rechazo de las tradiciones
preilustradas, en una nueva visión del tiempo histórico y en una crítica
ideológica amparada en la ciencia como valor de lucha e hito del camino seguro

8. «construír», de hecho, era una palabra culta y poco habitual en castellano hasta el
siglo XVI excepto en su uso gramatical (Corominas y Pascual, 1992, vol. 2: 173). Repárese en
que comparte raíz (straere) con «instruir», término inicialmente referido tanto al
levantamiento de paredes como a la Formación de los efectivos humanos para la batalla;
disposición ordenada de elementos, pues, tanto si son ladrillos como si son hombres.

9. La arquitectónica es el arte de los sistemas, aquello que, según la doctiina del


método, lleva el conocimiento ordinario al camino firme y seguro de la ciencia (Kant, 1978:
646 s.). La misma gramática profunda cabe apreciar en la expresión por excelencia del saber
ilustrado: «Reunir los conocimientos [...], exponer su sistema general [...] y transmitirlos»,
tales son los objetivos de la Enciclopedia (Diderot y D’Alambert, 1974:69).

32
del progreso. Las nuevas formas de comunicación y socialización instauradas
culminaron en la hegemonía de la razón instrumental o técnica y permitieron el
ejercicio de la dominación a los grupos sociales asociados a ella. Ello trajo
consigo unos nuevos patrones de reconocimiento social en virtud de los cuales
una persona debía ser juzgada a partir de su naturaleza moral interior y del
mérito individual de su proceder. Esta autonomización del individuo y la
percepción moral de su experiencia suponía el establecimiento de una
subjetividad desligada —formalmente, al menos— de la religión y el
enfrentamiento de la conciencia a la necesidad de extraer de sí misma su propia
normatividad. Como señala Habermas (1989: 18), la modernidad no tuvo más
remedio que echar mano de sí misma, lo que muy bien puede explicar la
dinámica de sus intentos, constantes hasta nuestros días, por fijarse
conceptualmente, por constituirse a sí misma y resolver su propia legitimidad
histórica. Su gran problema, nuestro gran problema, de identidad ha sido
fundamentalmente un problema de orientación, como ya se apuntaba en el texto
canónico en que Kant se preguntaba por el significado de la Ilustración.10

La descripción de esta dinámica reflexiva que encontró en el ideal


arquitectónico una respuesta al problema de orientación del espíritu de la nueva
época quedaría incompleta sin hacer mención de la crítica, componente esencial
de todo discurso ilustrado y «alma de esta edad disputadora» (Hazard, 1985:
20). El gesto crítico era algo así como un corolario de la dimensión utópica del
proyecto, una derivación de su reivindicación de la esperanza de un mundo
racional y feliz, y sobre todo, una manifestación de la comunión de teoría y
praxis. Las teorías sobre la felícidad social se mezclaron, de hecho, con los
relatos críticos y

10. Habermas ve en Hegel al principal representante de esta conciencia de la necesidad de


autoacercamiento. En su intento de conceptualizar la modernidad va implícita una crítica de la
misma que, ciertamente, puede ser el exponente de su elevación a problema filosófico. Pero
seguramente la compuerta de esa ploblematicidad había sido abierta por Locke y su reducción
del alma humana a una actividad de aprendizaje. Suya es, en definitiva, la reducción del
hombre al hombre (Hazard, 1985: 47) que permitió o Pestalozzi y otros pedagogos ilustrados
desarrollar el sapere aude kantiano y afirmar que el hombre sólo podía llegar a serlo a través
de la educación. Para una interpretación del texto kantiano (1981: 25-38) desde el punto de
vista de la característicamente moderna problematización reflexiva de la actualidad véase
Foucault (1985: 197.207).

33
el recurso literario a la utopía en la ironía de Swift, Cadalso o Montesquieu. Su
objetivo era denunciar gobiernos corruptos, costumbres supersticiosas, hábitos
irracionales o instituciones académicas encerradas en sí mismas, pero también
proponer constituciones nuevas, religiones más puras, estilos de vida más
racionales o saberes más útiles. Sin duda, el recurso a la figura literaria de los
viajeros descontentos y su popularidad reflejan la expansión del horizonte de
vida a través de la mejora del transporte y la intensificación de la comunicación
escrita que acompañó a la constitución de un público ilustrado. Pero el recurso
al motivo del viaje era también indicador de un gesto intelectual hacia la utopía
que sembró literariamente el caldo de cultivo en que germinaría el carácter
políticamente trascendente de una filosofía de la historia y del progreso. El
motivo de la arquitectónica no fue el único recurso del discurso
regeneracionista. Escritores, quizá secundarios desde el punto de vista de la
historia de las ideas, pero representantes genuinos de la vigencia intelectual de
una anima naturaliter moderna, como el Conde de Vohey o Sebastian Mercier
propusieron un tipo de prospectiva social que un siglo después popularizarían
las novelas utópicas de Edward Bellarny. Sus relatos contribuyeron a acercar al
imaginario popular los escenarios en los que el orden de la razón desarrollado
en las obras de los filósofos parecía ser capaz de conseguir una felicidad social
equiparable a la que según la economía fisiocrática era deducible del orden
natural.11

No obstante, si Diderot pudo llamar a su siglo «el siglo filosófico» fue porque el
diseño de esa felicidad social fue obra de la reflexión crítica de su élite cultural
(los philosophes) y de su función intelectual en la forja de una imagen de
época.12 Fueron ellos quienes elaboraron la imagen del hombre adecuada a la
arquitectura de la sociedad educada; una imagen ya no basada en el ordo
estamental, sino en el derecho natural. Kant in

11 véase Buty (1971: 160 s.) para un desarrollo más detallado de esta idea basado en una
obra de Meicier de la Riviére cuyo título no tiene desperdicio: E, orden ¡taO re! y esencia! de
las sociedades políticas,

12. Sobre la figura del intelectual como «hacedor de imágenes»., como forjador de una
estructura ideologica que se convierte en imagen cuando pasa a formar parte del universo
simbólico de un grupo véase Boulding (1965: 7). Este planteamiento coincide con el de
Luhmann (1987) cuando vincula la posibilidad de legitimación con la existencia de un sujeto
autorizado de producir una representación aceptable de lo social.

34
ventó al «hombre» (Foucault, 1984: 331) y asentó el sueño arquitectónico de
una polis educada sobre un sueño antropológico. Pero si —como el propio Kant
afirmó en su Pedagogía— detras de la educación se escondía el secreto de la
perfectibilidad de la naturaleza humana, ante ella se ofrecía el reto de su
efectivo perfeccionamiento. La élite intelectual ilustrada fue igualmente la
autora de un discurso legitimador por el que las subjetividades supuestamente
liberadas de la idolatría, de las formas de autoridad tradicional y de las formas
de conocimiento anacrónicas, subjetividades desprovistas por todo ello del
andaje existencial que les proporcionaban sus mundos de vida preilustrados,
debían ser resocializadas en el nuevo lenguaje del orden racional, en su red de
estrategias organizativas y en las nuevas formas legítimas de conocimiento. Lo
que para unos eran sueños, para otros comenzaron a ser pesadillas.

En cualquier caso, debe quedar claro que esta constelación histórica que
responde al nombre de modernidad refiere tanto a un estado de cosas como a
una percepción de ellas. Es tanto una forma de producir el mundo como de
representarlo. La ideología de la modernidad es un estilo cognitivo cuya
epistemología fundamental supone que el mundo taxonomizado es accesible, y
su cambio, progresivo y controlable; es una forma de conocimiento en la que
una determinada estructura normativa impone su discurso en busca de un
sistema que privilegia la unidad, la homogeneidad y el orden. En definitiva,
pues, la teoría del conocimiento social que vertebra el proyecto ilustrado y, por
tanto, su reconstitución del discurso pedagógico moderno cuenta como
presupuesto ontológico fundamental lo que podríamos definir como una
disposición curricular de la existencia. Todo es mejorable, todo es aprendible...
«con mucho orden y método» (Diderot y D´Alambert, 1974: 59).

Pero, si pretende rentabilidad sociológica, cualquier descripción de esta peculiar


configuración del saber (y del poder) que refleja tanto una versión
arquetípicamente platónica del cambio social dirigido como una incipiente
burocratización del conocimiento debe atender igualmente a las condiciones que
permitieron la proyección social de dicha configuración. Esto obliga a prestar
atención no sólo a los fundamentos filosóficos de la red simbólica sobre la que
se asentó el discurso pedagógico de la modernidad ilustrada, sino también a los
nuevos espacios de

35
socialización y de publicidad literaria sobre el que iba a definirse la nueva
geografía del saber y en los que esa nueva simbología iba a jugarse su
legitimidad. La proliferación de revistas científicas, literarias y de costumbres;
las tertulias de los salones privados y las discusiones de café; las sociedades
económicas y de fomento, todos ellos ámbitos nuevos de sociabilidad que en
algunos casos sustituyeron y en otros simplemente se añadieron a espacios
tradicionales de la vida social como la corte, la iglesia o la casa, fueron el
síntoma de decadencia de una vieja forma de saber que ya no podía encontrar
amparo en la arquitectónica de la politeia ilustrada.

El viejo saber y el optimismo reformista


La vida de la mayoría de las universidades del XVIII sirve como ejemplo de la
decadencia de un ordenamiento cultural reacio a la innovación y la
experimentación exigida por los nuevos tiempos. Dicha decadencia significaba
el declive de una institución que había coronado y controlado la generación de
saber institucional del sistema escolástico, pues, desde sus orígenes medievales,
las universidades habían funcionado como aparatos legitimadores del orden
estamental de la nobleza y reproductores de la burocracia tanto estatal como
eclesiástica. Su monopolio en la gestación de la cultura hegemónica garantizaba
el orden ideológico necesario para el sostenimiento del orden feudal, pero su
tradición oscurantista terminó aislándole de casi todos los avances de la ciencia
moderna, la mayoría de los cuales se llevaron a cabo fuera de sus muros.13

En el caso español, por ejemplo, la crítica temprana de ese vulgarisateur de la


Ilustración que fue el padre Feijóo pone de

13 Vease Lerena (1986: 128 s. y 39-50) para un análisis más detallado de este punto
que recoge referencias valiosísimas por su cercanía a críticas actuales, Es el caso, por ejemplo,
del ilustrado Yzuriaga que, en una vena que hoy diríamos credencialista, afirmó: «las escuelas
ya no son escuelas, sino meramente un teatro para conferir grados». Gay (1973: 503 ss,)
proporciona también una buena descripción del Studium tradicional y de algunas de las
primeras reformas didácticas introducidas en el estudio de los clásicos. Son igualmente
representativas la crítica a la universidad de Adam Smith (1996: 710 s.) y las argumentaciones
utilitaristas que aparecen en la crítica de Diderot y DAlambert (1974: 49-61) a otras
instituciones menores como los colegios, asociados siempre y no sin ironías con su infancia
jesuítica.

36
manifiesto las limitaciones de la cultura académica de la universidad
dieciochesca, al tiempo que muestra el estilo de un primer representante de esa
tradición moderna de inconformismo con los modelos pedagógicos establecidos
que llegara al siglo XVIII de la mano de Locke. Quizá no sea casualidad el que
fuera un representante de los benedictinos, los maestros en la ordenación
detallada del tiempo, el que, contrariado por el poder de los «titiriteros del aula»
y por el «dispendio de tiempo» que conllevaban el aprendizaje memorístico y el
dictado, terminara proponiendo la utilización de manuales para asegurar uno de
los objetivos más modernos de su reflexión: una enseñanza más eficaz. Sus
ataques al «celo pío hacia lo útil» que fomentaba una institución llena de
«zotes» enredados en complejas demostraciones silogísticas frieron repetidos
años más tarde por Olavide al hablar del doble pecado del espíritu escolástico...

[...] que peca en su objeto y en su método. En su objeto porque es


frívolo o inútil [...] en sus métodos porque en vez de buscar la verdad por
métodos simples o geométricos, la presume de hallar por una lógica
enredada. [...] el espíritu escolástico es el destructor de los buenos
estudios, el corruptor del gusto [...] con él son incompatibles las
verdaderas ciencias y los sólidos conocimientos del hombre.

El baconianismo de Feijóo o el pragmatismo de Olavide no eran productos


aislados de un país con una Ilusutación dificil. La imbricación del desarrollo
científico extracadémico con los valores sociales del utilitarismo fue
igualmente, si no más, significativa en el origen de instituciones como la Royal
Society londinense. Así, por ejemplo, una balada de la época decía:

Nuestros mercaderes en la bolsa traman aumentar la riqueza del


reino por el comercio [...] Oxford y Cambridge nos dan risa, su sabiduría
es pura pedantería [...] [la Royal Society] medirá el mundo, lo que
muchos creen que es imposible hacer y hará que la navegación sea un
placer al descubrir la longitud.14

14. Cit. en Coser (1968; 45) y Sonnati (1977; 26). Las citas anteriores proceden de
Alvarez de Morales (1971: 22) y Feijóo (1985: 271s. y 303-16). Para una relación del gesto
literario consistente en criticar la educación recibida y su anacronismo respecto al bussiness of
activ-life véase Hazard (1985: 171-176).

37
Era la balada del Gresham College, primer lugar de reunión de la Royal Society,
una sociedad que, al igual que hizo Diderot en los prolegómenos de la
Revolución Francesa, elevó la figura de Bacon a la de un nuevo Moisés y guía
de la humanidad.

La decadencia de la universidad escolástica significaba en el fondo la quiebra


de un modelo de producción cultural y de un modelo de educación formal que
hundía sus raíces en un ordenamiento social ya anquilosado e inerte. Su
descrédito fue tal que todavía a principios del siglo XIX, el propio Humbolt se
sintió inicialmente obligado en su proyecto de reforma universitaria a sustituir la
denominación por la de «establecimientos científicos superiores». Al igual que
en el caso de las organizaciones gremiales, de las que más tarde nos
ocuparemos, el viejo saber académico respondía a unas prácticas cognitivas que
comenzaban a revelarse incapaces de dotar de sentido al mundo que emergía de
las nuevas formas de ordenamiento social y de asimilar los nuevos patrones de
producción del conocimiento. Su articulación del binomio poder-saber resultaba
ya anacrónica, pues la utopía social fraguada en el discurso de la élite ilustrada
exigía unas nuevas pautas de regulación social y unos nuevos espacios de
socialización abiertos a la legitimación del nuevo saber: el conocimiento útil de
la ciencia al servicio de una nueva moral de la productividad. La libertad
buscada era, pues, una libertad productiva. Kant y Adam Smith son las caras de
una misma moneda, la moneda de lo que Gay (1973) denomina la «ciencia de la
libertad».

De ahí que, como sugiere Mannheim, el estudio del racionalismo ilustrado y de


la contribución de su optiniismo al discurso reformista deba centrarse en la
noción de una ciencia opositora que, si bien se había apuntado ya en el primer
humanismo, sólo alcanzó su característico grado de sistematización cuando
comenzó a preparar conceptualmente la revolución burguesa. Su principal
objetivo, en este sentido, fue la desintegración de un modelo de saber
anacrónico y la institucionalización de otro nuevo. Es significativo al respecto el
liderazgo político de científicos como Monge, fundador de la geometría
descriptiva, vicepresidente de los jacobinos y presidente del senado francés; o
Cuvier, naturalista, paleontólogo y ministro de educación. El lugar preferencial
del nuevo ethos científico en la constitución
38
de la cultura burguesa convirtió también a la ciencia en una moda, en un
elemento de distinción social que pasó a integrarse en los hábitos coleccionistas
de las nuevas clases pudientes. Barómetros, termómetros y máquinas
neumáticas pasaron a compartir vitrinas con los bustos de los clásicos. Como
valor de lucha y como elemento de distinción, la ciencia se iritegró, pues, en los
mecanismos de identidad social auspiciados por la institucionalización cultural
de la modernidad contribuyendo decisivamente a la articulación de teoría y
praxis en el nuevo lenguaje de la utilidad social.

Las academias fueron un importante exponente institucional de esta nueva


concepción del saber. Su florecimiento, muy vinculado a la generalizada crisis
universitaria, pretendía impulsar el trabajo y la «lectura útil» para combatir
tanto la ignorancia como la pedantería. De ahí que organizaran concursos que
podían versar tanto sobre el origen de las lenguas como sobre el problema de la
desigualdad, sobre el abastecimiento de aguas, la conservación de los niños o el
alumbrado público. El propio Voltaire resumió así su función: «las academias
son a las universidades lo que la edad madura es a la infancia, lo que el arte de
hablar es a la gramática, lo que la cultura es a las primeras lecciones de la
civilización».15

El diagnóstico del saber viejo como un saber ineficaz podría expresarse


iguilmente, pues, como el derrocamiento de una teoría del conocimiento
desvinculada de la práctica. La noción de «reforma», clave en la
institucionalización de los procesos de modernización social, puede entenderse
precisamente como la expresión política del intento de aunar teoría y práctica en
un proyecto de moralización productiva. No obstante, a pesar de que del
baconianismo latente en la crítica antijesuítica propia de algunas versiones del
discurso educativo ilustrado pudiera desprenderse un cierto anticlericalismo, no
puede pasarse por alto el poso religioso que el lenguaje y la práctica educativa
han conservado siempre como estrategia de moralización. Ello obliga, de paso,
a matizar sustancialmente las versiones que tien

15 Voltaire (1995,1:31), Puede verse también la voz «educación» (vol. II: 14 s.) en la
que se propone un dia1ogo entre un jesuita que se reconoce embrutecido por el Peso de la
cátedra y un consejero que que se queja de las tonterías y latines que aprendió con el primero y
que apuesta por «una educación que sirva para desempeñar un profesión».

39
den a equiparar de una forma demasiado simple modernidad, expansión
educativa y secularización.

Todavía a mediados del siglo XIX el sabor de este poso religioso es manifiesto
en el fuerte componente moralista que introdujo en el primer movimiento
reformista americano el evangelismo de sus padres fundadores. Horace Mann,
por ejemplo, tan influido por sus convicciones religiosas como por el entonces
reciente desarrollo de la frenología y por los disturbios urbanos de 1837, basó
sus propuestas de reforma educativa en la importancia de la formación escolar
del carácter como agente moralizador y, por tanto, equilibrador de la sociedad.
Pero es ciertamente innegable que, a pesar de la frecuencia con que todavía en
ese momento el término «reforma» era asociado con la ayuda que debían recibir
los pecadores para reencontrar el camino de la salvación, la inflexión que sufrió
en el discurso ilustrado sentó las bases de su progresiva secularización. Así,
afirma Popkewitz (1994: 47), «la reforma se convirtió en un esfuerzo público,
primero para llevar la palabra de Dios a la organización de la vida individual, y,
después, como estrategia racional para la mejora social». Las reformas de los
sistemas de escolarización desempeñaron un papel decisivo en el tránsito de uno
a otro momento al ligar las preocupaciones administrativas del estado con las
exigencias epistemológicas que conllevaba el autogobierno de las subjetividades
«liberadas» del viejo orden y que debían ser resocializadas en el nuevo.16 El
reformismo, en dcfinitiva, fue la respuesta política a la crisis de legitimación
que acompañó a la caída del Antiguo Régimen; una respuesta que yuxtapuso el
supuesto histórico-filosófico del progreso a la renovada idea aristocrática de una
monarquía al servicio del interés público. Pero, más allá de esta respuesta
concreta, lo importante es que la idea de «reforma» se impuso en el vocabulario
político de la modernidad como el correlato prácti-

16 En este sentido, la investigación de Foucault (1984) puede considerarse en gran


parte como un análisis de hasta qué punto la episiemología ilustrada es un supuesto central de
las prácticas reformistas de la modernidad al habei desarrollado un punto de vista sobre el
cambio que vinculó progreso y razón. El desarrollo de este punto de vista coincide con el del
estado nacional y sus prácticas de control sobre los sujetos sujetos a la identidad anónima,
colectiva y abstracta de la población. Es ahí donde cobra todo su valor el régimen de saber
impuesto por el sentido original de la Estadística», parte de la reforma social auspiciada por la
«policía» de las poblaciones descrita por Donzelot (1990).

40
co del diagnóstico de lo viejo, y en su vocabulario pedagógico como corolario
de la idea de la mejora de la especie a través del aprendizaje dirigido.

La crítica a la vieja concepción del saber y el lenguaje reformista respaldado por


el utilitarismo del nuevo discurso científicoeducativo, que aquí se gesta y que se
desarrollará en el siguiente siglo, nos devuelven a la articulación de teoría y
práctica que destacamos como descriptor clave del programa cultural de la
modernidad y a la idea wittgensteniana de un proceso civilizatorio «moldeado»
por la palabra progreso. Sobre ellas gravita no sólo la constitución de la cultura
de la emancipación burguesa, sino la propia constitución de la racionalidad
educativa como pieza decisiva de dicho programa. Tanto «reforma» como
«legitimidad» son conceptos asociados a políticas de crisis (Kitromilides, 1986:
61). Lo fueron en la Ilustración y lo son ahora. Por eso, al igual que ocurre hoy
día en las polémicas en torno al sentido y fin de la modernidad, polémicas a las
que —como veremos— la archirrepetida «crisis de la educación» no es ajena,17
también el siglo XVIII se debatió sobre el sentido y fin de la Ilustración, que no
era sino otra forma de discutir sobre el alcance y legitimidad de las reformas y,
con ello, sobre la propia identidad y legitimidad de un proyecto que pasaba por
una nada fácil armonización del crecimiento individual y el progreso colectivo.

Uno de los loci classici en la historia de la autoconcepción del proyecto


ilustrado fue el debate suscitado entre sus principales representantes alemanes
en una de las revistas paradigmáticas del movimiento, el Berlinische
Monatschrift.18 Uno de los intervinientes en dicho debate, F. Mendelssohn,
destacó cómo, por aquel entonces, «cultura», «formación» e «Ilustración» eran
todavía términos que pertenecían al lenguaje de los libros. Servían, sin embargo,
para sintetizar todos los esfuerzos y aspiraciones de un «estado educado» que
aspirara a armonizar el destino inesencial del hombre-ciudadano con el destino

17. Young (1990: 8), por ejemplo, ha subrayado 1a reaparición en las discusiones
actuales de muchos de los temas y supuestos elaborados entonces.

18. Las referencias del debate pueden encontrarse en Kant (1981: 25.39 y 95-123) y de
forma más documentada en Burger (1986). Para un comentario más en detalle ligado al
problema de la problemática « popularidad» del proyecto de la educación popular véase Terrén
(1989).

41
esencial del hombre-hombre. Es en esta armonía de Ilustración y cultura, de
conocimiento y moral, en donde radicaba la clave de la reforma social y de la
consecución de la felicidad pública y el bienestar social. La ya referida
intervención de Kant en este debate y su definición de la Ilustración como un
proceso educativo hacia la autonomía moral conectó definitivamente
emancipación, razón y educación anclando definitivamente en el paisaje ideal
de la modernidad, algo que no estaba incluido en la formulación clásica del
arquetipo platónico: la legitimidad de una filosofía progresiva de la historia
como eje del binomio educación-felicidad.19

E] programa cultural de la Ilustración puede verse, así, como la culminación de


la modernidad política en la medida en que a través de su lenguaje
regeneracionista «la búsqueda de la legitimación sentó la disposición básica del
pensamiento político moderno y conformó la sensibilidad política de toda una
época de civilización europea» (Kitromilides, 1986: 65). Las principales
isotopías que se repiten constantemente en los informes sobre la educación
popular y nacional (utilidad, mejora, fomento) son los pilares que apuntalan la
gran imagen constructiva de la reforma social a través de la reforma individual.
En virtud de dicho constructivismo, el estado utópico podría implementarse a
través de un mecanismo de educación racional de la sociedad y vigilarse desde
el lugar social privilegiado de una élite llamada a mediar entre la arquitectura
sistemática del plano y la edificación efectiva del proyecto. Su base de
cimentación se encontró en el respaldo ontológico proporcionado por la idea de
una progresiva mejora de la especie humana y por el principio de aplicabilidad
de la razón. Si la educación fue tan importante, hasta el punto de permitir hablar
de la cultura

19. «El paisaje ideal es el mismo, con la salvedad de que este país indica par Kant en la
esperanza y en una aproximación sólo infinita a su realización, mientras que en Platón, en
cambio, consiste en la más intensa realidad, una realidad sustraída a todo devenir (Bloch,
1979/80: 426 s.). Siguiendo esta interpretación, el recurso a. la filosofía de la historia y la
imagen de la perfectibilidad humana dota al plovecto de una teleología justificada pero
alcanzable sólo de forma asintótica, cual es la clave de la tensión existente entre los aspectos
utópico y burocrático del arquetipo platónico. El bello ideal de su realización se revela como
(sólo) un supuesto regulador que dirige un curso de progreso con finalidad pero sin fin. La
inflexión kantiana de la utopia platónica consistió, en este sentido, en haber trasladado la
legitimidad del principio regulador del cambio social dasde lo metafísico a lo moral.
42
ilustrada como una «cultura pedagógica», es porque su lógica respondía al tipo
específico de legitimidad exigido por el nuevo patrón de ordenamiento.

La universalización de la lógica del aprendizaje en un lenguaje de la


emancipación dirigida que vinculaba el desarrollo de cada uno al desarrollo
racional del todo social hizo de la educación en sí misma la metáfora más
contundente del programa. Esto es manifiesto, por ejemplo, en la Educación del
genero humano de Lessing, una filosofía de la historia basada en la idea de la
educación progresiva de la humanidad; pero todavía lo es más en la
presentación que se hace en los Wanderjahre de Goethe de la época ilustrada
como una «Provincia pedagógica».

La racionalidad educativa representa, pues, la lógica misma del proyecto


moderno, pues era la única manera de «aceptar de forma realista el mundo del
presente sin sacrificar las posibilidades del futuro» (Gay, 1973: 499). A
diferencia de la forma clásica en que Platón la había pensado, la formulación
ilustrada debía hacer compatibles la dimensión política y moral del mensaje de
la libertad y la igualdad consumada en la Revolución Francesa y la dimensión
social y organizativa plasmada en la Revolución Industrial. La forma en que la
élite ilustrada reformuló un discurso pedagógico anclado en las formulaciones
de Comenio y de los jesuitas no sólo sumirñstró la metáfora central de la épica
social con que dicha élite intelectual se percibió a sí misma, sino que suministró
también un dispositivo central a la hora de traducir el idealismo de su proyecto
en un programa de gobierno efectivo de las cosas y de los individuos.20

Las posibilidades del futuro pasan por la organización del presente. Como ha
observado Gay (1973: 497): «reforma y libertad eran las dos caras de una
misma esperanza: las libertades estaban entre las reformas que debían ser
implementadas y las reformas estaban entre las felices consecuencias de la
libertad [...] [pero] libertad y reforma eran a menudo incompatibles». El camino
para la realización del progreso político de los ilustrados condujo a una serie de
estrategias organizativas que tuvieron

20. En la obra, de Foucault pueden encontrarse muchos ejemplos de cómo el saber


Pedagógico proporcionó una forma de conocimiento capaz da garantizar la supervivencia y la
evolución moral del individuo, es decir, su crecimiento vigilado.
43
como fin la racionalización de las prácticas sociales (entre ellas, de la
enseñanza) y la neutralización de las formas de vida alternativas. La filosofía
del progreso proporcionó al discurso ilustrado un repertorio de nuevas imágenes
utópicas sobre el curso del cambio social dirigido por la élite cultural, pero su
potencial legitimador se transformó igualmente en la coartada filosófica de toda
una red de tecnologías disciplinarias, expresión de un nueyo estilo de
dominación y de la destrucción de formas alternativas de socialización.
Progreso y disciplina pueden considerarse, pues, como las dos caras de la
moneda con que el proyecto de la modernidad pagó el precio de su hegemonía.

1.2. La cultura como misión

El intelectual, su público, su misión

Es bien conocido un cuadro que representa a Godoy sosteniendo en una mano


un bastón de mando y un libro que reza «educación pública de Pestalozzi». La
otra mano apunta hacia un templo clásico en cuyo friso aparece la leyenda «a la
educación de los españoles». Es una instantánea de poder, una representación
orgullosa y narcisista del triunfo de la razón. Una imagen de esa transfiguración
carismática de la razón racionalista y secularizada mitificada por la Ilustración
que, sin embargo, sigue dependiendo de motivos expresivos religiosos y
personalistas para recabar legitimidad. Un gesto que recoge el carismatismo de
una élite que se veía a sí misma como portadora de una razón absoluta, la razón
de estado. Es una imagen satisfecha que pretende haber resuelto las cuitas que
atormentaban al Agathon de Wieland cuando recorría la Grecia Antigua
preguntando a los sabios cuál era el camino de la felicidad, El cuadro rebosa
clasicismo; condensa las ideas de orden y equilibrio con las que se asociaba al
mundo clásico y reverencia la creencia platónica de que ese orden y ese
equilibrio debían estar presididos por la capacidad legislativa del saber y de las
élites llamadas a encarnarla. Es una representación del arquetipo platónico.

Godoy, más que un intelectual, fue un ministro ilustrado convencido de la


importancia de la empresa educativa en la construcción nacional. Creía en una
estrecha asociación entre la
44
regeneración económica y la renovación cultural a través de la educación, y vio
en la reforma de la enseñanza primaría la clave de una progresiva felicidad
social. Eso fue lo que le llevó a patrocinar la introducción del método
pedagógico de Pestalozzi en España. Este «ensayo filosófico», como él mismo
lo denominó, no fue un hecho aislado. En torno a 1800 el movimiento
pestalozziano estaba muy difundido entre sectores activos de la burguesía
europea. Por sus instituciones pasaron futuros industriales de zonas como
Mulhouse y fue llevado hasta los Estados Unidos por un empresario, McIure,
que años después fundaría New Armony en compañía de Owen. En España, en
cambio, las primeras escuelas pestalozzianas, aunque apadrinadas por algunas
sociedades ilustradas, fueron dirigidas por militares, algo que no es meramente
anecdótico, pues la relación educación-ejército sería igualmente palpable en la
introducción de la enseñanza mutua importada de Inglaterra en plena fiebre
lancasteriana.21

Los símbolos de la educación científica y moderna se convirtieron también en


un elemento de distinción. En las tiendas de Madrid podían encontrarse retratos
de Pestalozzi a dos reales y se compusieron odas a su figura; en otros lugares de
Europa se comercializaban polvoreras con las efigies de Rousseau y Diderot, y
jóvenes aristócratas pedían retratarse con libros de Locke en las manos. En la
Alemania de esos mismos años aparecieron más escritos sobre educación y
enseñanza que en los tres siglos anteriores. No en vano, si Ortega definió al
siglo XVIII como «el siglo educador» fue porque, como pudo advertir la fina
sensibilidad de La Chalotais, parecía «que, en relación con los fines educativos,
hay en el público de Europa una especie de fermentación».22 Todas estas modas
y movimientos frieron el resultado de la popularización de los proyectos de
reforma moral a través de la educación impulsados por los intelectuales
21. De hecho, los modelos mecanicistas de enseñanza como el de la escuela mútua guardaban una
especial afinidad con el modelo militar de insirucción. véase, por ejemplo, el testimonio de Thompson
(1979: 277). Como veremos más adelante, el método mútuo de la escuela lancasieriana urdía una
enrevesada red de controles entre maestros y ayudantes en la que no había resquicio para la ociosidad.
Su implementación fue animada en muchos casos de militares como J. Kearney, capitán del
regimiente de Málaga, y por sectores de la nobleza e intelectuales que anteriormente habian apoyado
el método de Pestalozzi. En pocos años dio forma a un programa de regeneración nacional aplicable
por igual a jóvenes, militares Y presos.

22. Essijs deducation narional (cit. en Hazard. 1985: 171).

45
ilustrados de la segunda mitad del XVIII. Su confianza en el poder de la
educación como instrumento político de producción de la virtud y garantía de la
felicidad social (y no sólo moral, como decía Jovellanos) es la clave del
optimismo pedagógico implícito en su utopía reformadora. La educación
racional se convirtió con ello no sólo en un modelo de crecimiento en la virtud
individual, sino también en un modelo de gobernabilidad nacional en la que los
súbditos quedan sometidos a una dominación ejercida como enseñanza. Lo que
interesa destacar aquí es hasta qué punto su difusión fue fruto de la
autopercepción de ciertos intelectuales como administradores del saber legítimo
y depositarios de una misión cultural de renovación que debía garantizar la
felicidad social.

La base social del movimiento ilustrado combinó una amalgama de ciudadanos


cultos de clase media, aristócratas rebeldes y curas progresistas. Su difuso
carácter de clase es especialmente manifiesto en países como España, en el que
el movimiento fue en gran medida un movimiento de funcionarios (Fuentes,
1988), pero es igualmente apreciable, por ejemplo, en la composición social y
profesional de los miembros de las Asambleas francesas. A pesar de dicha
heterogeneidad y de que los debates de los diferentes proyectos educativos eran
en gran medida auténticas querelles entre estamentos sociales minoritarios, sus
propuestas legislativas no estaban concebidas para el grupo en cuestión, ni tan
siquiera, muchas veces, para el país; sino para la humanidad entera. Gramsci
(1977: 318), por ejemplo, tan sensible a la labor política de los intelectuales, vio
en un tardoilustrado como Hegel la expresión de un momento de pensamiento
político en que «se empieza a dejar de pensar según las castas o estamentos para
pensar según el estado, cuya aristocracia son los intelectuales». Esta
autovaloración de los intelectuales en su rol social como legisladores no quedó
circunscrita sólo al marco de la cultura del estado nacional, sino que fue
tematizada como una misión en pos de una Bildung colectiva de la especie. Sólo
combinando ambos aspectos podía garantizarse la armonía de modernidad
cultural y modernización social en que debía resultar el reestablecimicnto de la
bella totalidad de la polis clásica. Y conseguir una república educada era, sin
duda, el camino para ello. Así de claro es, por ejemplo, en el hecho de que
Montesquieu atribuya una importancia a la edu

46
CUADRO 1. Rasgos difirenciales de la educación moderna
según diferentes criterios

Montesquieu Durkheim Dewey Weber


Criterio: forma de Criterio: Criterio: intereses Criterio: fuente de
gobierno agente y libertad legitimidad
Educación en el Educación difusa Educación Educación
temor platónica carismática
(Despotismo)
en el honor familiar Individualista tradicional
(Monarquía)
en la virtud institucionalizada nacional racional
(República) y social

cación en el gobier no de la república que no tiene en ninguna otra forma de


gobierno.23
Pero, ¿cuál era el estatus de esta «aristocracia del estado» (Gramsci) llamada a
representar la virtud y determinar la forma en que debe aprenderse? ¿Eran una
especie de partido, un grupo de presión, una clase? ¿Eran su grado de cohesión
y su horizonte de intereses tan acordes como algunos de ellos pensaron? Desde
luego, pocas categorías sociológicas son tan ambiguas y discutidas como la del
intelectual.24 No es por eso de extrañar que un estudioso del pensamiento social
de la época como es Peter Gay (1973) haya utilizado el término «familia» en su
descripción de las afinidades y divergencias de los philosophes.
La ubicación social de la familia ilustrada puede trazarse, en

23. El cuadro 1 presenta la tipología de formas de educación establecida por


Montesquieu y la compara con otras tipologías que son representativas de cómo desde
diferentes ángulos se ha reconocido la peculiaridad de la educación moderna. Estos ángulos
se dejan ver en los diferentes criterios utilizados. La última fila es la especialmente relevante
para el discurso que aquí se analiza. Por su especial significación para nuestra perspectiva,
la tipología weberiana se amplía en el cuadro 2 del segundo capítulo.
24. Algo que no debe extrañar si tenemos en cuenta que la sociología de los
intelectuales es básicamente una tradición de autoconciencia ideológica en la que en
gran medida el productor de saber se estudia y clasifica a si mismo. Véase Oltra
(1978: 7-57) Para un desarrollo de esta reflexión y Wright (1979) para una explicación
de la contradicción funcional y estructural que encarna la posición de clase de los
intelectuales. Un tratamiento clásico de lo que Alfred Weber llamó la freischwebende
Intelligenz es Mannheim (1993: 136 ss.). Aquí sigo en lo fundamental las distinciones
analizadas por Bottomore (1995: 23-47).
47
principio, a parir de la consideración de los medios de poder de que dispusieron
para el ejercicio de su función directiva. Ello aconseja describirla más cómo una
élite que como una clase dirigente. «Élite» sugiere el contraste entre una
minoría cohesionada (aunque no necesariamente organizada) y una mayoría
amorfa no necesariamente explotada por ella, en la medida en que la posición de
poder de una élite no está determinada por su control sobre los medios de la
producción económica. La dinámica de dominación a que responde la función
directiva de una élite cultural responde más bien a lo que en la sociología de la
religión de Weber se describe como la dialéctica del virtuoso y la masa, una
dialéctica basada en una desigual asignación del carisma social que los primeros
se otorgan a sí mismos. Ello no obsta, sin embargo, para que pueda considerarse
a la élite —en este caso, la élite intelectual— como integrada en la función
directiva de la clase dominante. Pero al hacerlo debe tenerse en cuenta que esta
adscripción se hace en los términos de su control sobre una específica esfera de
poder la esfera cultural, y qrie tanto su unidad de grupo como su trabajo en la
producción y reproducción de ideas conserva siempre un resto de indefinición
que en ocasiones puede derivar en significativas divergencias a la hora de
representar el escenario de la reforma e implicarse en él. Como más adelante
veremos, las ambigüedades y discordancias discursivas de que el discurso
ilustrado hizo gala a la hora de representar al pueblo son un claro testimonio de
su heterogénea conciencia de grupo.

No obstante, ateniéndonos a su adscripción a la función directiva de la clase


burguesa en ascenso, tan relevante como lo heterogéneo de su conciencia es su
grado de organicidad (Gramsci, 1977: 390 ss.). Importa entender ésta de una
forma dinámica y no meramente como resultado de una estructura de posiciones
(Wright, 1979: 56). Ciertamente los intelectuales que forjaron la cultura
pedagógica de la modernidad funcionaron como una élite orgánica que preparó
ideológicamente la hegemonía de clase sobre la que se construyó el poder
económico de la burguesía. Pero dicho funcionamiento no respondía a un interés
propio de clase, sino, más bien, a la autopercepción cultural de los protagonistas
como los verdaderos intérpretes del proceso y los dotados de legitimidad para
legislarlo. Hegel, director de instituto, consejero escolar, rector y consultor del
go-

48
bierno para temas educativos, además de filósofo; Turgot, Olavide o Humboldt,
fueron productores de orden, miembros de una élite intelectual que diseñó y
participó en la nueva regulación de una sociedad racionalmente organizada. La
superioridad del nuevo ordenamiento que pugnaba por imponerse no podía
satisfacer sus necesidades de legitimación simplemente en función de dictados
divinos o adscripciones estamentales: la superioridad debía transformarse en
hegemonía, y para ello la «cruzada cultural» jugó su papel erigiendo a la élite
intelectual en el profesor colectivo del cambio (Bauman, 1993: 37).25

En un sentido amplio, esto es, como aquel que crea, recrea y distribuye el
mundo de los símbolos, el intelectual es una figura social presente en todo
momento de la historia. Pero cada periodo reformula a su manera dicha figura
de la producción cultural. Tal y como fue elaborada en el humanismo
renacentista y replanteada en la cultura política de la Ilustración, la figura del
intelectual parecía aunar en sí una doble imagen de rigorismo científico y de
proyecto histórico de emancipación. Como señala Subirats (1991: 151), en
dicha unidad se funda la dimensión más importante de la tarea del intelectual
moderno: «su función orientadora y su objetivo pedagógico. El intelectual
moderno se afirmó como un educador social a través principalmente de una
comprensión exhaustiva y global de la realidad, y a través del principio crítico
como principio a la vez metafísico o epistemológico y ético o social».

De ahí la dimensión específica que la figura adquiere en el contexto cultural de


la modernidad y, más concretamente, en el de la Ilustración, pues sólo entonces
existe ese público educado capaz de liberarle de las fórmulas del mecenazgo y
de proporcionarle los nuevos espacios necesarios para un nuevo tipo de
interpelación ideológica (Coser, 1968; Bury, 1971). La emergencia de dicho
público se debió a la confluencia de tres factores: la ya razonable amplitud del
número de individuos educados para el debate a quienes los intelectuales deben
acudir en busca de legitimación; la existencia de un acuerdo generalizado

25. Otra cosa es que no siempre la conciencia de ese liderazgo cultural consiguiera
expresarse en una misma consonancia con lo educativo. Así, por ejemplo, Voltarire, el maestro
de esa ironía mediadora entra el paternalismo del intelecual y la distancia social del gobernante
afirma: Lo que es de ley es que el pueblo sea guiado, no que sea instuido (carta 19-III-1766,
cit. en Lerena 1985: 52).

49
sobre los criterios de validez en que basar dicha aprobación (la justificación
racional); y un conjunto de creencias y actitudes comunes asociadas a la lectura
de textos canónicos y publicaciones temporales.26 La Conversación entre el
autor y el lector, publicada por Wieland en 1770 constituye una clara ilustración
de esa defensa de «la influencia de los intelectuales»27 en la que Wieland habla
de la fe que el lector debe profesar hacia el autor. Cuando el primero pide al
segundo una muestra de los antecedentes sociales y educativos que puedan
garantizar su credibilidad, éste ofrece únicamente como tales su capacidad de
razonamiento y su gusto. Y es que, efectivamente, como apunta Misgeld (1975:
24), la creación de esta esfera de debate público está íntimamente relacionada
con la preocupación por la difusión universal de la educación, pues ambas
suponen aspectos recíprocamente condicionados de una misma concepción de la
racionalidad: el conocimiento tenido por racionalmente legítimo es un
conocimiento científico, que es tanto como decir basado en principios
universales y, por tanto, públicos. Publicidad y racionalidad se exigen porque
tanto el ejercicio de los derechos públicos como la investigación científica
requieren un espacio discursivo libre de prejuicios, autoritarismos y
restricciones arbitrarias. En términos habermasianos esta exigencia recíproca
podría expresarse como la necesidad de espacios de comunicación no
distorsionada de que precisa todo proceso racional de discusión y toma de
decisiones. El nuevo lenguaje de la utilidad en que se expresó el discurso
reformista promovió criterios universales y formalmente accesibles que
pretendían acercar el ethos de la nueva regulación a la discusión pública. Este
giro fue decisivo para que la educación pasara de considerarse desde la
perspectiva de la distinción a la perspectiva de la producción y el interés
público. Como hemos visto, Montesquieu (1985: 25-29) mostró claramente esa
inflexión en la conceptualización de lo educativo al distinguir entre los objetivos

26. No obstante, debo tenerse en cuenta que la interrelación de estos tres factores
siguió caminos muy distintos en diferentes contextos. Así, por ejemplo, mientras que en
Escocia, caso estudiado por MacIntyre (1990), la creación de este público se debió en gran
medida al movimiento reformador de las universidades, en España se hizo sin contar con ella.

27. Expresión que, dado lo incierto todavía del sustantivo ‘intelectual’, en la época,
Phelan (1990: 22 s.) recomienda leer más bien como 1a influencia de lo inteleçtual.

50
de la educación característica de las sociedades reguladas por el principio
monárquico (honor, modales, orgullo) y los de la educación de una sociedad
republicana, que son aquellos que se corresponden con la virtud política.

Los intelectuales ilustrados se presentaron, pues, ante su público como los


líderes carismáticos de la nueva política de la virtud productiva, como los
garantes de una empresa ética secularizada que permitía combinar la utopía con
la eficiencia. El lenguaje de un orden social y una educación científicamente
diseñables fue el gran legado de su idealismo para el positivismo y las
pedagogías sistemáticas del siglo siguiente. Hijos suyos fueron los que, como
los saintsimonianos de la Ecole Polytechnique que hicieron de Francia una
potencia mundial a mediados del XIX, aprendieron de la economía y las
ciencias naturales una misma admiración por la planificación y el orden y se
formaron en la idea de que la reforma social podía basarse en leyes precisas.
Como lo fueron también los pedagogos herbartianos que —como dijo Ortega—
hicieron madurar y crecer la semilla sembrada por Pestalozzi. Hijos suyos han
sido, en definitiva, todos los que desde entonces han creído en la imagen
arquetipica de que una élite de expertos podía dar con la pedagogía científica
necesaria para hacer participar a la masa social en las leyes que rigen la
naturaleza.28

Existe un suficiente repertorio de pruebas filológicas (Wheelwright, 1979) que


permiten establecen la correspondencia entre esta visión del cambio social y la
simbología de su discurso de la elucidación, la clarificación y la ilustración. Tal
y como dijimos anteriormente, todo proceso de ordenación social se constituye
también en el lenguaje. En este caso, la arquitectura del ordenamiento social
ilustrado y su vigilancia intelectual de la historia tomó forma en un discurso
construido en torno a la isotopía de la luz. Esta isotopía se resuelve en tres
motivos importantes para una sociología del saber ilustrado: la visibilidad que
se abre al conocimiento racional y marca los perfiles de un cambio controlado y
productivo; el calor de un entusiasmo

28. (Coser, 1968: 1l5 Bendix, 1975: 15). El positivisno social, en última instancia,
extraerá su legitimidad de la ontología ilustrada que vio al mundo social como el escenario de
una vocación de legislación universal, de una misión de intervención cultural.

51
derivado de una adición deliberada al sentido histórico de la acción; la tendencia
a que tanto la generación de esa visibilidad del orden como las metas de sentido
se establezcan desde arriba, como sugieren todas las connotaciones de la luz y
la verdad consensadas por el arquetipo platónico.

La cultura fue, efectivamente, la misión de esa política depositaria de la virtud


profetizada por los intelectuales. «Misión» es un término weberiano sobre el
que volveremos en el capítulo siguiente. Su utilización en este contexto permite
interpretar esta ideología de la cultura como una suerte de ascetismo
intramundano por el que el mundo social se convierte en una «obligación
impuesta» para el virtuoso, en una vocación que debe ser cumplida
racionalmente ejecutando la normatividad de una voluntad revelada. Esta
voluntad puede ser divina, como ocurre en el discurso religioso tradicional o
histórico-natural, como ocurre en el lenguaje político secularizado de la
Ilustración. No obstante, no debería verse una estricta exclusión entre ambos
casos. Weber emplea el término en el contexto generalizado de cualquier
dominación carismática, en la que el reconocimiento crea deber por la autoridad
que confiere la legitimidad de la profecía y de quien la pronuncia. El
cumplimiento racional de la verdad revelada sigue en cualquiera de los dos
casos la fórmula «estaba escrito, pero yo en verdad os digo». Esta fórmula,
aunque Weber no lo mencione, es tan cara al lenguaje de la revelación bíblica
como al sentimiento de obligatoriedad moral que acompañó ya a tempranas
concepciones del deber intelectual moderno: «si conozco la verdad y tú eres
ignorante —decía Spinoza—, es mi deber moral cambiar tus pensamientos; no
hacerlo sería cruel y egoísta».29

Probablemente la primera versión occidental de esta «misión» fue la de Homero


y los poetas épicos de la Antigua Grecia recordados en la República platónica
como los educadores de la humanidad. La limitación que el racionalismo
platónico quiso imponer a esta fabula docet no pudo dejar de recurrir
frecuentemente a la validez pedagógica de la conmoción poética. Figuras y
metáforas heredadas de aquella concepción del poeta como

29. Cit. en Bauman (1993: xiv). Las reflexiones de Weber se encuentran en (1979: 195 s., 429,
482). Para una convergencia de las «visiones providenciaes subyacentes en las dos versiones
referidas véase Giddens (1993:54 s.).

52
educador del pueblo quedaron así incrustadas en la formulación ilustrada del
arquetipo platónico. Es difícil valorar hasta qué punto la tendencia idealizadora
de la épica burguesa del progreso estuvo a la altura del ethos espiritual de la
unidad cultural clásica, pero es más fácil detectar las diferencias. Puede verse,
así, como un gesto característico de su constitución canónica en torno al ideal
del arquetipo platónico el hecho de haber introdúcido en él la noción de una
funcionarización del destino. La concepción de la historia como una historia de
educación ocupó en el imaginario intelectual moderno el lugar que la diosa
Verdad ocupaba en la memoria de los viejos poetas. Con ello, también, la
constitución histórica de la verdad objetiva y racional que debía ser enseñada de
acuerdo con su adecuación a lo real, a lo útil y a los principios de la lógica, se
volvió igualmente inseparable de la acción cultural de los llamados a producir
los criterios de demostración, verificación, normalización y distribución del
saber. En definitiva, la concepción pedagógica del mundo social como el
resultado de una organización en la que unos enseñan el camino y otros
aprenden a seguirlo es lo que se esconde bajo la imagen de una cultura
convertida en la ideología de los intelectuales. Tal y como sentenció la
Pedagogía de Kant (1988: 706):

[..] toda cultura comienza con los hombres privados y se extiende


desde ellos hacia afuera. La aproximación gradual de la naturaleza
humana a su fin sólo es posible por los esfuerzos de las personas de
amplias inclinaciones que son capaces de captar el ideal de una condición
futura mejor [...] Los gobernantes están simplemente interesados por una
educación tal que haga de sus súbditos herramientas mejores para sus
propias inlenciones.

No será casual que Dewey (1982: 107) mostrara interés por esta sentencia
kantiana. Los súbditos son concebidos como instrumentos desde la óptica de los
ilustrados administradores del conocimiento en quienes recae la responsabilidad
moral de planificar el desarrollo racional de la humanidad.

53
La élite y el pueblo: ¿tiene límites la ilustración?

Pero el público no era el pueblo. Esto es algo que Voltaire sabía muy bien
cuando se mofaba de la moda de los libros de agronomía que leían todos menos
los agricultores. Si bien es cierto que la ampliación del mercado de libros fue
una de las condiciones que permitió la emergencia de los nuevos intelectuales,
no lo es menos que la mayor parte de la población no podía leerlos.30 Así, por
ejemplo, cuando Rousseau afirmó en su Emilio que los pobres no necesitan
educación, no estaba expresando un desideratum, sino resumiendo la situación
de una multitud cuya educación moral nunca había pasado de la religión del pan
y el circo. El discurso ilustrado mantuvo siempre respecto a esta masa iletrada
una posición ambivalente que reflejaba ya no sólo su compleja identidad
ideológica, sino también su no menos compleja identificación política con el
aparato de poder estatal.

Tomemos, por ejemplo, el caso de los ideologues franceses. Convencidos


seguidores de la visión condorcetiana de la perfectibilidad humana a través de la
educación y del análisis de las sensaciones de Condillac, los ideologues
desarrollaron una fuerte vinculación con el republicanismo llegando a influir
decisivamente en su configuración institucional. Una sociología de su programa
intelectual permite mostrar cómo la realización de la misión cultural del
proyecto ilustrado obligaba a ciertas operaciones epistemológicas que
permitieran transformar los valores y las representaciones consideradas
legítimas en un saber administrable y universalizable; es decir, accesible tanto al
esfuerzo del ignorante como al control del enseñante-legislador. En este sentid
o, dicho programa de crítica epistemológica podría ser considerado como la
primera teoría política de la educación del mundo contemporáneo.

La Escuela de la Ideología fue definida por Destut de Tracy como una disciplina
que tenía por objeto la observación y des

30 Un opúsculo sobre la educación pública publicado anónimamente en Francia en


1764 informa sobre la no escolarización de 1.820.000 de los dos millones de jóvenes entre los
7 y los 16 años (Abbagnano y Visalberghi, 1976: 384). No debe confundirse, pues, el que el
«pueblo» fuera un hallazgo de la época como objeto de una una literatura específica y de la
estadística o de las primeras investigaciones sobre la poesía popular con un verdadero
protagonismo cultural (Shenda, 1970).
54
cripción de las operaciones de la mente para posibilitar una descripción correcta
de los objetos y la erradicación de toda concepción no ajustada a la verdad del
mundo natural. El análisis sistemático de las ideas y las sensaciones debía
proporcionar la base de un conocimiento científico del que poder inferir
enunciados de carácter moral. La ideología era la «primera ciencia», la base de
la gramática, de la lógica, de la educación y, en definitiva, de lo que Condorcet
(1980: 216) llamaba «al arte social»: el arte de regular la sociedad. Debía, pues,
proporcionar un conocimiento de la naturaleza humana que permitiera diseñar
un ordenamiento político y social acorde con las necesidades de los seres
humanos y libre del error y el prejuicio.31

Era una ciencia concebida como una aproximación antiautoritaria y anticlerical


a la verdad a partir de las percepciones sensibles, una pedagogía de la formación
de las ideas que aspiraba a una metodología universal con el fin de poder
asegurar sobre una base sólida la construcción del orden político y social
emergente. Un ordenamiento justo y razonable debía basarse en un
conocimiento adecuado del mundo y de sus partes; pero, al mismo tiempo, sólo
el acceso general y ordenado a dicho conocimiento podía hacer que dicho
ordenamiento fuera legítimo, es decir, reconocido y obedecido. Esta
interdependencia entre la construcción política y la construcción del
conocimiento no pasó desapercibida a Napoleón, muy atento a lo que ya
Helvetius había proclamado:

[...] el arte de formar a los hombres, en todos los países, está tan
estrechamente relacionado con la forma de gobierno que no es posible
hacer ningún cambio considerable en la educación pública sin hacerlo en
la constitución misma de los estados.32

Los ideologues jugaron, de hecho, un importante papel en los comités


revolucionarios hasta el punto de hacer de la constitución napoleónica del año
III prácticamente una prolongación de

31: Recuérdese que para De Tracy, dado su marcado positivismo naturalista, la Ciencia
de la Ideología formaba parte de la Zoología, pues el análisis de las facultades mentales era
parte del análisis completo del animal en que debía encuadrarse el estudio racional (neutral) del
ser humano. Para un desarrollo más detallado de este punto véase Coser (1968. 220 ss.) y
Thompson (1990:31 ss.).
32. De l’esprit, IV, xvii, cit. en Hazard (1985: 178).

55
su ideario. Resultado directo de su influencia fueron el sistema de instrucción
pública de la Convención, y las escuelas Central, Politécnica y Normal, piezas
angulares del proyecto. El declive de los ideologues, sin embargo, fue tan
meteórico como su ascenso; su evelución estuvo tan ligada a la fuerza de
Napoleón como al colapso de su imperio. Tras la desastrosa campaña rusa de
1812, el consejo de estado escuchó la siguiente acusación:

[...] debemos echar la culpa de los males que nuestra recta Francia
ha sufrido a la ideología, esa metafísica sombría que busca sutilmente las
primeras causas en que basar la legislación del pueblo en vez de hacer uso
de las leyes conocidas para el corazón humano y de las lecciones de la
historia. Estos errores deben conducir, y de hecho, han conducido, al
gobierno de hombres sedientos de sangre... Cuando alguien está llamado
a revitalizar un estado, debe seguir exactamente los principios
contrarios.33

Quizá no resulte exagerado ver en este pasaje un precedente de esa actitud tan
característica de nuestro tiempo que es el culpar a la inadecuada planificación
educativa de ser la causa de los males políticos y económicos. Curiosamente, a
pesar de ser periódicamente denostada, siempre vuelve a ser el corazón de los
proyectos reformadores. Así, por ejemplo, el propio Napoleón había cortejado al
Instituto Nacional de los ideologues, había concedido cargos políticos a sus
miembros y había llegado a ser nombrado miembro de su sección de mecánica
tras la campaña italiana. Su golpe del 18 de Brumario fue mayoritariamente
aclamado en dicho instituto, pero ello no fue obstáculo para que terminara
viendo en el declarado republicanismo del Instituto una amenaza a sus
ambiciones autocráticas y para que, finalmente, amparado en la acusación ya
citada, prefiriera el potencial legitimador de la religión al de la ciencia: firmó el
concordato con la iglesia de Roma y disolvió la sección de ciencias políticas y
morales del instituto, aquella en cuyas memorias De Tracy había desarrollado
los fundamentos de la nueva disciplina.

No obstante, no debe pasarse por alto el hecho de que el recurso a la legitimidad


simbólica e incluso a las tecnologías disciplinarias de la religión no fue un gesto
aislado del antiinte-

33 Cit. en Thompson (1990: 31).


56
lectualismo postrepublicano de Napoleón. En su caso la legitimidad del aparato
eclesiástico chocó con la que podía suministrar el programa intelectual de una
corriente como la de los ideologues; pero en muchos otros casos no fue así.
Muchos de los proyectos de lo que en la Ilustración española se conocí a como
la «educación popular» contaron expresamente con el valor moral de la
formación religiosa y con el apoyo de la infraestructura parroquial.34

Por otro lado, en la línea de esa identidad reflexiva constantemente cuestionada


que anteriormente vimos como característica de la modernidad cultural que se
interrogaba sobre la naturaleza y los límites de la Ilustración, las polémicas
surgidas en torno a lo que se dio en llamar la «popularidad» del proyecto son
también representativas de su ambigüedad congénita a la hora de buscar un
enraizamiento social e institucional definido. En dichas polémicas puede verse
hasta qué punto, como señaló Mannheim (1993: 142), un grupo sin una posición
de clase definida carece de un concepto político decidido respecto de sí mismo.
Ello podría explicar seguramente las diferentes posturas defendidas acerca del
estatalismo en diversos proyectos educativos. Desde quienes, como Condorcet o
Jovellanos preferían el término «instrucción» para referirse a una formación
técnica organizada y supervisada pero no gestionada por el estado, hasta
quienes, como Danton o Lepelletier, prefirieron utilizar el término «educación
nacional» para resaltar el imperio de la ley de la igualdad bajo la que los hijos
debían ser entregados a la acción formadora de su verdadero dueño: los
internados de la república. Desde quienes creían que la formación del ciudadano
integral era demasiado importante como para dejársela al

34. Una narración más detallada de la historia de los ideologues puede véase en
Coser (1968: 220 ss). Sobre la presencia y vigilancia de los «socios eclesiásticos en las
escuelas patrióticas españolas pueden verse los documentos editados por Negrín (1984), que
reflejan hasta qué punto la religión siguió otreciendo la coartada educativa e una vía intermedia
que aspiraba a formar, pero no demasiado (Fernández Enguita, 12 125 y 1988). Esta especie
de vía intermedia ha sido descrita por Maravall (1986: 125 s.) como una prolongación
educativa del principio de limitación estamental, por el que el capital cultural debía
administarse de forma gradual según los escalones de la estructura social. Sobre la pervivencia
de la iglesia en ciertos modelos de regeneracionismo ilustrado es significativo El padre de su
pueblo, o medios para hacer temporalmente felices a los pueblos con auxilio de los señores
curas parrocos, editado dos veces entre 1793 y 1806 (reproducido en Mayordomo y Lazaro,
1988: 135-189).
57
estado y seguían viendo en la familia y los párrocos los instrumentos claves de
la socialización política, hasta quienes creían que la verdadera educación
política era sólo una educación por y para el estado.35

En cualquier caso, lo cierto es que la mayoría de los proyectos educativos


ilustrados no llegaron a todo el pueblo, pues la mayoría de ellos fracasaron; pero
tampoco estuvo claro si debían llegar. Mientras que La Chalotais no veía
conveniente «enseñar a leer y escribir a gente que no necesita más que aprender
a dibujar y a manejar el buril y la sierra» y recordaba que «el bien de la sociedad
exige que los conocimientos del pueblo no se extiendan más allá de sus
ocupaciones», Condorcet insistía en la conveníencía de la expansión educativa
porque sólo ella impediría que los movimientos del pueblo se volvieran
peligroso.36 La diversidad de posturas a este respecto pone de manifiesto hasta
qué punto la teoría social implícita en el discurso pedagógico ilustrado encontró
difícil zafarse del legado político de la razón de estado personificada en las
monarquías barrocas. Ya el Testamento político del cardenal Richelieu había
recomendado que no se enseñaran las letras a todos de forma indiferenciada,
pues temía que un estado en el que todos fueran sabios habría de devenir un
estado «monstruoso». Schiller llegó a temer que la liberación del pueblo pudiera
poner fin a la incipiente prosperidad, y Herder señaló la conveniencia de
distinguir entre el «pueblo» griego y el «populacho» de su época. En general,
las referencias al pueblo casi siempre estuvieron teñidas de temor y
desconfianza, cuando no de una auténtica depreciación moral. Se le consideró
como «un gran monstruo que generalmente sigue un cierto instinto y que posee
todas las virtudes y todos los vicios al mismo tiempo»; como algo de lo que, en
definitiva, «no es difícil ganar la confianza, pero es peligroso perderla».
Todas estas ambigüedades y divergencias propias, sin duda, de un momento de
crisis y reorientación cultural como fue el de

35. Esta ambivalencia se da incluso en una misma persona, como muestra la


evolución de las ideas político-educativas de Humbolt (Abelláln, 1981, Knoll y Siebert,
1967). Para las referencias a la dualidad instrucción/educación véase Gómez Rodíguez
(1988:36 s.).
36, Las citas proceden de la crítica de La Chalotais a la labor educativa de los
hermanos de la Doctrina Cristiana y de la Cuarta Memoria de Condorcet sobre la Instrucción
Pública (cits. en Fernández Enguita, 1990; 124 s.).
58
la Ilustración muestra la necesidad de alejarse de visiones simplistas en la
composición de la cultura pedagógica moderna. Tan importante como es
entender los efectos que tuvieron sobre su discurso la autoasignación del
liderazgo de la élite y los recursos filosóficos y simbólicos de que hizo uso para
conferir legitimidad a su proyecto, es también el atender a la dinámica de esa
composición. Es, así, importante comprender que el programa educativo
elaborado por la élite ilustrada fue en gran medida el resultado político de un
proceso de transformación cultural de la burguesía misma a través del cual ésta
se reubicó en una posición directiva ante el cambio social. El mediocre pero
franco Mendelssohn, cuya disquisición sobre la Ilustración y la cultura ya
hemos mencionado, se planteó una serie de preguntas que nunca ya han
abandonado la conciencia moderna de una sempiterna necesidad de reforma
educativa: ¿puede y debe ser la Ilustración general en el estado actual de la
sociedad humana?, y ¿hasta dónde llega la Ilustración?, ¿tiene o no tiene
límites?37

1.3. Disciplina, método y control del tiempo

El trabajo y el método: la docencia regulada

Ya anteriormente nos hemos referido al doble rostro de la modernidad (Giddens,


1993; Bauman, 1993). Si, aun con las reticencias y ambigüedades ya señaladas,
el discurso emancipador de las élites, su lenguaje regeneracionista y su filosofía
del progreso forjaron el rostro liberador de un proyecto destinado a favorecer en
última instancia el derecho de los pueblos a disponer por sí mismos de su sangre
y sus riquezas (Condorcet, 1980: 242), el discurso disciplinario que le
acompañó amparó la más férrea realización de su vertiente sistematizadora. La
pedagogía kantiana lo expresó lapidariamente, de una forma que todavia
resonará en la idea durkhemiana de la educación moral: la disciplina es lo que
transforma la animalidad en humanidad

37. Las citas de los dos últimos párrafos proceden del término «pueblo» incluido en el
Diccionario de los hermanos Grimm, así como de otros documentos de la época que he
analizado en otra parte al estudiar el foco de tensión que lo popular supuso siempre en el
discurso ilustrado (Terren, 1989).
59
(1988: 697). Todas las institucionalizaciones de la tecnología del progreso que
surgieron de este discurso pueden integrarse en lo que Giddens ha llamado el
«lado oscuro» de la modernidad: la traducción tecnológica de esa auténtica
pesadilla de la modernidad que es la idea del orden.

Como ya apuntamos también al hablar de la idea weberiana de la diferenciación


de esferas que la modernidad trajo consigo, procesos sociales tradicionalmente
unificados como educación, producción y familia se separaron progresivamente
y fueron institucionalizados como ámbitos específicos de acción orientados a la
selección de los medios más eficientes para la obtención de un fin. La
perspectiva de la lógica del aprendizaje sistemático, característicamente
moderna, suministró una nueva legalidad interna a cada esfera de vida, introdujo
un peculiar cognitivismo en cada una de ellas, cambió la forma de aprender las
actividades propias de cada una de ellas y, con ello, erosionó la forma
tradicional de entenderlas. Tratados de oficios, planes de estudios, horarios y
cualificaciones homogéneas y estandarizadas, comenzaron a sustituir a la
perspectiva que hasta entonces suponía el, simplemente, «crecer» como herrero,
campesino o comerciante y el hacerlo en e1 seno de la propia familia o, como
mucho, en otra familia distinta.

De entre los diversos ámbitos en que se regionalizó la vida social moderna fue,
sin duda, el del trabajo el que sufrió un proceso de racionalización más
significativo. De hecho, como ha señalado Young (1990: 15), el núcleo central
del gran impulso utópico ilustrado fue el problema del trabajo. Merece la pena
considerarlo en detalle para tener una justa apreciación del impacto que el
cognitivismo implícito en la cultura pedagógica moderna ejerció sobre unas
prácticas y unos saberes que comenzaron a revelarse como cada vez más
anacrónicos en el contexto del mundo del capitalismo industrial que surgió de la
modernidad (Giddens, 1993: 23). Es precisamente en la contribución de la
historia de la educación al desarrollo de una conciencia industrial por la vía de
su red de estrategias disciplinarias donde mejor puede verse el origen de la
«máquina pedagógica» moderna.38

38. Dressen (1982). Para una visión de la utopía ilustrada del trabajo y la
glorificación de la industria como atributo humano cuya racionalidad exigía algo más que
60
Siempre han existido procesos de endoculturación a través de los que, con un
mayor o menor grado de formalidad, las generaciones de más edad han inducido
a las más jóvenes a adoptar los patrones de conducta laboral correspondientes a
cada una de las formaciones sociales. Una práctica aprendizaje (valdría decir de
socialización) habitual en el mundo preindustrial era el envío de niños a otras
familias o su inmersión en talleres artesanales desde muy temprana edad. Su
educación era, en estos casos, fruto de una socialización directa a través de la
participación, generalmente servil, en las actividades de los adultos. La solidez
y el arraigamiento social de este dispositivo de educación y servicio fue
seguramente una de las razones que permitieron la hegemonía de la
organización gremial, tanto en la estructuración de la vida social como en la
reproducción del conocimiento productivo. No en vano, cuando las nuevas
condiciones de acumulación pusieron de relieve las limitaciones de un sistema
de relaciones sociales y productivas no orientado hacia la globalización y la
reproducción expansiva constante surgió el gran debate de la cuestión gremial,
uno de los principales caballos de batalla del discurso regeneracionista ilustrado.

Vale la pena, pues, prestar atención a testimonios como el debate que tuvo lugar
en un periódico español a finales del XVIII acerca de la utilidad del sistema
tradicional de aprendizaje de los oficios.39 Un viajero que había permanecido
varios meses en la capital del reino escribió:

¿Por qué ha de estar establecida y mantenida en fuerza de estatuto


impreso la inveterada costumbre o abuso de señalar tiempo de seis, siete u
ocho años de aprendizaje generalmente a

Coacción y violencia véase el análisis de la utopía fourierista desarrollado por Gaudemar


(1991: 35.44), especialmente atento a la relación de las nuevas economías disciplinarias con el
problema social del amor al trabajo. Frente a las visiones simplistamente reproductivas que
tienden a hacer de la escuela una estructura cuya regulación se limita a calcar los procesos de
control extemos a ella, debe tenerse muy presente que la difícil innovación disciplinaria a que
hubo de enfrentarse la congiguración del nueyo tabajador colectivo retomó recetas ya viejas
en otros ámbitos de la acción organizada, como el ejército o la propia escuela. No es casual
que un siglo después Taylor (1985 109) piesentara su análisis de la regulación de «tareas» con
los credenciales que le conferia su ya larga utilización en la práctica escolar camún.
39. Diario de Madrid (junio de 1790), recogido en MEC (1985: 20 ss).

61
todos los muchachos y particularmente en todos los oficios, sin distinción de
talentos o capacidad de aquellos y de la facilidad o mecanismo de comprensión
de éstos? ¿Por qué a un muchacho que le destinan sus padres a que aprenda un
oficio no se le ha de enseñar otra cosa en los primeros años de su aprendizaje
que barrer el obrador, arrullar a los niños del maestro, comprar en la plaza y
verter toda clase de inmundicias y no a tomar en su mano herramienta delicada
[...]? Es circunstancia necesaria para aprender un arte enseñar primero a fregar,
a hacer un puchero, a barrer y manejar los trastos más asquerosos de la casa? Y
si lo es, ¿por qué se ha de estar cuatro o cinco años aprendiendo esto cuando el
aprendiz más rudo se entera de todo en menos de un mes?

Como se ve, lo que se está cuestionando no es sólo una forma de aprender el


trabajo, sino una forma de entender la vida. Barrer, cocinar o cuidar a un niño
formaban parte de una enseñanza integral cuya lógica, con algunas variaciones
locales, fue la tónica de la relación educativa fundamental de las economías
preindustriales durante siglos. Como toda tradición, era funcional en su
contexto.

Un mes después, tan ilustrado viajero fue respondido por un maestro artesano
que, aun reconociendo «la indecencia de algunos abusos» que eventualmente
podían acarrear una «pérdida del precioso tiempo de la juventud», se afanó en
reivindicar la servidumbre como un derecho legítimo en concepto de retribución
por los costes que suponía la formación impartida, tal y como ocurría en
cátedras y academias:

[...] ¿acaso los maestros de los Oficios o Artes que no tienen


Cátedras dotadas están obligados en lo político a enseñar pública o
privadamente sus oficios? ¿Acaso no pueden ser sus ordenanzas un
contrato hecho con el mismo público para no carecer éste de los Oficios y
Artes que necesita? ¿No se concede por el Soberano y por el Gobierno
alguna merced a los Catedráticos y Maestros de las Ciencias?

Lo cierto es que la rigidez de las condiciones del aprendizaje estipuladas por las
ordenanzas gremiales constituían un serio obstáculo para la movilidad de la
nueva fuerza de trabajo, para el acceso a la vida productiva de nuevos sectores
de la población y para la estandarización de las cualificaciones. Algunos

62
gremios exigían la limpieza de sangre de sus trabajadores y la mayoría de ellos
contaban con un libro de registro en el que debía mencionarse el día de entrada
del aprendiz en la primera casa para que no pudiera cambiar de oficio antes de
un cierto número de años. Las élites ilustradas que lideraron los nuevos
programas económicos nacionales toparon con la resistencia de estas
reglamentaciones. Aunque, en éste como en otros casos, no fueron capaces de
adoptar siempre una posición absolutamente unánime, sí fue común a todos
ellos la exigencia de que el estado asumiera la responsabilidad en el rediseño del
modelo productivo. En este sentido, el Proyecto económico de Ward, el Informe
sobre el libre ejercicio de las artes de Jovellanos o los Discursos sobre el
fomento de la industria popular de Campomanes son representativos de la
exigencia de un saber experto cuya racionalidad organizativa debía ser asumida
por la responsabilidad estatal.

La filosofía del trabajo implícita en dicha exigencia fue muy importante para la
conceptualización de una nueva relación pedagógica, pues dio lugar a lo que
Escolano (1988: 46 ss.) ha presentado como la «escisión entre la escuela y el
taller». Se defendió, por ejemplo, la necesidad de escuelas públicas para cada
oficio, lo que suponía desligar metodológicamente la enseñanza laboral de las
condiciones empíricas en que había estado tradicionalmente enmarcada. Fruto
de la invasión de la esfera del trabajo por esa misma epistemología taxonómica
que ya analizamos al hablar del cognitivismo característicamente moderno,
surgió la «enseñanza técnica» (Campomanes): una formación abstraída de su
contexto familiar y basada en un saber descompuesto y normalizado. Con ello
no sólo se pretendía una nueva formación acorde son una nueva ideología de la
productividad, sino también corregir la poca atención que las viejas formas de
socialización habían prestado —según los ojos ilustrados— a la dimensión
moral de la formación técnica. Lo que Campomanes (1978: 178) definió como
el axioma básico de la estrategia («todo oficio u arte ha de tener por base el
arreglo del tiempo determinado y preciso de la enseñanza» debe ponerse en
conexión, pues, con las propuestas del nuevo higienismo social con que
pretendía evitarse la degeneración irracional (improductiva) de las costumbres.
Ejemplo característico de ello es la política de «conservación» de los niños
analizada por Donze

63
lot (1979). El trabajo, como la familia, debía converger en el diseño de una
nueva administración del mundo social. En ella sólo lo socialmente útil es visto
como relevante para la felicidad social. Téngase presente que, como señala
Campomanes (1978: 80), cuando se está hablando de la nueva regulación de las
artes se está hablando de una nueva configuración de las prácticas sociales
(tanto científicas, como de oficio e incluso reproductivas) basada «en patrones
reglados y demostraciones y que es útil para la sociedad humana».

La pedagogía arcaizante de la enseñanza gremial comenzó a ser vista tan


anacrónica como la desarrollada por el espíritu escolástico de las universidades.
Jovellanos llegó a decir de ella que era contraria a la naturaleza humana, pues
ésta (tal y como ya había reivindicado Feijóo) exigía una enseñanza «más
metódica», más eficaz; básicamente, exigía que los saberes sobre el trabajo
fueran pedagogizados, es decir, parcelados, reorganizados y dispuestos en la
forma didáctica que exige un tratado. El camino metodológico hacia una utopía
del trabajo libre y productivo parecía quedar así dispuesto y accesible. La
didáctica del trabajo derivada de la epistemología taxonómica ilustrada
proporcionó la vía de ejecución al diseño de su arquitectura social. La
racionalidad de su división y sus patrones de conocimiento debían poder
garantizar que una sociedad más justa y más feliz fuera también más eficiente.40
De hecho, y en la medida en que los tratados se compusieron para ser leídos, no
es casual que la supresión de la obligatoriedad del aprendizaje profesional
controlado por los gremios coincidiera en el tiempo con el establecimiento de la
obligatoriedad de la enseñanza primaria; una enseñanza que, como todo ámbito
sometido a este proceso de racionalización organizativa, resultó igualmente
preciso disciplinar.

El trabajo de enseñanza desarrollado en el ámbito de lo que en torno al 1800 se


conocía como la enseñanza en las primeras letras fue efectivamente uno más
de los escenarios de la vida social que hubieron de asistir a la irrupción en él de
las estrate

40 Incluso Marx, un ilustrado tardío en este punto, llegaría a ver en la instrucción


tecnológica impartida por las Ecoles d’enseignement professionel la esencia de las escuelas
propias de una sociedad futura en la que los individuos libres pudieran alternar sus funciones
(Marx y Engels, 1978: 106-124).
64
gias de regulación auspiciadas por la tendencia generalizada a la didactización,
parcelación y taxonomización del trabajo. El problema del «amor» a una cierta
configuración del trabajo, problema tan caro a Fourier, se puso de manifiesto en
los reglamentos nacionales de la profesión puestos en circulación durante toda
la primera mitad de siglo. Bien es cierto que muy anteriormente se habían oído
ya voces que reivindicaban una auténtica política docente nacional. Un ilustre
calígrafo del siglo XVII, Díaz Morente, había pedido ya entonces una
«Academia para los maestros» por la que el Consejo de Castilla pudiera
«mandar a los maestros que enseñan el arte de escribir» y por la que se supiera
«la verdad apuradamente de esta ciencia o arte de escribir, como en las demás
ciencias o artes se hace».41

Pero es sintomático que su reivindicación hable indistintamente de la ciencia o


el arte de enseñar, pues refleja que en su horizonte no tenía cabida todavía la
posibilidad de que la institucionalización científico-política del oficio y de su
método significaría el fin del arte educador a manos de su regulación estatal.42
Casi un siglo después, Kant (1988: 703 ss.) sería mucho más cuidadoso al
distinguir entre el arte de la enseñanza meramente mecánica, basada en la
experiencia del maestro, y la enseñanza científica, es decir, pedagogizada: una
enseñanza basada en el fundamento de un plan diseñado por los «conocedores
ilustrados» y regulado por el príncipe. «El mecanismo del arte educativo debe
ser transformado en ciencia», y a ello —según Campomanes (1978: 81) —
deben contribuir las ciencias del hombre apoyadas en las «demostraciones que
suministran un buen raciocinio y el orden geométrico de comparar las ideas,
apartando los paralogismos, sofismas, sueños y sistemas voluntarios».

Antes de que el ámbito de la relación pedagógica se viera colonizado por la red


de instituciones, procedimientos y técnicas características de la epistemología
implícita en esta estrate-

41 Cit. en Pereyra (1988: 143).


42. La distinción entre el arte educador y una función docente respaldada por la
Ciencia pedagógica y el estado es teorizada por Durkheim, (1989: 66 ss. y 84 Ss.). Sobre la
importancia de la regulación estatal de la enseñanza Napoleón había sido bien explícito:
Enseñar es una función del estado porque es una función de la sociedad. En consecuencia las
escuelas deben ser establecimientos del estado y no en el estado; recibir de él su esencia y
su ley. Por tanto, si el estado es uno, sus escuelas deben ser las mismas en todas partes»
(cit. en Archer, 1979: 201).
65
gia de regulación, la enseñanza, como otras muchas práctícas profesionales,
estaba en gran medida controlada por los gremios. Los centros que pudieran
considerarse como los precedentes de las escuelas normales funcionaban
básicamente como talleres artesanales, pues no consistían generalmente más que
en escuelas de niños donde quienes comenzaban a enseñar aprendían
directamente su tarea de los maestros expertos. En España, por ejemplo, la
intrusión de «leccionistas» que sin saber leer, ni escribir, ni contar se dedicaban
a la enseñanza a domicilio había provocado en los maestros reconocidos un
esfuerzo de autogestión que culminó en la Hermandad de San Casiano, un
potente gremio que desde su oficialización a mediados del siglo XVIII
monopolizaba tanto el examen de los aspirantes a maestros como su formación
y control a través de «visitadores» propios.43 En 1787, sin embargo, la
fundación por Carlos III del Colegio Académico del Noble Arte de las Primeras
Letras supuso el primer intento de regular y uniformizar estatalmente esta
práctica profesional autoorganizada. El Colegio como tal fracasaría, pero el
programa de racionalización del trabajo docente siguió su curso con la
fundación de una nueva Academia de Primera Educación cuyas pretensiones de
control se centraron no sólo en la selección, sino también en la formación de los
nuevos maestros, sentando con ello las bases del posterior Reglamento de
Instrucción Pública (1821) y del desarrollo del modelo de las escuelas normales
a partir de 1839.

Este modelo de formación y regulación profesional de la enseñanza ya había


sido ímplementado veinticinco años antes en Francia por Lakanal, presidente
por entonces del Comité de Instrucción Pública. El hecho de que se
denominaran «normales» a estas escuelas para la instrucción de los instructores
de la masa encierra un doble sentido en el que interesa reparar. Por un lado,
aspiraban a ser organizaciones modelo que sirvieran de ejemplo (de norma) para
otras instituciones; por otro, su objetivo central era la regulación de las pautas
de socialización en las normas. No obstante, aunque éste doble carácter
normalizador introdujo en la selección y la formación para el oficio un claro
proceso de secularización muy ligarlo, por otra parte, al

43. Sus ordenanzas pueden véase en MEO (1985, tomo 1). Para su historia puede
verse Guzman (1986: 56-63) y Pereyra (1988),

66
reformismo liberal de la primera mitad de siglo, el poso religioso que rezuma el
filantropismo subyaciente a la nueva definición de la profesión docente fue una
constante a lo largo de todo el siglo. Así por ejemplo, el reglamento español
para la formación de maestros impulsado por Gil de Zárate en 1843 (Varela,
1979: 185 s.) iba a proponer una imagen austera y frugal del nuevo funcionario
de la enseñanza, sometido a la «deferencia y la sumisión a la autoridad
legítima» y formado para hacer cumplir y potenciar la subordinación y la
regularidad. Un diccionario educativo de 1884 identificaba todavía a la
profesión docente con...

[…] una disciplina severa e inflexible que no sólo alcanza a los


actos interiores, sino que también domina el pensamiento y la voluntad
[...] Las tendencias morales y cristianas de la disciplina y el sistema de
enseñanzas son medios eficaces para ejercitarlos en todas las virtudes y,
especialmente, en las peculiares de la profesión [...] que requiere
particular preparación, una especie de noviciado para instruirse, para
probar sus disposiciones y formar su vocación.44

No andaba desencaminado Weber cuando vio en el monje el ideal del profesor.


Si bien la exhibición de destrezas en concursos públicos fue ganando terreno
como criterio de selección a medida que la profesión se fue funcionarizando, la
ejemplaridad moral siguió siendo parte esencial del núcleo de la formación del
profesor nacional. Testimonios como los referidos dan cuenta del espíritu en que
se quería encuadrar la nueva producción de profesores; son la muestra de la
suerte de moralización en que debía circunscibirse la nueva conciencia
burocrática que desde finales del XVIII debía pasar a formar parte de la nueva
configuración de una función docente regularizada.

Con todo ello el control gremial de la enseñanza y las práctica autogestionadas


de formación y selección pasaron a ser una imagen del pasado. Pero la
regulación global de la concentración administrativa exigida por la nueva
arquitectura del traba-

44 M. Carderera, Diccionario de educación y métodos en enseñanze, cit. en Siguán


(1986: 67, subrayado E.T.). En este mismo sentido, y ya en nuestro siglo, el código Elemental
inglés de 1904 veía la coadición esencial del «nuevo educador » más en la corrección de sus
actitudes que en su dominio curricular (Tomlinson, 1993:40).

67
jo en general, y del docente, en particular, así como la implementación de las
nuevas pautas de endoculturación asociadas a dicha racionalización, exigían un
esfuerzo en el desarrollo tecnológico de las capacidades de vilancia, supervisión
y medición.45 Estas capacidades constituyeron una dimensión fundamental en la
confluencia de capitalismo e industrialismo que dio lugar a la constitución de la
modernidad madura (Giddens, 1993: 62). Como veremos, su desarrollo estuvo
indisociablemente ligado al proceso de concentración administrativa
característico de los estados nacionales.

El tiempo de la organización vigilada

Juntas de caridad controladas por religiosos y supervisadas por ayuntamientos,


comités de mendicidad y otros dispositivos administrativos se integraron como
engranajes de la organización racional de la vida social moderna al mismo
tiempo que se abolían los gremios, se prohibían las romanzas, se perseguía a las
minorías nómadas y se unificaban lenguas y medidas. La vigilancia de que el
progreso transcurriera por el camino seguro de la razón pasaba
fundamentalmente por la persecución de la ociosidad como vicio político, lo
que no era más que una forma de luchar por la hegemonía de una concepción
unidimensional del tiempo, por un empleo del tiempo convertido en ley de un
trabajo mecánico rigurosamente ejecutado. Más allá de aquella elevación
espiritual que proporcionaba en la disciplina monacal, este disciplinamiento y
metodización del tiempo (el tiempo convertido en presupuesto) se instituyó
como instrumento de

45. A mediados del siglo XIX, Tiempos dificiles (de Charles Dickens) aportó quizá la
imagen más representativa de cómo ciertos dementos de la iconografía ilustrada del orden
comenzaran a marchitarse en las decadas siguientes con los humores agrios del industrialismo
decimonónico y los rituales de la sociedad victoriana. Un atemorizante profesor, Sir Thomas
Gradgrind, «un hombre de realidades, un hombre de hechos y cálculos que se rige por el
principio de que dos y dos son cuatro, y nada más» se presenta ante los indefensos alumnos y
alumnas provisto de reglas, escalas y tabla de multiplicar en el bolsillo, para «pesar y medir
cualquier fragmento de la naturaleza humana. Es —sigue diciendo Dickens— una simple
cuestion de cifras, un asunto de simple aritmtica». Siempre muy atento al mundo de la
imaginación infantil que asociaba con la libertad y la espontaneidad, Dickens critica en esta
novela el autoritarismo de los hechos, la sistemática y los métodos abstractos y utilitarios
apartan que anulan la conciencia de la realidad (Mannning, 1970).

68
rentabilización del conocimiento y como dispositivo político de
desmantelamiento de esa ociosidad con que desde los textos ilustrados se venía
identificando al pueblo. La lógica del cognitivismo implícita en la cultura
pedagógica de la modernidad volvió a jugar en este sentido un papel decisivo;
esta vez, a través de la gestación de esa forma específica del conocimiento que
es el conocimiento escolar y de las prácticas disciplinarias asociadas con él.
Varela (1979: 182 s.), por ejemplo, da cuenta de un significativo artículo del
reglamento escolar español de 1838 por el que todo maestro público debía
«arreglar los ejercicios de las escuelas y la distribución del tiempo de modo que
ningún niño esté jamás ocioso».

Si bien la escuela no fue un invento de la modernidad ilustrada, sí lo fue su


configuración como organización de masas y como principal anatematizador de
la ociosidad, algo que puede resultar paradójico si nos atenemos estrictamente a
la etimología del término «escuela».

Scholé, inicialmentc, fue un hallazgo cultural del mundo mediterráneo que


siguió al derumbamiento de la civilización micénica. En griego significaba
«ocio» y, por extensión, el lugar en que se hacía uso de ese tiempo.46 Derivado
del verbo echo (tener), scholazein (tener tiempo, holgar) tenía un sentido
positivo con cuya negación (ashcolia) se designaba al trabajo. Holganza u ocio
son ya, de hecho, traducciones sesgadas, pues scholé no era un tiempo liberado
de otro tiempo, no era el tiempo de inactividad y descanso que sigue al trabajo.
Era más bien el tiempo aristocrático que permitía un cultivo desinteresado del
alma, un tiempo desligado de toda formación profesional y, en general, de
cualquier actividad que no supusiera un fin en sí misma. Scholé era, en
definitiva, el tiempo de una cualidad ética superior vinculada a la
innecesariedad del trabajo y al ideal del kalos kagathós.

La ruptura de este campo semántico fue resultado de un lento y complejo


entrelazamiento de estrategias de ordenamiento que terminaron por desprender
su racionalidad de dicho ideal para someterla progresivamente al paradigma del
homo oeconomicus. Este proceso tuvo su momento clave en la según-

46 Véase, al respecto, Abbagnano y Visalberghi (1976: 16, 102), Toti (1975: 1-5) y
De Grazia (1966: 1-9).

69
da mitad del XVIII y primera del XIX, cuando la expansión de la nueva
economía humanizadora del castigo hizo del alma y no del cuerpo el principal
objetivo de represión, y cuando el estilo penal incorporó una nueva
temporalidad orientada hacia el futuro (Foucault, 1986: 14-30, 127). Tanto en la
práctica judicial como en la educativa emergió una nueva concepción del saber
que respondía a una nueva articulación de las relaciones de poder centradas,
sobre todo, en la reconversión productiva de los individuos a través de la
edificación de su alma. Todo ello contribuyó a hacer arraigar en el sentido
común de la modernidad un motivo fundamental que constituye in nuce el
germen de la visión moderna de la justicia social y de ese meritocratismo
característico del humanismo burgués: la administración de la justicia se hace
inseparable de una organización de la educación de masa como garantía de la
validez legitimadora y la eficiencia del nuevo orden.

Así como la legislación de finales del XVIII prohibió la circulación de jácaras,


romances y otras fuentes alternativas de endoculturación, el código penal
español establecía a mediados del siglo siguiente ya penas para los padres y
tutores que abandonaran la educación formal de sus hijos. La cuestión de la
instrucción pública, tan ligada desde el discurso regeneracionista ilustrado al
desarrollo económico nacional, pasó de hecho en esos mismos años a depender
del Ministerio de Gracia y Justicia. Esta maniobra institucional permitía, según
un ministro de la época, Bravo Murillo, « reunir los tres grandes intereses o
elementos sociales: el culto, la administración de la justicia y la instrucción».47
En definitiva, tanto la institucionalización de la educación profesional y
sentimental de la masa como la promulgación de las leyes contra el vagabundeo
y el nomadismo no hacían sino venir a confirmar uno de los rasgos distintivos
de la ideología esencial de la modernidad: la idea de que, al igual que no hay
progreso sin productividad, no hay tampoco productividad sin disciplina. Es
sintomático que a la novedad organizativa de las escuelas técnicas y los tratados
didácticos.

47. Cit. en Varela (1979: 189). La genealogía de esta nomalización jurídica del
aprendizaje socialmente considerado legítimo es más ampliamente examinada para el
contexto de la educación amerícana por Wise (1979), quien subraya las limitaciones de la
estrategia de racionalización del proceso educativo respecto a cuestiones como la
productividad o la eficiencia.

70
que hemos comentado en la sección anterior se añadiera la de la incorporación
de los relojes, símbolo de la nueva valoración del tiempo.48 La ociosidad que
constituyó la racionalidad educativa de aquella primera alma occidental pasó a
ser su principal enemiga y la primera causa de los males sociales; un
ideologema que presidió proyectos de intervención social desde Juan de la Salle
hasta Fourier.

La Educación popular de Campomanes (1978: 100-106) prescribía el aseo, el


buen porte y el respeto a los preceptos religiosos como elementos esenciales a la
laboriosidad que debía inculcarse para erradicar todos aquellos elementos de
ociosidad que eran considerados como la fuente de la miseria, la superstición y
la degeneración de las costumbres: la tuna, la visita a las tabernas, la asistencia a
los toros en días laborales, la tradición de guardar los lunes... La asociación de
la ociosidad con lo vago e improductivo fue lo que motivó su persecución como
ámbito de socialización incompatible con la nueva administración del trabajo y
los estilos de vida asociados a ella. La economía disciplinaria que la hostigó fue
la misma que hizo del ciudadano un aprendiz industrial que debía ser formado
(técnica y moralmente) por el estado. Sobre ella se fraguaron estrategias de
vigilancia caracterizadas por un control débil pero agudo y por un objetivo: la
manipulación para la utilización; esto es, el aseguramiento de la economía y
organización de los movimientos para aumentar el potencial de rendimiento
económico de los individuos y, paralelamente, reducir su potencial político
(Foucault, 1989: 140 s.).

La estandarización temporal y la micropolítica de su diseño afectó igualmente a


las estructuras espaciales y comunicativas. Fábricas típicamente ilustradas como
las de Le Creusot o la de Tabaco de Sevilla, aun cuando en su arquitectura
externa siguieron presas del modelo del castillo, complicaron enormemente su
estructura interna en zonas individualizadas por exigencias más de vigilancia
que estrictamente productivas (Selva-

48. El Memorial, literario instructivo y curioso de Madid (mayo de 1787) informa,


por ejemplo, de cómo en las paredes de las Escuela de Nobles Artes de Barcelona, en las que
ya prendian numerosos alfabetos, se colocó un reloj en un ángulo de la primera pieza para
saberse el tiempo de entrar y salir de la escuela; y se dispuso un retrete donde se guarda la
tinta, pluma, papel y todo lo preciso para no retardar el curso de las lecciones (cit. en Labrador
y de Pablos, 1989: 147).

71
folta, 1978). Disposiciones espaciales parecidas a las derivadas de la
homogeneización del tiempo de trabajo en las fábricas se registraron en las
escuelas. Los Hermanos de la Vida Común, por ejemplo, introdujeron la
disposición de las aulas en hileras que permitieran clasificar a los individuos
según su edad o aptitudes. La arquitectura escolar de la Francia de la III
República, hija tardía en el plano educativo de la educación ilustrada, suministró
todo un repertorio de minuciosas medidas de higiene social que preveían la
frecuencia de las aireaciones de las aulas, los metros cúbicos de aire respirable,
los metros cuadrados de suelo para trabajo y para recreo, la dirección de entrada
de la luz o la organización de las letrinas (Bouillé, 1988: 5 1-69). Todo un
espectáculo de visibilidad y separabilidad. Y es que, en el fondo, «las
disciplinas que analizan el espacio deben ser también entendidas como aparatos
de sumar y capitalizar tiempo» (Foucault, 1989: 162). Si uno era el estado,
había señalado Napoleón, una debía ser la escuela. El Plan Quintana habló de
una enseñanza que sólo podía ser universal y pública si era uniforme, esto es, si
era una en la doctrina, en los métodos y la lengua, algo que Condorcet (1980:
244 s.) ya había visto claramente cuando habló de...

[...] dos medios generales que deben influir, a la vez, sobre el


perfeccionamiento del arte de instruir y sobre el perfeccionamiento
de las ciencias: el uno es el empleo más extenso y menos
imperfecto de los que pueden llamarse métodos ténicos, y el otro, la
institución de un lenguaje universal.

El pedagogo Salzmann se enorgullecía de que en sus escuelas todos los niños


fueran tratados igualmente y no hubiera más diferencias «que las que ellos
mismos se labran».49 Así como no debía haber diferencias en el método
sistemático de administrar el conocimiento, tampoco debía haberlas en la lengua
en que se enseñara. La lengua nacional se constituyó, de hecho, en un objetivo
político central de los primeros diseños curriculares con el fin de combatir lo
que Tayllerand describía como una

49. «Igual vivienda, iguales ropas, alimentos e instrucción, igual esparcimiento.


Dinero posición y toda lisonja del exterior y del azar no deciden nada aquí (Nachrichten aus
Schepfenhalt, 1786, cit. en Ruppert, 1983: 44). Sobre Quintana véase Varela (1979: 178s.).

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corrupción de dialectos que no eran sino vestigios de feudalismo, de lo viejo, al
igual que otras prácticas de endoculturación que pervivían en la transmisión de
romances, jácaras y coplas.50 En definitiva, dividir y clasificar para uniformizar;
uniformizar y metodologizar para vigilar; vigilar para capitalizar. Las galas con
que se vistieron las primeras presentaciones en sociedad de las innovaciones
disciplinarias de la modernidad educativa —como, por ejemplo, la escuela
mutua de Lancaster y Bell— deben ser suficientemente representativas a este
respecto:

[...] un método por el cual se multiplica prodigiosamente el número


de enseñados, se gana una considerable cantidad de tiempo y se
perfeccionan los resultados hasta donde puede concebir la imaginación.
Es a la enseñanza [...] lo que son a la industria la división del trabajo y
la aplicación de las máquinas que aumentan, regularizan y perfeccionan
la producción disminuyendo su costo. Un maestro que por el método
ordinario enseñaría, por ejemplo, 300 discípulos en tres años, quizás
podría enseñar a 3.000 en tres meses por este nuevo método.51

Ya Montesquieu (1985: 403) había llamado la atención sobre esas «ideas de


uniformidad» que se apoderan a veces de las grandes inteligencias directivas y
que impresionan infaliblemente a las pequeñas. Un sistema, un método, un
programa. Pero, ¿de dónde ese impulso por homogeneizar y capitalizar el
tiempo? Según Giddens (1993) toda cultura cuenta con un sentido de la
temporalidad. Lo característico de este monocronismo que vemos fraguarse en
la modernidad ilustrada debe considerarse en dos niveles. Por un lado, como ya
hemos visto en secciones anteriores, la linealidad de su filosofía de la

50. De lo primero es ilustrativa la siguiente declaración del Comité de Salvación


Pública francés en 1794: « la lengua de un pueblo libre debe ser una y la misma para todos […]
el federalismo y la superstición hablan bretón, la emigración y el odio a la república hablan
alemán, la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco. Quebrantaremos estos
instrumentos de daño y terror (cit. en Gómez Rodríguez. et al, 1988: 29). Lo segundo es
manifiesto en documentos como el «Discurso sobre la necesidad de prohibir la impresión y
venta de las jácaras y romances vulgares por dañosos a las costumbres públicas y de
sustituirles por otras canciones verdaderamente nacionales que unan la enseñanza y el recreo »
de Meléndez Valdés, recogido en Mayordomo y Lázaro (1988: 61-77).
51. Anales administrativos, 18 de diciembre de 1834 (cit. en Varela, 1979: 182,
subrayado E.T.).

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historia como una historia de progreso que avanza hacia el triunfo definitivo de
la razón supuso una comprensión del pasado orientada hacia un futuro hecho
presente. Por otro, la propia configuración racional del presente exigía la
regulación administrativa de la temporalidad de las prácticas sociales cotidianas.
En el fondo, como ya Marx intuyó en sus Grundrisse, toda economía es, en
última instancia, una economía del tiempo.

La erosión de mundos de vida alternativos que siguió a la forma en que la


cultura pedagógica de la modernidad colonizó el mundo simbólico preindustrial
hizo de la variable tiempo un instrumento clave de regulación social. Así se
desprende de estudios históricos como Thompson (1979) sobre la adaptación de
la población agraria inglesa al tiempo industrial o Katz (1971) sobre la obsesión
de los comités escolares norteamericanos por inculcar a los hijos de los
emigrantes de mediados del siglo XIX un sentido industrial del tiempo. Como
señaló Mumford (1977), la ingeniería y el experimento técnico crearon la
máquina, pero sólo el control estricto del tiempo mecánico le proporcionó un
suelo en que desarrollarse. La acumulación de capital exigía como «preparación
ideológica» una organización y acumulación del tiempo y de los saberes
dispersos y la disciplina propia de la racionalidad educativa contribuyó
notablemente a ello. Una vez que la temporalidad hegemónica se constituyó en
una sucesión de horas y minutos, y no de experiencias; una vez que el trabajo y
el saber se descompusieron en una serie de destrezas parceladas; una vez que,
en definitiva, todos ellos se institucionalizaron como espacios cerrados,
homogéneos y estandarizables, pudieron acumularse. Sólo así pudo llegar el
tiempo a ser apreciado como el oro; la instrucción militar, como un modelo de
gestión operativa de la masa; y la imagen monacal de la vida regular, continua y
circunscrita a un espacio, como un modelo organizativo de la experiencia. Una
experiencia productiva, moralmente edificante y admistritativamente
controlable como estaba comenzando a ser la experiencia educativa que
terminaría siendo obligatoria para toda la población.

Al fin y al cabo, la sociedad educada anhelada por las élites ilustradas no era
sólo una polis de ciudadanos ilustrados que debían aceptar la legitimidad de la
nueva simbología del pro-

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greso y reconocer la validez del saber directivo de sus gobernantes. Era también
una masa desorganizada que era preciso vigilar y regular desde su interior a
través de un programa disciplinario. Esta programación es lo que Foucault
(1986) describe como un «esquema anatomo-cronológico de comportamiento»,
una minuciosa maniobra de dominación por la que el tiempo unidimierisional y
acumulable colonizó la vida social en general y la práctica educativa en
particular. Cuando el régimen de la industrialización capitalista hubo de hacer
uso de esta estrategia disciplinaria, hacía ya tiempo que los modelos de los
ejércitos y los monasterios habían sentado sus bases.52 Adam Smith (1996: 732)
incluso combinó sus elementos constitutivos al describir el poder espiritual de la
iglesia como un «ejército [...] disperso en una multitud de cuarteles, pero cuyos
movimientos y operaciones podían ser dirigidos por una sola cabeza y
ordenarlos con arreglo a un plan uniforme». Pero los supuestos normativos y el
estilo cognitivo implícito en el modelo de la racionalidad educativa, hicieron
que ésta se convirtiera en la más importante fuente de poder espiritual de la
modernidad. Su discurso y sus fórmulas organizativas han impregnado desde
entonces las fuentes de legitimidad tanto del idealismo de su proyecto de
cambio social dirigido como de su programación efectiva, pues permitía aunar
ambos en un mismo cuadro teleológico de racionalización progresiva del
mundo. La reformulación ilustrada del discurso pedagógico de la modernidad
permitió, en definitiva, aunar el proyecto y el programa de una historia en la que
no sólo había que creer, sino que también había que realizar.

La protosociología de Ortega, muy interesante en este punto por haberse


cuajado en la cercanía de los lenguajes existencialistas de las primeras décadas
del siglo XX que seguidamente estudiaremos y cerca también de proyectos de
auténtico refor-

52 Sombart, Coulton o Mumford han destacado sobradamente la herencia que la


disciplina del tiempo industial recibió del modelo monástico, hasta el punto de lleger a hacer
de su institucionalización de la vida puntual y ordenada el verdadero origen del capitalismo.
Otros como Braverman o Gaudemar, más fieles a la interpretación de Marx, han hecho más
hincapié en el tráfico disciplinario procedente de la herencia militar como modelo de
imbricación de organización, movilidad y eficacia. La impoltancia de la disiplina educativa
radica, precisamente, en que su cosideración permite combiner ambas perspectivas.

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mismo tardoilustrado como la Institución Libre de Enseñanza o el
regeneracionismo, supo resumir muy bien la esencia de este discurso:

Si la educación es transormación de una realidad en el sentido de


una cierta idea mejor que poseemos y la educación no ha de ser sino
social tendremos que la pedagogía es la ciencia de transformar las
sociedades. Antes llamábamos a esto política; he aquí, pues, que la
política se ha hecho para nosotros pedagogía social [1983a: 515].

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