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Pintura en el Perú

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Este aviso fue puesto el 26 de diciembre de 2015.

Friso restaurado de la Huaca de la Luna.

Cerámica de la Cultura Nazca.

Índice

 1Pintura rupestre
 2Época precolombina
 3Pintura durante el Virreinato
o 3.1Las primeras Expresiones (1532-1620)
 3.1.1Etapa barroca
 3.1.2Escuela de Zurbarán en Lima
 3.1.3Escuela Cusqueña
 3.1.4Escuela Limeña (siglo XVII)
 3.1.5Pintura Limeña (siglo XVIII)
o 3.2La Paleta de Colores
 4Pintura republicana del siglo XIX
o 4.1La pintura durante la guerra de la Independencia (1821-1825)
o 4.2El ocaso del arte colonial (1825-1840)
o 4.3Costumbrismo y Paisaje
o 4.4El Costumbrismo Limeño
o 4.5El Paisaje del Progreso
o 4.6El Otro Costumbrismo: El aporte regional
o 4.7El resurgir de la pintura
o 4.8El Rostro de la Modernización (Lima, 1845-1879)
o 4.9Pintura durante la Reconstrucción Nacional (1883-1919)
 5Pintura durante el siglo XX
o 5.1Principios del siglo XX
 6Véase también
 7Referencias
 8Enlaces externos

Pintura rupestre[editar]
La pintura en el Perú tiene su origen más remoto en el arte rupestre,
destacando Toquepala y Lauricocha, cuya antigüedad se fechaba en unos 10.000 años.

Época precolombina[editar]
En las civilizaciones andinas, el poblador peruano plasmó su arte principalmente en
la cerámica, distinguiéndose en ello, las
culturas Nazca, Mochica, Chimú, Tiahuanaco y Wari. Sin embargo, el Imperio incaico, se
limitó a copiar los queros tiahuanaco.
En la Cultura Mochica, los artistas creaban altorrelieves en los murales de los templos,
como el friso ubicado en las Huacas del Sol y de la Luna , a 5 km. de la ciudad de Trujillo.

Pintura durante el Virreinato[editar]


Las primeras Expresiones (1532-1620)[editar]
La pintura, como representación artística sobre lienzo o fresco, se inició durante la
época virreinal. Ya en 1533, mientras el capitán español Diego de Mora retrataba al
inca Atahualpa prisionero en Cajamarca, empezaban a circular por el vasto territorio
andino lienzos, tablas e imágenes con representaciones de la nueva religión.
La pintura colonial, tuvo tres grandes influencias: la italiana, muy intensa durante el siglo
XVI y principios del XVII, que después se diluyó para recuperar su hegemonía a fines
del siglo XVIII con la introducción del neoclasicismo; la influencia flamenca, que se dio
desde el principio y su importancia fue creciendo hasta ser muy fuerte en el siglo XVII,
pero, sobre todo fue constante por medio de los grabados; y la española que se manifestó
con mayor fuerza durante el período Barroco de los siglos XVII y XVIII, especialmente a
través de la Escuela Sevillana. Más adelante y luego de que indígenas y mestizos al que
hacer artístico se inició el Barroco Americano, con la introducción y recuperación de
nuevos factores en el panorama artístico. La incorporación de lo indígena no derivó sólo en
un estilo, sino que supuso un concepto distinto del universo y de su expresión, con validez
genuina, manifestándose en un arte distinto y propio.
Los artistas indígenas interpretaron los temas religiosos y estilos de los trabajos del arte
occidental dados por los curas católicos. Las pinturas coloniales muestran temas de santos
y figuras religiosas combinadas con elementos indígenas, tales como vestidos andinos o
expresiones faciales andinas.
Etapa barroca[editar]
A finales del siglo XVI la pintura manierista cede el paso hacia un mayor naturalismo en las
obras de arte dando a un nuevo estilo conocido como Barroco. En Italia el mayor
exponente del barroco es la Escuela Boloñesa caracterizada por tener grandes luces,
utilizar temas mitológicos. Exponentes: Carracci, Tiepolo. Por otro lado, en España el
Barroco está más ligado al estilo tenebrista y utilizó el Claroscuro para modelar la forma y
respetando la escala. No embellece la forma ni en lo formal ni en lo temático. Su mayor
antecedente lo encontramos incluso antes de Zurbarán, con El Greco (pre-barroco siglo
XVI)
Podemos distinguir dos etapas del Estilo Barroco, la primera llamada de la plenitud del
realismo, tuvo entre sus mayores exponentes en España a Velázquez, Zurbarán y José de
Ribera llamado el españoleto. De este último se presume la autoría de los lienzos en el
Convento de los Descalzos San Lorenzo y la Lapidación de San Esteban.
La segunda etapa llamada del desarrollo pleno del Barroco, se ubica en el último tercio del
siglo XVII en España. Se caracteriza por ser una pintura de características mayormente
italianas, innova en las composiciones, dándole un mayor dinamismo con ayuda de las
perspectivas arquitectónicas (abre puertas y pasadizos). Entre sus mayores exponentes en
españoles distinguimos a Valdés Leal y Murillo.
Son obra del primero la serie de la vida de San Ignacio de Loyola ubicado en los lunetos
de la nave del evangelio de la Iglesia de San Pedro de Lima mientras que al segundo se le
atribuye el San José con el niño del Convento de los Descalzos de Lima. Asimismo,
destaca la obra de Bartolomé Román, quien pintó la Serie de Arcángeles de San Pedro de
Lima.
Escuela de Zurbarán en Lima[editar]
Zurbarán es la figura más influyente en el Barroco Hispanoamericano y Lima es la ciudad
con mayor número de obras relacionadas con su taller. Se pueden hablar hasta de seis
series enviadas a Lima pero de ellas, cuatro son las que han sido mayor objeto de estudio:

 Serie del Apostolado de San Francisco el Grande (1638-1640)


Esta serie fue inventariada en 1758 por el padre Marimón (1758) y esta directamente
vinculada con Zurbarán pues se considera que era él quien daba el toque final a los
lienzos. En 1940, llega a Lima el marqués de Losoya, quien certifica la autenticidad de
los cuadros y da fe de ello en su libro Arte en Hispanoamérica. La serie compuesta por
trece cuadros podemos observar a los doce apóstoles quienes llevan un atributo que
los identifica, correspondiendo el último lienzo de la serie a Cristo Redentor.

 Serie de Santos Fundadores de Órdenes


Esta serie sale de Cádiz en 1752 rumbo a Lima. Según el marqués de Lozoya, fue un
obsequio de doña Gertrudis de Vargas al padre Francisco Laguna, prior del Convento
de la Buena Muerte. Originalmente estaba compuesta por 30 lienzos de los cuales hoy
tan solo podemos apreciar trece. Según el historiador Paul Guinard, sólo San
Bernardo es del pincel de Zurbarán, mientras que según el historiador Antonio Gaya
Nuño, Zurbarán es responsable únicamente de los rostros y de las manos, el resto es
obra del taller. Se encuentra en el convento de la Buena Muerte.

 Serie de Arcángeles del Monasterio de La Concepción


La serie de los Siete Arcángeles de la Concepción se atribuye a Bernabé de Ayala,
discípulo de Zurbarán, y están inspirados en grabados flamencos, principalmente en
los de Pieter de Jode I. Si bien esta serie no es reconocida en los catálogos de Soria y
Gudiol, las semejanzas con otras series del taller del maestro indican su cercanía.

 Serie de los hijos de Jacob


Serie atribuida a la pintora limeña del siglo XVII Juana de Valera, pues en el inventario
de su taller se encontró una serie titulada lasDoce tribus de Israel que presenta
similitudes con la existente en Londres y firmada por Zurbarán la cual está inspirada
en grabados como los de Durero. Se encuentra en el refectorio de la tercera orden
franciscana de Lima. Finalmente, el historiador peruano Guillermo Lohmann
Villena menciona, en su Inventario Colonial Peruano de 1999, otras series
de Zurbarán como La vida de la Virgen (10 lienzos),Vírgenes latinas (24 lienzos), Los
Cesares a caballo (12 lienzos, sobre esta serie en particular se han encontrado
documentos que indican que en 1647 Zurbarán gestionó su cobro), todos estos
cuadros pertenecientes al Monasterio de la Encarnación. 1
Escuela Cusqueña[editar]
Artículo principal: Escuela cuzqueña de pintura

Arcángel Eliel con arcabús, pintura anónima (circa 1690 - 1720).

Durante la primera mitad del siglo XVII la pintura cuzqueña recibe la influencia del maestro
italiano Bernardo Bitti quien dejó allí varios discípulos como Pedro de Vargas y Gregorio
Gamarra. Estos fueron continuadores del estilo manierista. Sin embargo, la segunda mitad
de este siglo presenta características totalmente diferentes debido en parte a la influencia
de los dibujos y grabados flamencos como los de Martín de
Vos y Halbeck respectivamente, así como de la pintura de Zurbarán. Igualmente, durante
este periodo a algunos de los pintores eran de origen indio y mestizo. Entres estos artistas
podemos destacar a Juan de Calderón, Martín de Loayza, Marcos Rivera, Juan Espinoza
de los Monteros, Basilio Santa Cruz Puma Callao y Diego Quispe Tito.
La célebre escuela de pintura cuzqueña o pintura colonial cusqueña, quizá la más
importante de la América colonial española, se caracteriza por su originalidad y su gran
valor artístico, los que pueden ser vistos como resultado de la confluencia de dos
corrientes poderosas: la tradición artística occidental, por un lado, y el afán de los pintores
indios y mestizos de expresar su realidad y su visión del mundo, por el otro.
El aporte español y, en general europeo, a la Escuela cuzqueña de pintura, se da desde
época muy temprana, cuando se inicia la construcción de la gran catedral de Cusco. Es la
llegada del pintor italiano Bernardo Bitti en 1583, sin embargo, la que marca un primer
momento del desarrollo del arte cusqueño. Este jesuita introduce en el Cusco una de las
corrientes en boga en Europa de entonces, el manierismo, cuyas principales
características eran el tratamiento de las figuras de manera un tanto alargada, con la luz
focalizada en ellas y un acento en los primeros planos en desmedro del paisaje y, en
general, los detalles.
La creciente actividad de pintores indios y mestizos hacia fines del siglo XVII, hace que el
término de Escuela Cuzqueña se ajuste más estrictamente a esta producción artística.
Esta pintura es "cuzqueña", por lo demás, no solo porque sale de manos de artistas
locales, sino sobre todo porque se aleja de la influencia de las corrientes predominantes en
el arte europeo y sigue su propio camino.
Escuela Limeña (siglo XVII)[editar]
La pintura de caballete en Lima estaba fuertemente influenciada por la pintura flamenca,
más cerca hacia lo académico y con intencionalidad dinámica, motivo por el cual no tuvo
mucha acogida el claroscurismo. De esta etapa destacan cuatro pintores Francisco
Escobar, Diego de Aguilera, Andrés de Liebana y Pedro Fernández de Noriega. Estos
artistas recibieron el encargo de realizar la denominada Serie de la vida de San
Francisco compuesta por 12 pinturas que se encuentran en el claustro mayor del convento
limeño.
Pintura Limeña (siglo XVIII)[editar]

 Fray Miguel Adame, Retrato de Benedicto XIII, Rey Felipe V.

 Cristóbal de Aguilar, en el Museo de Arte de la Universidad Nacional Mayor de San


Marcos podemos apreciar parte de la obra retratística de Aguilar. En ella observamos
la innegable calidad de este pintor no solo para representar el aspecto físico sino y
principalmente el carácter del modelo. Entre sus obras destacan el retrato del
Doctor Pedro Peralta Barnuevo, el Virrey Amat y el Virrey Antonio de Mendoza.

 José Joaquín Bermejo, al igual que Aguilar, la obra de Bermejo se caracteriza


principalmente por los retratos. Entre los más importantes tenemos el de Pedro José
Bravo de Lagunas y Castillo y el del Conde de Superunda. Sin embargo, su obra no se
limitó a este género sino que recibió encargos de órdenes religiosa como los
mercedarios para realizar las series de la Vida
La Paleta de Colores[editar]
Los colores utilizados en la pintura virreinal tenían su origen en pigmentos minerales y
en colorantes orgánicos, provenientes de plantas e insectos. Los primeros artistas llegados
de España traían consigo los manuales de Francisco Pacheco y Vicente Carducho, con
instrucciones muy claras sobre como preparar, y que cuidados tener, con los diferentes
pigmentos a utilizar. Pero también existía una cultura prehispánica del uso del color, la con
el tiempo se fue integrando con la española. Es así, como en el siglo XVIII, el
quiteño Manuel de Samaniego y Jaramillo publica el Tratado de Pintura, en que recopila
trabajos anteriores, pero a su vez, incorpora nuevos conocimientos basados en su propia
experiencia.
Hoy es posible conocer la forma en que los artistas preparaban y combinaban los
diferentes pigmentos para obtener los colores deseados para sus obras. La
autora Gabriela Siracusano ha hecho un meticuloso estudio sobre varias obras de arte
andino, de las cuales ha extraído minúsculas muestras de la pintura, y a través de un
estudio estratigráfico, ha podido determinar la composición de las mismas.
Sin que sea exhaustiva, la paleta de colores andinos incluía para los rojos y anaranjados,
el almagre, conocido también como hematita (óxido de hierro), el bermellón, (sulfuro de
mercurio, muy tóxico), el minio (óxido de plomo calcinado) y el carmín, que se obtenía de
un insecto llamado cochinilla, que crecía en México, Guatemala y Honduras.
Los verdes se obtenían a partir del cardenillo (un acetato de cobre) y
la malaquita (carbonato básico de cobre). Los azules, de la azurita (otro carbonato de
cobre), del esmalte (un pigmento vítreo coloreado debido a la presencia de óxido de
cobalto) y el añil, pigmento vegetal conocido también como índigo, y muy común en la
zona Centroamericana. Como amarillo, se utilizó casi exclusivamente el oropimente (un
sulfuro de arsénico), muy tóxico. El pigmento utilizado para el color blanco era
el albayalde (un carbonato básico de plomo), conocido desde la Antigüedad.
Pintura republicana del siglo XIX[editar]
La pintura durante la guerra de la Independencia (1821-1825) [editar]
Las batallas por la independencia no fueron libradas solo en los campos de batalla. Hubo
también una guerra de imágenes, centrada en los emblemas del poder político, que buscó
imponer una ruptura simbólica con el pasado colonial. Los ejércitos libertadores, en efecto,
intentaron, borrar toda huella que recordara el dominio español. La destrucción de los
viejos símbolos implicaba, a su vez, la creación de nuevas imágenes para sustituirlos. Al
declarar la Independencia, San Martín enarboló un estandarte con el primer escudo
republicano, que presentaba «un sol saliendo por detrás de unas sierras escarpadas que
se elevan sobre un mar tranquilo». La adopción del sol como figura emblemática en la
primera bandera, pudo haber respondido a la necesidad de legitimar el nuevo poder
político por medio de alusiones al pasado inca. El diseño de este escudo, como también de
la versión definitiva aprobada por el Congreso Constituyente de 1825, fue encargada al
pintor quiteño Francisco Javier Cortés (Quito, 1775-Lima, 1839), profesor de dibujo en el
Colegio Médico de San Fernando y de la Academia de Dibujo, quien se había adherido
tempranamente a la causa de la independencia. La vicuña, la quina y la cornucopia, fueron
elementos finalmente escogidos para representar a la nación. La elección de estos
símbolos es significativa en el contexto de los debates sobre la degeneración de la
naturaleza americana, que habían ocupado a los ilustrados locales desde fines del siglo
XVIII y habían catalizado la definición de una conciencia criolla frente a Europa. Los
símbolos patrios empezaron pronto a ocupar un lugar dominante en objetos de uso
cotidiano y en espacios públicos. Las artes decorativas no tardaron en incorporarlos
también a su repertorio tradicional: como la piedra de Huamanga, tejidos, «tupus» de
platas, monedas, papel sellado, ornamentación de los muebles, etc. Pero no se trataron de
intervenciones impuestas desde las esferas oficiales, sino de la progresiva y espontánea
asimilación de los nuevos símbolos al imaginario colectivo.

"José de Orbegoso y Moncada" por José Gil de Castro.

Por su carácter efímero, una gran parte de estas imágenes patrióticas no ha llegado hasta
nuestros días. Un caso excepcional es la estampa ejecutada por el grabador
limeño Marcelo Cabello, que reproduce una pintura hecha para la entrada de Bolívar a la
capital en 1825. Encargada por la Municipalidad de Lima al pintor Pablo Rojas (1780-?). La
imagen revela la función representativa que tuvo la figura de Bolívar en el proceso de la
independencia; ninguna otra personalidad política, incluyendo a San Martín, ocupó un
lugar equivalente. Bolívar se convirtió en el héroe símbolo de la independencia. Su retrato
se paseaba por las calles y plazas antes de que el propio Libertador llegara a las ciudades.
Al igual que tantos otros gestores republicanos, el paseo del retrato tenía un sólido
antecedente colonial. La estrategia aseguraba así el reconocimiento del héroe entre la
población, pero sobre todo, expresaba el reemplazo imaginario del rey. De esta forma, la
necesidad de formular respuesta a las imágenes coloniales condicione la personalización
de un vasto proceso político en la figura del militar venezolano.
En este juego de equivalencias, las formas del retrato colonial se impusieron también en la
elaboración de la imagen pública de los próceres. De hecho, el principal retratista de la era
de la independencia, el pintor mulato José Gil de Castro (1780-1840) se había formado en
los talleres limeños del último periodo colonial. Su capacidad para transformar a los héroes
de la Independencia en iconos republicanos señala la diferencia entre la obra de Gil de
Castro y la de los otros retratistas locales como, Mariano Carrillo, Pablo Rojas, o José del
Pozo, y aún más la de los pintores europeos llegados al Perú en la misma época. Uno de
los primeros en venir fue el austriaco Francis Martin Drexel (1792-1863), quien recorrió
Bolivia, Chile, Ecuador y Perú entre 1826 y 1839. Drexel introdujo nuevos estilos que
ejercieron influencia en los artistas locales, incluso en Gil de Castro, y que anunciaban los
cambios que se operarían pronto en la pintura peruana.
El ocaso del arte colonial (1825-1840)[editar]
Los años que siguieron a la independencia vieron el lento pero definitivo ocaso de los
talleres coloniales. Al cerrar la década de 1830, mientras José Gil de Castro pintaba sus
últimos retratos, fallecían en Lima, Matías Maestro y Francisco Javier Cortés. Y aunque se
sabe poco del destino final y de la obra última de artistas como Cabello, del Pozo y Rojas,
sus nombres habían dejado de aparecer en la escena artística hacia mucho tiempo.El
reducido mercado local para el retrato en miniatura, era disputado por algunos pintores
extranjeros que mantenían residencia en Lima por cortos periodos, como el
italiano Antonio Meucci o el ecuatoriano José Anselmo Yáñez. Pero pronto ellos se
encontrarían desplazados por la competencia que supuso la aparición de la fotografía,
introducida en la sociedad limeña en mayo de 1842 por Maximiliano Danti.
La debilidad del Estado en la Iglesia, limitaron las comisiones. Los artistas se volcaron al
emergente mercado para retratos, favorecido por el auge de nuevas clases dirigentes. A
diferencia de la pintura religiosa, la práctica del retrato exigía la presencia del pintor en el
lugar del retratado. Todo ello explica el surgimiento de artistas trashumantes de diversa
procedencia, que recorren la región en esta época, y en particular, del gran número de
pintores ecuatorianos que pasan por entonces al Perú. Desde fines de la Colonia, Quito
había cobrado importancia como centro pictórico regional. Los artistas ecuatorianos, que
habían asentado su actividad sobre el comercio de exportación, se encontraron ante un
género, como el retrato, que no podía ser exportado y una capacidad productiva que
excedía ampliamente las posibilidades del mercado local. En las décadas que siguieron a
la Independencia, numerosos artistas ecuatorianos como Antonio Santos, José Anselmo
Yáñez, Idelfonso Páez, Manuel Ugalde, Miguel Vallejos y los hermanos Elías, Ignacio
y Nicolás Palas, emprenden el viaje hacia el sur. La mayoría seguirían su camino de la
itinerancia, pasando de ciudad en ciudad, ofreciendo en cada punto sus servicios en los
periódicos locales. El predominio del retrato se explica no solo por ser un género
favorecido por las necesidades sociales de una clase media en ascenso, sino también por
la debilidad de otras tradiciones pictóricas. Un ejemplo es la pintura de historia, un género
que por entonces cobraba nuevo impulso en Europa, y que no tuvo paralelo en la pintura
sudamericana de la época.
La falta de una formación en los artistas de la región se pondrá en evidencia con la llegada
de nuevos modelos artísticos. Se introducen así, en simultáneo, y muchas veces a
destiempo, modelos derivados de las más diversas escuelas y estilos. Mientras todavía
regía el gusto neoclásico en Lima, un pintor como Raymond Monvoisin (1790-1870),
residente en la capital entre 1845 y 1847, introducía el más reciente romanticismo francés.
Esta brecha será parcialmente cerrada solo con la formación de una nueva generación de
pintores peruanos en la década siguiente. Pero la fragilidad de instituciones republicanas,
como la Academia de Dibujo, y la ausencia de centros de enseñanza artística comparables
en el resto del país, marcará el desarrollo de las artes plásticas durante todo el siglo XIX.
Costumbrismo y Paisaje[editar]
La pintura colonial casi no dejó testimonios visuales de las costumbres o del paisaje local.
Su estrecha vinculación con la devoción religiosa favoreció más bien la representracion de
un mundo de figuras ideales y escenas imaginarias. Pero hacia fines del siglo XVIII,
cuando el pensamiento empiricista de la Ilustración se difundió en la región andina, se
consolidó rápidamente un creciente interés por fijar en imágenes el entorno inmediato,
dejando un registro minucioso de la naturaleza y la sociedad. El Mercurio Peruano (1791-
1795) fue el principal portavoz de las nuevas ideas. Las expediciones botánicas
promovidas en la misma época por la Corona española también contribuyeron a consolidar
esta vocación descriptiva.
Uno de los repertorios de imágenes más ambiciosos de esta época es sin duda la serie de
acuarelas comisionadas por el obispo Baltasar Jaime Martínez Compañón durante su
visita a la diócesis de Trujillo entre 1780 y 1785. Los anónimos dibujantes locales, cuya
escasa formación en el dibujo se revela claramente, lograron sin embargo construir un
vasto catálogo visual que casi no tiene paralelos en la tradición peruana.
El Costumbrismo Limeño[editar]

"La Jarana" por Ignacio Merino.

La vocación descriptiva de la ilustración buscaba sistematizar el conocimiento; su voluntad


clasificatoria impulsó la catalogación del mundo en series y grupos.
La Independencia prestó un nuevo dinamismo a este desarrollo, en el cual las descripción
de las costumbres y de los trajes típicos empezó a servir para construir una noción de la
especificidad local, y diferenciar, a cada país de las demás naciones de la región y del
resto del mundo. Empieza si la gradual transición entre la ilustración científica y el género
conocido como Costumbrismo. El caso de pintor quiteño Francisco Javier Cortés ilustra
bien esta transformación, quien vinculado a los principales pensadores peruanos de la
Ilustración, empezó a desarrollar hacia 1818 las imágenes iniciales del costumbrismo
peruano. La representación sistemáticas de las costumbres del país se consolida recién a
fines de la década de 1830, cuando Ignacio Merino (1817-1876) y Pancho Fierro (1807-
1879) se unen para producir una serie de litografías de tipos y escenas de Lima. Dicha
serie litográfica, así como otras imágenes que cada cual emprendería después
independientemente, define el tránsito hacia una nueva función de los tipos locales, que
dejan atrás el ámbito científico para internarse en los espacios públicos de la ciudad. La
mayor parte de esta imágenes fueron creadas a través de la acuarela y la litografía,
medios que señalan su carácter popular, un género que, significativamente no tuvo
manifestaciones mayores en la pintura al óleo, salvo excepciones como "La jarana" de
Merino.

Tapada limeña, según acuarela de Pancho Fierro. Museo de Arte de Lima.

Además, las descripciones detalladas que inundan la literatura de viajes encontraron


entonces un paralelo en la obra de algunos artistas viajeros como Léonce Angrand,
dibujante y diplomático francés que estuvo en el Perú como cónsul de su país entre 1836 y
1838, y del pintor románticoJuan Mauricio Rugendas (Augsburgo, 1802-1858). Ambos
dejaron un amplio registro visual de diferentes ciudades del país, pero sobre todo Lima,
donde entablaron relación con Merino y Fierro. Las miradas de los artistas locales y sus
contrapartes extranjeras no parecen diferenciarse del todo: ambas buscaron las señas que
pudieran definir una identidad local.
Merino dejaría el país para establecerse en Francia en 1850. A partir de ese momento
abandona la temática limeña y desaparece del registro local. Fierro, en cambio,
permanece como el principal representante del costumbrismo peruano hasta su muerte. Si
bien Pancho Fierro recogió algunos de los tipos populares desarrollados inicialmente por
Cortés, los transformó significativamente a través de su estilo característico. Pero las
imágenes de Fierro sirvieron igualmente a la "invención" de una tradición local, en el
momento preciso en que la apertura internacional y la modernización iban desplazando las
antiguas costumbres. El criollismo costumbrista permitió a las élites limeñas diferenciarse
del pasado, abrazar las modas europeas y, al mismo tiempo, preservar una cultura criolla
en textos e imágenes.
La reiteración de los tipos a través del tiempo contribuyó a forjar una memoria colectiva,
que se mantuvo durante todo el siglo XIX. La inmovilidad del género permitió fijar una
imagen esterotípica del la ciudad, crear elementos reconocibles y puntos de identificación.
Los fotógrafos limeños también posaron sus modelos en actitudes y trajes que recordaban
las imágenes creadas por Fierro. Los editores como A. A. Bonnaffé, Manuel Atanasio
Fuentes y Carlos Prince, no fueron ajenos a la influencia de dichas imágenes, y sus
publicaciones fueron de gran éxito. En las últimas décadas del siglo, en la obra de pintores
como José Effio y Carlos Jiménez, surge también un corto auge de escenas costumbristas
en la pintura al óleo. Para entonces el costumbrismo, se había asociado casi
exclusivamente a Lima, la única ciudad que logró desarrollar una tradición sostenida de
imágenes de este tipo.
El Paisaje del Progreso[editar]
El paisaje fue también un género que contribuyó significativamente a definir los contornos
de una especificidad nacional. En la región andina, sin embargo la ausencia de una
tradición local y de un marco estético para la contemplación de la naturaleza impidió el
desarrollo de una paisajismo pictórico. Por todo ello, la fotografía se convirtió, a partir de la
década de 1850, en uno de los principales medios para la representación del paisaje. Al
igual que en Estados Unidos, la fotografía recibió un gran impulso de los grandes
proyectos de expansión industrial, ya que su mirada instrumental y utilitaria hacia la
geografía local determinó el surgimiento de la fotografía paisajista entre 1860 y 1880, que
acompañó el esfuerzo de empresarios, exploradores, viajeros y científicos, en su intento
por definir una nueva cartografía de la región. La fotografía fue gran aliada de las nuevas
empresas constructivas; registró el trabajo minero, el ascenso a los Andes y la apertura a
nuevas vías. El motor del creciemiento económico en eses años fue el guano. Los
fotógrafos norteamericanos Villroy Richardson y Henry de Witt Moulton realizaron hacia
1863 un registro impactante de los tajos que sistemáticamente iban minando las enormes
montañas guaneras en las islas de Chincha.
En 1875, el estudio de Eugenio Courret fue contratado para registrar el nuevo ferrocarril
central. Las visitas de Courret muestran las dificultades por los obstáculos encontrados en
el camino. Son vistas neutrales y desapasionadas, que centran su interés en los caminos
abiertos entre las montañas por los rieles, omiten detalles menores, y rara vez registran el
paisaje natural. Por su espíritu objetivo y directo, parecen trazar una equivalencia entre el
ferrocarril como proeza tecnológica y la fotografía como medio moderno de representación.
El registro del ferrocarril del sur, encargado por las mismas fechas al fotógrafo
boliviano Ricardo Villaalba, forma una contraparte significativa a las imágenes de Courret.
Villaalba propone una visión distinta, en composiciones complejas que logran imponer un
cierto dramatismo a sus escenas del ferrocarril, pero también dirige su mirada al entorno
inmediato a los monumentos de la zona y a sus sitios arqueológicos. En su interés por el
paisaje histórico, las vistas de Villalba inauguran otra forma de encarar el entorno, que
empezará a cobrar mayor importancia en los años posteriores a la guerra con Chile. Esta
mirada se forjó inicialmente en la década de 1860, en las imágenes sobre diversas
regiones del país realizadas por fotógrafos pioneros como Emilio Garreaud y otros que han
permanecido en el anonimato. Estas vistas iniciales de pueblos y sitios alejados, definen
un período heroico de la fotografía, que debe superar las dificultades técnicas de traslado
a través de caminos difíciles. Ellas también dejan traslucir los inicios de una mirada
topográfica, que se define en la búsqueda de una imagen nítida, neutral y abarcadora, que
elaboran cartografías antes que paisajes.
Muchos fotógrafos se alistaron también en las expediciones de viajeros y científicos que
realizaban recorridos por el país: como la de William Nystrom, acompañado por el
fotógrafo Bernardo Puente de la Vega en 1869 y Luis Alviña en 1873. Es el caso de las
primeras visitas de la selva, esa última frontera que permanecía como espacio irreductible
para el Estado y su empresa civilizadora. Será solo hacia finales de iglo-cuando se abre la
colonización de la selva por inmigrantes alemanes-, en que surgirá un repertorio de
imágenes de la región, creadas por fotógrafos como George Huebner, Carlos
Meyer y Charles Kroehle.
De todos los intentos por representar visualmente el país, ninguno tuvo la ambición del
proyecto iniciado por Fernando Garreaud en 1898. Los cientos de visitas que produjo
como resultado de su extenso recorrido por todo el país, sirvieron para perfilar una
representación sistemática a través de cerca 500 visitas que compiló en el álbum
«República peruana», y que presentó luego con éxito en la Exposición Universal de París
en 1900. Su esfuerzo reflejó el surgimiento de una nueva mirada hacia el paisaje cultural e
histórico del país, que ahora privilegiaba por primera vez los monumentos arqueológicos y
coloniales. Sus imágenes también sirvieron como base para las primeras y tarjetas
postales ilustradas con fotografías que, a partir de 1899, empezaron a inundar el mercado.
Se abría así una etapa en la representación visual del país, que ahora tendría una nueva
función: satisfacer las demandas crecientes de una emergente industria turística.
El Otro Costumbrismo: El aporte regional[editar]
La acuarela costumbrista y la fotografía de paisaje forjaron las primeras representaciones
oficiales del Perú. El costumbrismo se gestó en estrecha relación con la capital. Pero
existió una pintura de costumbres y un paisajismo paralelos, creados desde enclaves
regionales, que fueron en gran parte ignorados y cuya historia resulta difícil reconstruir aún
hoy. Fue una producción diversa, creada muchas veces sobre soportes poco
convencionales, como los mates burilados o la talla de piedra de Huamanga. Imágenes de
la vida campesina empezaron a aparecer en la pintura del sur andino y especialmente del
Cuzco desde fines del periodo colonial. No se trataba de representaciones autosuficientes,
sino más bien de escenas accesorias, aparecida generalmente en los márgenes de
pinturas de devociones populares, como la Virgen de Cocharcas o de San Isidro Labrador.
Este tipo de pintura devocional, originalmente desarrollada para las clases medias del sur
andino, es pronto transformada para el uso campesino en los pueblos más apartados. Es
el caso de dos tradiciones estrechamente relacionadas entre sí, la pintura de sobre yeso y
el cajón de sanmarcos, donde se desarrolla un austero repertorio de escenas de la vida
campesina que pronto empiezan a rivalizar en protagonismo con los tradicionales santos
patronos del ciclo agrícola. Como ha señalado Francisco Stastny, evaden la mera función
descriptiva o devocional y adquieren un carácter mágico-religioso, como elementos
propiciatorios relacionados con los ciclos agrícolas y ganaderos.
Algo marcadamente distinto opera en la pintura vinculada a los centros urbanos, donde se
desarrollan varias tradiciones costumbristas, toas aún poco estudiadas. En el sur, en la
zona de Tacna y el circuito que vincula a esa ciudad con Bolivia, estuvo
activo Encarnación Mirones, un artista que se conocen algunas grandes pinturas
realizadas en un estilo que parece derivar de otras tradiciones artísticas regionales. Muy
distinta es la tradición desarrollada en e norte, especialmente en la zona de Cajamarca y
de Piura hacia la segunda mitad del siglo, y que mantiene una clara afinidad con la pintura
costumbrista ecuatoriana. En esa zona actuó Arce Naveda, un pintor originario de
Huancabamba sobre el cual se sabe muy poco, pero que ha dejado algunos lienzos que
describen fiestas y costumbres regionales. Otros artistas sin embargo, permanecen
anónimos. Aunque se sabe poco de sus comitentes, es posible imaginar que fueron
creados para satisfacer la demanda de hacendados locales o de pequeños comerciantes y
profesionales urbanos.
Lo mismo parece ser cierto en el caso de los murales costumbristas que decoraron casas,
haciendas, restaurantes y chicherías populares en todo el país a lo largo del siglo XIX. Por
su carácter popular y por haber sido realizados muchas veces para ocasiones específicas,
pocos han sobrevivido. Pero la pintura no fue el medio exclusivo para el desarrollo de este
costumbrismo regional. La talla en piedra de Huamanga fue probablemente uno de los
géneros que más tempranamente incorporó escenas costumbristas. Algunas aparecieron
como piezas para acompañar los pesebres, mientras otras sirvieron como objetos de
decoración en los interiores de las clases medias urbanas. El impulsó para la creación de
este tipo de imágenes derivó de las figuras cortesanas difundidas a través de la porcelana
ay los grabados europeos. Hacia mediados del siglo XIX, personajes galantes vestidos
según la moda francesa del XVIII aparecen masivamente en las huamangas y en los
dibujos incisivos sobre vasos de cuerno y los mates de la sierra central. Estas figuras
gradualmente van cediendo paso a otras derivadas del entorno local. Los mates burilados,
por ejemplo, abandonan progresivamente las decoraciones ornamentales para pasar a
representar narrativas, de gran detallismo descriptivo.. Incorporados a la cotidianidad a
través de la función utilitaria de los mates -tazones o azucareros-, estas imágenes
expresan otras formas de relación con la naturaleza y otros usos para la imagen
costumbrista. Este costumbrismo alternativo confirma así la autonomía de la producción de
la producción regional frente a las formas desarrolladas en la capital, pero también hablan
de ciertos procesos comunes, como una secularización que gana terreno en todos los
sectores sociales y en todas las regiones.
Hoy es difícil reconstruir las formas en que estas imágenes se integraron a las sociedades
que las crearon, o la manera en que pudieron afectar las identidades comunales o
regionales. Pero es evidente que permanecieron en gran medida relegadas del poder
central; desde los márgenes no era posible forjar formas de representación que pudieran
trascender el ámbito local para imponen en un escenario nacional. Fueron finalmente las
imágenes producidas desde la capital las que inevitablemente terminaron por definir una
representación oficial del país. La imagen de la nación se fue construyendo así, gradual y
parcialmente, desde una mirada centralizada en Lima.
El resurgir de la pintura[editar]
En las décadas que siguieron a la Independencia, mientras nuevos medios de
representación como la litografía, la acuarela o la fotografía empezaban a ocupar un lugar
decisivo en la representación del país, la pintura quedó relegada a un lugar marginal.
Limitada principalmente a la reproducción de retratos y obras destinadas al ámbito privado,
sin encargos públicos y espacios de exhibición ante una sociedad sin base definida.
Pero esto cambiaría a partir de 1840, siendo el único espacio establecido para la
formación artística la antigua Academia de Dibujo, empezó a ocupar un lugar decisivo para
la pintura. Tras la muerte de Cortés, su aprendiz Ignacio Merino impuso un nuevo
dinamismo al asumir la dirección de la escuela. Gracias a su labor surgió una nueva
generación de pintores que incluía a Francisco Laso (1828-1894), Juan de Dios
Ingunza (1824-1867), Luis Montero (1826-1869), Francisco Masías (1828-1894) y Federico
Torrico (1830-1879). A diferencia de los artistas que los precedieron, esta nueva
generación surgía de familias acomodadas y contaban con una educación privilegiada. Su
concepción sobre el arte era como la de un campo diferenciado y autónomo, o como
expresión de un temperamento individual, que no tuvo precedentes en la época Colonial.
Aunque todos realizaban retratos, su ambición académica los orientó hacia géneros de
mayor jerarquía, como la pintura de tema histórico o bíblico. Esto contribuyo a construir
distancias cada vez más grandes entre la pintura "culta" y la obra de artistas que
continuaron trabajando imágenes y técnicas derivadas de la Colonia. Apostaron por el
desarrollo internacional, y los dos principales centres de formación artística eran Francia e
Italia. La pintura de Montero reflejó la influencia del academicismo italiano, pero el resto de
los pintores optaron por la escuela francesa.
A pesar de haber dejado un legado de obras significativas, esta primera generación de
pintores republicanos encontró grandes dificultades para consolidar una institución local y
un campo artístico moderno. En 1861, el pintor italiano Leonardo Barbieri organiza en Lima
la "Exposición Nacional de Pintura"; fue la primera muestra colectiva de arte en el Perú.
Pero tras un segundo intento, Barbieri desiste ante las limitaciones extremas y la falta de
una producción consistente. En 1879, la muerte de Federico Torrico, su último y principal
promotor, dejó en mayor incertidumbre el escenario. De hecho, fue una generación
marcada por la fatalidad , que le impidió perpetuarse en el tiempo y consolidar nuevas
generaciones: cuando Ignacio Merino muere en París en 1876, la mayor parte de sus
discípulos peruanos habían fallecido prematuramente.
El Rostro de la Modernización (Lima, 1845-1879)[editar]
Al igual que en la pintura, los grandes cambios en el campo de la escultura (además de la
arquitectura) comenzaron a manifestarse al promediar el siglo, en coincidencia con el auge
del Estado guanero. Este período de monumentos dedicados a héroes civiles y militares
dentro de las obras públicas, señaló la abrupta y desigual ruptura cultural que trajo la
modernización del país: ya que solo en la capital se empezaba a marcar el ritmo de la
innovación y el cambio, convirtiéndose en el principal punto de referencia para el desarrollo
de las demás ciudades del país.
El proyecto del Parque de la Exposición había concentrado esfuerzos significativos en el
ornato de Lima. La más evidente manifestación de este impulso fueron los monumentos y
esculturas que empezaron por entonces a transformar el rostro de la ciudad. En 1859, se
instalaron doce esculturas italianas de los signos del zodiaco en la Alameda de los
Descalzos. El mismo año se inauguró el monumento ecuestre a Simón Bolívar en la Plaza
de la Inquisición, por el italiano Adamo Tadolini (1788-1868), y poco después se erigió la
estatua de Salvatore Revelli dedicado a Cristóbal Colón en el Paseo Colón. El gran
proyecto escultórico de la siguiente década es el monumento en la Plaza Dos de Mayo,
cuyo diseño, gracias al arquitecto Edmond Guillaume y al escultor Louis-Léon
Cugnot (1835-1894), fue seleccionado mediante un concurso internacional llevado a cabo
en París de 1866. La gran columna y figuras de bronce que se fabricaron en Europa,
fueron instaladas en Lima en 1874 para componer una de las obras escultóricas más
ambiciosas del período.

Cementerio Museo General "Presbítero Matías Maestro".

La modernización también se puso en evidencia en el Cementerio Presbítero Matías


Maestro, que acogió una selección representativa de escultura europea, gracias a la
consolidación de una burguesía comercial. Es justamente a partir de 1859 que se erigieron
monumentos funerarios por algunos de escultores más importantes del momento: Rinaldo
Rinaldi (1793-1873), Pietro Costa, Vicenzo Bonanni, Santo Varni (1807-1885) y el
francés Louis-Ernest Barrias (1841-1905). Los grandes mausoleos importados impusieron
su distancia con el pasado colonial, pero también con las formas de expresión de las
clases medias y populares. Las piedras tradicionales labradas por artesanos locales fueron
desplazadas por grandes esculturas de mármol. Es la época de oro para los marmolistas
italianos estableciudos en Lima, como Ulderico Tenderino y Francisco Pietrosanti.
Es así que las dos principales tradiciones locales de talla no pudieron acomodarse a las
nuevas exigencias artísticas y monumentales. De un lado se encontraban los
especializados en la escultura policromada sobre madera -una técnica dedicada
esencialmente a la representación de imágenes religiosas-, que difícilmente podía
adaptarse a la ejecución de obras a gran escala. Del otro lado se hallaban los talladores en
piedra de Huamanga, preparados para trabajar en volumen, pero que, por la fragilidad del
material estuvieron limitados a producción de figuras de tamaño reducido. Los primeros
continuaron produciendo imágenes religiosas que casi no podían distinguirse de sus
precedentes coloniales; los segundos, en cambio, intentaron renovarse adoptando
modelos clásicos, temas mitológicos y figuras desnudas, al tiempo que eliminaron
progresivamente la aplicación de color para imitar la sensación del mármol. La destreza de
estos artistas llevó incluso a pensar que Ayacucho podría ser la cantera de donde surgían
los futuros escultores nacionales. Luis Medina fue uno de los que intentaron el difícil
tránsito de las técnicas tradicionales a la escultura moderna, quien probablemente quiso
iimitar el precendente de su paisano Garpar Ricardo Suárez.
Pintura durante la Reconstrucción Nacional (1883-1919) [editar]
La Guerra del Pacífico (1879-1883) prolongó y agravó el vacío que había dejado la muerte
prematura de los artistas de la generación del anterior como la partida a Europa de
quienes se iniciaban entonces en las artes visuales. El limitado escenario para las artes
quedó en manos de artistas menores como el español Julián Oñate y Juárez (Burgos,
España 1843-1900). Sin embargo, la organización de grandes exposiciones en el Palacio
de la Exposición en 1885 y 1892 abrió espacio a una joven generación de pintores, pero a
la vez a todo una legión de artistas aficionados, producto de la popularización de las
lecciones de dibujo y pintura que ofrecían los artistas establecidos como Ramón
Muñiz, Gaspar Ricardo Suárez, o la italiana Valentina Pagani de Cassorati.
Pero entre los años 1887 y 1891, la presencia de Carlos Baca-Flor y la aparición del
Premio Adelinda Concha de Concha, contribuyeron a fortalecer el ambiente artístico en
Lima.
Aunque la Literatura fue más crítica planteando cuestionamientos a la sociedad peruana
de la post-guerra; la pintura y la escultura, en cambio, ligadas a las expectativas del
mecenazgo oficial, tuvieron un papel más celebratorio en la representación de las hazañas
heroicas. Dejando de lado el tema histórico en la pintura, Juan B. Lepiani (1864-1933) fue
el pintor destacado por sus escenas sobre batallas heroicas.
La afirmación nacionalista de la posguerra también favoreció la construcción de
monumentos. Es en 1898, que surge la iniciativa de erigir un monumento a Francisco
Bolognesi, y su diseño se convoca en 1902 a un concurso internacional, en le que resulta
ganador el escultor español Agustín Querol (1860-1909).

Pintura durante el siglo XX[editar]


El siglo XX se inició como una prolongación de las tendencias anteriores. A diferencia de la
generación anterior, en muchos casos en viaje de estudio se convirtió en largas
residencias en el exterior, e incluso de migración definitiva. Dichos casos son el de los
pintores Federico del Campo (1837-1927), Albert Lynch (1855-1951) y Carlos Baca-Flor
(1869-1941), quien no volvió tras su partida en 1890. En cambio, Abelardo Álavarez-
Calderón (1847-1911) y Herminio Arias de Solís (1881-1926) solo regresaron luego de
muchas décadas de ausencia. Probablemente Daniel Hernández (1956-1936) hubiese sido
uno ellos, de no haberse creado la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1918. Pero los
artistas emigrados dejaron un definida influencia en el medio local, por medio de las
reproducciones de sus obras en revistas ilustradas o adquiridas por coleccionistas
peruanos.
Por todo ello, el retorno de Teófilo Castillo Guas (1857-1922) en 1905, tras una ausencia
de más de veinte años, había coincidido con el surgimiento de un verdadero auge editorial.
El pintor daba preferencia al paisaje urbano y la pintura al aire libre, asociado a un
renovado criollismo conservador y nostalgia colonial inspiradas en autores como José
Antonio de Lavalle y Ricardo Palma. Diferenciándose así, del
emergente Paisajismo intimista que empezaban a consolidarse en las obras de pintores
como Carlos Jiménez (1872-1911) o Luis Astete y Concha (1867-1914). Pero si bien la
pintura de Castillo tuvo escasos seguidores, mayor impacto generó su intenso trabajo
como crítico de arte, promoviendo además, la crítica al desarrollo de temas nacionales y a
la precariedad institucional que caracterizó la escena artística hasta la fundación de la ya
mencionada, Escuela de Bellas Artes.
Principios del siglo XX[editar]
Luis Eduardo Varcárcel Vizcarra.

En el tránsito hacia el s. XX, las definiciones políticas de la nación fueron cediendo


rápidamente paso a nuevas teorías etnoligüísticas que fijaban los ejes esenciales de las
nacionalidad en la raza y en la lengua. El auge de los nacionalismo en todo el mundo
estuvo determinado, fundamentalmente, por la sociología racialista de Gustave Le Bon y
por el determinismo geográfico de críticos como Hyppolite Taine. Dichas ideas tuvieron un
eco profundo en América Latina. El americanismo emergente de autores como José
Enrique Rodó se proponía como el eje de la renovación espiritual y humanista que haría
frente al materialismo norteamericano. Las influyentes teorías del argentino Ricardo
Rojas también proyectaban la imagen de una América vigorosa, que tomaba la posta de
Occidente en decadencia. La nación era, para Rojas, un organismo vivo alimentado por la
geografía, el idioma, la raza, historia y una misteriosa fuerza cósmica que daba forma a un
espíritu colectivo, a una "emoción territorial".
Este vitalismo se conjugaba con el surgimiento del nacionalismo romántico, que definió la
orientación de las artes tanto en Europa, como América. Desde Finlandia hasta Argentina,
el ideal nacionalista contribuyó a la búsqueda de fuentes vernáculas para el arte y el
diseño moderno. El revival céltico en Irlanda o el desarrollo del neoazteca en México
formaban parte del mismo impulso, que otorgaba a las artes plásticas un papel
determinante para las constitución de identidades nacionales. Todo ello tuvo una inmediata
influencia en el Perú. Gradualmente, el nacionalismo político basado en los monumentos a
los héroes recientes de la guerra con Chile, serían desplazados por nuevas imágenes de
la nación. Las exigencias de autenticidad que proponían los nuevos nacionalismos
obligaba a pensar el país desde sus tradiciones artísticas y culturales Hacia 1922, Luis E.
Valcárcel podía afirmar que , a diferencia de los griegos y romanos, " los peruanos pueden
resistir el más severo análisis sin que el químico encuentre elementos básicos ajenos a
nuestro medio geoétnico". Lo indio y su cultura aparecían así como el eje constitutivo de la
nación, como su esencia originaria y original.
La idea de lo indio se insertaba en una concepción dualista del país, definida por un juego
que oponía sistemáticamente la costa a la sierra y lo criollo a lo indígena. Se forjó una
dicotomía flexible e inestable, en que lo indio, sin embargo, ocupó siempre un lugar
predominante. La idea del mestizaje cultural que entonces empezaba a difundirse, no
encontró por mucho tiempo un lugar en el discurso nacionalista.Para intelectuales
influyentes como José Carlos Mariátegui y Luis E. Valcárcel, el mestizaje era todavía un
término negativo, un híbrido en que lo mejor de cada raza se perdía en la imprecisión.
Mario Urteaga Alvarado (Cajamarca, 1 de abril de 1875 - ibídem 12 de junio de 1957) fue
un pintor peruano. Primero trabajó como periodista, administrador y profesor. Sin embargo,
pasó a la pintura al óleo casi a la edad de 30 años. Se le descubre muy tardíamente, en
Lima, hacia 1934. Pero su obra era apreciada por los habitantes de Cajamarca desde los
umbrales de ese siglo.A diferencia de sus colegas indigenistas, formados en la Escuela
Nacional de Bellas Artes de Lima, Urteaga fue un artista autodidacta y desarrolló la labor
central de sus pinturas en Cajamarca. Esta circunstancia contribuyó a dar forma a la
imagen del artista como producto tópico espontáneo de su entorno y proyectar una
percepción ambivalente de su trabajo, a veces clasificado como no-académico y como una
manifestación del indigenismo independiente. Con una mezcla de clasicismo y naturalidad,
era fascinante para el espectador de su tiempo, escenas campesinas cuidadosamente
compuestas por el artista que parecían encarnar el extremo periférico de las aspiraciones
nacionalistas de toda una generación que Urteaga logró mostrar al mundo "los indios más
indios que jamás se han pintado", según concluye de Teodoro Núñez Ureta. La realidad de
su obra y su vida, sin embargo, es mucho más contradictoria y compleja.
El impulso inicial para la revalorización de las tradiciones autóctonas surgió en el Cuzco en
las primeras décadas del siglo. Una reinvicación regional , impulsada por la modernización
universitaria de 1909, buscó en el pasado los elementos que pudieran definir una
originalidad local. Los intelectuales cusqueños creyeron encontrar en un idealizado pasado
inca los fundamentos que podían renovar la vitalidad perdida tras la postergación
económica y política que la región sufrió a partir de la Independencia. El auge del teatro
(de tema incaísta) a partir de la década de 1890, fue una de las principales
manifestaciones de este fenómeno, que César Itier denominó "indigenismo lingüístico". De
esta conexión surgieron algunos de los primeros artistas, como Juan Manuel Figueroa
Aznar, Francisco Gonzáles Gamarra (Cusco, 1890 - Lima, 1972) y Benjamín Mendizábal.
La presentación en Lima de compañías cusqueñas de teatro, a partir de 1917, contribuyó a
difundir este indigenismo en la capital. De igual forma, la obra de artistas cusqueños como
el escultor Mendizábal, autor de ambiciosas esculturas de tema incaico inspiradas en la
antigüedad clásica, o del pintor González Gamarra, motivaron lagunas de las primeras
discusiones sobre el nacionalismo en las artes plásticas. Sus propuestas permitieron que
Teófilo Castillo formulara algunas de sus ideas en torno a obras concretas. Ya en 1918, al
exaltar la obra de Gonzáles Gamarra, Castillo la describió como un "arte verdadero de
energía racial, arte fuerte, sincero, varonil, arte ennoblecedor a base de la propia historia".
El oncenio de Leguía vio extenderse este fenómeno que, a lo largo de la década de 1920,
fue asumido como parte de la política oficial. De hecho, el nacionalismo cultural de esos
años formó parte de un proceso más amplio: el indigenismo se extendió a la gráfica, la
música y al teatro. Prácticamente no hubo aspecto en la vida nacional que no estuviera
marcado por la mirada indigenista.

"Perezosa" de Daniel Hernández Morillo.

Diversos factores confluyeron en la formación de este vasto proceso cultural. Junto a la


orientación de este vasto proceso cultural. Junto a la orientación política del régimen de
Leguía y el fortalecimiento institucional de entidades culturales del Estado, sin duda el
hecho fundamental fue la fundación de la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA) en
1918. En varios sentidos, la Escuela marcó un hito en el desarrollo del arte peruano.Tras
décadas de intentos fallidos, se consolidaba finalmente en un espacio para la enseñanza
de las artes plásticas. La ENBA permitió el surgimiento de una primera generación de
pintores y escultores formados en el país, y revirtió definitivamente la larga historia de
emigración de artistas hacia el extranjero. Las exhibiciones anuales de los alumnos y
egresados se constituyeron pronto en el eje de una amplia discusión crítica. Por primera
vez, las artes plásticas encontraron una ubicación definida en la esfera pública..
El plan de estudios diseñados por Daniel Hernández, se inspiró en los principios
tradicionales de las academias europeas. Pero finalmente, no fue el academismo renovado
de los salones franceses que Hernández había traído el que impuso en la escuela. sino la
influencia decisiva de Manuel Piqueras Cotolí (Lucena, Córdoba 1885 - Lima 1937) y
de José Sabogal (Cajabamba 1888 - Lima, 1956), los dos jóvenes profesores que
asumieron la enseñanza en la nueva institución. De formas diversas ambos intentaron
esbozar propuestas que pudieran imprimir un carácter local al arte creado desde la ENBA.
La nueva institución se constituyó así e el lugar de confluencia de las diversas opciones
nacionalistas, todas ellas apoyadas con decisión por el gobierno de Leguía.

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