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"Un Maltrato Sui Generis"

(*) Jornadas Del Centro De Estudiantes De La Facultad De Psicología De Rosario; 19-10-1997.

Elsa Coriat

Hay un maltrato que se caracteriza por el no derramamiento de una sola gota de sangre, por
la ausencia de todo moretón, por la presencia de caricias y puntillas de seda, acompañado de
las mejores intenciones, incluso por un plan de vida proyectado a partir de la consigna... ¡Que
no sufra!.

Aunque por caminos distintos, este maltrato no resulta menos dañino que otros y, en nuestros
días, se extiende especialmente sobre un amplio sector de la población de niños
discapacitados. Como además, y para colmo, se encuentra sostenido por un sector no menos
amplio del mundo profesional (o pseudo profesional), me parecía una buena oportunidad para
hablar del asunto.

Me refiero al maltrato que implica, para un bebé o un nene chiquito que nunca se le diga que
no, que nunca se le prohíba nada en forma contundente, que no se lo rete, que se intente
satisfacer todos sus gustos, que no se le posibilite pasar por los momentos de angustia que
inevitablemente conlleva el pasaje a la inclusión personal en la sociedad humana.

No es lo más común llamar a esto "maltrato". En otras ocasiones, para hablar de lo mismo, he
recurrido a la palabra "sobreprotección", la cual es más acorde con el lenguaje cotidiano; pero
ocurrió que cuando me invitaron a participar en estas Jornadas y pregunté cual era el tema,
me respondieron: "maltrato infantil", y eso me desconcertó. Me desconcertó porque, si bien
trabajo con la población de niños discapacitados, donde se supone que debe abundar material
para hablar de maltrato infantil, a mí me toca trabajar con aquellos cuyos padres vienen a
consulta esperando encontrar lo mejor para su hijo. No es un sector en el cual abunden los
golpes, sino que más bien brillan por su ausencia.

Mi interlocutor del momento debió haber percibido mi vacilación, porque rápidamente me dijo:
-"Ah!, pero usted venga a hablar de su tema, venga a hablar de bebés". Yo no quería
apartarme del tema general, así que se me ocurrió una respuesta que conciliaba los dos y

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dije:

-"Perfecto, voy a hablar de un maltrato sui generis".

Cada vez que abro los diarios me estremezco por la extensión que está alcanzando el
maltrato infantil, pero también me estremezco por la fetichización que se está haciendo -y se
viene haciendo desde hace algunos años- de los objetos bebé. "Con tal pañal la piel quedará
suavecita como si no se hubiera hecho pis", escuchaba anoche por televisión. "Tal comidita
garantizará la salud de su bebé y la convertirá en la mejor mamá del mundo". "Señora mamá,
venga a aprender a jugar con su bebé en nuestro instituto especializado". "La matronatación
es lo mejor para la relación madre-hijo". "Estimulación temprana para hacer más inteligente a
su bebé normal".

Y no se trata sólo de una cuestión de propaganda comercial: más allá de si la compra o no de


tal o cual producto, la madre se ve sometida a la presión de una imagen supuestamente ideal
acerca de cómo debe tratar a su hijo, cómo hablarle, cómo sostenerlo, y, por supuesto, algo
así como la propuesta de que corresponde vivir pendiente de él, ofreciéndole una infinita
cantidad de cosas. Los segundos que dura la imagen televisiva se instalan en el imaginario
materno para las 24 hs del día.

El lugar del bebé o del nene chiquito de nuestros tiempos, puesto en el centro de los cuidados,
los mimos y las satisfacciones narcisistas de los padres, contrasta con el del adolescente,
lugar de preocupación, disputa e incertidumbre cotidiana.

En la dimensión social, el maltrato del adolescente no está menos extendido que el maltrato
infantil.

Hablo, por supuesto, de cuestiones absolutamente generales. Sin haber llevado a cabo
ninguna investigación personal al respecto, me limito a ser testigo de las imágenes que recibo,
simplemente por vivir en nuestros tiempos, de cual es el lugar del bebé, cual el de una madre
"ideal", cual el del adolescente. Y por más que sobre la situación actual del adolescente
intervengan principalmente una serie de variables que hacen a lo económico y a lo social, no
puedo dejar de pensar que buena parte de los adolescentes maltratados de hoy, fueron los
bebés adorados y ultramimoseados de hace no tantos años.

Esta diferencia en el trato, está en relación con lo siguiente: un bebé es, por estructura, un
objeto manipulable por sus padres, es parte de ellos. Libidinizar un bebé es, fácilmente,
relibidinizar el propio narcisismo; para sus padres, el bebé es algo así como una extensión del
propio yo.

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Para que se siga operando la recarga libidinal sobre el narcisimo de los padres a través del
tiempo, es decir, a medida que el niño va armando su propio yo, adquiriendo su propia
independencia, sus propias opiniones, es necesario que los padres sean capaces de elaborar
una serie de sustituciones: desplazar la gratificación del contacto piel a piel por algo más
mediatizado: la producción de palabras; desplazar el placer de obtener del bebé lo que se
quiera, por el placer de encontrarse con un niñito que se planta y dice NO a lo que el padre
dice; desplazar la comodidad de saber en todo momento que el hijo está allí donde se lo dejó,
por el gusto de descubrirlo en un lugar inesperado, escondiéndose, haciendo travesuras, y así
de seguido.

Para muchos padres no es tan fácil ir haciendo estos desplazamientos. Cada nueva
satisfacción posible de alcanzar, implica la renuncia a una satisfacción anterior, y la libido sólo
a regañadientes abandona una plaza conquistada. Sin duda que esto se ve facilitado si el niño
va cumpliendo satisfactoriamente las pautas esperables de su desarrollo, así como se
complica si ocurre lo contrario. Lo paradojal de lo que se juega en cada momento es que lo
que el niño haga, depende, en una gran medida, de lo que los padres hayan hecho
previamente con él, y lo que se hace depende del curso del deseo en juego. O sea que, para
que un niño, llegado el momento adecuado, deje de ser niño y les retire a sus padres el
manejo del cursor de su vida, esto tiene que haber sido deseado por los padres desde el
principio.

Mal que bien, esto se cumple, de una u otra manera, en la abrumadora mayoría de los casos
-sólo tendríamos que hacer excepción con los casos de psicosis, autismo o algunas formas de
perversión-; pero, en el terreno de las neurosis, aunque se llegue a producir un sujeto de
pleno derecho, no da lo mismo mal que bien.

En tanto humanos, estamos más cerca de Prometeo, encadenado a la montaña, que de la


supuesta felicidad del Olimpo, sin embargo, lo implicado en unos cuantos dolores de cabeza y
en unos cuantos dolores del corazón -unos cuantos inútiles conflictos neuróticos- tal vez
podría cursarse de otra manera si no se promoviera como se promueve una cierta imagen
(bastante psicologizada por cierto), de cómo debe ser la crianza ideal de un bebé.

Esta imagen, además de llegarme a través de los más diversos medios de difusión, me llega a
través de lo que dicen los padres en consulta. Y me encuentro con padres que se desviven
por minimizar las frustraciones por las que normal y necesariamente pasa todo bebé, con
madres que están con su hijo las 24 hs porque el nene se angustia si ellas lo dejan con otro,
con padres que se intimidan ante el menor capricho de su hijo y que prefieren darle el gusto
antes que el nene proceda a poner en práctica el berrinche acostumbrado.

Es cierto que los padres que me toca escuchar son, en su abrumadora mayoría, padres que

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consultan porque su bebé se ve afectado de algún problema orgánico que incide en su
desarrollo, pero, como decía en otro trabajo, los padres de nuestros pacientes son hijos de
nuestra cultura(1) y, si bien, la crianza "ideal" que la cultura promueve para los chiquitos
discapacitados tiene sus importantes aspectos específicos, en muchas cuestiones no hacen
más que reflejar, con lente de aumento, lo que se promueve como "ideal" para cualquier bebé.

Me parece que los psicoanalistas tenemos una responsabilidad en esto.

Cuando se empezaron a conocer los primeros descubrimientos freudianos en relación a la


sexualidad infantil y los efectos sintomáticos de la represión paterna -estoy hablando de las
dos primeras décadas del siglo- los allegados al medio, comenzaron a pensar en otra forma
de educación para sus hijos -el papá de Juanito fue un pionero al respecto. Si los síntomas
eran un resultado de la represión, pensaban algunos, entonces no había que ejercerla con los
niños, ...y los dejaban hacer lo que quisieran para que no se produjera ningún trauma.

Hubo quienes pagaron muy caro darse cuenta del error implicado en esta conclusión. Me
refiero en especial a Hermine von Hug-Hellmuth, nombre casi desconocido y al cual tuve
acceso a través del libro de Silvia Fendrik, Psicoanálisis para niños.

Hermine von Hug-Hellmuth se hace cargo de su sobrino Rudolph cuando fallece su hermana,
la madre de éste. Este niño, escribe Silvia Fendrik, educado con el mínimo de restricciones,
parece haber llegado con el tiempo a plantearle a su tía exigencias de tal magnitud que no
tuvo otro remedio que enviarlo a un colegio pupilo. En 1924, Rudolph tenía 18 años. Hermine
se sentía verdaderamente atemorizada por los robos constantes de que era objeto por parte
de su sobrino (...) Sus temores no eran infundados. Una noche, Rudolph entra por una
ventana abierta y, en el intento de tapar la boca de su tía para acallar los gritos, la silenció
para siempre.

La mujer que concluyó su vida de esta forma, (...) fue una ferviente admiradora de la obra de
Freud, cuyas enseñanzas trató de aplicar a la educación de los niños. Dirigió hasta su muerte
el servicio psicoanalítico de ayuda a la educación de Viena, cuya labor esencial era hacer
conocer la teoría psicoanalítica a padres, maestros y educadores.(2)

Pero ser una admiradora de la obra de Freud, no garantiza apropiarse adecuadamente de lo


que la obra de Freud implica. ¿Cual era el error de estas primeras conclusiones simplistas?
Preocupados por el carácter traumático de la represión, algunos de los primeros
psicoanalistas -y no lo incluyo a Freud- desconocían el carácter fundante de la misma. Sin
represión no hay deseo, sin represión no hay sujeto del inconsciente. El pasaje por la
situación traumática es el boleto imprescindible para alcanzar la condición humana de pleno
derecho.

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Rudolph, con sus 18 años, es completamente responsable por el asesinato que cometió. No lo
disculpamos. Pero, a pesar de las buenas intenciones de su tía, no parece que esta le haya
hecho un gran favor al educarlo con el mínimo de restricciones.

Como las palabras están hechas para el malentendido, prefiero explicitar -aunque tal vez
resulte obvio- que, cuando hablo de "situación traumática", me refiero a aquellas situaciones
en las que cada niño, en el curso de su historia y de manera singular, se va enterando que,
por Ley, su madre le está prohibida.

Considerar necesario cierto tipo de situaciones traumáticas no quiere decir, ni mucho menos,
que se convalide cualquier tipo de situación traumática. Para un niño puede resultar
traumático que le digan que no se puede tocar la cosita, pero, aún si se lo dijeran rudamente o
de mala manera, sería mucho menos iatrogénico que si un adulto, en forma muy amable, le
mostrara su cosota -o, simplemente, que nadie se ocupara de decirle nada.

Continuando con la historia, a pesar de lo fallido de esas primeras experiencias, en todas las
épocas continuó habiendo quienes, apoyándose supuestamente en los primeros
descubrimientos del psicoanálisis, se mostraron partidarios de una crianza y/o de una
educación cuyos principios se basaban, de una u otra manera, en una libertad sin fronteras
claramente establecidas.

Con terminología psicoanalítica o sin ella, y desde las más variadas corrientes de la
psicología, cada uno podrá reconocer la presencia de esta manera de pensar en nuestro
medio cultural y social.

Hasta aquí estuvimos hablando de niños, no de bebés. Si bien ya desde el Proyecto (1895)
Freud necesitó articular algunas cosas acerca de qué pasaba con el psiquismo en los tiempos
previos a la apropiación de la palabra, se trataba de construcciones hipotéticas y teóricas:
para el psicoanálisis, los bebés de carne y hueso llegaron bastante después. Los primeros
trabajos sobre el tema aparecen en la década del cuarenta, con Spitz por un lado y con
Bowlby por otro, dando cuenta de sus observaciones clínicas. Se demostró entonces que los
bebés necesitan... ¡una madre!, es decir, alguien que los cuide, los alimente y les brinde
afecto.

Aunque lo diga con una sonrisa, en absoluto minimizo la importancia de los aportes de estos
autores. Para el matemático, decir que 1+1 es 2 no le resulta complicado -ni siquiera hace
falta haber cursado la primaria para eso-, la cuestión es demostrarlo.

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Casi simultáneamente, o muy poco después, se agrega Winnicott. En la década del 50 estos
trabajos adquieren dominio público y, ya en la del 60, son una pléyade. Del mismo semillero y
por la misma época salió también Margaret Mahler, pero dedicada al estudio de la psicosis y
el autismo infantil.

Especialmente con Spitz, importantes aspectos de la relación madre-hijo pasaron a tener


estatuto científico, y, junto con las investigaciones de Bowlby y otros (no todos con formación
psicoanalítica), incidieron fuertemente no sólo en la opinión general al respecto, sino incluso
en la legislación de los derechos del niño y en las pautas de la puericultura.

El hospitalismo, diferenciado como cuadro por Spitz, dio cuenta en forma definitiva de los
efectos que puede acarrear lo que él llamaba la privación emocional parcial o total). Por su
parte, como conclusión de sus investigaciones, Bowlby afirma: Nos atrevemos a decir que
actualmente la evidencia es tal que no puede dejar lugar a dudas con respecto a la
proposición general de que la privación prolongada de cuidado materno puede tener efectos
graves y de mucho alcance sobre el carácter de un niño pequeño y, por ende, sobre su vida
futura.(3)

Hoy podemos tender a sonreírnos al encontrarnos con un párrafo en el que se sostiene con
tanta seriedad algo tan elemental para nosotros. Ocurre que el hoy, en buena medida, está
hecho de lo que aconteció en el ayer, o, para el caso, de las ideas que se acuñaron en la
década del cuarenta y que comenzaron a extenderse en la del cincuenta. La mayoría de
nosotros las recibió junto con la leche materna.

Si hoy hay millones de niños y bebés que carecen de los cuidados más elementales, no es
porque no se sepa qué es lo que necesitan, ni es porque no estén escritos los derechos que
les corresponden. Por lo menos en su campo específico, los profesionales del campo psi
cumplieron con buena parte de lo requerido por su función.

Pero ahora me estoy preocupando por los otros, por los niños que no carecen de cuidados,
por aquellos que nos consultan y por los vecinitos que los rodean, en resumen, por nuestros
propios vecinitos.

Culturalmente, ya está claro que, si un niño se ve privado de madre, padecerá graves


trastornos, está contemplado por las leyes, pero ¿qué decir de aquellos que tienen madre en
exceso?, ¿quién los protege de ella?

No estoy invocando aquí la protección legislativa ni judicial. Aunque en mi exposición esté

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tocando facetas que hacen borde con lo social y con lo público, no es éste un problema para
la intervención de jueces o abogados: se trata de un problema clínico.

¿Qué sería "tener madre en exceso"?

Por "madre" llamamos a quien ejerce función materna, es decir, según lo formalizaba
Winnicott: holding (sostenimiento o manutención), handling (manoseo) y presentación del
objeto. Jerusalinsky hace notar que, entre los objetos que la madre presenta a su bebé, hay
uno privilegiado, a saber, el padre, o sea que, coherentemente con la idea de Winnicott, pero
leída desde conceptos lacanianos, me parece riguroso decir que un aspecto privilegiado de la
función materna es, justamente, dejar la puerta abierta para el ejercicio de la función del
padre, y, previamente, ser agente ella misma de los prolegómenos para la inscripción del
significante del Nombre del Padre.(4)

Madre en exceso sería entonces la que cumpliría con todo celo sus funciones con excepción
de esta última: hacer la presentación del objeto-padre, lo que no posibilita el armado de la
metáfora paterna y que, por supuesto, contamina todos los demás logros.

Sin embargo, hay una Ley que ampara a los chiquititos de los excesos maternos: es la Ley del
complejo de Edipo; pero ellos mismos no están en condiciones de hacerlas valer, no son
buenos abogados. Además, sobre todo en los primeros meses, es posible que no se
encuentren muy interesados: ¿qué mejor que no falte nunca la leche y la tibieza?

-No reintegrarás tu producto, le dice la Ley a la madre, pero ésta, frecuentemente, le hace pito
catalán.

-¿Qué me quiere decir con "no reintegrarás tu producto"? -podría alegar la madre- ¿acaso
alguna vez he intentado volver a poner a mi bebé adentro de mi panza?

Nos detenemos a contestarle: -"No, señora, esa frase no está escrita para ser leída tan a la
letra, no por lo menos en ese sentido, sino en otro". Y trataría de explicarle lo que dice Lacan
al respecto, por lo menos lo que entiendo yo.

Lacan plantea que la constitución del sujeto -seguramente lo escucharon alguna vez- se da en
dos tiempos, el primero de alienación y el segundo de separación. En Posición del
Inconsciente, hablando de estos dos tiempos, Lacan remite el verbo separar a separare y éste
a se parere (o parirse, engendrarse a sí mismo).

La separación remite al momento en que el sujeto, hasta entonces alienado en el Otro, se


separa de éste, a riesgo de perderse. Para poder apartarse tiene que dejar como prenda su

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propia carencia, es decir, tiene que haber pasado por el complejo de castración y haberse
resignado a no ser propietario del falo.

A partir de aquí, incluso en su vida de adulto, su separación nunca será definitiva -si es sujeto
es porque para siempre quedará sujetado a la palabra- pero se mantendrá en una alternancia,
en un fading, entre alienación y separación.

La cuestión es que para llegar a este primer momento en que la separación corre por cuenta
del sujeto en juego, y para que este movimiento pueda acontecer, es necesario que
previamente se hayan realizado una serie de condiciones, que mucho más dependen de la
intervención del Otro que de las posibilidades del infans-bebé.

Por empezar, elemental, es necesario que haya sido parido, que su cuerpecito en lo real esté
separado del de su madre. A partir de aquí, deberá seguir una larga serie de
pariciones-separaciones, para poder llegar a aparecer efectivamente como sujeto en lo real.

Recorramos esta serie a vuelo de pájaro: El recién nacido no se reconoce a sí mismo como un
ser separado del universo, ni a sí mismo ni a otros, ni siquiera a su madre. A los 6 meses, con
la entrada al estadio del espejo, dará pruebas de que, habiendo partiendo de una nebulosa
inicial, ha comenzado a recortar una imagen con la que se identifica, pero todavía le da lo
mismo que su imagen aparezca en el espejo o aparezca en su madre, todavía supone que
seno o mamadera son parte de su yo. La angustia de los ocho meses nos informa que el
pequeño personaje acaba de darse cuenta que su madre tiene un cuerpo definitivamente
separado del propio y que, por lo tanto, puede apartarse de él, desaparecer y no volver. Aspira
entonces a convertirse en su pequeño falo, para continuar, imaginariamente, pegado a ella.
Cuando descubre que su padre es padre -es decir, que ese señor tan simpático, que conoce
desde que nació, que tantas veces se ocupó de ejercer tan bien la función materna,
bañándolo y dándole de comer, en realidad es quien ha venido separándolo de su madre
desde el principio-, comienza entonces para el niño, en carne propia, toda la conflictiva edípica
que tan bien nos relata Freud.

Que todo esto acontezca o no depende, más que de lo que el bebé traiga o haga por su
cuenta, de la posición que le es asignada por el Otro. La vida de un bebé saludable está llena
de cortes que van delimitando las zonas erógenas. Cortes que quedan registrados como
marcas, marcas de la separación del objeto. Esas marcas son algo así como los cimientos del
psiquismo, su ordenamiento es la base para todo lo que vendrá después. No son garantía de
futuro, pero sí son condición para que lo haya.

- ¿Y yo cómo tengo que hacer para poner esas marcas en mi bebé? ¿Quién es ese Otro que
tiene que venir a asignarle una posición? -nos interrumpe, ansiosa, aquella madre que

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dejamos olvidada más arriba, pero que aparentemente nos siguió escuchando. Se ve que la
señora está muy interesada en darle a su hijo lo mejor, pero no está muy versada en las
sutilezas del lacanismo.

- "No se preocupe señora, en lo que a su bebé le interesa, el Otro está encarnado


fundamentalmente en usted. Las marcas se irán poniendo indefectiblemente a partir de las
experiencias que el bebé vaya haciendo con su flamante vida en el mundo. Cada objeto que le
proporcione placer quedará registrado, como por ejemplo el objeto que chupa en el acto de
mamar, y ese mismo objeto quedará doblemente registrado cuando, después de haberlo
tenido, le falte, cuando sienta el displacer de su ausencia..."

- ¡A mi bebé no le va a faltar nada! ¡Yo me voy a ocupar de que tenga todo, todo lo que
necesite! ¿No sabe lo que dice Winnicott, -me sigue diciendo la mamá- que una buena madre
tiene que ilusionar a su bebé?

Aprieto los dientes y me pongo a pensar en Winnicott; lo supongo revolviéndose en su tumba:


¿qué recorte se ha hecho, en la transmisión, de la sabiduría de su obra?

He escuchado esa misma frase en montones de trabajos contemporáneos, pero ni una sola
vez, excepto en su propio texto, he encontrado citados los renglones donde dice: La tarea
principal de la madre (aparte de ofrecer la oportunidad para una ilusión) consiste en
desilusionarlo.(5)

Entiendo que, para Winnicott, lo importante es la alternancia del juego ilusión-desilusión, pero
pareciera que unos cuantos integrantes de nuestra cultura psi han decidido forcluir el segundo
elemento (la desilusión) para quedarse empantanados en el primero (la ilusión).

Esto trae como consecuencia que se prediquen para la crianza cuestiones que favorecen la
alienación, que sin duda es necesaria, pero que problematizan la constitución del sujeto al
inclinar la balanza exclusivamente para ese lado, sin otorgarle casi lugar a la necesidad de la
separación.

La responsabilidad de nuestro campo -del campo psi- en todo esto, se me hizo definitivamente
evidente en un congreso sobre estimulación temprana del que participé hace no muchos años.
Allí tuve la oportunidad de escuchar 4 ó 5 trabajos cuyas autoras provenían de distintos
lugares de formación: eran psicólogas, psicopedagogas o profesionales de nivel terciario, que
se dedicaban al ejercicio de la estimulación temprana. No eran figuras especialmente
conocidas ni tenían muchos años de experiencia. Por eso mismo eran buenos exponentes de
qué ideas les habían sido transmitidas en los años de su formación.

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Todos los trabajos coincidían en lo siguiente:

Habían recibido a un bebé con Síndrome de Down -o alguna otra patología equivalente- y a su
mamá, en los primeros meses de vida, y se habían dedicado a trabajar la simbiosis, es decir,
fomentar que su mamá lo abrazara, lo mimara, lo mirara, lo tuviera upa, etc., etc. Habían
instruido a la madre acerca de la importancia que ella tenía como primer objeto para el bebé y
habían concluido esta parte exitosamente. En todos los casos se consiguió establecer una
estrecha relación madre-hijo. Lo que ya no andaba tan bien era cuando, crecido el bebé,
llegaba el tiempo de la separación: ¡los chiquitos no querían largarse a caminar, no querían
separarse de su madre!

Conclusión de las autoras: los niños con síndrome de Down son capaces de establecer lazos
afectivos de apego con su madre en el tiempo de la simbiosis, pero se habían demostrado
incapaces o pobremente dotados para tomar la iniciativa de la separación. Y esto lo atribuían
a las características del síndrome.

¡No había el más mínimo esbozo de preguntarse si no se les había ido la mano con la
"estimulación de la simbiosis", o si lo que le pasaba al chiquito no era el resultado esperable
de la manera de llevar adelante la intervención en el tiempo anterior!

En las palabras "simbiosis-separación" habrán reconocido ustedes los conceptos teóricos de


Margaret Mahler. Cuando Lacan propone considerar al complejo de Edipo en tres tiempos,
interviniendo en la estructura desde el nacimiento, hace un valioso aporte a la clínica de
bebés. Los autores ingleses se quedaban en lo fenoménico. Margaret Mahler en especial, con
su concepto de "simbiosis", no ubicaba por ningún lado al tercero que, presente en la
estructura desde el comienzo, funciona como cuña separadora entre la persona de la madre y
el cuerpito del hijo.

Este tercero es el Otro con mayúscula, comporta el significante del Nombre del Padre, la
prohibición del incesto, la cultura, el lenguaje, inscriptos en la madre, ordenando los actos
cotidianos de la crianza del niño.

Pero si se trata de bebés, ¿dónde se pueden reconocer los efectos de la presencia del Otro?
En el progresivo aumento del tiempo del bebé entre una mamada y otra, en la sustitución del
alimento proveniente del cuerpo materno por el Nestum o el puré; en destinar para el bebé un
lugar propio para dormir, separado del cuerpo que lo albergó; en ofrecerle un sonajero o un
chiche cualquiera, es decir, en hacer transferencia de libido desde el cuerpo materno hacia un
objeto externo; en el hecho de ponerlo en un bebesit primero y más tarde en el piso,
permitiéndole que se vaya adueñando del mundo por su cuenta, primero con la mirada, a
continuación con el gateo...

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He consignado aquí un miniextracto de una interminable lista, pero me dirán que, mal que
bien, casi no hay bebé que no haya pasado por todo eso. Es cierto, son las pautas de
puericultura básica que siguen operando en nuestra cultura; pero en la manera de
implementarlas hay diferencias abismales entre las distintas madres. Esas diferencias hacen a
la singularidad de cada uno, pero, si bien un bebé tolera muy diversos márgenes para cada
cosa, esos márgenes tienen un límite temporal, y mientras que, si en un determinado tiempo
es una barbaridad no hacer con el bebé o no darle ciertas cosas, también es una barbaridad
hacer o darle eso mismo a posteriori.

Lo que complica todavía más para inventar una clínica universal del bebé, es que cada signo,
cada pauta de crianza, tiene su valor y hay que escucharlo, pero ninguno dice nada definitivo
por sí mismo, porque lo que tiene efecto es el conjunto de todos ellos, donde los indicios de
separación y corte que algún bebé no recibe por un lado, los puede recibir por otro.

En resumen: la clínica de bebés es una práctica tan singular como el análisis de adultos, sin
embargo, lo que se recibe de los padres que consultan, más allá de las singularidades de
cada uno, es que la transmisión cultural que impera en estos momentos no le sirve a la madre
como guía suficiente para acotar ciertos niveles de franela y de satisfacción personal
alrededor de su bebé o su niño pequeño.

Para el bebé, es condición de toda posible subjetivación que su madre lo libidinice. Una madre
sólo puede libidinizar a su bebé disfrutándolo. Es necesario entonces que una madre goce de
su hijo; pero, para una madre, disfrutar de su hijo, o, para un bebé, disfrutar de su madre,
puede analogarse con la situación de comer chocolate para quien le guste tanto como a mí:
un poquito es delicioso, algo más también, pero, a partir de determinada cantidad, sobreviene
a posteriori un cierto malestar y, con una cantidad mayor, una indigestión irreversible.

¿Quién defiende al bebé de los excesos de su madre? Al que le toca encarnar el sustento
corporal de la Ley primordial, es al padre. El sistema más eficaz, el que más ha dado
resultado a lo largo de generaciones, es que el padre se vuelva a hacer desear por la mujer
que ha sido madre de su hijo. No hay argumento mejor para sacar a un bebé de la cama que
desear compartirla con la pareja. Claro que no siempre es posible, no sólo depende de él;
pero que al menos su presencia esté puesta de manera tal, que le recuerde a la madre que
hay otros goces en este mundo más allá del maravilloso bebé.

Además, llegado el caso, es a quien le corresponde intervenir en la relación madre-hijo


apuntando a modificar lo que le parece inadecuado. No siempre tendrá razón, por supuesto,

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pero muchísimas veces, en las parejas que conviven y donde el padre se hace cargo de sus
responsabilidades, es quien está en mejores condiciones para detectar, sufrir y detener los
excesos de la madre. El complejo de Edipo no es sólo un mito.

Sin embargo, observo que es frecuente que los hombres estén intimidados. No es para
menos, toda una parte del discurso social los maltrata. En estos días, llegó a mis manos un
folletito invitando a participar en unas jornadas con el lema de Duelo del padre. ¿Lo darán por
muerto? Parece que ha pasado a ser una antigüedad.

Su mujer le reclama igualdad en la crianza del bebé, y los bebés concluyen contando con dos
madres y viéndose privados de padre. Se convierten en niñitos deliciosamente traviesos, y,
más tarde, en niños insoportablemente caprichosos. Cuando son adolescentes, se dice que
hay que ponerles límites, que hay que controlarlos, etc.

"¿Dónde está su hijo? ¿Quiénes son sus amigos?", se escucha por la pantalla, a continuación
de la imagen del bebito con su mamá, aquella donde, gracias al pañal, ninguno de los dos se
había dado cuenta de que uno de ellos se había hecho pis.

Puzzle de imágenes de los tiempos que corren. Tal vez el zapping haya enredado la lógica en
el encadenamiento de los hechos.

Un último pantallazo, sacado esta vez, más que de la televisión, de la lectura de los diarios:

El deseo se diferencia del capricho en que está mediado por la Ley. La represión operada
sobre el niño pequeño, ejercida por la función paterna, es condición fundante del sujeto, a la
vez que transmisora de la Ley.

Cuando la represión se opera sobre los adolescentes, ejercida por los bastones largos, el
capricho, demasiadas veces, se encuentra del lado del que empuña el bastón, mientras que la
defensa y transmisión de la Ley (de la Ley que nos importa) está del lado del que lo enfrenta.
Supongo, entonces, que hubo padre, y, si es así, será posible que siga habiendo hijos.

BIBLIOGRAFIA

(1) Elsa Coriat: El psicoanálisis en la clínica de bebés y niños pequeños, Ed. La Campana,
Buenos Aires, Argentina, pág. 111.

(2) Silvia Fendrik: Psicoanálisis para niños. Ficción de sus orígenes. Ed. Amorrortu, Buenos

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Aires, Argentina, 1989, págs. 27/8.

(3) John Bowlby: Cuidado maternal y amor, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1985,
pág. 50.

(4) Alfredo Jerusalinsky: Psicoanálisis del autismo, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, Argentina,
1988, pág. 47.

(5) Donald W. Winnicott: Realidad y juego, Ed. Gedisa, Barcelona, España, 1991, pág. 30.

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