Alfredo Jerusalinsky Segunda parte del artículo “La educación, ¿es terapéutica?”, aparecido en Escritos de la Infancia N° 4. Alfredo Jerusalinsky: Psicoanalista. Director de FEPI. Director del Centro Lydia Coriat de Buenos Aires y de Porto Alegre, Brasil. “He subrayado desde hace mucho tiempo el procedimiento hegeliano de esa inversión de las posiciones del alma bella en cuanto a la realidad a la que acusa. No se tratado adaptarla a ella, sino de mostrarle que está demasiado bien adaptada, puesto que concurre a su fabricación.” Jacques Lacan, La dirección de la cura y los principios de su poder, 1958. Si atendemos al origen semántico de la palabra terapeuta (del griego, therapeutés, cuidador),* nos vemos enseguida tentados a establecer relaciones directas con la posición del educador. Al fin de cuentas cuidar también forma parte de su función. Tanto más nos inclinamos en esa dirección cuando en la Ufada de Homero encontramos al amigo de Aquiles llamado Patroclo en lafunción detherápon(escudero). También, en esa investidura de therápon, aparece el viejo Mentor (máscara de la diosa Atenas), para asumir la tutela y la educación de Telémaco, el hijo de Ulises, en la Odisea (Mario A. Manacorda, 1989). Del lado del término educación, podemos remitirnos al Estudio comparado de la educación en Francia escrito por Compayré (prólogo del enciclopedista D’Alembert) y publicado a mediados del siglo XIX. 1 Según este autor, entre los romanos imperaba la creencia de que al concluir el amamantamiento, la alimentación del niño quedaba a los cuidados de una diosa menor que recibía el nombre de Educa, así como la función de beber quedaba a cargo de Potina. Debemos tener en cuenta que el amamantamiento, por entonces, solía extenderse hasta los tres años, con lo cual la función de Educa quedaba claramente ligada a la salida de la posición de bebé y al, digámoslo así, “aflojamiento” de la relación con la madre. Una serie de divinidades compartían con Educa la tarea de hacerse cargo del niño: Numeriaenelparto,Cuninaen lacuna, Ruminaen laamamantación, Statanus y Statilinus en sostenerlo de pie y caminar, Fabulinus y Farinus en los primeros balbuceos y en la adquisición del lenguaje (Manacorda, M.A., ob. cit.). Educar aparece así ligado a cuidar, sostener, alimentar. Pero, ciertamente, es necesario que nos preguntemos de qué alimento, de qué sostén, de qué cuidados se trata. Si tenemos en cuenta que, a pesar del parecido superficial entre la mitología griega y la romana, para los griegos los dioses eran supuestos en una posición real, mientras que para los romanos funcionaban principalmente como referentes simbólicos, tendremos una buena pista para responder a esa pregunta. Efectivamente, cuando algo no funcionaba bien con el niño, en el caso de los romanos no era concebido como un hecho determinado desde la historia particular de los dioses, sino como el indicador que ese dios utilizaba para señalarle al adulto encargado del niño alguna falla en su proceder. Y es desde esta posición que se toma entonces posible la emergencia de un saber acerca de qué sería lo correcto en la educación de un niño. Quintiliano articula sus indicaciones educativas y sus recomendaciones en la enseñanza de la retórica, en una referencia simbólica que ya prescinde de los dioses. Se trata de cuidar de que el joven tome “el buen camino”, ofreciéndole la oportunidad de que se torne hábil en el dominio del discurso —punto esencial, “en la cultura romana”, para convertirse en un hombre público—. Entre Educa y eltherápon —entre la alimentadora y el escudero, que es al mismo tiempo un instructor para la guerra— se establece un punto en común: ambos tienen la misión de cuidar. Y tal vez quede ahora un poco más claro para nosotros cómo se inclina, desde los orígenes de nuestra cultura, la educación hacia el cuidado simbólico mientras resta para la terapéutica la esfera de lo real. Sin embargo en la modernidad se opera allí una curiosa inversión: la educación pasa a suponerse objetiva—lo que la acerca al polo de lo real—, mientras que la terapéutica se polariza entre la medicina y el psicoanálisis en un contrapunto que enlaza la terapéutica física a sus referencias simbólicas. Particularmente en los cuidados que la sociedad dispensa a los niños, el reduccionismo racionalista imperante en la educación aproximadamente en los dos últimos siglos, se confrontó en los últimos cien años con el cuestionamiento de su enseñanza puramente utilitaria. 2 Así, en el campo de la pediatría —y muy acentuadamente en él— más allá del modernismo biologista, circuló una escucha del niño como sujeto de una expectativa y no meramente como función de un cuerpo. En un “avance” paradójico, mientras más se acentuaban las propuestas de un logicismo puro en la educación y de un biologismo puro en la terapéutica, más sus efectos dramáticos convocaban un viraje que abría campo al psicoanálisis, o sea a la consideración de los efectos fantasmáticos que, sobre el niño, iba teniendo su captura en cercos biunívocos. No sabemos hastaqué punto Donald W. Winnicott podría haber coincidido con estas apreciaciones históricas, pero en verdad él subraya los cuidados maternos primarios como punto de articulación esencial entre la constitución psíquica del sujeto y sus adquisiciones evolutivas — dicho de otro modo: articulación entre lo simbólico y lo real—. En la recolección que compone su libro El niño y el mundo externo expone vivamente su tesis de que no hay solución de continuidad entre la transmisión inconsciente y lo que se enseña (se muestra) aún bebé. Los cuidados tienen una función orientadora e indicativa, y, al mismo tiempo, el valor de una inscripción. Por eso mismo no exime a los profesores del jardín de infantes de la responsabilidad que les cabe en la salud mental de los niños a su cargo. Sabemos, porque el psicoanálisis lo coloca en evidencia, que no todo lo que se muestra a un niño hace en él marca inconsciente. De hecho, el olvido de muchas de sus experiencias puede obedecer a la intrascendencia de ellas y no a la activación específica de la represión. Como Freud mismo lo advertía: a veces fumar un cigarro no es más que fumar un cigarro. Para que lo que se enseña se transforme en marca, no sólo de conocimiento sino también formadora de deseo, es necesario una coincidencia: la convergencia entre lo que el niño imagina y lo que el adulto ofrece. Esta coincidencia, curiosamente, en lugar de confirmarle al niño la realidad de lo que imagina lo convence exactamente de lo contrario. Si nos detenemos a analizar detalladamente el proceso que allí se desencadena, veremos la lógica rigurosa que conduce a tal resultado. El mero hecho de encontrarse con el mundo de los sueños materializado le genera a cualquier sujeto una nítida sensación de irrealidad. Porque no se trata simplemente de establecer la correspondencia entre la imagen interna y el objeto externo para obtener la prueba de realidad. Si para el conductismo eso es suficiente (lo que no se demuestra en la práctica), para la aguda observación psicoanalítica se revela que entre esos dos elementos juega un tercero. Ese tercero, representado en nuestra escena por el adulto, es el Otro. Y es precisamente cuando el Otro dice que no, cuando el objeto falta, que el deseo conduce al sujeto a sus devaneos. En ellos nada indica el límite de lo real. Solamente cuando el Otro aparece con “su” objeto, y nos llevamos el buen susto de percibir que lo que deseamos lo inventó el Otro, es que nos damos cuenta de que la realidad en la que vivimos no es muy real que digamos. Para los chicos chiquitos, esa prueba de realidad está siempre “a la orden del día”. Es lo que se manifiesta en esa serie que se inicia con esconderse del otro (nótese que el bebé siempre hace este juego de taparse con el paño cuando está frente a otro que resulte significativo para él, generalmente un adulto), en esa ambivalencia ante otro bebé que lo hace oscilar entre el extrañamiento y el júbilo, en esos interminables pedidos de agua por las noches, en esa demanda de repetición de los cuentos tal como fueron contados la última vez. Es que el niño tropieza una y otra vez contra esa imposibilidad de separar completamente lo que se imagina de lo que se percibe, y, al mismo tiempo, de percibir sin contaminar su percepto con lo que este significa. Por eso pregunta incansablemente ¿porqué?, pidiéndole cuentas al Otro acerca de dónde, en definitiva, se encuentra, de una vez por todas, la verdad. Como ejemplo de lo que estamos exponiendo vaya el relato de un hecho que recientemente presencié. Una niña de 5 meses en los brazos de su padre recorre la galería de un restaurante mientras su madre va al tocador. Se encuentran en su camino con una joven señora que sostiene en sus brazos también a una niña un poco menor (tal vez de 4 meses). Inmediatamente la primera niña se encanta con la otra beba e intenta tocarla, se aproximan y el toque se produce entrando en júbilo la primera y retrayéndose con evidente extrañamiento la segunda. Al aproximarse, el padre le estaba dando a su hija el doble especular que la niña imaginó: la escena soñada se realiza, ella puede contemplarse a sí misma y a “su madre” (la que sostenía a la otra niña) faltante (estaba sostenida por su padre). Repetidamente mira a la otra beba y a la joven señora, manifestando interés y alegría. Pero, bruscamente, sin que nada lo preanuncie, mira hacia la joven señora y ve que ella no es su mamá. Prorrumpe en un llanto angustioso negándose a mirar hacia “las otras”. Sin embargo a los pocos instantes vuelve a mirar y hace un gesto de balanceo hacia la joven y su bebita, como pidiendo nuevamente acercarse. El padre la aproxima y por tres veces consecutivas se repite toda la secuencia. La interpretación de este episodio surge clara: la prueba de realidad se produce en el reencuentro con lo que no es. ¿Qué significa el descubrimiento de que madre no hay una sola, para quien la verdad es que madre hay una sola? Está claro que el hecho de que el percepto encaje o no en su correspondencia imaginaria —lo que constituye la prueba de realidad— depende de su concordancia o discrepancia con la posición que ocupa ese Otro Primordial, que es la madre, en la estructura especular de esta niña en el momento contingente de su percepción. Se trata de la posibilidad de distinguir entre el espacio virtual y el real, loque sólo es posible en la medida en que la continuidad espacial sea interrumpida por la mirada de un Otro. La niña no puede sino hacer lo que hacemos todos, aunque lo hagamos de un modo más discreto y refinado, o sea ir una y otra vez en busca de la verdad que, valga la paradoja, no puede aceptar. Esa verdad que nos revela que estamos siempre expuestos a los espejismos de nuestro deseo; esos que, al acercarnos, se deshacen desmintiendo la certeza de nuestra percepción. La psicología moderna, encargada de realizar el ideal de Locke y Hume de encontrar los caminos que verifiquen la correspondencia entre el objeto real y el objeto mental, munida de los instrumentos discursivos provistos por Descartes que permiten identificar ser y pensamiento, y armada con las herramientas darwinistas que justifican situar al niño como un pequeño animal evolutivo, se lanza a la tarea de modernizar la educación tornándola científica. Investiga así la infancia como el escenario de la progresiva conquista de esa correpondencia—propuesta como ideal—entre objeto, percepto y percipiens, suponiendo, desde una correspondencia meramente imaginaria (en laconcepciones más ingenuas de lapedagogía) hasta una correspondencia lógica (en las concepciones más elaboradas como la piagetiana). En tal perspectiva, ¿cuál sería el motivo del llanto de esa pequeña niña? Lo que la calma, de hecho, es que su madre la tome en brazos y no que ella aparezca en el lugar del espejo donde apareció la “madre desconocida”. Dicho en otros términos, lo que detiene su angustia no es cerrar la brecha que se abrió entre ella como percipiens y la madre como percepto, sino el hecho de que la madre se sitúe en la posición de imagen real, la que no se ve, precisamente porque la sostiene en brazos mientras, ahora sí, ella se dirige decididamente hacia la otra niña y la otra madre. Lo que le permite aproximarse, ahora, a su espejismo desarmado es que ella misma ya no está más en su propio espejismo, sino situada en una escena de valor simbólico (pura instancia mental no representacional) junto a su madre. Es decir, desde ese lugar “distante” —porque obedece a otro estatuto— puede sostener su proximidad material con el percepto extraño. Winnicott ya nos había adelantado esta observación en Escritos de psicoanálisis y pediatría, a propósito de sus observaciones de la conducta de los bebés ante su aproximación con el bajalenguas. Le llamaba la atención cómo el estar sentado sobre la falda de la madre, en una aproximación gradual, le permitía al bebé soportar una relación tan íntima e invasiva con ese objeto desconocido. Lo que les ocurre a los bebés en tales circunstancias no es, para nada, el efecto de una insuficiencia evolutiva que los lleve a depender en demasía de los alectos de su madre. Es, muy por el contrario, la expresión de que ese pequeño cuerpo, con su cabecita y todo, está siendo capturado por el tejido más fino y sutil de la madeja humana: esa estructura del sujeto que no reconoce ni evolución ni temporalidad. Que ella se manifieste de diversas maneras en diferentes edades no niega que tanto las inscripciones como los eslabones significantes que las vinculan permanezcan siendo las mismas más allá de la edad del sujeto que las soporta y que de ellas se toma, inconscientemente, para serlo. Es fácilmente comprobable que la consecuencia de poder acercarse al objeto a pesar del extrañamiento que éste siempre nos provoca, permanece durante toda la vida como un efecto de ese distancia-miento que la inscripción simbólica (la del sujeto en el discurso del Otro) establece respecto a ese desencuentro eterno entre pcrcepto y objeto. Como se ve no se trata, para nada, de corregirle al bebé sus equivocaciones, sino de permitirle que despliegue los nudos de su significancia. Tanto el cuidador del maternal como el maestro del jardín, si por un lado pueden propiciar que el niño tropiece con las más variadas versiones de ese desencuentro entre el objeto y su percepción, y que ensaye todas las soluciones lógicas que su intelecto le permita, por otro lado —que a estas alturas ya puede percibirse como fundamental— es preciso que tengan conciencia de que ellos operan como soporte de las inscripciones significantes cuyo sostén sus padres, consciente o inconscientemente, les cedieron. En la vía del terapeuta, a él se lo supone apto para reducir lo que entorpece al “animal evolutivo”. Pero los terapeutas hace ya mucho que reconocen, por los efectos mismos de su práctica, que las neuronas, los músculos y las funciones biológicas, más allá de que estén originalmente tomadas en un ritmo temporal preestrablecido, responden de un modo sorprendente a la posición fantasmática en que tal “aparato” es tomado. Desde esta óptica, no solamente perciben que las circunstancias psíquicas hacen mella en lo neurofuncional sino que, progresivamente, van incorporando esa potencialidad de las significaciones mentales, que cada acto clínico despierta en cada niño, como instrumento mismo de su acto de cura. Terapeutas y educadores se ven así recorriendo caminos bastante distantes de sus reductos originales. Esos caminos que, por estar a una cierta distancia del objeto mismo de su propósito, les permite tomar contacto con la inscripción que tal objeto produce o en la que tal objeto se apoya. Es cierto que no podemos gobernar las circunstancias que conducen a la producción de una inscripción, pero también es cierto que podemos alimentarlas y servirles de escuderos. Pero el therapeutés de los inicios ve rápidamente comprometida su función de cuidar por la demanda del pathos (sufrimiento) que acaba transformando su acto del cuidado a la cura. La patología alude así, sin saberlo, no a la objetividad de una dolencia sino a la subjetividad de una queja. ¿El terapeuta atiende, entonces, la queja o la enfermedad? Quien responde a la tradición de Educa se ve frente al compromiso de que su “alimento” fundamental es aquel cuya repercusión simbólica llega mucho más allá de una indigestión pasajera. El compilador medieval M.T. Varráo recoge en el Catus,sive de liberis educandis, el precepto romano: “es importante el modo como los niños comienzan a ser educados, porque casi siempre así se tornan”. Percíbese en ello cuánto del orden de una inscripción también se juega en el papel del educador. ¿Cuál es entonces la relación entre el sujeto que surge y el sujeto que padece? ¿Cuál es la relación entre el sujeto que significa y el sujeto que aprende? Se han intentado diferentes divorcios: el sujeto psíquico como diferente del cogniti vo. del psicológico, un sujeto de la práctica y otro de la inteligencia abstracta, un sujeto de la acción y otro de la neurotransmisión, un sujeto lingüístico y otro del deseo, etc. Las separaciones absolutas entre clínica y educación se han amparado fuertemente en la oposición burocrática entre salud y educación, en la diferencia ética entre el acto psicoanalítico y el pedagógico, en la distancia práctica entre la función médica y la función educativa. De hecho, todos estos campos tropiezan con los efectos de la posición transferencia! que ocupan en la vida de sus pequeños sujetos. Más allá de las colaboraciones o distanciamientos recíprocos, se ponen constantemente en evidencia las consecuencias de la posición psíquica que una y otra disciplina cultivan, aunque algunas de ellas piensen que no están cultivando ninguna. Los niños nos devuelven incesantemente al campo de la interdisciplina demostrándonos la insuficiencia de los recortes de nuestros respectivos campos. Solamente un artificio podría separarlos porque, en su acto, van, irremediablemente, juntos. Bibliografía Lacan, J., La dirección de la cura y los principios de su poder, en Lectura estructuralista de Freud (Escritos voi. / en títulos sucesivos), México, Siglo XXI, 1971, pág. 228. Manacorda. M.A., Historia da Educa^ao, San Pablo, Cortez Editora/Autores Asociados, 1989. Winnicott, D. W., El niño y el mundo externo, Buenos Aires, Paidós, 1965. Escritos de pediatría y psicoanálisis, Barcelona, Laia, 1979.