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INTRODUCCIÓN
Desde los dispositivos de rehabilitación que compartimos la condición de ser
residenciales, surge la inquietud de crear un espacio de reflexión donde poder revisar las
prácticas que realizamos a diario y la técnica/teoría que subyace a dichas prácticas. Las
formas de hacer y de estar en un recurso residencial pueden facilitar la recuperación de
las personas a las que atendemos, pero también pueden reproducir intervenciones
iatrogénicas, propias de épocas pasadas que creemos superadas.
Los cambios que se están produciendo en el modelo de atención en salud mental, así
como la introducción del paradigma de recuperación en nuestras prácticas diarias,
conlleva la reflexión sobre muchos aspectos de nuestro trabajo diario. Se habla cada vez
con más frecuencia de horizontalidad en las relaciones, de cambio en el lugar del
profesional, del rol del experto de la persona que ha tenido experiencias inusuales, de la
importancia de participación del usuario en los recursos, y es tarea de los equipos de
profesionales que estas nuevas formas de entender el trabajo con las personas con
sufrimiento emocional, no se queden en meros cambios en las palabras, sino que vayan
asociados a procesos de reflexión crítica de las prácticas tradicionales y a cambios
reales en el estilo de atención y las dinámicas de los recursos en los que trabajamos.
Ante el reto de afrontar todos estos cambios, no debemos olvidar la necesidad de cuidar
a los equipos encargados de la difícil tarea de acompañar al que sufre; son necesarios
los espacios de reflexión para acompañar una adecuada gestión de las emociones. La
reflexión debe estar guiada por la revisión de los principales modelos teóricos en
contextos residenciales, para poder generar una teorización de las prácticas diarias. Esta
reflexión nos debe hacer más conscientes de los elementos que están en juego en los
recursos residenciales (potencial relacional) así como de la complejidad de los recursos
en los que trabajamos.
En 1971 Franco Basaglia inició un trabajo en el Hospital Psiquiátrico de Trieste, basado
en la necesidad de atender “humanamente” a las personas con un diagnóstico
psiquiátrico, y en la creencia de que la locura está dentro de la normalidad. Esta forma
de entender el trabajo con personas con sufrimiento mental, estaba fundamentada en la
redefinición de nuevas relaciones, nuevos espacios, nuevos sujetos, que conllevaba la
trasformación de los Hospitales Psiquiátricos; surgía la necesidad de revisar las rutinas e
inercias que perpetuaban dinámicas manicomiales para poder hacerse consciente de
éstas y promover cambios. (Artículo: Trieste veinte años después: de la crítica a las
instituciones psiquiátricas a las instituciones de la salud mental).
Nuestra experiencia en el campo de la salud mental nos ha hecho comprobar en primera
persona, cómo las estancias largas en grandes instituciones psiquiátricas no siempre
ayudan a las personas a recuperarse y volver a participar de la vida comunitaria como
ciudadanos de pleno derecho. En ocasiones provocan una enorme brecha entre la
persona y su entorno sociocomunitario, que inevitablemente conlleva una distancia cada
vez mayor entre la persona con diagnóstico y los otros considerados “sanos”. De esta
forma, muchas veces la permanencia en esas instituciones pierde su carácter terapéutico
y provoca que la identidad de la persona se vea fagocitada totalmente por un rol de
enfermo rígido, pasivo y del que es difícil salir. A veces, creemos que el hecho de
trabajar en recursos llamados “comunitarios” nos libra como por arte de magia de
reproducir esquemas de relación y formas de trabajo similares a los que se encuentran
en dichas instituciones cerradas. Esto puede ser un gran peligro, ya que la experiencia y
la literatura nos muestran que esos fenómenos institucionales tienden a reproducirse en
otros espacios, provocando los mismos efectos devastadores en la autonomía, la libertad
y la identidad de la persona con un diagnóstico psiquiátrico.
Por todo ello, consideramos imprescindible revisar las instituciones desde dentro.
Tomar conciencia de que toda institución tiende a cerrarse, es imprescindible para
mantenerse constantemente en alerta. Consideramos este “mantenernos alerta” como
una responsabilidad ética, un posicionamiento que debe ser constante en nuestra labor
diaria; el establecimiento de estas comisiones forma parte de esa necesidad de disponer
de espacios donde poder pensar sobre estas cuestiones.
Los recursos residenciales se entienden como un lugar donde vivir en comunidad que
aportan sostén para la persona, más allá de su capacidad funcional, como un lugar que le
permite estar en conexión con sus necesidades y sus capacidades. Representan una base
segura donde poder “ser” y donde poder crecer. Por otro lado, es también función del
recurso residencial la de proporcionar un alojamiento donde la persona se mantenga en
condiciones dignas y de mayor calidad de vida posible.
El clima emocional del recurso: El recurso residencial debería contar con un clima
emocional que lo convierta en un lugar “seguro”, hogareño y contenedor. De esta
manera las actitudes de los profesionales favorecen la participación, la horizontalidad, la
flexibilidad, la tolerancia y la adaptación a las circunstancias de cada persona.
El recurso residencial como un “hogar”, otorga a la persona la posibilidad de apropiarse
de su espacio y considerarlo suyo. Para esto necesita construirlo y llenarlo de vivencias,
decorarlo a su gusto, utilizarlo con libertad y hacerse responsable de estos espacios y de
su cuidado. Alejado de esto existiría un sistema normativo basado en la autoridad o
imposición externa y/o profesional, que dicta exactamente cómo deben ser las cosas, sin
dejar espacio a interrogantes.
El profesional con su estilo de intervención debe permitir y estimular que este proceso
de construcción y participación se produzca. Deberá por tanto respetar sus espacios,
pertenencias, derecho a la intimidad, y propiciar oportunidades en las que permitir y
alentar cualquier expresión subjetiva que ayude a la apropiación del lugar y a este
sentimiento de pertenencia. Cada persona tiene unas necesidades concretas de habitar su
hogar, y éstas deben expresarse y permitirse, a excepción de la interferencia con la
convivencia o con los requerimientos del dispositivo. El clima de seguridad se va
tejiendo a través de una relación empática, informal, espontánea, respetando los ritmos
de cada individuo y validando sus percepciones. La relación se establece desde un lugar
que no busca “controlar”, sino “comprender” y facilitar procesos de autonomía e
identidad personal.
Las normas:
¿Qué cosas hacemos por la institución/profesionales y no por las necesidades de las
personas? ¿Cómo mantener un equilibrio entre lo normativo, los requerimientos de la
Institución y otros organismos, y las necesidades de las personas?
Si bien es necesario un cumplimiento normativo mínimo, que tiene que ver con lo
comunitario, con el sistema y contexto social en el que vivimos, es importante
reflexionar sobre algunas cosas: si el sistema es demasiado normativo, si dichas normas
ejercen una función de “control”, o si no atienden a las necesidades reales de las
personas.
Los límites de la institución no se pueden obviar, se busca que esos límites no masacren
al dominio del yo, y permitan encuadrar sin perder el sentido para evitar ansiedades y
conflictos que movilicen a la persona hacia el reenganche con lo social.
Pero, ¿cuáles deberían ser las normas que atiendan a las necesidades de los usuarios?
Se considera de gran relevancia contar con un mínimo de normas necesarias para
regular la convivencia. Pero un sistema muy normativo con normas rígidas y
abundantes no permite la subjetividad y resulta asfixiante. Se buscan normas que
permitan regular la vida en los recursos y que no pongan en riesgo la seguridad de uno
mismo y de los demás. La normativa debe ser siempre revisable de acuerdo a las
necesidades personales y colectivas de las personas que viven en los recursos.
Goffman afirma que existe un conflicto permanente entre las normas humanitarias y la
eficiencia de la institución. La existencia de lo que hemos llamado “normas fantasma”
(normas que nadie sabe por quién están dictadas y que ni siquiera existe la seguridad de
si realmente hay algún reglamento que las recoja), son un ejemplo de mecanismos cuya
función es disminuir la incertidumbre y dar seguridad al equipo de profesionales y/o
usuarios, y no tanto pensar en el bienestar de las personas que atendemos. Además, esas
normas contribuyen a alejarnos de la organización habitual de la vida fuera del centro.
Las rutinas:
¿Qué cosas hacemos en la rutina diaria que no tienen que ver con las necesidades de las
personas?. La respuesta a esta pregunta debería ser una guía constante en nuestra
intervención. En muchas ocasiones las supervisiones, rutinas adquiridas, tienen una
función organizativa que responde a las necesidades de los profesionales, para que
tengamos información, orden y control.
Por lo tanto, ¿podríamos estar reproduciendo sin querer dinámicas manicomiales, que
sólo están al servicio de la institución?.
Los recursos residenciales pueden reproducir tendencias absorbentes y totalizadoras
similares a las que operan en las instituciones totales, cuando sus profesionales tienden
a dar total cobertura a las necesidades de los usuarios, o cuando todo ocurre “dentro” del
recurso. Se plantea como un fallo en la relación con el exterior.
Durante la estancia es importante que la persona pueda preservar sus roles sociales
externos valiosos. Cuidar que el recurso pueda adaptarse a la manera de hacer del otro,
que es en definitiva, evitar mortificar a la persona con las exigencias de la institución.
Ampliando la mirada, la propia Red de Salud Mental tiene sus propias tendencias
absorbentes, dando una apariencia de movilización y proceso, pero siempre colocados
dentro de la Institución que representa la Red. Una manera de paliar estas tendencias
absorbentes sería aumentar el conocimiento de los recursos sociales del entorno, del
municipio, donde las respuestas a las demandas o las necesidades sean más
comunitarias, más inclusivas. Usar los recursos de la ciudadanía, ser un nexo hacia
fuera, participando de lugares o actividades sociales que reporten un valor a la
comunidad. ¿Qué podemos aportar a la comunidad a través del recurso, de los
usuarios?.
Otro paralelismo con estas tendencias absorbentes es el mal uso de las plazas
“indefinidas”. Para evitar que se perpetúen o cronifiquen las estancias, consideramos
fundamental tener muy presente desde el inicio al acceso a un recurso, cuál es su
función para la persona, dando sentido y proyección de salida. Es importante hacer una
revisión constante de sus capacidades y de los cambios en el contexto, que permitan
nuevos lugares para la persona fuera del recurso residencial. Determinadas actitudes
sobreprotectoras por parte de los profesionales pueden alimentar el sentimiento de
seguridad que proporciona la institución, generando dependencia en las personas que
atendemos.
Es fundamental centrar nuestra atención en cuál es la función del recurso para cada
persona, comprendiendo su utilidad más allá de objetivos concretos o funcionales, o
más allá del uso instrumental o el entrenamiento en capacidades como intervenciones
aisladas. Se trata de pensar el recurso residencial como un lugar disponible, un lugar
seguro.
La información en las instituciones: la intimidad y la ley:
¿Qué cosas alteran la intimidad de las personas dentro del recurso? El sistema de
normas debe atender a la intimidad y su protección.
Debemos reflexionar sobre el uso de la información en los equipos. ¿Para qué sirve y
para qué se usa la información en el equipo?. ¿Qué impacto tiene en la imagen que nos
hacemos del otro?. ¿Cómo gestionamos la información en las instituciones?. ¿Qué se
comparte?, ¿es realmente necesario que se comparta todo lo que sabemos del otro sin
guardar la intimidad de la persona que lo cuenta?. Debemos cuidar el uso que hacemos
de la información, y tener presente que puede ser una potente herramienta de poder;
puede cosificar a la persona, propiciar la fragmentación de las áreas de intervención, y
despojarle de subjetividad y de matices. Para romper con esta fragmentación del otro
deberíamos pensar en la construcción colectiva del caso y no en la tarea concreta a
desarrollar.
Los profesionales:
Tolerar la incertidumbre del trabajo con personas genera angustia que el profesional
puede “actuar”. “Hacer” nos devuelve un lugar de “Saber”, un lugar “profesional”, un
lugar de “Control”. El “Control” nos lleva a la evitación del conflicto, la crisis y la
incertidumbre. Pero no debemos olvidar que las crisis y los conflictos son oportunidades
de aprendizaje, son situaciones sobre las que reescribir otras experiencias, que puedan
construir modos de hacer diferentes y promover cambios profundos.
Otro efecto directo de la etiqueta diagnóstica es que otorga al profesional el poder sobre
la persona. El profesional se coloca en un lugar legitimado para construir
unilateralmente una explicación sobre lo que está pasando, sobre lo que está permitido o
no y sobre lo que la persona está o no capacitada para hacer.
La valoración del “riesgo” puede llevarnos en ocasiones a juzgar las decisiones que
toman las personas con las que trabajamos, porque nos atemoriza lo que les puede
suceder e invalidamos su criterio. Este juicio lo hacemos en función de multitud de
esquemas personales que están muy lejos de ser objetivos, pero que usamos para avalar
intervenciones que a veces son intrusivas, despojándoles de la responsabilidad
subjetiva.
A modo de conclusiones, las líneas de permanente reflexión que guían y atraviesan las
intervenciones, deben estar orientadas hacia los siguientes aspectos:
Trabajar en la comunidad.
BIBLIOGRAFÍA
Erving Goffman, " Internados: Ensayos sobre la situación social de los enfermos
mentales "(Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1972).