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I- Estado niñera

Alexis de Tocqueville, en un pasaje célebre de La democracia en América, trata de


imaginarse la
forma que tomará el poder despótico en el mundo venidero. Para ello, primero debe reparar
en el
tipo de hombre que habrá de ser gobernado. Sus palabras, que son de 1835, constituyen
una
anticipación muy precisa de nuestra sociedad actual:
Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo,
veo una
multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí
mismos
para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma. Cada uno de
ellos,
retirado aparte, es extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus amigos
particulares
forman para él toda la especie humana. En cuanto al resto de sus conciudadanos, están a
su lado
pero no los ve; los toca pero no los siente, no existe más que en sí mismo y para sí mismo,
y si
todavía le queda una familia, se puede al menos decir que no tiene patria.429
En estas palabras, el idios griego es pintado de cuerpo entero.
Ensimismado, se sustrae de todo lo que no corresponda a su diminuto círculo. Nuestro
idios, que
además de patria tampoco tiene ya familia, está más miniaturizado de lo que pronosticaba
Tocqueville. El diminuto círculo se reduce cada vez más. Cuando el idios se convierte en el
sujeto promedio de la sociedad (tal como anticipa el pronóstico tocquevillano), tenemos la
forma-masa que describía Ortega y Gasset. Lo amorfo de la masa es producto de la
atomización,
seguida por la recomposición de las partículas en productos siempre maleables. Así,
Tocqueville
nos habla a su manera del idiota.430 Pero, otra vez, su asunto es determinar de qué
manera este
sujeto será gobernado en lo venidero. Y así continúa:
Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de
asegurar sus
goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se
parecería al
poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero,
al
contrario, no intenta más que ijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los
ciudadanos
gocen con tal de que solo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su felicidad, pero
quiere ser
su único agente y solo árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y asegura sus necesidades,
facilita
sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones,
divide
sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la di icultad de pensar y la pena de vivir?431
La astucia del «inmenso poder» que Tocqueville ve alzarse consiste, pues, en infantilizar a
sus
súbditos. Esto constituye el exacto reverso de las esperanzas de los ilustrados, que
especulaban
con que el poder educara para la autonomía. Si la Ilustración era, siguiendo a Kant, el
esfuerzo
por medio del cual el hombre se hace «mayor de edad», el
despotismo («administrativo») que pronostica Tocqueville basará su poder en desbaratar
esos
esfuerzos.
Así, el súbdito debe ser mantenido en un estado permanente de minoría de edad. Por eso,
la
forma de este poder se le presenta a Tocqueville como distinta de la igura del padre. Este
último
tiene por objeto «preparar a los hombres para la edad viril», pero a la nueva forma de
despotismo
político le resulta conveniente detener para siempre al individuo en instancias infantiles de
su
desarrollo. Para esto, el poder debe ser más amable que disciplinador: más que ordenar, el
poder
debe hacer gozar. Esta es la única manera de lograr que el ciudadano desee su propia
infantilización y no quiera salir de ella jamás. Por eso, la igura del padre resulta inadecuada
como metáfora, puesto que su disciplina y su orden tienen fecha de vencimiento a la vuelta
de la
esquina, y en torno a ella gira la e icacia de su función. La índole de la paternidad descansa
en la
consecución de la mayoría de edad de los hijos. La del nuevo
despotismo descansa, según Tocqueville, exactamente en lo contrario.
La libertad, de autonomía, pasa a ser, cuando mucho, «espontaneidad».
La mayoría de edad se vuelve un estorbo para el goce, puesto que implica reglas y
responsabilidades. A diferencia del niño que cumple las reglas de su padre, y a diferencia
del
padre entendido como mayor de edad que se da reglas a sí mismo, el adolescente se
quiere por
fuera de toda regla:
«No soy libre cuando me doy libremente una regla de conducta, sino cuando me
desembarazo de
toda regla».432 El Estado convertido en
niñera, reglando y tutelando hasta el inal la vida del súbdito,
dictaminando y repartiendo «derechos» al por mayor, lo hará de modo que este no pueda
salirse
de su estadio adolescente, creyendo el muy idiota que está «liberándose de las reglas»,
cuando no
deja de hipotecar su vida a una maquinaria que no ha dejado de crecer desde su
advenimiento con el mundo moderno. Desembarazado de las reglas de la moral, de las
normas de
la costumbre, de las exigencias de sus lazos sociales y de su mismísima razón, el idiota
«liberado» no tendrá ninguna opción frente a un Estado que continúa monopolizando la
fuerza,
que continúa sacándole el fruto de su trabajo, que lo desarma, lo adoctrina, lo embrutece, al
mismo tiempo que lo acaricia, lo consuela, lo incluye y procura proveerle todos sus goces.

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