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apego de los dirigentes a las funciones que confunden con ellos mis-
mos, por medio de las cuales prolongan su sensibilidad física hasta
las extremidades del cuerpo social. Este fenómeno concreto y obser-
vable ha dado origen, por un proceso inconsciente del pensamiento,
a la teoría tan difundida de la nación-persona, cuya expresión visible
es el Estado. El -Calico elemento de verdad en esta teoría es el psicoló-
gico: para quienes se identifican con el Estado, la nación es en efecto
la expresión de sus personas.
Conviene evitar las consecuencias a que nos llevaria la conclusión
lógica de este proceso. Si realmente el yo gubernamental puede di-
fundirse en el conjunto humano de modo que no sólb gobierne sus
movimientos, sino que también reciba todas sus impresiones, queda-
rian resueltas las antinomias políticas tradicionales: preguntar si el
impulso debe descender del Poder mediante órdenes autoritarias o,
por el contrario, ascender del cuerpo social como expresión de la vo-
luntad general, sería una cuestión vana, ya que esas órdenes se aco-
modarían entonces forzosamente a esa voluntad general: no habría
más que un problema filosófico de prioridad.
Partiendo de la naturaleza egoista del Poder, se Regalia a establecer
que, dejando que este egoísmo se desplegara completamente, no po-
dria querer sino precisamente lo que la utilidad social necesita. Teo-
ría que no sería más absurda que aquella sobre la que durante tanto
tiempo ha vivido la economía politica. Pues si los egoismos indivi-
duales, abandonados a ellos mismos, producen el mejor resultado
posible, ¡Tor qué no habria de hacerlo el egoísmo del gobernante?
Hay que purgar a la ciencia politica de semejantes sofismas, todos
ellos surgidos del mismo error, prolongando hasta el infinito una
curva que seg o es válida dentro de ciertos límites. Tanto el razona-
miento como la observación permiten afirmar que el egoísmo de los
hombres del Poder les lleva tanto más a identificarse con la sociedad
cuanto más larga y más estable es su posesión del Poder. La idea de
legitimidad es una expresión de esta verdad. El poder legítimo es
aquel en que una reciproca habituación ha acomodado los propios
intereses a los de la sociedad.
Pero la lógica no permite afirmar —y la experiencia lo desmien-
te— que el instinto pueda hacer que esta acomodación sea perfecta.
Chocamos aqui contra el escollo en que han naufragado todas las
doctrinas, tanto modernas como antiguas, que pretenden fundar el
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2 Como puede verse, ya sea en los capítulos segundo y tercero de mi curso elemen-
tal de historia económica: L'Economie mondiale au xxe sPecle, ya sea en mi estudio L'or au
temps de Charles Quint et de Philippe II, Sequana, París 1943, la monarquía, en los siglos
xvI y xvii, consideró el auge económico casi exclusivamente como un medio de poder
militar.
3 Wase la obra fundamental de Boissonnade, Le Socialisme d'Etat en France au temps
des Valois et Colbert.
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4 Massillon, Oración ftinebre de Luis XIV, en Oeuvres, ed. de Lyon, 1801, t. II, p. 568.
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sus pueblos, y que, tomándolo todo, creen que todo lo dan. En la exis-
tencia sucesiva del Poder, esos dos caracteres contribuyen juntamen-
te a inflarlo: uno proporciona el impulso y el otro la tenacidad.
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8 Como vemos por los interesantes estudios de F. Lot y R. Fawtier, Le premier budget
de la Monarchie française, 12024203.
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contra los otros poderes de la misma clase, sino que también pretende
defenderlos contra poderes de especie diferente. Este punto merece tanta
mayor atención cuanto más general suele ser su desconocimiento.
Es un error sorprendentemente extendido no ver en la sociedad
más que un solo Poder, la autoridad gubernamental o la fuerza pú-
blica, siendo así que no es más que uno entre los poderes presentes
en la sociedad, que coexiste con otros muchos que son a la vez sus
colaboradores, en cuanto concurren con él a procurar el orden social, y
sus rivales, en cuanto que, como él, exigen obediencia y captan apoyos.
Estos poderes no estatales, a los que reservamos el nombre de po-
deres sociales, no son, como tampoco lo es el Poder, de naturaleza ange-
lical. Si todos lo fueran, seguramente no podría haber entre ellos sino
una perfecta armonía y cooperación. No ocurre así: por más altruista
que pueda ser el destino de un poder, como el paternal o el eclesiásti-
co, la naturaleza humana le comunica un cierto egoísmo: tiende a con-
vertirse a sí mismo en fin. Mientras que, por el contrario, un poder con
destino egoísta, como el feudal o el patronal, se atempera naturalmente,
en diferentes grados, a tray & de un espíritu protector y bienhechor.
Toda autoridad es, por exigencia de su naturaleza, de esencia dualista.
En cuanto ambiciosa, toda autoridad particular tiende a aumen-
tar; en cuanto egoista, a no tener en cuenta más que su inter& inmedia-
to; en cuanto celosa, a cercenar la parte de las demás autoridades. Se
da, pues, una incesante lucha de poderes, y esto es lo que le propor-
ciona al Estado su principal oportunidad.
El crecimiento de la autoridad del Estado se presenta a los indivi-
duos mucho menos como una acción continua contra su libertad que
como un esfuerzo destructor de las fuerzas a que están sometidos. Es
como si el progreso del Estado fuera un progreso de los individuos.
Tal es la causa principal de una permanente complicidad de los
súbditos con el Poder, el verdadero secreto de su expansión.
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los esquemas que puede construir, desea que el mundo creado esté
construido no sólo con los mismos instrumentos que él maneja, sino
también con las mismas artes que ha aprendido a dominar. Le encanta
todo lo que puede reducirse a unidad, mientras que la naturaleza le
desconcierta sin cesar por la complicación que parece preferir, como
lo demuestra la estructura química de los cuerpos orgánicos."
Es un juego agradable imaginar cómo el hombre, si tuviera poder
para ello, reconstruiría el universo, cómo lo simplificaría y unificaría.
No puede hacerlo, pero tiene, o cree tener, el poder de reconstruir el
orden social. Y en este terreno, en el que no se considera obligado a
respetar las leyes de la naturaleza, procura imponer esta sencillez de
la que está locamente embriagado y que confunde con la perfección.
Tan pronto como un intelectual imagina un orden sencillo, sirve
al crecimiento del Poder, ya que el orden existente, aqui como en to-
das partes, es complejo, reposa en una multitud de soportes, autori-
dades, sentimientos y ajustes muy diversos. Si quisiera sustituir todos
estos elementos por uno solo, éste debería ser una voluntad enérgica;
si se quiere que en lugar de todas estas columnas haya una sola, ésta
deberá ser fuerte y robusta. Y sólo el Poder —¡y qué Poder!— podría
serlo. El pensamiento especulativo, por el simple hecho de ignorar la
utilidad de una multitud de factores secundarios, contribuye forzo-
samente a reforzar el poder central, y nunca de un modo tan seguro
como cuando se desentiende de cualquier otra forma de autoridad,
pues la autoridad es necesaria, y cuando surge lo hace necesariamente
en su forma más concentrada.12
11 Comte observa justamente que lo que llamamos «el mal» no osamos esperar eliminarlo
del mundo natural, pero sí del mundo social: «Por su complicación superior, el mundo politico
no puede menos de estar peor regulado at'm que el mundo astronómico, fisico, químico o
gico. ¿A qué se debe, pues, que estemos siempre dispuestos a protestar indignados contra las
radicales imperfecciones de la condición humana en el primer caso, pero tomemos las demás
con tranquilidad y resignación, aunque no sean menos pronunciadas ni menos sorprendentes?
Creo que la razón de este extratio contraste radica principalmente en que hasta ahora la filoso-
fía positiva ha podido desarrollar nuestro sentimiento fundamental hacia las leyes naturales
tan sólo respecto a los fenómenos más sencillos, cuyo estudio es relativamente fácil y debe rea-
lizarse en primer término.» Cours de Philosophie positive, 1839, t. IV, pp. 152-53.
12 Tocqueville ha observado con razón, a propósito de la Revolución, cómo un pen-
samiento que critica como irracional, desconsiderado y que contribuye a derribar, al
mismo tiempo que la autoridad política, las autoridades sociales y espirituales que
contribuyen a mantener el orden, prepara ipso facto el triunfo ulterior de la autoridad
politica, que necesariamente debe resurgir, sobre las autoridades sociales y espirituales
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juntos hacia los mismos objetivos y que siempre y por doquier no ten-
gan sino una manera de vivir com-Cm...14
Propiedad común: los magistrados repartirán entre los ciudadanos
lo que cada uno necesite. Uniformidad en la manera de vestir, común
la comida, común el alojamiento, y Campanella nos describe cómo los
magistrados distribuyen los habitantes, para cada plazo de seis me-
ses, entre los distintos dormitorios, inscribiendo sus nombres en la
cabecera de la cama. Los magistrados asignan también las tareas, y
se precisa su aprobación —siempre revocable— para que alguien pue-
da dedicarse a los estudios. Moro reparte la existencia de los habitan-
tes de su Utopia entre un servicio de trabajo agrícola y una profesión
urbana, que es la del padre, salvo decisión contraria de los magistra-
dos. Nadie puede abandonar su residencia sin un pasaporte en el que
se consigne la fecha del retorno. Y Platón propone que no se permita
viaje alguno al extranjero si no es por razón de servicio público, sien-
do obligación de los ciudadanos que retornan de un viaje oficial ex-
poner a la juventud cuán inferiores han encontrado las instituciones
de otros 'Daises.
Tales son las reglas de las repúblicas ideales soíiadas por los filó-
sofos, cuya imagen pudo entusiasmar a nuestros antepasados, cuan-
do no pasaban de ser fantasias irrealizables. Nosotros, cuando estas
nubes borrascosas se nos acercan, miramos con atención buscando en
ellas la libertad, pero no la encontramos. Todos estos sueños son meras
tiranías, más estrictas, más duras, más opresivas que cualquiera de
las registradas por la historia. En todas ellas el orden se consigue al
precio de la inserción en un registro y una regimentación universales.
A estos extremos llega el pensamiento desbocado. Son imaginacio-
nes reveladoras de su tendencia natural. Prendado del orden, en cuan-
to es inteligencia, un orden que —en cuanto humano— concibe como
algo simple. Cuando intenta llevarlo a la práctica, se percibe la som-
bría ferocidad de Savonarola o de Calvino; con frecuencia busca el
concurso del hombre de acción, su brazo temporal. Así Platón espe-
raba que el tirano de Siracusa pondría en práctica sus leyes.
¿Es acaso paradójica esta asociación del filósofo con el tirano? En
absoluto. El intelectual jamás considera que el Poder es demasiado
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