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El historiador británico Peter Burke (Londres, 1937), especializado en el devenir social y

cultural de la primera Edad Moderna en Europa y estudioso de la historia social del


conocimiento, nos acerca al Renacimiento en su vertiente intelectual en la obra El
Renacimiento Europeo. Centros y periferias (Editorial Crítica) para reexaminar el papel que
ha desempañado este movimiento en la formación de la cultura europea y su influencia en las
formas de conducta y los pensamientos de los europeos.
El ensayo está estructurado en cinco partes que siguen la secuencia cronológica del
movimiento: origen, difusión, modificación, influencia y, finalmente, desintegración.

Así, el autor comienza analizando el surgimiento del Renacimiento. Aunque nuevas


aportaciones al tema hablan de dos Renacimientos, debido a las importantes innovaciones
que se estaban produciendo en paralelo en la zona Flamenca, existe consenso en situar el
origen geográfico de este movimiento en las ciudades italianas. Algunas consiguieron
desarrollar una cultura alternativa –más laica que clerical y más civil que militar-, al mostrarse
menos permeables a la influencia del epicentro cultural del período que era Francia. Fue en
estos inicios del Renacimiento italiano (1300-1490) cuando asistimos al entusiasmo por los
clásicos y su lenguaje. Esa admiración por la cultura clásica, considerada superior, impulsó a
los primeros humanistas a marcarse como objetivo el renacer de la Antigüedad. La figura que
encarna esta tendencia es el poeta, erudito y filósofo Francesco Petrarca. Su obra destila una
profunda admiración por la cultura romana y muestra una nueva preocupación por la persona
individual y los asuntos terrenales.
Esos primeros humanistas confiaban en que los clásicos trajeran la luz necesaria para sacar
al hombre de las tinieblas en las que había estado inmerso. En ese momento surgió el término
“Edad Media” o “Edad Oscura”, como contraposición a la nueva cultura que esos pensadores
querían restablecer. Hasta ese momento los rasgos culturales medievales predominantes –que
persistieron durante el siglo XV y más aún- eran el arte gótico, la caballería que ensalzaba
los valores de la nobleza y la filosofía escolástica de santo Tomás de Aquino (la fe superaba
a la razón). Lo que cambió en el curso del Renacimiento fue que esas manifestaciones
culturales perdieron el monopolio en sus respectivos campos y se vieron obligadas a competir
o a interactuar con nuevos estilos y valores alternativos procedentes de la recuperación de la
tradición clásica.

En la segunda parte de la obra nos encontramos en pleno apogeo renacentista (1490-1530).


Burke hace hincapié en las formas de difusión del movimiento. Los pensadores y artistas
“emulan” la obra de los antiguos, convencidos de que, siguiendo el dictamen de unas reglas,
podrían llegar a igualarlos, e incluso superarlos. El autor nos destapa la importancia que los
pequeños grupos intelectuales tuvieron en la maduración del movimiento; Maquiavelo
escribió “El Príncipe” (1513), y artistas como Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Rafael
coincidirían en Roma aprendiendo unos de otros. El final de estos momentos gloriosos para
el Renacimiento italiano está marcado por el saqueo de Roma por las tropas del emperador
Carlos V (1527). Este suceso, unido a la muerte del papa León X, un gran amante y protector
del arte, dispersó a los artistas y estudiosos que trabajaban en Roma poniendo fin a la
preeminencia de esa ciudad como centro de desarrollo y difusor del humanismo. Erasmo de
Rotterdam, el español Luis Vives y el inglés Tomás Moro son algunos ejemplos de la pérdida
de supremacía italiana en los estudios humanistas y también la constatación de las diferencias
y ambivalencias dentro del movimiento.
En el tercer capítulo nos introduce en la diversidad de este movimiento intelectual. La
historiografía tradicional señalaba la Reforma de Lutero (1520) y la convocatoria de la
Contrarreforma en los países católicos, como símbolos de la crisis del Renacimiento. Sin
embargo, Burke se desmarca de esa visión y declara su continuidad hasta, al menos, el 1630.
La variedad del movimiento es la principal característica de esta etapa final, fruto de su
interactuación con el protestantismo y el catolicismo de la Contrarreforma.

En esos momentos el Renacimiento era ya algo más que un movimiento intelectual, los
ideales que habían motivado a los pequeños grupos intelectuales a principios del siglo XV ya
se daban por sentado e incluso influían en la vida cotidiana de una minoría significativa de
europeos.

Uno de los objetivos marcados del ensayo se alcanza en esta cuarta parte. El autor se pregunta
cómo influyó este movimiento de renovación cultural en el día a día de los europeos. Nos
contesta por medio de fuentes documentales particulares que logran imbuirnos en los nuevos
hábitos de pensamiento y formas de conducta. Así se nos revela que, hacia mediados del siglo
XVI, algunos hombres pensaban que estaban viviendo una nueva era, con ello no hacían
referencia exclusivamente a la recuperación de la Antigüedad, sino también a la invención de
la imprenta y la pólvora y; sobretodo, al descubrimiento del Nuevo Mundo.

A grandes rasgos el autor acentúa los aspectos – materiales e inmateriales- que mostraron
más claramente la influencia que el Renacimiento ejerció sobre ellos.

En cuanto a la cultura material esta experimentó importantes cambios con la entrada de


nuevos objetos disponibles que decoraban las casas de los acaudalados. Era un símbolo de
poder y rango que los nobles, mecenas y pudientes, se hicieran construir una casa siguiendo
el nuevo estilo clásico porque ese gesto significaba participar del renacimiento de la
Antigüedad.

Los libros de diseño se publicaban por doquier atendiendo a las necesidades de la época,
especialmente populares se hicieron las imágenes de emperadores en las casas; una forma de
traer la antigua Roma. Dentro del hogar, la sala de estudio o el escritorio, se erige como
símbolo principal de los valores renacentistas. Ese nuevo espacio, a menudo decorado con
objetos temáticos – el globo terráqueo por excelencia- estaba reservado para la reflexión, la
lectura o la escritura.

Con el tiempo la sala de estudio dejó paso al museo (lugar dedicado a las musas). En esa zona
se coleccionaban y exponían antigüedades de todo tipo, también obras de la naturaleza, como
conchas, especímenes disecados de animales o plantas exóticas. El jardín de la casa con
frecuencia se utilizaba como una galería de esculturas al aire libre. El siglo XVI fue una época
de auge del jardín como objeto estético y de consumo ostentoso.

Otros aspectos no materiales también reflejaron la influencia del Renacimiento; el interés por
la identidad, por ejemplo, es otra característica renacentista que despunta, y se hizo evidente
en dos géneros: la tumba y el retrato. La tumba, construida a menudo siguiendo el estilo
clasicista, podía incluir el escudo de armas de la familia, epitafios laudatorios y las figuras
del esposo, la esposa y los hijos. Se trataba de representar a la familia en la comunidad tal
como la galería de retratos lo hacía en el interior de la casa. Los retratos y las biografías
abundaron, siguiendo siempre los modelos clásicos o los ejemplos italianos. Todo ello
manifiesta cambios en las concepciones del ego, la personalidad humana y la nueva
importancia dada a construir una identidad personal.
Las prácticas lingüísticas también experimentaron novedades, se escogían ciertos nombres
personales y se latinizaron algunos apellidos como forma de identificarse con la Antigüedad.
Fue habitual recuperar el estilo de escritura manuscrita de los calígrafos de la época de
Carlomagno, al suponer que era la manera de los antiguos romanos, y se introdujo el estilo
itálico. Otra práctica social que penetró con fuerza en la vida diaria fue la escritura de poesía,
especialmente los sonetos de amor al estilo de Petrarca. Los tratados de arte epistolar
proliferaron ante la gran demanda de modelos de cartas y acabó constituyendo un género en
sí mismo.

Los modelos de conducta también se vieron influenciados por el Renacimiento. La humildad,


el valor y la virtud eran los nuevos valores en boga. La curiosidad, una actitud antes
condenada, empezó a valorarse. Los cambios en la educación influyeron en la formación de
nuevos hábitos mentales. Se inculcaban pensamientos homogéneos y fomentaban una
cosmovisión asentada en cualidades morales ordenadas jerárquicamente. A la vez, se
promovía una concepción del mundo basada en términos de oposiciones binarias
(vicios/virtudes).

La filosofía de Platón y los estoicos también entraron en la vida diaria de algunos grupos
intelectuales. La idea central del estoicismo en su versión renacentista era la “apatía”, la
“constancia” o la “tranquilidad de mente”. La imagen por excelencia era la de un hombre
afrontando el desastre calmadamente, como un árbol o una roca en la tormenta.

A nivel colectivo, la conciencia del mundo más allá de Europa empieza a detectarse en las
historias escritas. Sin duda, los descubrimientos geográficos incidieron en la imaginación de
los europeos. Los relatos y testimonios de viajeros a lo largo del siglo XVI ensancharon su
horizonte. A finales de ese siglo, numerosas imágenes visuales se difundían, los grabados y
las ilustraciones familiarizaban a los europeos, a través de los estereotipos clásicos, con los
lugares exóticos y sus habitantes. La reflexión sobre lo que significaba ser europeo también
tuvo lugar en las fronteras. Así, la amenaza de la invasión turca en las décadas de 1450 y
1520 alentó la solidaridad europea, esto, sumado a la invasión del Nuevo Mundo resultaron
sucesos fundamentales para estimular la conciencia de la identidad europea.
¿Cuándo acabó el Renacimiento? En la parte final Burke aborda este controvertido asunto.
Su teoría apunta al principio del sigo XVII con la revolución científica y el surgimiento del
Barroco, aunque señala que en algunos campos las prácticas renacentistas persistieron.
Observa cómo la “marchitación” del movimiento se reflejaba en las fuentes escritas. Estas
mencionaban “nuevos mundos, nuevas estrellas, nuevos sistemas, nuevas naciones”, dejando
atrás la idea de renacer y librándose del modelo de la Antigüedad.

Galileo y Descartes encarnaron esta ruptura con lo anterior; ambos desecharon la primacía de
los Antiguos, que habían sido el modelo de los humanistas renacentistas. La razón, encarnada
en las matemáticas y en la geometría, ganó prestigio intelectual ante la Antigüedad,
colaborando en la desintegración de este movimiento.

Sin duda, esta obra destaca dentro de la numerosa bibliografía existente sobre el
Renacimiento por la visión global que ofrece de este acontecimiento tan determinante para la
historia de Occidente. El autor no limita su investigación a los centros culturales potentes del
momento, Italia, Francia y Flandes, sino que la expande para mostrarnos el proceso por el
cual las nuevas ideas y formas culturales penetraron hasta las periferias del continente.
Adaptándose a cada contexto concreto, este movimiento logró integrar los nuevos elementos
culturales en la vida cotidiana de esos países, contribuyendo con ello a «europeizar» Europa.

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