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Obras

Volumen III
El racionalismo. Descartes y Espinosa

Sergio Rábade Romeo

Edición de
María Luisa de la Cámara

E D I T O R I A L T R O T T A

C E U U N I V E R S I D A D S A N P A B L O
© Editorial Trotto, S A , 2006
Ferroz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 ó 1
Fax: 91 543 14 08
E-mail: dditorial@lrotta.es
http://www.1roMa.os

Sergio Róbade Romeo, 2006

© Mario Luisa de la Cámara,


pora la edición, 2006

ISBN: 84-8164-532*X (Obra completa)


ISBN: 84-8164-881-7 (Volumen III)
Depósito Legal: M-4 7.480-2006

Impresión
Tecnología Gráfica, S.L.
CO NTENIDO

Prese litación: María Luisa de la Cám ara ....................................................... 9

Siglas utilizadas .................................................................................................. 33

Método y pensamiento en la modernidad..................................................... 35

Renato D escartes................................................................................................ 145

Dios y el problema del criterio en D escartes................................................ 157

Descartes y la gnoseología m oderna............................................................... 177

Espinosa: razón y felicidad............................................................................... 329

Función del cuerpo en la dinámica afectivo-pasional en E spinosa.......... 513

Libertad metafísica y libertad cívico-política................................................ 523

Necesidad y contingencia: razón y libertad................................................... 537

índice de autores citados .................................................................................... 547

índice general ....................................................................................................... 551


SIGLAS UTILIZADAS

Las siglas utilizadas para las obras de Descartes son:

Reg. Regulac ad directionem htgenii


Disc. Méth. Discours de ta Méthode
Med. Mediiationes de prima philosohia
Notae Notae bt prograíTinia
Princ. Principia philosophiae
Obi. Obiect iones
Resp. Responsiones

Las utilizadas para las obras de Espinosa son:

CM Cogitata Metaphysica (Pensamientos meta físicos)


DIE De intellectus emendatione (La reforma del entendimiento)
E Ethica ordine geométrico demonstrata (Ética demostrada según
el orden geométrico)
EP Epistolae (Cartas)
CT Korte Verhandeling (Coreo tratado)
PPC Principia philosophiae Cartesianae (Principios de filosofía carte­
siana)
TP 7Iractatus Póliticus (Tratado político)
TTP Tiractatiis Theoiogico-Politicus (Tratado teológico-político)

En la Ética se utilizan las siguientes siglas;

ap. apéndice
ax. axioma
cap. capítulo
cor. corolario
def. definición
cxp. explicación
Icm. lema
praef. prefacio
pr. proposición
sch. escolio
M ÉTODO Y PENSAMIENTO EN LA M ODERNIDAD*

NOTA PRELIMINAR

El título de este trabajo puede resultar a todas luces pretencioso, y con


razón. Bajo Método y pensamiento en la Modernidad caben demasiadas
cosas, a la mayoría de las cuales ni siquiera se va a hacer referencia. No
vamos a desarrollar las complejas teorías del método, ni la nueva con­
cepción del pensamiento en la modernidad. Son mucho más modestas
nuestras pretensiones: delinear unos rasgos fundamentales — los que a
nosotros nos han parecido más importantes— de las relaciones entre
los nuevos planteamientos metodológicos y el nuevo estilo de pensar.
Podríamos decir que aspiramos a ayudar a determinar el contexto ne­
cesario para entender algunas interconexiones medulares entre el mé­
todo y el pensamiento en los albores del filosofar moderno. Y ello se
va a hacer desde una doble perspectiva: la histórica y la problemática.
Hay unas «circunstancias históricas» que son determinantes, y hay un
núcleo de problemas insoslayables. Creemos que esta doble perspectiva
es inevitable si se pretende un acercamiento al auténtico sentido de las
nuevas inflexiones del método y del pensamiento. Sólo así entendere­
mos las innovaciones metodológicas y su inserción en el pensamiento.
Acaso con esto el título quede de alguna manera justificado, aunque siga
adoleciendo de desmesura. Se nos puede hacer venia de ella por mor
de la brevedad. Un mayor ajuste entre título y contenido no se llevaría
bien con esa brevedad.
Las páginas que siguen son, básicamente, un curso de doctorado
impartido en el año académico 1976-77. A los alumnos que lo siguieron
debo agradecerles el estímulo de su atención, y el de sus preguntas y
observaciones. Y también debo agradecer a Cristina Peretti su inesti­
mable ayuda en la preparación definitiva del original para su envío a la
imprenta.

Madrid, agosto de 1980.

* Publicada por Narcea S.A. de Ediciones, Madrid, 1981.


OBSERVACIÓN BIBLIOGRÁFICA*

Las obras fuentes de los autores que constituyen la base del presente estudio se
citan de acuerdo con las ediciones que figuran a continuación^

Arnauld, A. y Nicole, P., La logique ou Vart de Penser. Ed. de R Clair y F. Girbal,


PUF, Paris, 1965.
Bacon, F., The Works ofFrancis Bacon. Ed. de J. Spedding, R. Leslie Ellis y D.
Denon Heath, London, 1858. Reed. facsímil Friedrich Fromann, Stuttgart-Bad
Cannstatt, 1963, 14 vols.
Descartes, R., Oeuvres de Descartes. Ed. de Ch. Adam y P. Tannery. Reed. de J.
Vrin, Paris, 1964-1974.
Hobbes, Th., Thomae Hobbes Malmesburiensis opera philosophica quae latine
scripsit omnia. Ed. de G. Molesworth, London, 1939. Reed. Scientia Verlag,
Aalen, 1966, 5 vols.
Hume, D., The philosophical Works. Ed. de Th. H. Green y Th. H. Grose, Lon­
don, 1886. Reed. Scientia Verlag, Aalen, 1964, 4 vols.
Leibniz, G. W., Die Philosophischen Schriften. Ed. de G. Gerhardt, Georg Olms,
Hildesheim, 1960-1961, 7 vols.
Leibniz, G. W., Opera philosophica. Ed. de J. E. Erdmann, 1840. Reed. Scientia
Verlag, Aalen, 1959.
Locke, ].,A n Essay on human Understanding. Ed. de P. H. Nidditch,. Clarendon
Press, Oxford, 1975. Daremos habitualmente la traducción de E. O ’Gorman,
FCE, Méjico, 1956.
Malebranche, N., Oeuvres completes de Malebranche. Ed. dirigida por A. Ro-
binet, J. Vrin, Paris, 1962-1970. El texto de laRecherche de la vérité hasido
preparado por G. Rodis-Lewis. Corresponde a los tres primeros volúmenes, de
los 21 de que consta la edición.
Newton, I., Opera quae exstant omnia. Ed. de S. Horsley, London, 1779-1785.
Reed. de Friedrich Frommann, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1964, 5 vols.
Pascal, E., Oeuvres complétes. Ed. de L. Lafuma, Seuil, Paris, 1963.
Spinoza, E., Benedicti de Spinoza Opera quotquot repertasunt. Ed. de J. van
Vloten y J. P. N. Land, 3.a ed. en 2 vols. MartinusNijhoff, La Haya,1914.

Las siglas o abreviaturas de uso más frecuente son las siguientes:

DIE De Intellectus emendatione.


Disc. Méth. Discours de la Méthode.
Nov. Org. Novum Organon.
Reg. Regulae ad directionem ingenii.

* Elaborada por el autor, hace superflua 1a bibliografía final.


I. NUEVO CONTEXTO HISTÓRICO Y PROBLEMÁTICO

L a p reocupación m etod ológica com o determ inan te ep ocal

Si la modernidad sin adjetivos nace con el Renacimiento y, en buena me­


dida, se consolida como actitud vital y como estilo de cultura en el siglo
XVI, por el contrario, la modernidad que se adjetiva cpmo «modernidad
filosófica» no se considera constituida hasta el siglo XV4I. En la búsqueda
de sus orígenes hay que retrotraerse a los siglos anteriores, posiblemen­
te hasta el siglo xiv y, sin duda, a la eclosión renacentista de los siglos
XV y xvi. Pero estos orígenes, si bien, por ser tales, tienen incidencia en
el filosofar del XVII, sin embargo ejercen una influencia que, a nuestro
modo de ver, no es determinante para el nuevo modo de filosofar. Los
inicios de este filosofar nuevo hay que hacerlos coincidir con Descartes.
De esta «modernidad filosófica», surgida y desarrollada en el x v ii, es
de la que, primordialmente, vamos a ocuparnos. Pero quisiéramos que
se entendiese bien nuestro propósito: resulta tan frívolo como arbitra­
rio abrir y cerrar una época filosófica con los ceros mágicos que abren o
cierran cronológicamente los siglos. Por eso, lo único que queremos de­
cir es que el siglo x v ii va a ser el centro focal de nuestra atención. Pero,
desde ese centro focal, no nos vamos a prohibir cuantas referencias sean
oportunas a etapas anteriores, como tampoco nos vamos a prohibir te­
ner en cuenta el siglo x v m . Todo corte radical entre el x v ii y el x v m es
injustificado; y esta falta de justificación degenera en ridiculez si a dicho
corte se lo quiere hacer coincidir con la fecha divisoria de los dos siglos.
No debemos perder de vista que Descartes abre e inaugura una época,
que él, por supuesto, no cierra. A nosotros nos parece que, como poco,
esa época no se cierra, si es que se ha cerrado del todo, hasta Kant. Pues
bien, nuestras reflexiones, sin pretender hacer historia, se van a mover
en el lapso histórico de los siglos XVII y x v m , gravitando, por razones
de mayor originalidad en nuestro tema, hacia el siglo x v ii. Del siglo x v i
sólo tendremos en cuenta aspectos o nombres que nos facilitan claves
para nuestras reflexiones sobre el método.
Tras la sumaria precisión que acabamos de hacer, partimos de una
afirmación a la que cabe mirar como simple enunciado de un hecho
histórico, por complejo que el hecho mismo haya de revelársenos: la
modernidad filosófica tiene como uno de sus caracteres básicos una irre-
nunciable p reocupación m etodológica. Esta preocupación ni nació con
ella ni ha muerto con ella, pero, desde una perspectiva filosófica, fue en
esa época cuando adquirió una mayor dimensión de profundidad y de
compromiso, en el sentido de que las actitudes y planteamientos meto­
dológicos condicionaban, casi sin residuo, las filosofías que con ellos, y
desde ellos, se hacían.
Los filósofos, tanto los del x v n como los del x v m , al menos aquellos
que se ganaron el derecho a entrar en la historia, sentían una auténtica
desazón cuando se enfrentaban con la filosofía que la historia anterior
les había legado. Lo que Kant dirá de la metafísica como campo de
batalla, y de su proceso histórico como una marcha a tientas (Herumta-
ppetiY, es una constante de todos los filósofos, comenzando por Des­
cartes. En el Discurso del Método nos manifiesta que se encontraba, al
finalizar sus estudios, en la embarazosa situación de vense abrumado de
dudas, de tal modo que, más que haber logrado una instrucción, había
descubierto su ignorancia, y ello a pesar de haber tenido el privilegio
de haber estado en una de las más célebres escuelas de Europa1. Que
esto se refiere también y especialmente a la filosofía, queda de relieve
páginas después, cuando nos dice que, a pesar de tratarse de un saber
cultivado por los más excelentes espíritus a través de los siglos, no hay
cuestión alguna sobre la que no se siga discutiendo y que, por lo tan­
to, no sea objeto de duda, multiplicándose la diversidad de opiniones
sobre un mismo tema, situación ésta que dice muy poco sobre su valor
de verdad3.
Por ello, lo mismo que Kant se vio obligado a concebir y a escribir
su obra fundamental como Ein Traktat von der Methode, y no como Ein
System der Wissenschaft selbst4, otro tanto sucede en los autores que
van en la vanguardia de la creación del pensamiento filosófico moder­
no: la necesidad del método se convierte en algo indiscutible. Se tiene
clara conciencia de esa necesidad, y se la entiende como una necesidad
primaria y originante. El método no es sólo una necesidad, sino una
necesidad primera y fundamental, porque sólo desde una previa aclara­
ción metodológica puede originarse un pensamiento filosófico que no
sea simplemente correcto, sino verdadero. N o se puede olvidar que es­
tamos en una época donde la verdad — o la aspiración a ella— es una
exigencia del filosofar.
Esta conciencia de la necesidad del método está presente en todos.
Lo obvio es que cada uno la vea desde su perspectiva, pero en todas las
perspectivas hay algo común: se ha abierto una nueva época, se han
roto los horizontes del viejo mundo, no bastan los viejos caminos, hacen
falta nuevas rutas. Con alegoría de Bacon, ya no basta la navegación a
cabotaje, sino que hay que lanzarse a atravesar océanos; por eso tampo­
co basta la observación de las estrellas: hace falta la brújula. Igualmente,
en el campo del saber ya no podemos contentamos con meditar, obser­
var, argumentar... siqueremospenetrar los secretos de la naturaleza:
«Es necesario exigirque se introduzca un mejor y más perfecto uso y

1. KrV, B XV 2. Disc. Méth., I. AT, VI, pp. 4-5.


3. Loe. cit., p. 8. 4. KrV, B XXII.
aplicación de la mente y del intelecto humano»5. Si reparamos, se ve que
Bacon tiene en cuenta que ha habido otros métodos del saber, pero son
métodos ineptos para la nueva época. Por eso, dentro de su vocación
empírica, dirá:

Pues no sólo debe buscarse y procurarse una mayor abundancia de expe­


rimentos, e incluso que sean de carácter distinto de la que hasta ahora se
ha hecho; sino que es preciso introducir un método, así como un orden y
procedimiento totalmente diversos para desarrollar y promover la expe­
riencia6.

Al comienzo del Discurso del Método encontramos textos que des­


cubren en Descartes un estado de ánimo bastante similar:

Las más grandes almas son capaces de los más grandes vicios, como tam­
bién lo son de las más grandes virtudes; y los que no caminan más que muy
lentamente, pueden avanzar con mucha mayor ventaja, si siguen el camino
recto, de lo que lo hacen los que corren alejándose de él7.

En esta búsqueda y seguimiento de un recto camino afirma el filóso­


fo de Turena que ha estado el éxito, mayor o menor, que él ha podido
lograr. Más expresivo a este respecto es, sin duda, el texto de la Reg. IV,
cuyo significativo título es: Necessaria est Methodus ad rerum veritatem
investigandam (Es necesario un método para investigar la verdad de las
cosas). Si Bacon se había referido a los caminos del mar, Descartes lo
hace a los caminos de tierra firme con estas palabras:

Se ven cautivos los mortales (hombres) de una necesidad tan ciega, que con
frecuencia dirigen sus ingenios por caminos desconocidos, sin ningún motivo
de esperanza, sino simplemente para probar a ver si está allí lo que buscan:
lo mismo que si alguien se sintiera entusiasmado con un deseo tan estúpido
de encontrar un tesoro, que se pusiera a dar vueltas por las plazas, buscando
a ver si por casualidad encuentra alguno perdido por un viandante. Este es
el modo de estudiar de casi todos los químicos, de muchísimos geómetras y
de no pocos filósofos; y no niego, por cierto, que a veces sus tentativas son
tan afortunadas que encuentran algo de verdad; sin embargo no por ello
concedo que sean más hábiles, sino únicamente que han tenido más suerte.

5. Necesario requiritur ut melior et perfectior mentís et intellectus humani usus et


adoperatio introducatur (Nov. O r g Praef. The Works ofF. Bacon. Ed. de J. Spedding, R.
L. Ellis y D. D. Heath, F. Frommann Verlag, Stuttgart, 1963, vol. I, pp. 129-130).
6. At non solum copia tnajor experimentorum quaerenda est et procurando, atque
etiam alterius generis, quam adhuc factum est; sed etiam methodus plañe alia et ordo
et processus continuandae et provehendae experientiae introducenda (Nov. Org., lib. I,
aphor. C, vol. I, p. 203).
7. AT, VI, p. 2.
En efecto, es incomparablemente mejor no preocuparse jamás de inves­
tigar la verdad de ninguna cosa que hacer esto al margen de un m étodo8.

O marchamos a tientas, según la metáfora de Kant, o planificamos


metódicamente el viaje. Que marchando a tientas se puede encontrar
un tesoro, es verdad, pero eso es una casualidad afortunada, no un re­
sultado científicamente previsible. Si reparamos, Descartes no se atreve
a decir que hasta este momento no se haya hecho más que caminar a
tientas, lo que sí afirma es que no se ha hecho casi nada más que eso. Y
la razón está en que lo que hasta él se había venido considerando como
método, era algo que, más que ayudar la inteligencia, la ofuscaba (natu-
rale lumen confundí atque ingenia excaecari); por eso llega a manifestar
su preferencia por, o a confiar más en la inteligencia de los no contami­
nados por la literatura científico-filosófica al uso, que en la de aquellos
a quienes la asiduidad escolar ha hecho víctimas de sus estragos.
Aunque Bacon y Descartes sean pioneros y corifeos de la necesidad
del método y de la necesidad de nuevos métodos, no son los únicos. Por
eso el tema, con dependencia o independencia de ellos, aflora en otros
autores. Espinosa puede ser un ejemplo ilustre. Así en la Carta 37, a
la pregunta de su corresponsal sobre si se da algún método seguro, la
respuesta de Espinosa comienza así:

[...] que es preciso contar con un método, mediante el cual podamos


dirigir y concatenar nuestras percepciones claras y distintas; y que el en­
tendimiento no sea como un cuerpo, sometido al azar9.

Más explícito, si cabe, es el texto del DIE, donde, tras hacer una su­
maria clasificación de las ciencias y de su utilidad, afirma lo siguiente:

Ante todo es preciso arbitrar un método para medicar el entendimiento


y para, en cuanto ello sea posible en los comienzos, purificarlo, a fin de
que lleve a cabo sus funciones intelectivas felizmente, sin error y del mejor
modo posible10.

No deja de ser curioso subrayar que Espinosa, tras las elaboraciones


de Bacon y de Descartes, ya no apunta simplemente la necesidad del
método, sino que dice también cuál es la meta del nuevo método: curar,

8. A.T, X, p. 371.
9. /.../ quod necessario debeat dan Methodus, qua nostras claras et distinctas percep-
tiones dirigere et concatenare possimus, et quod intellectus non sit veluti corpus, casibus
obnoxias (Opera. Ed. de J. van Vloten y J. P. N. Land, vol. III, pp. 134-135).
10. Sed ante omnia excogitandus est modus medendi intellectus, ipsumque, quantum
initio licet, expurgando ut feliciter resabsque erróte, et quam optime inteüigat (Opera, vol.
I, P- 6).
purgar, limpiar el entendimiento. Quede simplemente apuntada esta
idea, sobre la que habremos de volver posteriormente11.
Como último ejemplo vamos a referirnos a la Logique de Port-Ro-
yal. Pocas obras tienen valor testimonial más rico y curioso sobre las
preocupaciones metodológicas y epistemológicas del siglo xvn. Muy al
principio de la obra, con cierto barroquismo, que no es ajeno a muchas
páginas de la misma, se nos habla de la necesidad de reglas metodológi­
cas con estas palabras:

Mas puesto que el espíritu humano es algunas veces víctima de abuso por
falsos resplandores, cuando no presta la atención necesaria, y dado que hay
muchas cosas que uno no conoce más que mediante un largo y difícil exa­
men; es indudable que sería útil contar con reglas para conducirse en tales
circunstancias de tal manera que la investigación de la verdad resultase más
fácil y más segura; y estas reglas no son sin duda imposibles12.

Y no son imposibles tales reglas, porque, otra vez con la metáfora


o alegoría de Kant, tras los tanteos de nuestro trabajo científico, somos
capaces de saber cuándo hemos estado acertados y cuál ha sido la causa
del error en los desaciertos, «y de esta manera, sobre tales reflexiones
formar reglas para evitar vernos sorprendidos en el futuro»13.
Pero hay todavía más: aludíamos antes a Bacon y Descartes como
pioneros de la nueva era metodológica. Y pensamos que ello es tanto
más verdad cuanto que el uno y el otro han puesto su vida, si cabe decir­
lo así, al servicio del método y, como consecuencia de ello, han podido,
en cierta medida, presentar su metodología como un elemento de su

11. Tampoco Hobbes dejó de expresar esta necesidad del método, a pesar de que
en él no son tan ricas como en otros autores las reflexiones sobre el método: Versari tnihi
ínter homines videtur hodie Philosophia, quemadmodutn frumentum et vinum fuisse in
rerum natura narratur priscis temporibus. Erant enim ab initio rerum vites et spicae spar-
sim per agros, sed satio nulla. Itaque glande vivebatur; aut si quis ignotas dubiasve baccas
tentare ausus esset, cum detrimento id fecit sanitatis suae. Similiter; philosophia, id est
ratio naturalis, in omni homine innata est, unusquisque enim aliquo usqtie raciocinatur, et
in rebus aliquibus, verum ubi longa rationum serie opus est, propter rectae methodi, quasi
sationis defectum deviant plerique et úvagantnr. J& quo contingit sanioris judien vulgo
haberi et esse eos, qui quotidiana cxpericntia tanquam glande CQiit&nti philosophtam aut
abjiciunt, aut non expetunt, quam ti qui op'mionibus mminte uulgaribust sed djtbiis tcuiter-
que arreptis imbuti, tanquam parum sani perpetuo disputant, et rixantur. Fateor quidem
partem philosophiae eam, in qua magnitudinum, figurarumque rationes supputayitur, egre-
gie cultam ese. Caeterum quia in reliquis partibus similem operam positam nondum vidi,
consilium ineo, quoad potero, philosophiae universae pauca et prima elementa, tanquam
semina quaedam ex quibus pura et vera philosophia paulatim enasci posse videtur expli­
care {De Corpore, cap. I. Th. Hobbes Opera Philosophica. Ed. de G. M olesworth, vol. I,
pp. 1-2).
12. La Logique ou l’art de penser. Ed. de R Clair y F. Girbal, PUF, Paris, 1965, p. 20.
13. Ibid.
autobiografía. Si se repara bien, esto no es algo baladí, sino que significa
una auténtica actitud de compromiso vital con el método, con un deter­
minado método. De Bacon incluso cabe decir que murió víctima de las
experiencias exigidas por su nueva metodología científica. El filósofo
inglés tuvo plena conciencia —no sé si exagerada— del valor ejemplar
de su vida en las tareas científicas sujetas al rigor del método. Así nos
lo expone en este pasaje aquejado de la farragosidad no infrecuente de
casi todas sus obras:

Pensamos también que, a partir de nuestro propio ejemplo, es posible ofre­


cer a los hombres un poco de esperanza; y esto no lo decimos por jactancia,
sino porque es útil decirlo. Si hay algunos que desconfían, que se fijen en
mí, hombre superocupado con los asuntos civiles en medio de los hombres
de mi época, y sin una salud muy fuerte (cosa que produce un gran dispen­
dio de tiempo), y en este tema absolutamente pionero, sin haber seguido
las huellas de nadie, y sin cambiar impresiones sobre estas cosas con ningún
mortal, y que, sin embargo, ha iniciado con firmeza el verdadero camino, y,
sometiendo el ingenio a las cosas, ha hecho avanzar un poco (según pienso)
estos mismos temas; y miren después lo que, tras estos nuestros comienzos,
cabe esperar de hombres que disponen de ocio abundante, y de los que se
asocien en los trabajos, y del decurso del tiempo; principalmente en un ca­
mino que no sólo está abierto para cada uno (como sucede en dicho camino
racional), sino en el que los esfuerzos y trabajos de los hombres (principal­
mente en cuanto a la acumulación de la experiencia) pueden distribuirse
y luego conjuntarse magníficamente. Entonces comenzarán los hombres a
conocer sus fuerzas, puesto que no serán infinitos los que realicen las mis­
mas cosas, sino que unos realizarán unas y otros otras14.

Sin embargo, nadie expresó mejor que Descartes la inseparabilidad


entre su método y su biografía intelectual, aunque no siempre sea fácil
aquilatar las afirmaciones referentes a su vida pasada. Prescindiendo
de alusiones más o menos incidentales en las Regulae15, el Discurso del
Método en muchas de sus páginas se convierte en una especie de obra
parenética que invita a mirar la vida de D. Renato como la encarnación
de un método cuya perfección debe medirse por su eficacia. Los testi­
monios de esto son numerosos. He aquí algunos:

No me arredraría en afirmar que pienso haber sido muy afortunado por


haberme encontrado desde mi juventud en determinados caminos que me
han llevado hasta consideraciones y máximas, con las que he formado un
método, mediante el cual me parece que cuento con el medio de aumentar
gradualmente mi conocimiento y de elevarlo poco a poco hasta el más alto

14. Nov. Org., lib. I, aph. CXIII, vol. I, p. 210.


15. Cf., por ejemplo, la IV y la VI.
nivel al que la mediocridad de mi espíritu y la corta duración de mi vida le
pueden permitir alcanzar16.

Y son — continúa diciendo— tales los frutos alcanzados que, a su


mirada de filósofo, se le antojan vanas e inútiles las empresas y resulta­
dos de los que le antecedieron. Por eso, no deja de «recibir una extrema
satisfacción» del progreso que cree haber llevado a cabo en la investiga­
ción de la verdad, pudiendo concebir para el futuro unas esperanzas ta­
les, «que, si, entre las ocupaciones de los hombres puramente hombres,
hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer
que ésa es la que yo he elegido»17.
Por eso, lo que Descartes se propone en el Discurso no es tanto teo­
rizar sobre un método cuanto exhibir como ejemplo el método al que
se ha ajustado su biografía intelectual: «De este modo no es mi designio
enseñar aquí el método que debe seguir cada uno en orden a conducir
bien su razón, sino simplemente hacer ver en qué medida he intentado
conducir la mía»18. Enseñar un método sería adoptar una actitud de
superioridad respecto de aquéllos a quienes se lo enseña. Y Descartes
—humildemente (!)— no se hace solidario de tal actitud. Sus pretensio­
nes, al menos en apariencia, son mucho menores:

Por el contrario, al no proponer este escrito más que como una historia o,
si lo preferís, como una fábula, en la cual, entre algunos ejemplos que se
pueden imitar, se encontrarán posiblemente también otros muchos a los
que habrá razón de no seguir, espero que será útil para algunos, sin ser
perjudicial para nadie, y (espero) que todos me quedarán agradecidos por
mi franqueza19.

Si se repara, este carácter autobiográfico del método hace que el tér­


mino «método» conserve su más puro sentido etimológico: un camino
que hay que recorrer con la mira puesta en un fin o una meta. Y se trata
de un camino personal que cada uno debe descubrir y, si es preciso, irlo
construyendo al recorrerlo. No deja de ser curioso, desde esta misma
perspectiva, que también Espinosa, en su obra metodológica, empiece
con alusiones a su propia experiencia vital:

Después de haberme enseñado la experiencia que todas las cosas que ocu­
rren frecuentemente en la vida son vanas y fútiles... determiné finalmente
investigar si hay algo que sea el bien verdadero y que sea comunicable20.
La meta a la que apunta el camino es aquí distinta: estamos en una
filosofía eudemónica, en una búsqueda de la felicidad, aunque se trate
de una felicidad racional en el sentido más riguroso de la palabra. Pero,
precisamente porque se busca una «felicidad racional», ante omnia
excogitandus est modus medendi intellectus (ante todo hay que arbitrar
un modo de medicar el entendimiento)21. Hay que someter a terapéu­
tica el entendimiento, porque, si nuestro camino no comienza por esta
etapa, no hay modo de evitar los errores y equivocaciones.
Este carácter autobiográfico del método nos obliga a apuntar ahora
una observación sobre la que, sin duda, tendremos que volver en más
de una ocasión: la no neutralidad del método. Nada más lejos de los
pensadores de esta época, sobre todo de los grandes pioneros, que una
concepción del método en la que éste sea como una especie de mode­
lo de quehacer científico que se comporte con absoluta indiferencia o
independencia del sujeto que hace la ciencia o la filosofía, o del tipo de
ciencia y de filosofía que se hace. El método, por imperfecto que esto
pueda parecer a algunas epistemologías actuales, lleva siempre el cuño
de la vida de quien lo realiza. Es importante tener esto en cuenta, ya
que nos puede hacer comprender por qué, por ejemplo, el método de
Descartes, al convertirse en el método de los «cartesianos», pierde mu­
cho de su vitalidad y fuerza creadora, degenerando en un escolasticismo
tan formulario como cualquier otro escolasticismo. Y algo semejante se
podrá decir más tarde en el ejemplo paralelo de los newtonianos, por
más que los temas estrictamente científicos propicien una neutralidad
metodológica que en el terreno de la filosofía es una utopía.
Pero no acaba aquí la no neutralidad de los métodos, porque cada
método no sólo viene condicionado por la vida del que lo practica e
incluso, dentro de ciertos límites, lo teoriza, sino que cada método de­
termina y, a su vez, es determinado por el tipo de saber que con él, como
instrumento, se realiza. Creemos necesario insistir en este punto que
nos sitúa casi en los antípodas de muchos planteamientos epistemoló­
gicos actuales.
La filosofía de Bacon, hasta el grado en que quepa hablar de una
genuina filosofía en el pensador inglés, es inconcebible sin su método,
como resulta patente de la más superficial lectura de sus obras. Y en el
caso de Descartes esto es todavía mucho más claro. Gouhier, avalado
por la profunda familiaridad que ha adquirido con los más finos perfiles
de la filosofía cartesiana, expresa la indisociable conexión entre método
y filosofía con esta bella alegoría:
El método, pues, no existe separado de la realidad a la que se aplica. Sus
preceptos son, respecto al espíritu, como los de la higiene en relación al
cuerpo. Entre la higiene y el cuerpo, está la salud del cuerpo, que es el fin
de la higiene y lo que la subordina al conocimiento del cuerpo; entre el
método y el espíritu, está la salud del espíritu, que es el fin del método y lo
que lo subordina al conocimiento del espíritu; de este modo el método no
tiene sentido más que en el interior de una totalidad concreta, el espíritu
en buena salud.
Todas las cuestiones referentes al método deben ser planteadas a partir
de este hecho22.

El mismo Gouhier, a renglón seguido, se hace eco de la afirmación


de Hamelin sobre la unión de metafísica y metodología en Descartes,
aduciendo la primera de las cuatro reglas de la II parte del Discurso
como expresión de esta inextricable unión. En efecto, el imperativo de
no aceptar jamás cosa alguna como verdadera si no conocemos con evi­
dencia que es así, señala más un fin de metafísica gnoseológica que un
estricto procedimiento de conocer; más que determinar la forma del sa­
ber, define la verdad por remisión a una experiencia que sólo tiene valor
supuesta una determinada concepción de la naturaleza del hombre23.
Es precisamente esta reciprocidad entre método y saber lo que per­
mitiría hablar de una interna circulatio entre el método y el saber, por
cuanto, si bien el método conduce a la ciencia, es la ciencia la que veri­
fica el método24. El método no está en prioridad respecto del saber, sino
en sincronía no simplemente temporal, sino estrictamente epistemoló­
gica. N o se avanza científicamente sin el método, pero el método no es
distinto del avance mismo.
Si hemos ejemplificado en Descartes la no neutralidad del método,
no es porque pensemos que se trata de un ejemplo único, ya que pa­
recida ejemplificación cabría hacerla con el geometrismo de Espinosa,
con el empirismo de Locke y Hume o con el trascendentalismo de Kant.
Esto resulta tanto más obvio si se tiene en cuenta que, en muchos ca­
sos, es precisamente el tipo de método lo que sirve de fundamento de
denominación al tipo de cada sistema filosófico.
Por todo esto creemos que otros pensadores podrían suscribir la
profesión de modestia metodológica que hace Descartes precisamente
desde una consideración personal de su método: «Jamás mi intento ha
ido más allá de pretender reformar mis propios pensamientos»25. En
consecuencia, si se presenta su obra, de la que ciertamente está satisfe­

22. H. Gouhier, Descartes. Essais sur le «Discours de la Méthode». L a Métaphysique


et le Monde, J. Vrin, París, 31973, pp. 67-68.
23. Loe. cit., p. 68. 24. Loe. cit., p. 69.
25. Disc. Méth., II. AT, VI, p. 15.
cho, como un ejemplo, no debe, por ello, entenderse que quiera «acon­
sejar a nadie imitarla»26, ya que otros, mejor dotados, pueden perfecta­
mente haber llevado a cabo proyectos de más envergadura.
Esta modestia metodológica, perfectamente compatible con el com­
promiso personal y filosófico que cada método implica para cada pensa­
dor, nos parece verdaderamente relevante en orden a evitar un peligro
que acecha a todas las épocas de especial preocupación metodológi­
ca: lo podríamos llamar el imperialismo o el despotisrfio del método.
Este peligro se ha hecho realidad, por ejemplo, en nuestro momento
epistemológico, en el que los formalistas sólo reconocen valor a los mé­
todos formales, los estructuralistas, al método estructural, y los dialéc­
ticos, al método dialéctico. Desde el método adoptado despóticamente
se pontifica sobre su propia bondad y eficacia y se anatemiza a cuantos
no juren fidelidad a sus cánones. Si se acepta un despotismo de este
signo, o se empobrece, al menos en el propósito, la riqueza y variedad
de la filosofía, o, probablemente, se hace difícil, por no decir inviable,
el diálogo entre las filosofías y entre los filósofos. Que no sucedió esto
en los siglos XVII y XVIII se echa de ver por la afanosa tarea de diálogo
que cada filósofo buscaba con los demás. Hay ejemplos ilustres como
las Objectiones y Riesponsiones de Descartes o como la rica correspon­
dencia filosófica de Leibniz.
Aunque todo filósofo, como es obvio, prefiriese su filosofía, no la
canonizaba en exclusiva, y un Descartes podía dialogar con un Gassendi
o con un Hobbes, y un Leibniz con un Clarke, aunque el diálogo no
estuviese siempre exento de pasión y acrimonia. Todo esto, a nuestro
juicio, depende, en buena medida, de que cada uno defendía su método
sin incurrir en idolatría de él. La idolatría del método puede convertirse
en un mal enemigo de la ciencia misma. Así lo dice Bacon con su estilo
no exento de belleza:

Otro error distinto de los demás es la reducción prematura y pertinaz de


las teorías a artes y métodos; cuando esto tiene lugar, poco o nada avanza
habitualmente la ciencia. Igual que los efebos, una vez que han desarrollado
los miembros y los músculos de su cuerpo, apenas crecen más, esto mismo
sucede con la ciencia: mientras se expande en aforismos y observaciones,
puede crecer y ser pujante; pero, una vez que ha sido delimitada por y ence­
rrada en métodos, puede, sin duda, ser acicalada e ilustrada, o ser adaptada
para los usos humanos, pero no puede progresar en volumen27.

El método — y esto lo habremos de ver posteriormente— es más


un aparato de gimnasia mental que un corsé para la inteligencia. Debe

26. Ibid.
27. De augm. scient., Lib. I, Vol. I, p. 460.
agilizar la mente y abrirle caminos, no atarla a la barra de una noria para
trillar la misma senda sobre sus propias huellas.

Con texto histórico de los nuevos p lan team ien tos m etod ológico s

Al referirnos al contexto histórico, nuestras pretensiones son absoluta­


mente modestas: sólo intentamos, desde una óptica filosófica, referirnos
a aquellos factores contextúales que no sólo hacen posibles los nuevos
planteamientos metodológicos, sino que, en cierta medida al menos, los
están exigiendo. Evidentemente, no es el mismo el contexto filosófico
eti el que Aristóteles se ocupa del método en los Analíticos Segundos,
que el contexto averroísta de los metodólogos de Padua, o el retórico-
humanista de Ramus. Hay una conciencia epocal distinta, se opera con
concepciones distintas del saber y de la ciencia, se tiene, si vale la expre­
sión, una «inducción histórica» distinta de los éxitos o fracasos de mé­
todos anteriormente usados y, cosa muy importante, dada la conexión
estrecha entre metodología y teoría del conocimiento, se piensa de muy
distinta manera sobre la naturaleza del conocer y sobre las exigencias de
un conocer que quepa adjetivar como verdadero.
A esto, y sólo a esto, pretendemos aludir, apuntando, más que desa­
rrollando, temas que forzosamente habrán de retornar desde otras pers­
pectivas.

La conciencia de «ruptura»

Descartes, en una de las muchas, aunque imprecisas, referencias biográ­


ficas del Discurso, deja patente que, a pesar de su afanosa dedicación a
la adquisición de los saberes que el curriculum de estudios le ofrecía en
sus años escolares, nada más terminarlos, hubo de cambiar su actitud de
interés hacia ellos. Se encontraba en la embarazosa situación de llegar
a pensar que, más que haber adquirido una seria instrucción, había lle­
vado a cabo un progresivo descubrimiento de su ignorancia28. Curiosa
situación para un alumno aventajado que, según propia declaración,
disfrutaba de la consideración intelectual de profesores y condiscípu­
los. ¿Qué sucede? Sencillamente que, al menos en buena medida, había
dedicado su esfuerzo a aprender una cultura, un saber que ya no era
actual. Y repárese que, por todos los indicios de que disponemos, la
enseñanza en La Fleche no era una reliquia del mundo medieval. Tén­
gase en cuenta que la Orden de los jesuitas es una orden renacentista
que surge y se desarrolla en el espíritu de esa época. Pero es que también
el Renacimiento es historia ya pasada. Tampoco vale ya para la cultura
dinámica del xvii sustituir la enteca enseñanza escolástica por un huma­
nismo en proclividad de degeneración retórica, apenas compensada en
centros como La Fléche por «concesiones» en favor de algunas discipli­
nas científicas e incluso técnicas29.
La cultura renacentista se ha agotado y se ha esterilizado convir­
tiéndose en cultura libresca y de disquisición textual. Y esto era también
válido para la filosofía, donde la renovación y el auge de la Escolástica
emanados de España no habían servido de dique al estrepitoso derrum­
bamiento del aristotelismo tradicional. La inquina de los humanistas
contra ese aristotelismo se convirtió en ataque contra Aristóteles, sin su­
ficiente discernimiento en muchos casos entre lo que era de Aristóteles y
lo que a Aristóteles se atribuía. Pero el humanismo no creó una filosofía
consistente, con lo cual, al provocar la crisis del aristotelismo, provocó
un auténtico vacío filosófico. Por eso, el XVII va a tener clara conciencia
de que hay que empezar de nuevo a hacer filosofía, renegando de o aca­
so desconociendo en exceso el pasado. Pero esta era su actitud filosófica
y personal y con ella hay que contar.
Hay, sin embargo, en esta conciencia de ruptura un factor histórico-
ambiental que debe tenerse en cuenta. Nos referimos a la incidencia del
escepticismo desencadenado en Europa occidental, muy especialmente

29. Nada de esto debe impedirnos reconocer la importancia de los jesuitas en el


campo de la cultura, e incluso en el propio campo del método. N os acogemos al testimo­
nio de Gusdorf: «L’exigence de méthode apparaít ainsi comme un caractére essentiel de
la conscience intellectuelle moderne. II convient d’ajouter que si les Exercices spiritnels
d’Ignace de Loyola expriment l’ambition d’une pédagogie totalitaire de la personnalité
humaine adulte, iis ont pour sousproduit une pédagogie non moins systématique á l’usage
des enfants des écoles. La Ratio Studiorum, destinée aux colleges de la Compagnie de Jé-
sus qui, au terme de trés longues études, connait en 1599 sa rédaction définitive, n’est pas
autre chose qu’une sorte de prologue aux Exercices, destinés á la classe d’áge inférieure.
Les colleges sont con^us et développés comme une pépiniére au sein de laquelle seront
recrutés les futurs membres de la Compagnie. Or la Ratio Studiorum, premier monument
d’une pédagogie consciente et organisée, propose une rationalisation, une formalisation
compléte des études, réglées jusque dans le détail d’une maniere systématique. Les pro-
grammes, les méthodes, les horaires de l’enseignement, les fins et les moyens, définis une
fois pour toutes, seront les mémes d’un bout a l’autre de l’empire des Jésuites, sur lequel
le soleil ne se couche jamais. Des maitres interchangeables formeront en série des éléves
semblables les uns aux autres, selon les mémes procédures et cérémonies; l’unité de la
langue latine symbolise et facilite l’unité de la foi. L’enseignement devient une machine in-
stitutionnelle, qui peut étre réglée une fois pour toutes et pour tous. Cette rationalisation
de la pédagogie est, dans l’histoire de la culture, un événement plus important que la
publication d ’un Discours de la Méthode, rédigé par un ancien éléve des Jésuites. La Com ­
pagnie de Jésus n’eut d’ailleurs pas l’exclusivité en matiére de méthodologie pédagogique;
dans le domaine catholique, les Oratoriens tentérent de rivaliser avec leurs confréres;
les solitaires de Port-Royal développérent de leur cóté un piétisme éducatif dans le style
janséniste. Et l’Europe réformée connut ses grands projets d’institution pédagogique,
marqués du méme esprit de rationalisation; la pédagogie s’y présente pareillement com ­
me l’ombre portée d’une spiritualité» (La Révolution galiléenne, Payot, Paris, vol. I, pp.
257-258).
en Francia. El Renacimiento había supuesto una cierta liberación de las
«autoridades», de las religiosas con el luteranismo, y de las filosóficas
con el rechazo del modo medieval de acatamiento de las «sentencias»
de los autores consagrados. La razón del hombre, aunque sea en un
grado insatisfactorio para el hombre de nuestro siglo XX , queda entre­
gada a sí misma. Y esa razón, dejada a sí misma, comienza a desconfiar
de sí misma. Si no olvidamos que las controversias teológico-religiosas
ayudan a cuartear su seguridad, tenemos abiertas las, compuertas del
escepticismo. Pero la Europa del XVII, y muy especialmente Francia,
estaban inaugurando una era de moderado optimismo, al que apoyan la
nueva ciencia, una incipiente técnica y un progresivo desarrollo econó­
mico. Esa estabilidad «vital» era refractaria al escepticismo. Y aunque la
filosofía vaya a remolque de la sociedad, también la filosofía debe dejar
de ser escéptica. Y esta tarea no puede llevarla a cabo con la simple re­
cuperación de un pasado, respeto del cual seguían conservando validez
los ataques del humanismo renacentista. Había que hacer el presente
inventando el futuro. Había que estrenar una edad nueva. Pero había
que estrenarla tratando de evitar errores que volvieran a dar la razón a
los muchos que aún seguían repitiendo los tópicos escépticos.
Esta conciencia de novedad, acompañada de una rígida actitud pre­
cautoria frente al error, es posiblemente la más clara manifestación de
lo que hemos denominado «conciencia de ruptura».Y es también un
factor que hemos de tener en cuenta para entender más de un perfil de
los planteamientos metodológicos, ya que los métodos no apuntarán
simplemente a lograr una corrección del pensamiento, sino la verdad y
la certeza. Como dice Descartes, hay incluso que dejar a un lado «todos
los conocimientos meramente probables, estableciendo que no hay que
fiarse más que de lo perfectamente conocido y de lo que no sea posible
dudar»30. Es preferible, con idea de Descartes en la misma Regla, saber
pocas cosas con verdad y con certeza, que ambicionar saber muchas sin
ese grado de perfección y seguridad.
En la misma línea, por citar otro ejemplo, estaría Espinosa, al po­
ner como espoleta al imperativo de urgencia del método que purifique
y cure el entendimiento, ut feliciter res absque errore, et quam optime
intelligati]. Afirmaciones parecidas cabe encontrarlas en casi todos los
autores32.

30. Reg. II. AT, X, p. 362. 31. DIE, p. 6.


32. Como otro testimonio más, he aquí un texto de Malebranche: En un mot, Von
a reconnu en partie les erreurs de l’esprit et les causes de ces erreurs; il est temps présente-
ment de montrer les chemins qui conduisent á la connaissance de ¡a vérité, et de donner á
l’esprit toute la forcé et toute 1’adresse que Von pourra pour marcher dans ces chemins sans
se fatiguer inutilement et sans s ’égarer (De la Recherche de la vérité, vol. II, lib. VI, cap. I.
Ed. de Rodis-Lewis, Oeuvres Completes, II, pp. 244-245).
el desarrollo de la lógica como «arte» en cuanto método de enseñanza
y de aplicación del saber constituido, e incluso el desarrollo de la lógica
como «ciencia» en cuanto método de demostración. Pero, si, como es­
tamos viendo, de lo que se trata ahora no es de enseñar o de demostrar
un saber heredado, sino de inventar el que la nueva época exige, hará
falta también inventar nuevos métodos42. Y decimos nuevos métodos,
porque no va a haber uno solo, como no va a haber tampoco una sola
nueva concepción del saber, ya que, en efecto, tan lejós está de la «his­
toria» Descartes con su saber en y desde la razón, como Bacon con su
saber de humiliatio mentis ante la naturaleza, por no aludir más que a
los dos pioneros mas importantes.

La invalidez del método silogístico

Aunque, en cierto modo, se trata de un aspecto del contexto históri­


co que queda sobreentendido en todo lo que dejamos dicho, no hacer
mención explícita de é) equivaldría a un desprecio de los numerosos
textos que a ello se refieren. Y vamos a abrir el fuego con Bacon; y no es
inexacto decir «abrir el fuego», porque se va a hacer uso de una autén­
tica artillería pesada contra la silogística tradicional. Los tiros empiezan
desde el Prefacio del Nov. O r g «Por tanto, aquella parte de la dialé­
ctica..., sirvió más para consolidar errores, que para hacer patente la
verdad»43. Esta afirmación apoyaba otras ya formuladas páginas antes:

Mas la medicina es peor que el mal, sin que ella misma esté libre de mal.
En efecto, la dialéctica que ha sido aceptada, por más que se emplee con
toda justeza para los asuntos civiles y para las artes que tienen su lugar en
el lenguaje y en la opinión, sin embargo se queda muy lejos de alcanzar la
sutilidad de la naturaleza; y al tratar de captar lo que no comprende, sirvió
más para establecer y, por así decirlo, consolidar errores, que para abrir el
camino a la verdad44.

Aunque la afirmación nuclear es la misma, aquí hay una clara conce­


sión a la lógica de Ramus y otras similares, en el sentido de no negarle
un cierto valor para la jurisprudencia y la elocuencia, al mismo tiempo
que se la considera no sólo inútil, sino incluso perjudicial para el estudio
de la naturaleza. Esta inadecuación de la lógica para la nueva ciencia va
a quedar explicitada con toda dureza en el curso de la obra:

Del mismo modo que las ciencias con que ahora se cuenta son inútiles para
el descubrimiento de operaciones (prácticas), así también la lógica que aho­

42. Cf. Op. cit., pp. 221-222. 43. Works, vol. I, p. 152.
44. Loe. cit., p. 129.
ra se tiene es inútil para la invención de las ciencias [...] El silogismo no se
emplea para los principios de las ciencias, y se emplea inútilmente para los
axiomas medios, al estar en gran desproporción con la sutilidad de la na­
turaleza». «El silogismo consta de proposiciones, las proposiciones constan
de palabras y las palabras son la contraseña de las nociones. Así, pues, si las
nociones mismas (lo cual es la base del tema) son confusas y han sido abstraí­
das temerariamente de las cosas, no hay nada sólido en lo que sobre ellas se
construye. Por tanto la única esperanza está en la inducción verdadera'15.

Inutilidad, fuente de errores, desproporción con la naturaleza, for­


zar asentimiento desconectado de la realidad, trabajar con nociones os­
curas obtenidas en un precipitado proceso de abstracción: he aquí todo
un sumario de acusación epistemológica contra la lógica tradicional y
sus silogismos. Y decimos contra la lógica tradicional, porque Bacon
considerará su nuevo método como perteneciente de alguna manera a
la lógica nueva, que se distingue de la «vulgar» en el punto de partida,
en el orden de la demostración y en la finalidad a que apunta:

En efecto, toma su inicio desde más arriba, sometiendo a examen aquello


que la lógica vulgar acepta como por fe ajena y autoridad ciega: los prin­
cipios, las nociones primeras y las mismas informaciones de los sentidos.
También invierte totalmente el orden del demostrar, elevando gradualmen­
te y sacando a la luz las proposiciones y axiomas, desde la historia y los ca­
sos particulares hasta lo general, mediante una escala ascendente, sin volar
directamente a los principios y a lo más general, deduciendo, y derivando a
partir de ellos las proposiciones medias. Pues el fin de esta ciencia es descu­
brir y enjuiciar cosas y obras, no argumentos y razones probables46.

La posición de Bacon no puede ser más terminante: se rechaza la


lógica tradicional o «vulgar» por incompetente para las funciones que
se deben esperar de un método científico. Por ello hay que elaborar una
lógica nueva, lógica que, en este caso, ha de estar en consonancia con la
concepción que de la ciencia tiene el filósofo inglés. De momento, no nos
interesa este segundo aspecto, sino dejar clara constancia del primero.
Esta actitud de Bacon que, al menos en cuanto a su aspecto negati­
vo, se puede tomar como modélica de la época filosófica posterior a él,
no puede ser motivo de sorpresa. Ni la ciencia, ni la filosofía moderna
pueden valerse del silogismo del aristotelismo clásico como instrumen­
to preferente. Se han perdido —por olvido, por negación o por efectivo
desuso— algunos presupuestos fundamentales para que la silogística
siguiera cumpliendo los cometidos que en épocas anteriores había te­

45. Loe. cit., p. 129.


46. Partis bistatiratioms secundae delhteatio et argumentum. Vol. III, pp. 547-548.
nido. Primero, se ha perdido, al menos operativamente, el crédito de
valor apodíctico que se concedía a los primeros principios, tema éste
de no relevante presencia en los siglos XVII y XVIII, aunque hay excep­
ciones, como la de Leibniz. Segundo, tras los ataques iniciados en el
siglo xiv, se ha llegado históricamente a un descrédito de una teoría de
la abstracción, que precisamente era la que debía aportar los contenidos
de los conceptos sobre los que tales primeros principios se montaban.
Tercero, y según habremos de ver en más de una ocasión, casi carecía de
sentido acogerse a un método formal para la validación de los procesos
deductivos, ya que en tales procesos, si la forma del proceso era impor­
tante, lo era más el contenido de los diversos pasos deductivos. Y todo
ello se agrava más aún si se tiene en cuenta que, en general, la deducción
no va a ser el método científico primario y originante, al menos en el
sentido tradicional del término «deducción».
Frente a esa silogística, tentada de formalismo arterioesclerótico,
tanto el racionalismo como el empirismo van a elevarse a las leyes de
la razón tomando como punto de arranque o los facta rationis (raciona­
lismo) o los facta experientiae (empirismo). Los facta rationis hiposta-
siarán su valor no por recurso a un código más o menos estereotipado,
como es el de las leyes de la lógica, sino por un intento de descubrir,
por el análisis de la razón, las leyes de la razón misma, respaldándola en
Dios, si es preciso (Descartes), o encontrando suficiente fundamento en
sus estructuras trascendentales, como sucede, por ejemplo, en Kant. Si,
por el contrario, los facta experientiae son más difícilmente «digeribles»
en una canónica racional, habrá de hacerse todo un esfuerzo para ins­
taurar un nuevo método, tan complejo como el que Bacon llevó a cabo
con la nova inductio. De nuevo estamos ante el imperativo de hacer
métodos, y no de aplicar los ya hechos.
Por ello resulta natural que, igual que Bacon, también Descartes
emplace su artillería frente a la lógica silogística, si bien con las diferen­
cias que se infieren de lo que acabamos de decir. Comenzando por el
Discurso del Método, el primer ataque frontal se plantea, en la II parte,
con estas palabras:

Siendo más joven, entre las partes de la filosofía, había estudiado algún
tanto la lógica, y, entre las matemáticas, el análisis de los geómetras y el
álgebra, tres artes o ciencias que parecían deber contribuir en cierta medida
a mi designio. Ahora bien, al examinarlas, caí en la cuenta, por lo que a la
lógica se refiere, que sus silogismos y la mayor parte de sus otras instruccio­
nes, sirven más bien para explicar a otro las cosas que uno sabe, o incluso,
como en el caso del arte de Lulio, para hablar, sin juicio, de las que uno
ignora, que para aprenderlas47.
Planteamiento coherente con todo lo que venimos exponiendo: si
lo que hay que hacer es crear una nueva ciencia, no nos valen métodos
que sólo sirven para enseñar lo que ya sabemos, sino que los métodos
que se requieren son aquellos que sirven de instrumento para aprender,
para crear ciencia. Más adelante, en la VI parte, se repite el ataque con
nuevas matizaciones:

Yo no he notado jamás que, mediante las disputas que se practican en las


escuelas, se haya descubierto verdad alguna que se ignorase con anteriori­
dad; en efecto, mientras que cada uno se esfuerza en lograr la victoria, se
ejercita más en hacer valer lo verosímil que en sopesar las razones de una
parte y de otra; y los que durante largo tiempo han sido buenos abogados,
no por eso son después mejores jueces48.

Prescindiendo del acorde con Bacon en reconocer la utilidad de la


lógica tradicional para las artes civiles, se insiste en la inadecuación del
método para descubrir nuevas verdades, pero se añade algo más: esa
lógica puede quedar satisfecha con lo verosímil. Pues bien, entonces no
vale para el nuevo saber cartesiano, que es un saber de certezas y hasta
de certezas absolutas49.
La batería de ataque no va a ser inferior en las Regulae, la obra
metodológica más completa de nuestro filósofo. Vamos a recoger un
pasaje de la Reg. IV y otro de la X. El pasaje de la Reg. IV es tan breve
como denso:

Mas las otras operaciones de la mente, que la dialéctica pretende dirigir en


auxilio de estas anteriores (intuición y deducción), han de ser contadas más
bien entre los impedimentos, puesto que a la pura luz de la razón no puede
añadirse nada que no la oscurezca de alguna manera50.

Repárese: no se trata ya simplemente de que la lógica sea inútil, sino


de que es un impedimento. Y la razón por la que es impedimento es ab­
solutamente cartesiana y, por cierto, muy distinta de la que nos ofrecía
Bacon al afirmar que la lógica no alcanza la realidad de la naturaleza

48. Op. cit. p. 69.


49. En línea similar estaría la Carta-prefacio de los Principia: Aprés cela, il doit aussi
estudier la Logique: non pas celle de l ’eschole, car elle nest, á proprement parler, qu’une
Dialectique qui enseigne les moyens de faire entendre á autruy les choses qu’on sgait, ou
mesme aussi de dire sans jugement plusieurs paroles touchant celles qu'on ne sgait pas, et
ainsi elle corrompí le bon sens plustost quelle ne lJaugmente; tnais celle qui apprend á bien
conduire sa raison pour découvrir les vérités qu’on ignore (AT, IX-2, pp. 13-14).
50. Aliae autem mentis operationes, quas harum priorum (intuitus et deductio) auxi­
lio dirigere contendit Dialéctica, hic sunt inútiles, vel potius inter impedimenta numeran-
dae, quia nihil puro rationis lumini superaddi potest, quod illud aliquo modo non obscuret
(AT, X, pp. 372-373).
(naturam non attingit). Si el saber, según Descartes, va a ser un saber
en y desde la razón, ese saber debe consumarse con la pura luz de la
razón (puro rationis lumine). Y puro no quiere decir sólo que haya que
apartar la mente de los sentidos (abducere mentem a sensibus), aunque
ciertamente sea esto lo primero que quiere decir, sino que significa tam­
bién que la mente debe valerse por sí sola, sin aditamentos que, en su
añadirse a la razón, la oscurecen, impidiendo que su Luz (lumen) irradie
la claridad que le es congénita.
El pasaje de la Reg. X es más largo, pero va a completar los porqués
del ataque cartesiano. Esta regla es una invitación al esfuerzo personal
en la investigación de las verdades, aconsejando que cada uno trate de
descubrir por sí mismo incluso lo que otros puedan ya haber descu­
bierto. Para ello se dan consejos metodológicos, como el proceder con
orden, empezar por lo más simple y sencillo, educar la atención de la
mente, etc. Y, tras salir al paso de quien pudiese recriminarle el olvido
de las reglas de los dialécticos, se expresará así:

Y para que aparezca todavía con más evidencia que tal arte de disertar no
contribuye absolutamente en nada al conocimiento de la verdad, debe te­
nerse en cuenta que los dialécticos no pueden formar con su arte silogismo
alguno que concluya algo verdadero, si antes no hubieran poseído la mate­
ria del mismo, esto es, si no hubieran conocido ya de antemano la misma
verdad que en él se deduce. De donde resulta manifiesto que ellos mismos
no perciben nada nuevo por virtud de dicha forma y que, por tanto, la
dialéctica vulgar es completamente inútil para los que desean investigar la
verdad de las cosas, y que sólo algunas veces puede ser provechosa para
exponer a otros las razones ya conocidas, debiendo, en consecuencia, ser
transferida desde la filosofía a la retórica51.

N o hay novedad en señalar la inutilidad de la lógica para el descu­


brimiento de la verdad. Es interesante este traspaso de la lógica desde
el campo de la filosofía al de la retórica, alusión clara, según nuestro
parecer, a Ramus, en coincidencia una vez más con Bacon. La nove­
dad está en señalar el carácter formal, con todas las limitaciones que
se quiera, de la lógica. Y ya dejamos dicho que la época no está a favor
de métodos formales, sino que se interesa por los métodos que cuenten
con y se basen en los contenidos. El silogismo, a lo más, podría tener
alguna función tras la elaboración de un saber de contenidos, según lo
demuestra el proceder de los lógicos, que no son capaces de formar un
silogismo que concluya con verdad si primero no cuentan con la mate­
ria del mismo (nisi prius ejusdem materiam babuerint).
La nueva concepción de la ciencia

Sólo una breve referencia a este dato contextual, cuya aceptación ya


tópica nos dispensa de un mayor tratamiento. El siglo xvn se encontró
ya con el hecho de una nueva ciencia, sobre todo en el campo de la
astronomía, la física y la matemática. Era una ciencia que avanzaba con
pasos seguros y que, por la admiración que suscitaba, incitaba a la imi­
tación. Por consiguiente resulta lógico que, a la hora de plantear nuevos
métodos, se mire hacia los nuevos modos de concebir la ciencia y de
hacerla, a ver qué se puede obtener de ella. Ha desaparecido casi del
todo la ciencia-theoria como simple aspiración a contemplar el mundo
para hacerlo inteligible; ha desaparecido como ideal operativo la visión
ejemplarista cristiana que veía en el mundo el signum Dei, como ves-
tigium en las cosas materiales y como imago en las inmateriales. Se ha
iniciado una ciencia que quiere saber por algo y para algo. Apunta un
cierto matiz positivista que, sin estar ausente del pensamiento continen­
tal, por ejemplo de Descartes52, va, sin embargo, a tener su más clara
expresión en Inglaterra. Para Bacon la ciencia ha de ser útil en su meta:
«La meta verdadera y legítima de las ciencias no es otra que dotar a la
vida humana con nuevas invenciones y recursos»53.
El hombre no hace ciencia sólo para saber, sino para poder, porque:
«El poder del hombre reside únicamente en la ciencia: en efecto, tanto
puede cuanto sabe»54.
Como consecuencia de este positivismo avant la lettre, la ciencia
no se puede hacer con abstracciones que acaben en una universalidad
vacía, sino que hay que hacer una ciencia de realidades concretas, bien
pivotando sobre los contenidos de conciencia (racionalismo), bien vol­

52. Así, en la VI parte del Discurso, refiriéndose a las conquistas que su modo perso­
nal de proceder le ha procurado concretamente en las cuestiones de física, confiesa que,
si las mantuviese ocultas cometería un pecado contre la loy qui nous oblige á procurer,
autant qu’il est en nous, te bien general de tous tes hommcs. Car eiles m’ont fait voir qu‘il
est possible de parvean t) des connoissances qui soiení fort útiles A la vie, et qu 'au lien
de cette Pbilosophie spéculative, qu 'on ensetgne dans les escbolest on peut trouver une
pralique, par laquelle connoissant la forcé et les actions du feut de l'eau, de l'air, des astrts,
des cieuX) et de tous les autres corps qui nous environnentt aussy distinctcnietU que nous
connoissons les divers mestiers de nos artisans, fious les pourrions employer en mesnie
faqon, a toas les usages auxquels ils sont propres, et ainsi fions rendre comme maistres et
possesseurs de la nature (AT, VI, pp. 61-62). La mejor confirmación de este ideal «posi­
tivista» en Descartas sería SU propósito no alcanzado de elaborar una ciencia médica de
eficacia curativa casi ilimitada.
53. Meta autem scientiarum vera et legitima non alia est, quam ut dotetur vita hu­
mana novis inventis et copiis (Nov. Org.y lib. 1, aph. LX X X I).
54. Hominis autem itnperium sola scientia constare: tantum enim potest quantum
scit (Cogitata et visa, vol. III, p. 611). Cf. nuestro artículo «M étodo y filosofía en el empi­
rismo inglés: Bacon y Hobbes»: Anales del Seminario de Metafísica VII (1972), pp. 14-16;
publicado asimismo en S. Rábade, Obras II, Trotta, Madrid, 2004, pp. 25-55.
cándose sobre los datos de la experiencia (empirismo). El método, que
no debemos olvidar que ha de ser de contenidos, tiene que servir para
analizar esas realidades y dar razón de ellas.
Pero, además, lo que hasta ese momento se había llamado ciencia,
aparecía lleno de errores y, cuando menos, limitado a verosimilitudes
y probabilidades. Pues bien, la nueva ciencia en la que ya se está y a la
que se aspira a perfeccionar y a desarrollar, tiene que ser una ciencia de
certezas, como dice contundentemente Descartes: Orrmis enim scientia
est cognitio certa et evidens5S. En consecuencia hay que lograr méto­
dos capaces de generar esta certeza evidente, tarea no tan difícil para
un filósofo de los contenidos noemáticos de la conciencia, como es el
francés, pero de enorme dificultad para un filósofo que parte de la ex­
periencia, como sucede con Bacon y los empiristas. Por eso los métodos,
apuntando a metas compartidas, van a ser tan divergentes. Y por eso
también van a ser mucho más claras las líneas metodológicas del racio­
nalismo que las del empirismo, no encontrando éste una codificación y
praxis convincente hasta Newton.
De esta concepción de la ciencia, troquelada en la certeza de evi­
dencia, surgirá la atribución de carácter modélico a las matemáticas,
ya que, como se nos dice al final de la misma regla, «de todo esto debe
concluirse que no hay que aprender sólo aritmética y geometría, sino
que, buscando exclusivamente el camino recto de la verdad, no debe
uno ocuparse de objeto alguno, respecto del cual no quepa obtener una
certeza igual a las demostraciones aritméticas y geométricas»56.

Método y sistema

Aunque, como dice Angel Currás, «ni Descartes, ni Spinoza, ni en ge­


neral ningún pensador de la época [...] utiliza el término “sistema” para
denominar una exposición ordenada, demostrada —geométricamente o
no— de su pensamiento u obra científico-filosófica»57 hasta Leibniz, sin
embargo no parece discutible que estamos en una época filosófica con
afán de sistema, aunque ello sea más fácilmente detectable en el racio­
nalismo que en el empirismo. Cada filósofo construye su sistema con
aspiración a explicar global y jerárquicamente la realidad total. El méto­
do ha de ser el instrumento que posibilite la generación del sistema. Ya

55. Reg. II, T. X, p. 362.


56. [...] ex is ómnibus est concludendum, non quidem solas. Arithmeticam et Geo-
metriam esse addiscendas, sed tantummodo rectum veritatis iter quaerentes circa nullutn
objectum debere occupari, de quo non possint babere certitudinem Arithmeticis et Geome-
tricis demonstrationibus aequalem (/. c., p. 366).
57. A. Currás Rábade, «El principio de continuidad en la teoría leibniziana del mé­
todo», en el número de Anales del Seminario de Metafísica antes citado, p. 134.
hemos visto que no basta ni se busca un simple método de explicación.
Acaso éste sea el profundo sentido del método como ars inveniendi, arte
de hallar, de descubrir verdades, pero no verdades sueltas, desligadas,
sino verdades conexionadas, de manera que cada una tenga su lugar
propio dentro del orden del sistema.
Según la concepción de la ciencia a que hemos aludido, el sistema
no es algo que crece con espontaneidad vital, sino algo que ha de irse
construyendo o generando en ajuste a una canónica racional, no sólo
porque la dicta la razón, sino porque la razón se despliega y ejerce su
poder en ella. Desde esta perspectiva, posiblemente nadie supera a Espi­
nosa en la indisolubilidad interna de sistema y método geométrico.
Tampoco parece necesario insistir más en este punto, ya que sería
reincidir en cuanto hemos dicho sobre la no neutralidad del método en
este período de la modernidad.

Contexto problemático

Si las circunstancias históricas que constituían el contexto histórico de


la modernidad que va desde finales del x v i hasta el x v m no sólo posibi­
litaban, sino que incluso exigían un giro en los planteamientos metodo­
lógicos, debe decirse con mayor fuerza que esta exigencia de cambios
metodológicos viene requerida por los nuevos problemas a que hace
frente la filosofía y por las constelaciones culturales en las que tales pro­
blemas se estructuran. Si, como hemos dicho en más de una ocasión, los
métodos no funcionan «neutralmente» en este período, sino en coim­
plicación con las filosofías y con los problemas de los que las filosofías
se hacen cargo, el cambio de horizonte problemático implica el cambio
de horizonte metodológico.
¿Respecto de qué se produce este cambio de horizonte problemáti­
co? Por supuesto —y no hace falta insistir en ello— respecto del aristote­
lismo escolástico. Pero sería falso creer que el cambio sólo se lleva a cabo
por reacción contra tal aristotelismo. Por el contrario, nos parece que
hay también que tener muy en cuenta la cultura humanista como cultura
libresca, como una cierta idolatría de lo dicho por los antiguos e, incluso
más, como idolatría del modo como lo habían dicho. Ello hizo que la fi­
losofía humanística degenerase con frecuencia en una crítica ditirámbica
y en una retórica expositiva. La palabra, sobre todo la palabra escrita en
las lenguas muertas, adquiría tal densidad, que, en vez de medio expre­
sivo de nuestro pensamiento respecto de las cosas, se convirtió en un
velo que ocultaba tanto el pensamiento como las cosas pensadas. Por eso
los métodos humanistas son, en buena medida, métodos de la palabra.
Pues bien, ahora se quiere ir y se va a ir a los métodos del pensa­
miento, y a los métodos del pensar y del conocer las cosas, potencián­
dose en unos casos más el pensar (racionalismo) y en otros las cosas
pensadas (empirismo), pero sin olvidar, en ningún caso, que el centro
de gravedad está en la relación pensamiento-cosas.

La verdad como meta

Se ha superado la cultura retórica del decir para cendrarse en una cul­


tura del conocer, que, a su vez, se traduce en una filosofía de la verdad.
Pocas épocas históricas se han centrado tan nuclearmente como ésta en
el tema de la verdad. Y por eso la búsqueda y persecución de la verdad
se convierte, a nuestro modo de ver, en el imperativo problemático bá­
sico del planteamiento y desarrollo del método. Y no se va a tratar de
una verdad cualquiera, sino de la verdad que merezca adjetivarse como
absoluta, al menos con la absoluteza de la posesión subjetiva segura de
la misma lograda en la certeza. Por eso cabría hablar de métodos de
certeza veritativa.
Por ejemplo, en Descartes este ideal está claro desde la I parte del
Discurso: «Yo tenía siempre un deseo extremo de aprender a distinguir
lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis acciones y para avanzar
con seguridad en esta vida»58. Y este ideal no es una opción que po­
damos adoptar o rechazar: es un ideal al que estamos obligados, «ya
que, habiendo dado Dios a cada uno cierta luz (lumiére) para discernir
lo verdadero de lo falso, jamás hubiera creído deber contentarme con
las opiniones de otro ni un solo momento, si no me hubiera propuesto
emplear mi propio juicio en examinarlas en la debida oportunidad»59.
Hasta tal punto este ideal de la verdad debe presidir nuestro proceder
metodológico en la persecución de la ciencia como cognitio certa et evi-
dens, que resultará más sabio no ocupar nuestro pensamiento en nada
que ocuparlo en cosas dudosas, si la duda implica peligro de falsedad;
del mismo modo que es aconsejable abstenerse de intentar resolver co­
sas tan difíciles que en ellas no seamos capaces de distinguir la verdad
de la falsedad, ya que, en tal situación, más que aumentar nuestro cono­
cimiento estamos en peligro de disminuirlo60. Por eso, el método no es
necesario para exponer bien, para enseñar, ni solamente tampoco para
elaborar nuestro sistema. No, es necesario para algo más importante:
Necessaria est Methodus ad rerum veritatem investigandam (el método
es necesario para investigar la verdad de las cosas)61.
La verdad es, pues, un deseo del Descartes estudioso, es una obli­
gación en orden a aprovechar la lumiére que Dios nos dio, es una exi­
gencia del quehacer científico. Pero no es sólo esto: es, además, un bien

58. AT, VI, p. 10. 59. Op. cit., III parte, p. 27.
60. Reg. II. AT, X, p. 362. 61. Reg. IV, p. 371.
al que aspiramos para nuestra plenificación, porque es muy superior a
la salud, a los honores ya las riquezas. «Mas este soberano bien, consi­
derado por la razón al margen de la luz de la fe, no es otra cosa que el
conocimiento de la verdad por las primeras causas, o sea la sabiduría
(sagesse), cuyo estudio es la filosofía. Y, puesto que todas estas cosas son
enteramente verdaderas, no hay dificultad en persuadirse de ellas, si son
bien deducidas»62, es decir, si se ajustan a un método correcto, método
cuya pieza clave, según nos dice páginas después, sorr los principios
en que se apoya, ya que todas las conclusiones que se deduzcan de un
principio no evidente, tampoco pueden ser evidentes, por más que es­
tén evidentemente deducidas. Por eso, con razonamientos de este tipo,
no se puede llegar al conocimiento cierto de cosa alguna «ni, por consi­
guiente, avanzar un paso en la investigación de la sabiduría»63.
Si esta conexión método-verdad está recalcada casi machaconamen
te en Descartes, ello no significa que sea el único en afirmarla. Espinosa
lo dirá también con toda claridad: «El verdadero método es el camino
para que sean investigadas con el orden debido la verdad misma, o las
esencias objetivas, o las ideas (todas estas cosas significan lo mismo»*'1.
El método apunta a la verdad y a la verdad se llega siguiendo el
orden debido que el método nos señala. Y en la necesidad de este orden
radica la necesidad del método. Y no vale, para soslayar la necesidad
del método, escudarse en la afirmación de la aptitud natural de nuestra
mente para la verdad. Porque, aparte de que la historia nos enseña que
con tal aptitud no basta, cabe decir, parafraseando la primera afirma­
ción del Discurso que, aunque el bon sens es la cosa mejor repartida,
es muy posible que, en ei reparto, muchos nos hayamos quedado sin la
parte suficiente para estar seguros de que, sin otras cautelas, se nos van
a abrir las puertas de la verdad. Muy pertinente, a este propósito, es el
comentario de la Lógica de Port-Royal:

El sentido común no es una cualidad tan común como se piensa. Hay una
infinidad de espíritus bastos y estúpidos a los que no se puede reformar
dándoles la inteligencia de la verdad, sino manteniéndolos en las cosas que
están a su alcance, e impidiéndoles juzgar sobre aquello que no son capaces
de conocer. Sin embargo, es indudable que una gran parte de los falsos jui­
cios de los hombres no se deben más que a este origen, no estando causada
más que por la precipitación del espíritu y por la falta de atención, que
hace que se juzgue temerariamente de aquello que sólo se conoce confusa y
oscuramente. El poco amor que los hombres tienen por la verdad hace que

62. «Carta-prefacio» a los Principia. AT, IX-2, p. 4.


63. Loe. cit., p. 8.
64. Vera methodus est via, ut ipsa veritas, aut essentiae objectivae rerum, aut ideae
(omnia illa idem significant) debito ordine quaerantur (DIE, p. 12).
no se esfuercen la mayor parte de las veces en distinguir lo que es verdadero
de lo que es falso65.

Por eso hay que dejarse de recursos al sentido común y hay que acu­
dir a la auténtica razón, ya que «la verdadera razón sitúa todas las cosas
en el rango que les conviene; hace dudar de las que son dudosas, recha­
zar las que son falsas, y reconocer de buena fe las que. son evidentes»66.
En una palabra, la verdad como aspiración, como preocupación
y como exigencia, es, posiblemente, la respuesta más profunda a las
preguntas sobre el por qué y el para qué del método en los siglos XVII
y XVIII, aun reconociendo que el x v m , paralelamente a una progresi­
va imposición del fenomenismo, va a significar también un progresivo
vaciamiento del contenido «realista» de la verdad en el siglo anterior,
en cuanto aspiración a la correspondencia entre el conocimiento y las
cosas conocidas. Porque, efectivamente, esta aspiración realista latía en
la concepción de la verdad que se profesaba, aunque, curiosamente, se
evitasen las formas estereotipadas de su definición.
Testimonio ilustre de este obviar enfrentarse con una definición de
la verdad que acaso implicase compromisos difíciles de cumplir, es el de
Descartes, quien en una carta a Mersenne, le dice que jamás ha tenido
dudas acerca de lo que sea verdad:

[...] pareciéndome que es una noción tan trascendentalmente clara, que


resulta imposible ignorarla: en efecto, se cuenta con medios para examinar
una balanza antes de servirse de ella, pero en modo alguno se contaría con
ellos para descubrir lo que es la verdad, si no se la conociera por naturaleza.
Porque ¿qué razón tendríamos para dar nuestro acuerdo a lo que se nos
enseña, si no supiéramos que es verdadero, es decir, si no conociésemos
la verdad? De este modo se puede explicar el quid nominis a los que no
entienden la lengua y decirles que esta palabra verdad, en su significación
propia, denota la conformidad del pensamiento con el objeto, pero que,
cuando se la atribuye a las cosas que están fuera del pensamiento, sola­
mente significa que estas cosas pueden servir de objetos a pensamientos
verdaderos, bien sea a los nuestros, bien a los de Dios; pero no se puede dar
definición alguna de tipo lógico que ayude a conocer su naturaleza67.

Para nuestro autor se trata de una noción que, como pasa con otras
muchas, cuando se intenta definirla, se acaba oscureciéndola y embrollán­
dola. De todas formas resulta interesante hacer notar que la definición
«nominal» a que se recurre es la clásica definición de la adaequatio, de
indiscutible vocación realista, si bien en el pasaje se ve corregida por una
clara atribución de primacía al pensamiento respecto de las cosas u obje­
tos, posición en este punto antagónica de la del empirismo de Bacon, que
postula, más bien, la humiliatio spiritus ante la naturaleza. Acaso, contra
lo que pudiera parecer, este antagonismo en la valoración alternativa de
los dos polos de la relación veritativa, no tenga toda la relevancia que
pudiera parecer, debido a que todos los autores de esta época profe­
san, más o menos explícitamente, la tesis del armonismo pensamiento-
cosas. Entonces, quien descubre la verdad en el pensamiento sabe que
esa misma es la verdad de las cosas, sucediendo lo mismo, a la inversa,
cuando la investigación se centra en las cosas68. Lo importante es que el
método debe desarrollar esta capacidad de la razón humana de distin­
guir entre lo verdadero y lo falso y debe dotar a esa razón de los medios
para lograr esa distinción, incluso en los casos en que se presente difícil.

La centralidad del yo y la primacía del pensar

Para el hombre, sobre todo para el hombre de ciencia del xvii, el «mun­
do» había perdido una legalidad y estaba en proceso de ser dotado de
una nueva. Había perdido la legalidad trascendente y debía ser dotado
de una legalidad inmanente. Y decimos «ser dotado», porque las leyes
racionales del mundo deben serle formuladas por alguien que, sin ser
trascendente al mundo, tenga una situación «especial» en el mundo. Se
nos antoja que volvemos a una situación de fondo no muy distante de
lo que cabría llamar el «panlogismo» griego, en el sentido de que todas
las cosas del mundo tienen su ley, su razón, sus «lógos» propio. Pero son
«lógos» que hay que revelar y ello reclama la exigencia de un «lógos»
revelador, que es el «lógos» del hombre. Pero este «lógos», para consti­
tuirse en revelador de los demás «lógos», tiene que empezar por hacerse
transparente a sí mismo y descubrir su propia legalidad. Esta autoacla-
ración, de la que debe partirse, es fundamental, ya que, dada la armonía
entre el lógos-razón del hombre y el lógos de las otras cosas, su legalidad
prefigura y precontiene la legalidad de esas otras cosas.
Entonces, si queremos aclarar racionalmente el mundo, hay que
volverse al yo. El yo va a asumir, en cierta medida, el lugar de Dios
legislador. Sin duda que sólo «en cierta medida», porque el Dios-legisla­
dor imponía leyes, mientras que el yo-legislador sólo las descubre, y las
descubre, forzando un poco una frase de Bacon, ex analogía hominis,
non ex analogía universi69.

68. Cf. Bacon, Nov. O r g lib. I, aph. III, p. 157; lib. II, aph. I, p. T i l . Esta teoría
tiene una de sus mejores explicitaciones en el paralelismo de Espinosa y, por supuesto, en
la armonía preestablecida de Leibniz.
69. Op. cit., lib. I, aph. XLI, vol. I, pp. 163-164
La instauración del pensamiento filosófico, y muy especialmente
de los planteamientos metodológicos, en el yo, no es una veleidad o
una moda. Es una necesidad: aunque los filósofos sigan haciendo profe­
siones de fe y acudiendo a Dios como recurso explicativo, se tiende, por
una parte, a dejar la fe cuidadosamente al margen de las revisiones crí­
ticas de la filosofía (hay excepciones, como la de Espinosa); y, por otra,
el recurso a Dios como fuente de explicación suena a forzado — caso
ejemplar va a ser el de Newton— no ciertamente en ^1 sentido de que
el filósofo o científico se tenga que hacer violencia personal a la hora de
hacer uso de tal recurso, sino en el sentido mucho más profundo de ser
una interferencia de la vivencia individual de la fe en el proceso de un
discurso racional.
Aparte de esta retracción al yo que impone la nueva cosmovisión,
en una perspectiva que cabe calificar de secularizada frente al teocen-
trismo ejemplarista medieval, tal retracción se impone también desde
otras consideraciones histórico-epistemológicas. En primer lugar, si,
como hemos visto, se deja de lado el saber «de memoria» de la época
humanista, y si, por tanto, se pierde interés en saber lo que han dicho
otros, se hace preciso que cada filósofo o científico asuma su propio
protagonismo, ya que tampoco vale como solución, renunciando a la
iniciativa propia, atenerse al saber que los contemporáneos nos puedan
suministrar, puesto que seguiríamos en un saber «de memoria», pues,
como muy bien dice Descartes, aunque convivir con otros hombres de
estudio sea útil, «es incomparablemente mejor aplicarse a ello uno mis­
mo», igual que es mejor ser guiados por los ojos propios que seguir la
orientación de otro70.
Ahora bien, no se trata sólo ni principalmente de que cada yo asuma
responsablemente la iniciativa y el protagonismo en el quehacer cientí­
fico y filosófico; sino que se trata, según hemos apuntado antes, de que
hay que hacer del yo el primer objeto de estudio y de ciencia, ya que en
él y desde él se ha de fundamentar todo otro saber. Repárese que esto
es válido incluso para la filosofía del ámbito inglés, donde el pensar mo­
derno nace con clara vocación de experiencia. La ciencia, toda ciencia
pasa por la «mediación» de la ciencia del hombre, del yo. Así aparece en
el iniciador Bacon y en el consumador del movimiento, Hume:

Vayamos ahora a aquella ciencia a la que nos conduce el oráculo antiguo, a


saber, a la ciencia de nosotros (mismos). A ella hay que dedicarse tanto más
diligentemente, cuanto mayor es su interés para nosotros. Esta ciencia la
tiene el hombre como fin de las ciencias71.

70. «Carta-prefacio» a los Principia, T. IX-2, p. 3.


71. De augm. s c i e n t lib. IV, vol. I, p. 580.
Es evidente que todas las ciencias, en grado mayor o menor, guardan re­
lación con la naturaleza humana, y que, aunque algunas parezcan discurrir
alejadas de ella, retornan todavía a ella por un procedimiento o por otro...
Resulta imposible decir qué cambios y progresos podemos realizar en estas
ciencias si estuviéramos totalmente familiarizados con la extensión y fuerza
de la inteligencia humana, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las
ideas que empleamos y de las operaciones que llevamos a cabo en nuestros
razonamientos72.

Esta retracción hacia el yo en la búsqueda del fundamento se acen­


túa más en la filosofía continental, dada la primacía que otorga a la
razón y a sus procesos. El Discurso del Método es un magnífico testimo­
nio a este respecto. Así el joven Descartes, cuando se ve liberado de la
sujeción a sus preceptores, toma la resolución de no buscar más ciencia
que celle qui se porroit trouver en moy mesme, ou bien dans le grand
livre du monde73.
Y no se trata de poner en plano de igualdad la ciencia que encuen­
tro en mí mismo con la que pueda leer en el libro del mundo, porque,
efectivamente, tras dedicarse a leer, en sus viajes, el libro del mundo,
concluye con otra resolución:

Mas, tras haber empleado algunos años en estudiar de esta manera en el


libro del mundo y en intentar adquirir alguna experiencia, tomé un día la
resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas
de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir74.

Hay que ir al yo y empezar el edificio por el yo, entiéndase, por


la razón o intelecto del yo, y ello por dos motivos: primero, porque
nada puede conocerse antes del entendimiento (nihil prius cognosci
posse quam intellectum), y, segundo, porque todo otro conocimiento
depende de esto (cum ab hoc caeterorum omniun cognitio dependeat)75.
El entendimiento (la razón) debe adueñarse de sí mismo, descubrir y
estructurar sus propias reglas. Este es el principal servicio que cabe es­

72. It is evident, that al¡ the sciences have a relation, greater or less, to human nature;
and that however wide any ofthem may seetn to run from it, they still retnrn back by one
passage or another [...] It’s impossible to tell what changes and improvements we might
make in these sciences were we thoroughly acquainted with the extent and forcé o f human
understanding, and cou’d explain the nature o f the ideas we eniploy, and o f the operatio)¡s
we perform in our reasonings. Treatise o f human nature (Introduction, en The Philosophi-
cal Works. Ed. de Th. H. Green y Th. H. Grose, Scientia Verlag, Aalen, 1964, vol. I, pp.
306-307).
73. AT, VI, p. 9.
74. Loe. cit., p. 10.
75. Reg. VIII. AT. X ,p . 395.
perar de un genuino método, porque sólo así llegaremos a la seguridad
de estar haciendo el debido uso de la razón76.
Ahora bien, sería erróneo entender este imperativo de retracción al
yo y de exigencia de su estudio en el sentido de que se trata de hacer una
antropología filosófica o metafísica que nos explique la naturaleza y la
constitución del yo. Es evidente que también se va a hacer esto, pero no
es a esto a lo que de inmediato se apunta. Se apunta, co,mo tarea prima­
ria, a un estudio de la razón y, más concretamente, del pensar como ac­
tividad y función de esa razón. La que podríamos llamar «antropología
metafísica» de la modernidad, sobre todo en el mundo continental, aun
aportando novedades revolucionarias frente a la tradición, se construi­
rá con elementos heredados de esa tradición: sustancia, alma-espíritu,
cuerpo, unidad de los elementos constituyentes, etc. Pero la atención al
pensamiento, a la cogitatio, es algo que poco o nada tiene que ver con
la tradición, porque no se trata simplemente de centrar la atención en
el conocimiento, ya que en esto no habría más que una novedad relati­
va; se trata del pensamiento como noción omnicomprensiva de toda la
actividad del espíritu, de la que el conocimiento es una parte, aunque
ciertamente sea la parte más mimada, si cabe hablar así.
Dejando a un lado a Descartes, autor donde la primacía del pen­
sar constituye posiblemente la característica fundamental de su filoso­
fía, nos parece sugerente referirnos a la defensa de esa misma prima­
cía en Pascal, autor donde el pensar puede asumir, en la misma ftnesse
d'esprit, a la cabeza y al corazón. Para Pascal la pensée fait la grandeur de
rhomme77, porque Vhomme est né pour penser78. Nada hay, para Pascal,
que exprese mejor esa especie de transfinitud del hombre, esa tensión
entre la finitud y la infinitud, entre la miseria y la grandeza79. Por ello, si
el hombre ha nacido y está hecho para pensar, entonces el deber funda­
mental del hombre es llegar a pensar bien80. En definitiva, dedicarnos al
estudio de nuestro pensamiento es actuar de honestos administradores
de la riqueza de nuestro espíritu. Nos parece que tal es el sentido de la
afirmación cartesiana cuando, en La Recherche de la Vérité, nos dice
que el fin de lo que va a enseñar consiste en sacar a la luz las verdaderas
riquezas de nuestras almas, indicándole a cada uno el camino de en­
contrar en sí mismo y por sí mismo todo el saber que le sea necesario81.

76. Disc. Meth.j II parte. AT, VI, p. 21.


77. Pensées, 759-346, en Oeuvres Completes. Ed. de L. Lafuma, Seuil, Paris, 1963,
p. 597.
78. Discours sur les passions de Vamour, ed. cit. p. 285.
79. Pensées, 756-365, p. 597.
80. Uhomme est visiblement fait pour penser. C ’est toute sa dignité et tout son mérite;
et tout son devoir est de penser comme ti faut (Pensées, 620-146, p. 586).
81. AT, X , p. 496.
Es esa riqueza interior la que hay que analizar, persuadidos, como dice
Pascal, que «todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y
sus reinos no valen el menor de los espíritus. Porque él conoce todas
estas cosas, y también a sí mismo, mientras que los cuerpos no conocen
nada»82. Reparemos: vale más, porque conoce y se conoce a sí mismo.
Por tanto, o se comienza por el pensamiento como riqueza del espíritu,
o permaneceremos en la pobreza de la ignorancia83. *
Aunque creemos superfluo insistir en este tema, ño nos resistimos
a cerrar estas reflexiones con un texto de Malebranche, que, siendo un
testimonio más a favor de cuanto venimos diciendo, puede también
servir de resumen. En el Prefacio a De la Recherche de la Vérité, tras
decir lapidariamente que el tema de la obra es el espíritu todo entero,
afirmará:

El más bello, el más agradable y el más necesario de todos nuestros conoci­


mientos es sin duda el conocimiento de nosotros mismos. De todas las
ciencias humanas, la ciencia del hombre es la más digna del hombre. Sin
embargo esta ciencia no es la más cultivada ni la más perfeccionada que te­
nemos: el común de los hombres la desprecian enteramente. Incluso entre
los que se precian de científicos, son muy pocos los que se aplican a ella, y
todavía muchos menos los que se aplican con éxito84.

La conclusión reincide en lo dicho: hay que cultivar esta ciencia y


cultivarla con éxito. Al servicio de ese éxito deberá estar el método, que,
por lo mismo, deberá ser básicamente un método del pensamiento.

Las ideas como campo de reflexión metodológica

Hay que retrotraerse al yo y, dentro de ese yo, hay que centrarse en el


pensamiento. Ahora bien, el término «pensamiento» puede adolecer de
abstracto. Necesita una concreción, la cual, si en el terreno ontológico
puede ser, por ejemplo, en Descartes, la res cogitans o sustancia pensan­
te, en el terreno gnoseológico o epistemológico se logra en las ideas.

82. Pensées, 308-393, p. 540.


83. Gusdorf nos parece que ha penetrado muy profundamente en esta indisoluble
conexión método-pensamiento durante el siglo xvn. He aquí sus palabras: «La preocupa­
ción por el método se convierte en fundamental desde el momento en que se hace patente
que la verdad no puede ser encontrada por casualidad, o por gracia de una revelación. En
el nuevo espacio mental, el método es este pensamiento del pensamiento, previo a todo
pensamiento; es una preconcepción de la verdad interpuesta entre el espíritu y lo real.
El espíritu debe hacer un giro hacia sí mismo antes de dirigirse a lo verdadero, a fin de
definir las condiciones de ejercicio del pensamiento y los criterios de autentificación de
los resultados obtenidos» (La Révolution galiléenne, cit., vol. I, p. 240).
84. De la Recherche de la Vérité. Ed. de G. Rodis-Lewis y J. Vrin, Paris, 1962, vol. II,
p. xx.
Pensar es tener ideas, manejar ideas, relacionar ideas. Por eso, si el mé­
todo es, sobre todo, un método del pensar, por lo mismo cabe decir que
es un método de idear. Con Bacon, pero sobre todo con Descartes, se
abre la época de oro de las ideas, época que va a cerrar Kant, al remitir
las ideas, con todas las matizaciones que se quiera, a los dominios de la
ilusión, por muy importante y necesaria que tal ilusión sea.
Si, tomando una vez más a Descartes como modelo, el método, se­
gún la tercera regla del Discurso, exige conducir mis pénsamientos con
orden85, esos pensamientos, en plural, que hay que conducir son precisa­
mente las ideas, ya que el pensamiento se pluraliza en pensamientos
precisamente porque el pensamiento ejercido son las ideas. Recuérdese
que, al definirla, se atribuía a la idea ser la forma del pensamiento y ser,
en cuanto tal forma, lo que convierte al pensamiento en consciente de
sí mismo86. Entonces sólo puedo saber lo que es mi pensamiento y ocu­
parme de él en cuanto tengo unas ideas de las que soy consciente. Como
consecuencia, la primacía del pensamiento es la primacía de las ideas,
y reflexionar sobre el método del pensamiento es reflexionar sobre el
método de mis ideas.
Más aún, dada la obligada función de mediación asumida por las
ideas entre el sujeto cognoscente y las cosas conocidas, todo método
para conocer las cosas pasa, con necesaria prioridad, por las ideas. La
tesis en Descartes es tan clara, que basta para su demostración una su­
perficial lectura de la Med. III: a la realidad formal de las cosas llego a
través de la realidad objetiva de las ideas. Pero la tesis contará en el XVII
y XVIII con un consensus casi universal. Así, por ejemplo, Malebranche
nos dirá: «Creo que todo el mundo está de acuerdo en que no perci­
bimos los objetos que están fuera de nosotros por ellos mismos». Por
eso, cuando el alma «ve el sol, por ejemplo, no se trata del sol, sino de
algo íntimamente unido a nuestra alma; y esto es a lo que llamo idea»87.
Por ello, como nos dice en la Introducción de la obra, la búsqueda de
la verdad —que, como dejamos dicho, es la meta de los planteamientos
metodológicos— se reduce a una conversión del espíritu hacia las ideas
claras y distintas que cada uno encuentra en sí mismo, siguiendo en esto
las oportunas reglas.
La tesis de que las ideas son el campo básico de la reflexión meto­
dológica es común tanto a racionalistas como a empiristas. la diferencia
estará en el modo de entender las ideas, sobre todo en lo que respecta
a la originación de las mismas, ya que mientras en el racionalismo, por

85. T, VI, p. 18.


86. ldeae nomine intelligo cuiuslibet cogitationis forma illam, per cuius immediatam
perceptionem ipsius eiusdem cogitationis conscius sum (Resp. II. AT, VII, pp. 160-161).
87. De la Recherche de la Vérité. Oeuvres Completes, Tomo I, Lib. III, pp. 413-414.
la doctrina conjunta del innatismo y de la espontaneidad, bien que sea
relativa, del espíritu, esas ideas se generan autónomamente desde el es­
píritu mismo, al menos las ideas principales —Leibniz va a ser la mejor
expresión de esta teoría— ; por el contrario, el empirismo supeditará, en
muy diversa medida, esa génesis a la aportación de contenidos que me
ofrece e impone la experiencia. Todo esto debe tenerse bien en cuenta
para no asombrarse cuando nos encontremos que incluso los métodos
empiristas suelen ser métodos de una cierta reclusiórr en la conciencia,
por la sencilla razón de que las ideas están en la conciencia y el método
es una reflexión sobre nuestras ideas.

Hacia la arquitectónica de la razón

Quisiéramos en este punto recurrir a Kant, recurso, por otra parte, obli­
gado por tomar prestada de él la expresión «arquitectónica de la razón».
¿Qué queremos decir con ella?:

Entiendo por arquitectónica el arte de los sistemas. Dado que la unidad


sistemática es la que primariamente convierte el conocimiento común en
ciencia, es decir, lo convierte de simple agregado en sistema, por lo mismo
la arquitectónica es la teoría de lo (que hay) de científico en nuestro conoci­
miento en general, y pertenece, por tanto, necesariamente a la teoría del
método. Bajo la rectoría de la razón nuestros conocimientos en general
no pueden formar una rapsodia, sino que deben formar un sistema, en el
cual ellos solos pueden apoyar los fines esenciales de la misma razón... El
todo, es, en consecuencia, un todo articulado (articulatio) y no de amon­
tonamiento (icoacervatio)\ puede verdaderamente crecer internamente (per
intus susceptionem)i pero no externamente (per appositionem), igual que
sucede con el cuerpo de un animal, cuyo crecimiento no le añade miembro
alguno, sino que, sin alterar la proporción, hace a cada miembro más fuerte
y más hábil para sus fines88.

Esta larga y densa cita nos hace ver, desde Kant, el ideal científico
que preside la época abierta por Bacon y por Descartes y cerrada por la
filosofía trascendental. No hay ciencia sin sistema, y el sistema se logra
desde la arquitectónica de la razón. Sólo por virtud de esta arquitectó­
nica sistemática se llega a alcanzar la ciencia como un todo orgánico que
crece desde dentro.
Si bien en éste, como en otros muchos temas, los problemas no en­
cuentran su fórmula definitiva hasta Kant, el problema mismo y el ideal
en la búsqueda de solución están apuntados desde muy atrás. Racionalis­
tas y empiristas son filósofos de sistema, y unos y otros creen que el

88. KrV, A 832-833, B 860-861.


sistema es tarea de la razón, si bien la razón puede ser entendida y es,
de hecho, entendida de muy diversas maneras. El planteamiento podría
ser, más o menos, así: el hombre (el filósofo) tiene obligación de hacer
ciencia o de elevar su saber a categoría de ciencia. Ahora bien, para
esto necesita de un instrumento. Ese instrumento es la razón. Descartes
llamará la razón «instrumento universal»89 y, desde esta perspectiva, ma­
nifestaba que la mayor satisfacción que el método le ofrecía estaba en
poder usar con seguridad de su razón90. Y el propio Bacon, en su estilo
alegórico, viene a decir lo mismo:

La desnuda mano del hombre, aunque robusta y resistente, para pocas co­
sas se basta y que sean fáciles de desarrollar: con ayuda de instrumentos ella
misma triunfa en cosas numerosas y que le ofrecen resistencia. Otro tanto
sucede con la disposición de la razón91.

Igual que la mano, con frase de Aristóteles, es el instrumento de los


instrumentos, lo mismo sucede con la razón, por más que el empirismo
de Bacon, frente a los racionalistas, reclame de entrada la necesidad de
que la razón cuente con otros instrumentos, aspecto que los racionalis­
tas, sin rechazarlo, tienen menos en cuenta. Ahora bien, si no sé manejar
la mano, de nada me vale como instrumento. Y lo mismo sucede con la
razón, con la agravante de la mayor complejidad de la razón y de una
gran dificultad en su conocimiento y en su manejo. Y, sin embargo, a la
razón hay que ir, porque, del mismo modo que el trabajo se genera en
y desde la mano, otro tanto sucede con la ciencia respecto de la razón.
Kant decía que la ciencia estaba en la razón como un germen92. Hay,
pues, que hacer desarrollar este germen y hacerlo crecer desde dentro,
según se nos decía, para que el crecimiento sea orgánico y constituya
un sistema. Esta va a ser la tarea de la filosofía en una doble dimensión:
metodológica y metafísica, ya que nos parece que hay que aceptar que
en el xvn y en buena parte del xvm el método y la metafísica guardan
muy buenas relaciones de vecindad. Cabría decir que el método debe
enseñarnos a usar una razón que la metafísica nos enseña a conocer.
Por supuesto nos referimos concretamente a aquella concepción de la
metafísica que encontró su fórmula exacta en la famosa definición de
Baumgarten: Metaphysica est scientia primorum in humana cognitione
principiorum (la metafísica es la ciencia de los primeros principios que
hay en el conocimiento humano)93. A esta definición se le encuentran
múltiples antecedentes en todo el racionalismo anterior, al menos desde

89. Disc. Méth., VI. AT, VI, p. 57. 90. Op. cit., II, p. 21.
91. Aph. et consilia de auxiliis mentís, et accensione luminis naturaíis. Works, Vol.
III, p. 793.
92. KrV, A 834, B 862. 93. Metaphysica, 1.
la «Carta-prefacio» a los Principia, donde encontramos ya la expresión
de que la metafísica contiene los principios del conocimiento94. Y unos
principios, de nuevo con idea de Kant, no son operativos si forman
un simple montón: necesitan un orden y una jerarquización, en una
palabra, una arquitectónica, una estructuración de la razón, tarea en la
que metafísica y metodología han de marchar codo a codo. El camino
del saber es un camino señalado por la razón, en el que, si no queremos
perdernos, hay que seguir las normas de la razón. Pero*, para seguir esas
normas, debemos empezar por conocerlas. Una vez conocidas, no cabe
otra opción más que seguirlas. De no hacerlo así, incurriríamos en la
situación lapidariamente descrita por Pascal: La raison nous commande
bien plus impérieusement qu’un maitre: car en désobéissant á Vun on est
malbereux et en désobéissant á Vautre on est un sot95.

II. DEFIN ICIO N ES DEL M ÉTO DO

La paradoja de la exigüidad teórica

Si iniciábamos el capítulo anterior definiendo la época que va desde


finales del xvi hasta el xvui como una época caracterizada por la pre­
ocupación metodológica» no puede menos de resultar paradójica la afir­
mación de que, en conjunto, resulta verdaderamente exigua la teoriza­
ción que sobre el método o sobre los métodos se hizo en estos siglos. Sin
embargo, por paradójica que resulte, no hace más que reflejar un hecho.
Si dejamos a un lado las dilatadas páginas que Bacon dedicó al tema,
apenas vamos a ser capaces de constituir un grueso volumen con el resto
de las obras o partes de obras que los otros autores dedicaron a elaborar
la teoría de sus respectivos métodos. Pero ni siquiera debe engañarnos
la abultada aportación de Bacon, ya que, aparte de la farragosidad que
lo caracteriza, las repeticiones, las paráfrasis, los ejemplos constantes,
etc., significan un importante coeficiente de reducción de la suma total
de páginas96.
El carácter sorprendente de lo que acabamos de decir adquiere ma­
yor relieve si tenemos en cuenta algunos datos que no dejan de ser cu­
riosos. El primero puede ser que, de nuevo con la excepción de Bacon,
los autores que más han influido en las teorías o actitudes metodoló­
gicas son, posiblemente, los que menos páginas han dedicado a una

94. AT, IX-2, p. 14.


95. Pensées, 768-345. Ed. cit., p. 598.
96. Posiblemente cabría hacer también una excepción a favor de los múltiples opús­
culos y escritos fragmentarios de Leibniz.
estricta exposición de su método. En momentos distintos de la época
de dos siglos a que nos estamos refiriendo, son, sin duda, Descartes y
Newton los que han marcado más profundamente la huella de su paso
por la historia de los métodos. Pues bien, si en Descartes prescindimos,
de momento, de las Regulae, por cuanto la obra no fue publicada por
él, y si reconocemos que la mayor parte de las páginas del Discurso del
Método podrían tener cabida en una obra cuyo título no hiciese men­
ción del método, hay que reconocer que no es mucho ló que el francés
nos dejó escrito sobre el método, aun teniendo en cuenta otros pasajes,
como el conocido sobre análisis y síntesis en las Responsiones II. Por lo
que respecta a Newton, esta exigüidad teórica es mucho más flagran­
te, por cuanto, aparte de las escuetas Regulae Philosophandi, sólo cabe
reunir fragmentos dispersos en diversas obras. Desde esta perspectiva
no deja de resultar extraño que, al menos en apariencia, haya dedicado
más páginas a la exposición del método un hombre como Malebranche,
al final de De la Recherche de la Vérité, autor del que, sin embargo, casi
podemos olvidarnos en este campo temático, ya que su originalidad es
prácticamente nula.
Otro dato curioso es que algunas de las obras más importantes so­
bre el método no llegaron a verse terminadas por sus autores y, por lo
mismo, no merecieron de ellos los honores de la imprenta. Los ejemplos
clásicos son las Regulae de Descartes y el De intellectus emendatione de
Espinosa.
Ante estos datos surge inevitablemente la pregunta: ¿por qué tro­
pezamos con esta exigüidad teórica en una época en que el método es
tan importante, con una importancia ampliamente reconocida y procla­
mada? Nuestra respuesta insiste en ideas apuntadas con anterioridad:
los grandes autores de la modernidad se preocuparon mucho más de
hacer el método que de exponerlo. En este sentido se adquirirá mayor
familiaridad con el método de Descartes comprendiendo el proceso de
desarrollo de sus Meditaciones que reduciéndose al análisis de sus espe­
cíficos textos metodológicos. La situación es todavía mucho más clara
en Newton. Y, por supuesto, la exigüidad se torna en total carencia de
teorización en aquellos autores que, ajustándose con mayor o menor
rigor a un método, sin embargo no llegaron a hacer de él una cuestión
teórica. Ejemplo destacado sería el de Locke con la fidelidad al «simple
método histórico»97. Acaso no estaría de más una última referencia a
Kant como autor que cierra la época, ya que sería engañoso, al menos
en buena medida, ir a buscar su método trascendental a la última parte
de la KrV, donde, según el título de la misma, debería estar su genuina

97. Ensayo sobre el entendimiento humano, cap. I, § 2. Trad. de O ’Gormann, FCE.,


México, 1956, p. 17.
explicación: ese método se ha ido haciendo y poniendo en cumplimien­
to en las tres partes anteriores.
Esta exigüidad teórica afecta, como es natural, a las definiciones
del método que la época nos ha legado. Incluso diríamos más: hay una
especie de denominador común de vulgaridad en las nociones que nos
han dejado. Da la impresión de que no era para ellos importante este
tema. Parece suponerse que todo el mundo sabe o debe saber lo que es
el método, o, si queremos decirlo de otra manera, qúe hay una noción
general de método umversalmente aceptada. No hay que hacerse pro­
blema de esa noción, sino del modo efectivo de llevarla a la práctica por
cada uno.

Algunas definiciones del método

Bacon o el método de la abeja

No es el canciller inglés muy amigo de definir. Es mucho más coherente


con su vocación empírico-práctica el describir, en nuestro caso concreto
describir los procedimientos metodológicos. Ajustémonos a su modo de
exponer y recojamos dos descripciones distintas. En la primera se nos
explica de modo alegórico el ideal metódico, y en la segunda describe y
resume él mismo toda la teoría que ha expuesto sobre el método.
Entre los pasajes repetidos con relativa frecuencia por el inglés está
la alegoría de los tres animales como símbolo de tres modos metodoló­
gicos. He aquí una de sus formulaciones:

Los que se ocuparon de las ciencias han sido empíricos o dogmáticos. Los
empíricos, al modo de la hormiga, sólo acumulan y aprovechan (lo acu­
mulado); los racionales, al modo de las arañas, fabrican las telas desde sí
mismos: mas el procedimiento intermedio es la abeja, la cual extrae la ma­
teria de las flores del jardín y del campo, pero, no obstante, la elabora y
digiere con su propia capacidad. Y no es distinto el verdadero quehacer de
la filosofía; en efecto, ni se apoya sólo o principalmente en las fuerzas de la
mente, ni deposita en la memoria la materia íntegra obtenida de la historia
natural y de los experimentos mecánicos, sino que la deposita en el intelec­
to transformada y reelaborada. Por tanto, deben concebirse buenas espe­
ranzas de una alianza más estrecha y más fiel de estas facultades (es decir, de
la experimental y de la racional), cosa que hasta ahora no se ha realizado98.

Como se ve, para Bacon no cabe reducir el método a una simple


acumulación, al estilo de la hormiga, ni se le puede tampoco hacer con­

98. Nov. Org., lib. I, aph. XCV, vol. I, p. 201. Cf. también Redarg. Phil, vol. III, p.
583; Cogit. et visa, vol. III, p. 616.
sistir en labor de extracción de los conocimientos desde los entresijos
del alma. Hay que hacer ciencia como la abeja hace miel: recoger el
material para elaborarlo y digerirlo mentalmente, para someterlo a la
operación del entendimiento. El método científico debe basarse en una
estrecha alianza entre la razón y la experiencia.
Ahora bien, esto no pasa de ser la proclamación de un ideal que
Bacon trató de convertir en realidad exponiendo profusamente el pro­
cedimiento que nos diese acceso a este ideal. Precisamente esta profu­
sión expositiva hace francamente difícil determinar nocionalmente lo
que es el método para el pensador inglés. Ante la dificultad de definirlo,
podemos describirlo. Para ello vamos a valernos de un pasaje de una de
sus obras más concisas, en la que él mismo resume así la labor que ha
llevado a cabo:

Le pareció que había que hacer algo completamente distinto de lo que se


había hecho; y de este modo la refutación de las cosas pasadas adquiere
función de oráculo para las futuras. Le pareció que había que suprimir
completamente, con todo el rigor y constancia de la mente que se pueda
obtener, las teorías y opiniones y nociones comunes; y que el entendimien­
to llano y justo se acerque de nuevo a lo particular; ya que prácticamente la
entrada del reino de la naturaleza no es distinta de la del reino de los cielos,
al cual no tiene acceso nadie más que en calidad de niño. Le pareció que era
necesario reunir y acumular una selva y acervo de datos particulares para
una información suficiente, no sólo por su número y género, sino también
por su certeza o sutilidad, bien sea tomándolos de la historia natural, bien
de los experimentos mecánicos, sobre todo de éstos, ya que la naturaleza se
ofrece más plenamente cuando es gobernada y urgida por la técnica (arte),
que dejada a su propia libertad. Le pareció que esa misma materia ha de ser
ordenada y dispuesta (elaborada) en las Tablas y en un orden, de tal manera
que el entendimiento pueda operar sobre ella y llevar a cabo su trabajo, ya
que ni la palabra divina se realizó sin orden sobre la masa de las cosas".

Aunque el resumen de Bacon sigue, creemos que lo fundamental


está en lo que hemos traducido. Efectivamente, destaca con toda cla­
ridad la necesidad de una parte negativa del método (pars destruens)
donde entran los famosos idola y la refutación (redargutio) de las filoso­
fías pasadas. Luego debe venir la parte positiva, básicamente consistente
en una previa recogida de materiales o de datos que luego habrán de
someterse a la elaboración inductiva en las no menos famosas tablas
de la inducción. Da la impresión de que Bacon considera su método
como original y, al mismo tiempo, como muy sencillo «técnicamente»
Diríamos que la historia no ha estado muy de acuerdo con que fuera tan
original ni, por supuesto, con que la inducción de Bacon tuviese nada
de sencilla. Esa inducción sencilla será la gran aportación de Newton.
Sin embargo, creemos que nada de esto impide poder entender, sin ma­
yores dificultades, lo que el propio Bacon entendía por método, en el
sentido de que el hombre de ciencia tiene que imitar a la abeja: acarrear,
reunir materiales, pero luego elaborarlos en una «digestión» intelectual,
realizada en la elaboración inductiva, tal como ésta es entendida por el
pensador inglés.

Descartes: el método como vía a la certeza y como economía


de esfuerzo

En este punto, como en otros muchos, Descartes nos dejó definido su


pensamiento: «Entiendo por método unas reglas ciertas y fáciles; cual­
quiera que las observe con exactitud jamás tomará nada falso como ver­
dadero, y, sin consumir inútilmente esfuerzo alguno de la mente, sino
aumentando siempre gradualmente la ciencia, llegará al conocimiento
verdadero de todas aquellas cosas de que es capaz»100.
Sin que quepa decir que esta definición resulte especialmente suges­
tiva, ya que no estaría desprovisto de motivos quien incluso la calificase
de vulgar, sin embargo debe reconocerse que es una definición en cohe­
rencia con el modo de pensar cartesiano, y muy especialmente con el
ideal gnoseológico de certeza que preside su teoría del conocimiento.
En efecto, si el método ha de conducirnos a la certeza, sus reglas deben
ser ciertas y fáciles, para, en calidad de tales, evitarnos confundir lo
verdadero con lo falso. Es posible que, leída la definición desde esta
perspectiva, reduzca su aparente vulgaridad en favor de la coherencia
con la filosofía desde la que la definición se formula.
El segundo aspecto de la definición es la economía de esfuerzo que
debe acarrear la sujeción al método, aunque hay que reconocer que esta
economía es más una consecuencia del método que una nota definitoria
del mismo, debiendo decirse otro tanto de la última parte de la defini­
ción que nos habla de los progresos científicos que con el método se
pueden lograr.
En una palabra, pensamos que la definición cartesiana del méto­
do resulta francamente pobre, dejándonos casi en ayunas sobre lo que
debemos entender como método cartesiano, ya que no parece mucho
afirmar que el método es un conjunto de reglas ciertas y fáciles, y, en

100. Per methodum intelligo regulas certas et fáciles, quas quicumque exacte servave-
rit, nihil unquam falsum pro vero supponet, et nullo mentis conatu inutiliter consumpto,
sed gradatim semper augendo scientiam, perveniet ad veram cognitionem eorum omnium
quorum erit capax (Reg. IV. AT, X, pp. 371-372).
realidad, es esto lo que constituye el núcleo de la definición. Y si, en
busca de una mayor clarificación, acudimos al Discurso del Método,
podemos seguir en la decepción. Primero, porque no hay en la obra una
estricta definición del método. Segundo, porque, en la II parte, antes de
la formulación de las cuatro reglas, nos encontramos, en definitiva, la
misma posición expresada en la definición que comentamos. En efecto,
tras mostrar el poco fruto de su estudio de los métodos de la lógica e
incluso del análisis de la geometría y del álgebra, tal como eran practi­
cados, continúa:

[...] esto fue el motivo de que pensase que era preciso buscar algún otro
método que, abarcando las ventajas de estos tres, estuviese exento de sus
defectos. Y del mismo modo que la multitud de leyes ofrece frecuentemen­
te pretexto para los vicios, hasta tal punto que un estado está mucho mejor
reglado cuando, contando con pocas, éstas son estrechamente observadas;
igualmente, en lugar de este gran número de preceptos de que se compone
la lógica, yo creí que tendría bastante con los cuatro siguientes, con tal de
adoptar una resolución firme y constante de no apartarme ni una sola vez
de su observancia101.

El texto está en la misma línea de la anterior definición, añadiendo,


ciertamente, un nuevo aspecto: que las reglas deben ser pocas, concreta­
mente para él van a bastar cuatro. Por cierto, la primera de ellas volverá
a recoger el ideal o imperativo de certeza102.

Pascal y su método «geométrico»

Una obra que, en su brevedad, aporta precisiones y perspectivas nada


despreciables a los planteamientos metodológicos en el xvii es la de Pas­
cal, Réflexions sur la géométrie en général. De Vesprit géométrique et de
Vart de persuader. Acaso a los estudiosos del racionalismo les retrae de
acercarse a Pascal la proclama de éste en favor de las razones del cora­
zón. Sin embargo, este cartesiano disidente vive también las preocupa­
ciones metodológicas, puestas de manifiesto en la obra que acabamos de
citar. En ella se convierte el método de los geómetras en canon de todo
método, porque se considera a la geometría prácticamente como a la
única ciencia humana capaz de ofrecemos un saber riguroso y unas de­
mostraciones infalibles. Por eso Pascal considera el método geométrico
como el ideal metodológico al que toda ciencia debe aspirar. Tras esta
somera introducción, ya podemos entender su concepción del método:

101. A T .V I.p. 18.


102. Acaso es esta sencillez, falsamente interpretable como vulgaridad, la que dio pie
a la crítica despiadada de Leibniz.
Este verdadero método que constituiría las demostraciones en el más alto
grado de excelencia, si fuese posible llegar a él, consistiría principalmente
en dos cosas: una, en no emplear término alguno del que no se hubiese
explicado antes nítidamente el sentido; otra, en no adelantar jamás pro­
posición alguna que no se demuestre por verdades ya conocidas; es decir,
en una palabra, en definir todos los términos y en probar todas las propo­
siciones103.

Si a este pasaje añadimos otro que nos encontramos páginas des­


pués, tendríamos acaso más completa.idea sobre cómo entiende Pascal
el método:

Este arte al que llamo arte de persuadir, y que propiamente 110 es otra
cosa que guiarse por pruebas metodológicas perfectas, consta de tres par­
tes esenciales: definir los términos de los que uno debe servirse mediante
definiciones claras; proponer principios o axiomas evidentes para probar
la cosa de que se trata; y sustituir siempre mentalmente en la demostración
las definiciones en el lugar de los objetos definidos104.

Las resonancias cartesianas en uno y otro texto son palpables: cla­


ridad (obtenida mediante definiciones), orden y rigor. Sin embargo, se
adivina, en desvío de Descartes, una menor atención al análisis y, por lo
mismo, a la intuición que le serviría de base, en favor de un cierto «for­
malismo» que, con recurso a axiomas, busca un mayor rigor demostra­
tivo. En realidad, no sabemos si podemos decir que el método, aunque
sigue los planteamientos de Descartes, se empieza a orientar más hacia
los contenidos pensados que al dinamismo que los piensa.

La definición de la Logique de Port-Royal

Es la siguiente: «De modo general se puede llamar método al arte de


disponer bien una cadena de muchos (varios) pensamientos, o para des­
cubrir la verdad cuando la ignoramos, o para probarla a otros cuando
ya la conocemos»105. Esta definición refleja, acaso como pocas páginas
de la obra, el carácter ecléctico y poco comprometido de la misma.
Es una definición tan general que cualquiera la podría aceptar, pero
esa generalidad resulta difícil no identificarla con auténtica vaguedad,
porque, en realidad, nada nos dice sobre lo que es el método, sino sólo,
y ello también de modo muy general y vago, para qué sirve. Con esta
definición sabemos que hay algo que vale para algo, pero no sabemos

103. Oeuvres Complétes. Ed. cit., p. 349.


104. Op. cit., p. 356.
105. La logique ou l ’art de penser, Iib. IV, cap. II.
en qué consiste ese algo. La conclusión no es, ciertamente, demasiado
halagüeña. Cabría posiblemente disculpar en cierta medida a los auto­
res, por cuanto, a línea seguida, entran en la división de los métodos,
pero esto no remedia el ayuno contenido de la definición general que
se nos ofrece.

Espinosa: el método como camino ordenado hacia la verdad

Sin que sea excesivamente explícito, cabe decir que Espinosa trató, den­
tro de su concisión habitual, de dejarnos claro lo que por método debe
de entenderse. Podemos empezar con su afirmación central:

Que el método verdadero no consiste en buscar el signo (criterio) de verdad


tras la adquisición de las ideas; sino que el método verdadero es el camino
para que la verdad misma, o las esencias objetivas de las cosas, o las ideas
(todas esas cosas significan lo mismo) sean buscadas en el orden debido106.

La dificultad de desentrañar esta densa definición se alivia con la


explicación que el propio autor nos da de inmediato:

El método no es el mismo razonar en orden a entender las causas de las


cosas, y mucho menos el entender (intelligere) las causas de las cosas; sino
que es el entender qué es una idea verdadera, distinguiéndola de las demás
percepciones e investigando su naturaleza, a fin de que, partiendo de ahí,
conozcamos nuestra potencia de entender, y embridemos la mente de tal
manera que todo lo que ha de entender lo entienda de acuerdo con esa
norma; enseñando, en calidad de ayuda, unas reglas ciertas, e incluso lo­
grando que la mente no se fatigue con cosas inútiles. De donde se infiere
que el método no es otra cosa que el conocimiento reflexivo, o la idea de
la idea107.

Aun teniendo que reconocer también aquí claras resonancias carte­


sianas, hay que admitir que, de todos los ejemplos de definición aduci­
dos, es éste el más rico y que en él se añaden notables precisiones, que,
como es sabido, son nucleares en el DIE. En efecto, aunque no se hable
de la claridad y distinción, se descubre su presencia en el trasfondo; se
requieren las reglas como constituyentes del método y se mira a éste
como un instrumento de economía mental. Todo esto está ya en Descar­
tes. Como está también en Descartes, aunque no lo haya expresado en la

106. Quod vera non est methodus signum veritatis quaerere post acquisitionem ide-
arum, sed quod vera methodus est via, ut ipsa veritas, aut essentiae objectivae rerum, aut
ideae (omnia illa idem significant) debito ordine quaerantur (DIE, p. 12).
107. Ibid.
correspondiente definición, la radicación del método en el pensamiento
mismo. Sin embargo, Espinosa lo expresa con meridiana claridad. Más
aún, al declarar que el método no es más que el conocimiento reflexivo,
está poniendo de relieve algo consustancial a la metodología del pensa­
miento de tradición cartesiana, algo que cabría formular diciendo que
el método es «el pensamiento del pensamiento». Por eso, frente a Pascal
o a los portroyalistas, el fin del método no son tanto los objetos estudia­
dos cuanto la mente que los estudia (ut nostram intelligendi potentiam
noscamus). En una palabra, pensamos que Espinosa es una de las voces
más claras a la hora de exponer lo qué entiende por método108.

Insuficiencia general de las definiciones aducidas

Si abrimos el capítulo refiriéndonos a la exigüidad teórica en la tema-


tización de las doctrinas metodológicas, nos parece que el muestreo
de definiciones que acabamos de aducir puede ser un certificado de tal
exigüidad. Vleeschauwer, en una reflexión abarcadora de la época a que
nos estamos refiriendo, abunda en lo mismo:

Es curioso comprobar cómo los filósofos se tornan vacilantes, reservados


y silenciosos cuando deben tratar del método. Incluso los más grandes no
escapan a esta regla. De aquí llegamos a la conclusión de que es más fácil
disertar sobre la importancia, los beneficios o los perjuicios del método,
que explicarse claramente acerca de él. De que es siempre más difícil hablar
de él que servirse de él, Descartes es un buen ejemplo, igual que Galileo y
Newton*09.

Manifestamos nuestro más cabal acuerdo. Y no se trata sólo de que,


como acabamos de ver, las definiciones del método adolezcan de vague­
dad, de imprecisión y hasta de falta de contenido; se trata también de
que las reglas efectivas, que rigurosamente merezcan el calificativo de
metodológicas, no nos permiten hablar de una riqueza teórica mucho
mayor. Recuérdese, a título de ejemplo, las cuatro reglas de la II parte
del Discurso del Método, o también las cuatro Regulae philosophandi
de Newton.

108. Nos parece superíluo acumular otras nociones poco interesantes. Valga como
ejemplo In de Hobbes: Est ergo mathodus philosophandi, effsctuum per causas coguitas,
vel causarum per cognitos effectus breuissima mvestigatio. Scire autem altquetn effectum
ttmt dicitmtr, cum et causas ejtts, quod sunt; et m quo subjecto tnswtU et in quod subjec-
tum effectum introducunt, et quomodo id faciunt cognoscimus (De Corpore> cap. I, Opera
Philosopbica. Ed. de G. Molesworth, vot. 1, pp. 58-59).
109. H. J. de Vleeschauwer, «Le sens de la Méthode dans le Discours de Descartes et
la Critique de Kant», en Studien zu Kants philosophischer Entwicklung, G. Olms, Hildes-
heim, 1967, p. 183.
Con idea de Vleeschauwer, es más fácil servirse del método que
hablar de él. A los autores de esta época les sucedió de verdad esto:
fueron capaces de llevar a ejecución métodos de alto nivel epistemoló­
gico, pero las teorizaciones que de tales métodos nos dejaron son muy
inferiores a los métodos mismos. Acaso la memoria de los siglos inme­
diatamente anteriores les valió de escarmiento: los humanistas hablaron
demasiado de los métodos, pero apenas hicieron más que hablar. Hay
que invertir las tornas: llevar a cabo un saber en perfecto ajuste a un
proceder metodológico, de tal manera que los resultados sean la mejor
exposición del método, haciendo innecesaria la teoría, o, al menos, el
excesivo recurso a ella.
Si, por otra parte, recordamos algunas ideas expuestas en páginas
anteriores referentes a que los métodos de esta época, con la excep­
ción relativa de Leibniz, no sienten tentaciones formalistas, sino que se
centran en el estudio del dinamismo de la razón y en el estudio de las
relaciones que ese dinamismo guarda con los contenidos (objetos) de la
razón, acaso comprendamos el puesto secundario que les debe corres­
ponder a la definición y a las reglas del método, porque lo fundamental
y originariamente importante es la salud de la mente o razón. Supuesta
esta salud, son precisas reglas, pero a una mente sana no le hacen falta
muchas reglas. Creemos que éste es el contexto de comprensión del si­
guiente texto cartesiano:

N o puedo menos de hacerte detener aquí, no para apartarte del camino,


sino para añadir y para proponer examinar qué es lo que puede llevar a
cabo el sano sentido, si es debidamente gobernado. Efectivamente, ¿se da
algo en todo esto que no sea exacto, que no haya sido concluido legítima­
mente, que no haya sido deducido con rectitud a partir de sus anteceden­
tes? Pues bien, todas estas cosas se expresan y se llevan a cabo sin la lógica,
sin la regla, sin la fórmula de argumentar, con la sola luz de la razón y
del sano sentido, el cual, cuando actúa él solo por sí mismo, se ve menos
envuelto en errores que cuando se dedica a observar angustiadamente las
mil reglas diversas que han descubierto el artificio y desidia de los hombres,
más para corromperlo que para hacerlo más perfecto110.

Se me ocurre que para los autores de la modernidad filosófica los


problemas nucleares con que tenía que enfrentarse el método eran mu­
cho más sencillos —que no quiere decir menos profundos— que los
que se plantea la complicada epistemología metodológica de nuestros
días. Ellos se encontraban —y tenían conciencia de ello— ante la situa­
ción de «inventar» un nuevo saber, unas ciencias nuevas, mientras que
la epistemología actual se encuentra con unos saberes y unas ciencias
«hechos», que, ciertamente, cabe perfeccionar, pero que no hay que «in­
ventar». Pues bien, para llevar a cabo su tarea creadora, debían operar
con dos presupuestos básicos: un fundamento seguro, a partir del cual
iniciar la tarea de invención y descubrimiento, y unas reglas mínimas
que dirigiesen el «discurso» que arranca de ese punto de partida.
Uno y otras, fundamento y reglas, debían buscarse básicamente en
la razón, ya que, no estando, por presupuesto, la ciencia hecha, no
cabía ir a buscarlos a los objetos científicamente estudiados o a los
procesos ya consolidados de un saber científico. De ahí que las reglas
sean casi siempre más bien simples normas de cautelar prudencia que
reglas que recojan los complicados procesos que acaso son inevitables
en un efectivo quehacer científico. Aquí puede radicar también uno de
los motivos de admiración hacia las matemáticas y del recurso a ellas
como modelos metodológicos: es el único saber al que se le reconoce
estatuto de saber constituido y, por lo tanto, el único saber sobre el cual
es posible una labor de codificación de reglas metodológicas111. Desde
esta perspectiva, tanto el método de análisis como el de síntesis son, al
menos en buena medida, la consecuencia de la interpretación que del
saber y del método matemático tenga cada filósofo u hombre de cien­
cia, siempre con la salvedad del mundo inglés, en el que su vocación
por la experiencia rebaja notablemente este valor modélico del saber
matemático.

Las oscilaciones pendulares en la concepción del método

Si en este capítulo tratamos de acercarnos a la concepción expresa que


del método nos han dejado los autores que venimos estudiando, parece
necesario referirnos a las oscilaciones pendulares que en dicha concep­
ción se presentan desde el momento mismo de la constitución de la m o­
dernidad filosófica. La necesidad de esto se nos ha manifestado, por otra
parte, en las repetidas alusiones que hemos tenido que venir haciendo
a las diferencias existentes entre los planteamientos del continente y
los de Inglaterra. Ahora bien, si acabamos de hablar de oscilaciones
«pendulares», necesitamos contar con el punto fijo que nos permita ver
y medir las oscilaciones del péndulo en una y otra dirección. Las dos
grandes direcciones van a ser el racionalismo y el empirismo, i Cuál es
el punto fijo, o, lo que es lo mismo, cuál es el presupuesto o la noción
fundamental con la que se cuenta y desde la que se opera en cualquier
planteamiento metodológico? A nuestro modo de ver, la respuesta sólo
puede ser una: la razón. Sabemos que la respuesta es comprometida,
porque ello significa que incluso los llamados empiristas son, desde esta
perspectiva, también ellos racionalistas. Por nuestra parte efectivamente
creemos que es así.
En primer lugar, nos parece que la dicotomía racionalismo-empiris­
mo no cabe tomarla como un cliché rígido ni, mucho menos, excluyen-
te, como si el racionalismo renegase de toda experiencia y el empirismo
desconociese la importancia de la razón. Sencillamente, racionalismo
y empirismo señalan líneas de preferencia, no de exclusividad: los ra­
cionalistas cuentan con la experiencia, y los empiristas cuentan con la
razón. Ahora bien, sentado este presupuesto, que casi nos atreveríamos
a calificar de «históricamente» evidente, también es evidente que tiene
más importancia la razón (con éste u otro nombre) para los empiristas
que la experiencia para los racionalistas, sobre todo si la experiencia,
según es común, bascula básicamente hacia el mundo sensoperceptual.
Este es el fundamento de que sentemos que el punto fijo desde el que
medir los movimientos pendulares es la razón.
Lo importante, pues, en el desarrollo de nuestras reflexiones es seña­
lar el hecho: la modernidad, coincidiendo en la preocupación metodo­
lógica, en la necesidad y utilidad del método, no coincide, sin embargo,
en el modo de plantear y de entender el método. Las diferencias van a
oscilar entre dos polos: la razón y la experiencia, o, acaso mejor, tenien­
do en cuenta lo que acabamos de decir sobre la presencia de la razón en
ambos planteamientos metodológicos, el pensamiento y la experiencia,
entendiendo el pensamiento como algo que tiende a resolverse en la
razón misma, mientras que la experiencia debe, al menos, nutrirse de
contenidos que no están en la razón misma, sino que le advienen. Este
podría ser el sentido fundamental de la oposición entre racionalismo y
empirismo. Si queremos decirlo con palabras de Descartes, cabe atender
principalmente «o a nosotros que somos capaces de conocimiento, o a
las cosas mismas que pueden ser conocidas»112.
El racionalismo péndula hacia la razón, hacia el yo, con olvido, sin
duda excesivo, de la experiencia sensoperceptual y de las funciones cog­
noscitivas que le competen. Y es manifiesto que esto puede resultar grave
en un método que, como hemos visto, pretende buscar los caminos de
un conocimiento verdadero y cierto, ya que se desentiende de la verdad
y certeza que pueda haber en ese nivel empírico de conocimiento y, lo

112. Reg. VIII. AT, X, p. 398; a este respecto se pueden recordar otras formulaciones
que nos hacen ver cómo Descartes tenía conciencia de la doble perspectiva con que cabía
enfocar el problema del conocimiento y, por lo tanto, del método, por ejemplo: Ad rerum
cognitionem dúo tantum spectanda sutit> nos scilicet qui cognoscimus, et res ipsae cognos-
cendae (Keg. XII, p. 411). Entre estas dos posibilidades, la opción racionalista es por el
yo, por la razón que conoce, debiendo mirar las cosas conocidas desde ese yo o esa razón:
Quamobrem hic de rebus non agentes, nisi quantum ab intellectu percipiuntur... (Loe. cit.,
P- 418).
que puede ser más grave, queda, en buena medida, imposibilitado para
entender y valorar las «interferencias» que las percepciones sensoriales
puedan tener en el propio dinamismo de la razón. Pero nuestro intento
no es ahora tanto criticar cuanto poner de manifiesto las posiciones
polares en el tema del método.
El motivo de esta preferencia del racionalismo cartesiano por la
centralidad, casi excluyente, del pensamiento está en que «la certeza
no está en los sentidos, sino en el solo entendimiento* cuando tiene
percepciones evidentes»113. Por eso, el método ha de tener como fin ayu­
dar a la realización de las dos operaciones intelectuales que nos llevan
al conocimiento de las cosas sin peligro de error, que son la intuición y
la deducción. Frente a ellas, el método ha de enseñarnos precisamente
experientias rerum saepe esse fallaces114 o, como dirá poco después, que
el error adviene básicamente de no entender suficientemente algunos
experimentos115. Por eso el método ha de centrarse en el pensamiento
como tarea de la razón. Que, como es obvio, Descartes no puede igno­
rar el mundo sensorial, es evidente. Y no lo olvida, sino que se preocupa
de su valor cognoscitivo —tal es el caso de la Med. VI— y se preocupa
también de integrarlo de alguna manera en su método, aunque tal inte­
gración sea en calidad de auxilia, de ayudas que la razón pensante pue­
de recibir e incluso tiene que recabar de las facultades inferiores cuando
el objeto de estudio es algo corpóreo116.
Frente a los métodos de la razón pensante en la filosofía continental,
el mundo inglés va, desde el primer momento, a inclinarse a favor de la
experiencia, aunque, según apuntamos, no excluya ni quiera excluir la
razón. No vamos a entrar aquí en consideración de Hobbes, autor que,
dentro de las exiguas páginas que dedicó al método, puede merecer por
igual el calificativo de racionalista y antecesor del cálculo leibniziano, y
el de empirista que supervalora lo sensorial. Así, por ejemplo, encontra­
mos en él un geometrismo bastante ajeno a los otros empiristas:

Ciertamente confieso que aquella parte de la filosofía en que se someten a


examen las razones de las magnitudes y de las figuras ha sido cultivada de
modo egregio. Por lo demás, al no haber visto todavía que se haya dedicado
un trabajo semejante a las demás partes, tomo la decisión, en cuanto sea
posible, de explicar unos pocos y primeros elementos de toda la filosofía,
como si fueran unas ciertas semillas desde las que parece que puede surgir
poco a poco la filosofía pura y verdadera117.

113. Carta-prefacio a los Principia. AT, IX-2, p. 7.


114. Reg. II, pp. 364-365.
115. Ibid.
116. Reg. XII, pp. 416-417.
117. Computatio sive lógica, cap. I. Works, I, p. 2; textos similares cabe encontrar en
Ahora bien, frente a esta apariencia de un racionalismo casi ex­
tremo, encontramos al primer defensor de un empirismo ciertamente
no muy sistemático. Es el que inaugura en Inglaterra la defensa de las
excelencias del conocimiento sensorial. Así nos dirá que «la sensación
es el principio que permite conocer los principios del conocimiento,
derivándose de ella toda ciencia»118. Cabría, pues, decir que Hobbes
apuntando, desde distintas perspectivas, las dos alternativas metodológi­
cas a que nos venimos refiriendo, no tomó con total coherencia ninguna
de las dos direcciones, aunque quepa también decir que el conjunto de
su filosofía gravita más hacia un empirismo de tentación materialista.
Como es obvio, resulta más pertinente para nosotros el caso de Ba­
con. Su postura, en principio, parece bastante clara. La raíz de los males
que aquejan a la filosofía y a la ciencia consiste en «que los hombres
acostumbraron a separar y abstraer sus pensamientos de la experiencia
y de las cosas particulares, y ello con demasiada prisa y apartándose en
exceso, habiéndose entregado de modo total a sus meditaciones y argu­
mentaciones»119.
Para él, acercarse a la naturaleza y caminar por el laberinto de sus
complejidades per experientiam et rerum particularum sylvas perpetuo
faciendum est, si bien todo camino necesita de la defensa de la razón
(omnis vía... certa ratione munienda)120. Pero es esta experiencia la que
debemos ofrecer a la mente como el camino nuevo y cierto (novam
autem et certam viam, ab ipsis sensuum percepcionibus mentí aperia-
mus)111. Precisamente porque, hasta ahora, los hombres no dedicaron
suficiente atención a la experiencia (parvam in experientia moram fe-
cerunt) y se dedicaron en exceso a sus meditaciones y elucubraciones
(in meditationibus et comentationibus ingenii infinitum tempus contri-
verunt) la ciencia y el saber no han iniciado un verdadero avance122.
Volvemos a repetir que, aunque ambas tendencias no fueron tan ex-
cluyentes como tópicamente se pretende muchas veces, sin embargo
marcaron orientaciones divergentes y hasta opuestas. Lo que sucede es
que estas oscilaciones entre razón y experiencia no dependen sólo, a
nuestro parecer, de motivaciones estrictamente filosóficas, sino que tie­
nen mucho que ver con las líneas prevalentes de la ciencia en el ámbito
continental y en el inglés.

De Homine, cap. V, vol. III, p. 35. Y, naturalmente, en la misma línea están los pasajes en
que el razonamiento es entendido como calculatio.
118. De Corpore, cap. VI, 1, vol. I, pp. 616-617.
119. De Augm. scient., lib. III, cap. III,vol. I, p. 566.
120. Nov. Org., Praef., vol. I, p. 129.
121. Op. cit. P raef, p. 151.
122. Op. cit., aph. CXII, p. 209.
Queremos decir lo siguiente: mientras en el continente el método
matemático, como ejercicio de la razón pensante, encontró preceden­
tes, apoyos o confirmaciones en la ciencia de Copérnico, de Kepler, de
Galileo y hasta del propio Descartes, por el contrario, la implantación
de la primacía de la observación y de la experiencia no es, en modo
alguno, ajena a la ciencia de Gilbert, de Harvey, de Boyle. La ciencia
continental, por ser más racionalista, centraba su método en el estu­
dio, análisis y reglamentación de la actividad pensante,«mientras que el
mundo inglés, por su vocación experimental, orientaba más el método
o bien hacia los objetos sabidos, o bien a la actividad pensante, pero en
cuanto tal actividad se dirigía hacia las cosas.
Considerando, sin embargo, como una sola época el lapso de tiem­
po que va desde Bacon al siglo XVIII, cabría decir que el destino de am­
bos planteamientos metodológicos era fundirse en uno solo, llevando a
cabo la síntesis entre razón y experiencia, síntesis que, por otra parte,
venía posibilitada por el hecho varias veces aludido de que tales plan­
teamientos no eran, en realidad, excluyentes. Esto es lo que va a llevar
a cabo Kant con su método trascendental. Pero, desde perspectivas dis­
tintas, el intento no es nuevo. Que el propio Bacon vea el modelo del
método en la abeja que recoge «datos» y los elabora, es una prueba de
esto. Pero, posiblemente, es Leibniz, como autor situado en fechas muy
avanzadas de esta época, quien lo vio con toda claridad. Este es uno de
sus testimonios explícitos:

E sto y , sin e m b a r g o , d e a c u e r d o en q u e n o se ría p o s ib le a d o p t a r su fic ie n te s


p r e c a u c io n e s en la s e m p r e s a s im p o r ta n te s d e la p r á c tic a y, d a d o q u e el
m é t o d o d e r a z o n a r n o h a a lc a n z a d o to d a v ía t o d a la p e r fe c c ió n d e q u e s e r ía
c a p a z , y c o m o , p o r o tr a p a r te , n u e str a s p a s io n e s y n u e str a s d is tr a c c io n e s
n o s im p id e n a p r o v e c h a r n o s d e n u e str a s p r o p ia s lu c e s, m a n te n g o q u e es
p r e c is o d e s c o n fia r d e la r a z ó n c o m p le ta m e n t e s o la , y q u e e s im p o r ta n te
c o n ta r c o n la e x p e r ie n c ia o c o n s u lta r a a q u e llo s q u e la p o s e e n . P o rq u e la
e x p e r ie n c ia e s r e s p e c to d e la r a z ó n lo q u e la s p r u e b a s [...] so n r e s p e c to d e
la s o p e r a c io n e s m a t e m á t ic a s 123.

III. LO S G R A N D E S T Ó P IC O S M E T O D O L Ó G IC O S

Acabamos de pasar revista a algunas definiciones del método que nos


han dejado los autores que han «creado» la época y que han convertido
en carne de su pensamiento la preocupación y hasta la praxis metodo­
lógica. También nos hemos referido a las oscilaciones que, según es de
esperar en época tan rica, han sufrido los planteamientos metodológi-
cos. La diversidad de nociones del método y, sobre todo, la diversidad
teórica de planteamientos con necesaria repercusión en la praxis de los
mismos, nos puede llevar a pensar que es vana nuestra pretensión de
reducir la indiscutible pluralidad metodológica de la época objeto de es­
tudio a un mínimo denominador común de unidad. ¿No siguen Bacon y
Descartes, por aludir sólo a los autores modélicos, caminos divergentes?
Aunque la respuesta a esta pregunta parece que debe ser afirmativa, esto
no significa renunciar al intento de una visión unificadora: se pueden
emprender caminos distintos llevando el mismo equipaje, y esto, al me­
nos en buena medida, creemos que es lo que sucede con las divergencias
metodológicas en la modernidad.
Nos parece importante someter a revista esta identidad de equi­
paje en los autores de finales del XVI, del x v i i y, en menor medida, en
los del XVIII. Mirado desde otra perspectiva, esto equivale a hacer una
radiografía al pensamiento, puesto que, si todo lo que dejamos dicho
hasta ahora tiene algún sentido, el esqueleto del pensamiento de esta
etapa histórica tiene en los temas metodológicos uno de sus sistemas
fundamentales, si es que no la propia columna vertebral.
Como desconocemos que esta revista de elementos haya sido lle­
vada a cabo de un modo sistemático, no nos hacemos demasiadas ilu­
siones sobre la perfección de los logros. Pero, aunque nos quedemos
cortos, insistimos en la importancia y hasta necesidad de rastrear, bajo
vestiduras metodológicas distintas, unos elementos comunes que serían
los responsables de una profunda unidad bajo la aparente diversidad.

Los tópicos explícitos del método

Si el tema que tratamos de plantear no es una ficción, tendremos que


encontrar en los tratamientos metodológicos unos elementos o lugares
comunes, unos «tópicos» que, estando presentes en todos, pueden sin
embargo, estarlo en mayor o menor grado. Y todavía cabe hacer una dis­
tinción, en este momento inicial, entre tópicos explícitos y tópicos implí­
citos. No cabe duda que, por su carácter expreso, se torna más fácil tema-
tizar los primeros que los segundos. Y por los primeros vamos a empezar.
Con todo el sentido de provisionalidad que pretendemos atribuir a
cuanto vamos a decir en este capítulo, pensamos que, entre los tópicos
explícitos más importantes, se encuentran los siguientes: la razón, el
orden, la simplicidad, un cierto matematicismo, la ciencia universal.

La razón

En más de una ocasión dejamos dicho que para entender el pensamien­


to de los siglos XVII y x v m hay que recurrir a Kant. Esta afirmación nos
parece obvia si recordamos que Kant es el cierre de la época, no por
agotamiento, sino por llevar a plenitud los temas medulares de la mis­
ma. Pues bien, ¿no es legítimo decir que Kant cierra la época llevando
a cabo la construcción de una gigantesca metafísica de la razón? Basta
una somera lectura del prólogo (Vorrede) tanto de la edición A como
de la B para comprender que tal es la empresa en la que se embarca
Kant, habida cuenta, por supuesto, de que se trata de una metafísica
entendida en un sentido innovador, a bastante distanciadle la metafísica
«tradicional» por él criticada. Y esta pretensión de hacer una metafísica
de la razón recorre muchas de las páginas de la obra, especialmente los
apartados sobre «El canon de la razón pura» y la «Arquitectónica de la
razón pura» en la cuarta y última parte de la obra. El sentido innovador
en que es entendida la metafísica en estos pasajes podemos verlo, casi
con total claridad, por la definición que de ella nos da en la Dissertatio
del 70: Philosophia autem prima continens principia usus intellectus
puri est Metaphysica (§8).
Sería, sin embargo, engañoso creer que esta concepción de una me­
tafísica de la razón es un invento de Kant. Más bien habría que decir
que también en esto el filósofo alemán corona un proceso al que cabe
encontrar claros precedentes en posiciones que no sólo defienden la
existencia de una metafísica de la razón, sino que, de alguna manera,
reducen toda metafísica a una metafísica de la razón. Una vez más tene­
mos que aducir el testimonio de Baumgarten, autor de la Metaphysica
de que Kant hubo de servirse como texto. Su definición de la metafísica
se instala en el ámbito de la metafísica de la razón: Methapysica est
scientia primorum in humana cognitione principiorum (§ 1).
Como es lógico, esta definición baumgartiana no surge de la nada,
sino que plasma una tradición que hay que remontar a Descartes e in­
cluso a Bacon, autores que van a conferir a la razón un puesto de ab­
soluta primacía en el pensar filosófico, y ello fundamentalmente por
imperativos metodológicos, según vamos a intentar hacer ver.
Páginas atrás hemos visto cómo uno de los determinantes del modo
de pensar moderno y, por lo mismo, de los planteamientos metodoló­
gicos, es la retracción al yo, a la conciencia. Cabe considerar esto como
una retirada a una segunda línea de trincheras, porque, por mor del es­
cepticismo, se ha visto la vulnerabilidad de la primera línea constituida
básicamente por el conocimiento sensoperceptual del mundo externo.
En esta línea está la resolución cartesiana de no buscar otra ciencia que
la que pueda encontrar en sí mismo o en el gran libro del mundo, libro
que habrá de leer desde esa previa retracción al yo124. La lectura del
libro del mundo es, ciertamente, necesaria, porque no soplan en este
momento vientos de solipsismo idealista, pero lo importante, como in­
siste no mucho después, es estudiar «en mí mismo, y emplear todas las
fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos de debo seguir»125. Ningún
comentario mejor a esta resolución cartesiana que el de Malebranche:

El más bello, el más agradable y el más necesario de todos nuestros cono­


cimientos es sin duda el conocimiento de nosotros rnismos. De todas las
ciencias humanas, la ciencia del hombre es la más digna del hombre. Sin
embargo, esta ciencia no es la más cultivada ni la más perfeccionada que
poseemos: el común de los hombres la desprecia enteramente126.

Pues bien, si nos replegamos hacia nosotros mismos, cortando en un


primer momento, al menos precisivamente, el contacto perceptual con
el mundo, resulta que nos estamos replegando hacia la razón, o hacia
el pensamiento como actividad que, teóricamente, puede absolverse al
margen del dinamismo sensoperceptual. No cabe ocultar que tropeza­
mos aquí con una cierta ambigüedad en el uso de los términos «razón» y
«pensamiento». No podemos olvidar que el latín sigue siendo el medio
de expresión técnica para la mayoría de los filósofos, y en el latín ambos
términos filosóficos se presentan como ambiguos.
Cogitatio —pensamiento— es tanto la actividad pensante como el
contenido pensado. Ahora bien, como actividad y como contenido, pa­
rece que el pensamiento remite a alguien que piensa o a una función
pensante; en otras palabras, remite al yo o a la razón, ya que el pensar
es función de la razón. Mas el término ratio —razón— no sufre una am­
bigüedad menor. La ambigüedad se origina fundamentalmente de unas
nunca bien aclaradas relaciones entre el entendimiento y la razón. Si se
nos permite una explicación sumaria, cabe decir que el entendimiento
pertenece a la razón como el principal elemento de la misma, pero el
entendimiento no agota la razón, bien porque haya otras funciones pen­
santes que no son «intelectuales» —recordemos a Kant—, bien porque
deba integrarse en la razón otra función no estrictamente cognoscitiva,
pero sí «racional», como puede ser, por ejemplo, la voluntad — en esta
línea estaría Descartes— . Y nos interesa destacar esta incorporación de
la voluntad a la razón, porque debe quedar muy claro que el método no
es una simple tarea del entendimiento, aunque debe primordialmente
ser una tarea del entendimiento, sino que el método exige otras funcio­
nes pensantes, muy especialmente funciones de decisión, de atención,
de actitud, etc., que son primordialmente funciones de la voluntad. Si
no asumimos este concepto enriquecido de razón, resultará difícil en­

125 Loe. cit., p. 10.


126. De la Recherche de la Vérité. Préface. Ed. de G. Rodis-Lewis, I, p. 20.
tender más de un aspecto de los planteamientos metodológicos, sobre
todo en lo que al cartesianismo se refiere. No olvidemos que para Des­
cartes la función del entendimiento se absuelve en las ideas, y a nivel
de éstas no hay verdad formal. En consecuencia, mal nos va a bastar
con el entendimiento para constituir un método de ciencia verdadera
y cierta.
Entendida la razón con esta significación generosa, desde el ámbi­
to metodológico cabe hablar de los siguientes puntos: focalidad de los
intereses metodológicos en la razón, concepción y funcionamiento de
la razón como instrumento del saber, necesidad consecuencial de ini­
ciar todo derrotero metodológico por un auténtico conocimiento de la
razón, «curar» la razón, cuando proceda, y, en todo caso, incrementar
su poder y eficacia. Estos últimos aspectos son los que respaldan una
de las denominaciones que el método recibe como medicina mentis. El
simple enunciado de lo que acabamos de enumerar nos lleva a la doble
conclusión de que la razón es, en cierto modo, el núcleo de las doctrinas
metodológicas — con las salvedades de rigor en el mundo inglés— y
que, por lo tanto, metodología y teoría del conocimiento marchan indi­
solublemente unidas.
Descartes abre, con cierta ironía, el Discurso del Método afirmando
que el «buen sentido» es la cosa del mundo mejor repartida, porque
cada uno se muestra contento con la parte que le ha tocado. Y, a pesar
de que Descartes no es nada amigo de los argumentos por consensus,
estima que esta apreciación general encierra una verdad fundamental:

[...] que el poder de juzgar bien, y de distinguir lo verdadero de lo falso,


que es lo que propiamente se denomina el buen sentido o la razón, es natu­
ralmente igual en todos los hombres; y que, de este modo, la diversidad de
nuestras opiniones no se debe a que unos sean más razonables que otros,
sino solamente a que conducimos nuestros pensamientos por vías distintas,
y no tenemos en consideración las mismas cosas. Porque no basta con po­
seer un buen espíritu, sino que lo principal está en aplicarlo bien127.

Entre la ironía inicial y las afirmaciones serias en que desemboca,


me atrevería a decir que estamos frente al meollo de las cuestiones fun­
damentales en el campo del método: por qué es necesario el método y
en qué debe consistir y qué beneficios se deben esperar de un método.
El método es necesario, porque, contando todos con la dosis satis­
factoria — al menos para cada uno subjetivamente— de buen sentido o
de razón, sin embargo nos vemos envueltos en un bosque de opiniones
diversas. Con metáfora aludida líneas después, estamos ante una plu­
ralidad de caminos sin saber cuál es el correcto. Entonces necesitamos
el método para, con él, aprender a orientarnos en el gran mapa de las
vías o caminos de la razón. El método va a ser el guía necesario, no
tanto para echar a andar, cuanto para saber que lo estamos haciendo
por el camino acertado. Personalmente Descartes confesará que asumía
la obligación de ejercitarse en el método que se había prescrito, precisa­
mente porque tenía buen cuidado de conducir todos sus pensamientos
según las reglas del método, reservándose de vez en -cuando algunas
horas para hacer «prácticas» en el campo idóneo de las matemáticas
o en otros afines128. Este es un propósito que podemos suponer que le
acompañó toda su vida, ya que años más tarde, en la «Carta-prefacio» a
los Principia, repite con sentido general:

He caído en la cuenta, al examinar el natural de muchos espíritus, de que


apenas se puede decir que haya ninguno tan grosero y tardo que no sea
capaz de entrar en los buenos sentimientos e incluso de adquirir todas las
ciencias más altas, si se los conduce como se debe129.

El método, pues, es necesario para y se orienta a la dirección o con­


ducción del espíritu, del buen sentido, de la razón con la que, en princi­
pio, cuenta todo hombre en grado suficiente. La causa de que el método
deba ser entendido como dirección del espíritu o de la razón — ambos
términos pueden funcionar sinonímicamente en este campo— reside
en que la razón es concebida como instrumento del saber. Esta concep­
ción instrumental de la razón viene exigida, según dejamos apuntado
en páginas anteriores, por el cambio que se ha iniciado en el modo de
entender el saber científico: ya no se pretende saber sólo para contem­
plar y comprender la realidad, sino para adueñarnos de ella, para prever
sus eventos y, aunque sea en muy pequeña medida, para contar con la
posibilidad de intervenir en ella. Este cierto positivismo del saber incide
sobre los planteamientos metodológicos y exige una razón-instrumento
del nuevo saber. Se trata de una razón, cuyo uso y operar práctico hay
que dirigir y poner al día, si queremos llegar, según expresión de Bacon,
a los secretos de la naturaleza130. Con una comparación que recuerda a
Aristóteles, el pensador inglés concibe las funciones de la razón como
semejantes a las de la mano: igual que ésta, siendo el instrumento na­
tural fundamental, necesita valerse de otros instrumentos para mayores
empresas, «otro tanto sucede con la situación de la mente»131.

128. Op. cit., III parte, p. 29. 129. AT, IX-2, p. 12.
130. [...J antequam vero ad remotiora et occultiora naturae liceat appellere, necesario
requiritur ut melior et perfectior mentís et intellectus humani usus et adoperatio introdu-
catur (Nov. O rgP raef,i, vol. I. pp. 129-130).
131. Manus bominis nuda, quantumvis robusta et constans, ad opera pauca et facile
Tampoco en el racionalista Descartes está ausente este instrumen-
talismo de la razón, aunque, frente a Bacon, no tenga inmediatamente
t&n presente la operatividad práctica del saber. Aquí la razón es el instru­
mento del pensar. Y, por más que el pensar le sea natural a la razón
misma, hay que «adiestrarla», si cabe hablar así. Desde esta perspectiva
puede decir el filósofo francés:

Lo que más me contentaba de este método era que, mediante él, me sentía
seguro de usar en todo mí razón, si no de un modo perfecto, sí al menos del
mejor modo que estaba en mi poder; además de que sentía al practicarlo
que mi espíritu se acostumbraba poco a poco a concebir más clara y más
distintamente sus objetos132.

Ésta es la meta en orden a la cual ha de «adiestrarse» el instrumento:


pensar con claridad y distinción, es decir, la meta es el ideal de la gno­
seología cartesiana. Y como esta meta y este ideal sólo puede alcanzar­
los la razón, de ahí que, frente a los instrumentos «mecánicos» e incluso
frente a los sentidos, sólo la razón sea un instrumento universal133.
Con concepciones similares nos encontramos en Espinosa. Efecti­
vamente, rechazando el proceso in infinitum de tener que recurrir a
instancias metodológicas superiores para justificar un método válido,
acude a lo que sucede en el mundo del trabajo concreto, donde, si fuese
necesario contar con un martillo para fabricar el primer martillo, no
tendríamos todavía el tal martillo. Lo que sucede es que el hombre echa
a andar en el mundo del trabajo con instrumentos innatos, para, a partir
de ellos, progresar. Pues bien, «de la misma manera también el enten­
dimiento con su fuerza nativa se hace los instrumentos naturales, con
los que adquiere otras fuerzas para otras obras intelectuales»134. Si el
entendimiento se «hace» sus instrumentos innatos, que son las ideas, es
porque el entendimiento es el instrumento de los instrumentos, dotado
de tales ideas y con capacidades de generarlas. Sólo porque contamos
con un instrumento así, cabe iniciar con seguridad el camino del saber.
Como ejemplo último de este instrumentalismo de la razón aduci­
mos la Lógica de Port-Royal, en cuyo Discurso primero, tras atribuir a la
razón la elección correcta del camino de la verdad frente a los caminos
del error, se señala como tarea primera formar el juicio y educarlo en
la exactitud, si es que queremos alcanzar el saber científico, ya que «nos
servimos de la razón como de un instrumento para adquirir las cien-

sequentia sufficit: eadem ope instrumentorum, multa et reluctantia vincit. Similis est et
mentís ratio (Aphor. et consilia de auxiliis mentís, et accertsione luminis naturalis, vol. III,
p. 793).
132. Disc. Méth.y II parte. AT, VI, p. 21.
133. Op. cit., V parte, p. 57. 134. DIE, p. 10.
cias», sirviendo, a su vez, las ciencias de instrumento para perfeccionar
la razón135.
Ahora bien, la razón-instrumento es un instrumento muy especial.
Decía Descartes que la mente humana tiene un no sé qué de divino
(nescio quid divini)U6. Y esto reclama graves exigencias: la primera y
fundamental es que si, para servirse de cualquier instrumento, es nece­
sario empezar por conocerlo, esto se hace apremiante en el caso de la
razón, admitiendo, de entrada, la dificultad de su conocimiento, que es
autoconocimiento. Si no se empieza por esta labor de autoconocimien-
to, se hace imposible cualquier garantía de seguridad en la adquisición
del saber y en el método que a ello se ordena. Por eso resulta obvio que
Malebranche se lamente de «que la mayor parte de los hombres apenas
han reflexionado sobre la naturaleza del espíritu cuando han querido
emplearlo en la investigación de la verdad; que jamás han estado sufi­
cientemente convencidos de su poco alcance y de la necesidad que hay
de manejarlo bien e incluso de aumentarlo, siendo esto una de las causas
más considerables de sus errores y de que hayan tenido tan poco éxito
en sus estudios»137.
Hasta tal grado tuvieron conciencia de esta necesidad de estudio de
la razón los autores de esta época, sobre todo los racionalistas, que Des­
cartes llega a decir en la Reg. I que las ciencias en su totalidad consisten
en el conocimiento del espíritu. Y el por qué metodológico es claro: si
no conocemos el espíritu, seremos incapaces de orientar su actividad,
incapaces de valorar sus funciones y, por lo mismo, incapaces de saber
si lo que el espíritu lleva a cabo es un saber adjetivable como científico
o, por el contrario, una serie de simples errores con apariencia de ve­
rosimilitud.
Hasta tal punto es esto así que quien se proponga examinar to­
das las verdades a donde puede llegar el conocimiento humano, descu­
brirá, según el propio Descartes, de acuerdo con las adecuadas reglas
metodológicas, que «nada puede conocerse antes que el entendimiento,
puesto que de esto depende el conocimiento de todas las demás cosas, y
no al contrario; después, consideradas todas las demás cosas que vienen
inmediatamente tras el conocimiento del entendimiento puro, enume­
rará entre las demás todos los otros instrumentos de conocimiento que
tenemos además del entendimiento, los cuales son sólo dos, a saber, la
fantasía y el sentido»138.

135. L a Logique ou Vart de penser, p. 14.


136. Reg. IV, T. X, p. 373.
137. De la Recherche de la Vérité, lib. III, I, cap, III. Ed. cit., tomo I, pp. 402-403.
138. Nihil prius cognosci posse quam intellectum, cum ab hoc caeterorum omnium
cognitio dependeat, et non contra; perspectis deinde illis ómnibus quae proxime sequun-
tur post intellectus puri cognitionem, inter caetera enumerabit quaecumque alia habemus
Si se repara en cuanto llevamos dicho sobre la importancia de la
razón, sobre su carácter y función instrumental y sobre la necesidad de
autoconocimiento que ello implica, nos parece que resulta obvio con­
cluir que el método es inicial y fundamentalmente reflexión. Es lógico
que, si suele aceptarse como una afirmación de valor histórico general
que la filosofía iniciada por Descartes puede ser llamada «filosofía de la
reflexión», resulte, asimismo, lógico pensar que la preocupación meto­
dológica consustancial a esa filosofía se ejerza básicarrfente desde una
actitud reflexiva. Y lógico resulta también que esa reflexión deba comen­
zar ejerciéndola la razón sobre sí misma.
Nadie formuló esto mejor que Espinosa al afirmar que el método no
es, en definitiva, más que un conocimiento reflexivo139. Para un racio­
nalista así debe ser: el saber busca la verdad, y busca una verdad nacida
y justificada desde la razón misma: «Hay que buscar en el pensamiento
mismo y deducir de la naturaleza del entendimiento aquello que consti­
tuye la forma del pensamiento verdadero»140.
Sólo así cabe contar con un punto de partida sólido, por cuanto el
intellectus o la ratio es, al mismo tiempo, el fundamento sobre el cual
y desde el cual hay que levantar el edificio del saber, y el instrumento
con el que se hace posible la realización de ese saber con garantías de
verdad:

Además, dado que el método es el propio conocimiento reflexivo, este fun­


damento que debe dirigir nuestros pensamientos no puede ser otro que el
conocimiento de aquello que constituye la forma de la verdad, y el cono­
cimiento del entendimiento y de sus propiedades y fuerzas: adquiriendo
éste (conocimiento), contaremos con el fundamento del que deduciremos
nuestros pensamientos, y con el camino por el que el entendimiento, en la
medida en que su capacidad lo permita, podrá llegar al conocimiento de
las realidades eternas, habida cuenta ciertamente de las fuerzas del enten­
dimiento141.

Si la conversión reflexiva de la razón sobre sí misma se presenta, en


una actitud metodológica seriamente asumida, como el momento gené­
ticamente primero del método, cabría decir, siguiendo a los autores que
sirven de guía a nuestras consideraciones, que el segundo es someter
la razón a una terapéutica curativa: sanarla, medicarla. Estamos ante

instrumenta cognoscendi praeter intellectum, quae sunt tantum dúo, nempe phantasia et
sensus (Reg. VIII. AT, X, d P. 385-386).
139. DIE, pp. 1 2 ,2 2 .
140. Id quod formam ve rae cogitationis constituit, in ipsa eadem cogitatione est quae-
rendum} et ab intellectus natura deducendum (Loe. cit., p. 22).
141. Op. cit.y p. 32.
una de las concepciones del método más difundidas ambientalmente:
el método como medicina mentís. Ninguno de los teóricos del método
pone en duda esta necesidad de una cierta medicación de la razón, del
espíritu, de la mente, del entendimiento, términos todos a los que cabe
en este caso considerar como sinónimos. ¿Por qué es necesaria esta te­
rapéutica medicinal? Por supuesto que no resultaría acertado responder
suponiendo que el motivo es una radical desconfianza en el valor natural
de la razón misma, ya que esto estaría, en principio, erf flagrante oposi­
ción con el voto de confianza en la razón que profesa, de modo general,
el pensamiento de estos siglos. Tampoco cabe responder acudiendo al
argumento de la razón dañada por el pecado original. Esto podría valer,
por ejemplo, para el portroyalismo (?), pero no es razón operativa para
una filosofía que, de modo casi generalizado, quiere elaborar un pensa­
miento que, siendo conciliable con la religión, mantenga, sin embargo,
unas fronteras de distinción respecto de ella.
Nos parece que la respuesta se monta sobre supuestos menos ambi­
ciosos e incluso calificables como experienciales: la razón es idónea por
su naturaleza para el conocimiento verdadero y cuenta con la aptitud y
la fuerza necesaria. Pero esa razón sufre las consecuencias (las enferme­
dades) de un uso no reglado, de la contaminación y confusión con otras
formas erróneas del conocimiento (los sentidos) y de la violencia de los
prejuicios que se deben al contexto sociocultural y a unos saberes llenos
de errores. Es decir, nadie inicia la carrera del saber con una razón pura,
sino con una razón llena de impurezas que ha ido acumulando desde
la infancia, según nos dice Descartes142. Hay que volver la razón a su
estado prístino, hay que recuperar el brillo y luz que, por naturaleza, le
corresponde al lumen naturale, una de las denominaciones favoritas de
la razón, al menos en el mundo racionalista. Si esa «recuperación» de la
razón se lleva a cabo adecuadamente, entonces cabría compartir el ideal
de Espinosa: que el alma fuese quasi aliquod automa spirituale (como
un autómata espiritual), que opera según reglas ciertas143.
Coincidiendo todos en la necesidad de esta medicina mentís, el
modo de llevarla a cabo varía en los diversos autores. Veamos algunos
ejemplos.
Comenzando por Bacon, no deja de sorprender que, a pesar de ser
un defensor de la observación y de la atención a los datos, sin embargo
da gran importancia, como primer momento, a esta terapéutica de la
mente. Aun dejando a un lado los famosos idola, a sabiendas de que los
idola specus y los idola tribus pueden tener bastante que ver con nuestro
tema, contamos con otros textos esclarecedores de su posición. Para el
inglés, antes de una elaboración positiva del método, debe realizarse la
pars destruens como previa. De ella sólo nos interesa lo que tiene que
ver con esta limpieza preparatoria del espíritu mismo. Por ella hay que
empezar:

El que primeramente y antes de todo no haya analizado totalmente los


movimientos del espíritu humano y, en ellos, no haya descrito minuciosa­
mente los caminos por los que discurre la cienci^ y las localizaciones de los
errores, ése encontrará todas las cosas desfiguradas y como encantadas. Si
no deshace el hechizo, no podrá llevar a cabo una interpretación144.

Hay que iniciar la andadura del saber por el análisis de los movi­
mientos del espíritu, para descubrir el curso de la ciencia y la sede de los
errores. Y se trata de una tarea que hay que ejecutar con todo cuidado
(<accuratissime). De no hacerlo así, nos imposibilitaremos el genuino
conocimiento de las cosas y una auténtica labor de interpretación de la
naturaleza, que es la meta a la que el saber apunta, según Bacon.
Al Bacon imaginativo le gusta comparar a la mente humana con un
espejo. Pero ese espejo en cualquier hombre adulto se encuentra defor­
mado y, si ponemos las cosas ante un espejo deformado, deformada va
a ser la imagen que de ellas obtengamos:

De la misma manera que un espejo desigual modifica, por virtud de su


sección propia, los rayos verdaderos de las cosas, así también la mente,
cuando recibe influencia de las cosas a través del sentido, al llevar a cabo
sus movimientos, indudablemente sin una fidelidad muy grande, interfiere
y mezcla su propia naturaleza con la naturaleza de las cosas145.

Entonces, si queremos que las «irregularidades» de la mente no in­


terfieran en la recepción de los datos de la naturaleza, «en primer lugar,
hay que igualar la superficie de la mente, y hay que liberarla de todo lo
que hasta ahora ha recibido; entonces debe llevarse a cabo una buena y
congruente aplicación de la mente a lo que se le presenta; por fin, debe
ofrecerse la información a la mente preparada»146.
Hay que empezar por preparar, igualar, pulir, liberar, la superficie
de la mente, para que, tras la debida aplicación a los datos, se le pre­
sente la información de manera adecuada. Que se trata de una reins­
tauración de la mente en su pureza primitiva es claro para Bacon, ya
que, como nos dice él mismo, con la entrada en el reino del saber, cuyo

144. De interpret. Naturae sent. XII, 7, vol. III, pp. 785-786.


145. Partís Instaurationis secwidae delineatio et argumentum, vol. III, p. 548.
146. Primo mentis area aequanda, et liberanda ab eis quae hactenus recepta sunt;
tum conversio mentis botta et congrua facienda est ad ea quae afferuntur; postremo menti
preparatae informatio exhibenda (Ibid.).
fundamento son las ciencias, sucede lo mismo que con la entrada en el
reino de los cielos, in quod nisi sub persona infantis intrate non datur147-.
hay que recobrar la pureza de la infancia.
La presencia en Descartes de esta previa operación de limpieza o,
lo que es lo mismo, la necesidad de iniciar las tareas metodológicas
respecto de la razón por una pars destruens, es algo manifiesto con sólo
evocar el planteamiento de la duda y las motivaciones de la mismaJ48.
Necesitamos someternos a la prueba de fuego de la duda a fin de libera­
mos de todas las pseudo-certezas «naturales» con que se ha ido cargan­
do nuestra razón desde la infancia. Sólo así la razón recobrará la pureza
que le es congénita.
No faltan, sin embargo, otros textos que apuntan en la misma di­
rección; por ejemplo, en el Discurso, deja constancia de que, por ha­
ber sido gobernados por nuestros apetitos o por unos preceptores que
no siempre nos aconsejaban lo mejor, el resultado ha sido que no nos
encontramos en posesión de unos conocimientos tan firmes y sólidos
como podrían haber sido, caso de haber seguido la rectoría de la razón
desde nuestro nacimiento149. Por ello, lo mejor que puedo hacer con
estas creencias es «intentar, de una vez, eliminarlas, a fin de poner luego
en su lugar o bien otras mejores, o bien las mismas, después de haberlas
ajustado al nivel de la razón»150. El propósito se repite, bien sea como
necesidad de liberarse de los prejuicios151, o bien como tarea de des­
escombro para iniciar desde fundamentos sólidos la construcción del
edificio de la razón152.
En la misma línea de planteamiento encontramos a Espinosa, para
quien lo primero que hay que hacer (ante omnia) es someter a cura al
entendimiento y «expurgarlo»153, porque sólo así, tras esta labor, podrá
entender las cosas sin error y de la mejor manera posible154.
Espíritu, razón, pensamiento, entendimiento...: palabras todas que
tienen el mismo encuadre semántico, pudiendo funcionar como sinó­
nimas o intercambiar sus significaciones. La modernidad gustó de ver
al hombre desde la dimensión de la razón, del espíritu. Pero no se tra­
ta nunca, como en los viejos tiempos, de una razón-facultad o de un
espíritu-forma, más destinados a explicar la constitución del hombre

147. Nov. Org., lib. I, aph. LXVIII, vol. I, p. 179.


148. Cf. Med. Met. I. AT, VII, pp. 17 ss.
149. Disc. de la Méth., II. AT, VI, p. 13.
150. Loe. cit., pp. 13-14.
151. «Carta-prefacio» a los Principia. AT, IX-2 p. 12.
152. Recherche de la Vérité. AT, X , p. 509.
153. DIE, p. 6.
154. En la página siguiente repetirá el mismo propósito: [...] ad primttn, quod ante
omnia faciendum est, me accingam, ad emendandum scilicet intellectum.
que su dinamismo. No, ahora, por imperativos de la primacía de los
planteamientos gnoseológicos, interesa más ver al espíritu y la razón
en actividad. Y es desde esta perspectiva como el espíritu y la razón son
denominados pensamiento o pueden ser englobados en él. Como dice
Pascal, «toda la dignidad del hombre está en el pensamiento»155. Ahora
bien, si en el pensamiento está la dignidad del hombre, frente al pen­
samiento hay también graves obligaciones del hombre. Por eso, como
él mismo nos dice también, tout son devoir (del homblre) est de penser
comme il faut156. Este deber del hombre cabe que sea interpretado tam­
bién, aunque no exclusivamente, como deber de procurarnos el método
que nos permita pensar bien. Es decir, esa meta moral a la que apunta
toda la filosofía de estos siglos, proyecta su «moralidad» sobre los pro­
pósitos metodológicos. Que no estamos divagando, nos lo testimonian
otras palabras del propio Pascal: «Esforcémonos, pues, en pensar bien:
he aquí el principio de la moral»157. Es posible que a algunos esta visión
moralizante del método les parezca exagerada por considerarla conse­
cuencia de la espiritualidad portroyalista. Aun reconociendo que puede
haber algo de esto, sin embargo, no debe olvidarse que, en una edad de
la razón, no se discute la obligación de evitar el error ni que el camino
de una genuina felicidad moral debe ser el camino de las verdades au­
ténticas. No obstante, también a nosotros nos parece que los autores de
la modernidad se acercaban a los problemas metodológicos y al estudio
de la razón por gusto muchas más veces que por estricta obligación.
Es decir, se veía al estudio de la razón desde un serio planteamiento
metodológico como una fuente de satisfacciones. Malebranche lo dice
explícitamente:

No debemos imaginarnos que es preciso sufrir mucho en la investigación de


la verdad; no hace falta más que prestar atención a las ideas claras que cada
uno encuentra en sí mismo y seguir exactamente algunas reglas que vamos
a dar luego. La exactitud del espíritu no tiene apenas nada de penoso; no
se trata de una servidumbre tal como la imaginación lo representa; y si
inicialmente encontramos en ello cierta dificultad, bien pronto obtenemos
satisfacciones que nos recompensan abundantemente de nuestras penas158.

Necesidad de estudiar la razón como puesta en práctica de la necesi­


dad del método mismo, necesidad de estudiar la razón para someterla a
una medicina terapéutica que la prepare para sus altas funciones, obliga­
ción moral de estudiar la razón, satisfacción de estudiar la razón...: todo
acaba confirmando el puesto absolutamente central quela razón tiene

155. Pensées, 756-365, p. 597. 156. Op. cit., 620-146, p. 586.


157. Op. cit., 200-347, p. 528.
158. De la Recherche de la Vérité, lib. I, cap. 1. Ed. cit., p. 40.
y tiene que tener en los tratamientos metodológicos. Tan central es su
puesto que Espinosa, a preguntas de uno de sus corresponsales sobre el
método, podrá entre otras cosas, llegar a esta solemne conclusión:

De esto, pues, resulta claramente manifiesto de qué tipo debe ser el método
verdadero y en qué consiste primordialmente, a saber, en el solo conoci­
miento del entendimiento puro y de su naturaleza y leyes159.

El orden

Si la razón se nos ha presentado como el núcleo y tópico fundamental


de las reflexiones metodológicas, debe esto entenderse no en el sentido
de una consideración estática de esa razón, sino de una consideración
dinámica. En alusión etimológica a metbodos, a la razón hay que po­
nerla en camino, en un camino que ella misma debe señalarse, mar­
chando según reglas que ella misma debe dictarse, ya que, de no ser así,
¿quién puede dictar reglas a la razón? El método es tarea de la razón,
exigencia que ella misma se impone y sobre la que sólo ella misma
puede dictaminar.
Pues bien, esta puesta en marcha de la razón nos aboca a otros tópi­
cos metodológicos en los que se explícita ese despliegue de la razón en
su proceder metódico. De entrada, la lectura de los diversos autores y el
somero análisis de los textos pertinentes nos enfrentan con tres tópicos,
imposibles de disociar: el orden, el matematicismo y la simplicidad. En
buena medida, según habremos de ir viendo, son aspectos complemen­
tarios de un mismo núcleo temático. Pero si, dentro de los tres aspectos,
debe concederse la primacía a alguno de ellos en los planteamientos y
desarrollos metodológicos, estimamos que esta primacía le corresponde
al orden, ya que el matematicismo va a presentarse, al menos en cierta
medida, como la realización modélica de un saber «ordenado», y lo
simple, siendo aquello de lo que el matemático parte o a lo que debe
reducir lo complejo, se convierte en elemento imprescindible de un pro­
ceder ordenado. Comenzamos, pues, por el orden.
El nuevo saber que desde finales del x v i hasta finales del x v iii se pre­
coniza debe ser un saber ordenado: hay que eliminar el saber «históri­
co», acumulativo, de descubrimientos fortuitos, aunque sean acertados.
Nada de esto está en consonancia con la proclama de rigor que convoca
a los estudiosos. Un saber sin orden es un saber a medias, un saber sin
garantías, un saber que no cuenta con los debidos avales, que Descartes

159. Ex his igitur clare apparet, qualis esse debeat vera Methodus, et in quo potissi-
mum consistat, nempe in sola puri intellectus coenitione, ejusque naturae et leeum (Carta
37, vol. III-IV, p. 135).
exige, de certeza (seguridad) y de evidencia160. Y el orden ha de ser un
orden natural161 en el doble sentido siguiente: primero, de no ser un
orden arbitrario o carente de fundamento, ya que no se excluye que
el orden lo «pongamos» nosotros contando con el debido fundamento
para «ponerlo»; segundo, de ser un orden nacido y promovido desde la
naturaleza misma de la razón, bien en su autónomo despliegue, bien en
su «comercio» natural con las cosas.
Precisamente este carácter natural del orden como’ ejercicio y pro­
ducto de la razón convierte en obvia la afirmación de que el orden como
tópico metodológico —y otro tanto habrá que decir del matematicismo
y de la simplicidad— juega un papel más destacado en el racionalismo
que en el empirismo. Y, dentro del racionalismo, el metodólogo del
orden es, sin duda, Descartes. El pudo decir tota methodus consistit in
ordine et dispositione...162. El método en su integridad es orden y dispo­
sición. Sin embargo, el orden como tópico, aunque menos tematizado
por menos importante, lo encontramos también en el mundo inglés,
por ejemplo, en Bacon.
Efectivamente, cuando Bacon reclama el nuevo método empírico,
no está simplemente exigiendo un mayor número de experimentos y
un nuevo tipo de experimentos, sino que también, y principalmente,
está exigiendo un método radicalmente nuevo en el tratamiento de los
mismos (methodus plañe alia) y, con el nuevo método, un nuevo orden
y procedimiento (ordo et processus) en el desarrollo y promoción de la
experiencia163. De no contar con este orden, nos quedaríamos, según
su terminología, en la vaga experiencia abandonada a sí misma y con­
vertida en un tanteo que avanza a ciegas (palpatio), siendo así que la
experiencia sólo conduce a la ciencia cuando se desarrolla según leyes
ciertas (lege certa)164. Desde esta perspectiva, insistirá poco después en
la necesidad de seguir un orden, por sus pasos rigurosos, desde los datos
particulares hasta las leyes generales, como si estuviésemos subiendo
una escalera peldaño a peldaño (per scalam veram, et per gradus con­
tinuas et non intermissos aut hiulcos). Por eso, más que darle alas al
entendimiento, debemos ponerle plomo y pesos (intellectui non plumae
addendae, sed plumbum potius et pondera) ya que sólo así se evitan los
saltos y los vuelos en el vacío165.
En consecuencia, frente a la experiencia fortuita, que es como un
caminar en las tinieblas sin saber bien con qué tropezamos o qué esta­

160. Reg. II. AT, X, p. 362.


161. A. Arnaud y P. Nicole, La Logique ou l*art de penser, p. 332.
162. Reg. V, p. 379.
163. Nov. Org. lib. I, aph. C, vol. I, p. 203.
164. Ibid.
165. Op. cit., aph. C iy p. 205.
mos tocando, es preciso buscar una experiencia cuyos derroteros estén
iluminados; es necesario un verus ordo experientiae, un orden verda­
dero de la experiencia, que enciende luces y muestra caminos, con lo
cual pasamos de la experientia vaga a la experientia ordinata et digesta,
a una experiencia ordenada y «digerida» por la razón166. De no ser así,
nos dice Bacon con una metáfora que va a ser recurrente, nos encon­
tramos como en un laberinto (tanquam in labyrintho). Frente a ello,
rite institutus ordo, un orden debidamente establecido, nos conduce
desde las «selvas» de la experiencia hasta los horizontes abiertos de los
axiom as167. No resultaría especialmente difícil hacer ver cómo la nova
inductio baconiana debe contar con la puesta en práctica de este impe­
rativo de orden, ya que una gran dosis de orden se precisa para someter
la pluralidad de datos de que se parte a las tablas e instancias que inte­
gran el método inductivo. Sin ese proceso ordenador, los datos, usando
una palabra del propio Bacon, quedarían como una masa confusa. Y,
precisamente por esta exigencia de orden, el pensador inglés tiene tanta
aversión a esa masa confusa, que llega a afirmar que es más fácil hacer
surgir la verdad partiendo de la falsedad que partiendo de la confusión:
Citius emerget veritas a falsitate quam e confusione, et facilius ratio
corriget partitionem quam penetrabit m assam l6g.
Pero el apologista por excelencia del orden es Descartes. En nadie
adquirió el tema mayor relieve ni mayor explicitación. Si, según expre­
sión de él que recogíamos antes, el método en su integridad consiste en
el orden, indudablemente debe el orden estar cargado de significaciones
y enriquecido de perspectivas. Por eso conviene empezar distinguiendo
dos enfoques muy distintos de lo que en Descartes puede entenderse
por el «orden del saber».Efectivamente, puede entenderse como el or­
den de todos los saberes o del conjunto del saber; y puede también ser
entendido como el orden de cada saber. Ahora bien, al uno y al otro
modo subyace un orden más profundo: el orden del saber sin determi­
nación alguna, es decir, el orden que se impone y se debe seguir para
que el saber merezca ser llamado saber. Esta significación fundamental,
que es la más genuina cartesianamente hablando, puede, al menos teó­
ricamente, desdoblarse, a su vez, en otras dos: el orden del saber como
orden de las cosas sabidas en ese saber; y el orden del saber como orden
del modo de conocer, de entender, de saber las cosas que se saben. Veá-
moslo en la lectura e interpretación de los textos cartesianos.
Que en Descartes cabe hablar de un orden del saber entendiendo al
saber como conjunto global de todos los saberes, parece natural, ya que

166. Op. cit., aph. LX X X I, pp. 189-190.


167. Ibid.
168. Temporis partus masculiis, vol. III, p. 553.
en todos los autores de la época hay una jerarquización u «ordenación»
de los saberes que responde a principios o criterios de orden. A este
respecto el texto más relevante es, sin duda, el de la «Carta-prefacio» a
la traducción de los Principia. Ahora bien, incluso dentro de este orden
del saber en su conjunto, debe distinguirse con Descartes un orden en el
aprendizaje de los saberes, y un orden en la fundamentación. En cuanto
al orden del aprendizaje, debe ir precedido de la apropiación de unas
reglas de moral que nos dirigen en las acciones169.
Sólo tras esto se inicia un auténtico aprendizaje con los pasos si­
guientes: primero, la Lógica, entendiendo por tal no la «dialéctica» usual
en las escuelas, sino la disciplina «que enseña a conducir bien la razón
para descubrir las verdades que se ignoran»170. Segundo, aplicación de
esas reglas de «conducción» de la razón en un campo de cuestiones
fáciles y simples, concretamente en el campo de las matemáticas. Ter­
cero, logrado y consolidado el hábito de adquisición de la verdad, hay
que comenzar enseguida «a aplicarse a la verdadera filosofía, cuya parte
primera es la Metafísica, que contiene los principios del conocimiento,
entre los cuales está la explicación de los principales atributos de Dios,
de la inmaterialidad de nuestras almas, y de todas las nociones claras y
simples que están en nosotros»171. La segunda parte será la Física, enten­
dida con tan amplio sentido, que sus competencias van desde explicar
los «principios de las cosas materiales» hasta ocuparse del universo y
de cada una de sus partes, desde los astros hasta los minerales, plantas
y animales. A partir de ella se puede pasar a las otras ciencias útiles, es
decir, a las aplicaciones que llamaríamos técnicas172.
Pero el orden de aprendizaje no coincide con el orden de funda-
mentación. Este orden de fundamentación lo explica Descartes con la
metáfora del arbor scientiarum que nos recuerda a nuestro Raimundo
Lulio: «De este modo toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son
la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que brotan de este tronco
son todas las otras ciencias, que se reducen a tres principales, a saber, la
medicina, la mecánica y la moral», entendiendo ya ahora la moral más
alta y perfecta, «que, presuponiendo un conocimiento completo de las
otras ciencias, es el último grado de la sabiduría {sagessé)»173.
Sin embargo, siendo importante como marco este orden del saber
total en Descartes en la doble dimensión de orden de aprendizaje y
orden de fundamentación, no hay duda de que, por lo que al método
respecta, es mucho más importante el orden del saber como saber, al
margen de la disciplina a la que los procesos de saber pertenezcan: ¿qué

169, «Carta-prefacio». AT, IX-2, p. 13.


170, Loe. cit., pp. 13-14. 171. Loe. cit., p. 14.
172. Ibid. 173. Ibid.
orden exige el saber?, ¿qué imperativos impone el orden a todo saber
digno del calificativo de científico?
Para Descartes, método, orden y matematicismo constituyen una
tríada de elementos que no sólo son inseparables, sino que, en buena
medida, son intercambiables174. Si la Mathesis, fiel a su etimología, es un
aprender en el sentido más profundo de la palabra, ese aprender debe
hacerse con un método que, forzosamente, ha de consistir en un orden.
Si tenemos en cuenta que el genuino «aprender» para Descartes no es
básicamente recibir algo de fuera sino desplegar algo desde dentro del
pensamiento mismo, el método, todo método, ha de tener como uno de
sus imperativos fundamentales conducir con orden mis pensamientos17s.
Y no se trata sólo de que el orden sea un imperativo del método, sino
de que cabe subsumir todo el método en el orden, según la afirmación
que encabeza la regla V, a la que hemos aludido varias veces. Hasta tal
punto es así, que en el orden está contenido todo el esfuerzo y habili­
dad que el hombre debe poner al servicio de la adquisición del saber. Si
no contamos con el orden, el mundo del saber se nos convierte en un
laberinto176.
Pero el orden en Descartes tiene dos caras distintas, aunque puedan
y deban ser complementarias: el orden de las cosas sabidas, y el orden
del saber de las cosas. Podríamos decir orden objetivo y orden subjetivo.
Son varias las fórmulas con que nos los presenta: ordo existens in re ipsa
- ordo subtiliter excogitatusi77. Otra fórmula: el orden que atiende a res
ipsae cognoscendae - el orden que atiende a nos qui cognoscimusm . O
también considerar las cosas prout revera existunt - in ordine ad cogni-
tionem nostram179. Aunque, según veremos enseguida, el orden impor­
tante para un filósofo de la conciencia y de la certeza tiene que ser el
orden subjetivo, u orden del conocimiento mismo, u orden puesto por
nosotros que conocemos, sin embargo sería engañoso devaluar el orden
objetivo. Bien es verdad que este orden objetivo no debe ser entendido
básicamente como el orden que pertenece a las cosas tal como existen
en la realidad, según lo expresa una de las fórmulas aducidas, sino que
debe ser entendido, según expresan las otras fórmulas, como el orden
que existe en la cosa misma, o el orden de las cosas mismas conocidas.
Y no se piense que se trata de una distinción de sutilezas.
En efecto, si el conocimiento en Descartes se ocupa de ideas, el or­
den que existe en la cosa conocida y el orden de las cosas conocidas será
siempre un orden en y de las ideas. Y de este orden tenemos también

174. Cf. Disc. Méth., II parte. AT, VI, p. 21.


175. Loe. cit., p. 18. 176. Reg. V. AT, X, pp. 379-380.
177. Reg. X , p. 404. 178. Reg. XII, p. 411.
179. Loe. cit., p. 418.
que decir que es muy importante en Descartes, aunque reconozcamos
a continuación que, entonces, la frontera entre el orden subjetivo y el
objetivo deja de ser una frontera muy clara. Pero la frontera existe, y
es la frontera entre el dinamismo cognoscente y el contenido de dicho
dinamismo, es decir, las ideas. No son elementos independientes, pero
sí distinguibles. Y es necesario distinguirlos, ya que un tema tan impor­
tante en la metodología cartesiana, como es la primacía de lo simple,
deberá entenderse primordialmente desde la perspectiva del orden ob­
jetivo, u orden de las ideas y de las verdades180.
Pero este orden debe ajustarse al orden subjetivo, bien porque se dé
por supuesto que el orden de las ideas se corresponde con el orden del
pensar, bien porque el pensar imponga el orden a las ideas, con imposi­
ción que a veces puede ser «arbitraria» o «inventada» como recurso me­
todológico181. Lo fundamental es que el intelecto llegue a conocer y, si
para eso debe arbitrar un orden eficaz, no hay en ello nada incorrecto, ya
que, cognoscitivamente hablando, la consideración de las cosas es prout
ab intellectu attinguntur182, o, con otra fórmula, quantum ab intellectu
percipiuntur (en cuanto son percibidas por el entendimiento183). Preci­
samente porque hay que considerar las cosas en su relación cognoscitiva
con el entendimiento, nada tiene de extraño que, cuando las cosas se
presentan intrincadas, haya que empezar por arbitrar un orden que sir­
va de medio para descubrir el orden real que las cosas o ideas tienen184.
Si queremos determinar más en concreto qué es este orden o a qué
preceptos debe ajustarse, el problema no es nada fácil, ya que, por prin­
cipio, resulta muy difícil dar reglas que ordenen el orden. Hay, sin em­
bargo, algunas normas que ayudan a la puesta en práctica de este orden.
Nos parece que en Descartes no pueden omitirse las siguientes:
a) Punto de partida: se debe partir de las verdades más obvias, ya
que sería pretensión «desordenada» querer empezar por algo difícil
y complicado185. La necesidad de empezar por las verdades «obvias»
resulta manifiesta, ya que ellas han de servir de fundamento para la
inferencia o deducción de las siguientes más difíciles186, aunque tal de­
ducción no deba entenderse, al menos necesariamente, en el sentido de
la lógica tradicional.
b) En los diversos problemas, debe, analíticamente, procederse a
una enumeración de sus elementos, partes o aspectos del problema. Se
trata de recorrer un camino, y ese camino debe recorrerse por partes y
en orden187.

180. Reg. VI, p. 381. 181. Cf. Reg. VII, p. 391


182. Reg. VIII, p. 399. 183. Reg. XII, p. 418.
184. Reg. XIY p. 451. 185. Reg. VI, p. 384.
186. Ibid. 187. Reg. VII, p. 390.
c) Como consecuencia de la regla anterior, el orden ha de proceder
sin saltos ni interrupciones. Con ello se avala la seguridad y la fecundi­
dad del proceso de conocimiento188.
d) En el orden estricto del proceso, si se quiere hacer con todas
las garantías exigidas, no caben prisas; póngase toda la paciencia nece­
saria para saber adonde vamos y por qué camino podemos llegar a la
meta189.
En conclusión, el orden subjetivo como característico del sistema y,
por lo tanto, del método cartesiano, exige partir de un estudio previo y
originario del conocimiento mismo, ya que el orden, según hemos visto,
se entiende como orden por referencia al conocimiento:

No cabe aquí nada más útil que preguntarse qué es el conocimiento huma­
no y hasta dónde se extiende. Por eso incluimos ahora esto mismo en una
pregunta única, la cual, mediante las reglas ya antes expuestas, considera­
mos que debe ser examinada como la primera de todas; y esto es preciso
que lo hagan, al menos una vez en la vida, todos los que aman la verdad
por poco que sea, ya que en la investigación de dicha pregunta se contienen
los instrumentos del saber y el método en su totalidad. Nada me parece
más estúpido que disputar osadamente, como hacen muchos, acerca de los
secretos de la naturaleza, acerca de la influencia de los cielos sobre estas
cosas inferiores, y no haberse preguntado, sin embargo, nunca si la razón
humana tiene capacidad de descubrir tales cosas190.

Sólo tras esta previa aclaración de lo que es y de lo que puede el


conocimiento, tiene sentido todo lo demás; ya que dedicarnos a la ad­
quisición del saber sin saber lo que el saber mismo es, sería un desorden
radical que hay que evitar de entrada.
Aunque ningún otro autor racionalista ofrezca la riqueza temática
que Descartes ofrece sobre el tópico del orden, el tópico está presente
en todo el racionalismo. Veamos algunos ejemplos.
En Espinosa, a través de todo el DIE está presente el orden con sus
exigencias, pudiendo decirse que la obra entera pretende situar la tarea
del filósofo dentro de las coordenadas del orden, de ese orden que po­
seemos naturalmente191, pero que ha de llevarse a la práctica analizando
las ideas en su debido orden (debito ordine)191. Mas no se trata sólo de
que estemos de alguna manera en posesión del ordo naturalis, sino de
que el filósofo, si ha de proceder con un verdadero método y llevar a
la práctica sus reglas, necesitará, a fin de hacer más económica la ad­
quisición del saber, establecer un orden (ordinem constituere)193 que, sin
oponerse al natural, abrevie y facilite los trámites del saber.
Es decir, si todos nuestros conocimientos pertenecieran al orden de
la intuición, el orden del conocer vendría impuesto por el orden natu­
ral de las cosas, pero, como las cosas conocidas por intuición son muy
pocas194, de ahí que se haga precisa la tarea consciente y metodológica
de reducir a orden y concatenación todas nuestras ideas para que nues­
tra mente se ajuste al orden de la naturaleza (conabirriUr eas [ideas] tali
modo concatenare et ordinare, ut mens nostra quoad ejus fieri potest,
referat objective formalitatem naturae)]95. Y es este orden el que exige
que, como primera tarea, nos planteemos el problema de la existencia
de un Ente que sea causa de todas las cosas, ya que, poseída su idea o
esencia objetiva, tenemos en ella la causa de todas nuestras ideas196. Es
obvio que un orden de esta naturaleza es un orden extraordinariamente
exigente, tan exigente como se presenta el ordo geometricus en la Etica.
Por eso nada tiene de extraño que el propio Espinosa lo califique de
prolijo (prolixo nostro geométrico ordine)197.
Frente a esto no debe sorprendernos que la Logique de Port-Royal
delate una menor presencia del tópico del orden, ya que, al dar, por su
eclecticismo, mayor entrada a la lógica «tradicional», esta lógica le da
un efectivo orden de proceder. No hay, sin embargo, ausencia total,
ya que se hace mención expresa de él en relación con la necesidad de
empezar por lo más simple198, e incluso, a la hora de reducir a ocho las
reglas de las ciencias, el orden es una de esas reglas199.
No quisiéramos terminar este catálogo de ejemplificaciones del
ordo metbodicus racionalista sin hacer una referencia a Leibniz, autor
donde la complejidad del sistema filosófico requiere, frente a los otros
racionalistas, un enriquecimiento o, al menos, una revisión de la no­
ción de orden metodológico. Como bien dice Currás, «la sistematicidad
de Leibniz no se deja encorsetar en el esquema riguroso de un ordre
des raisons deductivo o lineal; muy al contrario, aunque ese orden sea
aparentemente postulado como el ideal, la práctica científica exige in­
eludiblemente la multiplicidad, la diversidad, la “multilinearidad” , la
serie de caminos diversos, intercambiables o divergentes, los cambios
de perspectiva, de “ referencial”, las traducciones de desarrollos dados
de una a otra región conceptual»200. El hecho de que sea Leibniz el más

193. Op. cit., p. 15. 194. Op. cit., p. 8.


195. Op. cit., p. 28. 196. Op. cit., p. 30.
197. EIV, pr. 18, sch.
198. La Logique..., IV, cap. 9, ed. cit., p. 330.
199. Op. cit., IV, cap. 11, p. 334.
200. «El principio de continuidad en la teoría leibniziana del método»: Anales del
Seminario de Metafísica VII (1972), p. 136.
«científico» de los racionalistas, con una actitud mental que le llevaba
a convertir en saber desde la matemática hasta la política, implica esa
ruptura o enriquecimiento de la noción de orden a que acabamos de
referirnos. Porque no debemos pensar que se trata de un autor que se
dispersa, sino, más bien, de un autor que lleva a cabo una gigantesca
labor de integración sistemática.
Ahora bien, esta riqueza integradora es la que convierte en radical­
mente insuficiente un puro orden lineal, al estilo del'que hemos visto
configurado tanto en Descartes como en Espinosa. Podríamos decir que
también aquí juega un papel importante la noción leibniziana de pers­
pectiva, no habiendo una sola perspectiva impuesta por la razón, como
sucedía en el racionalismo anterior. Encajar un contenido de conoci­
miento dentro de su orden, es buscarle encaje dentro de múltiples ór­
denes, aunque siempre confluyentes. En efecto, «la determinación [...]
de cualquier tipo de contenido consiste, en último término, en incluirlo
en el ámbito de ordenaciones diferentes, en someterlo a las condiciones
de diversas leyes de series, en hacerlo miembro de una multiplicidad de
esas series y, por tanto, ponerlo en algún modo de relación con todos
los demás contenidos que se someten a esas mismas leyes»201. Cabría
decir que, con Leibniz, al mismo tiempo que se extraen las últimas vir­
tualidades del ordo racionalista, se avizora y hasta se manifiesta la insufi­
ciencia de tal orden respecto de un saber filosófico y científico que se
ha ido acreciendo y que, sobre todo, trata de integrar, en el mundo de
la razón, a la experiencia y a los saberes que, de algún modo, la toman
como fundamento.
Concluyendo: si, por una parte, según hemos apuntado, el tópico
del orden se presenta como correctivo contra el saber acumulativo e
histórico de los humanistas, por otra, ese orden debe funcionar como
garantía de un saber regido por la razón y producido básicamente desde
ella. Esto, sin embargo, no debe hacernos olvidar que, como simple
tópico metodológico, tiene una clara función económica en la doble
dimensión de evitar esfuerzos inútiles y de prevenir errores, ya que, al
fin y al cabo, el orden obvia la confusión, uno de los «cocos» de la gno­
seología de esta época202.

El matematicismo

En coherencia con cuanto llevamos dicho, aunque no contásemos con la


abundancia de testimonios históricos con que, de hecho, contamos, hu­
biéramos podido ya suponer que las matemáticas podrían ser el modelo
del saber en los siglos x v il y XVIII, más especialmente en el XVII por la
preferencia «racionalista» del siglo. Si buscamos un saber riguroso, «anti­
histórico», racional, de conocimientos ciertos y evidentes..., todo esto se
cumple perfectamente en las matemáticas, y parece que sólo se cumple
en ellas. Sucede, además, que es el único saber que merece la califica­
ción de adulto y que los nuevos saberes que están irrumpiendo con toda
fuerza buscan el apoyo de su fundamento y desarrollo en la matemática;
piénsese en la astronomía y en la física. La matemática cuenta, pues, con
el ambiente más favorable para convertirse en la vedette de las ciencias.
Y que se convirtió en tal, es algo perfectamente estudiado tanto en obras
de historia de la ciencia como de historia de la filosofía, como muy es­
pecialmente en obras de historia de los planteamientos metodológicos.
No vamos a repetir lo que está hecho, y en muchos casos, muy bien
hecho. Nuestra pretensión es mucho más modesta. Consideramos al
matematicismo como un tópico más, aunque ciertamente sea muy impor­
tante, del método. Y nos interesa recordar cómo y por qué se convirtió
en tópico, viendo también las funciones que, como tal, cumplía. Por eso,
nos vamos a mantener en el ámbito de los planteamientos generales sin
estudiar ninguna forma concreta de «matematicismo metodológico», tal
como podría hacerse, y se ha hecho, por ejemplo, con el matematicismo
de Descartes o con el geometrismo de Espinosa.
Acaso convenga comenzar por recordar, una vez más, que estamos
frente a una situación que no es ajena al anti-aristotelismo ambiental,
resultando de ello un cierto filoplatonismo detectable en los siglos XVI
y XVII. Koyré, sobre texto de Torricelli y de Galileo, destaca cómo en
esta prevalencia de un nuevo espíritu matemático, se tenía conciencia,
posiblemente no del todo justificada, de que se estaba volviendo al es­
píritu platónico como exigencia de «disciplinarse» en el rigor de la geo­
metría antes de acometer la empresa de los estudios filosóficos203. Sea
o no equivocada la paternidad atribuida a la tradición platónica de esta
instauración epocal del espíritu matemático, el hecho es que se instaura
un ideal matemático en el planteamiento y desarrollo de los saberes,
muy especialmente en lo que se refiere a los métodos. ¿Por qué?
Con el mismo Koyré, cabría decir que se atribuía a las matemáticas
la propiedad de agilizar y aguzar la mente. El saber matemático, ense­
ñando a dirigir la inteligencia, la enriquece y la vigoriza204. Por eso, aun­
que no se le concediera ningún otro valor, habría, al menos, que confe­
rirle, el de ser, en frase de Pascal, le plus haut exercice de Vesprit205.

203. A. Koyré, Étudesgatiléennes, Hermann, Paris, 1966, pp. 283-284.


204. entre esprits égattx et toutes choses pareilles, celui qui a de la géométrie
l'emporte et acquiert une vtgueur toute nouvelle (B. Pascal, De l’esprit géométrique... Ed.
cit., p. 282).
205. Lettre á Fermat, ed. cit., p. 282.
Ahora bien, ¿por qué las matemáticas, concretamente la geometría,
cuentan con este favor, que cabe considerar general, de la élite estu­
diosa, sustituyendo en esta tarea a los ejercicios de lógica-dialéctica de
la tradición aristotélica y humanista? La respuesta nos remite al tópico
del orden, del que, al ocuparnos anteriormente, dejamos apuntado su
indisoluble conexión con el matematicismo: para Pascal, por ejemplo,
la virtualidad del ejercicio matemático está en que, frente a lo que acon­
tece en los diversos sistemas de filosofía, enseña a guardar un genuino
orden206. Es, en el fondo, la misma razón por la que Descartes se sentía
contento de las matemáticas: al practicarlas, tenía conciencia de que su
espíritu se estaba acostumbrando a concebir las cosas con la claridad y
distinción que los objetos de su estudio requerían207.
Y como el orden ejercido en la claridad y distinción era la mejor
cautela contra los errores, el proceder matemático se ofrecía como el
mejor modo de llevar a la práctica esa cautela. Otra vez más con Pascal:

El método de no incurrir en error es buscado por todo el mundo. Los


lógicos hacen profesión de conducirnos a él, pero los geómetras son los
únicos que lo consiguen, y, fuera de su ciencia y de lo que la limita, no hay
en absoluto verdaderas demostraciones208.

Es decir, ante las nuevas exigencias del saber científico y de los méto­
dos exigidos para ello, epocalmente sólo el saber matemático parecía
cumplir con las exigencias requeridas.
Y no es extraño. Recordemos la aversión a cualquier saber que pu­
diera ser llamado «histórico», de memoria o acumulativo. Ahora hay
que buscar y realizar un saber de la razón y desde la razón, incluso en
autores que, como Bacon, requieren dotar de datos a esa razón. Pues
bien, ninguna ciencia se presentaba a sí misma como saber más pura­
mente racional que las matemáticas: no necesitan contar con la memo­
ria, ni con la autoridad, ni, según los racionalistas, con la experiencia.
Nadie se hizo eco con más claridad de este aspecto que Descartes.
Ya en el Discurso dejaba claro que la satisfacción de las matemáticas se
debía a que, por medio de ellas, estaba seguro «de usar de su (mi) ra­
zón», si no de un modo absolutamente perfecto, sí al menos del mejor
modo posible209. Y en la Reg. IV, tras afirmarnos que la mente humana
tiene un no sé qué de divino que, por más que se lo sofoque, acaba
produciendo frutos, ejemplifica estos frutos en la aritmética y el álge­

206. Petisées, 694-61. Ed. cit., p. 591.


207. Disc. de la Méth. II. AT, VI, p. 21.
208. De l ’esprit géométrique... Ed. cit., p. 358.
209. A T,p. 21.
bra, porque en ellas cabe ver unos productos espontáneos (spontaneae
fruges) de los principios congénitos de la inteligencia humana cuando se
ajusta a las mínimas exigencias metodológicas210.
Es esta «espontaneidad» del saber matemático, como producto de la
razón, como saber en el que la razón se basta a sí misma en un proceder
reglado por el orden y la simplicidad propias de los objetos matemá­
ticos, la que, más que ningún otro motivo, al menos dentro del contexto
racionalista, consagró el carácter modélico de ese saber matemático. En
el saber matemático la razón o inteligencia se siente autónoma, eficaz
epistemológicamente, autorreglada, liberada de interferencias. Se sien­
te, si cabe hablar así, en el «reino de la gracia» del saber.
Precisamente por esta absoluta «racionalidad» del saber matemáti­
co, las verdades adquiridas con método matemático disfrutarán de la
transparencia que debe tener la razón para sí misma y para sus produc­
tos espontáneos211. Además, frente a la cultura libresca de la tradición
y del humanismo, las verdades logradas en sujeción a las exigencias
matemáticas se expresan también en un lenguaje que, en cuanto cabe,
está inmune de errores.
Por todo esto, la matemática se presentaba, si no como la ciencia
perfecta, sí como la ciencia más perfecta que hasta entonces se había lo­
grado212, y ello por la triple razón de aclarar sus fundamentos, de lograr
la seguridad en sus procesos y de conseguir una evidencia inigualable.
Descartes lo expresaba muy bien subrayando que su preferencia por
las matemáticas se debía «a la certeza y evidencia de sus razones»213;
o, como dice en las Regulae, «sólo la aritmética y la geometría existen
limpias de cualquier vicio de falsedad o incertidumbre»214. Y en esto no
se operaba únicamente por una estimación que cabría llamar teórica,
sino apoyados en lo que se puede llamar «ejecutoria histórica» de estas
ciencias, ya que «de todos los que hasta ahora han buscado la verdad en
las ciencias, sólo los matemáticos son los que han podido encontrar al­
gunas demostraciones, es decir, algunas razones ciertas y evidentes»215.
Por consiguiente, si hay que buscar, entre los saberes, uno que sirva de
modelo a los demás, la elección no ofrece dudas, porque, en rigor, hasta
ahora no ha habido ningún otro saber, aparte de las matemáticas, que
merezca ser considerado como auténticamente científico.

210. AT, X , p. 373


211. W. Risse, Die Logik der Neuzeit, Frommann-Hoizboog, Stuttgait, 1970, vol. II,
p. 139.
212. Ibid.
213. Disc. de la Méthode, I. AT, VI, p. 7.
214. Reg. II. AT, X, p. 364.
215. Disc. de la Méthode, II. AT, VI, p. 19.
Esta situación de privilegio les viene, sobre todo en el contexto ra­
cionalista, del carácter de su objeto. En efecto, el motivo de que «la
aritmética y la geometría excedan en certidumbre a las demás discipli­
nas, consiste concretamente en que ellas solas se ocupan de un objeto
tan puro y simple, que no dan por supuesto nada que la experiencia
pueda convertir en incierto, sino que, en su integridad, consisten en la
deducción racional de consecuencias. Son, pues, las más fáciles y claras
de todas, y poseen el objeto que exigimos, dado que en’ellas, al margen
de la inadvertencia, el engañarse apenas parece humano»216.
Es interesante el último carácter que se nos acaba de señalar: esta­
mos ante las ciencias más fáciles, con una facilidad que, según se apunta,
se debe a la simplicidad y pureza de su objeto; pero diríamos que no se
debe sólo a esto, sino también a la estricta «racionalidad» de este tipo de
saber, es decir, como señala en la Reg. IV, al hecho de poder considerar a
las matemáticas como «frutos espontáneos» de la mente humana217.
Cuanto hasta ahora llevamos dicho sobre la excelencia de las ma­
temáticas se debe o bien a la naturaleza misma del saber matemático, o
bien a lo que hemos denominado «ejecutoria histórica» de dicho saber.
Sin embargo, para el pensamiento del xvn existía otra razón que abona­
ba las preferencias por el saber matemático: el mecanicismo antifinalis­
ta. Efectivamente, las matemáticas, como saber ajeno a las «cualidades»
y centrado en relaciones cuantificables, va a servir de instrumento a
concepciones mecanicistas y deterministas. Podemos ejemplificarlo en
un caso extremo, el de Espinosa, quien hace de la matemática el vehí­
culo de expresión y el modelo expositivo de su absoluto determinismo.
He aquí algunos textos significativos:

Piensan otros que Dios es causa libre debido a que puede hacer que las
cosas que hemos afirmado que se siguen de su naturaleza, esto es, que de­
penden de su poder, no sean hechas, o que no sean producidas por él. Pero
esto es lo mismo que si dijeran que Dios puede hacer que no se siga de la
naturaleza del triángulo que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos; o
que no se siga un efecto de una causa dada, lo cual es absurdo [...] Mas
pienso que he mostrado con claridad suficiente (pr. 16) que de la potencia
suprema de Dios, o de la naturaleza infinita han procedido necesariamente
infinitas cosas de infinitos modos, esto es, todas las cosas, o que se siguen
siempre con la misma necesidad, de igual manera que de la naturaleza del
triángulo se sigue desde la eternidad y hasta la eternidad que sus tres ángu­
los son iguales a dos rectos218.
Una concepción no determinista de la realidad se debe a los prejui­
cios; prejuicios que, en buena medida, radican en el teleologismo, que
no es más que una capa de nuestra ignorancia. Y de esta ignorancia no
hubiéramos salido «si la matemática, que no se ocupa de los fines sino
de las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los
hombres otra norma de verdad»219.
En consecuencia, resulta totalmente obvio que la matemática o las
matemáticas adquieren una función modélica en el saber de la moderni­
dad. Y, dado que la preocupación por el saber comenzaba en una preocu­
pación por el método del saber, es lógico que tal función modélica se
ejerza básica y fundamentalmente en el campo del método. Si, como
dejamos dicho páginas atrás, se actuaba con conciencia innovadora y
hasta de ruptura en el ámbito del saber, esto suponía contar con una
cierta concepción del saber e incluso con un cierto conocimiento de
los caminos que conducen a ese saber. Pues bien, cabría decir que la
concepción del saber está troquelada sobre el saber matemático, y los
caminos del saber son caminos que se han de trazar con ingeniería mate­
mática. N o hace falta ser un asiduo tomador del pulso de la época para
tener constancia de esto que estamos diciendo. Cabe encontrar testimo­
nios en cualquier autor, sobre todo del mundo continental. He aquí dos
a título de mero ejemplo. El uno debe ser de Descartes, ya que en pocos
autores han encontrado una resonancia más fuerte y más eficaz todos
los temas que venimos aduciendo:

[...] de todo esto hay que concluir que ciertamente no deben aprenderse
sólo la aritmética y la geometría, sino que, buscando únicamente el camino
recto de la verdad, no hay que ocuparse de objeto alguno respecto del cual
no sea posible tener una certeza igual a las demostraciones aritméticas y
geométricas220.

Lo importante no es la recomendación de estudiar matemáticas,


ya que, por otra parte, habremos de ver que esta recomendación es
sólo limitada; lo importante es el ideal científico que se nos propone, si
buscamos el camino recto de la verdad: no ocuparse de objeto alguno
que no sea susceptible de una certeza igual a la que poseen los objetos
matemáticos. De no hacerlo así, erramos el camino o método, en el
sentido etimológico.

219. E I, Appendix; cf. también Cog. Met., II, cap. IX.


220. [...] ex his ómnibus est concludendum} non quidem solas Arithmeticam et Geo-
metriam esse addiscendas, sed tantummodo rectum veritatis iter quaerentis circa nullum
objectum deberi occnpari, de qua non possint habere certidudinem Arithmeticis et Geome­
trías demostrationibus aequalem (Reg. II. AT, X, p. 366).
El otro testimonio lo vamos a tomar del célebre prólogo de Meyer
a los Principia Philosophiae cartesianae de Espinosa. Aunque el texto
no sea del propio Espinosa, cuenta con todas sus bendiciones, lo cual le
confiere un doble valor. Así comienza el Prólogo:

Es parecer unánime de todos los que aspiran a un saber superior al del vul­
go que el método de los matemáticos en la investigación^ enseñanza de las
ciencias, a saber, el método en el cual, a partir de definicignes, postulados y
axiomas, se demuestran conclusiones, es el camino mejor y más seguro para
indagar y enseñar la verdad221.

Aquí se habla ya explícitamente del método, en el doble sentido de


método de adquisición de la ciencia (éars inveniendi?) y de método de
enseñanza (¿ars demonstrandi?). Y, desde ambas perspectivas, se nos dice
que el método de las matemáticas es el mejor y el más seguro; el mejor,
por sus cualidades teóricas, y el más seguro, por su eficacia operativa222.
Cuanto venimos diciendo sobre el matematicismo es, en términos
generales, aplicable al siglo XVII y primera parte del x v m . Ahora bien,
según hubimos de hacer notar, sólo adquiere todo su valor en el raciona­
lismo continental. El tema recibe en el mundo inglés algunas inflexiones
que no sería honesto pasar por alto. Basta recordar que, entre las ex­
celencias que se atribuían a las matemáticas, estaba la inmunidad res­
pecto de la experiencia de que disfrutaba su objeto, para sospechar que
las cosas, efectivamente, no marchan igual. En el caso de Bacon, si se
tiene en cuenta su «propaganda» de la inducción, es evidente que debe
conferirles un papel de menor relevancia a las matemáticas como saber
que se absuelve en y desde la razón. Al lado de esto, debe tenerse en
cuenta que Bacon no está muy al corriente de la ciencia de su tiempo,
especialmente de los avances de la matemática223. De ahí que considera
a las matemáticas simplemente como scientia auxiliaris, tanto del saber
especulativo como del práctico224. El mismo nos explica líneas después
que, dado que su interés por el saber no queda satisfecho con el orden y
la verdad, sino que trata de atender a la utilidad y a las comodidades de
los hombres, entonces el puesto que les corresponde a las matemáticas,
por importante que sea, se queda en el de un «apéndice» o en el de un
ejército auxiliar:

221. Matematicorum in scientiis investigandis ac tradendis Methodum, qua nempe ex


Definitionibus, Postulatis, atque Axiomatis Conclusiones demonstrantur, optiman esse tu-
tissimamque veritatis indagandae atque docendae viam, omnium, qui sitpra vulgus sapere
volunt, unaninimis est sententia (vol. 1V^ p. 103).
222. Cf. a este respecto un claro testimonio de Leibniz: Gerhardt, I, p. 205.
223. A. Crescini, II problema metodologico alie origini della scienza moderna. Edizio-
ni delP Ateneo, Roma, 1972, pp. 170-171.
224. De augm. scient., lib. III. vol. I, pp. 576-577.
[...] nobis tamen qui non tantum veritati et ordint, verum etiam usía et com-
modis bomxnum consulimus, satius demum visum est Mathematicas, cum
et in Physicis et in Metaphysicis et in Mechanicis et in Magicis plurimum
polleant, ut omnium Appendices et copias auxiliares designare225.

E incluso, en manifiesta inversión de los planteamientos racionalis­


tas, llega a decir que las matemáticas y la lógica — a las que, curiosamen­
te en su momento histórico, asimila— más que imponerse a la física,
deben comportarse como esclavas de ella (quae ancillarum loco erga
Physicam se gerere debeant)126.
El planteamiento ya no es igual en el contemporáneo, amigo y cola­
borador de Bacon, Hobbes. Posiblemente el cambio pueda deberse, en­
tre otros factores, al mejor conocimiento de la ciencia de su momento,
concretamente de la físico-matemática de Galileo. Conoce todo esto y
manifiesta su admiración por lo logrado: «Ciertamente confieso que la
parte de la filosofía en la que se calculan las razones de las magnitudes
y de las figuras ha sido cultivada excelentemente»227.
Este conocimiento y admiración por las matemáticas muestra un
deseo de que la filosofía pueda ajustarse a sus cánones:

La absurdidad es privilegio nada más que del hombre, sin que ninguna otra
criatura se vea implicada en ella. Y de los hombres se ven implicados sobre
todo los que suelen ser llamados filósofos. En efecto, se ha dicho por Cice­
rón con toda verdad que no puede haber nada tan absurdo que no pueda
ser encontrado en los libros de los filósofos. La razón de esto es manifiesta.
En efecto, no hay ninguno de ellos que haga empezar sus razonamientos
desde las definiciones o explicaciones de los términos de que va a valerse.
Este método es, pues, peculiar de los geómetras228.

Frente a los absurdos de la filosofía hay un remedio, que es ajustar­


se al método de los geómetras, sometiéndose, como punto de partida,
a la definición de los conceptos o a la explicación de los términos. ¿Lo
hizo así Hobbes? Pues, aunque, como siempre, haya que decir que del
ideal a la realidad hay mucho trecho, nos parece que hay que reconocer
que, al menos como ideal, tendió a hacerlo así y lo hizo en una línea
que, en su momento, no dejaba de revestir una efectiva novedad, por­
que cabría llamarla línea lingüístico-formal de la verdad. Si tenemos en
cuenta sus tesis de verum et falsum attributa sunt non rerum sed ora-
tionis (la verdad y la falsedad son atributos de la proposición, no de las

225. Ibid. 226. Ibid.


227. Computatio sive Lógica. De Philosophia. Opera latina. Scientia Verlag, Aalen,
1966, voi. I, p. 2.
228. Leviathan, Pars I: De Homine. Opera latina, vol. III, p. 35.
cosas)229 resulta lógico afirmar que la verdad consiste en la recta orde­
nación de los términos, y lógico resulta también exigir entonces lo que,
con cierto anacronismo, podríamos denominar una «axiomatización»
de esos términos, si no queremos vernos como el ave que, haciendo
esfuerzos por liberarse de la «liga» del cazador, acaba enredándose más.
«Por eso — poniendo de nuevo a la geometría como modelo— en geo­
metría, que es prácticamente la única ciencia exacta, suelen los maestros
empezar por la determinación de las significaciones de los términos de
que van a hacer uso, esto es, por las definiciones»230.
Pensamos que en la asunción modélica del quehacer matemático
está la raíz principal de que Hobbes haya concebido las funciones de la
razón como un cálculo: «Por razonamiento entiendo la computación...
Así pues, razonar es lo mismo que sumar y restar... Se reduce, por tanto,
todo razonamiento a las dos operaciones del espíritu (mente), la suma
y la resta»231.
Aunque no sea muy pertinente para nuestro planteamiento, no po­
demos dejar de señalar cómo, con esta síntesis de matematicismo y fi­
losofía lingüística, se están poniendo los antecedentes no sólo de una
preferente atención al lenguaje, que recogerá, entre otros, Locke en el
lib. III de su Ensayo, sino también de un cierto logicismo matemáti­
co que va a encontrar su expresión coherente en Leibniz. Estas breves
observaciones podrían llevarnos a la persuasión de que Hobbes es una
excepción dentro del mundo inglés, lo cual es admisible, dada la enor­
me dependencia de su pensamiento respecto de la ciencia continental,
lo que lo convierte en el empirista más racionalista. Pero no por eso
debemos renunciar, ni siquiera en el empirismo, a la función modélica
del saber matemático. Y, para demostrar esto, ningún ejemplo mejor
que el de Locke, autor en el que la preeminencia de la experiencia no
le impide ver en las matemáticas el ideal del saber. Efectivamente, en
similaridad con Hobbes y acaso hasta con resonancias de él, deben en­
tenderse pasajes como éste:

Fundado en esto, tengo la osadía de pensar que la moral es susceptible de


demostración, así como las matemáticas, puesto que la esencia real preci­
sa de las cosas morales significadas por las palabras puede conocerse de
un modo perfecto, de manera que se pueda descubrir con certidumbre la
congruencia e incongruencia de las cosas mismas, que es en lo que consiste
el conocimiento perfecto... Si se usan los nombres de las substancias como
deben usarse en los discursos de orden moral, no pueden causar más des­
orden que en los discursos de los matemáticos, donde, si el matemático nos
habla de un cubo o de un globo de oro o de cualquier otro cuerpo, su idea
es clara y determinada, y es invariable, aunque, por error, se aplique a un
cuerpo particular al cual no pertenece232.

Parecido suena el texto siguiente:

No dudo que se podrán deducir, partiendo de proposiciones de suyo evi­


dentes, las verdaderas medidas del bien y del mal, por una serie de con­
secuencias necesarias y tan incontestables como las que.se emplean en las
matemáticas, pero siempre que se aplique alguien a esta tarea con la misma
indiferencia y atención que se emplean en los razonamientos matemáticos233.

En conclusión, incluso dentro del empirismo se acusa la presencia


de un matematicismo, que, si bien no puede alcanzar el relieve que le
otorga el racionalismo tiene, sin embargo, el papel de señalar un ideal
al que modélicamente debe ajustarse todo saber riguroso.
Llegados aquí, y centrados de nuevo en el racionalismo, donde el
tópico del matematicismo adquiere su completa relevancia, se impo­
ne referirnos a la mathesis universalis. Cabría decir que, dentro del
matematicismo como tópico metodológico y epistemológico, la mathe­
sis universalis es, a su vez, un tópico, y es un tópico de aclaración nada
fácil, a juzgar por los múltiples intentos de explicación. No pretendemos
llevar a cabo un intento más, sino recoger, sobre textos básicamente de
Descartes, el sentido nuclear de la mathesis universalis, ya que esto es
de todo punto necesario en orden a una mínima comprensión de lo que
deba entenderse por «matematicismo».
Hay que comenzar por deshacer un equívoco al que nosotros mis­
mos con nuestra exposición podemos haber dado pie: el matematicismo
no significa el estudio y valoración de la matemática en uso en el siglo
x v ii , momento de presencia de la mathesis universalis. En el Premier
Discours de la Logique de Port-Royal, tras la afirmación profundamente
racionalista de que «nos servimos de la razón como de un instrumento
para adquirir las ciencias y, por el contrario, nos debemos servir de las
ciencias como de un instrumento para perfeccionar la razón», nos en­
contramos con un texto que dice así:

Si no se ponen manos a la obra con este designio, no se ve que el estudio


de estas ciencias especulativas, como el de la geometría, de la astronomía y
el de la física sea otra cosa que una distracción bastante vana, ni que tales
ciencias resulten mucho más estimables que la ignorancia de todas estas
cosas, ignorancia que, al menos, tiene la ventaja de ser menos penosa que

232. Ensayo sobre el entendimiento humano, III, cap. 11, § 16. Trad. de E. O ’Gorman,
FCE, M éxico, 1956, pp. 511-512.
233. Op. cit.y IV, cap. 3, § 18. Ed. cit., p. 548. Cf. también IV, cap. 17, § 3, p. 674.
la ridicula vanidad que se saca frecuentemente de estos conocimientos es­
tériles e infructuosos234.

¿No parece incompatible este texto con todo lo que hemos venido
diciendo sobre las matemáticas y sus excelencias?
La respuesta a la pregunta planteada por la lectura del texto exige
distinguir entre la matemática que cabe llamar vulgar y la matemática
en sentido «noble», si puede hablarse así, es decir, entre mathesis vulga-
ris y mathesis universalis. Dicho de otra manera, debe distinguirse entre
«la matemática» sin más, como la más excelente expresión y ejercicio
de la razón, y «las matemáticas», como una de tantas aplicaciones de «la
matemática». Centrándonos en Descartes, para él lo verdaderamente
fundamental es «la matemática» que desarrolla esos gérmenes primarios
con que cuenta la inteligencia y que es, por lo mismo, fruto espontáneo
de la razón235. La aritmética y la geometría serían unos buenos ejemplos
de las consecuencias que cabe obtener si la razón pone a fructificar esos
gérmenes (prima semina) que han sido puestos en ella. Pero es en esa
tarea profunda en lo que debe consistir la genuina matemática, no en
resolver problemas inútiles (inania problemata resolvenda), porque, de
reducirse a esto, no hay razón de estimar en mucho las reglas matemá­
ticas (non magni facerem has regulas), ya que sólo servirían para juego
de ociosos236.

Y aunque vaya a decir aquí muchas cosas sobre las figuras y los números,
debido a que de ningunas otras disciplinas se pueden tomar ejemplos tan
evidentes ni tan ciertos, sin embargo, quienquiera que haya considerado
atentamente mi parecer, percibirá fácilmente que en nada pensaba yo me­
nos aquí que en la matemática vulgar, sino que exponía otra cierta discipli­
na, respecto de la cual (las matemáticas vulgares) son más bien un disfraz
que sus partes. En efecto, ésta debe contener los primeros rudimentos de
la razón humana y extenderse a las verdades que han de obtenerse a partir
de cualquier objeto, y, por expresarme libremente, estoy persuadido que es
mejor que cualquier otro conocimiento que nos haya sido dado humana­
mente, por cuanto es la fuente de los otros237.

Se expone aquí con toda claridad el contraste y hasta la oposición


entre una matemática vulgar, que se ocupa de números y de figuras y
lo hace con garantías de certeza, y «otra disciplina», de la que no es
más que un «vestido» la matemática de los números y de las figuras. A
Descartes le interesa esa «otra disciplina», que contiene los primeros

234. La logique... Ed. cit, pp. 15-16.


235. Reg. IV AT, X, p. 373. 236. Ibid.
237. Loe. cit., pp. 373-374.
rudimentos de la razón humana y que, por contenerlos, debe servir
para la obtención de verdades sobre cualquier objeto. Es esta «otra dis­
ciplina» la que es la fuente de todas las demás. Por eso, según nos dice
a continuación, no se quedó satisfecho con el estudio de los innegables
éxitos de la aritmética y de la geometría, porque los tratadistas de ellas
no acaban de poner de manifiesto el por qué y el fundamento de sus
procesos, con lo cual más parecen juegos de imaginación que auténtica
tarea intelectual.
Frente a esto, sin embargo, le sorprendía el imperativo pitagórico-
platónico de iniciar por las matemáticas el camino de la sabiduría, lle­
gando así a sospechar «que ellos habían conocido una matemática muy
distinta de la vulgar de nuestra edad»238, encontrando confirmación de
esta sospecha en Pappo y Diofanto. Todos estos factores le hicieron
remontar al estudio particular de la aritmética y de la geometría, por
vía de álgebra, hacia una investigación general de la matemática, inten­
tando, al mirar más allá de las diversas partes del saber matemático,
descubrir cuál es y debe ser su verdadero objeto:

Al considerar esto con más atención, se hizo, finalmente, claro que sólo
tienen que ver con la matemática todas aquellas cosas en las que se somete
a examen el orden o la medida, sin que tenga importancia si tal medida
ha de buscarse en los números, o en las figuras, o en los astros, o en los
sonidos, o en cualquier otro objeto; por tanto debe haber una ciencia que
explique todo esto que puede investigarse sobre el orden y la medida sin
adscripción a ninguna materia especial, y que dicha ciencia debe denomi­
narse, no con un término inventado, sino con uno tradicional y aceptado
por el uso, matemática universal (mathesis universalis), ya que en ella se
contiene todo aquello por lo que otras ciencias se llaman partes de la
matemática239.

Tenemos, pues, bautizada esa «otra disciplina» que, distinguiéndose


de ella, abarca y supera a la matemática vulgar, tenemos la Mathesis uni­
versalis, la cual se nos presenta como el saber del orden y de la medida,
sea cual sea el campo donde ese orden y medida se den. La idea de la
Mathesis universalis, aparte de repetirse en la Reg. IV, volverá a aparecer
en otras Regulae, por ejemplo en la XIV y debe ser identificada con la
Mathesis pura et abstracta de la Med. V
Tratando de analizar un poco más su objeto, concretado aquí en el
orden y la medida, en el Discurso, tras rechazar el análisis de los anti­
guos y el del álgebra por su abstracción, defecto de aplicabilidad y re­
ducción al estudio de las figuras y cifras, lo cual resulta más embarazoso
que estimulante para el espíritu —se queda en la matemática vulgar— se
le presenta la necesidad de buscar un nuevo método240.
Y una vez expuesto ese nuevo método en las cuatro conocidas re­
glas, volviendo sobre las matemáticas y reconociendo sus éxitos, nos
dice:

Mas no por ello entró en mis designios intentar aprender todas estas cien­
cias particulares, a las que comúnmente se llama matemáticas; y viendo
que, a pesar de que sus objetos son diferentes, no dejan de estar de acuerdo
todas en que no consideran ninguna otra cosa que las diversas relaciones o
proporciones que se encuentran en ellos (los objetos), pensé que era mejor
que examinase solamente estas proporciones en general241.

Interpretado este pasaje a la luz más explícita de la Reg. IV, tendría­


mos que el objeto de la vera et universalis Mathesis serían las relaciones
o proporciones.
Sin embargo, en la Reg. XIV de nuevo se nos dice que todas las
relaciones que pueden darse entre entes del mismo género pueden re­
ducirse a dos, a saber, el orden y la medida242. Pero, poco después,
tras defender la reducción de las magnitudes a la noción de «multitud»
como abarcante de ellas, se defiende, asimismo, que toda «multitud»
de unidades puede ser dispuesta en un orden, de tal suerte que el «ob­
jeto formal», si es lícito valerse de esta venerable expresión, desde el
que enfoca todo tema y todo problema la verdadera matemática sería
el del orden243. Según esto, no habría dificultad en concluir que, para
Descartes, la Mathesis universalis es la ciencia o saber del orden y por
orden. Y aquí radicaría el sentido profundo de su matematicismo me­
todológico, que, según vimos en el epígrafe anterior, le hacía afirmar
que «todo el método consiste en el orden y disposición de las cosas a las
que debe dirigirse la atención de la mente»244. Es el matematicismo que,
según la tercera regla del Discurso, manda «dirigir con orden mis pen­
samientos»245. Como muy bien dice Vuillemin, «la matemática es, según
Descartes, la ciencia del orden y de la medida. Ahora bien, el método
algebraico que la define puede ser abstraído de su objeto para convertir­
se en universal, no teniendo por objeto más que el orden de las ideas del
entendimiento puro. Este método y este orden le permiten a la filosofía

240. AT, VI, pp. 17-18. 241. Loe. eit.y pp. 19-20.
242. AT, X , p. 451. 243. Loe. cit., pp. 451-452.
244. Reg. V, p. 379.
245. AT, VI, p. 18; cf. L. J. Beck, The Method o f Descartes. OUP, Oxford, 1970, p.
199.
ser una ciencia, que, a partir del yo pienso, avanza continuamente de
evidencias en evidencias»246.
En conclusión la Mathesis universalis no es el conjunto de los sa­
beres matemáticos, sino un modo y forma de saber que posibilita tanto
a estos saberes matemáticos como a cualquier otro saber científico. Un
saber que remite a la razón como su fundamento, que tiene el orden
como carácter de su proceder y que, por exigencias de ese orden, debe
apoyarse sobre lo simple247.
Parecería ahora necesario perseguir el tema de la Mathesis univer­
salis en Leibniz. N o vamos, sin embargo, a hacerlo, y ello no por razón
de los muchos estudios que sobre ella, en coimplicación con otros temas
leibnizianos, se han hecho248, sino porque la Mathesis leibniziana va a
adquirir de hecho una impostación por virtud de la cual, reteniendo,
sin duda, un efectivo papel metodológico, lo rebasará para integrarse
en una concepción del saber y de la realidad que el propio Leibniz se
esforzó en distinguir de la concepción cartesiana249.
Por ello dejamos aquí nuestras reflexiones, advirtiendo que deben
recibir compleción en las páginas siguientes, cuando, al referirnos a la
«simplicidad», se manifieste la interconexión orden-matematicismo-
simplicidad; otro tanto sucederá al estudiar el ideal de la ciencia única
y de la única sabiduría humana, tema inseparable también del matema­
ticismo como única forma genuina de un saber racional. Es decir, todos
estos «tópicos metodológicos» que, por necesidades expositivas, esta­
mos separando constituyen, en su facticidad histórica y en su dinámica
interna, un todo vertebrado y, en cierto grado, indisoluble, al menos en
algunos casos, por ejemplo, el de Descartes.

La primacía de lo simple

Si la epistemología de la modernidad tiene como uno de sus caracteres


la primacía de lo simple, es de todo punto normal que esta primacía
esté presente y sea operativa en los planteamientos metodológicos. Y
decimos que es normal, porque epistemología y metodología marchan
tan unidas que en muchos casos resulta difícil, si es que no imposible,
señalarles fronteras divisorias. En la búsqueda de antecedentes de esta

246. J. Vuillemin, Mathétnatiques et métaphysique cbez Descartes, PUF, Paris, 1960,


pp. 139-140.
247. Cf. J. M. Navarro Cordón, «M étodo y filosofía en Descartes»: Anales del Semi­
nario de Metafísica VII (1972), pp. 53-54.
248. Cf., por ejemplo, Y. Belaval, Leibniz, critique de Descartes. Gallimard, Paris,
1960; L. Couturat, La Logique de Leibniz, Georg Olms, Hildessheini, 1969, etc.
249. Cf. A. Currás, «La teoría leibniciana del método» en el número citado de Anales
del Seminario de Metafísica, pp. 138 ss.
primacía de lo simple cabe remontarse hasta el siglo XIV y recordar
cómo Ockham hacía del non sunt multiplicanda entia sine necessitate
una navaja que «afeitaba» superfluidades y composiciones. Aunque el
imperativo ockhamista iba sobre todo contra las metafísicas de abstrac­
ciones y de formalidades, se proyectó también sobre la gnoseología,
defendiendo la intuición precisamente por ser el modo más simple y
directo de conocimiento, ya que eliminaba la complejidad de las species
y la pluralidad de entendimientos.
Este espíritu va a seguir presente en los siglos siguientes, encon­
trándolo incluso en autores cuya prolijidad parecería alejarlos de esta
preeminencia de lo simple. Tal sería el caso de Bacon. Para él el co­
nocimiento de las naturalezas simples era un conocimiento luminoso
(instar lucis) y, mediante él se nos abría el camino hacia los secretos de
la naturaleza250. Con ello se ve que, por parte del pensador inglés, el
tema de las «naturalezas simples» es tanto un tema epistemológico o de
conocimiento como un tema metafísico, en cuanto son una puerta de
acercamiento a la naturaleza de las cosas. Así se ve en el siguiente texto:
«[...] cuanto más se dirige la investigación a las naturalezas simples, tan­
to más se situarán las cosas en nivel de sencillez y claridad»251.
Pues bien, en el racionalismo, sin perder del todo la perspectiva on­
tológica, el tema de la simplicidad o de las naturalezas simples va a ad­
quirir todo su relieve en el plano del conocimiento, muy de la mano de
la preminencia del conocimiento intuitivo y del matematicismo, según
dejamos apuntado páginas atrás. Lo vamos a ver de inmediato, sobre
todo apoyados en los textos de Descartes. Pero el tema de la primacía
epistemológica de lo simple se va a proyectar fuera del racionalismo.
Así, por ejemplo, es desde esta perspectiva como hay que entender
los privilegios que tienen las ideas simples en Locke. Como, por ejem­
plo, cuando nos dice que, frente a las ideas simples, el entendimiento
no puede ni rechazarlas ni alterarlas, operando respecto de ellas como
un espejo que refleja fielmente lo que se le ofrece252. Por eso «nuestras
ideas simples son todas reales» y «todas están de acuerdo con la realidad
de las cosas»253. Por ser simples, en esas ideas no cabe la interferencia
de la manipulación de la mente, en lo que reside el certificado de su
objetividad254. Y, aunque en Hume el tema se desdibuja un tanto, cabría

250. Nov. Org., lib I, aphor. CXXI, vol. I, p. 215.


251. Op. cit., lib. II, aph. VIII, pp. 234-235. En esta misma línea estaba ya el aph. V,
al afirmar que el conocimiento por intuición de las naturalezas simples procede ex iis quae
in natura sunt constantia et aeterna et catholica, abriendo a la potencia humana de conoci­
miento un amplio camino que de otra manera no sería alcanzable (Loe. cit., p. 231).
252. Ensayo sobre el entendimiento humano, lib. II, cap. 1, § 25. Ed,cit. p. 97.
253. Lib. II, cap. 30, § 2, p. 536.
254. Op. cit., Lib. II, cap., § 1, pp. 97-98; lib. IV, cap. 4, § 4, p. 563.
rastrear su presencia en las Sec. 1-4 del libro I, parte I del Treatise, y en
las Sec. 2-3 de la Inquiry on human understandig y hasta en las Regulae
philosophandi de Newton se hace, en la primera de ellas, una apelación
a la simplicidad de la naturaleza.
Tomando como guía a Descartes, comencemos por la caracteriza­
ción de lo simple o de las naturalezas simples, sin pretender definirlas, ya
que, según vamos a ver, una de las características es su no definibilidad.
Si cupiera explicar lo que son en una frase, podríamos decir que son
elementos de una cognoscibilidad intuitiva perfecta y cierta. Intentemos
la exposición ampliada de esto, recalcando que se trata de una caracteri­
zación gnoseológica. Son per se notae en el más puro sentido que esta
fórmula ha adquirido en la tradición escolástica que la acuña255.
En la Reg. XII, que es la que más espacio les dedica, se afirma y
reitera naturas simplices esse per se notas256. Y en otras obras, aunque
se pierda esta fidelidad a la fórmula escolástica, se mantiene la misma
posición de su inmediata y evidente cognoscibilidad, que en nuestro
autor es, por lo mismo, generante de certeza:

Algunas de estas cosas son tan claras y, al mismo tiempo, tan simples, que
nunca podemos pensar en ellas, sin aceptar que son verdaderas: como que
yo existo mientras pienso; que las cosas que una vez han sido producidas,
no pueden ser improducidas; y otras semejantes, respecto de las cuales es
manifiesto que se posee esta certeza. Pues no podemos dudar de ellas, si no
pensamos en ellas; pero no podemos pensar en ellas sin que al mismo tiem­
po creamos que son verdaderas..., por consiguiente, no podemos dudar de
ellas sin creer al mismo tiempo que son verdaderas, es decir, no podemos
dudar nunca257.

Es lo mismo que dirá Pascal de las nociones primeras y simples de


la geometría: «se encuentran en una extrema claridad natural, que tiene
sobre la razón mayor fuerza convincente que el discurso»258. Precisa­
mente porque se trata de la absoluta claridad y evidencia de algo simple,
se infiere que no sólo se conoce por sí mismas a las naturalezas simples,
sino que se las conoce de un modo total:

255. Reg. VIII, p. 399. 256. Reg. XII, pp. 420-425.


257. Ex his autem quaedam sunt tam perspicua, simulque tam Simplicia, ut numquam
possimus de iis cogitare, quin vera esse credamus: ut quod ego, durn cogito, existam; quod
ea, quae semel facta sunt, infecta esse non possint; et talia, de quibus manifestutn est hanc
certitudinem haberi. Non possumus enim de iis dubitare, nisi de ipsis cogite mus; sed non
possutnus de iisdem cogitare, quin simul credamus vera esse..., ergo non possumus de iis
dubitare, quin simul credamus vera esse, hoc est, non possumus unquam dubitare (Resp. II.
AT, VII, pp. 145-146).
258. De l'esprit géométrique. Ed. cit., p. 352.
Por este motivo es evidente que estamos en error, si juzgamos que alguna
vez una de estas naturalezas simples no es conocida por nosotros en su
totalidad; porque si llegamos a alcanzar (conocer) con la mente una parte
de ella, por mínima que sea, lo cual es indudablemente necesario al dar
por supuesto que juzgamos algo sobre ella, de esto mismo debe concluirse
que la conocemos en su totalidad; y de otra manera no puede ser llamada
simple, sino compuesta de lo que percibimos en ella, y de lo que juzgamos
ignorar259.

Las ventajas epistemológicas de unos objetos o elementos que, en el


modo como requieren ser conocidos, llevan la garantía de la verdad del
conocimiento, no podían dejar de ser muy tenidas en cuenta a la hora
de configurar métodos que aseguren caminos de certeza.
Por ello, también Espinosa, en De intellectus emendatione, acoge y
se apoya en las ventajas de lo simple, ya que la idea que tengamos de lo
simple «no podrá ser sino clara y distinta».Y la razón de ello es la misma
que en Descartes: porque lo simple o se conoce en su totalidad o no se
conoce (non ex partey sed tota aut nihil ejus innotescere debet)260. De ahí
que no haya peligro de ficción o de falsedad, según nos dice poco des­
pués, en lo simple o en lo compuesto donde, por resolución o análisis,
se pueda atender a lo simple de que se compone261.
En consecuencia, estamos frente a un conocimiento claro y distinto,
y no cabe, ni por análisis, llegar a un conocimiento más distinto que la
distinción que lleva consigo la simplicidad262. Y, habida cuenta de la
totalidad simultánea del conocimiento de lo simple, es obvio que tal
conocimiento sólo puede ser por intuición263. Dado — insistimos— que
lo simple se considera tal en relación con el conocimiento, siendo sim­
ple lo que reúne las condiciones de cognoscibilidad que venimos apun­
tando, por intuición se conocen también las proposiciones simples, sin
que sea óbice para ello que en tal proposición quepa enumerar diversos
elementos, ya que la simplicidad le adviene del modo de presentarse a y
de ser conocida por el entendimiento264. De ahí, según se nos dice en la
fórmula de la Reg. V, el papel que tienen las proposiciones simples, en
cuanto conocidas por sí mismas con evidencia total e inmediata, como
fundamento sobre el cual y desde el cual iniciar cualquier proceso de­

259. Qua ratione evidens est nos falli, si quando aliquam ex naturis istis simplicibus a
nobis totam non cognosci judicemus; nam si de illa vel mínimum quid mente attingamus,
quod profecto necessarium est, cum de eadem nos aliquid judicare supponatur; ex hoc ipso
concludendum est, nos totam illam cognoscere; ñeque aliter simplex dici potest, sed com-
posita ex hoc quod in illa percipimus, et ex eo quod judicamus nos ignorare (Reg. XII, pp.
420-421).
260. DIE, p. 20. 261. Ibid.
262. Reg. XII, p. 418. 263. Loe. cit. p. 425.
264. Loe. cit., p. 428.
ductivo, pudiendo comprenderse ya perfectamente por qué Descartes
opone y vertebra la intuición y la deducción.
Estas intuiciones de lo simple tienen tal valor por sí mismas, que
no cabe ni siquiera el intento de definirlas, ya que esto supondría la
posibilidad de romper la simplicidad, descubriendo o poniendo en ella
la composición265. Pascal explica esto con toda claridad acerca de las
nociones simples y fundamentales de la geometría:

Y no debe uno sorprenderse si cae en la cuenta, al dedicarse sólo a las cosas


más simples, que esta misma cualidad que hace a tales cosas dignas de ser
sus objetos, las convierte en incapaces de definición; de tal suerte que la
falta de definición es más una perfección que un defecto, ya que no se debe
a su oscuridad, sino, por el contrario, a su extrema evidencia, que es tal
que, aun no contando con la convicción de las demostraciones, posee toda
la certeza de éstas266.

Por eso, los primeros pasos de todo proceso, en un método que


quiera afincar en seguridad, deben consistir en la captación de elemen­
tos, ideas o proposiciones simples, ya que en ello no puede haber false­
dad o error267. Esta tesis, en el ambiente racionalista, resulta indiscuti­
ble, como manifiesta Espinosa:

Que una idea absolutamente simple no pueda ser falsa, lo podrá compren­
der cualquiera, con tal que sepa qué es la verdad, o el intelecto, y, al mismo
tiempo, sepa qué es lo falso268.

Y no debemos olvidar que el principal «almacén» de estas ideas,


nociones o elementos simples, lo ofrecía la matemática, según pudimos
ver en el caso de Pascal, o según se puede ver en este ejemplo del propio
Espinosa: «De donde se sigue que los pensamientos simples no pueden
menos de ser verdaderos, como la idea simple de semicírculo, de movi­
miento, de cantidad, etc.»269.
Con ello, una vez más, insistimos en la interconexión del orden,
del matematicismo y de la simplicidad, ya que el orden exige partir de
lo simple y reducir a lo simple, y el matematicismo opera con la doble
función de suministrar ideas simples y de aplicar su análisis para reducir
lo complejo a lo simple.

265. Loe. cit., pp. 426-427.


266. De l’esprit géométrique. Ed. cit., p. 351.
267. Reg. XIII, p. 432.
268. Quod vero idea simpiieissima non queat esse falsa, poterit umtsquisque videre,
modo sciat, quid sit verum, sive intellectus, ti simal quid sit falsum (DI£> p. 21).
269. Dude sequitur, simplices cogitationes non posse non esse veras, ut sitnplex semi-
circuli, motus, quantitatis, etc., idea (Op. cit., p. 23).
Si, en vez de ocuparnos de la función metodológica de la simpli­
cidad, fuese nuestro cometido una teoría general de lo simple en la
modernidad, deberíamos decir, aunque ello pudiera sonar a paradoja
tras lo expuesto, que toda la teoría de la simplicidad está muy necesita­
da de una aclaración. Y ello no sólo por la ambigüedad entre la natura
simplex como elemento de la realidad y la natura simplex como dato
de evidencia intuitiva, sino también porque, aun reduciendo las naturae
simplices al puro ámbito cognoscitivo, nos quedamos sin saber del todo
qué son, en qué consisten y, en consecuencia, tampoco sabemos del todo
qué nociones o conocimientos deben ser enumerados entre los simples.
Si, al igual que en los puntos anteriores, queremos servirnos de los
textos de Descartes para aclarar estos interrogantes, no debemos ser de­
masiado optimistas. La temática tiene las Regulae como su lugar propio,
pero pensamos que tampoco en ellas se dilucidan estas preguntas. Apun­
temos simplemente que, tras caracterizar a lo simple como «absoluto»
en el plano del conocimiento270, por el hecho de que su simplicidad
hace que sea conocido sin dependencia de otras nociones o elementos,
en la Reg. VIII nos dirá que las naturae simplices pueden ser o espiritua­
les, o corpóreas, o comunes al espíritu y al cuerpo271, remitiendo una
ulterior explicación a la Reg. XII272, donde se llama «intelectuales» a las
espirituales, y «materiales» a las corpóreas. La explicación no aporta
ninguna novedad digna de consideración. La nota interesante es que
aparece un cuarto miembro, constituido por aquellas nociones «que son
como ciertos nexos que sirven para unir entre sí a otras naturalezas
simples sobre cuya evidencia se apoya todo lo que llegamos a concluir
razonando»273. Por los ejemplos que aduce, como quae sunt eadem uní
,
tertio sunt eadem inter se> parece que estos nexos (vincula) son prin­
cipios de los procesos de razonamiento. Y no se agota la enumeración
con este cuarto miembro, sino que aparece un quinto: las privaciones y
negaciones de las naturalezas simples:

Entre estas naturalezas simples considero conveniente enumerar también


las privaciones y negaciones de las mismas en cuanto son entendidas por
nosotros: porque no es menos verdadero el conocimiento por el que intuyo
qué es la nada, o el instante, o el reposo, que el conocimiento por el que
entiendo qué es la exisrencia, o la duración, o el movimiento27'1.

N os parece que bastan estos breves testimonios para juzgar que no


resulta nada fácil llevar a cabo una catalogación o codificación de las na­
turae simplices, siendo, acaso, lo único claro que la simplicidad se dice y

270. Reg. VI, p. 420. 271. AT, X , p. 399.


272. Loe. cit., pp. 419-420. 273. Loe. cit., p. 419
274. Loe. cit., p. 420
constituye, al menos primordialmente, desde una determinada manera
de conocer y no desde una determinada manera de ser o de pertenecer
a la realidad. Por si el asunto no tuviera suficiente dificultad, la termino­
logía cartesiana lo complica más porque da a entender que hay unas
nociones más simples que otras, lo cual no deja de resultar extraño, ya
que parece que lo simple no admite grados o que, como diría un esco­
lástico, consistit in indivisibili.
Se nos ocurre que lo verdaderamente importante* en todo esto es
lo que se nos repite a continuación del texto que acabamos de aducir:
naturas illas simplices esse omnes per se notas275. Se conocen por sí mis­
mas con evidencia inmediata, siendo este carácter el fundamento del
papel básico que les corresponde en el método: ser punto de partida de
procesos de conocimiento cierto y evidente, según exige la concepción
cartesiana de la ciencia.
Por eso, como dijimos, hay que comenzar por ellas. Esta es una
regla que Descartes se impuso a sí mismo:

Mas yo [...] determiné pertinazmente observar un orden tal en la búsqueda


del conocimiento de las cosas, que, comenzando siempre desde las cosas más
simples y más fáciles, nunca avance hacia otras, hasta que en aquellas me
parezca que no queda nada que pudiera ulteriormente echarse de menos276.

Esta misma tesis, que es una tesis sobre la función de lo simple, está
muy clara en el Discurso, cuando en la II parte, tras la exposición de
las reglas se plantea por dónde comenzar: por las cosas más simples y
más fáciles de conocer277. Sólo con este comienzo se puede pensar en
construir un sólido edificio científico, según piensa y seguirá pensando
a lo largo de su vida: «Todas las verdades están conectadas entre sí y es­
tán vinculadas recíprocamente, todo el secreto consiste únicamente en
comenzar desde lo primero y más simple, y avanzar luego paso a paso y
como por grados hasta las verdades más remotas y máximamente com­
puestas»278, y en esto contó Descartes con fieles seguidores. Así, para
Malebranche, habida cuenta de que la regla primera es que debemos
operar con ideas claras, de ahí «se debe sacar la consecuencia de que,
para estudiar por orden, es preciso comenzar por las cosas más simples
y de más fácil comprensión, deteniéndose ahí incluso largo tiempo antes
de acometer la investigación de las más compuestas y más difíciles»279.
Y en la misma tesis había insistido ya páginas antes y volverá sobre ella

275. Ibid. 2 7 6. Reg. IV, pp. 378-379.


277. AT, VI, pp. 19-21.
278. La Recherche de la Vérité. AT, X , pp. 526-527.
279. La Recherche de la Vérité, Libro VI, II, cap. II. Ed. cit., II, p. 300.
posteriormente280. Y el propio Espinosa captó muy bien esta doctrina
cartesiana, de la que se hace eco con estas palabras:

Digo que buscamos principios simples y fáciles de conocer [...]; concreta-


mente, porque atribuimos elementos germinales a las cosas sólo con el fin
de que su naturaleza se nos manifieste más fácilmente y, según el modo de
proceder de los matemáticos, nos elevemos desde lo más claro a lo más
oscuro, y desde lo más simple a lo más compuesto281. ,

Desde lo simple como aquello que, por ser simple, se conoce autó­
nomamente y que, por lo tanto, puede constituirse en punto de partida
y fundamento de todo conocimiento, se puede proceder a conocer lo
demás, lo que no cuenta con esa autonomía cognoscitiva. Como dice
Descartes, «las demás cosas no pueden conocerse de otra manera más
que por deducción a partir de éstas (las simples)»282. Y ello tanto por la
razón de que los caracteres de conocimiento de lo simple lo convierten
en apoyo de innegable firmeza, como porque los «objetos no-simples»
están compuestos con «elementos-nociones simples»283. Hasta tal punto
es así que se podrá afirmar que «jamás podemos entender nada que no
sea esas naturalezas simples, y una cierta mezcla o composición de ellas
entre sí»284.
N os parece que, llegados aquí, salta a la vista la función metodoló­
gica y epistemológica que, sobre todo en el xvii racionalista, se atribuye
a las «naturalezas simples» como elementos cognoscitivos que, con ex­
presión platónica, son anupozeta, es decir, que no necesitan de apoyo
alguno que las justifique porque la inmediatez intuitiva certifica de la
validez de su conocimiento. Nada, pues, tiene de extraño que un hom­
bre tan exigente en la firmeza certitudinal del conocimiento científico
como Descartes, pueda decir «que toda ciencia humana consiste única­
mente en ver distintamente cómo tales naturalezas simples concurren
simultáneamente a la composición de las demás cosas»285. Y consiste en
ello la ciencia, porque, frente a cualquier problema complicado, como

280. Op. cit., lib. VI, II, cap, IV Ed. cit., II, p. 343.
281. Principia Phil. Cart., pars III, p. 181.
282. Reg. VI, p. 383.
283. [...] ut possimus deinceps docere reliqua omnia quae cognoscemus, ex istis natu-
ris simplicibus composita esse: ut si judicem aliquam figuram non moveri} dicam meam
cogitationem esse aliquo modo compositam ex figura et quiete; et sic de caeteris (Reg. XII,
420).
284. [...] nihil nos unquam intelligere posse, praeter istas naturas simplices, et quan-
dam illarum inter se mixturam sive compositionem (loe. cit., p. 422).
285. [...] omnem humanam scientiam in hoc uno consistere, ut distincte videamus,
quomodo naturae istae simplices ad compositionem aliarum rerum simul concurrant (loe.
cit., p. 427).
puede ser, con ejemplo del propio Descartes, la naturaleza del imán, lo
que hace falta es encontrar los elementos simples de esa complejidad.
Ganados tales elementos, ya no hay razón para pensar que unos conoci­
mientos son más oscuros que otros, «puesto que todos son de la misma
naturaleza y no consisten en otra cosa que en la composición de datos
(cosas) evidentes por sí mismos»286.
Por eso, hablando con la terminología metodológica de la fórmula
de la Reg. V, si todo el método consiste en el orden y disposición de las
cosas a las que debemos dirigir nuestra atención a fin de descubrir la
verdad, es evidente que sólo observaremos con justeza ese orden «si re­
ducimos gradualmente las proposiciones embrolladas y oscuras a otras
más simples, y luego, partiendo de la intuición de todas las más simples,
intentamos ascender por los mismos grados al conocimiento de todas
las demás cosas»287.
Por eso, el tema de lo simple es un tema vertebrador y anucleante
del tema del orden, del matematicismo como puesta en ejercicio del or­
den analítico correcto y, dentro de Descartes, de la enumeración como
elemento auxiliar en el proceso resolutivo desde lo complejo hasta lo
simple, según reza la fórmula de la Reg. XIII: «Si entendemos perfecta­
mente una cuestión, ésta debe ser separada de todo concepto superfluo,
reducida a lo más simple, y dividida en las partes más pequeñas posibles
mediante la enumeración»288.
En consecuencia, la simplicidad no es sólo un tópico importante de
los planteamientos metodológicos, sino el hilo conductor para encon­
trar el genuino sentido de otros tópicos, concretamente, según dejamos
apuntado en páginas anteriores, del orden y del matematicismo, ya que
ordenar es «simplificar» y la genuina matemática es la que opera con
elementos que, o bien son simples o bien son reductibles a las unidades
simples. Para terminar, insistimos una vez más en que la simplicidad,
aunque aparezca bajo la terminología ambigua de naturae simplices,
no es, al menos principalmente, simplicidad de la cosa conocida, sino
simplicidad de mi modo de conocer las cosas. Por ello lo simple se debe
conocer por intuición, pero, como resulta que la intuición es el conoci­
miento más cierto, resulta que el conocimiento de lo simple es también
el conocimiento más cierto. Por tanto, el método que busca una ciencia
cierta ha de ser un método que parta de lo simple y persiga lo simple
incluso en lo que se presenta como complejo.

286. Loe. c i t pp. 427-428.


287. Si propositiones invohttas et obscuras ad sitnpliciores gradatim reducamus, et
deinde ex omnium simplicissimarum intuitu ad aliarum omnium cognitionem per eosdetn
gradus ascendere tentemus (Reg. V, p. 379).
288. Reg. XIII, p. 430.
Nos parece que ahora puede enriquecerse el sentido de la Mathe­
sis como ciencia de relaciones, tal como se nos planteó en el epígrafe
anterior: se trata de estudiar las relaciones entre las naturae simplices
en las que es resoluble toda cuestión, aunque no sea una cuestión de
números o de figuras289. Por eso la Mathesis universalis es la disciplina
y el método de todo saber, en cuanto es la búsqueda más simple de los
elementos simples de que consta y en que se apoya toda ciencia290. De
ahí que el que se quiera iniciar en el camino de la ciencia ha de empezar
por adiestrarse en adquirir, si cabe hablar así, este «sentido de lo sim­
ple», adiestramiento en el que las matemáticas ofrecen más ventajas que
cualquier otro saber291.

La universalis sapientia o la scientia universalis

En la exposición de todos los «tópicos» anteriores nuestras reflexiones


han contado siempre con abundante apoyatura textual proporcionada
por los autores punteros en el campo de la metodología e incluso por
otros autores que no han hecho del método un tema explícito de su
reflexión. No va a suceder ahora lo mismo. Indudablemente la «ciencia
universal» es un tópico de parte del siglo XVI y de todo el XVII, pero se
trata de un tópico que en muchas ocasiones está aludido, afirmado y, a
lo más, presentado con extrema concisión, acaso con la excepción de
algunos opúsculos de Leibniz, que, por otra parte, no siempre resultan
muy ilustrativos sobre el profundo sentido de la «ciencia universal».
Comenzamos por no contar con una terminología uniforme, ya
que mientras Bacon y Leibniz, por ejemplo, prefieren hablar de «ciencia
universal» (scientia universalis), en Descartes aparece «sabiduría univer­
sal» (universalis sapientia), por no aludir a expresiones que pueden ser
menos precisas como «sabiduría humana» (humana sapientia). Y la ter­
minología diferente — en concreto universalis sapientia y scientia uni­
versalis— no es del todo baladí, ya que, por etimología y por tradición,
no es lo mismo sapientia (sabiduría), del verbo sapere, con un semante­
ma que, aparte de resonancias subjetivas indudables, ha acumulado una
notable carga práctica y moral, que scientia (ciencia), del verbo scirey
con un semantema más objetivo, más volcado a los objetos.
Esta ambigüedad es posible que, respecto del método, no tenga ex­
cesiva importancia, debido a que el tema mismo no cuenta con la rele­
vancia con que vimos que contaban los tópicos anteriores. Sin embargo,

289. E. Cassirer, Philosophie und exakte Wissenschaft V. Klostermann, Frankfurt a.


M., 1969, pp. 71-73.
290. W Risse, Die Logik der Neuzeit, vol. II, p. 139.
291. Cf. Reg. VI, p. 381; «Carta-prefacio» a los Principia, pp. 13-14.
es preciso referirse a él, no sólo porque está ahí, sino porque, al menos
en cierta medida, es necesario contar con él para una mejor compren­
sión de los anteriores. No olvidemos que si hay un solo orden genuino
de proceder acertadamente, que si hay una mathesis universalis y que si
en cualquier ámbito hay que partir de lo simple y reducir a lo simple,
todo ello parece estar apuntando a una minimización de la división de
las ciencias o saberes y, al mismo tiempo, parece estar, posibilitando, si
es que no exigiendo, una unidad del saber o de la ciencia humana bajo
la denominación que sea.
Lo que sucede es que esta ciencia o sabiduría universal humana pue­
de ser entendida, y de hecho fue entendida, de diversas maneras. Por­
que cabe entenderla simplemente como la totalidad de los saberes, en
lo cual no habría ni mucha profundidad, ni, por supuesto, originalidad.
O cabe entenderla como el saber que emana de la razón o se produce
desde ella, siendo, en definitiva, accidental que esa única forma de saber
racional se plurifique y se diversifique según los objetos sobre los que,
con metáfora cartesiana, esa luz se derrame y proyecte. Y cabe también
entenderla como un saber fundamental, que es único porque contiene
los principios básicos sobre los que y sólo sobre los que se puede consti­
tuir cualquier saber particularizado. De todas estas maneras de entender
la ciencia o sabiduría universal hay ecos en esta época. Veamos.
Bacon, por ejemplo, plantea el tema de la siguiente manera: la filo­
sofía tiene un triple objeto: Dios, la naturaleza y el hombre. Y explica
que la naturaleza afecta nuestro entendimiento radio directo, mientras
que Dios lo hace radio refracto a través de las creaturas, y el hombre
radio reflexo. Debe, por tanto, haber tres disciplinas filosóficas funda­
mentales que traten respectivamente de Dios, de la naturaleza y del
hombre. Y continúa:

Ahora bien, dado que las divisiones de las ciencias no son semejantes a lí­
neas distintas que confluyen en un solo ángulo, sino que son más bien seme­
jantes a las ramas de los árboles que se unen en un solo tronco (tronco que
también por un cierto espacio cuenta con integridad y continuidad, antes
de dividirse en las diversas ramas); por ello mismo el tema exige que, antes
de analizar los miembros de la anterior división, se constituya una ciencia
universal, que sea la madre de las demás, y sea considerada en el progreso
de las doctrinas como el trecho común de camino antes que los caminos se
separen y se distancien292.

El texto es más curioso que claro. Terminológicamente, opta por la


«ciencia universal», pero con una opción que resulta luego oscurecida
por la sinonimia con «filosofía primera» y, todavía más, por «sabiduría»
en cuanto conocimiento de las cosas divinas y humanas.
Tampoco es mucho más clara la explicación, al decir que se trata
de una «ciencia madre» y de «un trecho de camino común» previo a la
separación y distanciamiento de los caminos de las ciencias particulares.
En las líneas que siguen se concreta algo más la explicación, al decirnos
que se diferencia de las otras ciencias más por los límites que la deter­
minan que por los temas u objetos de que trata. Le parece a Bacon que
este saber general, del que no da impresión de tener un concepto muy
preciso, es necesario para acabar con la masa difusa de doctrinas que
desde la teología natural, desde la lógica o desde algunas partes de la
física, se arroga, por parte de engreídos cultivadores, la primacía cientí­
fica. Y esto no es deseable para el inglés: «Nosotros, pretensiones apar­
te, sólo queremos que se determine una ciencia que sea el receptáculo
de los axiomas que no son propios de las ciencias particulares, sino que
corresponden en común a muchas de ellas»293.
Esta parte del pasaje resulta más clara en lo positivo y en lo nega­
tivo. En la positivo, porque, por fin, podemos ver lo que esta ciencia
universal debe ser para Bacon: la que contenga los axiomas generales
que no son propios de las ciencias particulares, por ser tales axiomas
comunes a muchas. Sin embargo, al decirnos que estos axiomas son
comunes a muchas, sin que tengan que ser comunes a todas, volvemos
a la ambigüedad en el pensamiento de Bacon: la ciencia universal no
es universal del todo, sino universal a medias. Es decir, el tema queda
muy lejos de la claridad, porque tal ciencia no existe, sino que hay que
«designarla» y porque su universalidad deja bastante que desear.
El problema cambia, y cambia para mejor, en el racionalismo. Como
vamos a ver, aquí la ciencia o sabiduría universal no va a ser sólo ni
principalmente una exigencia de la redistribución de las competencias
de los diversos saberes, que, por incapacidad de cada uno de ellos, ne­
cesitan acudir a un saber general que sea «madre» de todos, les ofrezca
un común punto de partida y les provea de los axiomas generales de los
que van a hacer aplicación. Se va a tratar de algo mucho más profundo
y fundamental, por ejemplo, en el caso de Descartes la ciencia universal
será una exigencia de la razón en su constitución y en su proceder. La
unidad originante de la razón cognoscitiva conduce a la unidad universal
del saber, porque la luz natural de la razón es siempre la misma y opera
con leyes idénticas, sean cuales sean los objetos sobre los que opere294.

293. Nos uero misso fastu id tantum volumus, ut designetur aliqua scientia, quae sit
receptaculum axiomatum quae parttcularium scientiarum non sint propia, sed pluribt4s
earum in commutie competant (ibid.).
294. L. J. Beck, The Method o f Descartes, p. 211.
De Descartes cabe decir que tuvo vocación de cultivador de la cien­
cia o sabiduría universal, en primer lugar, porque la «ciencia universal»
fue un proyecto abrigado por él; y, en segundo lugar, porque de tal
manera concebía el saber científico, que se hacía obligada la universali­
zación de ese saber. De que Descartes abrigó el proyecto de una «ciencia
universal», tenemos expreso testimonio en su correspondencia. Conoci­
da es la famosa Carta a Mersena referente a la publicación del Discurso
y de los Ensayos que habían de ver la luz con él. Efectivamente, tras
decir que el volumen abarcará cuatro ensayos, continúa:

Y el título en general será: El proyecto de una ciencia universal que pue­


da elevar nuestra naturaleza a su más alto grado de perfección. Además la
Dióptrica, los Meteoros y la Geometría, en donde, para dar prueba de la
ciencia universal que propone, las materias más curiosas que el autor ha
podido elegir son explicadas de tal manera que las puedan entender incluso
los que no han estudiado. En este proyecto descubro una parte de mi mé­
todo...295.

Existió, pues, el proyecto y hasta se puso en ejecución, al menos en


parte. Y, si se tiene en cuenta que el contenido del Discurso y el de los
Ensayos científicos puede ser considerado como esbozo y prenuncio de
cuanto Descartes va a llevar a cabo y a publicar, no sería desacertado
decir que toda la obra filosófica y científica de Descartes sigue siendo el
intento de cumplir su propósito de una «ciencia universal».
Ahora bien, la Carta a Mersena nos da cuenta del proyecto, pero no
nos dice qué debe entenderse por «ciencia universal». En orden a esto,
el texto clásico es la Reg. I. Muy al comienzo de la regla nos encontra­
mos con una afirmación básica: las ciencias en su totalidad consisten en
el conocimiento del espíritu (totae in animi cognitione consistunt)196.
Importante reparar en que, frente a la pluralidad de ciencias, se afir­
ma la unificación de todas en el conocimiento del espíritu, lo cual no
quiere decir, por lo que vamos a ver enseguida, que el «objeto» de las
diversas ciencias sea el estudio del espíritu. Se quiere decir algo más
cartesiano y también más profundo: que todas las ciencias, en cuanto
saber científico, refluyen al conocimiento del espíritu como a su origen
y fundamento.
Cada ciencia seguirá teniendo su objeto —Descartes no ignoraba la
teoría escolástica de los objetos materiales y formales de las ciencias— ;
mas la diversidad de objetos basta para «distinguir» ciencias, pero no
para separarlas:
Al no ser, pues, todas las ciencias otra cosa que la sabiduría humana, la cual
permanece siempre una e idéntica, aunque aplicada a diferentes materias,
por más que no recibe de ellas una distinción mayor que la que recibe la luz
del sol de la variedad de cosas que ilumina, no es necesario restringir con
límites de ninguna clase los espíritus (ingenia)297.

Si comparamos este texto con el de la Carta a Mersena, no pode­


mos dejar de advertir un cambio de terminología: de «giencia» (scientia)
hemos pasado a «sabiduría» (sapientia). i Es importante el cambio? Nos
parece que sí: con el término «ciencia» se alude al proceso del saber, a
sus fundamentos, a la seguridad en las diversas etapas del camino de ese
proceso. En cambio, con el término «sabiduría» se atiende mucho más
al poso «sapiencial» que los diversos saberes han de ir sedimentando en
el espíritu. Pero, en nuestra humilde opinión, en el caso de Descartes
debemos hablar tanto de «ciencia universal» como de «sabiduría univer­
sal». Hay que hablar de «ciencia universal» en el sentido de que todo
saber refluye al espíritu como a su fuente y fundamento, igual que luz
del sol que, siendo la misma, adquiere diversos matices según los obje­
tos que ilumine.
El sentido de la «ciencia universal» en Descartes creemos cabe en­
tenderlo en conformidad con lo que sobre la razón, el orden y el ma­
tematicismo dejamos dicho en su lugar. Pero no hay sólo una unidad
científica del saber, hay también una unidad «sapiencial». En el texto
que acabamos de citar se nos dice que todas las ciencias no son otra
cosa que la humana sapientia, la «sabiduría» humana, que permanece
siempre una e idéntica consigo misma. Si la ciencia, según acabamos
de decir, mira al proyecto del saber y a la seguridad de su proceso de
realización, la sabiduría mira más bien a los resultados que ese proyecto
y proceso dejan en la mente, porque a esos resultados se deberá que la
mens sea bona mens o que el sens sea bon sens29&.
Dicho de otra manera, mientras que bajo el prisma de «ciencia
universal» se atiende a las causas y proceso universal en el que todas
las ciencias se unifican, por el contrario, bajo el prisma de «sabiduría
universal» se atiende al fin al que toda ciencia y saber conjura299. La
«ciencia universal» es el fundamento y estructura del saber, la «sabiduría
universal» es la posesión sapiencial de ese saber. Desde una y otra pers­

297. Nam cum scientiae omttes nihil alittd sint quam humana sapientia, quae semper
una et eadem manet, quantumvis differentibus subjectis applicata, nec majorem ab illis
distinctionem mutuatur, quam Solis lumen a rerum, quas illustrat, varietate, non opus est
ingenia limitibus ullis cohibere (loe. cit., p. 360).
298. Ibid.
299. [...] cum tamen alia omnia non tam propter se, quam quia ad hanc aliquid con-
ferunt sint aestimanda (Ibid.).
pectiva, la división de las ciencias, que no se niega como hecho real, no
deja de ser algo accidental y hasta una especie de mal menor, exigido
por la limitación de nuestra capacidad. Porque, de derecho, todas las
ciencias son un único saber, tanto por su origen como por su fin, lo que
exige su interconexión y mutua dependencia:

Es necesario admitir que están todas hasta tal punto conexionadas entre
sí, que es mucho más fácil aprenderlas simultáneamente ¿odas, que separar
una sola de las demás. Si alguien quiere, pues, investigar con seriedad la ver­
dad de las cosas, no debe optar por una ciencia particular: todas, en efecto,
están unidas entre sí y son mutuamente dependientes; por el contrario, que
se ocupe únicamente de aumentar la luz natural de la razón...300.

Estudiarlas todas al unísono, ¿utopía científica? N o para Descartes,


porque ese estudio de conjunto no es, en su sentido último, el estudio
de todas y de cada una, sino el esfuerzo por aumentar la luz natural
de la razón. Es inevitable repetirse: hacer ciencia, en la dimensión más
radical, no es analizar y estudiar «objetos» diversos, sino que es estudiar
y analizar la razón misma. Si no creyéramos salimos del contexto en
que nos movemos, cabría aducir las matizaciones que a la «sabiduría
universal» se podrían apuntar recurriendo a los textos donde se nos
habla de la sagesse como perfección del conocimiento proyectado hacia
la prudencia301, haciendo de la filosofía un estudio de la sagesse, por
cuanto mediante ella se aspira a la conquista y posesión de las primeras
causas y principios302. Posiblemente estamos frente a la misma teoría, si
bien el lenguaje posee menos rigor técnico.
Por fin, acaso no sobre advertir que no debe confundirse en Des­
cartes la «ciencia» (sabiduría) universal», con la ciencia general, ya que
ésta, según dejamos visto, debe ser la mathesis que se ocupe, de modo
general, de las cuestiones referentes al orden ya la medida (ordo et men­
sura)303. Se nos ocurre una jerarquización y ordenación, no exenta de
reparos, por virtud de la cual, la ciencia general sería el proceder mate­
mático en ajuste al debido orden; la ciencia universal sería la realización
del saber racional en conformidad con ese proceder, y, por fin, la sabi­
duría universal sería el perfeccionamiento que le adviene a la razón por
ajustarse al método de la ciencia general y adquirir la ciencia universal.
Sin que el filósofo francés haya estructurado así la trilogía, creemos que
no falseamos su pensamiento e incluso cabe pensar que ayudamos a su
mejor comprensión.

300. Loe. cit., p. 361


301. «Carta-prefacio» a los Principia, p. 2.
302. Loe. cit., pp. 2-5. 303. Reg. IV, p. 378.
Este tópico de un saber universal, más como motor del método que
como elemento estricto del mismo, es algo muy característico del racio­
nalismo. De ahí que su presencia sea detectable en otros autores, por
ejemplo en Malebranche. En efecto, también él habla de una «ciencia
universal», de la que nos dice, muy cartesianamente, que debe servir
de fundamento de todas las ciencias y de medio para adquirirlas304. Sin
embargo, nos parece que, en realidad, el planteamiento no coincide con
el de Descartes, ya que, en otro pasaje, asimilará la «ciencia universal»
a la geometría, con lo que la «ciencia universal» de Malebranche se
convierte en la «ciencia general» de Descartes, según la explicación que
hemos hecho poco ha.
La referencia a Leibniz se hace absolutamente obligada, pero, una
vez más, no va a ser más que una referencia, porque el tema en Leibniz
es de una enorme complejidad, sobrepasando en mucho las implicacio­
nes metodológicas que perseguimos. La fragmentariedad de los escritos
del filósofo alemán hace difícil la sistematización de su pensamiento en
éste como en otros puntos por la diversidad de enfoques con que nos
encontramos, aun prescindiendo de las conexiones que el tema tiene
con las innovaciones lógicas introducidas por el alemán.
Comencemos por advertir que la terminología se alterna entre scien­
tia generalis y scientia universalis, sin que posiblemente quepa romper
la sinonimia, tal como hicimos en Descartes. Por eso nos parece que se
trata de un planteamiento nuevo, como se lo parecía al propio Leibniz
al afirmar que «esta ciencia universal... creo que no ha sido enseñada
por nadie, ni por nadie tampoco poseída»305. Básicamente sabemos lo
que entiende por ciencia general: «Llamo ciencia general a aquella que
enseña el modo de descubrir y de demostrar a partir de unos datos
(elementos) suficientes»306. Esta definición general puede aclararse algo
si tenemos en cuenta que «la ciencia general contiene dos partes, de las
que la primera corresponde a la instauración de las ciencias y al enjui­
ciamiento de lo ya descubierto, para que no seamos engañados por pre­
juicios; la segunda se orienta al incremento de las ciencias y a descubrir
lo que nos falta (lo que desconocemos)»307. Es decir, según otra fórmula,
la ciencia general debe, por una parte, enseñarnos a servirnos de los
conocimientos que ya poseemos y, por otra, ser el método del que nos
vamos a valer para nuevos descubrimientos308. No sé si se puede decir
que la ciencia general es como la estructura general del saber que ha de

304. De la Recherche de la Vérité, lib. VI, I, cap. I. Ed. cit., II, p. 245.
305. De natura et usu scientiaegeneralis. Gerhardt, VII, p. 63.
306. Loe. cit., p. 60.
307. Initia scientiae generalis. Erdmann, p. 85.
308. Opuscules et fragments inédits de Leibniz. Ed. de L. Couturat, Hildesheim, 1966,
pp. 229-230.
servir para llevar a cabo la organización científica de lo que se sabe y ha
de servir también para ponernos en camino de llegar a saber lo que aún
no se sabe. Si esto es así, la ciencia general o universal de Leibniz tiene
un sentido menos originario que la ciencia universal de Descartes, ya
que ésta es el saber mismo en su producirse unitario (ciencia) y en su se­
dimentarse en la mente (sabiduría). Baste como referencia, según hemos
dicho, a sabiendas de que el tema en Leibniz excede nuestros propósitos
y también nuestros conocimientos del tema mismo.

Los tópicos implícitos del método

Al referirnos a este tema, debemos tomar conciencia de que entramos


en el terreno de las conjeturas. Hasta ahora, al exponer los temas que
denominamos «tópicos explícitos», hemos podido seguir caminos se­
guros jalonados por la abundancia o, al menos, suficiencia de textos
que apoyaban e incluso justificaban nuestras reflexiones. Ahora bien, la
riqueza de los planteamientos y desarrollos metodológicos de la época
que estamos estudiando no se agota en esos «tópicos explícitos», sino
que requiere que éstos se vean completados y acompañados por otras
doctrinas, temas o nociones que, sin duda por carecer de tan directa
relación con el método mismo, no exhiben su presencia en el mismo
grado que los tópicos hasta ahora analizados. Se puede tratar de temas
o doctrinas que, por familiares a la época, se dan por supuestos; o, por
el contrario, puede tratarse de temas que no hacen más que insinuarse
en este momento histórico y deberán esperar algún tiempo para su ma­
duración. Resultaría temerario embarcarse en la aventura de intentar,
aunque ello fuera a título provisional, catalogar estos tópicos implícitos,
habida cuenta, además, de que cualquier catalogación, salvo que se alar­
gara indefinidamente, adolecería de un innegable coeficiente de subjeti­
vidad. Por eso desistimos del intento, aunque tenemos que confesar que
lo hacemos no sin cierta resistencia.
En efecto, creemos que la comprensión completa del método —y
otro tanto cabría decir de cualquier tema importante en epistemología
y en filosofía— no se logra nunca desde el tema mismo, sino también,
y a veces de modo muy principal, desde el contexto del tema. Nosotros
ya nos hemos referido a posibles contextos al comienzo de nuestro estu­
dio. Pero no puede bastar con lo apuntado entonces, porque allí lo que
se buscaba era un acercamiento primero al por qué histórico y temático
del método en la época cuyo estudio iniciábamos. Y ahora se trataría de
bastante más: de que, una vez vista, desde diversas perspectivas, la natu­
raleza y estructura del método, accediésemos a una mayor integración
de los grandes tópicos explícitos del método en el conjunto del pensar
de la época.
Comprendemos, sin embargo, que dar cabal satisfacción a este pro­
pósito sería acometer una reinterpretación de casi dos siglos de pen­
samiento. Supera nuestros propósitos y nuestras fuerzas. Por más que
insistimos en que la tarea es incitante. Se nos ocurren temas —no se vea
en ellos más que meros ejemplos— que podrían merecer los honores del
tratamiento en otro hipotético trabajo. Así, la proyección que sobre las
doctrinas metodológicas tiene esa constante presencia de la preocupa­
ción moral como meta a la que apunta toda la filosofía*desde Descartes
hasta Kant, con lo cual el método no se queda acaso en el simple medio
del saber sin más, sino que crece hasta convertirse en el medio para sa­
ber ser mejores, más felices, etc. Este enfoque nos parece ineludible de
modo especialísimo en Espinosa.
Otro tema de no poco interés sería preguntarse si en esta época hubo
en los diversos autores, en todos y en cada uno, la aspiración a conquis­
tar la unicidad del método, problema de innegable relieve en autores de
inspiración ecléctica, como Leibniz, o en autores de indudable tensión
interna en las teorías metodológicas, como sucede con el Espinosa del
DIE y el Espinosa de la Etica. Por fin, como último ejemplo, casi es
inevitable preguntarse si la idea de progreso —uno de los motores de la
cultura del x v iii — es una idea operante en las exigencias metodológicas
que van de Bacon a Leibniz. Y podíamos seguir indefinidamente. Sólo
queremos señalar que, dada la no neutralidad del método en la época
que hemos venido estudiando, la cabal comprensión del mismo está
inextricablemente unida a la comprensión de la filosofía de la ciencia,
pudiendo y debiendo también invertirse la afirmación.

IV. LAS GRANDES FORMAS DEL M ÉTO D O : ANÁLISIS Y SÍN TESIS309

Ambigüedad conceptual

Plantear análisis y síntesis como las dos grandes modalidades del pro­
ceder metodológico y, además, como modalidades, en cierta medida,
antinómicas, no constituye ninguna novedad atribuible a la época que
estamos estudiando. Se cuenta con precedentes más o menos inme­
diatos tanto desde el campo de la ciencia como desde el campo de la
filosofía310. Pero el tema no llega conceptualmente claro ni desde los

309. Este capítulo tiene muy modestas aspiraciones: traer a presencia los significados
fundamentales de análisis y síntesis en la época histórica que estudiamos, apuntando al­
gunas relaciones entre ambas formas metodológicas. Un tratamiento con aspiraciones de
completo daría lugar a otro libro.
310. E. Gilson, Discours de la Méthode. Texte et commentaire, J. Vrin, París, 31962,
pp. 187-188; L. J. Beck, The Method o f Descartes. A Study o f the «Regulae», Clarendon
Press, Oxford, 1970, p. 157.
tratados humanistas, ni desde los neoescolásticos postrenacentistas, iSe
va a aclarar en la época que nos ocupa? Nos parece que no. Hay una
enorme variedad, por no decir oposición, en la terminología, en los
planteamientos y en el modo de entender las funciones metodológicas
del análisis y de la síntesis.
Frente a esta situación, sin pretensiones demasiado ambiciosas, no
queremos renunciar a ayudar a poner un poco de orden en las di­
vergencias textuales. N os parece que no cabe soslayar ’ el problema,
porque, con matices diversos, análisis y síntesis siguen configurando
las dos grandes formas del proceder metodológico. En esto coinciden
prácticamente todos los autores. Pero casi nos atreveríamos a decir que
aquí acaban las coincidencias, a no ser que consideremos también como
coincidencia la aceptación de toda la tradición anterior que convenía
en considerar al análisis, en fidelidad a la etimología, como el método
de resolución o de descomposición, y a la síntesis como el método de
la integración o composición. Todavía Kant llamará al análisis método
«regresivo» y a la síntesis, «progresivo»311. Que el análisis sea una des­
composición o regresión, mientras que la síntesis es una composición o
progresión, hace que se conciba a ambas formas metodológicas como
dos caminos inversos que recorren en direcciones opuestas un mismo
trayecto o, como dice gráficamente la Lógica de Port-Royal, como el
camino que sube del valle a la montaña, o el que desciende de la mon­
taña hasta el valle312.
En general, dada la terminología nada infrecuente en la época, se­
gún la cual en el quehacer científico se necesitaba contar con un ars
inveniendi, que, en conformidad con el significado de la expresión, de­
bía servirnos para descubrir, encontrar o «inventar» los conocimientos,
y un ars demonstrandi, que debería servir para demostrar, consolidar
e incluso explicar y exponer los conocimientos, parecería que el aná­
lisis debería asimilarse, básicamente, al ars inveniendi, mientras que la
síntesis sería el ars demonstrandi. Sin embargo, no es así. Por ejemplo,
para Hobbes, tanto el análisis como la síntesis pertenecen al método
inveniendi, siendo distinto de ambos el método docendi, es decir, la
demostración313. Por el contrario, Descartes engloba a ambos en la ratio
demonstrandi114.
Desde otra perspectiva, mientras que en Descartes el método geomé­
trico, del que tantas inspiraciones recibe, es analítico, por el contrario,
Pascal, sin negar la función del análisis en la geometría, considerará más

311. Prolegomena, § 5. AK, IV, p. 276, nota.


312. L a Logique... IV, cap. II. Ed. cit., p. 305.
313. Computatio sive lógica. De Methodo. Ed. cit., Opera latina I, p. 70.
'3 1 4 . Resp. II. AT, VII, p. 155.
importante en ella la demostración de carácter sintético*15. Asimismo,
resultaría obvio, si se recurre a la terminología de métodos a priori y
métodos a posteriori, considerar a la síntesis corno a priori y al análisis
como a posteriorií sin embargo, podemos ver que el propio Descartes
califica al análisis como un procedimiento tanquam a priori, siendo la
síntesis tanquam a posterioriUé, Y así podríamos seguir enumerando
divergencias y oposiciones. Pero bastan las aducidas para dejar clara la
ausencia de unidad en la concepción de ambas formas metodológicas,
lo cual supone también una ausencia de claridad en las nociones de
base. Pero nada de esto invalida el hecho de que análisis y síntesis están
presentes en esta época como grandes formas de realización metodoló­
gica. Y no nos parece, por muchas que sean las divergencias, que resulte
aventurado afirmar que la función metodológica del análisis tiene su
lugar propio en la «invención» del saber, mientras que la síntesis lo tiene
en la justificación demostrativa del mismo.
Muchas de las ambigüedades pueden venir de que se entendía que
no se inventa ciencia si no es con firmeza de valor demostrativo; y, al
mismo tiempo, la demostración no es considerada como simple proceso
de consolidación de unos conocimientos ya poseídos, sino que sirve
también para, desde ellos, llegar a otros nuevos. Un ejemplo claro de
este modo de entender la demostración-síntesis sería la Etica de Espino­
sa. Todo ello quiere decir que análisis y síntesis no se excluyen, sino que
se complementan, se entrecruzan y, en el efectivo proceder metodológi­
co, se confunden o, mejor, se funden muchas veces.
N os parece de todo punto necesario tener en cuenta lo que antece­
de para no proyectar sobre los autores de esta época purismos analíticos
o sintéticos que les fueron ajenos. A lo más, cabe señalar preferencias
por una u otra de las formas en los diversos autores, e incluso en diver­
sas obras de un mismo autor. Así, en Espinosa, cabe decir que si la Ética
se ajusta básicamente al método sintético, por el contrario, el De intelL
emená• responde más bien al procedimiento analítico-reflexivo.

El análisis como forma genéticamente primaria e «inventiva» del saber

Si se nos pidiera nuestro voto decisorio sobre la primacía del análisis o


de la síntesis en el conjunto de la época, no dudaríamos en optar por el
análisis. Pensamos que fue así y, en cierta medida, tuvo que ser así por
mor de las circunstancias. Hemos dicho en diversas ocasiones que esta­
mos, especialmente por lo que se refiere al final del XVI y a casi todo el
XVH, en una época con conciencia de innovación, de ruptura, de tener

315. De l’esprit géometrique. Oeuvres Completes. Ed. cit. p. 348.


316. Resp. II, loe. cit., pp. 155-156.
que inventar unos nuevos saberes. Por tanto, no se trataba básicamente
de demostrar lo que se daba por sabido, sino de adquirir originariamen­
te el saber. En orden a esto, el análisis era más eficaz que la síntesis. Por
otra parte, no cabe olvidar que la síntesis necesitaba un replanteamiento
purificador, porque, a poco que uno se descuidase, se acababa asimilan­
do la síntesis como forma de demostración a los viejos procedimientos
demostrativos de una lógica verbalista, sobre la que pesaba un justifi­
cado descrédito del que apenas Leibniz logrará redimirla. Asimismo, la
función modélica de la matemática, si bien favorecía el método sintético
en una interpretación usual de los Elementos de Euclides, sin embargo,
atendiendo a otros matemáticos (Pappo, Diofanto, Vieta), pareció ofre­
cer a autores como Descartes una lección modélica de análisis317.
Pero hay más todavía. Como señala muy bien Gusdorf, «el esque­
ma de la máquina suministra al mecanicismo un presupuesto general
para la investigación de la verdad»318. Atendiendo a este presupuesto,
cualquier objeto de conocimiento puede y hasta debe ser entendido y
conocido como se conoce una máquina, es decir, descomponiéndolo,
«analizando» sus partes, hasta llegar a aquellos elementos que no se
pueden descomponer, es decir, hasta lo simple. No se debe desdeñar
en este punto la fascinación más o menos confesada que sobre el xvii
ejerció Galileo, cuyo método es sobre todo analítico319. Para el mundo
racionalista todavía hay que añadir que el método analítico se ofrecía
como el camino más seguro hacia el conocimiento de las esencias, ya
que, por virtud de la «resolución», «regresión» o «descomposición», se
iban relegando todos los elementos o «accidentes» hasta quedarse con
aquello que, nuclear y simplemente, constituía la esencia de un deter­
minado ente u objeto. Indudablemente, según acabamos de decir, el
análisis, contando con practicantes del mismo en el mundo inglés, tuvo
sus cultivadores más profundos en el contexto racionalista. Se puede
empezar mostrando que así tuvo que ser, porque el análisis debe en­
tendérselo como la puesta en práctica del orden, en el que, según Des­
cartes, consiste todo el método. Pues bien, a renglón seguido de esta
afirmación, se nos dirá que este imperativo del orden se observa con
exactitud mediante el análisis: «Guardaremos exactamente esta regla, si
las proposiciones complicadas y oscuras las reducimos gradualmente a
otras más simples»320. Esto nos pone en camino de otra razón en favor
del análisis: la primacía de lo simple.
En efecto, la Reg. VI, continuando y desarrollando lo dicho en la
V, nos dice que sólo llegando a conocer lo máximamente simple conse­

317. Reg. IV, p. 373.


318. G. Gusdorf, La Révolution galiléenne I, cit., p. 236.
319. Op. cit., pp. 155-156. 320. Reg. y p. 379.
guiremos resolver, por análisis, lo complejo321. Por eso resulta lógico y
coherente que en la drástica reducción a cuatro de las reglas del método
en el Discurso, la segunda de tales reglas sea la regla del análisis: dividir
cada una de las dificultades que encontremos en tantas partes como se
pueda y requiera para mejor resolverlas322. Y todo ello conjurando hacia
la meta de toda la metodología y gnoseología cartesiana explicitada en
la primera regla: no admitir como verdad nada que j i o conozca con
evidencia, es decir, nada de lo que no esté cierto.
Pero hay en el racionalismo cartesiano razones, si cabe, más genera­
les y más profundas: el análisis es el procedimiento personal y responsa­
ble de acceder al saber, incluso en aquellos casos en que, tratándose de
un saber ya dado, se lo retoma y repiensa personalmente:

El análisis muestra el verdadero camino mediante el cual una cosa ha sido


descubierta metódicamente y como a priori, hasta tal punto que, si el lector
quiere seguir ese camino y tener suficientemente en cuenta todos los datos,
conocerá y se apropiará la cosa (conocida) con no menos perfección que si
él mismo la hubiera descubierto323.

Y precisamente por eso el análisis produce en el que lo practica


una satisfacción superior a la síntesis, y la satisfacción radica en que
nos enseña el modo cómo fue descubierta una verdad o un objeto (quia
modum qua res fuit inventa docet)324.
Si se repara, el verdadero privilegio del análisis está en su carácter
«inventivo», en que es el auténtico ars inveniendi y, como tal, el instru­
mento idóneo para llevar a cabo la originaria constitución del saber. Así,
por ejemplo, la Lógica de Port-Royal lo denominará método de inven­
ción315. Y, con sentido similar, Pascal, refiriéndose a la geometría, afirma
que «ha explicado el arte de descubrir las verdades desconocidas; y esto
es a lo que ella llama análisis»326.
Ahora bien, el aprecio por el análisis no fue patrimonio exclusivo de
Descartes y de los cartesianos de relativa ortodoxia de fidelidad al padre
del racionalismo. Como es obvio, también el análisis está presente en
el mundo inglés y, si nos apuran, con presencia tanto o más amplia que
en el racionalismo. Lo que sucede es que se da una casi total ausencia
de teorización del mismo. Que el simple método histórico al que Locke

321. Reg. VI, p. 381. 322. Disc. Méth. II. AT, VI, p. 18.
323. Resp. II. AT, VII, p. 155. 324. Loe. eit., p. 156.
325. L a logique..., IV, cap. II, p. 299.
326. De l ’esprit géométrique..., p. 348; acaso el privilegio del análisis es que me lleva
al origen y fundamento del problema, al menos al fundamento epistemológico. Leibniz
lo expresa así: Nihil enim aliud est analysis quam substituere Simplicia in locum composi-
tionum, sive principia in locum derivatorum, id est theoremata resolvere in definitiones et
axiom ata, et si opus esset, axiom ata ipsa denique in definitiones (Gerhardt, I, p. 205).
quiere ajustarse en el Ensayo es de cuño analítico, resulta difícilmente
discutible. El caso sería todavía más claro en Hume, para el que «los ra­
zonamientos abstractos o demostrativos jamás ejercen influencia en nin­
guna de nuestras acciones»327. Y como a él le interesa casi exclusivamen­
te filosofar sobre la vida y las acciones humanas, debe acogerse a otro
método. Será la observación y el análisis, cabiendo decir que una buena
parte de las páginas de sus obras filosóficas son un espléndido ejemplo
de praxis analítica, con plena conciencia de lo que está'haciendo328.
Ahora bien, ni Locke ni Hume han teorizado sobre el método, ha­
ciendo simples referencias metodológicas, y no en gran número. Por
tanto puede ser más relevante referirse a los autores en los que, en ma­
yor o menor grado, se da la presencia de teorizaciones metodológicas.
La verdad es que tampoco en ellos se va a dedicar una gran atención a
desarrollar lo que entienden por análisis. Pero o se reconoce el valor del
procedimiento, como es el caso de Bacon329, o como sucede en Hobbes,
se declara que el análisis y la síntesis constituyen las dos grandes formas
del método330, o también las dos partes de un mismo método331. Sin em­
bargo, hay algo más, concretamente en Newton. He aquí sus palabras:

Al igual que en la matemática, así también en la filosofía natural, la inves­


tigación de las cosas difíciles mediante el método de análisis debe siempre
preceder al método de composición. Este análisis consiste en llevar a cabo
experimentos, y en obtener a partir de ellos conclusiones generales por
inducción, y en no admitir contra las conclusiones más objeciones que las
que estén tomadas de los experimentos o de otras verdades ciertas... M e­
diante esta vía de análisis podemos proceder de lo compuesto a sus ele­
mentos; y de los movimientos a las fuerzas que los producen; y, en general,
de los efectos a sus causas; y de causas particulares a otras más generales,
hasta que el argumento termine en lo más general. Este es el método de
análisis332.

Estamos muy lejos de Descartes y del modo como entendía el aná­


lisis, pero no se puede negar que estamos frente a una de las mejores

327. Treatise o f human nature, Lib. II, parte III, sec. III. Ed. de T. H. Green y T. H.
Grose. Scientia Verlag, Aalen, 1964. Vol., II, p. 193. Cf. S. Rábade, «Hume: actitud crítica
y planteamiento metodológico»: Pensamiento 33 (1977) pp. 155-175; también en S. Rá­
bade, Obras II, Trotta, Madrid, 2004, pp. 111-133.
328. Cf., por ejemplo, Enquiry on human understanding, sec. I, vol. IV, p. 9; Trea­
tise, lib. I, parte I, sec. 1, 2, etc.; lib. III, parte III, sec. 6. Los pasajes modélicos son inago­
tables.
329. Nov. O r g lib. II, aph. XVI.
330. De Corpore, cap. VI. Opera Philosophica. Ed. de Molesworth, vol. I, p. 59.
331. Loe. eit., p. 66.
332. Opties, lib. III. Opera omnia. Ed. de S. Horsley. Reed. facsímil, F. Frommann,
Stuttgart, 1964, vol. IV, pp. 263-264.
defensas históricas que se pueden haber hecho del análisis, no tanto
porque la defensa la haga Newton, sino porque Newton identifica el
análisis con su modo de proceder en el estudio de la naturaleza, pro­
duciéndose una asimilación entre inducción y análisis. Del análisis car­
tesiano de las ideas hemos pasado al análisis newtoniano de los fenó­
menos o realidades naturales, pero, en uno y otro caso, el análisis ha
mantenido la primacía metodológica.
En conclusión, el análisis fue el método por excelencia de la época,
con las excepciones normales de los matematicismos sintéticos. Y fue
un método que apenas se podía enseñar con reglas, sino que exigía
adiestrarse en él con la práctica, como vimos que Descartes decía que
hacía él con los problemas de las matemáticas. Expresa muy bien esta
situación la Lógica de Port-Royal, al afirmar que se trata de un método
«que consiste más en el juicio y en la destreza del espíritu, que en reglas
particulares»333.

La síntesis

Si lo dicho sobre el análisis ha sido acertado, de ello se desprende que


la síntesis se encuentra en estos momentos históricos en una situación
de inferioridad respecto a él, tanto por haber merecido menos atención,
como porque los diversos autores han hecho un uso menor de ella.
Naturalmente, una afirmación general de este tipo necesita de inme­
diato abrir la puerta a las excepciones. Y en nuestro caso contamos con
algunas tan destacadas como la Etica de Espinosa, modelo excepcional
de realización sintético-geométrica de un ambicioso sistema metafísico.
Pero el caso de Espinosa, y otros de menor monta que pudieran adu­
cirse, nos parece que debe de seguir figurando como excepción de la
general preferencia por el método analítico.
Y así ha debido ser, no sólo porque se requería del análisis para
«inventar» la ciencia que se estaba estrenando, sino también porque,
como dejamos dicho en más de una ocasión, el método se entendía
como método de contenidos y comprometido con los contenidos, y no
como un método-modelo formal que, neutramente, cupiera transferir
de un campo a otro. Por ello el propio Espinosa, al que no le valía para
la metafísica un método formal, sólo puede proceder por vía sintético-
geométrica, porque el paralelismo obvia, de entrada, toda tentación

333. L a Logique... IV, cap. II, p. 305. Prescindimos aquí conscientemente de Kant, ya
que los conceptos de análisis y síntesis van a ser objeto por parte de él, en el período crí­
tico, de una total remodelación. Sin embargo, cabría descubrir la presencia de la tradición
de estas dos formas metodológicas en el período precrítico. Por ejemplo, en la Dissertatio
del 70 § I, nota. AK, II, pp. 387-388.
formalista, dado que génesis de ideas y generación de realidades están
en correspondencia.
Que el proceder sintético era considerado como un cierto formalis­
mo, se puede ver por el siguiente texto cartesiano:

Por el contrario la síntesis [...] demuestra ciertamente con claridad lo que


ha sido concluido, y hace uso de una larga serie de definiciones, postulados,
axiomas, teoremas y problemas, de tal forma que, si se niega algo de los
consecuentes, enseguida muestra que eso está contenido en los anteceden­
tes, y de esta manera arranca el asentimiento del lector, por vehemente y
pertinaz que sea334.

Lo que esta presentación del método sintético deja claro es la cor­


rección y la fuerza constrictiva del procedimiento. Pero esta corrección
y fuerza no nacen del estudio de los contenidos mismos, sino del modo
de tratar esos contenidos, modo en el que es fundamental ese punto de
partida constituido por definiciones, postulados, axiomas y teoremas.
Indudablemente que, si a Descartes le pidiésemos justificación de esos
elementos que son punto de partida y fundamento de la síntesis, sólo
podría respondernos que esa justificación tenía que ofrecerla el análisis,
con lo que, una vez más, se destaca en esta época su primacía. Un mag­
nífico testimonio, tanto del carácter relativamente formal de la síntesis
como de la preferencia cartesiana por el análisis, nos lo dejó Meyer en
el famoso Prólogo a los Principia Phil. Cartesianae de Espinosa: Des­
cartes conoció la síntesis e incluso su inspiración matemática, pero se
decidió por el análisis335.
Insistimos, no obstante, en que este carácter formalista desapare­
ce en autores que convierten en rígida la correspondencia entre la co­
nexión de las ideas y la conexión de las cosas, como sucede en Espinosa,
y como, en cierta manera, puede llegar a suceder en cualquier autor ra­
cionalista que tome en serio la expresión de sinonimia ratio sive causa,
ya que bajo ella late o bien un cierto paralelismo, o bien, al menos, una
armonía entre pensamiento y realidad, sea armonía preestablecida, sea
simplemente preadmitida. Conviene tener esto en cuenta para no soñar
en precipitadas asimilaciones con los formalismos actuales.
Nada de esto, sin embargo, quiere decir que no se conceden fun­
ciones importantes a la síntesis. Repitiendo la comparación que adu­
jimos antes, es el camino de la montaña al valle, que es necesario e
importante, acaso, siguiendo la comparación, porque el valle se ve me­
jor cuando se lo ve desde arriba al bajar de la montaña. Y la función

334. Resp. II. AT, VII, p. 156.


335. B. de Spinoza, Opera. Ed de J. van Vloten y J. N. P. Land, vol. IV, pp. 104-105.
que, con la salvedad de Descartes para los temas metafísicos, se suele
atribuir a la síntesis es la función de exponer, de explicar y de enseñar,
tal como hace reiteradamente la de Lógica Port-Royal336. Este privilegio
expositivo a favor de la síntesis es fácil de justificar: se supone que, por
vía de análisis, hemos conocido los problemas y hemos descubierto los
principios generales de constitución o de explicación de una realidad o
de un problema. Pues bien, a la hora de exponerlo, resulta obvio partir
de ese principio general, que suele ser el más simple: «Este método con­
siste principalmente en comenzar por las cosas más generales y las más
simples, para pasar luego a las menos generales y más compuestas»337.
En la misma línea está la compendiosa explicación de Newton: «La
síntesis consiste en tomar las causas descubiertas y establecidas como
principios, y, por ellas, explicar los fenómenos de ellas procedentes y
probar las explicaciones»338.
Sería, sin embargo, desconocer el valor de la síntesis no reconocer
que tenía, de hecho y de derecho, una función de consolidación del
saber adquirido por el análisis. Esta andadura al revés del camino del
saber era el mejor modo de reforzar el valor y consistencia del saber
mismo. Como tampoco cabe ignorar que la estructuración del saber en
sistema debe tanto o más a la síntesis que al análisis. Y dado, en términos
generales, el espíritu sistemático de la época, bien cabe hablar de una
apelación a la síntesis como puesta en práctica de ese ideal sistemático.
Lo que sucede — insistimos de nuevo— es que se valora más la inven­
ción del saber que la organización del mismo, al menos hasta que llegue
el espíritu de «organización» del saber de la mentalidad enciclopedista,
o el afán kantiano por poner de manifiesto el carácter «arquitectónico»
de la razón.

336. Cf. L a Logique... IV, cap. II, pp. 299-300; cap. III, p. 306, etc.
337. Op. cit.y p. 306.
338. Optics, lib. III. Ed. cit., vol. IV, p. 264.
P re s e n ta c ió n : María Luisa de la Cámara .................................................................. 9

Siglas utilizadas ...................................................................................................................... 33

M É T O D O Y P E N SA M IE N T O E N LA M O D E R N ID A D 35

N o t a p r e l i m i n a r ...................................................................................................................... 35
O b s e r v a c ió n b i b l i o g r á f i c a .......................................................................... ...................... 36

I. N u e v o c o n t e x t o h i s t ó r i c o y p r o b l e m á t i c o .............................................. 37

La preocupación metodológica como determinante epocal.................... 37


Contexto histórico de los nuevos planteamientos metodológicos . . . 47
L a c o n c ie n c ia d e « r u p t u r a » ...................................................................................... 47
R e c h a z o d e l s a b e r « h i s t ó r i c o » ................................................................................. 50
L a in v a lid e z d e l m é t o d o s i l o g í s t i c o ..................................................................... 52
L a n u e v a c o n c e p c ió n d e la c i e n c i a ..................................................................... 57
M é t o d o y s i s t e m a .......................................................................................................... 58
Contexto problemático ............................................................................................... 59
L a v e r d a d c o m o m e t a .................................................................................................. 60
L a c e n tr a lid a d d e l y o y la p r im a c ía d e l p e n s a r .............................................. 63
L a s id e a s c o m o c a m p o d e r e fle x ió n m e t o d o l ó g i c a ..................................... 67
H a c ia la a r q u it e c tó n ic a d e la r a z ó n ..................................................................... 69

II. D e f i n i c i o n e s del m é t o d o ...................................................................................... 71

La paradoja de la exigüidad teórica ..................................................................... 71


Algunas definiciones del m étodo ........................................................................... 73
B a c o n o el m é t o d o d e la a b e ja ................................................................................. 73
D e s c a r te s : el m é t o d o c o m o v ía a la c e rte z a y c o m o e c o n o m ía d e
e s f u e r z o .............................................................................................................................. 75
P a sc a l y su m é t o d o « g e o m é t r i c o » ........................................................................ 76
L a d e fin ic ió n d e la Logique de P o r t - R o y a l....................................................... 77
E s p in o s a : el m é t o d o c o m o c a m in o o r d e n a d o h a c ia la v e r d a d ............. 78
Insuficiencia general de las definiciones aducidas ........................................ 79
Las oscilaciones pendulares en la concepción del método....................... 81
III. LOS GRANDES TÓPICOS M ETODO LÓ GICO S............................................................. 85

Los tópicos explícitos del m étodo ........................................................................ 86


Lar a z ó n ............................................................................................................................... 86
El
o r d e n ............................................................................................................................... 98
El
m a t e m a t ic i s m o .......................................................................................................... 106
Lap r im a c ía d e lo s i m p l e ............................................................................................ 119
Launiversalis sapientia o la scientia universalis........................................... 128
Los tópicos implícitos del método ................................................. • . ................... 135

IV L a s GRANDES FORMAS DEL MÉTODO: ANÁLISIS Y SÍN TESIS............................. 136

Ambigüedad conceptual ............................................................................................ 136


El análisis como forma genéticamente primaria e «inventiva» del saber 138
La síntesis............................................................................................................................ 142

R EN A T O D ESC A R TES 145

D IO S Y E L P R O B L E M A D E L C R IT E R IO E N D E S C A R T E S 157

D E SC A R T E S Y LA G N O S E O L O G ÍA M O D E R N A 177

C a p ítu lo I: I n t r o d u c c i ó n ............................................................................................... 177

P r e n o ta n d o s b i o g r á f i c o s ............................................................................................ 177
L a p r e o c u p a c ió n m e t o d o ló g ic a : la s Reglas y el D iscurso ....................... 180
Las Meditationes de prima philosophia: p la n , c o n te n id o y sig n ific a d o 187

C a p ít u lo II: P r im e r a m e d it a c ió n : la d u d a ............................................................. 190

I m p o r ta n c ia , f u n c io n e s y c a r a c t e r e s d e la d u d a ........................................... 190
P r o c e s o d e d u d a ............................................................................................................. 193
R e fle x io n e s s o b r e el p r o c e s o d e d u d a y lo s e le m e n to s d e l m ism o . . 197

C a p ít u lo III: S e g u n d a m e d i t a c i ó n : e l cogito y l a n a t u r a l e z a d e l s u je ­
t o PENSANTE...................................................................................................................... 204

D e la d u d a a la p r im e r a c e r t e z a .............................................................................. 204
S e n tid o d e la p r im e r a v e r d a d c a r t e s i a n a .......................................................... 207
Cogito y cogitatio ........................................................................................................... 210
Cogito e i n t u i c i ó n ........................................................................................................... 216
El ego im p lic a d o en el cogito: su c o n o c im ie n t o y n a t u r a l e z a ............... 219

C a p ít u lo IV : T e r c e r a m e d it a c ió n : c r it e r io d e c e r t e z a y f u n c i ó n g n o -
SEOLÓGICA DE DIOS.......................................................................................................... 225

C a r á c t e r y c o n te n id o d e e s ta te r c e r a M e d it a c i ó n ......................................... 225
E l c r ite r io d e la c la r id a d y d istin c ió n . S u l i m i t a c i ó n ................................ 226
D io s y la e v i d e n c i a ........................................................................................................ 230
C o n o c im ie n t o e id e a s. L a id e a d e D i o s ............................................................. 237
V e r a c id a d d iv in a . F u n c ió n g n o s e o ló g ic a d e D i o s ......................................... 254
C a p ít u lo V : CUARTA MEDITACIÓN: EL PROBLEMA DEL ERROR Y LOS LÍMITES
DEL C O N O C E R ................................................................................................................... 265

L a c u a r ta M e d it a c ió n y el lu g a r m e t o d o l ó g ic o d e l tr a ta m ie n t o d e l
e r r o r ....................................................................................................................................... 265
J u i c i o , v e r d a d y v o l u n t a d ......................................................................................... 267
F u n d a m e n ta c ió n o n t o ló g ic a d e l e r r o r ................................................................ 268
E x p lic a c ió n a n t r o p o ló g ic a y g n o s e o ló g ic a d e l e r r o r ................................ 269
D io s y el e r r o r ......................................................................................... • ..................... 275
R e g la s p a r a e v ita r el e r r o r ......................................................................................... 276
S e n tid o d e la lim ita c ió n d el c o n o c e r h u m a n o en D e s c a r t e s ................. 277

C a p ít u lo V I: Q u in t a y s e x t a M e d it a c ió n : v a l o r d e l c o n o c i m i e n t o
SENSIBLE Y EXISTENCIA DE LAS REALIDADES MATERIALES................................ 279

A) Quinta Meditación: aplicación de los resultados al conocimiento


sensible ......................................................................................................................... 279
L a s M e d it a c io n e s q u in ta y s e x t a ................................................................... 279
El c r ite r io d e la c la r id a d y d istin c ió n y la v e r a c id a d d iv in a en
a y u d a d e l c o n o c im ie n t o d e lo m a t e r i a l .................................................... 280
B) Sexta Meditación: valor del conocimiento sensible y existencia de
las realidades m ateriales .................................................................................... 283
H a c ia la res extensa ............................................................................................... 283
C o n o c im ie n t o in te le c tu a l e im a g in a tiv o d e la s r e a lid a d e s m a ­
te r ia le s ......................................................................................................................... 284
R e c u r s o a la s e n s a c ió n .......................................................................................... 285
A n á lisis d e l c o n o c im ie n t o s e n s i t i v o ............................................................. 286
A n á lisis u lte r io r d e l c o n o c im ie n t o se n sib le y n u e v o s r e s u lta d o s
d e l m i s m o ................................................................................................................... 290
V a lo ra c ió n d e c o n ju n to d e l c o n o c im ie n t o s e n s ib le ............................. 293
C ) La experiencia en Descartes .............................................................................. 295
R a c io n a lis m o y e x p e r i e n c i a .............................................................................. 295
S e n tid o s y c a m p o s d e la e x p e r i e n c i a .......................................................... 297

C a p ít u lo V II: BALANCE DE CONJUNTO: EL HABER Y EL DEBE DE LA FILOSOFÍA


GNOSEOLÓGICA DE DESCARTES.................................................................................... 305

P r in c ip a le s a p o r t a c io n e s d e la filo s o fía c a r te s ia n a en te o r ía d e l c o ­
n o c im ie n to ......................................................................................................................... 305
L o s p u n to s d é b ile s d e la g n o s e o lo g ía c a r t e s ia n a ........................................... 309

C a p ít u lo V III: E l d e s a r r o l l o d e l a g n o s e o l o g ía c a r t e s ia n a d e n t r o
DEL RACIONALISMO: ESPINOSA Y LEIBNIZ............................................................... 313

E s p in o s a y la su b o r d in a c ió n d e la g n o s e o lo g í a a la m e ta fís ic a o n to -
t e o l ó g i c a ............................................................................................................................... 313
D e s a r r o llo y m o d ific a c ió n d e lo s p la n t e a m ie n t o s c a r t e s ia n o s en
L e i b n i z ................................................................................................................................. 317
Bibliografía................................................................................................................................. 327
N o t a p r e l i m i n a r ...................................................................................................................... 329
1. E s p in o s a : b io g r a fía y p e rfil i n t e le c t u a l...................................................... 331
1 .1 . C o n t e x t o s o c ia l, p o lític o y r e l i g i o s o ............................................. 331
1 .2 . C o n t e x t o f il o s ó f i c o .................................................................................. 332
1 .3 . D a t o s b io g r á fic o s . O b r a s ....................................................................... 334
1 .4 . P e r s o n a lid a d in te le c tu a l y f ilo s ó f ic a .......................... * . ................... 336

I P a rte . E p i s t e m o l o g í a y t e o r í a d e l c o n o c i m i e n t o ........................................ 342

2. L o s g r a d o s d e c o n o c i m i e n t o .......................................................................... 342
2 .1 . E l n ú m e r o d e g r a d o s o g é n e r o s d e c o n o c i m i e n t o ................ 342
2 .2 . El p r im e r g é n e r o d e c o n o c i m i e n t o ................................................ 346
2 .3 . E l s e g u n d o g é n e r o d e c o n o c i m i e n t o ............................................. 350
2 .4 . E l te r c e r g é n e r o d e c o n o c i m i e n t o ................................................... 355
3. E l m é to d o en E s p in o s a : E l m é t o d o en La reforma del entendi­
miento ......................................................................................................................... 359
3 .1 . N e c e s id a d y se n tid o d el m é t o d o ..................................................... 359
3 .2 . E l m é t o d o en el D I E ............................................................................... 364
3 .3 . S e n tid o y c a r á c t e r d el m é t o d o en D I E .......................................... 378
4. E l g e o m e tr is m o c o m o m é t o d o y c o m o e s tilo d e p e n s a r en E s p i ­
n o s a : el m é to d o d e la Etica .............................................................................. 382
4 .1 . A s p e c t o s d el p r o b l e m a .......................................................................... 382
4 .2 . C o h e r e n c ia e n tre m é t o d o g e o m é t r ic o y s i s t e m a ................... 385
4 .3 . E l c a r á c t e r m o d é lic o d el s a b e r g e o m é t r i c o ............................... 389
4 .4 . C a r a c te r e s y e s tr u c t u r a d e l m é t o d o ................................................ 391
4 .5 . U n sist e m a g e o m é t r i c o .......................................................................... 397
4 .6 . G e o m e tr is m o y c o n o c im ie n t o d e r a z ó n ....................................... 402
4 .7 . L o s lím ite s d e l g e o m e t r i s m o .............................................................. 406
5. T e o ría d e la s id e a s e n E s p i n o s a .................................................................... 409
5 .1 . N o c ió n d e i d e a ........................................ .................* ............................... 410
5 .2 . Id e a s v e r d a d e r a s e id e a s a d e c u a d a s ................................................ 413
5 .3 . Id e a s i n a d e c u a d a s ..................................................................................... 422
5 .4 . Im a g in a c ió n e id e a s in a d e c u a d a s ...................................................... 425
5 .5 . L a id e a - e s e n c ia d e la m e n t e ................................................................. 427

II P a rte . M e t a f ís ic a . E str u c t u r a c a t e g o r ia l d e la r e a l i d a d .................... 431

6. L a s c a t e g o r ía s d e l p e n s a r e s p in o s is ta : c a t e g o r ía s f u n d a m e n ta le s . 431
6 .1 . C a r a c te r iz a c ió n g e n e r a l d el p e n s a r m e ta fís ic o e s p in o s is t a . 431
6 .2 . C a t e g o r ía s fu n d a m e n ta le s . P r o c e s o d e s c e n d e n t e ................... 434
6 .2 .1 . T o ta lid a d , in fin ito , D io s , s u s t a n c i a ................................... 435
6 .2 .2 . S u s t a n c ia , a tr ib u to s , m o d o s ................................................. 440
7. C a t e g o r í a s f u n c i o n a l e s ...................................................................................... 463
7 .1 . E l p r o c e s o ....................................................................................................... 463
7 .2 . El d e t e r n i n i s m o ........................................................................................ 467
7 .3 . E l p a r a le lis m o .............................................................................................. 474
7 .4 . Conatus ( c o n a t o ) ..................................................................................... 480
7.4.1. Conatus y e se n c ia .......................................................... 482
7.4.2. Conatus y virtus (virtu d ).............................................. 483
7.4.3. Aplicación del conatus al hombre............................... 484
III. Parte. Ética Y p o lít ic a ............................................................................... 489
8. Ética y felicidad...................................................................................... 489
8.1. Planteamiento general de la é tic a ........................................... 489
8.2. La virtud en la ética de Espinosa............................................. 491
8.3. El bien y el m al............................................................................ 494
8.4. L ib ertad ........................................................................................ 496
8.5. La felicidad................................................................................... 498
9. La política de E sp in osa........................................................................ 501
9.1. La política desde la filosofía de Espinosa. Presupuestos bá­
sicos ................................................................................................ 501
9.2. La situación de «derecho natural» y la necesidad del estado
p olítico........................................................................................... 505
9.3. Del estado natural al estado civil: el pacto............................ 506
9.4. El estado civil (Imperium)......................................................... 507
9.5. Democracia................................................................................... 508
9.6. Límites del absolutismo: libertades inalienables.................. 509
Bibliografía......................................... ....................................................... 511

FUNCIÓN DEL CUERPO EN LA DINÁMICA AFECTIVO-


PASIONAL EN ESPINOSA 513

LIBERTAD METAFÍSICA Y LIBERTAD CÍVICO-POLÍTICA 523

Crisis de la noción de lib e rta d ........................................................................ 523


Perspectivas de la libertad en E sp in osa.......................................................... 526
La libertad necesaria como libertad m etafísica........................................... 527
Ductus rationis, fastigium libertatis (La guía de la razón, cumbre de la
libertad)......................................................................................................... 529
¿Hay otra libertad en Espinosa? La libertad cívico-política...................... 532

NECESIDAD Y CONTINGENCIA: RAZÓN Y LIBERTAD 537

índice de autores citados.................................................................................... 547


Indice general............................................................................................ 551

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