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presentada en el IX Coloquio Internacional de Teatro, Universidad de la República
LA NARRACIÓN ORAL, TEATRO DE LA MEMORIA
(LA COTIDIANEIDAD COMO ESCENARIO DE LO MÁGICO)
En los últimos años, se ha hecho evidente el crecimiento de un arte escénico nuevo,
virtualmente desconocido en el Uruguay hasta hace dos décadas y en América Latina
hasta hace tres: la narración oral. Paradójicamente, no es sino el reconocimiento del
arte más antiguo imaginable: el de contar historias. Fue antes de las primeras fiestas
dionisíacas, antes de que hubiese escritura, aún antes de la primera comunidad
humana, porque toda comunidad se funda sobre la base de un relato de sí misma, al
que llamamos “mito”, fundado a su vez en una ética del vínculo con el paisaje, en la
jerarquía de los más ancianos y en la no‐propiedad, según afirma Walter Ong (Ong,
1987).
Concuerdan con ello los guaraníes, que dicen que Tupá, el Padre de Todo, le pidió a
Ñamandú (el Espíritu Creador) que inventara el mundo. Dicen los ancianos que
dictaron el Ayvú Rapitá que Ñamandú tuvo que meditar mucho cómo iba a cumplir ese
pedido, hasta que decidió que antes de crear el mundo, tenía que inventar la palabra.
Porque nada puede crearse sin ella, y en cambio, todo lo que se dice está creado. Los
mayas coincidían con eso, y sus nietos quiché volcaron en el Pophol Vuh que nada
había que se moviera o hiciera ruido en el cielo hasta que llegaron Tepeu y Gucumatz y
conversaron entre sí. Que pusieron en cada palabra su corazón y su pensamiento, y
por ello, dijeron “Tierra”, y al instante estaba hecha. El relato define así a lo que otras
culturas llaman “palabra sagrada” o “palabra mágica”: la que involucra por completo a
quien la dice, en el marco de un diálogo.
De este diálogo creador habla también la tradición bambara de Malí, quizás una de las
cosmovisiones más influyentes en las culturas de las negras y negros traídos a la fuerza
a suelo americano. Dice Óscar Montaño que, en la tradición bambara, Kuma, la palabra
sagrada, es emanación de Maá Ngala, el espíritu creador. “Lo que Maá Ngala dice, Es”,
afirman los viejos sabios bambara. Y que la capacidad que la palabra tiene para
transformar realidades y mundos deviene de que la palabra crea un movimiento de
vaivén. Es claro que los negros viejos y sabios bambara no están hablando de la
palabra unidireccional y monopolizada, sino de la palabra compartida, la que va y viene
y se transforma a sí misma como a la realidad. Es el diálogo vivo lo mágico y sagrado
capaz de crear mundos.
Dos corrientes de narradores y narradoras orales se han ido configurando en las
décadas más recientes. La primera de ellas, emergente de la acción de jóvenes
universitarios especialmente en México y Colombia, suele conocerse como Narración
Oral Escénica y se caracteriza por una elaboración estética y de personajes muy
cercana al teatro unipersonal (aunque también hay grupos de narradores), con puestas
ensayadas, a menudo vestuario y escenografía, y cuyas fuentes de historias devienen
principalmente de la literatura escrita. Pero por contrapartida, ha crecido
notoriamente la presencia de la corriente que suele conocerse con el nombre de
Cuentería Popular, una práctica de narración espontánea, sin elaboración, puesta en
escena planificada ni vestuario, frecuentemente dialógica, raramente profesional, y
cuyas historias proceden, las más de las veces, de la tradición oral de los pueblos, tanto
como su práctica sigue los lineamientos de la narración tradicional. Esta exposición y
mi propia práctica pueden situarse en el marco de esta Cuentería Popular, que
procede directamente del antiguo arte de relatar historias como modo de sostener
viva la memoria de la comunidad.
Cuando recién iniciaba la tarea de documentar relatos de tradición oral mágica aquí,
en Montevideo, hace cerca de 20 años, las vecinas y los vecinos del Prado me contaron
que allá por los años ’30, o quizás ’40, dos jovencitos se conocieron y se enamoraron
entre los árboles del Parque. Al principio se encontraban por casualidad. Luego, las
casualidades empezaron a darse todas las tardes, hasta que se atrevieron a hablarse y
entonces el pacto quedó sellado para siempre. De entre los faroles y senderos,
pasaron pronto a vivir sus encuentros más íntimos en un viejo edificio que aún existe, y
que todavía se conoce como el Hotel del Prado. Allí, estos jovencitos vivieron sus
pasiones esforzándose por mantener el más estricto secreto. Ellos sabían que no les
iban a permitir vivir al mango ese romance que se habían inventado por dos motivos,
muy poderosos ambos. Que eran muy jóvenes, casi adolescentes, lo que se
consideraría escandaloso. Y que ambos eran de clases sociales muy diferentes.
Lo cierto es que, pese a los esfuerzos, el romance de aquellos dos chiquilines empezó a
ganar espacio entre los chismes del barrio. Al punto de que, en uno de aquellos
encuentros en las habitaciones del viejo Hotel del Prado, estos jovencitos tuvieron que
admitir que ya no iban a poder sostener ese vínculo que los unía. Y antes que
abandonarse entre sí, prefirieron abandonar la vida misma. Se suicidaron al pie de un
árbol que todavía existe, muy cerca de la puerta del Hotel del Prado. Hasta hoy,
ochenta años después, los vecinos siguen afirmando que en algunas noches ese árbol
aparece como extrañamente iluminado, diferente de todos los demás. No falta quien
asegure que si uno se acerca, puede escuchar suspiros. Pero hasta los más escépticos
son capaces de afirmar que cuando uno se acerca, siente claramente una presencia,
como la mirada de alguien a quien no se puede encontrar.
Es un relato muy sencillo, sucedido en una ciudad donde pasan miles de cosas cada
día. ¿Por qué sobrevivió, quizás, por ocho décadas sin ser jamás escrito, flotando en el
aire del barrio? En principio, valdría la pena quizás hacerse una pregunta más simple:
¿realmente hay un árbol mágico en el Prado de Montevideo? Imagino que, en un
contexto universitario como éste, muchos y muchas se sentirán tentados de contestar
apresuradamente que no, que tales cosas no existen, que somos personas instruidas
que no creen en espíritus. Pero me atrevo a afirmar que la próxima vez que pasen por
el Prado recordarán esta historia, y sentirán al menos ganas de ir a ver si ese árbol
existe. A partir de esta mañana y para siempre, entre los miles de árboles del Prado,
habrá uno diferente. Representa la distancia entre clases sociales, y mientras haya un
prejuicio social suficientemente estúpido como para matar a un amor joven, esta
historia se seguirá contando, una y otra vez, para que el barrio no olvide que aún tiene
pendiente el desafío de construir una sociedad donde esas cosas no pasen. Y aquél
árbol seguirá encantado por esta memoria, o como preferiría Freud, seguirá siendo
una representación catectizada por el relato. Ese es el modo en que una sencilla
narración construye territorio, es decir, paisaje significado.
La narración, entonces, quizás opere como instrumento de la elaboración colectiva de
un conflicto no resuelto. De hecho, el barrio al que ahora llamamos Prado fue alguna
vez un espacio habitado por modestísimas familias rurales que alimentaban con su
labor a la ciudad de Montevideo, hasta que las pestes de cólera, fiebre amarilla y tifus
alentaron a los más ricos a comprar inmensas quintas de la zona e instalar allí
suntuosas “fincas de recreo” cuya verdadera función era escapar de las epidemias que
diezmaron a la población más pobre. La distancia entre clases sociales extremas está,
pues, en el origen del Prado montevideano.
Comprendidos así, los relatos de la tradición oral mágica poco tienen de superstición o
ignorancia. Son dispositivos complejos de sostén y elaboración de la memoria
colectiva. No es ese el lugar que han ocupado y ocupan aún en un amplio sector del
ámbito académico, e incluso en la opinión de destacados investigadores. Daniel
Granada, por ejemplo, adjudicaba estas historias a “la inocencia del hombre
primitivo”, pero mucho más recientemente, el cubano Samuel Feijóo, tras reconocer
su valor como “documentos del pueblo”, las atribuye a “la fabulación poética, la
fantasía exagerada o la superstición nociva”. Oreste Plath, el más reconocido
investigador chileno, aseguraba hace unos años que los mitos “pertenecen a una
época en que la inteligencia del hombre primitivo no era apta para desentrañar los
fenómenos que en torno suyo se desarrollaban”, en una conjugación de pasado que
obliga a preguntarse por qué esas historias se cuentan aún hoy, no sólo en los ámbitos
rurales o comunidades indígenas (sedes imaginarias del “hombre primitivo”), sino
también en las más modernas ciudades. Por su parte, el uruguayo Eduardo Faget
afirmaba sobre estas historias que son “productos alienativos o aculturales”. Al menos
éste último alcanzaba a preguntarse por qué esta historias son contadas por la
generalidad de los uruguayos y uruguayas, y no por “los sectores económico‐culturales
donde se sabe que anida generalmente la superchería: los ignorantes que no pueden
eludirla y los desesperados a quienes los cánones comunes están vedados”.
Esta actitud en relación con los relatos de la tradición oral mágica ha obstaculizado por
décadas la comprensión de las funciones que cumple la tradición oral incluso en las
sociedades modernas, y los dispositivos que se ponen en movimiento en cada acto de
narración, de tal importancia que han hecho de las mujeres Griô de las quilombolas del
Brasil personajes clave en la supervivencia comunitaria. En el extremo opuesto de
aquél pensamiento tanto tiempo dominante en el ámbito académico, Leonel Lienlaf,
poeta mapuche del sur de Chile a quien tuvimos el honor de recibir para la apertura de
nuestro 1er. Foro Latinoamericano “Memoria e identidad”, decía “Sólo ustedes los
winkas creen que nosotros, los indios, preservamos nuestras tradiciones como una
manía de sujetarnos al pasado. Nosotros buscamos en nuestras tradiciones una
filosofía, no un folklore.” Vale agregar que, para las comunidades mapuche, la
capacidad oratoria ha sido siempre un objetivo mayor de crecimiento, al punto de que
un adolescente comienza a ser considerado un miembro adulto de la comunidad
cuando es capaz de conmover, con su relato, el corazón del Lonko.
En el Departamento de Durazno hay un paraje conocido por su laguna (que se afirma
es muy profunda), pero más aún porque la gente que vive allí afirma que, en algunas
noches, se escucha claramente sonar una campana. Es un tañido fuerte y claro que,
según dicen, detiene la noche del campo, como si ya no se moviera el viento ni volaran
pájaros. Tras el segundo tañido, afirman, vienen las voces. Algunos creen escuchar que
son muchas voces que se lamentan y lloran. Otros, en cambio, afirman que son
muchas voces que cantan en un idioma desconocido. Pero pocos desconocen esto que
llaman “la Campana de San Borja”. Y sin embargo, raramente se recuerda de dónde
vino la campana de la que hablan. Llegó como parte de un inmenso botín, que incluía
decenas de carretas repletas de obras de arte y finísimos instrumentos sinfónicos
construidos por manos guaraníes, miles de cabezas de ganado y cientos de hombres,
mujeres y gurises descalzos y semidesnudos. Todo ello, cosas, animales y gente, eran
parte del botín que el General Rivera acumuló durante el saqueo sistemático de las
Misiones Orientales. Tras obsequiar sus animales y objetos a los estancieros y
generales afines, aquella gente fue obligada a construir una ciudad entera para uso
exclusivo de los oficiales, mientras ellos y ellas vivían a la intemperie. En uno de esos
maravillosos eufemismos de la Historia, la ciudad se llamó “Santa Rosa de la Bella
Unión”.
Pero luego, la guerra distrajo a los militares y toda aquella gente guaraní fue
trasladada a un paraje no muy lejano de la capital, para que construyeran su propio
pueblo. Durante la guerra, el pueblo de San Borja del Yí creció y se volvió próspero y
solidario a la manera guaraní. Al punto de que, terminada la guerra, el ejército rodeó el
pueblo con la consigna de no dejar escapar a nadie. Desmantelaron cada edificio,
quemaron los ranchos, y se afirma que los últimos sobrevivientes alcanzaron a
arrastrar la campana de su capilla y arrojarla al fondo de la laguna, para que nunca
volviera a ser propiedad de nadie. Se cuenta que tras ella, se arrojaron ellos mismos y
ellas mismas, muchos con sus niños en los brazos. Nada de esto suele estar en los
textos de Historia. Y sin embargo, siglo y medio después, aún sigue sonando la
Campana de San Borja, quizás esperando que algún día tengamos el valor de
reconocer que manos de muchos colores construyeron esta nación. “Cuando la
memoria duele, todo duele”, decía el subcomandante Marcos.
Así es como el arte de los cuenteros populares (y en especial, de las cuenteras
populares, porque la mujer sigue siendo la principal responsable de la articulación
intergeneracional) pone al tiempo patas arriba, mediante un complejo dispositivo de
resonancia que ya describía René Kaës décadas atrás en la dinámica de los grupos
humanos, y mediante el cual se ponen en común contenidos subyacentes al discurso
dicho. El propio Leonel Lienlaf decía “Sólo ustedes creen que el futuro está delante. En
mi pueblo siempre se ha sabido que lo que está por delante no es el futuro, sino el
pasado. Por eso lo podemos ver. La única forma verdadera de cambiar es
transformando el pasado”. Una idea seguramente muy familiar para los psicoanalistas,
con la diferencia de que los mapuche lo han sabido, según Lienlaf, por siglos.
La gente de Sarandí del Yí cuenta sobre una señora de nombre Braulia Borges de
Marichal. Era una viejita que durante muchos años vivió sola en una casita a las afueras
del pueblo, sobre una loma, pasando el muro largo y blanco del cementerio. La abuela
no sabía que vivía en uno de esos raros lugares que se prenden fuego solos, sin motivo,
como la célebre palmera de Rocha, que cuando la gente va a apagar el incendio la
encuentra intacta, como si se burlara de todos. En Sarandí, la voz de alarma la dio un
gurí que empezó a gritar: ¡Fuego, Tata, allá en la loma! Los padres salieron y cuando
vieron arder la casita de doña Braulia, corrieron a buscar herramientas y arena para
apagar el incendio.
Mientras tanto, doña Braulia se tomaba los últimos matecitos dulces del día, cuando
le extrañó ver tanto revuelo allí en el borde del pueblo. Más todavía le extrañó cuando
vio que todo aquel gentío arrancaba derechito para la casa de ella. La abuela entró
para ver si tenía aunque sea un kilo de harina para hacer unos buñuelitos de limón, y
cuando miró por la ventana de la cocina, vio salir de a una las cabecitas por atrás del
muro, y quedar todos como abombados mirando la casa, con carretillas de arena y
palas. Doña Braulia prendió la luz de afuera y salió a recibirlos. Ahí le tuvieron que
decir que habían visto tremendo incendio. La abuela los invitó a pasar, y en medio de
la charla les confesó que ella sabía que esa casa era medio traviesa. Que dos por tres le
tiraban un mechoncito de pelo, o le cinchaban de la frazada de noche, o le llovían
piedritas en el techo de chapa de la cocina. Que ya le había tratado de contar a la hija
mayor, una vuelta que estaba de visita, y que ella se puso como loca y le trajo a un
señor negro y grandote que sabía de esas cosas.
El hombre anduvo por todas las piezas, escupió tragos de caña por todos lados, y
después le dijo a la abuela que en ese mismo lugar pero en otra casa, había vivido una
familia entre por pila de años. Que allá por 1897, el padre de la familia decidió irse a
pelear con Saravia, y que a los colorados del pueblo no les cayó nada bien y fueron a
pedirle cuentas. Pero como el hombre ya se había ido al galope rumbo a las cuchillas,
esa gente se la agarró con la familia. Degollaron al chiquilín y le prendieron fuego a la
casa. La madre anduvo por la calle un tiempo como loca, y después no la vieron más.
El señor negro le preguntó a Doña Braulia si quería que le sacara eso de allí, para que
pudiera vivir tranquila. La abuela lo miró, y le dijo –¡Qué esperanza! Yo no voy a ser la
que deje sin casa para siempre a esa pobre gente‐. La abuela Braulia murió hace
algunos años, pero estoy seguro de que, mientras hablamos de ella nada menos que
en la Universidad, ella andará quién sabe dónde convidando a aquella gente con
buñuelitos de limón, y ayudando en ese incendio que nunca pudimos apagar del todo.
Así, las historias de tradición oral se parecen a los sueños: escenas en las que se
depositan los miedos, conflictos no resueltos, valores que contradicen los dominantes,
y anhelos que la comunidad decide, mediante el relato, que no se extingan en el
olvido. La labor del cuentero popular contribuye a la elaboración colectiva de esos
contenidos. Se trata de procesos de creación en el sentido que le otorgaba Winnicott
al término: un ámbito donde ponerse en juego. O mejor aún como lo describiera
Pichón Riviere: un viaje a través de lo siniestro para retornar con capacidad
reparatoria.
Por ello afirmo que el arte de los cuenteros y cuenteras populares, que recoge y
dignifica la antigua práctica del relato tradicional, trasciende definitivamente la noción
de entretenimiento. Se trata de articular generaciones, significar el territorio, sostener
la memoria colectiva, elaborar heridas, recomponer el relato de nosotros mismos y, en
plena era de satélites y amigos virtuales, repoblar nuestros espacios cotidianos con
espíritus antiguos y reencantar los vínculos dañados en las heridas olvidadas por la
Historia.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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