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El injerto.

Viajaban felices hacia un hotel de playa por las vacaciones. El tiempo

se estiraba casi al infinito, sin límites para ellos. La carretera zigzagueaba


en forma juguetona, bordeando las montañas, con el gran océano azul
adyacente. Justiniano con el pelo agitado por la brisa marina, manejaba un

cupé sport de cuatro plazas. Junto a él, Shirley su joven esposa y atrás
Jeremías, su gemelo. Por lo extenuante del viaje, decidieron descansar
entre unos árboles a la vera del camino. Uno les llamó la atención.
Brindaba una sombra acogedora, bajo una gruesísima rama derecha
compitiendo con el tronco. Curiosamente se curvaba, como abrazando
el contorno de la montaña y en la dirección que debían seguir. Justiniano
se sumió en un ligero sueño maravillado de la exuberancia y caprichos de
la naturaleza. Él era unos pocos minutos más viejo que su hermano salido
de un mismo vientre, del mismo saco amniótico. Justiniano en su
somnolencia, escuchaba como un eco lejano, las bromas que se
intercambiaban Shirley y Jeremías. Al despertar y reasumieron la
travesía. Con los últimos rayos de sol en el horizonte, la atmósfera era de
penumbra. La llamada hora azul.             Estos ocasionales

coqueteos de Shirley con su hermano, lo intranquilizaron impulsándolo a


pedirle un favor.                                    
- Shirley quítame la sortija de matrimonio y lee lo que está inscrito
en su interior- le pidió gentilmente.                                                
      
-“Amor eterno y que sólo la muerte nos separe”- leyó ella en voz
baja.            
En ese momento su esposo, volteó para ver la reacción en su rostro.
Perdió el control del vehículo, derrapando y chocando de frente contra un
muro de granito. Falleció en el acto. Jeremías herido de gravedad y la
mujer con algunas magulladuras.                        Las ambulancias de
socorro, los llevaron envueltos en el ulular de las sirenas, al hospital
cercano. Justiniano a la morgue, amortajado con los sollozos de Shirley al
fondo, quien abrazaba a Jeremías que también lloraba. Los dirigieron a
emergencias quirúrgicas. El caso del gemelo era muy serio. Perdería el
brazo derecho por lo grave de los desgarros en arterias, nervios y
músculos. Ella tenía tan sólo golpes y escoriaciones
superficiales.                        - ¡Tenemos una alternativa para Jeremías, que
se presenta una en un millón de casos!- le aseguraron los cirujanos. Al ser
gemelo idéntico, se le podría trasplantar el brazo derecho del muerto, que
estaba indemne, con pocas posibilidades de rechazo; pero necesitaban el
consentimiento informado de ambos
supervivientes.                                                - A Justiniano no le va a hacer
falta en la tumba – asintió resignada la esposa.      

- Yo opino igual; además sería como preservar algo de mi querido


hermano– dijo Jeremías con frío pragmatismo.                                     

Ante la urgencia del caso, un grupo de expertos cirujanos extrajo con


delicadeza la extremidad y llevándola de inmediato al quirófano para el

injerto. Fue una labor muy prolongada y minuciosa de unas doce horas,
donde un equipo de los mejores especialistas entre anestesiólogos,

cirujanos reconstructivos y ortopedistas unió con precisión todos los


tejidos. Se utilizaron las últimas tecnologías, un microscopio de gran

aumento para la unión de los diminutos vasos sanguíneos y sobre todo de


los nervios. Se aplicaron fármacos que disminuirían las posibilidades de
bloqueo en las uniones neurales, obstáculo mayor para que se
transmitieran adecuadamente os impulsos. Se inmovilizó el brazo y

sedaron a Jeremías por varios días.      


Mientras tanto a Shirley le dieron calmantes y soporte sicológico

para que superara el duelo.            


Los controles diarios de laboratorio y examen físico, evidenciaban la

aceptación del tejido extraño en el nuevo cuerpo. La coloración de los


dedos, la mano y el brazo en general eran excelentes. No había datos de

rechazo, ni infección lo que los alegró enormemente.


A los quince días, la cicatriz cutánea empezaba a madurar. Con el

soporte de la viuda, día a día Jeremías se adaptaba a su nueva condición.

Al mes estaba bien consolidada. Le iniciaron      ejercicios paulatinos de


rehabilitación que cumplió sin el menor problema. La sensibilidad en los

dedos y su movimiento fino eran perfectos. Sólo faltaba ejercitar los


músculos más grandes.                   

Shirley había superado el duelo y aceptaba su nueva realidad.


Alentaba a Jeremías constantemente.                                                 

A los tres meses le hicieron un chequeo. Los especialistas en


medicina regenerativa y reconstructiva estaban cien por ciento satisfechos

dándole de alta. Volvería a citas de control, pero no esperaban rechazo


alguno.                        

Jeremías y Shirley, partieron muy contentos del hospital por la


recuperación espectacular. Ellos se habían compenetrado afectivamente,

estableciendo una relación de mayor y más profunda aceptación. Era una


relación de simbiosis, donde él adoptaba la imagen del hombre ido, con el

simbólico brazo derecho; ella le brindaba apoyo emocional, terreno propicio


para que la relación avanzara hacia algo más en un
futuro.                              El sepelio oficial de Justiniano se llevó a cabo en
la cripta familiar, donde fue enterrado en un lujoso féretro. Las cicatrices

emocionales aún se reflejaban en los rostros de los


dolientes.                                          
La vida hogareña recobró paulatinamente su rutina. Con Jeremías

de huésped, se le facilitaron un poco las labores, aún bajo la tristeza y

sombra que proyectaba la reciente muerte. Todavía las fibras emocionales

estaban muy sensibles en ambos. Ella siempre había simpatizado con el


gemelo, pero prefirió a Justiniano y se casó con él. Jeremías era lo más

complaciente con la viuda y quería demostrar su agradecimiento. Ella en

ocasiones se dejaba llevar por la nostalgia y besaba afectuosamente el

brazo derecho del gemelo. Este no sabía a quién besaba, si a él o al


recuerdo añorado de Justiniano.                         Paulatinamente fue

usando las camisas de su hermano difunto. Sentía como un impulso

irrefrenable en ello. Este deseo se extendió a los sacos también y como

eran de la misma talla, le quedaban perfectos. Shirley lo toleraba de buen

grado pues muchas se las había regalado ella; ahora percibía a Jeremías
más parecido a su difunto marido. Otro hecho notable fue que el gemelo

que era zurdo, comenzó a escribir también con la mano derecha en forma

impecable, con el tipo de letra de su hermano, que fue diestro. Los

neurólogos no tenían respuesta a este hecho extraordinario y prodigioso.


                        

En ocasiones incluso redactaba cartas de amor, las cuales guardaba

celosamente. Aunque ambos se sentían atraídos, ella aún no superaba el

trauma. Hasta ahí llegaba el acercamiento.                        


Al cumplirse un año, la familia, decidió exhumar el cuerpo y cremarlo

para liberar espacio en la cripta. Ese día como de costumbre, Jeremías se


vistió con ropas de su gemelo. Terminaba de vestirse cuando miró en el

espejo, atrás de él, un pequeño cofre. Lo abrió y encontró el anillo de


matrimonio que le habían quitado de la mano a su hermano. Se lo puso

siguiendo un extraño impulso que sentía provenía del mismo

brazo.                  

Al llegar al sitio donde extraían el ataúd, ella al verle el anillo, se lo


pidió ansiosamente. Era uno de las pocas pertenencias que quería

mantener, como una responsabilidad afectiva que revoloteaba en su

memoria, hacia su esposo ido. El accedió de inmediato, pero al

forcejear con su dedo anular para extraerlo se distrajo y resbaló. Al


caer en la fosa mortuoria, uno de los picos usados por los

trabajadores, se le incrustó de lleno en el tórax, perforándolo y

lacerándole mortalmente la aorta. Murió desangrado en pocos

segundos. Su brazo derecho quedó extendido sobre el ataúd, con el


anillo de oro, aún en su dedo. La viuda aterrada, saltó de inmediato,

sobre el ataúd, envuelta en llanto. Terminó de quitarle el aro

dorado.            

-“Amor eterno y que sólo la muerte nos separe”- leyó


amargamente.       

– Este es el precio que finalmente pagamos- pensó.      

Shirley sacudió ligeramente a Jeremías, que estaba absorto

mirando su reflejo, como en un trance.      

-Te estamos esperando- dijo.


Él se dio vuelta y sonrió. Ella lo besó suavemente en la mejilla,

se tomaron de las manos y salieron.

Una figura fantasmal sonriente y complacida los miraba

alejarse desde el espejo.


 

Gustavo Vinocour Ponce


 
 

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