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Andréi Kozyrev

Exministro de asuntos exteriores de


Rusia

El reto de Rusia

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Camaradería rusa-americana

Es difícil creer hoy en día lo prometedores que fueron los contactos


iniciales entre Estados Unidos y la Federación Rusa, la cual surgió tras el
colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991.

A tan sólo un mes del nacimiento del nuevo Estado George Bush y Boris
Yeltsin hicieron una declaración donde manifestaron: “Rusia y Estados
Unidos no se consideran como adversarios potenciales”. Dicho documento
estaba destinado a marcar el fin de la Guerra Fría. Incluso daba un paso
más, “De ahora en adelante la relación se caracterizará por amistad y
camaradería, fundadas en la confianza y respeto mutuo y en un
compromiso con la democracia y la libertad económica”.

Fue el compromiso común con la democracia lo que marcó la diferencia.


Los países que comparten este compromiso nunca han luchado unos con
otros. Además, entraron en alianzas para protegerse contra regímenes
antidemocráticos potencialmente agresivos. Del último tipo de regímenes
la antigua Unión Soviética fue el más poderoso durante la Guerra Fría. Por
el contrario, el líder de la nueva Rusia prometió cambiar a democracia
occidental y mercado libre.

Para nosotros los rusos parecía una oportunidad única. Tratando de


aprovecharla, contábamos con una serie de factores fundamentales.

La nación rusa se basa en la cultura europea, y se percibe a sí misma en


interacción con Occidente. Incluso en la URSS el programa de la escuela
secundaria obligatoria incluía “Guerra y Paz” de León Tolstoi con las
primeras páginas escritas en francés por el autor, y un compendio de
literatura europea y americana.

El principal problema de la nación durante siglos ha sido el deseo de ser


miembro de la familia europea, y la incapacidad de igualar su nivel de
economía y desarrollo social.
El escollo era el sistema político tiránico, el cuál producía un retraso de
cien o ciento cincuenta años con el resto de Europa. Los zares rusos hasta
1917 mantenían el absolutismo medieval. Stalin volvió en gran medida al
mismo modelo, y legó el politburó para implantar una monarquía colectiva
en la URSS. Su despiadada movilización social produjo algunas maravillas
industriales, incluidas la tecnología nuclear y espacial, pero fracasó en
construir una economía sostenible que, finalmente, tuvo que ser soportada
exclusivamente por las exportaciones de petróleo.

La Unión Soviética colapsó cuando en el final de la década de 1980 bajó


el precio del petróleo. En ese momento Yeltsin fue elegido, con el apoyo de
un gran movimiento de masas, con un partido político cuyo nombre
hablaba por sí mismo: “Rusia Democrática”.

El primer intento de establecer un sistema político de estilo occidental


se había emprendido en 1917, después del colapso del gobierno del Zar.
Pero fracasó en 6 meses, principalmente porque el Gobierno Provisional
heredó la agotadora carga de la Primera Guerra Mundial. Pero esta vez
era radicalmente diferente. Ningún país estaba en guerra ni en conflicto
político con Rusia. Además, contábamos con el apoyo de occidente, en
particular de EE.UU. Esta apuesta ni tenía precedentes ni era
impracticable.

Hace algo más de cincuenta años Winston Churchill quiso hacerle frente
al desafío de derribar el “telón de acero” de Stalin, y Estados Unidos
ayudó generosamente a las democracias frágiles de Europa a sobrevivir y
crecer. ¿Por qué no se podría haber hecho un esfuerzo similar cuando
Rusia trató de deshacerse del "telón de acero" de una vez por todas?

No sólo habría sido de interés para Estados Unidos y sus aliados, sino
que también hubiese sido importante a nivel existencial. Detrás del telón
había una fuerza de misiles nucleares capaz de destruir América, de la
cual también podrían haberse librado si la democracia se hubiera
arraigado en Rusia.

Aparentemente George Bush se dio cuenta de eso. Conocedor de la


Guerra Fría, y ex director de la CIA, comprendió tanto el ámbito histórico
de la oportunidad, como la dificultad monumental de la transformación
que intentábamos lograr. Dijo que estaba "totalmente convencido" del
compromiso de Rusia con la democracia y esperaba ayudar “de cualquier
forma posible”. Y parecía tener apoyo de los dos principales partidos de
EEUU.
Richard A. Gephardt, demócrata de Missouri, líder de la mayoría de la
Cámara, dijo que Yeltsin: "envió un mensaje alto y claro declarando que,
en caso de recibir ayuda, la necesitarían inmediatamente”. El Senador
Bob Dole, republicano de Kansas, líder de la minoría, dijo de Yeltsin: "Él
podría ser la última esperanza. Ése es el mensaje que nos envió. Ésta
podría ser la última oportunidad”.

A su vez, Yeltsin también fue directo. Dijo que su país necesitaba


bastante más que dinero si quería hacer una transición hacia la
democracia, y que el coste del fracaso sería enorme. "No vine aquí solo
para extender mi mano y pedir ayuda", dijo el presidente ruso. “Lo que
pedimos es cooperación. Cooperación para el mundo entero, porque si la
reforma en Rusia fracasa eso significará que continuará la Guerra Fría, o
se convertirá en una guerra caliente. Esto es, de nuevo, una carrera
armamentística". Desgraciadamente, esa advertencia se convirtió en un
presagio unos pocos años más tarde. Hoy en día es la realidad.

En 1992 se lograron resultados tangibles concretamente en el área de


reducción de la amenaza nuclear y la contención de la carrera
armamentística. Propusimos limitar ojivas estratégicas y tácticas
nucleares a un total de 2.500 para cada nación. Esa cifra era
aproximadamente la mitad del número que Bush habría sugerido retener
en una propuesta plasmada en su discurso sobre el estado de la Unión, tan
solo unos días antes. El Secretario de Estado de Estados Unidos, Jim
Baker y yo, como ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, estuvimos
encargados de buscar un compromiso. Fue un trabajo duro a la vez que
gratificante, debido a la profesionalidad, dedicación e integridad de mi
contraparte. Cuando el presidente Yeltsin hizo una visita de estado a
Washington, con motivo de la cumbre que se llevaría a cabo el 16 y 17 de
junio, se acordó establecer el objetivo de reducir los arsenales nucleares
estratégicos de cada país a 3.000 o 3.500 ojivas. No sólo los números
eran dos o tres veces más bajos de lo permitido por el anterior acuerdo
START, negociado ya hacía 18 años, sino que también fue la primera vez
que se incluyó un componente cualitativo, y eso fue innovador. Rusia
reduciría su superioridad en SLBMs, supuestamente la primera fuerza de
ataque y la más más desestabilizadora, y EEUU haría lo mismo en SLBMs
y bombarderos estratégicos. Al regresar a Moscú, un periodista me
preguntó cuáles eran mis expectativas para el futuro. Dije que se estaba
deshaciendo la agenda de desarme reduciendo los arsenales a niveles
mínimos, y concentrándonos en construir una amplia infraestructura para
la cooperación y alianza con EE.UU.
Sin duda ahora no hay negociaciones sobre recortes de misiles
nucleares estratégicos, y Rusia gasta mucho en su modernización, además
de ser sospechosa de violar un acuerdo sobre eliminaciones de los cohetes
de medio alcance que había ya sido firmado anteriormente por Gorbachov.

No es de extrañar. Las relaciones estratégicas no podrían desarrollarse


a menos que Rusia se convirtiera a la democracia y a la economía de libre
mercado. No obstante, en esa área crucial, la contribución de los
estadounidenses fue mucho menos impactante. Mientras que las
evaluaciones y los preparativos para la cooperación con los demócratas de
Rusia estaban en progreso, Bush fue perdiendo ante los demócratas en
Estados Unidos.

Él encarnó que la política exterior con Rusia, “no siendo un adversario


potencial”, ya no sería una prioridad. El nuevo presidente Clinton fue
elegido bajo el lema puramente doméstico: “¡Es economía, es estúpido!”
Este se expuso poco a la política exterior y aparentemente dio por sentado
la ausencia de la amenaza rusa. Su administración prometió ayudar, pero
principalmente mediante contribuciones monetarias al programa del FMI.
Estas contribuciones resultaron ser bastante reducidas y condicionadas a
la implementación exacta de las políticas que el gobierno de Moscú había
jurado. Aun así, se necesitaba ayuda para configurarlas de manera
práctica.

Siguiendo el liderazgo estadounidense, Europa también se pronunciaba


con voces bastante fuerte, dando discursos sobre la necesidad de apoyar a
los demócratas rusos, aunque apenas anduvieron el camino. El simple
hecho de asumir el coste social y la complejidad de las reformas era una
carga demasiado pesada para el Gobierno de Moscú, sin la
correspondiente ayuda occidental. Pronto apareció un patrón de promesas
financieras y económicas mutuas, predeciblemente poco realista, por lo
que causó perjuicio tanto a los reformadores como a la colaboración.

Algo por el estilo ocurrió también en el campo de la política exterior


después del éxito inicial en la definición del esbozo de la nueva relación.
En la década de los noventa no había nadie como Churchill en occidente
ni, debo admitirlo, tampoco en Rusia.
 

Lo que salió mal entre la OTAN y Rusia

En otoño de 1991, después de que el rígido intento de golpe de Estado


fuera derrotado por las fuerzas prodemocracia, la nueva Rusia sustituyó a
la Unión Soviética con un movimiento que aspiraba a construir una
sociedad de tipo europeo, sobre la base de reformas profundas y valores
comunes.

El presidente de Rusia, Yeltsin, escribió en una carta dirigida a la OTAN


que Rusia estaba ansiosa por mantener el diálogo y los contactos con la
OTAN, tanto en el ámbito político como militar. “Hoy no pedimos el
ingreso de Rusia en la OTAN, sino que lo consideramos nuestro objetivo
político a largo plazo” prosiguió la carta. Esta declaración de la nueva
política fue extensamente publicada y publicitada en los medios de
comunicación rusos.

Un dicho ruso dice que la desgracia a menudo conduce a la fortuna.


Desafortunadamente el texto de la carta fue entregado a la prensa con un
error técnico. La palabra "no" brillaba por su ausencia. La carta decía:
“Hoy sí pedimos. Pedimos que Rusia sea miembro de la OTAN, pero
considérenlo como nuestro objetivo a largo plazo”.

Al día siguiente emitimos una corrección. Afortunadamente esto produjo


una atención añadida sobre el documento y su significado, que en esencia
era el mismo con o sin la palabra “no”. En ese momento nadie, excepto
los comunistas, desafió el concepto directamente. Solo se expresaron
algunas dudas sobre la capacidad y la buena voluntad de la OTAN para
dar la bienvenida a Rusia al club. Sin embargo, había muchos burócratas
a los que no les gustaba este enfoque pro occidental y tratarían de
contraatacar.

A principios de la década de los 90, el acercamiento de Rusia y la


integración de los estados de Europa del Este en las instituciones
económicas occidentales fue aceptado de mala gana como algo inevitable,
incluso por los intransigentes de Moscú. No obstante, se sabía que no
“engullirían” tan fácilmente la cooperación con la OTAN. A diferencia de
otras instituciones, el militar era un bloque construido deliberadamente
para contrarrestar a la Unión Soviética y, de hecho, el más odiado y
demonizado por la propaganda comunista. La imagen de la OTAN como
adversaria era la última línea de defensa para la vieja guardia en el
complejo militar de seguridad ruso, ya que les garantizaba una posición
privilegiada en la estructura de poder del ejército, ya se llamara Unión
Soviética o Federación Rusa.

Estaban convencidos de que había una buena alternativa a esa actitud si


se anteponían los intereses nacionales a los ya establecidos. Las fuerzas
militares y de seguridad de la Rusia democrática podrían y deberían
convertirse en socios de sus contrapartes occidentales en la lucha contra
enemigos comunes, como estados rebeldes, terroristas, traficantes de
drogas, etc.

Abogando por esto gané en diciembre de 1993 más del 70% de los votos
populares en una elección competitiva para los miembros del parlamento
en la región de Murmansk, que incluía la principal base naval que
albergaba el núcleo de la flota armada nuclear rusa. Esta fue una elección
rara, libre y justa, y los resultados reflejaron el estado de ánimo de los
ciudadanos de orden y de los hombres de servicio.

Eso sí, mi solución claramente requería una reforma radical y


determinada de las instituciones militares y de seguridad y, en muchos
casos, el despido o retiro del personal adoctrinado durante la Unión
Soviética, particularmente de edad y rango elevados.

Sin embargo, el presidente Yeltsin eligió a un veterano, concretamente


Evgeny Primakov, como jefe del servicio de inteligencia exterior y se sintió
cómodo manteniéndolo personalmente leal, aunque apenas era un
ferviente convencido de la democracia. Argumentó que la reforma era un
proceso duro y multifacético que debía controlarse cuidadosamente para
mantener la estabilidad durante el camino. Eso era cierto, pero, en mi
opinión, atestiguaba la urgencia de una acción contundente. Teniendo en
cuenta la complejidad del problema pusimos en conocimiento confidencial,
sobre cómo evitar estos movimientos, a Warren Christopher, el Secretario
de Estado de la nueva administración demócrata. Tuve discusiones y
entendimientos más o menos similares con algunos líderes de Europa del
Este, los cuáles reconocieron que su deseo de unirse a la OTAN debería
realizarse por etapas y en consonancia con Moscú.
Lech Walesa, el presidente de Polonia, no estaba en la lista de hombres
pacientes. A la llegada del presidente ruso a Varsovia, en un caluroso día
de agosto de 1993, Walesa lo invitó a una cena privada sin intermediarios.
Pasada la medianoche me despertó una llamada de Yeltsin. Cuando fui a
su suite apenas se disculpó por la hora de la llamada, y sujetaba un papel
con letra irregular y su firma. Era una inserción de la declaración
preparada para la ceremonia de firma a la mañana siguiente, respaldando
el deseo de Polonia de unirse a la OTAN lo antes posible. En mi corazón lo
acogí. Sin embargo, en mi mente, no había dudas de que la declaración
despertaría a los perros dormidos sin ningún propósito práctico. Como
todas las naciones de Europa del Este, Polonia no podría estar lista para
entrar en la OTAN antes de tres o cuatro años.

Al día siguiente, al amanecer, el ministro de Defensa Grachev y yo le


pedimos a Yeltsin que examinara el asunto más seriamente. Después de
eso se formuló un compromiso con los polacos: “Rusia reconocía el
derecho que tenía Polonia a unirse a la OTAN”.

El incidente se filtró a la prensa. Tuve que disculparme con el


estadounidense y otros socios que fueron cogidos por sorpresa. Pero lo
que era más importante, todos perdimos la capacidad de abordar el
asunto serenamente sin presiones politizadas, nacionales e
internacionales.

La tarea de cerrar la brecha entre Rusia y la OTAN se volvió urgente.


Sin embargo, Washington no tenía prisa por negociar un acuerdo político
crucial. Los contactos militares también fueron vagos. Sin embargo, la
visita oficial del ministro de Defensa ruso Grachev a Washington, a
principios del otoño, salió bien. Como se esperaba, Grachev quedó
impresionado por la calidad de las fuerzas armadas estadounidenses y su
estatus en la sociedad. También se mostró más receptivo respecto a la
idea de que las fuerzas armadas rusas se convirtieran en aliadas de los
mejores ejércitos del mundo. Grachev informó a Yeltsin sobre el jefe del
Pentágono, Bill Perry, el cuál prefería desarrollar contactos militares,
ampliación conjunta de maniobras y ampliación de misiones de
mantenimiento de la paz.

No mucho después, el secretario de Estado, Warren Christopher, llegó a


Moscú como enviado personal del presidente estadounidense para
informar brevemente a su amigo ruso sobre la nueva política de la OTAN.
La reunión se describió claramente en Strobe Talbot, Memoir of
Presidential Diplomacy. “Chris expuso nuestra decisión sobre la OTAN: no
procederíamos inmediatamente con la ampliación, sino que nos
concentraríamos en desarrollar la “Asociación para la Paz”…

Sin dejar que Chris terminara Yeltsin abrió los brazos y entonó,
prolongando las palabras, “¡Genialno, Zdorovo!”. (Brillante. Tremendo).
“Dile a Bill que ésta es una decisión maravillosa”.

En sus memorias, Warren Christopher, recordó: “Mi primera reacción


[ante la alegre interrupción de Yeltsin] fue que simplemente no podría ser
tan fácil… ¿No habría alertado deliberadamente el Ministro de Relaciones
Exteriores de Rusia a Yeltsin sobre la libertad total de actuación ante la
decisión de Clinton?. ¿O Yeltsin simplemente se sintió aliviado de que la
expansión de la OTAN no fuese inmediata?”

Yo también estaba confundido y preocupado. ¿Por qué el enviado


norteamericano no terminó la presentación después de la interrupción y
en su lugar se dejó llevar por otros asuntos?

Lógicamente, Yeltsin, prefirió quitar importancia a las interpretaciones


de la política de Clinton y se limitó a lo que escuchó directamente de su
máximo representante. Por consiguiente, se sintió ofendido y traicionado
cuando, a principios de febrero, su amigo Bill hizo una declaración pública
en Praga exponiendo que se pone en marcha un proceso que conduce a la
ampliación de la OTAN. Los intransigentes se estaban asegurando el éxito
en Moscú. Primakov hizo público un informe de nuestro servicio de
inteligencia que implicaba que la OTAN seguía siendo una amenaza para
Rusia y, por lo tanto, la fórmula de Kozyrev “No a la ampliación
apresurada. Sí a la colaboración.” Se debería reemplazar por: “No a la
ampliación”.

Por supuesto esto solo incitó a los estados de Europa del Este a buscar
el ingreso en la OTAN, pero el problema estaba en Rusia. La actitud de la
OTAN se percibió en el Kremlin, y en el grueso de los medios, como
engañosa por un lado, y por otro lado amenazante para Rusia. Por ello
Yeltsin firmó un programa de modernización de Fuerzas nucleares
estratégicas rusas. La oportunidad histórica para Rusia de convertirse en
un aliado de la OTAN, en lugar de un enemigo, se cerró en Moscú porque
Washington no pudo aprovecharla.

Esta reacción de EE.UU contrastaba fuertemente con la respuesta firme


al surgimiento del enemigo ruso al comienzo de la Guerra Fría. Un año
después del famoso discurso de Churchill sobre el "telón de acero", en
marzo de 1946, se anunció la doctrina Truman que estaba respaldada por
una ayuda de 400 millones de dólares a Turquía y a Grecia, y dos años
más tarde se estableció la OTAN. Cuatro años después del colapso de la
URSS la OTAN ofreció a Rusia un documento de 5 páginas, que podría
ponerse en marcha gradualmente en el futuro.

En verano de 1995 Yeltsin me autorizó a firmar la oferta, a cambio de


que no se dieran pasos importantes hacia la expansión de la OTAN en
1996, el año de las elecciones presidenciales en Rusia. Por lo tanto, fue
un acuerdo mutuo que se postularía bajo banderas anti-OTAN.

A principios de 1996 me sucedió Primakov (más tarde se convirtió en el


primer ministro), y Grachev pasó a ser un general aún más tradicionalista
del comando nuclear soviético.

En 1997, el "Acta Fundacional" entre la OTAN y Rusia se añadió al


acuerdo que se había puesto en marcha con la misma desgana con la que
se firmó. Yeltsin, en su discurso de radio al pueblo ruso el 30 de mayo,
describió la Ley como un esfuerzo "para minimizar las consecuencias
negativas de la expansión de la OTAN y evitar una nueva escisión en
Europa”.

Entonces describió el acuerdo erróneamente, según funcionarios


occidentales, como "que consagra la promesa de la OTAN de no desplegar
armas nucleares en los territorios de sus nuevos países miembros, y no
situar sus fuerzas armadas cerca de nuestras fronteras... ni llevar a cabo
preparativos de infraestructuras ”.

En lugar de alianza, la OTAN y Rusia volvieron a la hostilidad


controlada. En ese momento crucial no hubo un Churchill, ni un Truman,
por lo que se perdió la oportunidad.
 

Es hora de que Occidente trate a Rusia de forma vigorosa. Es


crucial para preservar la paz y el orden internacional

A mediados de 1990, la corriente democrática de los inicios fue


disminuyendo y los viejos hábitos resultaron difíciles de eliminar en Rusia.
En la segunda parte de la década la función principal del nuevo sistema
empezó a materializarse. La élite gobernante, tras hacerse con el control
de las exportaciones de petróleo y otros activos, prefirió gastar las
ganancias felizmente en Occidente en lugar de enfrentarse a los retos
internos. Los compatriotas menos afortunados quedaron bajo la custodia
de una burocracia y un sistema de seguridad no reformados. No es de
extrañar que, en la siguiente década bajo el control de Putin, el ex
teniente coronel de la KGB a quien Yeltsin nombró sucesor, consolidara el
control de Rusia en un régimen autoritario de estilo tradicional.

Al igual que Yeltsin, y la mayoría de los predecesores en el trono ruso,


Putin comenzó su mandato con la idea de ponerse a la altura de Occidente
intentando hacer algunas reformas urgentes y atrasadas. Sin embargo,
también descubrió que era más fácil decirlo que hacerlo y, sobre todo, que
podría haber socavado el sistema que le proporcionaba un poder
indiscutible.

Las reformas capaces de desbloquear el desarrollo, especialmente en la


economía moderna, deben tener un impulso general hacia la liberalización
y la competitividad. La élite corrupta, de militares y de seguridad
tradicionalmente fuerte, aprendió la lección a finales de los 80 y principios
de los 90.

Buscando fortalecer el sistema mediante la modernización de la


maltrecha economía, el entonces líder soviético Gorbachov, pronto se topó
con la barrera del asfixiante “monopolismo” de la burocracia, a la que más
tarde se unieron los oligarcas amiguetes. Intentó superarlo primero por el
mando, y luego mediante la liberalización. Sin embargo, la sociedad de
orientación europea impulsó la liberalización hacia el campo político,
aspirando emular los patrones occidentales de libre mercado y
democracia. Como Gorbachov se negó a usar la fuerza para frenar ese
empuje, el sistema se desmoronó desde la periferia hasta el centro.
En Europa del Este cayó el Muro de Berlín, y los antiguos países
satélites soviéticos, uno tras otro, se deshicieron del control de la KGB,
optando por el modelo europeo y decidiendo ingresar en la UE y en la
OTAN.

De hecho, en 1991 el cuartel general del KGB en Moscú fue asediado y


la Unión Soviética dejó de existir.

La incapacidad heredada del sistema político para permitir una


modernización socioeconómica sostenible quedó escondida por el aumento
del precio del petróleo, y el PIB per cápita pasó de 1.771,6$ en 2000, a
14.611,7$ en 2013, según el Banco Mundial.

Sin embargo, la identidad europea de Rusia hizo imposible construir


una muralla china entre el crecimiento del PIB y la política.
Impresionantes mítines recorrieron Moscú y algunas otras ciudades en
protesta por las accidentadas elecciones de 2012. En respuesta, el
régimen reforzó el control policial y elevó la propaganda antioccidental
tradicional a nivel de ideología de Estado que guía la política interior y
exterior. Y no fue sólo una maniobra táctica. No nos equivoquemos. El
sueño de algún día “vivir como los demás”, es decir, imitar el modelo
occidental, está muy arraigado en el pueblo ruso. Por eso, para los
autócratas, la simple existencia del Occidente democrático, sobre todo
Estados Unidos, es un peligro real y presente, y las relaciones se degradan
hasta convertirse en un juego que suma cero. Socavar el campo contrario
y apoyar a las fuerzas antioccidentales cerca de casa, o en lugares
remotos como Siria y Venezuela, es simplemente una dimensión de política
exterior para asegurar el poder de la élite en Rusia.

Para ellos la "Guerra Fría" nunca terminó. Y mientras estén en el poder


no terminará. Como ministro de Asuntos Exteriores de Rusia me reuní con
el dictador de Siria, Hafez Al-Assad, quien expresó su perplejidad ante mi
petición de cambiar de política, mientras que durante décadas mis
predecesores procedentes de Moscú lo elogiaban como leal "soldado en la
vanguardia de la lucha contra el Imperialismo estadounidense". Supongo
que respiró cuando mi sucesor, su viejo amigo Primakov, le hizo una visita.
Su heredero, Bashar Al-Assad, tampoco se hace ilusiones de por qué se le
necesita en Moscú. Dijo: "Siria, Irán y Rusia están de acuerdo en este
conflicto", es decir, en el baño de sangre que se ha desatado en su país.
"No se trata de tener un gran interés en Siria. Podrían tenerlo en
cualquier otro lugar", declaró a la cadena pública de televisión
estadounidense. "Así que se trata del futuro del mundo".
La guerra fría puede contenerse ahora como se hizo durante el periodo
soviético. Además, existe potencial para una cooperación cuidadosamente
definida en áreas específicas como la no proliferación de armas de
destrucción masiva, la prevención de ataques terroristas en la patria
correspondiente y el control del tráfico de estupefacientes. Que esto se
haga o no depende de la capacidad de Occidente, especialmente de
Estados Unidos, para darse cuenta de las fuerzas motrices de la política
del Kremlin, y de seguir una estrategia eficaz hacia Rusia.

Algunas enseñanzas en este sentido podrían extraerse de la crisis de


Ucrania. Es casi una cuestión de sabiduría convencional interpretar las
acciones rusas en Ucrania analizando las intenciones del Sr. Putin. O bien
quiere restaurar el imperio soviético, o simplemente desea dar una lección
a Occidente por intervenir este en su esfera de influencia. Pero también,
simplemente, intenta alentar su popularidad interna con la histeria
nacionalista. Moscú insiste en apoyar (un eufemismo para fomentar) una
rebelión en el este de Ucrania contra el gobierno prooccidental de Kiev.

Stephen Kinzer sostiene que la reacción de Putin al cerco no es


sorprendente y, para ampliar una justificación de la agresión a Ucrania,
ofrece el concepto de "profundidad estratégica", o la toma de suficiente
territorio adyacente para proteger la patria.

Todas estas explicaciones son válidas. Y hay una base fundamental que
subyace a todas ellas. El este de Ucrania es un campo de batalla
estratégicamente importante de la nueva guerra fría destinada a socavar
Occidente y su influencia en todos los lugares posibles. La hostilidad hacia
Occidente y sus valores es un motor constante del sistema despótico de
Rusia. Se persigue hasta donde lo permiten las fuerzas resistentes, y por
eso el frente ucraniano se convirtió en sangriento y caliente.

En el lado opuesto, los gobernantes rusos siempre han esperado y


soñado (la identidad europea también habla en ellos) ganarse el
reconocimiento y un lugar entre los líderes de los países desarrollados.
Por eso Putin se lo tomó a pecho cuando Obama y muchos otros no
acudieron a los Juegos Olímpicos de Sochi, en protesta por la postura
antioccidental del Kremlin. Sin embargo, la señal fue tan débil y silenciada
(los preparativos para la reunión del G-8 en Sochi apenas dos meses
después iban a toda velocidad) que sólo incitó a los partidarios más
intransigentes.
Por desgracia se ha seguido el patrón de respuestas pusilánimes a la
creciente militancia del Kremlin. Aparentemente se suponía que este tipo
de reacción era un estímulo metódico, mesurado y gradual para reducir la
tensión, dejando espacio para afrontar negociaciones y maniobras. Al
menos la expresión utilizada por los líderes occidentales así lo sugería. El
presidente Obama recurría constantemente a Putin para que rebajara la
tensión. Las sanciones tras la anexión de Crimea y las primeras fases de la
intervención en el este de Ucrania se impusieron a un número muy
limitado de personas; más tarde a más individuos y a un par de
instituciones más bien secundarias. El Kremlin se encogió de hombros
desdeñosamente.

Una vez que el avión civil, con alrededor de trescientos pasajeros


internacionales, fue derribado sobre parte del territorio ucraniano por
cazas Proxy rusos, Estados Unidos y la Unión Europea anunciaron algunas
medidas mordaces. Incluso éstas iban acompañadas de una retórica
conciliadora y protestas de disposición y, ciertamente, el deseo de disipar
las sanciones lo antes posible.

Las técnicas de desescalada son adecuadas para tratar con individuos


consternados que sufren demencia o un síndrome de posguerra. Sin
embargo, son poco productivas en las relaciones con un régimen que
controla un gran país guiado no tanto por individuos afectados, sino
también -y principalmente- por sus intereses, y decididos a poner a prueba
y presionar constantemente los límites de su política impugnando la de los
demás.

Hoy en día se reconoce ampliamente que los retadores del orden


mundial llevan a cabo una contienda híbrida que combina operaciones
cibernéticas y de información (o más bien de desinformación) sin
descanso. Es decir, en tiempos normales este es el uso de las “Fuerzas
Especiales” para apoyar la subversión en tiempos de crisis. Y actúan
decididamente contando con el efecto sorpresa. Sin embargo, no debería
ser una sorpresa. Un régimen despótico, que persigue la propaganda
antioccidental y la militarización en casa, proporciona suficiente terreno
para alertar y corregir adecuadamente la estrategia de defensa de otras
naciones.

Las reacciones de Occidente ya fueron demasiado lentas y débiles en


dos momentos cruciales de la historia. Primero, cuando Rusia intentó
desprenderse de su legado autoritario y agresivo y unirse a Occidente.
Irónicamente, la transición extendida hacia estrategias posteriores a la
guerra fría en las capitales occidentales cobró impulso y se prolongó
mucho después de que la situación en Rusia volviera a su modelo más
tradicional.

En segundo lugar, cuando fueron tomados por sorpresa por la anexión


de Crimea y la subversión en Ucrania, creando una versión híbrida de la
Guerra Fría. Hasta ahora, la respuesta occidental había estado marcada
por la confusión y el desconcierto, arduas palabras de intransigencias, y
movimientos muy cautelosos o incluso ninguna acción. Las amenazas
vacías no son mejores que las promesas vacías. Son engañosas y
provocadoras.

Los resultados son opuestos a la desescalada. Especialmente en el trato


con Rusia, donde, como remarcó agudamente Julia Ioffe, "si uno muestra
cierta debilidad, entonces es todo debilidad y, por tanto, presa ". No es de
extrañar que los expertos y políticos occidentales vuelvan a jugar al juego
de las culpas de "¿Quién perdió Rusia?".

En definitiva, ya es hora de que Occidente trate a Rusia de forma


vigorosa, directa y decidida, tanto si opta por lo bueno como por lo malo.
Eso es lo mínimo que se merece el país. Y eso es crucial para preservar la
paz y el orden internacional.

Fin

Andrei Kozyrev 2015

Exministro de asuntos exteriores de la Federación Rusa

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