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El
sol es un
aguijón
sobre la
frente. Ya se termina la mañana y recién abre los ojos. Es un verano
ardiente. Agarra su petaca de ginebra y baja tambaleando su resaca por la
escalera del rancho. Camina por el sendero de troncos para no patinar. Las
azaleas sin flor, las hortensias, los lirios y las cañas, tienen la línea de la
última marea marcada, cincuenta centímetros por lo menos. Una línea
como el horizonte, abajo gris, arriba verde.
Dos fierros atravesados hacen de puente. Hace rato que no puede
llegar al muelle de un salto, el agua está ganando, cada vez menos tierra,
cada vez más río. Tomado de la baranda enclenque lo recorre hasta la
escalera. Esta tabla se pisa, ésta no. Abajo del agua los últimos tres
escalones se fueron. El muelle se viene muriendo de a poco. Macario se
hermana con su ruina mientras toca con la lengua sus encías sin dientes.
 
 

PRIMERA PARTE
 
Los seres humanos no nacen para siempre
el día en que sus madres los alumbran,
sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos
una y otra vez.
Gabriel García Marquez
 
I
Son las cuatro y no amanece.
Una sombra que se acerca, apenas dibujada por la luna, interrumpe la quietud
del pueblo. En su percherón, más oscuro que la noche, llega al tranquito el joven y
se detiene frente a la puerta del almacén de Braulio, atrás de la estación de tren.
Le acaricia las crines al pingo, se inclina, refriega su cara en ellas. Y queda así,
abrazado al cuello de Atahualpa. No dormita, como parece, está despidiendo a su
amigo, a su único amigo.
Ese lomo azabache es el único lugar seguro que conoce. Ahora tiene que
dejarlo. El animal lo sabe. Con un resoplido lastimero le regala su tristeza al viento
y vuelve el silencio.
El muchacho desmonta de un salto y ata las riendas al palenque. Ya sabe que
Don Braulio lo va a cuidar aunque es un caballo viejo. Cuelga su bolsa en
bandolera y se aleja sin mirar atrás.
El cartel de la estación apenas deja leer Santo Tomé, el óxido se comió las
letras. No hay nadie, solamente el joven, Macario Reinoso se acovacha en el dintel
de la puerta de la sala de espera. Cerrado. Todavía el calor pegajoso no empezó,
pero si no llega pronto el tren, aparecerán los mosquitos y va a sentirse un poco
más desgraciado.
Es la primera vez que va a tomar el tren. Es la primera vez que se aleja de su
casa. Macario ya terminó de llorar a su madre.
Mira el camino de tierra por el que llegó y apenas ve su nacimiento, la noche
se lo traga, pero sabe que está ahí. Solo una hora al paso y llegaría de vuelta al
rancho. Suspira, alza los hombros. Murmura maldiciones. Ese viejo miserable
tendría que estar muerto, no su madre. ¿Cuántos golpes puede aguantar una
mujer? Aprieta las manos sobre las rodillas, una vez más, como lo hizo siempre.
Está seguro de haber sido un capón toda la vida. Planeó estrellar sus puños en la
cara del viejo hasta hacerlo sangrar sin piedad, hasta derribarlo como a un árbol
seco. Pero jamás se animó. La angacita1 no se quejaba. Me decía que el trabajo lo
había puesto malo.
Saca de la bolsa de arpillera una naranja grande, la amasa con las manos, la
aplasta contra el piso, con violencia, pero cuidando de no romperla. Con su uña
larga, que deja crecer para estos menesteres, hace un orificio en la cáscara,
arriba, y de inmediato comienza a brotar el jugo. Mientras chupa mira el campo y
se ve juntando naranjas para los dueños de la estancia, con las manos
sangrantes.
Empieza a clarear, el tren viene tarde. Como cuando acompañó a su hermano
Buenaventura. Aquel día el tren llegó y el sol ya estaba alto. Buenaventura se fue
sin pedir permiso ni avisar. Se fue y no volvió más. El viejo prohibió que lo vuelvan
a nombrar y su madre lo lloró a muerto.
Ahora busca en la bolsa una petaca de ginebra Llave, que le quitó al viejo
mientras dormía, y le da un sorbo. Al guardarla roza con su mano un papel y un
susurro de sonrisa reverbera en sus ojos.
Saca un sobre, ya blandito. Lo plancha amorosamente en su pierna. La
estampilla muestra un edificio gigante, lleno de ventanas y torres. Parece un
palacio. Lee deletreando “Centenario Colegio Nacional Buenos Aires”. Cuando
tenga un hijo va a estudiar ahí, va a ser dotor. Vuelve a leer “Macario Reinoso,
Estancia Los Naranjos, Santo Tomé, Corrientes.” Vuelve a estrujarse su garganta.
En el remitente dice Buenaventura Reinoso, Río Carapachay 1800. Tigre.
La letra es muy cuidada, redondita. Su mujer se la escribió, porque él no sabe,
nunca lo mandaron a la escuela. Macario, en cambio, algo aprendió: aunque sea
uno de la casa, tenía que saber leer y escribir; por eso fue hasta tercer grado,
salteadito, pero fue.
Buenaventura vive en una isla de Tigre, en el río Carapachay, cerca de la
ciudad de Buenos Aires. Macario, en su Corrientes porá, aprendió de islas, de río, y
de inundaciones, pero de ciudades no sabe nada y, cuando se imagina andando
por ahí, le da escalofríos. Su hermano le está guardando la casa de un hombre
que murió y no tenía familia. Es el mejor hermano… y tiene suerte, desde el día
que lo bautizaron. Ahora va a tener un hijo. Y me quiere con él.
Este amanecer no es igual a otro que haya visto: Buenaventura lo está
esperando.
Cuando guarda la carta aprovecha para tantear el monedero que lleva entre la
ropa. Era de su madre, igual que el dinero que tiene adentro. La pobre vieja
siempre le decía, a escondidas, que cuando estuviese muerta se lo agarre para él.
Durante años armó “caramelitos” de papel con billetes adentro y los fue
escondiendo por toda la casa. Cuando Macario empezó a planear la fuga revolvió
todo, hasta los caños del respaldar de las camas.
Un destello de sol naciente chispea en las vías, lejos. Por fin. Macario levanta su
bolsa de arpillera, saca la petaca otra vez, le da un sorbo y la guarda. De adentro de la
boina agarra el boleto, planchadito.
En el tren del miércoles viaja menos gente. Está solo y sabe que nunca va a volver.
El sol apenas amanecido deja ver el frente de la locomotora. Tiene rayas rojas y blancas,
los colores de la camiseta de River. Con su hermano va a escuchar los partidos como
cuando era chico, envueltos en la bandera. Buenaventura lo hizo de River. Al viejo no le
gusta el futbol, se pasa las tardes escuchando en la 900 los programas de doma. Pero
ahora me traje la Spika, que se joda.
Un temblor le sube desde los pies, el temblor machazo del Gran Capitán que va
entrando al terraplén. Los vagones celestes y blancos pasan frente a él. Uno, otro, otro,
otro…Tarda en frenar. Parado ahí siente que las tripas se retuercen. ¿Y si no para? El
andén es corto, pero el tren tiene como dieciséis vagones. Los cuenta mientras piensa
en correrlo. Afortunadamente nadie lo ve, le daría vergüenza mostrarse tan
desorientado. Por suerte, al fin, se detiene. Mientras camina al trote por el andén hacia la
locomotora en busca del guarda, ve bajar a dos señoras con una niña que no reconoce;
a un hombre joven, que debe ser de la familia de los Feldman, porque es rubio y alto, y a
nadie más.
El guarda, de uniforme impecable, baja del primer vagón. Macario se acerca
corriendo con su billete en la mano. Su cara se incendia y está muy agitado. El guarda le
agarra el billete sin mirarlo, parece que recién se despertara y, sin prestarle atención,
apunta con el dedo a la cola del tren y murmura: vagón 13.
Macario otra vez recorre las dos cuadras que ocupa el largo del tren, primero
caminando bien rápido y luego dando zancadas.
Con la bolsa de arpillera al hombro se cuelga del manubrio y salta. Asientos
marrones, a la derecha más largos, para tres, y a la izquierda para dos. Unos miran para
atrás y otros para adelante, varios están enfrentados. No quiere viajar viendo la cara de
nadie. Se sienta en uno de dos, vacío, que mira al frente. Por ahora prefiere poner la
bolsa de arpillera al lado, si después sube alguien, irá al canasto de arriba.
Abre la ventana, el vidrio sucio no le permite ver y necesita aire.
El tren se pone en movimiento. Siente su música, aumenta el ritmo igual que su
corazón. Se ahoga. Esconde el rostro en su bolsa de arpillera, explota en un llanto que se
desfigura con el ronronear del tren. Santo Tomé ya queda atrás, se va escondiendo a la
zaga de un monte de ñandubay. Pasado el ramalazo, levanta la cabeza y mira alrededor.
Está sudado aunque no siente calor. Masculla Añaracopeguare2. Su madre tenía
prohibido hablar en guaraní. Ni una palabra, al viejo le molestaba. A los quince años,
Macario le gritó añamembuy3. Ahora su lengua se dobla y atraviesa el agujero en su
boca, le falta un diente y el otro es apenas una línea negruzca, todavía filosa: Así va a
aprendé´ mocoso e mierda. Y el odio se le hace fuego en el pecho.
Saca el relojito de su madre del monedero que guarda en la bolsa. Es tan de
mujer que se avergüenza y lo mira a escondidas. Recién pasó una hora pero le
parece eterna, tan inmensa como la distancia que ya lo separa de ese pueblo que
nunca va a extrañar.
El sol se mete por la ventana y calienta. Saca el poncho de la bolsa y trata de
colgarlo de las trabas de la ventana, pero se cae. Los asientos del otro lado, los
que ahora tienen sombra están completos, igual, a la tarde, va a ser más duro de
aquel lado. Todos los pasajeros madrugaron, seguramente algunos no habrán
pegado un ojo, como él, la mayoría lleva la cabeza colgando y la boca
ridículamente abierta. Macario también quisiera dormir.
Mira con atención las cuadrículas perfectas de tabaco, de arroz, de yerba, que
se alternan con los cítricos. La tierra a lo largo del año va cambiando de colores:
marrón, verde clarito, verde oscuro, y otra vez marrón. Como un almanaque.
Diecisiete veces ocurrió desde su nacimiento. Las cosechadoras todavía no
arrancaron, no hasta las ocho. Cuánto había soñado manejar una de esas.
En frente, en diagonal, una señora regordeta lo mira. Tiene cara de abuela. Él
no puede dejar de mirar el mantelito que ha desplegado sobre su enorme falda, y
la montaña de pastelitos bien acomodados que acaban de aparecer de su
canasta. Vuelve a mirar por la ventana y toma un sorbo de la petaca. Preferiría un
mate cocido bien dulce, pero no tiene.
El tren aminora.
El cartel dice Torrent.
El pueblo ni se ve.
Arranca otra vez.
Agarra el relojito de su madre del monedero. Es tan chiquito y está tan
amarillento el vidrio que apenas se nota la hora. Nadie lo mira, pero igual prefiere
bajar la cabeza para verlo mejor sin sacarlo. Tan cerca de su nariz lo tiene que lo
olfatea, con la esperanza de encontrar aquel dulce olor a jabón y cebollas de las
manos redondas de su madre.
 
Río Carapachay, 10 de septiembre de 1963
Macario Reinoso:
Ante todo espero que mi carta te encuentre bien.
Mi esposa Nancy es la que escribe lo que te quiero decir y te saluda. ¿Cómo estás Macario? Aquí
todos muy bien.
Ya no trabajo más en la Frutihortícola Idahome, porque cerró. Estamos viviendo con mis suegros
en el río Carapachay. Trabajo cosechando juncos y mimbre, y aprendí a hacer cortinas y canastas.
Muy triste por la muerte de mamá, pobrecita. Por eso quiero que te vengas a vivir acá conmigo y
dejes solo a ese viejo Añamembuy.
Hace unos días se murió un amigo de mi suegro que vivía del otro lado del Paraná en un arroyito
que se llama Las Ánimas. Tenía un rancho bastante bien armado, pero se puso viejo el hombre y el
rancho se arruinó bastante porque al viejo no le daban los huesos para mantener. Don Higinio estuvo
el último tiempo en casa de mis suegros hasta que ahora murió y no tiene parientes, así que voy a
cuidar la casa para que nadie ocupe así te venís para acá. Tiene frutales, pero la selva se lo está
comiendo así que mejor que te apures. Viste que acá hay selva y se come todo si no cuidás.
La Nancy va a tener un bebé en enero. Vas a ser tío.
Si vas a venir sacá pasaje en el tren y te bajás en Federico Lacroze. Yo te voy a esperar y te traigo
para acá.
Avisame qué día viajas.
Te saluda atentamente

Buenaventura Reinoso. Y Nancy


 
II
Alguien lo toca. Está desparramado en el asiento. Su bolsa se cayó y ni se dio
cuenta. Una joven, casi una niña, está de pie esperando sentarse. Macario se
disculpa, sube su bolsa al maletero y se acomoda. La señora lo mira y se le dibuja
una sonrisa. La chica no tiene equipaje, sólo una carterita cosida a mano, vieja. Se
le sienta al lado. Tiene un olor raro, mentolado, a remedio. No se anima a mirarla
a la cara y ella tampoco lo mira. Afuera el cartel dice La Cruz. Conoce de nombre a
ese pueblo, por la doma… buenos jinetes los cruceños.
La chica está hecha un ovillo en el asiento, cruza sus brazos en las rodillas y
apoya su cabeza, como escondiéndola. Macario se aprieta contra la ventana, no
quiere ni rozarla. Decide seguir durmiendo.
El sol está a pleno sobre él. A pesar de que es octubre y recién son las ocho,
está muy caliente y pesado, seguro a la tarde va a llover. Pero en cuanto el tren
agarra velocidad, un aire fresco lo reconforta y, amodorrado con el movimiento,
vuelve a dormir.
 
El tren se detiene. Macario se despierta. Está en el medio del campo.
Afuera hay movimientos, voces, pero no se ve nada. Siente la boca pastosa,
tiene hambre. Los bichos entran y se quedan revoloteando, se le meten por la
nariz, por la boca. El sol ya se fue de la ventana, qué suerte, pero todo el vagón
está caldeado. Los ventiladores del techo no alcanzan a remover el aire denso.
Al lado, la joven también se despierta. Parece asustada, como si no supiera
donde está. Cuando cruzan miradas él dibuja una sonrisa forzada, pero ella baja la
vista sonrojada. Es muy flaca, pero de pechos grandes, su boca es carnosa y roja.
El cabello largo, aunque está atado en una colita, se ve muy despeinado. Intenta
ponerse de pie, seguro querrá ir al baño, pero se menea y se desploma en el
asiento. Macario intenta ayudarla tomándola del brazo, pero ella lo arranca
espantada, y sus ojos recelosos ponen distancia. La muchacha se apoya en el
posa brazos y hace un nuevo esfuerzo para levantarse. La señora que los observa
desde su asiento, mira con fijeza a Macario. Cuando la joven trata de dar el primer
paso, y ve que entre sus piernas corre sangre, se detiene, se tapa la boca, cierra
los ojos, se vuelve a sentar. Apretadas, muy apretadas sus rodillas huesudas.
La señora se levanta con cierta dificultad y se acerca a ayudar. Macario no
saca la vista de la ventana, aprieta los dientes, tiembla, escucha que hablan. La
muchacha llora, la mujer la abraza, pregunta, no hay respuesta. La mujer va a su
asiento a agarrar su bolsa y vuelve a buscarla para ir juntas al baño.
Pasan varios minutos. El tren arranca y las mujeres no aparecen. Quedaron
gotas de sangre en el piso. Macario les pasa el pie por encima hasta que ya no se
ven.
En Monte Caseros va a bajar a comprar comida y una botella de Fanta.
Escuchó a los de atrás que hay un almacén frente a la estación que prepara
sánguches, que la parada es de más de quince minutos y habrá tiempo. En el tren
todo es muy caro. El hambre y la sed crecen. Mejor se va a comprar dos gaseosas,
dos sánguches, y para la tarde unas Criollitas. Además caramelos Media Hora para
el mal aliento. Hace calor. Nadie se puede acostumbrar a ese calor.
Aparecen las mujeres del brazo. La chica tiene la cara limpia, el cabello
peinado con un lazo, en su falda atada una pañoleta que se engancha en el cinto
de su vestido.
—Juana, se llama— le dice la señora mirándolo, aunque la joven mira para otro
lado.
—Yo soy Macario, mucho gusto— y le tiende la mano.
—Macario, cuando lleguemos a Monte Caseros ¿me podrá acompañar? A tres
cuadras hay una farmacia, y me gustaría comprarle a Juana unas cositas. Por eso
necesito que usted venga así se las trae. Corriendo claro. Yo me quedo en el
pueblo.
—Sí, claro. Yo pensaba bajar a comprar comida.
—La almacenera es mi prima, de ida le digo que prepare el pedido así cuando
vuelve de la farmacia lo pasa a buscar y no pierde el tren.
Juana no mira a nadie, solo un punto cualquiera en el horizonte de una
ventana ajena. La señora les alcanza unos pastelitos. A Macario se le hace agua la
boca. Juana menea la cabeza. Suerte para él.
 
Doce y quince marca el gran reloj redondo de la estación. Monte Caseros,
confirman las blancas letras sobre cartel negro.
Macario duda si llevar su bolsa, todo lo que tiene en el mundo está ahí, pero al
fin solo agarra un par de caramelitos de dinero y se los pone en su bolsillo. Clava
sus ojos, como una advertencia, en los de Juana. Ella pestañea sumisa. La señora
lo llama desde la puerta del vagón, se ve que tiene dificultades para caminar. A
pesar de las várices que envuelven sus piernas como raíces de sauce, recorre
junto a Macario, casi corriendo, la avenida del Trabajo. Almacén El Trébol. Macario
entra, pide tres sánguches de milanesa, dos botellas de Fanta, caramelos, cuatro
paquetes de Criollitas y chicles Bazooka. La señora se asoma a la puerta y avisa a
su prima que pasará a buscar el paquete en cinco minutos, que se lo preparen
para que no pierda el tren. Siguen marchando, exigiendo el paso, resoplando, un
par de cuadras más hasta la vieja farmacia Itatí. Macario mira con admiración a la
mujer que no se queda atrás. Por suerte no hay clientes.
Él espera en la vereda. Pasa el peso de un pie al otro, de un pie al otro, de un
pie al otro. Gira alrededor de un arbolito raquítico rodeado de puchos y soretitos
de perro. Va y viene, va y viene, va y viene.
Sale al fin la señora de la farmacia, le da una bolsa, lo abraza fuerte, muy
fuerte. Lo empuja para que se vaya. Que se vaya corriendo. Y al empujarlo le dice,
con voz queda, aún agitada: Suerte.
Corre a toda velocidad a buscar su compra. Adelante de él hay cuatro
personas. Atiende un hombre con cara de “espere su turno”. Una mujer pide
empanadas, “de qué” pregunta el hombre, “de qué tiene” dice la señora, y
Macario escucha sus tripas retorcerse. No concibe regresar al tren sin la comida.
Al de adelante también se lo nota nervioso. Se miran compartiendo
desesperación. El hombre quiere decir algo para que apure, pero el que atiende lo
mira con desdén. Y el hombre se calla.
El calor de la corrida se hace sentir adentro del almacén, apenas puede
respirar. La sola idea de perder el tren, su bolsa, su dinero, su ropa, sus
documentos, le estalla en la cabeza. Si llega a pasar eso la va a buscar a la señora
para que lo ayude, ella lo metió en ese lío. De atrás de una cortina aparece la
dueña y Macario deja la cola y casi se le tira encima. La mujer se sobresalta y se
ríe, Ah, es usted, aquí tiene joven. Tranquilo que llega bien. Suena el silbato.
Saca el dinero y se le caen los billetes, maldice en voz baja pero se escucha. Paga
y no espera el vuelto. Corre estirando las piernas hasta el dolor, resopla, y se
arroja de un salto al tren que no arranca todavía.
Colgado de la barra metálica, de un brinco entra al vagón. Desde la puerta
busca, ¡no está la piba!…Una corriente eléctrica lo recorre desde los pies a la
cabeza ¡No está la piba! Se esfuerza para no pegar un alarido y bajar corriendo a
buscarla. Agarrándose del marco, tambaleante, recorre los asientos con la vista.
No hay ningún pasajero conocido. Mira bien. En la chapa está escrito claramente:
vagón 12. “Qué mbore”4 Suspira y avanza.
Juana sí está. Impávida. Se aprieta contra el asiento para que Macario pueda
pasar sin rozarla. Cuando le entrega la bolsa blanca de la farmacia, apenas lo
mira, luego, sin demasiado entusiasmo, revisa el contenido. Él abre su paquete,
saca un sánguche y se lo ofrece en silencio. Ella amaga negarse pero, sin decir
palabra, sólo con una mirada penetrante, él la obliga a agarrarlo. En el almacén le
dieron un vaso de plástico, así que lo llena de Fanta y se lo da. Él toma del pico.
Sin hacer ruido primero, ronroneando después, el tren comienza a moverse.
Los bichos insoportables empiezan a salir por las ventanas de a poco y el aire
denso, mezcla de olores a empanadas, fiambres y otros mejunjes que los
pasajeros están comiendo, se refresca.
Quién es esta guaina y qué le pasa. De seguro no va a querer contar ahora. La
ve comer despacio, cada tanto se le cae una lágrima. Su cara roja y sus ojos
brillosos no se ven bien, parece enferma. Cada tanto, frunce su boca en un
espasmo, como que algo le duele. Intenta acomodarse, pero el asiento de clase
única, el vagón de los pobres, tiene una sola posición y es muy duro. Saca de la
bolsa una tira de Bayaspirina y se toma una primero, enseguida otra. Ya va a
hablar, faltan más de 15 horas de tren. Se está nublando, cada vez más negro.
Empieza a gotear. Qué fastidio, debe cerrar la ventana.
 
 
En el muelle el tiempo es una burla. Las horas vienen por el río, se
detienen, enredan a Macario, hasta que hartas de fastidiarlo se van. Para
él es lo mismo, todas son iguales, sus colores apenas sirven para pintar el
escenario.
Debería tener hambre. Ya es mediodía. Pero la espera es lo único
que importa. No hay piel, no hay entrañas, no hay hombre. Sólo alguien
que espera, dos muelles y el río.
 
III
Es increíble lo que ha dormido. La tormenta es más poderosa que el tren y lo
sacude. Basavilbaso dice el cartel que se zarandea. Busca el reloj de la estación
pero marca las once. Está parado. Juana tiene un reloj en la muñeca, intenta ver la
hora pero no puede. Muy despacio, apenas con la punta del dedo, trata de
levantar su mano, pero ella se despierta y se aleja con un grito.
—Pará pará, no te asustes, quería ver la hora nada más.
—Bueno… las siete y cuarto. – Suspira profundamente — Dormí mucho.
—Yo también… Recién me despierto. ¿Cómo estás?— se atreve a preguntar
Macario al ver que la joven está más distendida.
—Mal, pero un poco mejor que antes… Tengo que ir al baño y no me animo a
pararme. — murmura Juana.
—Si querés te ayudo.
—No gracias. — dice y se encoge nuevamente.
Qué lástima que la señora se fue, él no sabe muy bien qué hacer, y de alguna
manera se siente responsable. Justo él, a quién su padre siempre le decía que no
le daría a cuidar ni el río, porque seguro se le seca.
Juana se levanta, con dificultad, pero lo logra. Acomoda en su cintura la
pañoleta que le obsequió la mujer para tapar las manchas de sangre de su pollera
y se va. No tarda tanto, en un rato vuelve a sentarse más relajada.
—Gracias por la comida. Me hizo bien. — le dice la joven con un ensayo de
sonrisa.
— ¿A dónde vas?
—No sé. A Buenos Aires.
— ¿Te esperan ahí?
—No.
— ¿Conocés a alguien?
—No
— ¡¿No tenés un trabajo?!
— ¡No!
— ¡¿y tampoco tenés dónde quedarte?!— exclama Macario sin poder ocultar
su asombro.
— ¡No, no y no!— responde ofuscada.
Un silencio grave se instala nuevamente. Ella mira a través de él, pero no lo
ve. No respira. Un rictus de dolor le cierra los ojos. Tiembla su boca. Esconde la
cara entre sus manos y comienza a estremecerse. Entonces, apenas con un
imperceptible quejido, rompe a llorar.
—Contame si querés, por ahí...
—Que Dios y la Virgen me castiguen.
— ¿Qué decís?
—Nadie me va a entender, si ni yo misma me entiendo— dice entre lágrimas y
estertores.
Macario le alcanza un pedazo de papel de almacén para que se seque las
lágrimas y suene los mocos, entonces, confundido, se acurruca en el asiento
tratando de darle la espalda.
Entre ellos solo el sonido del viento y los compases del tren.
Durante densos minutos ambos permanecen inmóviles. Juana al fin se le
acerca, y haciendo un cuenco con la mano para ocultar sus palabras, le murmura
a su oído.
—Acabo de parir, y dejé al crío en el hospital. Me fui. Me escapé.
Macario se queda mudo. Ahora entiende. La sangre. El olor. El llanto.
— ¡Ni los animales!— murmura, farfullando las palabras como una maldición,
mientras se aparta y se pega a la ventana, bien lejos de ella.
— ¡Mi padrastro me lo hizo! ¡Yo le decía a mi madre pero ella no me creía!,
nunca me creyó, y me gritaba putita, ¡Me gritaba putita!, — grita susurrando y se
ahoga con las lágrimas— Decía que yo mentía. Ahí le dejé la mentira en el
hospital. Se lo regalo, yo no quiero saber nada, no es mío. —. El traqueteo del tren
tritura las palabras. Juana se levanta y va a sentarse en el asiento que dejó la
señora.
Macario mira tembloroso hacia afuera. A través del vidrio empapado de la
ventana ve a su madre acurrucada, bajo la mole de músculo y grasa del viejo que,
blandiendo el brazo, la humilla sin piedad, haciéndole recordar, cada minuto, que
le pertenece.
Necesita refrescarse. Primero, un trago de Fanta, pero está caliente, así que
busca la petaca y toma un trago, queda poco, hay que comprar. Afuera, la lluvia
amaina y la puesta de sol hace brillar los charcos. Al fin puede abrir la ventana y
llenarse del aroma del campo mojado. Macario, respira profundo, como si con el
aire pudiese barrer tanta oscuridad que se le ha metido en el alma. Más relajado,
decide levantarse y se acerca a la muchacha.
—Venite al asiento. Perdoname. Dale que tengo unas galletas, y después voy
a comprar algo más pa´ los dos.
Juana lo mira con detenimiento, se la ve tan cansada. Macario estira su mano
y ella se la da. Primera vez que se tocan. La mano de Juana es pequeña, tibia. Se
sientan juntos. El paquete se despliega en el asiento entre los dos, y sin decir
palabra comparten la comida.
— ¿Sabés? en un par de horas llegamos a Ibicuy. — comienza a decir Macario,
como si la tragedia nunca se hubiese nombrado. — El tren se va a subir a un barco
que le dicen ferry, para cruzar el Paraná. Un tren en un barco…— dice
entrecerrando los ojos como si lo pudiese divisar a lo lejos—…debe ser enorme.
No me gusta. A quien se le ocurre semejante cosa. — Dice Macario con tanta
preocupación y enojo que Juana se atora con una risa que no puede disimular.
—No pasa nada. Mi tía viaja siempre y nunca se hundió. ¡Mirá si se va a
hundir!, ¡qué tonto! El río estaría lleno de trenes.
Él la observa con el ceño fruncido, pero se tienta y se ríen con ganas.
—Igual yo se nadar muy bien, por si acaso, digo. — comenta Macario dándose
aires.
—Yo al agua le tomé un miedo…— frunce la nariz—. Desde que nos
inundamos: casi dos días arriba del techo.
—No te preocupes, yo voy a estar cerca por si acaso.
Ella asiente y su boca regala una tímida sonrisa de agradecimiento.
Él comienza a hablar de su nueva casa, de Buenaventura, de la isla y de los
juncos, del trabajo, y del sobrino. Poder contar sus proyectos es algo tan nuevo
para él que no puede parar de hablar. Baja la bolsa y saca la carta. Se la lee y,
mientras ella lo escucha, le brillan los ojos.
Entonces las palabras se suceden animadas y luego, con el cansancio, se van
frenando y se espacian. Faltando unos minutos para las diez Juana se duerme
apoyada en Macario. Él arma una almohada con su poncho, la recuesta y la ayuda
a levantar las piernas. Está blandita, su frente fresca, va a estar bien. Todo el lugar
para ella.
El asiento que había dejado la señora se volvió a ocupar, pero, al fondo del
vagón, se ve un lugar vacío, así que la deja descansar y se va. Desde allí la puede
vigilar.
Quien iba a decir. Solamente había estado dos veces con una mujer: la puta
más barata de Santo Tomé. La primera, cuando el hermano le regaló un turno para
su cumpleaños de los dieciséis, la segunda, cuando volvió a ir con plata que le
robó a la madre.
Le gustaría fumar un cigarrillo, pero nunca se compró, siempre pidió o le robó
al padre. Está tan oscuro que afuera no se ve nada. Saca la petaca del bolsillo y
toma un trago bien grande, para ablandar los pensamientos. No sirve. En el vidrio
sucio, se dibuja la madre de Juana que le pega, que le grita puta.
Se acurruca en el asiento con los ojos apretados y toma un trago más de la
petaca. Y otro. Y otro. Hasta vaciarla.

IV
Hay movimiento en el tren. La estación Holt de Ibicuy está lista para recibir al
Gran Capitán. Los pasajeros comienzan a bajar, Macario despierta a Juana que
apenas comprende lo que pasa, él agarra su bolsa, guarda adentro la de la
farmacia y bajan. Está todo oscuro, salvo por algunas lánguidas luces de mercurio
tapadas por la arboleda. Muchos hombres, mucho fierro, mucho ruido. No se
puede adivinar lo que los trabajadores del ferrocarril están haciendo pero, lo que
es seguro, es que llovió mucho, hay barro por todos lados. A unas cuadras
adelante se ve la estación iluminada, y muchas personas que se van acercando.
—Vamos a ver si hay un lugar para comprar. Quiero tomar café, mate, algo
caliente. ¿Podés caminar?
—Sí, estoy mejor. Me duele un poco cuando camino pero estoy bien. Se ve que
necesitaba descansar.
Del brazo, recorren el andén de pedregullo y se acercan a los edificios. Detrás
de la estación, a una cuadra o más, se ve una construcción blanca, grande, con
pocas mesas afuera, y en la pared, pintado en letras azules: FONDA. Desvían el
paso y se dirigen directamente allí. Algunos pasajeros ya han sido atendidos. Hay
olor a parrilla, se les hace agua a la boca. Dos sánguches de chorizo y vino con
soda. Macario recorre el lugar. Al final del mostrador hay estantes con cosas para
la casa y en la pared, ropa de muestra colgando de perchas. Unos batones de
florcitas, como esos que usaba su madre, le llaman la atención. No entiende nada
de talles, pero agarra uno cualquiera de un estante y se lo lleva a Juana.
—Están allá, elegite uno y cambiate en el baño. Fijate si hay algo más que
necesites así te podes sacar esa ropa sucia.
—No es necesario, no te molestes. Es demasiado. — le responde avergonzada.
—Dale no seas tonta. Andá, agarrá uno que te guste y traelo para que lo
pague.
Cuando salen de la fonda tomados del brazo, ella camina erguida, luciendo su
vestidito blanco de pequeñas flores azules.
Los que habían descendido del tren forman una masa humana que se dirige
lentamente hacia el río, caminando por las vías, no hay tanto barro. Se suman al
grupo. Tienen los pies muy húmedos y da frío. Una cruz en un montículo de
piedras, cerca del andén, les llama la atención y salen a ver. Hay placas
incrustadas en el piso, una lista de nombres en inglés o algo así, y otra, más
grande, que dice “Dulce et Decorum…” Bah, no se entiende nada, dice Macario y
se ríen; él la tironea del brazo para irse pero Juana se zafa y se acerca a la cruz.
Algo se detiene entre ellos. La joven baja la cabeza hasta hacerse muy pequeña y
se santigua, se besa la palma de la mano y acaricia la cruz. Macario se incomoda,
no cree desde hace tiempo y agarrándola del brazo vuelve a tironearla. Corren
para sumarse al grupo.
El ferry ya tiene los vagones arriba. Ellos siguen a la gente y suben una
escalera. Un gran balcón les permite ver por primera vez el Paraná Guazú. El cielo
se está abriendo y algo de luna ilumina el agua. Suena la sirena, una, dos, tres
veces. Y se empieza a mover el ferry. Se aprietan las manos. Dos paisanos, detrás
de ellos hablan fuerte mientras desenfundan una guitarra y un acordeón.
Inesperadamente el chamamé comienza a resonar. En un suspiro, las parejas
ganan el playón. Macario no se atreve, no sabe, y Juana no hace ningún ademán
que demuestre intención de bailar. Así que se sientan arriba de la bolsa de
arpillera. Con su brazo derecho sobre los hombros de Juana, Macario la atrae
contra su cuerpo, ella no se resiste. Él sonríe al sentir su vibrar, y así quedan.
Los ruidos del arribo a Zárate acaban con la fiesta.
Como si nunca hubieran desafiado la monotonía del viaje, como si jamás
hubiesen sacado brillo a la chapa de la cubierta con el compás de las alpargatas,
los pasajeros se ordenan para bajar, como perfectos desconocidos que son.
La media luna, que apareció después de la tormenta fabrica nuevas sombras.
Un frigorífico enorme es el único edificio apenas iluminado que se puede ver en
detalle, lo demás, luces ambiguas. La gran ciudad todavía es misterio. Van a ser
las cinco y comienza a clarear. Octubre en el Sur es más fresco que en Corrientes.
Ya sabían, pero no tienen abrigo, sólo ese poncho que comparten.
La locomotora que los llevó a Ibicuy quedó en la estación Holt, acá los espera
otra, es igual, aunque parece estar más limpia: en el frente el sol amarillo,
enorme, sobre la bandera argentina, y por debajo las líneas diagonales blancas y
rojas. De River dice Macario, y Juana se ríe. Juana se ríe con dientes
blanquísimos, como un adorno comprado, piensa él, mientras con la lengua
recorre los huecos de su encía y odia un poco más al viejo.
Otra vez al vagón 13. Ya están todos arriba. Va quedando atrás el río.
Los campos se dibujan monocromáticos, la gama de rojos podría engañar a
quien no conoce su esencia verde. Ríen por cualquier cosa. Van de la mano, se
aprietan, se estremecen.
Juana se ve distinta con su vestidito nuevo. El pelo renegrido bailotea suelto
sobre su espalda. Tiene un lunar junto al labio, a la derecha. Se acuerda de
aquella actriz, la de la tapa de la revista Radiolandia, que la dueña de la estancia
le había regalado a su mamá. Un pequeño esfuerzo y recuerda: Marcela Lopez
Rey. Se lo dice a Juana. Ella se ríe: Tonto. Se ríe. Quizás se sienta linda por
primera vez.
Macario la mira con tristeza. ¿qué pasará cuando la vean los otros, cuando ella
pueda elegir?
La sucesión monótona de campos y el traqueteo los arrullan. Y así se quedan
mansamente dormidos.
 
La noche está muy cerrada. Buenaventura se fue al pueblo y ahora están
solos los tres: el viejo, la madre y Macario, que tiene catorce y apenas pega el
estirón, tan esmirriado se ve que da pena.
La humedad es aceitosa, se adueña del aire y cuesta respirar. Macario está
cortando leña aunque no hace falta, aunque está mojada, aunque la leñera está
llena. Hace rato que la voz del viejo sale por la puerta y las ventanas, y retumba
entre los sauces que rodean el rancho. Grita, insulta, maldice.
Anoche se escapó un ternero del corral que, desde hace días, tiene los postes
caídos, y se ahogó en el badén que dejó el diluvio. Así que, desde que el viejo
volvió del fondo con el animal ahogado. Está hecho una yarará. Sabe que el
capataz lo tiene pillado5, y le va a decir al patrón que le descuente la pérdida. Ya
lo tiene calado, sabe los lindos pedales que se agarra cuando viene a almorzar y
que, de tan baleado6 que queda, termina acovachado para dormir la mona toda la
tarde. El capataz ya le avisó que si se siguen atrasando los trabajos lo va a rajar7,
pero no hay caso, cada vez chupa más.
Angacita la madre, tan cansada. Todos los días una paliza, porque sí o por si
acaso. Cuando está Buenaventura el viejo se cuida, porque le está teniendo
respeto. El hijo mayor está grande, le pasa media cabeza, y tiene los brazos y los
puños fuertes; pero la madre le ha prohibido meterse en el medio. Por eso
Buenaventura se va siempre que puede, y un día se va a ir para no volver nunca
más.
Pero esta noche el viejo ya se pasó, hace dos horas que no para de gritar el
añamembuy.
Un vidrio que se rompe. El grito final del viejo:
— ¡India sucia!! ¡Qué venís a romper el único vaso que queda, inservible,
negra mugrienta…! O te creés que yo cago la plata.
Y un quejido lastimoso, desgarrado. Y el golpe de la lonja del rebenque, y el
llanto entre las manos redondas y tibias de su madre.
El hijo entra al rancho.
— ¡Añamembuy7¡ no la vuelvas a tocar!
El hacha entre las manos de Macario. El hacha en alto.
La risotada del viejo que redobla la apuesta, descarga un rebencazo en la
pierna de la madre y una trompada bestial en la boca del hijo
— ¡Así va a aprendé´ mocoso e’ mierda!
El muchacho se desploma, se retuerce, se atraganta con su propia sangre y
escupe sus dientes partidos que caen al suelo.
 
V
Ya es de día, casi las ocho. Macario y Juana se despiertan sobresaltados con el
cimbronazo del tren que termina de frenar en la Estación Federico Lacroze.
Querían disfrutar la llegada a la ciudad, pero se durmieron. Los pasajeros,
nerviosos, apurados, aferran los equipajes, algunos tienen valijas y bultos tan
grandes que apenas pueden avanzar. No faltan los que empujan y se enredan en el
apuro de salir del vagón. Ellos deciden quedarse quietos mirando el movimiento. Van
a esperar a que todos bajen mientras miran con asombro el andén.
Buenaventura le dijo a Macario que llegaría a buscarlos alrededor de las 10 de
la mañana, que para llegar a la estación tenía que tomar la lancha a las seis, y luego
un tren y un colectivo. Así que no tienen apuro.
Bajan al andén. Se ve que también llovió, hay charcos nuevos. Entre los
trenes el viento se envalentona y corre haciendo pequeños torbellinos de papeles.
Juana se estremece, están desabrigados, Macario la acerca tomándola del hombro.
No dicen nada. Caminan despacio, mientras sus ojos se comen todo lo que ven.
Pasan por los molinetes, se miran y sonríen.
Tomados de la mano comienzan a recorrer la gigantesca nave de la estación.
Hay en la boletería un montón de personas ordenadas en largas filas, hay un bar, hay
un kiosco…, pero dónde estarán los baños. Macario se acerca a un hombre de
uniforme, se parece al del guarda del tren, pero no es igual. Le pregunta y el
uniformado, sin mediar palabra, le señala con su dedo que deben ir a la derecha,
cerca de la salida. Aceleran el paso, y casi corriendo llegan a las puertas donde cada
uno entra a resolver sus urgencias. Pasa un rato y vuelven a encontrarse afuera,
aliviados y con sus cabellos húmedos, acomodados.
Con los ojos Macario busca a su hermano, pero está seguro de que es
temprano todavía. Frente a ellos se encuentra la salida. Él duda. Esa puerta es la
boca de una ciudad infinita, una boca dispuesta a tragarlos. No tiene miedo por él,
sino por Juana.
— ¿Vamos? Quiero ver. — le dice ella alegre y despreocupada, tironeando de la
mano.
—Bueno, pero no vayamos a alejarnos, a ver si Buenaventura se aparece y no
estamos.
El tibio sol encandila, hasta que la vista se acomoda. La avenida Federico
Lacroze hierve. De los colectivos detenidos bajan pasajeros que traspasan la cola
compacta de los que quieren subir, muchos con sus equipajes, con apuro y violencia.
Se escuchan bocinas, frenadas, un grito que ofrece diarios, otro que quiere lustrar
zapatos. Un silbato agudo: en el cruce de las avenidas hay una garita alta desde
donde un policía dirige el tránsito. El uniforme azul, la gorra, las mangas blancas,
Macario envidia su poder. A la izquierda, sobre la vereda, se extiende una gran feria,
uno tras otro los puestos con ropa, pescados, panes, frutas, mezclados todo. Algunos
ya están vendiendo, en otros están acomodando la mercadería, y los menos
permanecen todavía cerrados. Y el olor, ese olor raro, pesado, picante. Un olor
distinto a cuanto conocen: la ciudad.
Enfrente, cruzando la avenida, un edificio enorme, de tres pisos. Pizzería
IMPERIO, anuncia el cartel. Parece que está abierto.
— ¿Tenés hambre?— pregunta Macario abriendo los ojos como platos.
—Mucha. Demasiada— dice Juana con una sonrisa blanca y contagiosa.
Se toman de la mano tan fuerte que se hacen doler. Se disponen a cruzar la
avenida. Suena el pito del policía y el tráfico por milagro se detiene.
—Guauuu!— exclama Juana tapándose la boca— mirá ese policía cómo le
hacen caso…. — comenta Juana mientras cruzan casi corriendo, a ver si arrancan de
vuelta los autos.
En una vidriera la pizzería muestra bandejas con medialunas, churros,
merengues de crema y tarantelas, mientras un aroma dulce que sale por la puerta
los envuelve y los invita.
Suena la cafetera detrás del mostrador. Una mesa frente a la vidriera está
vacía. Se sientan. Al lado, una pareja muy bien vestida desayuna mientras conversa
animadamente. El perfume dulzón de la señora, intenso, sensual, invade el espacio.
Juana la observa: sus ojos muy delineados y con maquillaje celeste, las pestañas
arqueadas y largas, el cabello muy batido, peinado hacia atrás, rígido. Juana se toca
su pelito pajoso, atado en una colita con la cinta.
— ¿Qué pones esa cara? ¿No estás contenta?— pregunta Macario.
— Acá parecemos más feos. Se nota que somos de lejos, que venimos del
campo.
—Y sí, pero dentro de poco seguro que nos vamos a ver distintos. Además vos
sos linda así, sin nada— dice Macario, y se pone colorado.
Juana empieza a reír. Él se ríe también.
— Ahora terminamos el desayuno y vamos a ver si ahí enfrente venden ropa y
compramos algo pa’ cambiarte. — agrega el muchacho con entusiasmo.
El mozo se acerca a la mesa, les ofrece un menú. Ese hombre, tan solemne lo
amenaza con el cartón. Macario titubea:
—Queremos café con leche y churros, nada más. — dice tímidamente, como
disculpándose, pero es interrumpido por Juana que grita:
—Yo quiero comer uno de esos de la frutita roja arriba con crema.
—Merengue— dice el mozo inexpresivo.
—Eh, sí, claro, merengue. ¿Puedo?— le pregunta a Macario en una actitud tan
infantil que él asiente con ternura.
Juana se ensucia la cara con crema y vuelven a reírse. La cereza rueda en el
plato. Parece de plástico y no se animan a comerla. Cuando terminan, Macario le
hace un ademán tímido al mozo. El hombre se acerca con la cuenta, y mientras
cobra, Juana grita apuntando hacia enfrente, al otro lado de la avenida, en diagonal:
— ¡Mirá! ¡Es la entrada de un palacio, como las fotos en la Radiolandia!
—Disculpe señorita— dice el mozo divertido, dejando atrás la postura formal
de su oficio— Ahí en frente está lleno de famosos, pero ninguno vivo. Es la entrada al
cementerio. Si quieren pueden entrar a visitarlo, está abierto para cualquiera y es
gratis.
Juana y Macario lo miran pasmados. Él mira el antiguo reloj que cuelga al final
del salón, no son las nueve todavía, tienen tiempo. Una vez que pagan la cuenta
salen del local y van hacia el grupo de personas que espera cruzar. Segundos
después, el policía de la garita les da el paso. Algunas señoras que caminan junto a
ellos van de negro, luto riguroso, igual que en el pueblo. No todo es tan diferente. Los
hombres que cruzan toman otros caminos, solo quedan mujeres yendo hacia la gran
puerta. Una cantidad incontable de puestos de flores se desparrama por la vereda. Al
acercarse, el grupo se disgrega y se distribuye entre los puestos. El olor es intenso,
flores nunca vistas se ofrecen en ramos magníficos y el sol tibio de primavera
alumbra con suavidad.
Las columnas del ingreso al cementerio son gigantes, sostienen un techo a dos
aguas en cuya cumbre resplandece un ángel enorme de alas desplegadas, en una
mano una trompeta y la otra señalando el cielo. Suben las escalinatas extasiados.
—Acá tooodo es enorme— dice Juana mientras se persigna— ¿Será que en
esta ciudá’, Dios está más cerca? Mirá, las casas que le han hecho a los muertos...
Macario ya no la escucha. Se ha puesto nervioso pensando en que
Buenaventura lo podría estar buscando, en que tal vez nunca se encuentren, en
que ya no tenga a dónde ir.
—Vamos a la estación, que capaz que llegó mi hermano. — Dice como
enojado, la agarra de la mano y tironea. Casi flameando Juana apenas mantiene el
equilibrio hasta llegar a la esquina donde deben esperar que el policía les dé el cruce,
pero no se queja.
Entran nuevamente a la estación. Y en cuanto comienzan a dar los primeros
pasos hacia el interior, escuchan el grito que viene de la vereda: ¡Hermanitoooo!
Macario se clava en el piso, gira, corta la respiración y alza las manos
preparando el abrazo. Lo ve dando zancadas, con los dientes blancos que le ocupan
toda la cara en una sonrisa inmensa, Buenaventura le trae el estrujón tan esperado.
Se estrechan con fuerza, no importa que los miren, que noten su emoción, que las
lágrimas los hagan menos machos. Macario vuelve a nacer, el pasado es el dolor
de este parto.
 
El arroyo Las Ánimas, no se cansa de arrastrar lo que no es suyo:
ramas, troncos, hojas, alguna madera podrida que supo ser tabla y mucha
tierra, tierra que lo hace marrón. Sentado en el cajón de cervezas que usa
de banco da la espalda al agua y recorre su propiedad con la mirada. El
rancho está cada vez más torcido, el travesaño podrido se partió. Qué
va’ser, al fin se mancó… Cuando uno se acostumbra a lo malo, lo torcido se
siente derecho, hasta que se cae.
Levanta su petaca, lo único valioso que le queda. Brindo por los
muertos: los que se fueron y los que parecemos vivos.

VI
La estación es un hormiguero. Todos se mueven apurados, empujan.
Buenaventura se desprende de su hermano para mirarlo mejor.
—Ya no sos mi hermanito, estás grande Macario. — y le da una palmada en la
cara.— estás más alto que yo— y se ríen.
Juana los mira, sonrojada. Buenaventura la ve y comprende.
—Una amiga, Juana. Viene con nosotros.
Buenaventura le tiende la mano y ella se la da, flojita, sudorosa, y sin mirarlo
a los ojos.
Los muchachos comienzan a caminar, ella los sigue, sólo unos pasos detrás.
Salen de la estación. El sol a pleno. Macario ahora se siente seguro, mira y no
habla.
—El subte, es un tren que anda por abajo de la tierra— dice Buenaventura
señalando la entrada— nunca viajé en uno de esos… Todavía. A este potro lo
vamos a domar juntos— lo dice riéndose y golpeando la espalda de su hermano
que se tambalea.
Caminan entre los negocios de la feria por la avenida Federico Lacroze y
siguen cien metros a lo largo de un enorme paredón que llega hasta la esquina.
Grande, escrito en letrotas negras bien definidas dice “ILLIA— PERETTE”, mientras
que, por debajo, algunas pintadas blanqueadas inútilmente con cal, dejan ver
PERÓN VUELVE. Macario lee en voz baja pero no entiende muy bien su significado.
—Ahora vamos a tomar el trolebús. Es un colectivo con antena. Bah no es
antena, son unos cables que le dan electricidad.
En la esquina se detienen. Avenida Triunvirato dice el cartel. No vienen autos.
Cruzan. En la ochava un bar con mesitas afuera, locales de ropa, zapatos, una
librería, kiosco de revistas, en una cuadra hay más negocios que en todo Santo
Tomé. Y el sonido de las ruedas en el empedrado.
Otra cuadra y llegan a Forest. Algunos edificios de uno, dos, tres, cuatro, cinco
pisos. Un hombre baldea la vereda, que es ancha. Acá los zapatos no se ensucian,
por eso los llevan lustrados, y en los balcones tienen plantas, poquitas, ralas. Los
vidrios y los bronces de los portones brillan. Muchas rejas. De pronto todos los
autos quieren pasar al mismo tiempo, las bocinas aturden, todos tienen apuro… a
dónde irán, acá hay muchos lugares donde ir. En la esquina de enfrente un edificio
distinto, elegante, Banco Nación, claro, ahí tienen la plata. Ellos no hablan, nunca
necesitaron.
Buenaventura se detiene. En el poste está el cartelito apenas visible que dice
301.
—Acá para el trole. De camino tengo que pasar a cobrar un dinero. A mi
vecino, yo le corto el pasto y le cuido la casa que usa de fin de semana. Esas
changas vienen bien. El hombre vive en Olivos y nos queda de camino. Ahí mismo,
a dos cuadras de la casa está la estación y tomamos el tren para Tigre.
Llega el 301 enganchado con los brazos metálicos a los cables suspendidos en
lo alto. Plateado, brillante, con la cinta azul que lo adorna de frente y las bandas
blancas en sus ruedas es imponente. Primero sube Buenaventura para sacar los
boletos, detrás Juana, empujada suavemente por Macario, y al fin él, que
trastabilla al arrancar el trole. Los hermanos se sientan juntos, Juana detrás de
ellos sola. Macario no puede respirar de la emoción, se siente un chico y le da
vergüenza. Buenaventura lo comprende, a él le pasó lo mismo, así que le palmea
el hombro y lo deja mirar tranquilo, ya tendrán tiempo de hablar.
La ciudad se sucede. Edificios fastuosos. Casonas de ricos. Gente que camina
rápido. Cristales brillantes que muestran objetos que solamente se ven en las
revistas. Calles empedradas. Edificios sencillos. Garitas con policías. Gente que
camina rápido. Autos formidables que pasan sin hacer ruido. Mujeres de cabellos
batidos y duros, ojos pintados como las actrices sobre tacos altos y finos. Gente
que camina rápido. Trajes y corbatas. Más zapatos lustrados. Portafolios. Gente
que camina rápido. Niñas con puntillas, niños con gomina. Colectivos de colores.
Taxis. Kioscos de revistas en las esquinas. Gente que camina rápido. Mujeres
morochas con uniforme y bolsas de compras. Hombres morochos con uniforme
barriendo la vereda. Gente que camina rápido.
La avenida donde dobla el trole se llama Cabildo. Se sonríe, así se llamaba la
construcción que hicieron con la maestra de tercer grado, él nunca entendió por
qué le hacían una fiesta a ese edificio. Pero prefiere no comentar, es tanto lo que
debería decir que mejor es quedar en silencio.
Pasa casi una hora hasta que el trole se detiene. Es la terminal. Bajan sólo los
tres, los demás pasajeros se fueron perdiendo en el camino. Caminan por la
vereda arbolada. Los naranjos de las veredas están en flor, y los azahares lo
perfuman todo. Ese aire es conocido, Macario creció con él.
—Esperen acá, ya vuelvo— dice Buenaventura y se acerca al portón de un
chalet recién pintado. Toca el timbre y espera. Una mujer lo espía por la ventana y
le hace señas de que aguarde. Pasan algunos segundos y la puerta se abre. Una
señora con ruleros y delantal de cocina abre la puerta, le pide que se acerque y,
luego de saludarlo cortésmente, le entrega un sobre.
—Listo— le dice a Macario— por suerte los encontré en casa. Ahora vamos a
tomar el tren, y después la lancha hasta mi casa. La Nancy te está esperando, le
hablé tanto de mi hermanito que ya te conoce. Es más buena la guaina…
Siguen caminando los tres. La vereda es ancha y hay sombra. En Olivos las
calles se ven diferentes, están más rotas, faltan algunas veredas y hay terrenos
baldíos como pequeños montes. En la esquina hay cuatro piedras acomodadas de
mayor a menor, llenas de verdín, por donde deben cruzar, sin ellas se mojarían los
pies con el agua de lluvia acumulada contra el cordón. Buenaventura cruza
primero, despacio, es muy patinoso, después Macario que le da firmemente la
mano a Juana, él no olvida que hace tres días parió un hijo y, aunque ella no dice
nada, se le nota que por momentos siente dolor.
— ¿Y pa’ cuando la Nancy va a tener?— le pregunta a su hermano mientras
caminan por las calles de adoquín.
—Menos de un mes falta… poquito falta. Si es varón se va a llamar Ramón,
como el abuelo, mi suegro. Pero yo le voy a decir Moncho…Monchito.
— ¿Y si es mujer?— pregunta Macario emocionado, imaginando que un día él
mismo va a estar pensando nombres.
—La Nancy quiere ponerle el nombre de la santa de ese día, viste, que
aparece en el almanaque. Algunos son raros, horribles, pero que decida ella, a mí
me da lo mismo.
—Mamá nos eligió el nombre así. Le gusta eso a las mujeres.
—Y sí… ¡Mirá! , ya llegamos, ahí está la estación.
—Es muy grande la ciuda’. Hay que saber pa’ llegar a cualquier lado, no es
moco de pavo. —
Debajo del alero del antiguo edificio de ladrillos hay una pintada borrosa, que
apenas deja leer boletería. Buenaventura se acerca a la ventanilla. Desde la
oscuridad del interior le extienden los tres boletos que pide. Cruzan el molinete.
Seguramente hay un baño cerca, porque huele mal. Una serie de bancos de
cemento sobre el andén están vacíos, salvo uno, donde está durmiendo un
anciano con aspecto deplorable. El cartel que dice Olivos es igual al que hay en
Santo Tomé, negro con letras blancas, pero no está tan oxidado y viejo. Avanzan
por el andén vacío. Al terminar la pared del edificio de la estación empieza un
alambrado y, detrás de él, hay un terreno enorme con una maraña de plantas que
no deja pasar la luz. Macario se detiene cuando reconoce la enredadera florecida
que cuelga de él, toma una flor y se la entrega sonriendo a Juana.
—Mirá, es mburucuyá, también le dicen pasionaria, a mí me gusta más ese
nombre. ¿La conocés?— le dice mientras le ofrece la flor. — Era la preferida de mi
mamá.
—En mi casa no había, pero vi en el pueblo. — contesta Juana sonrojada al
recibir el regalo.
¿Ves? Los clavos de Cristo, la corona y los martillos.
— Llego, llego, si puedo lo agarrrrrooo… — grita Buenaventura estirando el
brazo a través del alambrado mientras intenta alcanzar un fruto amarillo verdoso
que se bambolea – ¿te… acordás… que… juntáaaa…bamos—dice mientras se
estira con fuerza pero no lo consigue— y mamá nos hacía dulce?
— ¡Es el tren!— dice Macario tironeando el brazo de su hermano.
Se escucha un silbato. La locomotora amarilla se acerca frenando y las
puertas se abren solas, frente a ellos. Macario pega un respingo y Juana se aferra
a su brazo. La gente que baja del tren los obligan a correrse. Entran y se sientan
sin perder de vista esas puertas que se mueven solas.
—En media hora llegamos. Vamos a tener tiempo de tomar un tereré8.—
Buenaventura abre su bolso y le guiña el ojo a su hermano: tiene la guampa y el
termo con agua fría, azúcar y limón— como lo preparaba la mamá.— Esta noche
nos arreglamos para que duerman en mi casa, así mañana en cuanto despunta el
sol, nos vamos pa’ tu rancho. Está abandonado desde que se murió Don Higinio.
Vas a ver qué lindo que es ahí, no hay nadie, ni un vecino. Las Ánimas se llama el
arroyo, pero ni fantasmas hay. — le dice a Juana en tono de broma, pero ella
apenas sonríe y baja la mirada. Macario asiente sin demasiado interés, está
absorto con lo que ve desde el tren y confía en su hermano más que en nadie,
todo va a estar bien.

VII
Macario se acomoda en el asiento y mira, sin dejar de asombrarse. Primero se
suceden bonitas casas con jardines cuidados que, al pasar las estaciones, se van
haciendo más lujosas. El cartel dice San Isidro, y las casas ya son enormes, con
cristales resplandecientes, columnas blancas, caprichosos techos de tejas y calles
solitarias con empedrado que brilla bajo el sol del mediodía. Macario, con la boca
entreabierta, siente que no es su país, que es el de las revistas y le encanta estar
allí. Pero el esplendor se va diluyendo, y ya, al llegar a Carupá, las paupérrimas
casillas de madera y chapa, algunas tan pegadas a las vías del tren que se
pueden tocar, le hacen recordar al mundo real, donde pertenece. A medida que
se acercan a Tigre el vagón se va vaciando. El aire cobra aromas de tierra y
primavera. Algunos pasajeros que quedan se ven curtidos de sol, con las manos
marcadas de trabajo duro, y mujeres vestidas y peinadas como Juana, sencillitas:
seguro que van para las islas…
—Qué grande es el mundo— exclama, y su hermano le palmea la rodilla.
El tren llega por fin a la estación. Un gigantón pelado los empuja para bajar, y
corre. Se miran y ríen, todo es gracioso. Bajan al andén y lo recorren hasta un
terraplén que desciende y desemboca en una avenida, y tras la avenida el río. La
cruzan rápido, un colectivo con el número 60 pasa acelerando por detrás de ellos,
Buenaventura le grita ¡Añamembuy!, se miran y vuelven a reír a carcajadas,
Juana, que está pegadita a Macario se contagia y ríe también.
La vereda que hace de costanera es angosta. Una secuencia de refugios con
techos de chapa, apenas separados, tienen anuncios pintados: Lanchas de
alquiler, Lancha taxi, Boletería Jilguero… El río Tigre abajo, marrón, espeso, es
angosto, lleno de barcos y botes de remo. De este lado, varias lanchas muy
grandes de madera brillante con asientos, se menean vacías.
—Mirá hermanito. Esas son las lanchas colectivas, una de esas vamos a tomar
en un rato.
Los vidrios reflejan el sol del mediodía. Impecables garzas, como esculturas
estilizadas, inmóviles en los palos de enfrente y dos biguás renegridos que
revolotean entre los barcos.
Buenaventura se detiene a comprar los pasajes.
La baranda de la costa se interrumpe varias veces para dar paso a las
escaleras de cemento, que descienden hasta desaparecer en el agua marrón
donde están amarradas las lanchas de madera, una al lado de la otra, unas detrás
de otras, formando varias filas contra la costa de hormigón. Son todas iguales,
salvo por el color de su techo que indica que son de diferentes empresas.
La de ellos pertenecen a Jilguero y tienen el techo azul. Adelante hay otras
tres de techos verdes y las de atrás amarillo. Cada empresa recorre un río, el de
ellos es el Carapachay. Es fácil entender cuando Buenaventura explica, que
lástima que no estudió, hubiese sido un buen maestro. Tres, le dice al viejo que
vende los boletos, no hace falta que diga hasta dónde, porque se ve que ya se
conocen: Voy con mi hermano Macario y … una amiga. Se vienen a vivir a la isla
también. Los presenta, pero el hombre es parco, no muestra interés y apenas
hace un gesto de saludo.
Ya con los pasajes en mano, comienzan a caminar por la costanera hacia el
puente que cruza el río, con sus perfectas columnas blancas, radiantes a fuerza de
sol. Macario frena a su hermano que camina entusiasmado deseando refrescarse
con el tereré.
—Pará, necesito comprar. — y señalando a Juana, que lo sigue sin chistar,
agrega— Ella no tiene nada.
Parece que Buenaventura va a preguntar, pero se frena, Macario se siente
agradecido, no tiene ganas de explicar. Al cabo de unos segundos de reflexión su
hermano dice, casi gritando de entusiasmo:
— ¡La Nancy tiene mucha ropa para darle!, se va a poner contenta de que ella
la use. La pobre engordó como veinte kilos en estos meses y no creo que sean
todos de mi hijo – y bajando la voz como si ella lo pudiese escuchar— ahora tiene
la cara como vos cuando te enfermaste de paperas, ¡Puro cachete! —
Buenaventura le palmea la espalda y casi gritando agrega— ¿Te acordás? Cómo se
te inflaron los cachetes y los mmmm… —dice con picardía señalando la
entrepierna de Macario— Bueno, ahí abajo, ¡si tenías dos vuruháka9! ¿Te acordás?
Qué susto le diste a la vieja en el hospital, pensó que te morías. Bueno, igual a vos
después de todo, se te fueron los cachetes y —señalando nuevamente los
testículos de su hermano que no puede disimular su vergüenza — y supongo que
los de ahí volvieron a ser como deben ser… Pero la Nancy… me parece que a la
pobre los cachetes se le van a quedar para siempre.
Como si no hubiese dicho nada importante, Buenaventura sigue andando en
busca un pastito para sentarse.
Mientras matean, observan atentos el muelle donde está anclada la lancha de
techo azul. Cuando los marineros bajan las escaleras y el de la boletería se
acomoda en la entrada de la escalera, saltan como resorte, Buenaventura guarda
el termo y el mate en el bolso y se ponen a caminar. A Macario le tiembla el
estómago.
— Uy, creo que tengo que ir al baño…
—Yo también— susurra Juana.
— ¡Parece que se pusieron de acuerdo! No se preocupen que en la lancha hay
uno. Cuando el río está picado es difícil embocarle al inodoro pero hoy está
tranquilo — dice y otra vez ríe con esa felicidad que conmueve a Macario.
Del otro lado de la avenida ha llegado un nuevo tren. Bajan pocos pasajeros.
La mayoría cruza hacia las amarras igual que lo hicieron ellos y se acomodan en
distintas filas, una en cada refugio. Parece que las tres empresas salen dentro del
mismo horario y por eso las colas se mezclan y se arma tanto el lío.
Bajan la escalera de cemento. Un muchacho joven, ágil, el marinero, se mueve
como un monito por el techo azul de la lancha, acomoda cosas, bidones con agua
que tienen nombres de personas o de casas, cajas y bolsas enormes que los
pasajeros le alcanzan desde la escalera antes de subir:
— ¿Dónde va?
—Zarzana.
Y el marinero pone la bolsa de harina y la caja de cartón en la mitad del techo.
— ¿Dónde va?
—Frías, en Don Mariano. — Y el muchacho agarra la damajuana, la bolsa con
mercadería y el cajón de cerveza como si fuesen de plumas, y los acomoda en el
fondo.
Cuando les llega el turno de subir, Buenaventura le alcanza los boletos y dice
La Martita, el marinero se queda con la mitad de los boletos, y les tiende la mano
para ayudarlos a subir.
En el centro de la lancha hay varias hileras de tres asientos parecidos a los del
trole pero, a los dos costados, largos bancos de madera van de proa a popa. Las
ventanas están casi todas abiertas, con sus hojas levantadas y agarradas del
techo con unas cadenitas, todo de madera brillante, perfectas.
— Sentémonos adelante de todo que es más cómodo y no te molestan a cada
rato pa’ pasar… Igual los jueves a esta hora va casi vacía, los fines de semana se
arma tremendo emboyeré10 de turistas… Se escapan de la ciudad. Se vienen a
buscar la tranquilidad y las plantas. Nosotros no tenemos plata, pero somos ricos
en eso — y palmea nuevamente con fuerza la espalda de su hermano que camina
delante de él haciéndolo trastabillar entre los asientos. Se ubican al fin casi al lado
del timón, donde se acaba de sentar un hombre muy gordo y canoso —Acá, al
capitán, le dicen patrón, tené’ que aprender todo eso para hacerte isleño de
verdá’… Por suerte el río está alto… ¿Viste que allá en casa, el Uruguay baja y
sube? Bueno, acá igual pero mucho más, a cada rato, por ahí a la mañana el agua
te moja las patas en el muelle y a la tarde no podés salir porque se secó. Cuando
está muy bajo, la lancha de pasajeros va despacito porque se puede romper la
hélice, así que se te borra la raya del cucu… En la isla es difícil planear lo que vas
a hacer, acá manda el río. —Macario se asombra ante la verborragia de su
hermano, que siempre fue un tipo de pocas palabras. Buenaventura descubre la
admiración en su mirada— ¿’Tas contento, verdá’?, ¿te gusta?
—Si hermano… Gracias.
Brama el motor. En la lancha habrá unas veinte personas, todas tienen algún
paquete en las manos, en el piso, o arriba del cajón de madera que tapa el motor.
Varios conversan, se ve que se conocen; otros, como ellos, apoyan su brazo en el
marco de la ventana abierta y se entregan a lo que ven. La lancha se mueve, el
corazón se acelera. Juana, que está pegadita a su lado, tiene un brillo especial,
como si volviese algo de su infancia perdida.
Lentamente la lancha comienza a recorrer el río Tigre, demasiado oscuro,
como aceitoso. A medida que avanza se deja de ver la estación fluvial, y aparece,
mucho más ancho y claro, el Luján. Una línea perfecta, como dibujada con una
regla, marca el límite de los dos ríos: de este lado aceitosa, prisionera, oscura, y
del otro torrentosa y libre. La lancha penetra el río grande, gira a la izquierda y
aumenta la velocidad. En la orilla de en frente se alza una casa lujosa, enorme,
que les arranca un suspiro.
—Es un club, Regatas La Marina— dice Buenaventura— Es lindo, pero ya va’vé
que es un sucucho al lado del otro que viene ‘espués. Aguantá que ya se va a ver.
La cinta del pelo de Juana revolotea como un pájaro mientras ella observa acá
y allá con asombro, marcando con el dedo todo lo que hay que mirar. Macario
mira el paisaje y la mira a ella, mientras lo invade una suave ternura.
Durante un par de minutos, en silencio, devoran con los ojos ese río rodeado
de bellezas y lujos. Buenaventura espera la aparición aquel edificio que quiere
mostrar con orgullo, como si fuese propio. Al fin, saca medio cuerpo afuera de la
ventana y señala con su brazo extendido:
— ¡Ahí está, miren eso!
En el imponente edificio, de dos plantas, abundan los vidrios, las
columnas ornamentadas con palmetas, guirnaldas de flores, hojas de
laurel y de encina. En las esquinas se ven dos torres que salen del
primer piso, semiredondas, que rematan en una cúpula coronada de
hierro y una aguja final, igual que el mirador hexagonal que está en
el centro pero, lo más impresionante, es la terraza sostenida por
columnas que se extiende desde el edificio hasta la costa.
—Eso era un clu’… pa’ que sepan.
— ¡Parece de cuento de hadas! Nunca viiiii…—murmura Juana pasmada por la
impresión.
—Nuuuuu… qué cheboli caté11!— Agrega Macario con los ojos enormes que
quieren salir de sus órbitas.
—Un día el marinero, me dijo que era el Tigre Hotel, como dice el cartel del
colectivo 60, pero un turista comedido se metió y nos dijo que al Hotel lo tiraron
abajo hace montón de años, y que este era un clu’ de baile y casino, de gente
fina, pero que hace mucho que está cerrado.
—Baaaaah, igual que nuestro Santurtum, ¡tan contentos que nos pusimos
cuando pusieron la segunda letrina!— y se ríen recordando el pequeño club de su
pueblo.
—De verda’ que parece un castillo— exclama Juana subyugada por la imagen
de ese magnífico palacio de estilo francés.
Y, mientras lo siguen con la mirada, la lancha hace una curva y entra en un río
mucho más angosto, enmarcado con altas casuarinas que le regalan su sombra.
—Este es mi río, el Carapachay.
El motor es ruidoso y aísla. Las voces luchan por hacerse escuchar y no vale la
pena. Un mundo desconocido llama desde afuera.
—Miren que vivos que son los de acá, hacen las casas arriba pa’ que no les
llegue el agua cuando sube la marea. — Buenaventura explica y sus ojos brillan,
sus manos vuelan y su voz, tan entusiasmada, se sobrepone al ruido del motor. —
¿Ven que arman como una paré’ con tablas de madera dura en la costa? Se llama
tablestacado. Porque el río come la costa, tanto que puede tirarte la casa bajo. Va,
no siempre, en algunos lugares saca la tierra, pero la deja en otros lados y a veces
tapa el río y no se puede pasar. Bah, el río hace lo que se le antoja, como yo… —
Se ríen. Macario tiene ganas de abrazar a su hermano pero se aguanta.
Las azaleas revientan en colores, y el aroma del ligustro en flor lo invade todo
y se mete en los cuerpos haciendo un registro indeleble.
—Ese arroyito que aparece ahí se llama Gallo Fiambre, jajajaj— y
Buenaventura le da un codazo a su hermano, pero Macario no reacciona,
subyugado con su nueva realidad que le resulta mucho más atractiva que las
mansiones de San Isidro.
En Santo Tomé la costa del Uruguay es distinta, pequeños montes de
ñandubay, algarrobos y solitarias pindó prestan sombra a los pastizales, pero acá,
es un delirio de verdes y flores.
No hace calor, el día es perfecto, y las manchas de sombra, unas tras otras,
refrescan el alma, prometen un verano distinto a todos los sufridos.
La lancha aminora la velocidad que había tomado buen ritmo. En un muelle
desvencijado tres perros enormes ladran y mueven la cola empujándose,
desafiando el límite de las tablas. Un hombre mayor, de alpargatas percudidas y
gastada ropa de trabajo, camina arrastrando los pies hacia la puerta de atrás, y
mientras el patrón amarra, golpeando apenas el muelle que amenaza caer
desplomado, conversa algo divertido con el marinero. Baja al muelle esquivando
la fiesta perruna. Recibe las herramientas que viajaban en el techo: una
motosierra sucia y una cortadora de pasto, un atado de arpillera que parece bien
pesado y al fin, un bolso viejo repleto, de donde asoma una botella de aceite.
La lancha vuelve a bramar y se aleja mientras el hombre camina arrastrando
los pies, entre los perros, hacia un ranchito de madera, prolijo, en alto, donde se
asoma una anciana sonriendo, con el mate en la mano.
¡La Manuelita!, grita el patrón. Una pareja que no ha parado de besarse, se
pone de pie y recogen sus bolsos. Macario mira a Buenaventura con curiosidad,
como esperando una explicación.
—Es un recreo. Acá le dicen así a los lugares para que los turistas vengan
dormir o a pasar el día, vienen a bañarse en el río. — responde satisfecho de que
su hermano al fin le pregunte algo.
—Se ve que son turistas. Mirá, ahí los vienen a recibir. — observa Macario.
Un hombre gordo, se acerca a la punta del muelle abrochándose la camisa los
ayuda a bajar y les agarra los bolsos. Y entre ellos los perros, siempre los perros…
Yo voy a tener mi perro, dice en un suspiro, y se acuerda con nostalgia de su
pingo, el Atahualpa, que dejó ayer en el palenque de Braulio… Hace tanto tiempo.
—Necesito ir al baño— dice Juana frunciendo la nariz, como si su problema
fuese de difícil solución.
—Mirá, allá en el fondo, al lado de la escalerita de la salida, ¿ves que hay una
puertita angosta? Es ahí.
Juana agarra su carterita y se encamina, tambaleante por el movimiento de la
lancha que se acaba de cruzar con una chata desbordante de troncos.
— ¿De dónde salió la guaina? Es chica para andar sola “con un amigo” por ahí.
— aprovecha Buenaventura para preguntar.
— La conocí en el tren. No tiene adonde ir. Y se prendió conmigo.
— ¿Nuuuuu, así nomá’? ¿Taaaan fácil? Yo le arrastré el ala a la Nancy más de
un año pa’ que me diga que sí, y vo’ menos de un día. Y no es ningún loro la
guaina.
—No, ¿verda’?
Y no dice más. Los secretos son para guardar.
Juana vuelve sonriente. Le gustó el baño dice, aunque la lancha se movía
mucho.
—Falta poco. ¡Ahí está la escuela 13!— arremete Buenaventura otra vez.
El edificio bien pintado no es grande, pero es precioso. Los ladrillos de abajo
forman un panal por donde entra y sale el agua de las mareas, un mástil, ya sin la
bandera, erguido en el medio de un patio de cemento, bordeado de plantas con
flores.
Un grupo de niños de guardapolvo blanco y otros más pequeños de rosa y
celeste se encuentran formados en el viejo muelle, mientras otros siguen
jugueteando en la costa.
—Miren, miren. Ahí estudió la Nancy. Es linda la escuela, la gente la cuida
mucho. Pobres maestras, el trabajo que les dan los gurises pa’ que no se empujen
y se caigan al agua. Son bravos…Lo que pasa es que están mucho tiempo solos
en sus casas y cuando se juntan no los para nadie.
Amarra la lancha, comienzan a subir: los más chicos primero, los grandes
después. El marinero los va saludando cariñosamente de a uno.
—Los que se quedaron es porque van pa’l otro lado, esperan la otra lancha en
la escuela, igual que las maestras que vuelven a Tigre. No hay ni una maestra de
acá, de la isla. Es difícil estudiar pa’ los que viven acá.
La lancha no arranca hasta que los chicos terminan de acomodarse. A pesar
de lo que Buenaventura dijo, no se ven bravos, sino respetuosos y tranquilos.
— No veo la hora de que mi gurí venga a la escuela… jajaja, todavía no sale
de la panza y ya lo quiero de guardapolvo— los dos hermanos se ríen, Juana hace
como que no escucha y mira estática por la ventana.
Dos niños con delantal a cuadritos y otro un poquito más grande se han
sentado al lado de una señora que los besa con ternura y comienza a mirarles los
cuadernos, podría ser su madre, o su abuela, vaya uno a saber.
Macario los cuenta, subieron doce. Se ve que todos los chicos están
acostumbrados a portarse bien en la lancha porque ninguno se para. Un
morochito de pelo ensortijado, saca un camión de madera de su bolsa, toma
distancia con su compañero y lo hace rodar por el banco y por sus piernas,
mientras, con sus bocas, susurran la banda sonora de su historia.
Cinco minutos y la lancha se detiene en un muelle suntuoso, una mujer joven
con ropa de trabajo recibe a tres niños. Al fondo de la casona se ve, entre los
árboles, un ranchito prolijo bien alto y bastante ropa tendida. Siguen el viaje en
silencio. La lancha disminuye la velocidad frente a una construcción de ladrillos
blanqueada.
— ¡Mirá, esa es la enfermería! Atrás vive Don Julio, no se ve la casa pero
siempre está. Por ahí lo conoces esta tarde, porque viene pa’ revisar a la Nancy.
Sabe más que un dotor. Igual dentro de diez días nos vamos a lo de la madrina de
la Nancy que vive en Rincón, cerca del hospital. No queremos sustos…—
Buenaventura hace un silencio para reflexionar. Juana ha suspirado tan fuerte que
Macario siente su aliento en la nuca. Con disimulo le apoya la mano en la rodilla y
la acaricia.
— Mi suegra, con el segundo hijo, la pasó muy mal. Vivía bien lejos, del otro
lado del Paraná, allá en Las Animas, ahí pa’ donde van a ir a vivir ustede’. Eran
vecinos del tano Higinio, el viejo que te dejó la casa. Venía atravesado el gurisito y
no llegaron a tiempo al hospital, así que se le murió adentro, tratando de salir, y
ella casi se muere. Mirá que no pudo tener más hijos. Por eso les quedó el susto…
Y pa’ qué mentir, a mí también. Si me armaría un rancho en la puerta del hospital
para estar más cerca.
Sonríen, pero poco. No es gracioso tener miedo. Juana nuevamente mira por la
ventana, apenas respira.
Sans Soucí 1860, dice la placa. Son dos casas unidas por un puente. Parece
que del techo colgara un encaje de madera. El parque está impecable, como
alfombrado, y la azalea rosada es una escultura al costado del muelle.
“Guaaauuu” exclama Macario rompiendo el silencio triste que se instaló entre
ellos. Buenaventura aprovecha para continuar con su tarea docente:
—Los dueños vinieron hace más de cien años. Eran de un país de Europa, no
me acuerdo, pero que hace mucho frío. A la final, aventureros como nosotros,…
pero rubios.
Ahora sí los hermanos se ríen con ganas.
Minutos después, Buenaventura se pone de pie. Al mismo tiempo la lancha
aminora la velocidad. Ahora les toca a ellos.
—Vamooooosss— dice Buenaventura con el entusiasmo de un niño— miren,
allá está mi bruja. Por fin te va a conocer… le hablé tanto.
 
Se está nublando. El sudor de su frente atrae a los mosquitos.
Apenas puede mover la cabeza de un lado a otro y llevarse la petaca hasta
la boca. Otro besito le dice a la botella y la lame una vez, otra y otra.
La garza lo mira inerte, en el palo del tablestacado en la orilla de en
frente. Siempre aparece para esa hora y se queda esperando algo que
nunca llega. Es lo más parecido a una compañía. La hora de la siesta que
silencia a los pájaros se rompe con el graznido de Cachito, la lancha
almacenera, que viene cruzando el Paraná. Tendría que comprarle
kerosene, carne, comida, vino, todo. No hay nada en el rancho.
El cañaveral ya tapó el camino otra vez. El muelle del Paraná hace
tiempo que es de los otros y Macario no lo ha vuelto a pisar.
Cachito pasa por el río tocando bocina pero no se detiene a
esperarlo.
El agua no para de bajar. Corre, se va sucia, llena de tierra y hojas y
bichos.
Otra vez solos, él y la garza.

 
III
En el muelle gris, de tablas carcomidas por el agua, la muchacha brilla con su
vestido naranja lleno de flores, que cae desde los pequeños hombros y se
despliega sobre la curva de su vientre, para terminar flameando entre sus piernas.
Más atrás, como dos viejas estatuas, un hombre y una mujer, con ropa
dominguera, sonríen con agrado. Están al pie de la escalera de la pequeña casa
recién blanqueada.
La lancha apenas, con cuidado, roza el muelle. Ahí está la joven que espera y
no es cosa de andar topando como bestia.
— ¡¿Falta poco Domínguez?!— le grita el patrón al viejo, señalando la panza
de Nancy.
— ¡Dos semanas nomás! – responde el padre mientras levanta la mano y
saluda.
El marinero ayuda a bajar a Juana y luego a Macario. Buenaventura esquiva la
mano y pega un salto. Nancy lo abraza como si volviera de un largo viaje.
—Bueno, te presento, Macario, mi hermanito, y Juana, una amiga suya.
Nancy se tensa y abre los ojos con extrañeza, pero enseguida cede y le da un
beso cariñoso a cada uno. El muelle es largo pero están todas las tablas, algunas
parecen nuevas, bien firmes. Se ve seguro, preparado para que no haya un traspié
que lastime a esa criatura que pronto va a nacer.
Los cuatro caminan hacia la casa rodeada por cientos de macetas con flores y
plantas exuberantes. El perfume es tan intenso que detiene el mundo. El rostro
sonriente de Don Domínguez contrasta con el de Marta, su esposa, que,
frunciendo el ceño, le murmura, tan fuerte que se alcanza a escuchar, “Quién es
esa chica, ¿no venía solo?”, una pregunta a la que su marido responde con un
codazo disimulado.
—Acá les presento a mi hermanito, Macario. Y esta es Juana, una amiga de él.
Marta abre bien grandes los ojos y toma entre sus dedos la crucecita que le
cuelga del cuello. No les da un beso, apenas levanta la mano como toda
bienvenida y entra en la casa. Juana queda clavada y no se mueve. Nancy, detrás
de ella, queda mirando la situación y duda, da un paso, dos tres, acelera y le pone
la mano en el hombro, caminan así el último trecho, y cuando ella vacila ante la
puerta, suavemente la empuja para entrar.
La casita se ve muy cuidada. Adentro la mesa grande luce un mantel bordado,
de los que se usan para las visitas, hay sillas pesadas, sólidas, de otros tiempos.
La pared del fondo parece un altar: En el centro, un cuadro del Sagrado Corazón
de Jesús y una lámina pegada con cinta Scotch, algo amarillenta, de La
Inmaculada Concepción. Debajo hay un estante adornado con un voladito de
encaje sostenido con chinches doradas y, sobre él, un florerito de loza con
jazmines y azaleas, un par de velas, y una colección de estampitas de santos que
se apoyan en la pared. Santa Lucía. San Cayetano. San Ceferino. Y otros menos
conocidos que se suman a la fila.
—Macario… Te quedaste como un poste. Vamos, vamos. Que deben tener
hambre… Si alguien quiere ir al baño, está abajo, a la izquierda. Mientras, vamos
sirviendo. ¡Vamos Marta! ¡Cambiá esa cara que tenemos visita! — le dice
Domínguez sonriendo.
Buenaventura se ve incómodo, pero Nancy le da la mano a Juana y con un
gesto divertido se ofrece a acompañarla hasta el baño.
Las dos bajan, lentamente, Nancy está muy pesada.
—Perdón, no quiero ser pedigüeña, pero necesito un pedacito de trapo, o un
algodón… estoy con… la regla y…— dice Juana roja y temblorosa, Nancy, tentada
de risa, la abraza.
— ¡Pero nena! ¡Tanta vergüenza entre mujeres!, ¿cómo me va a molestar?
Mirá acá en el baño, en ese estantito tenés algodón. Yo hace nueve meses que no
uso. No sabés lo lindo que es no preocuparse de si te manchás, de si te lavás la
cabeza que se te corta…— Nancy deja de hablar cuando nota las lágrimas de
Juana. — ¿Qué te pasa?—
—Nada, que soy llorona nomá’.
—Je je, ya te va a llegar, sos una nena todavía. ¿Cuántos años tenés?
—Diecisiete, recién cumplidos.
—Faaaaa, si sos una nena en serio. Me enseñaron a no preguntar, por eso no
te pregunto qué andás haciendo por acá, pero si algún día querés contar, mi oreja
está lista. Bueno, entrá y usá lo que necesites. — y al subir la escalera desde la
puerta de la casa le grita— ¡apurate que ya están todos sentados esperando para
empezar!
Pasan algunos minutos, y Juana aparece con su cara limpia y el cabello atado
en la nuca, bien peinado. A trasluz, de pie en la puerta, Macario la ve como un
cuadro de la virgen, pero enseguida baja la vista y se arrepiente de su
pensamiento irrespetuoso. Cuando al fin están todos en la mesa, Nancy saca del
horno de leña las empanadas calientes y las pone en el centro para que se sirvan,
aunque a los invitados les tiene que insistir varias veces para que coman. Las
empanadas doraditas son muy jugosas y queman. A los hermanos les da risa
cuando se chorrean.
—Éste— dice Domínguez señalando a su yerno— cuando llegó no sabía
pescar. Dice que en Corrientes sacaba un montón, pero se ve que los pescados
correntinos son medio pavos, porque lo que e’ los de acá se le cagaban de risa. —
Marta lo codea y lo mira reprobando su lenguaje pero él se le ríe— Era un
fracasado. — dice haciendo gesto de hombre fino— Pero yo le enseñé, y ya me
gana. ¡No sabé’! cuando este gurí agarra la caña los dorados,… y mirá que esos
bichos son bien redomones, angacito el que se le cruza, termina en la parrilla.
—Mi suegro asando en la parrilla es un maestro. Pero no te esagero, es un
maestro de verdá’. Él me enseñó a trabajar el junco y el mimbre. Con eso nomá’
no te cagas de hambre acá en la isla. Y yo te voy a enseñar.
— A lo primero el gurí era medio duro pa’ aprender pero ¡no sabés las sillas y
las canastas que está haciendo! No, si con el Buenaventura nos vamos pa’rriba.
Los hombres siguen hablando sin parar. Domínguez y Buenaventura compiten
y sonsacan recuerdos para el recién llegado. Macario no deja de sonreír.
Desconoce a su hermano, tan callado que era. Cada tanto le piden una opinión,
pero se da cuenta que ni lo escuchan, que es solamente para que se sienta uno
más en la familia. Juana esquiva los ojos de Doña Marta, a la mujer no se le ha
dibujado una sonrisa desde que llegaron y parece que a nadie le importa.
El sol, llegando al oeste, entra por la puerta y calienta el ambiente. Con tanta
charla los hombres se acaloran y los sifones no dejan de salir uno tras otro de la
heladera a kerosene para llenar los vasos de vino con soda bien helada.
— ¿Viste hermanito cómo enfría esta heladera? Si cuando hace calor me da
ganas de dormir adentro. — le dice mientras pasa el vaso empañado por la frente.
— Tenés una en el rancho de don Higinio, bue’, tu rancho, que es alemana.
— ¿De veras?
—A né, si te voy a mentir.
Macario la mira a Juana con los ojos vidriosos de emoción, y de vino.
— ¿Armamos una terereada en el muelle que está fresquito? A esta hora ya
tiene sombra. ¿Vamos?
Los tres hombres se alejan llevando unos cajones para sentarse mientras las
mujeres limpian la cocina en silencio. El aire está pesado dentro de la casa. Juana
no levanta la mirada, parece más pequeña con su espalda encorvada, como si
quisiera tragarse a sí misma mientras Marta no le dirige la palabra y la mira de
reojo. Nancy le alcanza a su madre la pava enorme con agua para lavar los platos
que se mantiene tibia sobre la cocina de leña aunque ya se apagó, la mujer se la
arrebata como si tuviera algo para recriminarle. Nancy agarra una jarra con agua
fría de la heladera, que dejaron casi vacía, le agrega hielo y unas cuantas rodajas
de limón recién sacado del árbol y se la da a Juana. En una canasta de mimbre,
acomoda la guampa, la yerba, el azúcar, y la invita, inclinando la cabeza, a salir.
Marta se va a su cuarto sin haber dicho una sola palabra en todo el almuerzo.
El aire afuera se desliza suavemente. Bajan la escalera, y en cuanto se alejan
de la casa, sonríen.
Al verlas llegar, Domínguez se pone de pie y les deja el banco. Se despide de
los jóvenes y se va a trabajar un poco.
El tereré viene y va. Nancy cuenta su fiesta de quince en el parque de la
Idahome donde trabajaba su padre; cómo disfrutaba los viajes en lancha a la
escuela porque aprovechaba para hablar con sus amigos, que le hubiese gustado
tener hermanos, que en la isla hacen falta.
—Allá en el campo también. No sabé’ la falta que me hizo Buenaventura
cuando se fue. — dice Macario mirando con ternura a su hermano.
El tereré viene y va.
—Acá no es fácil los amigos— continúa Nancy— tenés que tener el bote para
vos sí o sí, porque si te vas todo el día los dejas a pata a la familia. Y la colectiva
es cara, a veces nos lleva de favor, pero no es fácil. Yo por suerte tuve a la Rita,
una mejor amiga que vivía acá nomás, se puede llegar caminando a la casa, hay
que cruzar algunas zanjas jodidas, pero tienen sus puentes de troncos que
tratamos que estén bien, a veces se pudren, pero los arreglan rápido porque es el
camino para todos. Con ella nos juntábamos siempre, y hacíamos la tarea juntas,
y todo.
Se queda pensando.
El tereré viene y va.
Juana la mira un poco de soslayo, como si no se animara del todo a mirarla.
Ella arranca de nuevo:
—…Pero se casó y se fue a vivir a la Isla Maciel, de la ciudad para abajo. Me
contó que se llama así pero no es isla, y está al lado del Riachuelo, un río de agua
re podrida. Cuando llegó ahí me escribió que lloraba todos los días, y yo le dije
que se vuelva pero no quiso. Hace unos días me mandó una carta con su mamá y
dice que ya se está acostumbrando y el marido es re buenito y que la cuida
mucho, y que trabaja en unos galpones del puerto —se detiene, la mira a Juana, le
sonríe.
El tereré viene y va.
—Pero ahora estoy contenta, tengo a Juana que va a ser mi nueva amiga…
aunque si vive del otro lado nos vamos a ver poco. — termina de decir Nancy y se
pone muy seria de nuevo.
Juana sonríe y se desata. Empieza a hablar haciendo muecas y ademanes,
provoca risas. Cuenta sus travesuras de la infancia y la maestra que le pegaba
porque hablaba mucho.
—Yo tuve un mejor amigo, mi perro. Bisagra, se llamaba porque de cachorro
chillaba como la puerta oxidada — imita el grito agudo del cachorro con tanta
gracia que todos vuelven a reírse.
Una bandada de pájaros levanta vuelo, y se pierde de vista.
El tereré viene y va.
Macario no para de mirar a Juana.
—Bisagra me esperaba en la puerta de la escuela y dormía en mi cama. –
recuerda Juana sonriente.
El tereré, todavía, viene y va.
De pronto, Juana se transforma. Sus ojos, su voz. Contagian.
— Hasta que tuve trece me cuidó de día y de noche. Mi mamá no quería que
se suba a la cama, decía que tenía mal olor, pero el olor de mi perro fue el mejor
que tuvo mi cama. En la inundación que tapó el rancho, ese invierno que yo
cumpli los trece, mi perro desapareció…. De ahí que le tengo miedo al agua, a las
tormentas.
El tereré se ha terminado.
Oscurece.
—¡Apehinchalapelota!— grita Buenaventura y se da un cachetazo en la cabeza
matando dos mosquitos que lograron hincarle la frente— Vamos a la parrilla un
rato a ver que está haciendo Domínguez que nos prometió un asadazo, de paso
nos dejan de joder los mosquitos con el humo… — refunfuña mientras ayuda a
Nancy a pararse y le acaricia, como siempre lo hace, la gran panza donde crece el
hijo.
En el fondo, sin apuro, Domínguez va encendiendo el fuego en la parrilla.
Cuando ve que la brasa ya se ha afirmado, va hasta la casa y vuelve trayendo un
par de dorados enormes. Mientras los muchachos preparan el adobo, las chicas se
van con una canasta de mimbre para el fondo a cosechar la verdura de la huerta
que tienen arriba del endicado, a salvo de las mareas. Lechuga, tomates,
rabanitos, verdeo y ramitas de orégano. Con el rocío que empieza a caer todo está
húmedo, y el aroma de la albahaca les avisa que no deben olvidarse de unas
hojitas para perfumar los tomates. Mientras comen unos rabanitos como si fuesen
caramelos vuelven a la parrilla donde Marta las espera, de buen talante, para
hacer las ensaladas.
La noche está muy fresca, empezó a soplar del sudeste.
— ¡Nancy!, ¡Mirá la Juana, Angacita tiembla de frío! Qué bruto soy, perdóname
gurisa. No tiene nada de ropa y le dije que le ibas a regalar la que te queda
chica… — dice Buenaventura.
— ¡Claro! ¡Vení! Te muestro la ropa que tenía preparada para llevar a la
iglesia…mirá que suerte que el domingo pasado llovió y no fui a misa, si no…
Vamos, tengo algunas cosas más o menos pero, otras…
Suben a la casa y van directo al cuarto de Nancy. En un rincón hay una bolsa
repleta. Nancy la vuelca sobre la cama. Polleras, varios batones sencillos, unos de
manga larga, de lanilla bien abrigados y otros frescos y floreados, algunas blusas
y abrigos, y un tapadito de franela como nuevo. También dos camisones de frisa
largos, iguales, con flores rosadas y algunas camisetas de interlok. Juana está
emocionada, se mide se prueba, todo le entra bien o un poco grande, pero se ve
tan limpio y cuidado...
—No sé si querrás, pero tampoco tenés ropa interior. Así que te pongo en la
bolsa estas bombachas. Bien limpias están, son las más nuevas, y estos dos
corpiños. Ah, estas medias te vienen bien seguro, me las tejió mi mamá, pero
tengo montones de medias. Mi mamá cuando tiene restos de lana hace medias…y
estas de nylon, nunca las usé, y estos zoquetes de streech para los zapatos.
¿Cuánto calzas?
—37— dice Juana pasmada.
—Yo 36, Mmmmm…pero mamá 37. Esperá acá que veo qué le puedo sacar sin
que se dé cuenta. Ella tiene zapatos que nunca usa en el baúl. Todo le hace doler
los pies. Los compra, los usa un día, le sacan ampollas y los guarda, entonces otra
vez en alpargatas. Tiene los pies cada vez más anchos, como canoas, tendría que
comprar 38 seguro,… pero hacéselo entender.
—Yo ni loca le diría, jajaja parece brava tu mamá.
Se ríen, y mientras Nancy va al dormitorio de sus padres a buscar algún
calzado, Juana se pone un batoncito azul, ligero pero de mangas largas, y un
saquito verde de hilo que, al abrocharlo, se ciñe sobre su cuerpo delgado y le
marca la panza saliente de puérpera. Entonces, con urgencia, se lo saca y elige un
pulóver negro que le queda suelto.
Nancy aparece risueña, con cara de niña traviesa, y entre sus brazos,
escondiendo, trae dos pares de zapatos: uno acordonado con tacones y unos
mocasines negros. Los dos pares se ven sin uso, y a Juana le quedan perfectos, así
que los guardan escondidos entre la ropa, salen con la bolsa al comedor y la dejan
al lado de la de Macario. Juana se queda de pie mirando su nuevo equipaje, los
ojos le brillan y las lágrimas contenidas la hacen temblar. Nancy no pregunta
nada, le acaricia la espalda, la rodea con su brazo y la invita a bajar.
La madre ya hizo las ensaladas y está cebando mate. Las mira sin decir nada,
aunque al ver que Juana pudo vestirse con la ropa de su hija, no puede evitar que
una pequeña sonrisa relaje su gesto severo, y, si bien no le habla, le convida un
mate espumoso.
Entre todos ponen la mesa al lado de la parrilla, debajo del sol de noche que
se mece colgado de la rama de un fresno.
Mientras cuida la parrilla y toma unos vinitos, Domínguez empieza a contar
historias tenebrosas del arroyo Las Animas. Juana y Macario lo miran impávidos y
se entusiasma ante el auditorio renovado.
—Don Higinio era mi vecino, él veía más. Era un hombre muy sufrido, buenazo
como pocos pero de pocas palabras.— dice mirando a Marta que asiente con la
cabeza, seria, dando más sentido de realidad al relato.— Primero él me contó en
secreto que, a veces, cuando iba a tomar mate a la mañana en el muelle, su
mujer, la finadita, y el hijo que murió en la guerra, allá en Italia, vestido de
soldado, lo esperaban y lo acompañaban en silencio y que, como se pueden
imaginar, no le daban ningún miedo. Pero que una vez en frente, cuando se fue a
cazar, se le apareció un carpincho blanco que lo miraba con los ojos rojos de
diablo y cara de odio, como que lo iba a atacar, que de repente estaba y de
repente no…Le dio un susto padre que no lo dejó dormir un par de noches. A la
final dejó de cazar porque, además del miedo, le daba respeto, decía que los
carpinchos tienen alma, que si no, no sería un fantasma.
— ¡Ahhhhh... No queré! ¡Todo angaú12 como dice el Buenaventura!— le grita
Nancy haciéndose la enojada pero conteniendo la risa. — No ves que los gurises
están pálidos,… ¿o es la luz de la luna? –
Juana y Macario se ríen con todos, aunque el temor se les queda guardado en
sus espíritus. El rancho de Higinio está lejos, cruzando el Paraná, y no hay casi
nadie por ahí.
—No hagan caso, me parece que el suegro ‘ta caú13…— dice Buenaventura—
¡paremos con el tinto, Domínguez! que todavía no comimos.
Después de cenar y acomodar todo se van a dormir. Primero los padres dan
las buenas noches y se retiran a su cuarto. Luego Buenaventura y Nancy corren la
mesa del comedor y tiran unas mantas gruesas tejidas en telar, se ven viejitas
pero son suaves y, con unos almohadones con olor a humedad terminan de armar
la cama.
Macario y Juana quedan solos iluminados con la luz bailadora de una vela. Se
acuestan con la ropa que tenían puesta sin rozarse, dándose la espalda. Pasa un
buen rato hasta que Macario moja sus dedos, se estira y apaga la llama.

IX
Amanece nublado y fresco, el sol es una ilusión del horizonte gris.
Macario es el primero. Tantea sigilosamente hasta encontrar la vela en el piso
y los fósforos sobre la mesa. Prende un fueguito en la cocina para calentar la
pava, busca el tarro de yerba y prepara el mate. Juana duerme con la cabeza
tapada por la manta, apenas asoma su cabello renegrido.
Mientras espera que caliente el agua, sale para ver el río, el muelle. El sudeste
ha soplado la noche entera y el agua llega hasta el tope.
Macario entra a buscar la pava y el mate. Ella sigue acostada, pero está
despierta, con sus enormes ojos negros fijos en la imagen de la virgen pegada en
la pared del altarcito de Marta. Al verlo entrar, Juana se incorpora. La sonrisa que
se dibuja en su boca se transforma de inmediato en un rictus de dolor y se toma
los pechos. Macario nota entonces que tiene las mejillas enrojecidas.
— ¿Qué te pasa, estás bien?— le pregunta inquieto.
Juana intenta volver a sonreír, pero su gesto no es creíble.
— No te preocupes, yo sabía que esto me podía pasar. A la Susi, mi hermana
mayor, cuando el bebé le nació enfermito y no le podía dar la teta, los pechos se
le pusieron como azules, horribles, y con fiebre. Entonces la enfermera me enseñó
a ayudarla poniendo trapitos calientes y sacando la leche, como a la vaca ¿viste?,
hasta que el Oscarcito se puso bien y se lo trajeron. Entonces empezó a chupar
como un ternerito muerto de hambre y mi hermana se curó enseguida y le dio la
teta como tres años. Cuando estemos solos, me voy a hacer como le hice a la
Susi, que no paraba de llorar, tenía miedo de perder al nene…
Juana termina de hablar y se estremece, clava sus ojos en los de Macario y se
hace un silencio pesado. Ella, baja la cabeza y se encoge como flor marchita.
Macario le ofrece la mano para ayudarla a levantarse. Juana, con algo de
esfuerzo, se pone de pie y, sin soltarlo, se le acerca, apoya la cabeza en su pecho,
y comienza a sollozar en silencio.
A Macario solo le sale quedarse tieso y, con la mano libre, palmear su espalda.
—Vamos a tomar mate al muelle. Mirá que está fresco, así que abrígate bien.
Juana lo deja y asiente con la cabeza mientras con la manga se seca la nariz.
Macario agarra la pava, el mate y sale a esperarla en el muelle.
De la bolsa de ropa Juana saca un pulóver, se acomoda el cabello ensortijado
haciendo una larga trenza que lleva hacia adelante y le anuda la cinta azul, la
misma que aquella señora del tren le regaló.
Anoche quedaron en el muelle los cajones que trajo Domínguez así que
Macario se acomoda, enciende el farolito de kerosene que cuelga de una rama de
casuarina y comienza a preparar el mate.
Al amanecer, el perfume de ligustro en flor es una fiesta. A pesar de las nubes,
la luz incisiva del sol, vence lo oscuro. El rocío ha mojado todo como si hubiese
llovido. Es casi imperceptible, pero en el silencio del río los ejecutores del
concierto isleño se van renovando. Los rumores de ranas y grillos comienzan a
silenciarse para para dar lugar a los pájaros: chirridos, graznidos, ululeo y
armónicos cantos. Él ha visto pájaros, pero este amanecer acaba de aprender que
son tantos y tan diferentes, que siempre han estado y van a estar ahí, y que las
personas no son tan dueñas del río y de la tierra como creen. En Santo Tomé
nunca les prestó atención, o tal vez no había tantos, o tal vez nunca tuvo la
suficiente serenidad para poder escuchar. Lejos, interrumpe el ladrido de un perro
y el afónico motor de la lancha de pasajeros así que serán las seis de la mañana.
Las risas lo obligan a dejar sus cavilaciones y darse vuelta. Juana y
Buenaventura vienen conversando en voz alta como si fuesen viejos amigos, la
carcajada de su hermano lo contagia y Macario se encuentra riendo sin saber por
qué.
—Buen día hermanito. ¿Dormiste bien?
—Si claro, como el mejor. Tomate un matecito. De qué se ríen tanto.
—Le contaba que cuando ibas a la escuela el viejo te tiró un tacho de agua
en la cabeza para despertarte y nunca más remoloneaste.
—Añamembuy, viejo de mierda. No me hagas acordar que me arruinas el día.
—Ya está, para qué te sirve seguir tan enojado. Jesús nos enseña que un
buen cristiano debe perdonar.
—Cuando me devuelva los dientes que el viejo me arrancó me hago
cristiano, pero mientras tanto me lleva el diablo.
—Bueno bueno, que no te escuche mi suegra que te tira al agua. Cuando
hagas unos mangos vendiendo junco y cosas que te voy a enseñar a hacer, te vas
al dentista en Tigre y te hacés unos postizos. Son caros pero quedan bien, vas a
ponerte lindo, y te vas a reír con la boca abierta como cuando eras chico y no
como ahora que la fruncís como culo de gallina.
— ¡Qué asqueroso!— grita Juana y larga una carcajada que contagia.
Por la escalera de la casa viene bajando Nancy. Se la ve tan enorme y con la
figura tan desequilibrada que parece que se va a caer rodando hacia adelante.
Juana se pone de pie y corre a buscarla para volver con ella tomada del brazo. En
la mano Nancy trae un sobre.
—Es una carta para mi tía— les dice mientras acepta un matecito humeante—
para que sepa que el domingo ya nos vamos a su casa a esperar que nazca mi
gurí, y otra para Don Julio que, por favor, se venga esta tarde o mañana a más
tardar, porque quiero que me revise él antes de irme, le tenemos mucha
confianza, es enfermero pero sabe más que cualquier doctor.
— ¿Cómo es, hay buzón en la lancha?— pregunta Juana con entusiasmo casi
infantil.
—Norberto, el marinero que siempre viene en la de las seis, las lleva de
gauchada. La carta para Don Julio la baja él mismo a la enfermería y la de mi tía la
deja en el kiosco de la fluvial. Mi prima pasa siempre a preguntar si le llegó algo
para su familia. Ella trabaja en la Cazón, la avenida principal, ahí nomás, en un
barcito frente a la municipalidad, por eso no le cuesta nada. Si no fuese por los
lancheros estaríamos a la buena de Dios. Está bien que les damos propina, pero si
no hay plata te hacen la gauchada igual.
— ¿Te acordás de Doña Teresa, la abuelita de “La Zarzamora”?— interrumpe
Buenaventura, pero sin esperar respuesta, continúa vehemente. — era una
portera de la escuela que se jubiló. Bueno, la viejita ya tenía como noventa y
cinco y casi no podía caminar, no tenía a nadie ni adonde ir, porque siempre vivió
en la isla, se quedó viuda la pobre y solita.
—Cierto— retoma la voz Nancy tratando de completar la historia— Durante
como dos años, desde que se cayó y se quedó con problemas para caminar, hasta
que se murió, los lancheros le hicieron las compras y la pasaron a ver todos los
días para saber si estaba bien o necesitaba algo.
—No es que la casita de Teresa estaba ahí nomás— le quita la palabra
Buenaventura—, No. Estaba como a cien metros para adentro, pero igual el
marinero bajaba y se iba corriendo a verla, a llevarle lo que sea, aunque lloviese.
Y los pasajeros chito, nadie se quejaba.
—Por eso, yo digo que en la isla son casi toda buena gente. Acá si no te gusta
ayudar y que te ayuden mejor andate y sé feliz en la ciudad. — Nancy termina su
parlamento con tanta autoridad, que Buenaventura se pone a aplaudir haciendo
reír a todos.
El motor de la lancha avisa que ya está cerca, pero todavía no se ve. Río
arriba, en la curva, entre las ramas caídas de las casuarinas, aparece el brillo de
sus vidrios y se alcanzan a ver el techo celeste y la banderita argentina
flameando. Para Macario ya es mucho más que una lancha lo que se está
acercando.
Buenaventura se pone de pie y va hacia la escalera para hacerle señas. El
rugido se va transformando rápidamente en ronroneo mientras se acerca al
muelle para detenerse frente a él. Viene casi vacía, se irá llenando de
trabajadores a medida que se acerque a Tigre.
—Hola Norberto, tengo carta para Don Julio, y otra para que dejes en el kiosco.
—Dale, no hay problema.
Buenaventura le entrega los sobres y un billete de diez.
—Y cómo va eso, falta poquito parece— le dice el marinero a Nancy.
— Un par de semanas nomas, si Dios quiere. El domingo nos vamos a Rincón,
a la casa de mi tía Elvira. Así que cuando volvamos ya vamos a ser tres.
—Suerte entonces si no nos vemos. Saludos a tu prima, se la extraña por acá.
—Dale, le digo.
Y la lancha se va haciendo tanto ruido que, al alejarse, parece que lo que
queda es puro silencio.
 
 

Macario se frota las rodillas agarrotadas. Sus manos huesudas,


resecas, callosas y ennegrecidas, están heladas.
El viento va tomando fuerza y arrastra los nubarrones hacia el Este.
El agua también toma velocidad y la bajante se acelera.
Del bolsillo del pantalón saca un reloj pulsera grande, bien de
hombre: el último regalo de Buenaventura que Macario siempre lleva con
él. Hace años que marca las ocho y treinta y cinco.
Macario lo mira y sus labios tiemblan conteniendo el sollozo.
Entonces comienza a murmurar, como una letanía: “joyke’y jera, joyke’y
jera, joyke’y jera”14, lo apoya primero en un ojo, luego en el otro y por
último lo lleva a la boca para darle un beso.
 

X
— ¿Sabés qué día es hoy?— pregunta Buenaventura después de hacer sonar
el mate y exhalar con placer una bocanada de vapor.
—Mmm, no sé. Me parece que hace una parva de días que me fui de Santo
Tomé. — le responde Macario mientras le agarra el mate para seguir la ronda.
— Diez de octubre. Hoy mamá iba a cumplir sesenta.
Macario lo mira con asombro, sus ojos se hacen de vidrio y un rubor
tembloroso enciende su rostro.
—Con el viaje… no me di cu…
—Sí, ya sé, hermanito, tranquilo.— dice con ternura Buenaventura y sigue
hablando, como si reflexionara en voz alta— Yo quería ir a buscarla de sorpresa,
de regalo de cumpleaños, y traerla con vos, a los dos juntos. Pero se nos murió la
viejita antes de hacerla feliz. Añamembuy la mató de tanta mala vida que le hizo
pasar, de tanto golpe. Y mamá no me dejó matarlo. Si no me iba, te juro que lo
mataba. Ojalá que Dios lo castigue, que lo muerda una víbora y se retuerza, o
mejor que le mande un cáncer en las manos mugrosas con que la fajaba y no
pueda com…
— ¡Basta Ventu!, — Nancy lo interrumpe tapándole la boca — Si decís así Dios
te va a castigar a vos que sos el más bueno del mundo— le dice y lo abraza
compungida ante el dolor de su marido.
Una oscuridad triste, de velorio, se cierne entre ellos, un tropel de malos
recuerdos atropella sus risas y el farolito no alcanza a iluminarlos.
—Si a veces me despierto de noche pensando en ella, y en vos hermanito. Y
me salta una culpa que no me deja seguir durmiendo. Porque yo me tendría que
haber quedado y partirle la cabeza.|
— ¡Basta!— vuelve a interrumpir Nancy, pero esta vez enojada— vos también
eras un apenas un chico y tu madre te dijo que te vengas. Y nos estás arruinando
la mañana. Y si es el cumpleaños de tu mamá seguro está con nosotros. Debe
estar bien contenta de que estén juntos.
—Tenés razón Nancy— dice Juana con voz animada— mirá la cara de velorio
de estos dos. Tanto pájaro cantando y ustedes nos dan ganas de llorar… Mirá ahí
viene tu papá.
Por la escalera de la casa baja Domínguez con el Lumilagro y su mate de palo
santo. El crepúsculo ilumina lo suficiente como para comerse la luz del farolito, así
que Macario se levanta a saludar al suegro de su hermano y lo apaga.
—En cuanto el sol esté arriba nos vamos a Las Animas. Me parece que
tenemos que hacer un viaje con lo más importante y después mandamo’ lo que
falte en la de pasajeros. Me parece que con este viento en el Paraná vamo’ a tener
marejada, así que vayamos livianos. — dice el hombre entusiasmado, y sin hacer
caso a las caras de espanto de Juana y Macario, que no saben de navegación pero
sí de marejada.
—Ja ja ja, no se preocupen gurises, que el capitán Domínguez es el mejor.
Domador de olas le digo yo. — aclara divertido Buenaventura que palmea la
espalda de su hermano haciéndolo tambalear. — Vamos a preparar las cosas que
el día va a ser largo y no está bueno andar de apuradas. Igual con Domínguez ya
llevamos algunas cosas pa’ que tengan.
 
Ya son las seis y veinte, el sol se acababa de desprender totalmente del
horizonte y avanza perlando el río.
La brisa del sudeste se ha calmado. Una leve bruma reverbera sobre el agua,
tan etérea, mágica, que da movimiento a la quietud, y ralentiza la actividad.
Los cinco abandonan el muelle y caminan en un grupo compacto hacia la casa
donde, por la ventana, se ve la silueta de Marta que va y viene preparando el
desayuno. Faltan varios metros para llegar al pie de la escalera y el aroma de las
tortafritas es tan arrebatador que sin acordarlo todos aceleran el paso. La jarra de
aluminio con el mate cocido humeante, los jarros sobre la mesa, la fuente llena de
tortas y la sonrisa de Marta emocionan a Macario, que desearía no irse nunca más
de ese hogar.
Buenaventura come con ansias y les pide a todos que aceleren.
—Mientras mastican les voy a contar más de mi amigo Higinio que les dejó su
casa— dice Domínguez con la boca llena de torta frita, por lo que Marta le da un
codazo poco disimulado y se toca la boca, como si fuese un niño al que hay que
educar, ocasionando el reclamo de Nancy por la interrupción. Domínguez alza los
hombros con desdén y sigue el relato con entusiasmo, aunque se apura a tragar.
— Al viejo lo conocí trabajando en la Idahome. Se vino en el 40 de Italia. El hijo se
murió peleando en la guerra. Pobrecitos, contaban que era cantante de ópera, un
chico bien preparado, hijo único el muchachito. Pero allá no te preguntaban si
querías ser soldado ni pa’ quien pelear, así que se lo llevaron y habrá durado dos
días, enseguida lo mataron. Contaba que cuando bombardearon Milán donde
vivían no les quedó nada, y se vinieron pa’ acá. Ángela, la mujer, era un
montoncito de huesos cuando llegaron a la isla, tan flaquita y triste de tanto sufrir.
Decía mi amigo que ella no quería venir, que los últimos días escuchaba la alarma
y se salía del refugio a gritar que la maten, estaba como loca. Que le costó mucho
traerla. Higinio trabajaba en la fábrica Pirelli de Milán y le dieron trabajo en la de
acá, la que hace las gomas de los autos. Pero parece que en el viaje conoció a un
portugués que venía a la Idahome, que recién empezaba con las plantaciones y el
frigorífico de frutas, y lo entusiasmó, así que terminó viniendo a la isla. Higinio
era bueno con las máquinas y las calderas, y sabía enseñar. Ángela, la mujer, se
recuperó de a poco. Trabajaba en la cocina. Todos vivíamos en el edificio de
empleados. Mi familia siempre vivió en Rincón, pero a mí me gustaba esto, así que
me vine pa’ acá, yo cuidaba y ordeñaba las vacas que se usaban para tener leche
fresca. Los viejos primero hablaban en italiano muy cerrado aunque nos hacíamos
entender porque mi abuela materna era italiana y algunas cosas yo sabía, al
tiempo ya hablaban en cocoliche15. Pero como Higinio y Ángela de verdad querían
ser argentinos aprendieron rápido. Ángela me decía que le hacía acordar a su
nene, así que me empezó a cuidar. Ahí le empecé a decir madrina. Miren cómo
serían de buenos que cuando consiguieron comprar el terreno de allá, en Las
Animas, nos ayudaron a Marta y a mí a hacernos un ranchito atrás de su casa y
nos pudimos casar. Cuando mi suegro se murió nos vinimos para acá y el ranchito
se vino abajo…terminó siendo leña. Lástima que la madrina se murió pronto. De
cáncer, igual que Evita.— dijo Domínguez invadido por la emoción— la gente
buena se muere pronto, se ve que del otro lado se debe estar mejor que acá.
—Amén— dice Marta y se hace la señal de la cruz.
Luego del desayuno se levantan animados y, mientras Nancy y Marta
acomodan la cocina, los demás comienzan a bajar cosas. Juana y Macario se
miran sorprendidos ante la cantidad de bolsas de arpillera preparadas que
comienzan a salir de un ropero viejo en el rincón del comedor. De reojo
Buenaventura observa el asombro de su hermano y le sonríe con ternura. Juana
agarra la carterita, su bolsa y la de Macario y desciende para dejar todo al pie de
la escalera mientras los muchachos bajan lo demás. Un par de bidones enormes
con querosene y la bolsa con alimentos es lo más pesado. En otra bolsa bien
grande y compacta se asoma una frazada que emana perfume de jabón.
—Con mamá lavamos toda la ropa de cama de Higinio. — le dice Nancy que
acaba de bajar la escalera y la toma del brazo con afecto— Hay sábanas, toallas y
frazadas que tenían bastante olor a humedad, pero quedaron muy bien. Hasta
había un mantel, bordado, se ve que Ángela lo trajo de Italia, estaba amarillento y
manchado pero con jabón blanco y sol quedó nuevo. Me lo iba a quedar, no se lo
iba a dar a Macario, porque a los hombres no les interesan los manteles, pero
ahora que estás vos es otra cosa, así que lo agregué en la bolsa. Eran muy prolijos
los padrinos, así que, aunque las cosas tienen como cincuenta años, están en
buen estado.
Aparece Domínguez con una carretilla y cargan lo más que pueden, entonces
van juntos hacia el límite derecho del lote, donde dos sauces eléctricos hacen un
paredón verde y movedizo. Una amplia zanja detrás de ellos forma la frontera con
el vecino, en la orilla, en un pequeñísimo muelle con escalera, se encuentra
amarrada una canoa isleña que es tan ancha como el zanjón y tiene pintado un
nombre más que apropiado: La Chancha. Con el agua alta como está es más fácil
sacarla de su refugio. A tres metros el Carapachay dejó de crecer y, en su quietud,
con el cielo que se ha despejado completamente, juega a que es celeste.
La canoa de madera tiene el fondo plano, con proa redondeada y popa plana.
Las costillas en su interior están a la vista y bien pintadas de un rojo brillante que,
con el casco blanco, revelan el fanatismo de la familia por River.
Buenaventura se sube y va acomodando las cosas que le alcanzan. Carga con
nafta el yumpa despintado y con toda fuerza tira de la soga que le da arranque de
inmediato. Los demás van hacia el muelle del río a esperarlo, mucho peso para
atravesar esos metros de zanjón poco profundo. Dos asientos tiene la canoa y en
proa un estanco con tambucho donde guardan el bidón con la nafta que sobró.
Una vez en el muelle Juana abraza a Nancy y murmura un gracias
conmovedor. Marta le da un beso frío en la mejilla, y Buenaventura le tiende la
mano para que suba a la canoa. El vaivén que se produce al subir le arranca un
quejido de susto.
—Bueno chica, no tenga miedo. La chancha, es noble, y me parece que el
Paraná se debe haber amanzado, ¿no ve que no hay más viento? Más vale que se
vaya acostumbrando al agua, acá ya ve, no hay otra cosa.
Juana intenta sonreír, pero no lo logra y se agarra del tablón donde se ha
sentado con ambas manos, como si fuese a salir volando. Macario sube
intentando no ocasionar movimiento y se sienta a su lado, la toma del hombro,
pero ella no registra su cercanía, está petrificada.
Una vez que los cuatro se acomodan, se despiden de las mujeres que quedan
en el muelle, Domínguez mueve la caña del yumpa para hacer un círculo suave y
ponerse en camino hacia el Paraná.
No se cruza ninguna lancha, así que el manso recorrido relaja a Juana y a
Macario que, a pesar de disimularlo, también estaba bastante tenso.
A medida que avanzan, las casas de los turistas, algunas con ínfulas de
pequeña mansión, otras como preciosas casitas de juguete y las de los isleños
sencillas y en muchos casos precarias, se van espaciando. Aparecen entonces
plantaciones de manzanos, perales y duraznos en flor que endulzan el aire con su
aroma exquisito. En los albardones sauces, eucaliptus y algunos ceibos en flor.
Cada tanto, álamos ordenaditos en fila, como un regimiento de madera,
esperando el día del hacha, contrastan con los cañaverales despeinados, tupidos
como paredes infranqueables, fruto del antojo y fuerza de la naturaleza. En las
tierras bajas del centro de las islas, todavía anegadas por la crecida de la noche,
asoman las totoras y algunos lirios dorados de flores tan elegantes y frágiles que
resultan fuera de lugar.
Ese montón de paisajes isleños, tan diferentes unos de otros, conforman uno
solo que, desde ahora, es el hogar de Macario.
Domínguez disminuye la velocidad de la canoa, el yumpa ya no ruge, apenas
ronronea y La Chancha se mese mientras avanza suavemente. El domador de olas
mira con interés la cara de sus pasajeros. Se termina el callejón sinuoso, arbolado
y seguro por el que vienen navegando, y frente a ellos, colosal, desafiante y
plateado, los espera el Paraná. Macario y Juana se encogen uno pegadito al otro.
Arriba del ferry cuando venían en el tren, el río grande estaba a sus pies,
dominado, en cambio, ahora, en esa barcaza tan pequeña y frágil, el Paraná lo es
todo y ellos nada.
—No pasa nada gurí, está mansito el Paraná, como dijo el Capitán porque paró
el viento. ¿Ves? Apenas unas olitas que ni vamos a sentir. Ya se van a
acostumbrar. — dice Buenaventura con una tierna sonrisa. – y señalando a su
izquierda, justo en la esquina del Carapachay y el Paraná— Mirá hermanito ese es
el destacamento de policía, así que van a estar bien cuidaditos, porque tu casa es
allá enfrente. Ah, y eso que está ahí— dice señalando una pequeña cúpula de
madera clavada en medio del parque, con arcadas como encajes y una cruz en la
cumbre — esa es la cúpula de una iglesia flotante, que estaba en un barco y ahora
ya no existe.
Macario y Juana no comentan nada, apenas miran. Lo único que quieren es
llegar al otro lado del río. Entran en las aguas veloces del Paraná. A doscientos
metros o más, hacia el sol, en el centro del río, un buque enorme parece
fondeado. Es tan grande como un edificio. Encandilados, no alcanzan a leer el
nombre. Juana y Macario han visto barcos de carga pasar por el río Uruguay, pero
nunca tan grandes como ese. Ahora, de repente, todo es enorme y la vista se
pierde en el horizonte, agua y agua, agua que olea y corre, y ellos meneándose y
saltando a su antojo. Domínguez acelera lo más que da el motorcito para
sobrellevar la fuerza de la corriente y cruzar derecho, sin desvío, hacia la costa de
en frente, donde Las Animas ni siquiera se vislumbra.
La travesía dura menos de lo que temían. En pocos minutos ya están tan cerca
de la costa que sueltan las manos y sonríen. No se ven construcciones, sólo monte
tupido. La canoa dobla hacia la izquierda contracorriente, y sólo unos segundos
después, en medio de la enramada, aparece la boca de un arroyo, oculto al pie de
una casuarina que hace equilibrio, desafiando la gravedad, a punto de caer
cerrando el paso.
—Las Ánimas. Llegamos. — Dice Domínguez emocionado.
Volver a la intimidad de las islas es cuestión de segundos. Unos metros y el
monstruoso Paraná queda más atrás que el olvido. El matorral llega hasta el
borde, la isla parece tierra virgen. Todo tiene un lustre como de estreno.
El arroyo es mucho más angosto que el Carapachay, apenas unos diez metros
de orilla a orilla pero el juncal lo hace ver más angosto. El primer tramo es recto, a
unos trescientos metros se ensancha y después desaparece hacia la izquierda en
una curva pronunciada. Allí, sobre la orilla derecha se ve un muelle escondido
entre las sombras. Es bastante corto y bajo. Una baranda sostenida por una punta
y suelta por la otra le da un aspecto decadente, las patas de adelante están tan
afinadas por el agua que parece que se van a quebrar en cualquier momento.
Dominquez deja el motor regulando y la canoa se acera por la inercia. Nadie
habla, como si respetaran ese lugar acostumbrado al silencio.
El agua está alta, así que sólo están descubiertos los primeros tres escalones
que se ven bastante podridos. Buenaventura se agarra de la baranda que se
mueve peligrosamente. Una vez arriba, sin decir palabra, como ensimismado en la
tarea, se pone en cuclillas, agarra el cabo que le alcanza Domínguez y lo anuda en
una tabla. Entonces levanta los ojos húmedos y los enfoca en los de su hermano,
que no ha pestañado desde que ha visto el muelle.
— ¡Llegamos a tu casa!— grita, y queda extasiado mirando a Macario. El
muchacho salta de su asiento y sin poner el menor cuidado, pisa las bolsas y las
cajas y sube al muelle, para abrazar a su hermano. Ambos tratan de disimular su
emoción con tontas risas que contagian a Juana y a Domínguez.
Ya bajaron los cuatro, el muelle se mueve por el peso. Buenaventura y Macario
enarbolan un machete cada uno para cortar las cañas que quieren tapar el
camino. Un paso y los pies hacen huella en la tierra lodosa que esa noche cubrió
la marea.
— Hace dos semanas vinimos a traer cosas y abrimos el camino y mirá que
está casi tapado otra vez. E´jodida esta tierra, ella siempre manda. Como la
Martita. — dice Domínguez y todos se ríen con ganas.— Mirá, ahí está tu rancho.
Detrás de las ramas de un fresno gigante y envuelta en la sombra de los
sauces, se alcanza a ver, a escasos treinta metros, el nuevo hogar de Macario.
Varios pilotes de madera de metro y medio, sostienen el palafito16. Sus paredes
de adobe blanqueadas se ven fuertes y sanas aunque, en algunos pocos lugares,
se ha caído el revoque dejando al desnudo los rollos de barro y paja. El techo de
chapa está algo oxidado pero firmemente alineado, es evidente que la
construcción en general ha sido de lo mejor. Al frente se alinean tres puertas
celestes de madera y vidrios repartidos amarronados de tierra. Las columnas que
sostienen el alero, pintadas del mismo celeste pálido que las puertas, se ven
sólidas a pesar del tiempo. El balcón, de punta a punta, está cubierto de hojas que
muchos otoños, y forman una masa marrón. En el centro del balcón una escalera
de madera vieja, vetusta como el muelle, muestra el sufrimiento por tantos años
de mareas.
Juana revolea los ojos por encima de su blanca sonrisa. Macario frunce la
boca, intenta disimular su emoción, pero no le sale, el rancho es mucho mejor de
lo que había imaginado. Domínguez y Buenaventura no los apuran, los dejan mirar
y mirar, descubrir los alrededores. Hacia la derecha asoman entre los matorrales
algunos frutales en flor. Dominguez señala y les cuenta:
—Ese peral, el más alto, es un regalo de Dios. A fines de enero te da las
mejores peras que hayas probado en tu vida, mirá que les cuento y se me hace
agua a la boca, y al lado tenés un ciruelo blanco, dos manzanas de la isla, esas
que son bien chiquitas pero muy sabrosas, mandarina, naranja y pomelo, dos
limoneros. Doña Ángela tenía mano verde le decía Higinio, todo lo que ponía
andaba, y nada se murió, de los árboles digo…— Domínguez comienza a subir al
balcón y les indica que lo sigan— Miren, ahí, abajo del ceibo, ¿alcanzan a ver el
horno de barro y la parrilla? Esos sí que están destartalados, porque están abajo y
los agarra el agua, pero se pueden volver a hacer, pueden aprovechar los fierros
que no estén tan podridos. Macario, te vas a dar maña, ¿verdad?
El hombre habla, muestra, pregunta, pero no espera opiniones ni respuestas
— Vengan, vamos a entrar— mete la mano en su bolsillo tira de un tiento de
cuero que, al salir, trae tres llaves grandes y una pequeña, como de candado,
enlazadas por un aro de metal —Este llavero ahora es tuyo.
Macario agarra el manojo con su mano, huesuda, que tiembla levemente.
Prueba una en la puerta del medio, no es, prueba la otra y gira. La puerta rechina
al abrir. La ventana en la pared que da al fondo es grande, sus vidrios están sucios
de tierra como las de adelante, así que Buenaventura con urgencia se adelanta y
la abre. El sol limpio de la mañana entra iluminando la habitación. El aire está frío
con un suave olor a humedad. La habitación no tiene otra puerta, se conecta con
la de al lado saliendo al balcón. En el centro, una mesa de madera de estilo
provenzal, un poco rayada pero que aún luce bastante bien. Las cuatro sillas que
la rodean tienen los respaldos y las patas torneados como la mesa, sus asientos
de cuero apenas ajados y, por debajo, se ven colgando algunos hilos de los lienzos
que terminan el tapizado, pero se ven fuertes y sanas. Contra la pared izquierda,
un aparador amplio pintado de verde, tiene en sus estantes adornos y vajillas
antiguas cubiertos de polvo. En la derecha, la cocina de hierro negra, no muy
grande, un cajón de madera abierto lleno de leña, y una pileta de cemento con
borde de mayólicas, sobre la cual hay ganchos de donde cuelgan un cucharón,
una espumadera,un par de ollas negras y una sartén. Debajo de la pileta hay un
tacho enlozado bastante oxidado y un balde, dentro del que han puesto un trapo
de piso nuevo.
— ¿Vieron? las paredes están bien blancas. No hay nada que hacer, el adobe
bien hecho es mejor que cualquier ladrillo.— dice Buenaventura— Nosotros
cuando vinimos sacamos telas de araña y barrimos la tierra, pero miren que bien
está todo. Y eso que estuvo cerrado cuatro años, desde que Higinio vino a
quedarse en La Martita. Mirá Macario, — dice señalando un mueble de madera
con una manija plateada y brillosa igual a un picaporte, que está apoyado contra
la pared de la puerta de entrada, —ésa es la heladera alemana que te dije, anda
que es un espectáculo. ¿Estás contento hermanito? ¿No decís nada? — le dice a
Macario que con el dorso de la mano se seca las lágrimas de emoción.
—Sí, demasiado. Gracias. Es que no me sale de tan contento estoy.
—Si no se hubiese muerto tan pronto la Angelita, esta casa sería un lujo.
Después que quedó viudo, Higinio nunca fue el mismo. Un alma en pena. Repetía
que el fantasma de su mujer lo esperaba en el muelle. Cuando vivíamos acá yo lo
tenía que empujar para que mantenga la casa. Pero, cuando nos fuimos con la
Marta al Carapachay a vivir a la casa de mis suegros, el viejo se terminó de
abandonar.
— ¿Y el fantasma de la mujer sigue acá?— pregunta Juana con una incipiente
palidez mientras mueve la cabeza mirando a todos lados.
—Jeje, noooo m´hijita. No se me asuste. Higinio decía que la Angelita se iba a
ir con él, estaba esperándolo nomá’. Por eso sonreía mi amigo cuando se murió.
¿Vio que dicen que los espíritus se quedan cuando les queda algo por hacer acá
en la tierra? Parece que es así nomá’. — dice y palmea la cabeza de la muchacha
con ternura.
Salen al balcón y con otra llave abre la puerta de la derecha: el dormitorio.
Aquí la ventana es más pequeña y está en la pared del costado. Esta vez es
Macario el que abre. Una brisa le acaricia la cara sonriente y perfuma el aire con
los azares. En el centro de la pared que da al fondo hay una cama grande con
respaldo alto de madera lisa, cubierto con una colcha de gobelino gastada, muy
desteñida y sucia, pero que en su momento habría sido hermosa. Macario mira a
Juana de reojo, ella se ha puesto colorada y mira el piso.
—Mirá este ropero hermanito, qué buena madera. Higinio compró los mejores
muebles, porque tenía un buen trabajo en la Idahome y le quería dar el gusto a
doña Ángela, que mucho no le gustaba vivir acá, hasta que se acostumbró. Y mirá
adentro, todavía tiene ropa de él. — le dice mostrando las perchas y los estantes
que guardan varias prendas.— ¿Y este espejo? , vení Juana, mírate. Nunca vi un
espejo tan grande.
—Higinio quería que yo me guarde su ropa, pero él era una saraca, flaquito
como vos— le dice Domínguez a Macario— De esos pantalones, necesito tres pa’
que me envuelvan.— y todos se ríen exageradamente.— Yo los jodía, decía que
eran la pareja diez, él, flaquito como un uno, y la madrina toda redondita como el
cero. Miren, ahí está la foto de cuando se casaron allá en Italia.— agrega,
señalando un cuadro ovalado, de grueso marco dorado y descolorido, que cuelga
de la pared, con la foto de casamiento coloreada a mano.— La Angelita cuando
llegó era un palito vestido, pero de sufrir nomá’, si no quería comer pá’ ver si se
moría. Pero cuando se aquerenció y se puso bien tuvo la cara como una luna, bien
redonda como la de la foto, y era muy bonita, tenía los ojitos celestes.
—Miren, tiene una escupidera en la cabeza— dice Buenaventura burlándose
de la imágen mientras señala el casquete blanco con puntillas de donde cuelga
una larga cola de novia que llega hasta el piso y da vuelta en los pies.
—Más respeto yerno, que es mi madrina. — responde Domínguez fingiendo
seriedad— y este orejudo peinado como lengüetazo de vaca es Higinio, ¿ven qué
flaquito?
— Siempre fue igual. Solamente dejó de ser caté17. Si parecía nacido acá
nomá’, un poco cocoliche cuando se apuraba para hablar. Un argentinazo el
hombre. — agrega Buenaventura.
— La madrina nunca dejó de ser una linda señora, ni cuando se enfermó pa’
morir, tan fina…— dice con melancolía— Ese pobre hombre siempre se quedaba
mirando esta foto y lagrimeaba. Imaginen que si yo la extrañé tanto, como habrá
sido para él…
—Oiga suegro, ¿y si dejamos de cosas tristes que estamos pa’ jolgorio, no pa’
velorio?
—Pero sí, perdonen gurises, me dejé llevar… miren, miren ese mueble.
Al lado de la puerta del dormitorio hay una cómoda muy grande, los cajones
tienen manijas de bronce igual que las puertas del ropero. Arriba se apoya un
espejo de tres cuerpos de madera labrada, con el baño de plata tan gastado que
apenas refleja, pero no deja de ser hermoso. Sobre la cómoda hay unos angelitos
de porcelana, y otra figura de un anciano con un pato, al que le falta la cabeza,
algunas fotos viejas, estampitas de la Virgen, de Jesús, y de algunos santos, la
mayoría desconocidos. Buenaventura abre con dificultad los cajones. Hay uno con
ropa interior de hombre, el resto tenía las sábanas y manteles que trajimos en las
bolsas.
— Vengan afuera, falta la tercer puerta, esa tiene la sorpresa.
Los cuatro salen nuevamente al balcón, Macario está ansioso, ¿qué más de lo
que ya han visto podría sorprenderlo? Frente a la tercera puerta, la primera de la
izquierda, Macario abre su mano sudorosa, enrojecida de tanto apretar las llaves y
prueba hasta encontrar la que abre. El ambiente es diferente a los otros, mucho
más angosto, y tiene dos ventanucos, uno a la izquierda y otro que da al fondo.
Las viejas cortinas que las cubren apenas permiten que pase la luz. Domínguez
entra y las abre, es un baño.
—Ven cuando yo les digo que Higinio era caté, no miento. ¿Quién tiene un
baño así, en la isla? Nadie. Angela no podía soportar la idea del baño afuera. En
Milán donde vivían era así, pero mejor seguro. El hombre tenía un buen trabajo en
Italia, vivían bien, hasta que cayó la bomba y no les quedó nada. Pero la
costumbre de vivir bien si les quedó. Mirá gurí, este bombeador anda perfecto y
tiene más años que la Nancy. Mirá— y con energía comenzó a subir y bajar la
palanca de la bomba de mano que en minutos comenzó a largar un agua turbia en
el piletón que se extendía, de pared a pared, revestido de azulejos celestes,
formando una bañera. Algunas telas de araña rodean varios tachos apilados a un
costado y una vasija muy grande que parece una maseta, está asentada sobre un
banco sin asiento.
— ¿Conocés hermano? Acá tenemos esto para conseguir agua para tomar. Es
un filtro de barro. Mirá abajo se pone la olla y llenás el filtro con el agua de la
bomba, y en un par de horas tenés la olla llena de agua limpita, y así, vas
llenando y usando. Igual también vas a ver afuera que hay un tanque para el agua
de lluvia, pero como no llueve siempre no es tan seguro como esto. Y el inodoro,
ves que no tiene olor nada. No sé cómo lo hizo pero el agua sucia va a un pozo y
después a otro y así. Cosa de ingeniero nomá’.
Juana mira la piletita de loza y el espejo con botiquín.
—Cuantos espejos, nunca vi. — sonríe y se acomoda el cabello con los dedos,
como si hubiese olvidado la presencia de los tres hombres. Pero Domínguez
interrumpe ese momento de éxtasis.
— Y esto no es todo, ahora viene lo que más me gusta. Vamos abajo. Traigan
los machetes.
Los cuatro bajan la escalera y se encaminan hacia la parte de atrás de la casa.
Van raleando el matorral que no permite pasar. En medio de la espesura, aparece
un palafito de ladrillo sin revoque sobre patas de cemento, más cortas y fuertes
que las de la casa, que tendrá unos tres metros de ancho y un poco más hacia el
fondo, un techo a dos aguas de chapa y una puerta con doble hoja, del mismo
color celeste que las de la casa, cerrada por una cadena con candado. Suben la
escalera hasta el pequeño balcón sin baranda de adelante.
—Abrí, dale. Acá está lo que te va a salvar la vida. Vas a ver. — dice
Buenaventura palmeándole la espalda.
Macario, con dificultad, con manos temblorosas, logra abrir el candado. Las
puertas se abren hacia afuera. En el cuarto, a derecha e izquierda, mesas de
trabajo se apoyan en las paredes sin ventanas y sobre ellas se extienden
estanterías llenas de herramientas: serrucho, pinzas, alicate, destornilladores
ordenados de menor a mayor, martillo y, colgados prolijamente hay un rastrillo,
varios machetes, pala ancha y angosta, pico, guadaña, escardillo, dos juegos de
remo y más, mucho más de lo que nunca han visto. Domínguez pone la mano al
hombro de Macario y con seriedad le dice:
—Es el taller de un ingeniero, a ver si lo aprovechás y lo cuidás. Algunas cosas
nos llevamos a casa, pero acá está casi todo. Mirá estos tachos, tenés tornillos,
clavos, lo que quieras. Esa agujereadora de mano anda muy bien, a mí me regaló
una igualita. Pero lo más importante es lo que está ahí, córranse que no pasa la
luz. — lo empuja hasta la pared del fondo donde aparece una especie de telar de
madera— Esto es para hacer cortinas de junco– Domínguez se detiene, para
disfrutar viendo las expresiones de los muchachos que han quedado boquiabiertos
— Él mismo lo fabricó, se copió de una que tenía un compañero de la Idahome. A
mí me enseñó, pero me gusta más el mimbre. Esta semana voy a venir solo,
porque Buenaventura se va con la Nancy, y te enseño el oficio. Tenés que
aprender a cosechar el junco, y a fabricar las cortinas. Si te dedicás y sos prolijo,
pueden vivir de eso. Si vendés el junco solo te deslomás y no te pagan nada. La
Juana te puede ayudar, y entre los dos se hacen unos buenos mangos.
Juana y Macario se miran, ambos con la boca abierta. Es demasiado.
—Síganme ahora, lo último, lo que no puede faltar acá en la isla. — concluye
Domínguez satisfecho.
Los cuatro ahora van caminando hacia atrás del galpón. Sobre la pared,
apoyado, rodeado por varas de sauce y zarzamora, hay un bote grande, pintado
de celeste.
—El bote de Higinio está bueno, le falta una pintadita y listo. Él tenía una
chata de madera con el motor de un Chevrolet, La Angelita, era un espetáculo,
pero la vendimos cuando se enfermó, él quería para pagar los médicos, los
remedios y el entierro. Pobre viejo, decía que La Angelita le iba a pagar el último
viaje… y se lo pagó.
—Buenoooo, ahora para festejar, en honor a nuestro amigo Higinio ¡Vamos a
comeeeeer!— Grita Buenaventura provocando risas.
Los cuatro se encaminan hacia el muelle conversando alegremente, y después
de bajar las cosas de la canoa, se sientan a estrenar la mesa. Buenaventura saca
de una bolsa unas cuantas empanadas que sobraron del día anterior, un salame,
un buen pedazo de queso, pan y una botella de vino. Brindis, risas, deseos de
buena suerte, por la casa, por el trabajo, por el niño que está por nacer.
Ahora el yumpa se pone en movimiento y los dos hombres se alejan haciendo
un escándalo de saludos.
Son las dos de la tarde, la primavera les regala uno de sus mejores días.
Juana y Macario quedan solos en el muelle. Juana se quita los zapatos y se
sienta en el segundo escalón para mojar sus pies en el río mientras mira la
inofensiva cinta plateada que chispea allá, no tan lejos entre las ramas, el Paraná.
Macario también se descalza, acomoda sus zapatos al lado de los mocasines de
ella, le toca la espalda para que se corra y se sienta a su lado para compartir el
silencio.
 
 
 

Deben ser las seis y sigue bajando el agua.


Le quedan pocos cigarrillos. Fuma y mira el humo. Cuando termina
el pucho, lo tira al arroyo.
Macario deja el cajón de cerveza donde lleva horas sentado y se
estira sobre la baranda que cruje.
La figura del hombre en el otro muelle es una mancha triste sobre
el río plateado. Macario sacude sus brazos, le grita, lo llama, pero su voz
se pierde en el ronroneo del agua marrón.
El hombre ya no está.
 
 

XI
La pila de cortinas ya está acomodada en el bote. El agua no está tan baja,
pero igualmente no alcanza para que pase la chata de Oscar Boyle que, solo
cuando la marea está muy alta, puede entrar en Las Animas hasta la casa de
Macario. El arroyo necesita dragado, pero nunca lo van a hacer, y cada vez se
tapa más, así que, para tomar la colectiva, comprar en la lancha almacenera, o
entregarle a Oscar la producción de la semana, hay que recorrer los trescientos
metros hasta el pequeño muelle que el viejo Higinio construyó en el Paraná. Por
eso, desde que se instaló en el arroyo, hace tres años, Macario lo mantiene
funcionando. Es un muelle precario de no más de un metro de ancho y dos de
largo, viejo y sin barandas, pero que alcanza para cumplir su tarea.
Hoy es viernes y todos los viernes viene por la mañana Oscar Boyle con su
mujer para buscar la mercadería que van a vender en el Puerto de Frutos. Viven
en La Serna, a metros del almacén. Juana trabaja en su casa desde hace algún
tiempo cuidando al nene y limpiando dos veces por semana. Ellos la quieren
mucho y le tienen confianza. Por eso, desde el verano pasado, los viernes traen a
Tomi, su único hijo, para que ella lo cuide hasta el sábado al mediodía cuando
traen el dinero de la venta. El nene va a cumplir tres años y es muy inquieto, por
eso los padres prefieren que esté al cuidado de Juana y no correteando entre tanta
gente y tantos autos en Tigre.
Juana va caminando, Macario en la canoa. Ella marcha con una sonrisa
espléndida y él, ensimismado, no le quita los ojos de encima.
Macario la observa y aprieta los remos con fuerza. No le gusta esta alegría de
Juana. Nunca sonríe así cuando está con él, cuando la busca de noche para tener
un hijo con ella.
Juana no le ha dado un hijo en tres años. La mira y se estremece de rabia,
cuánta paciencia le tuvo; desagradecida. Cuando recién llegaron él la esperó. No
la tocó durante más de un mes aunque ardía por hacerla su mujer. Un día se
cansó de esperar y el sexo fue una exigencia. Desde entonces no es más que una
rutina: él le da su semen y ella se deja. Igual a Macario eso le alcanzaría, es buena
compañera y no pretende que sienta deseos de estar con él, tan flaco, tan feo, y
sin dientes. Pero que no le dé un hijo como le dio al ñamemby del padrastro, es
demasiado, o acaso aquel tipo, en el fondo, le gustaba. No quiero nada más de
ella, si solamente le pido un guricito para que me quiera, para enseñarle todo,
para ir a cazar y a pescar, para llevarlo a la escuela. Uno como mi sobrino
Monchito que está todo el día atrás de Buenaventura.
Últimamente habla poco con Juana. Han repartido las tareas y todo funciona
como una sociedad eficiente. Macario recolecta el junco, lo carga y descarga del
bote, entre los dos lo tienden al sol, en la cancha de junco que armaron con
tablas, a unos metros del depósito. Juntos preparan los mazos de junco seco, unos
para hacer cortinas, y otros para vender así. Ella es una máquina de trabajo,
aprendió todo con facilidad, cuando se pone con el telar no hay quien la pare. Una
tras otra salen las cortinas, prolijas, perfectas. Pero en la cama es una bolsa
pesada, amorfa, vacía.
Juana se sienta en el pasto, debajo de la casuarina que todavía sigue haciendo
acrobacias para no caer. El sol de diciembre es una peste, hasta el agua del arroyo
está caliente. Macario amarra la canoa y se baja, pero no se sienta a su lado, sino
que queda mirando hacia el oeste, esperando que se asome la chata de Boyle.
Juana sigue sonriendo, su cabello largo le llega a la cintura y brilla para que las
sombras de la casuarina jueguen con él. Macario, cada tanto, la mira de reojo.
Nunca se lo dice, pero ella está cada vez más linda, y él se siente cada vez más
horrible. No nací pa’ guampudo18, se repite y el corazón enojado le golpea sin
piedad.
La chata blanca se asoma, es inconfundible. Viene tan cargada que parece
que se está hundiendo. El motor interno es nuevo, casi no hace ruido. En esa
embarcación está el trabajo de seis familias que, sin otro remedio, deben confiar
en Oscar Boyle. La cabina de madera donde va con su mujer tomando mate, la
hizo él mismo, es un buen carpintero pero no se dedica. Macario la mira con
deseo.
Si por lo menos pudiera arreglar el Villa que me dio Buenaventura para la
canoa, hace un año que está guardado. Y no sé nada de motores. Cuando junte
unos pesos lo voy a llevar a arreglar. Bah, ¿pa’ cuando voy a juntar unos pesos? Si
se vive al día, como decía mi vieja, en paz descanse. Igual de hambre en la isla no
nos vamos a morir, siempre hay un bagrecito pa’ pescar, un carpincho, una nutria,
y las frutas que quiera. No me puedo quejar. Prefiero andar con las patas en el
agua y burreando los mazos de junco y no tener que aguantar un aña19 patrón
que se lleve la plata de mi trabajo, piensa mientras ve como la chata avanza tan
lenta que apenas marca la estela en el río.
—Buen día Reinoso, hola Juanita— saluda Boyle mientras acerca el barco al
muelle. El hombre es un gigante de ensortijado cabello rojizo y larga barba tupida
que le da una fachada de fiereza, haciendo que desentonen sus risueños ojos
celestes. Macario no le da conversación, estos tres años en la isla lo han puesto
muy arisco.
De adentro de la cabina, sale una mujer rolliza, de cabello corto renegrido,
que, al lado de su marido, parece diminuta. Lleva en sus brazos un niño dormido.
Juana se acerca para alcanzarlo, y es tanta la suavidad con que lo traspasan de
brazos, que el niño no se despierta. La mujer le alcanza a Macario un bolso con la
ropa, algunos juguetes y el alimento que necesitará mientras lo cuidan. Juana
apenas se despide, ya se va por el sendero, cantando una canción de cuna, tan
suavemente, como si caminara sobre nubes. Macario la ve alejarse mientras su
corazón se desgarra. Sin decir palabra le va alcanzando las cortinas y los mazos
de junco a Oscar mientras la mujer cuenta y revisa. Son catorce cortinas y
dieciocho mazos secos. Ella anota en un cuaderno y le pide a Macario que firme.
—Hasta mañana Reinoso, después del mediodía estamos de vuelta. — suenan
apenas las palabras que se van volando junto a la chata que se aleja.
Macario se detiene en la puerta del cuarto. Juana está ovillada con el niño en
la cama. La piel de la muchacha está dorada de sol, se ve tan suave. Su largo
cabello renegrido, es un manto desparramado en la almohada. Demasiado linda
pa’ mí. Tomi se está despertando. Ella le acaricia los pequeños rulos cobrizos
mientas el niño se estremece como un gatito.
—Me voy a pescar. Vuelvo tarde.
Juana apenas hace un gesto, el niño ha saltado en sus brazos y se están
riendo. Macario baja y, con un andar cansino, va hasta el depósito. Pone en un
cajón las líneas, varios anzuelos, el frasco con masa que preparó con
Buenaventura el martes pasado y varios rollos de hilo. Agarra la caña, el balde y al
salir ve en el estante más alto que asoma su Lario, la escopeta italiana que
heredó de don Higinio. Macario ya cazó muchas veces con ella, tiene más de
cuarenta años pero funciona y, mientras esté limpia y engrasada, va a seguir
funcionando. Estira la mano para agarrarla, pero se arrepiente, hace demasiado
calor para internarse en la isla, y no tiene cartuchos preparados. Camina con todo
hacia la canoa. No puede evitar oír las canciones de Juana y las carcajadas del
niño que duelen como aguijones.
Después de cargar la canoa, sube a la casa. La fiesta continúa en el dormitorio
que, gracias al fresno enorme que le hace sombra a la pared y al techo, es el lugar
más fresco. Rápidamente, pone en una bolsa unos panes, queso y salame, agua
en el termo y yerba para el tereré, cigarrillos, la petaca, la radio spica que trajo de
Santo Tomé.
Tiene miedo de su rabia, se desconoce. Quisiera golpearla a ella, y al nene.
Odia. La soledad es tan jodida que se le transforma en furia y necesita alejarse
para volver en sí. Nderakoré, para qué se vive.
Cuando vuelve al muelle roza un jazmín enorme que está lleno de flores, y el
aroma estalla a su alrededor. El perfume huele a Juana, no entiende por qué, pero
la desolación le humedece los ojos. Ella está ahí, tan cerquita, y la extraña como si
se hubiera muerto.
Rema y se aleja. El Paraná está espejado, espeso, aplastado por el aire denso.
No tarda en llegar al Canal de La Serna. Es viernes pero parece domingo, está
lleno de turistas. En cuanto dobla en el canal debe esquivar algunos bañistas que
juegan con el oleaje en la costa del recreo El Tropezón. Hay gente en el parque y
en el muelle se escuchan risas, se ve que algunos están bebiendo desde
temprano. Macario los observa serio, él sabe que ahí se suicidó un tal Lugones, un
escritor famoso que también andaba en la política, pero a nadie le importa, ya
nadie respeta a los muertos. Rema. Hay música en las casas, familias y grupos de
amigos que adelantaron los festejos en este diciembre caldeado.
Rema, se relaja, olvida su hueco oscuro en la isla y se siente parte del mundo.
Falta poco, conoce un buen lugar para pescar, sólo tiene que remontar el Durazno.
Entre las ramas ensortijadas aparece la boca del arroyo, entra. Rema diez minutos
más hasta llegar.
Macario amarra el bote en un meandro, debajo de un viejo ceibo en flor. Saca
de la bolsa la Spika, y la enciende, manipulándola con cuidado. Es muy vieja y,
aunque es dura, siente miedo de que se rompa. El dial está casi siempre en radio
El Mundo, salvo cuando escucha futbol con José María Muñoz en Rivadavia o los
fines de semana en radio Belgrano. La radio es de él y es él quien elige lo que hay
que escuchar.
El noticiero está hablando de Onganía. Arma la línea, encarna con la masa. El
de antes se llamaba Illía, este de ahora se llama Onganía, allá en la ciudad
cambian el presidente como de camiseta. Qué emboyeré. ¿De la jubilación? ¿Qué
dice? Bah, no entiendo nada. No me importa, no es pa’ mí, ni me voy a jubilar, a
mí me va a cuidar mi gurí cuando sea viejo. El gurí que me va a dar la Juana.
Empieza Fontana y le arranca una sonrisa. A veces, cuando escucha la radio,
se siente rodeado de amigos, como si esos que hablan desde el otro lado lo
estimaran de verdad, que lo conocieran tanto como él los conoce a ellos. Es tanto,
que no solo se ríe a carcajadas de sus ocurrencias, sino que a veces les discute,
opina y habla como si estuviese en el estudio, entonces Juana se burla de él, pero
a Macario no le importa.
Arroja el anzuelo al agua cerquita del bote. El corcho pintado de rojo flota y se
estremece rítmicamente. Con la tapa del termo agarra agua del arroyo y se la se
tira en la cabeza. Ese termo es fantástico, todo de aluminio, una de las tantas
reliquias nunca vistas que encontró en la casa de Higinio. Antes de salir lo llenó de
cubitos y agua fría que sacó de la heladera para el tereré y sabe que va a
aguantar toda la tarde.
En la Spika retumba la voz de Rafael. Es el cantante que más le gusta a Juana.
Sube el volumen. Conoce la canción y no puede evitar cantarla:
Yo soy aquel que cada noche te persigue
Yo soy aquel que por quererte ya no vive
El que te espera, el que te sueña
El que quisiera ser dueño de tu amor, de tu amor
Las gotas de sudor se mezclan con alguna lágrima y bordean las comisuras de
su boca. Entre las rodillas, inertes, las toscas manos descansan asidas al cartón
donde se enmadeja la tanza, mientras la mirada, ajena, desenfoca el corcho que
se menea.
Juana es mía. El veinticuatro vamo’ a ir a la casa de Buenaventura. Yo le vo’a
llevar a Monchito el bote de juguete que le tallé con madera, tan lindo me quedó,
se va a poner felí´. Y la Juana va a preparar la ensalada de frutas…la Marta dice
que le sale mejor que a nadie. Porque en vez de ponerle jugo de naranja le manda
Mirinda, je, le descubrí el secreto.
Este año van a festejar más que nunca porque Nancy está embarazada de seis
meses, espera para marzo. Ella es buena, lo quiere a Buenaventura, por eso va a
tener otro bebé. ¿Será nena como dice la Marta que sabe mucho de estas cosas?
porque la panza es redonda y la Nancy se puso fea, cara de galleta tiene. Juana
quiere ser la madrina pero no se anima a pedirle. Esa noche seguro nos quedamos
a dormir, porque cruzar el Paraná con la Chancha, tan re-caú como terminamos
todos, es un peligro. Se extrañan. Hace una banda de meses que no vienen a Las
Animas por la Nancy, casi lo pierde al bebé, por suerte ya va mejor la cosa.
Para Macario, ir a visitarlos es un gastadero de plata. La lancha colectiva no es
tan costosa, pero el poco dinero que ganan se tiene que guardar, hay muchas
cosas que arreglar en la casa y, sobre todo, para que funcione el motorcito Villa
que le regaló Buenaventura, hay que juntar cada pesito. Hay que hacer sacrificios.
El corcho se hunde. La boga tironea, no pelea. Se deja pescar. Es chica. Vuelve
al agua. Aburrido. Es más divertido pescar dorados, pero acá no hay. Esos bichos
si que te miden la fuerza. Pelean, y si les ganás te hacés más fuerte. Para eso se
vive. Pa´ pelear se vive. Pero no me gusta pelear con la Juana.
Otra vez la imagen de su guaina jugando con el chico y los celos vuelven a
nublar su entendimiento. Siente vergüenza,… ¿celos de un gurí? Ella es tan linda,
tan compañera, todo el día trabaja sin parar y sin quejarse, es un burro de carga.
Soy mierda al fin, ¿qué más le puedo pedir?, Si seguro que un día me lo va a dar
al hijo, el día menos pensado.
Pasan las horas, poco pique. Come unos sanguches, duerme un buen rato.
Un rayo de atardecer se escabulle entre las hojas y le pica en los ojos
cerrados. Se despierta de mal humor. Le duelen los huesos. Los mosquitos se
pusieron feroces. Ya está, hay que volver. Recoge las líneas. Puro bagre.
En el arroyo la corriente lo favorece, así que enseguida alcanza el Canal.
La Serna ya no está tan transitado, cuando empieza a oscurecer las
embarcaciones se acobachan. Al pasar por el almacén de Dorita se detiene.
Amarra al muelle y baja.
Está cerrado, pero Dorita y Raúl están limpiando, así que les toca el timbre.
Los saluda con cierto afecto, son los únicos vecinos con los que conversa desde
que llegó a la isla.
El almacén era la casa de los padres de Dorita, y ya hace muchos años que es
el negocio más apreciado de los vecinos. Tienen televisión y, cuando pasa algo
importante no les molesta que los vecinos se queden a mirar. Así Macario pudo
ver cuando mataron a Kennedy, las imágenes terroríficas de un terremoto de
Alaska, la presentación de Sandro en Sábados Circulares de Mancera y algún
tiempo de Boca-River aunque, como Raúl es bostero, molesta mucho no poder
gritar los goles. Ahora se ve canal 9, están dando Titanes en el Ring. Dorita y Raúl
no miran porque están limpiando, pero Macario se queda prendido a la imagen. No
está seguro si se pegan de verdad, así tan disfrazados, pero se revuelcan y
retuercen, y ahí se ven entre el público muchos chicos mirando, que gritan y
arengan. Ese programa es raro, pero divertido. Martín Karadagián acaba de pelear
con Ararat y le ganó, ahora suben al ring el Hombre Montaña y la Momia. El
Hombre Montaña se parece a Boyle, aunque Boyle tiene el pelo y la barba más
colorados. Cuando nazca mi gurí le voy a comprar las figuritas de los Titanes, y
también las de los jugadores de futbol. Y todo lo que quiera le voy a comprar,
aunque tenga que trabajar como una bestia, a mi pibe no le va a faltar.
Las hojas de la ventana se golpean. Se ha levantado un viento fuerte,
repentino, de tormenta de verano. Apurado pide espirales, dulce de batata y
queso para Juana que le gusta, un kilo de yerba, una bols, salamín picado grueso,
aceitunas y pan,…la pesca fue un fracaso. Macario agarra sus cosas y sale rápido,
sube de un salto a la canoa que se golpea contra el muelle. Rema con energía
hasta llegar al Paraná. Un techo de nubes negras forma una línea horizontal casi
perfecta que avanza por el cielo iluminado con la luna llena. Líneas oscuras, como
columnas romanas, descienden y se clavan en el río. Viene lloviendo. El aire es
otro, refrescó tan repentinamente que Macario se estremece pero, la lucha contra la
corriente en ese poderoso Paraná que se ha comenzado a encabritar, le quita el frío
de inmediato. Son un poco más de mil metros por la costa, pero en estas condiciones
se hace difícil.
Macario disfruta la inundación cuando está con Juana, el agua los encierra y la
tiene toda para él. A veces conversan sus cosas de antes, otras veces juegan al
truco; Juana es buena jugando, aunque no le gusta perder. Pero ahora está el borrego
metido entre los dos. Que no sea Sudestada, que no sea Sudestada, repite como
plegaria.
Diez remadas contra el viento y la corriente, y apenas avanza.
Los recuerdos se sobreponen al oleaje y a los nubarrones. Ella siempre está
haciendo algo, pa’ mi que es porque así no me tiene que mirar. Diez remadas, y
apenas se mueve. La bronca vuelve a aparecer como un mal bicho que lo muerde.
Tanto trabajo para sacarme la mufa para qué, si ahora estoy igual. Seguro que Juana
no hizo nada en toda la tarde, seguro que estuvo todo el tiempo cantándole al
mocoso. Mañana le aviso al Boyle que no me lo deja más, que se busque a otra que
lo cuide.
La rabia es un motor que le crece. Apenas respira y sus brazos le roban la energía
al agua, los remos golpean rítmicos ese río que se va haciendo negro. Y va, va, va.
Al fondo del río hay una pantalla donde los rayos aparecen, unos tras otros, en
escena; cada uno dura apenas un segundo pero, sin duda merecerían el aplauso de
toda la humanidad. El magnífico espectáculo lo enajena por un instante de sus
pensamientos. Pero el agua no da tregua, como la vida misma, sólo le queda remar.
La boca de Las Animas. Entrar es recuperar la calma. La arboleda frena el viento
y se vuelve brisa fresca. Trescientos metros y ya está en su casa.
Son casi las nueve de la noche, y Macario llega con la petaca vacía, algunos
bagres, pura espina y la caja de cartón con lo que compró en el almacén.
Antes de subir a la casa, apoya la caja al pie de la escalera y va a guardar las
cosas de pesca en el depósito. Del balde saca los pescados y se acerca a la zanja
para llenarlo de agua, entonces los limpia en la loza que está al lado de la parrilla. Es
un experto en la tarea, así que en minutos tiene todo listo.
Arriba todo es silencio. No se siente olor a comida. Entra con las cosas a la cocina
y Juana no está. Sobre la mesa hay dos platos, uno con restos de puré y pollo cortado
en trozos, otro con restos de banana pisada que ya empezó a ponerse negra. Y nada
más.
Abre la puerta de la pieza. En la cuna de madera que trajo Boyle para que
duerma su niño está Tomi, como un ángel, amarrado a la mano de Juana que se ha
quedado dormida en la cama, a su lado, seguramente cansada de tanto ser feliz.
Macario suspira ante la imagen y se queda clavado, como en adoración, pero no
la despierta. Se saca la ropa húmeda y vuelve a la cocina, guarda en la heladera el
pescado y saca unos fideos pegoteados, sobrantes de la cena del jueves. De la caja
saca la botella de ginebra, llena la petaca y toma del pico, uno, dos, tres sorbos. Y
sigue.
Entra al cuarto con un espiral encendido, camina hacia la cuna para ponerlo
cerca del niño, pero se arrepiente, rodea la cama y lo apoya en su mesa de luz. Juana
ni se mosquea cuando él se acuesta, está sumida en un sueño tan profundo que ni
los truenos, ni el viento en el ramaje, ni la lluvia en las chapas la han despertado.
Macario cierra los ojos pero no duerme. Siente el estómago vacío de la comida que
ella no le cocinó. Vuelve a la cocina a buscar la ginebra y, con bronca, termina por
vaciar la petaca. Esta es la última noche que se queda en casa. Que el colorado se
busque otra cuidadora. Acá mando yo y, si a la Juana no le gusta, que se vaya, yo no
la necesito.
Macario durmió poco y mal. Acaba de despertar y se encuentra solo en la pieza.
La cabeza le pesa y los ojos son piedras ásperas, ardientes. Hacía mucho que no
tomaba tanto. Se viste con una camisa y un pantalón limpios, la ropa mojada que
había quedado en el piso ya no está, menos mal, por lo menos se acordó que existo.
Arrastrando los pies, se va hasta la puerta. Está nublado, fresco, parece otoño. En
el balcón el aire del sudeste sopla con ganas. Está bueno pa’ la resaca. Qué pedal
que me agarré anoche. Se asoma al balcón. El agua se vino con todo, ya llegó al
camino, así que Boyle va a entrar con la chata por Las Ánimas hasta el muelle de la
casa.
En la cocina hay pura jarana, olorcito a mate cocido y pan tostado. La puerta
está abierta y Juana lo mira sonriendo mientras unta un pan con el dulce de naranjas
que la mamá de Tomi mandó en la bolsa.
—Vení a tomar la leche con nosotros. Te levantaste tarde. Parece que llovió lindo
anoche. ¿Te agarró la tormenta?
— Si — responde Macario sorprendido por su buen humor.
—Yo ni la sentí. ¡Calorazo que hizo ayer! Si nos metimos en el arroyo con el Tomi
toda la tarde. Casi no había agua, había barro, un chiquero, pero nos metimos igual.
Después que le di de comer lo fui a dormir a él, y me dormí yo también. Palmada
quedé, ni la comida hice.
Macario se da cuenta que ella se está disculpando y le gusta, pero él no perdona
así nomás, la mira serio, con el ceño bien fruncido, para que se note, que no es
cualquier cosa que lo haya dejado sin comer. Macario solo habla para pedir más pan.
Al chico, que está jugando con un camioncito arriba de la mesa, lo ignora, ni lo mira.
Macario le podría contar de la pesca, de los turistas en La Serna, de Titanes en el
Ring, de la tormenta en el Paraná, pero ella no se lo merece. Cada tanto lo mira a
Tomi de reojo y bufa. Bufa fuerte para que se note que no lo quiere más en la casa.

XII
Juana vuelve del muelle con el sobre de dinero. De pronto se apagó. Los
dientes blancos, grandes, como perlas, que desde ayer decoraban su cara se
escondieron detrás de los labios carnosos que se aprietan, se fruncen,
reprimiendo vaya a saber qué palabras que prefiere no decir.
El guiso carrero que hierve en la olla tiene un aroma exquisito. Macario está
recortando los juncos para hacer las cortinas y tiene hambre. Ella pasa a su lado
como una sombra.
—Ese mocoso ya no se queda más en casa. — dice Macario lo
suficientemente alto como para que Juana escuche antes de que entre en la
cocina. Ella se detiene unos segundos en la puerta y, sin replicar, entra.
Arrebatado, Macario se pone de pie de un salto y sube saltando escalones tras
ella, aporreando las tablas al subir, para infringir miedo, como lo hacía su padre.
Juana está rígida frente a la olla.
— ¿No escuchaste? ¡No quiero más a ese borrego en esta casa!
Juana no responde, frunce los labios y comienza a revolver el guiso como si
hiciera falta.
—¡No te hagas la sorda!
Ella agarra del piso un tacho vacío y, sin mirarlo, lo esquiva para salir de la
cocina. Macario queda solo de pie. Su rostro enrojece y aprieta las manos donde
todavía sostiene la tijera de podar con la que recorta el junco. Se escucha un
portazo, es Juana que cierra de un golpe la puerta del baño.
— ¡Tepochi!20 – grita – ¡A mi no me dejá’ hablando solo sabé’?
Macario rabioso sale al balcón y golpea con la tijera la puerta del baño. El
corazón lo atraganta.
— ¡Si querés hacerte la mamá me parís un gurí, a mí, que sea mío. O si no te
podés ir a buscar al guacho que dejaste tirado! Pero al colorado ese no me lo
traés más a mi casa.
Juana no responde. Macario apoya la oreja en la puerta y no escucha nada.
Sólo no se puede pelear. Ella siempre le hace lo mismo, lo deja hablando y no
contesta, ni para defenderse ni para acusar. Aña mujer, si me siento un výro21
hablando solo.
Macario patea la puerta del baño hasta que le duele y se resigna. Busca el
mate en la cocina y baja hasta el muelle.
Sentado en el banco respira profundo, tratando de aflojar los músculos que de
tan tensos duelen. Está fresco, parece mentira que ayer el calor era tan
insoportable. El agua paró de subir, ahora está quieta, se hace la inocente, igual
que Juana. El estómago tiene una bolsa de bronca enrollada en las tripas así que
no va a comer. Juana se encerró en la pieza. Mejor. No hay más nada que decir.
Nada que discutir. Ya se terminó la historia. Ahora volver a lo de antes. Que ya
falta menos para la navidad y Buenaventura nos espera, y Monchito se va a poner
contento con el bote de madera, y la Nancy le va a decir a Juana que va a ser la
madrina del bebé, y Marta le va a decir que su ensalada de frutas es la más rica,
y yo no voy a contar su secreto…
Pero la bronca sigue ahí, ladina, se encubre entre los más sencillos
pensamientos. La bronca no se calla, le susurra desde adentro, se le burla, le
grita, lo estimula, lo enferma, y no tiene como callarla.
Quiere silencio, necesita silencio. Pero desde hace tiempo, desde que las
cotorras anidaron y se multiplicaron en el eucaliptus de en frente, es imposible
conseguirlo. Todos los gritos forman un sonido agudo, permanente. Algunas veces
se deja de escuchar, no porque no esté, sino por costumbre, como pasa con el mal
olor, con la tristeza o la mala suerte, pero cuando uno necesita silencio su griterío
puede ser enloquecedor.
Desde el otro lado del arroyo, sobre un palo que aflora del agua, entre los
juncos, la garza lo mira, impávida. Él la mira con beneplácito, siente que de
alguna manera se parecen.
Se van a callar aunque no quieran, le dice a la garza, sabiendo que tendrá su
aprobación. Deja el mate en el banco y va al depósito. De un estante de arriba
agarra el hacha. Con los dedos expertos repasa el filo redondeado. Como está no
sirve, así que también agarra la vieja lima de hierro oxidada de Higinio, y vuelve al
muelle. Siente deleite al afilar la hoja, con paciencia va y viene por su filo, como
acariciando. Primero de un lado y después del otro mientras, cada tanto, mira la
copa del árbol que hierve de pajarracos y se regocija. El filo del hacha se vuelve
agudo, pierde el óxido y brilla desafiante.
Se sube a la canoa y cruza. Con las botas de goma que Buenaventura le
regaló para su cumpleaños no le importa el barro, son altas y la suela nueva se
agarra bien aunque haya lodo.
Ya se va a terminar el emboyeré de las cotorras. Como dice Doña Marta: “La
visita y los pescados, después de tres días, apestan”…¨Por eso se tienen que ir. Y
el mocoso también. En mi casa mando yo…

Garza observa impasible al macho que cruza el arroyo en la


canoa.
Salvo por algunos pájaros que sí saben cantar, las pavas,
que al amanecer y a la tarde suelen hacer su vulgar escándalo
de familia numerosa, el croar parejo de ranas, los grillos y la
brisa en las ramas, este arroyo había sido un lugar de
agradable sigilo. Los humanos que viven del otro lado del
agua, casi no se hablan. Salvo ciertos graznidos del macho,
que cada tanto hacen temblar la tierra, no se puede decir que
estorben al silencio con su pálida presencia. Hasta la llegada
de las primeras cotorras al eucaliptus solitario, el arroyo Las
Ánimas era un Edén.
Todo comenzó el verano pasado. Un grupete de cotorras ruidosas invadió el árbol y
se encaramó en las ramas más altas, donde Garza acababa de terminar su nido. En horas,
dos enormes construcciones oscuras y desprolijas, se posaron en la copa del eucaliptus, a
la vez que desarmaban el humilde nido de la garza. Los días subsiguientes llegaron más.
Y antes de caer las hojas llegaron otras, y otras, y el árbol solitario se llenó de nidos,
donde nacieron cientos de pichones que no pararon de crecer y de gritar.
La hembra de enfrente, se sentaba en el muelle largos ratos, a observar el trabajo de
la prosaica multitud. El macho, en cambio, les arrojaba palos y cualquier cosa que le
venía a la mano, vanamente, porque las cotorras no se inmutaban. Garza lo vio armar
bolas encendidas y, atándolas en las cañas más largas, tratar de incendiar los nidos, pero
estaban tan altos que solamente lograba quemarse las manos y maldecir. Después intentó
con flechas de caña y punta de fuego, pero fue otro fracaso, no podía acertar a los nidos y
las cotorras lo miraban burlonas y gritando al unísono, como si gozaran al desquiciar al
hombre.
Garza, como una elegante escultura de marfil, había observado esas actividades con
curiosidad, esperanzada en el triunfo del hombre que pronto le permitiría recuperar su
árbol.
Llega el final. El hacha golpea, raja, zanja el viejo árbol rugoso y de perfume sanador.
Ahora, aullando su dolor de madera rota, explota contra el piso.
Las cotorras chillan, tiñen el cielo de verde, y con ensordecedor bramido se alejan
hasta perderse de vista.
Recuperado el silencio, el macho vuelve con la canoa hasta su muelle y se sienta a
descansar, mientras cientos de pichones esparcidos en el suelo fangoso son devorados
por la garza y otros vecinos que se invitan al festín.
Ahora Garza no podría volar aunque quisiera, su vientre está repleto, tirante, pero
pronto, cuando se sienta mejor, emprenderá su vuelo en busca, de algún árbol que esté
vivo.
XIII
Macario, cubierto en sudor, amarra el bote. Tiene las manos ampolladas a pesar
de que están acostumbradas al trabajo. El eucaliptus se resistió, pero ya no está,
será leña y tablas, y los veinte nidos, basura y comida para los bichos.
Son las seis de la tarde y el tiempo se fue a puro hachazo. Ahora, en frente, hay
más cielo. En otoño voy a plantar en el mismo lugar los fresnos guachos que me
crecieron en el fondo. Tengo hambre. Donde estará la Juana, que me haga un mate
cocido. ¿seguirá enojada la guaina? A mí ni ganas de pelear me quedaron.
Macario deja el hacha en el muelle, ya no tiene fuerza ni para llevarla a guardar.
Arrastrando los pies sube a la casa y va directo al baño a sacarse el barro y el
sudor. Al pasar por la cocina y la pieza no escucha ruidos, ni la radio siquiera, y las
puertas están cerradas. Dónde se habrá metido.
Con la bomba se lava el cuerpo y la cabeza. Desnudo como está sale al balcón
y se mete en el dormitorio. Son las siete y todavía es de día. Juana no aparece.
Estará con el junco, o en la huerta, no importa.
Macario se acerca a buscar la ropa limpia que Juana guarda ordenadamente
en el lado izquierdo del viejo ropero. La hoja entreabierta del lado derecho le llama
la atención, la abre y, atónito, descubre que está vacío. De inmediato, corre a la
cómoda y abre los cajones, respira con dificultad, su garganta se ha cerrado. Las
bombachas, los corpiños puntiagudos de encaje que la Nancy le regaló, los
pañuelos, las medias de seda, la cartera, nada. La lata de té antigua debajo del
espejo está abierta, el rollo de dinero que ahí guardan está desarmado, faltan
billetes. Los cuenta. La mitad, justo la mitad. Los tira al piso, no vale nada el
dinero si ella no está.
Así, desnudo, sale al balcón y grita, grita su nombre, y espera…Silencio.
Entra a la cocina, va hacia el baño, baja los escalones dando zancadas, corre
al depósito y no deja de gritar, porque sabe. Sabe que la última lancha pasó a las
seis y se ha llevado lo que más quería en este mundo. Y llora, y corre al otro
muelle y grita su nombre con los brazos abiertos, y se arrodilla, se acurruca sobre
las tablas.
Y así lo encuentra la noche, a la intemperie, desnudo, llorando su patética
orfandad, rodeado del silencio que tanto deseaba, pero ahora no.
 
 

SEGUNDA PARTE
 
 
 
 
Estoy solo y no hay nadie en el espejo.
Jorge Luis Borges
 
Macario, tirado en su muelle, se despierta con el zumbido de un
tábano que le revolotea en la oreja y lo muerde. El agua sigue bajando, ya
se ven los dos únicos escalones que sobreviven y un enorme agujero,
oscuro, como una triste boca abierta.
Los grillos, las ranas, el susurro de las casuarinas, el llamado de los
zorzales y las calandrias, los graznidos de las pavas de monte que se
acomodan entre las ramas y las hacen crujir, el golpeteo de los
carpinteros, y más grillos y más grillos y más grillos, incesantes, y el uuuu
de los benteveos, todo junto, junto al agua que cada tanto golpetea el
muelle, y el eco de alguna lancha que pasa por el Paraná: el silencio de la
isla.
Se sienta. Sus pantalones están mojados, y el olor de su orín lo
asquea. Nderakore, maldice. La garza se va. Las copas de los árboles
están doradas, pero abajo el negro de la noche que avecina es profundo y
crece.
Se cuelga de la baranda y mira. El ocaso tiñe de rojo el otro muelle
que se entrega, indefenso, a la sombra creciente de las casuarinas que lo
devora. Ya no se ve el tracker que se escondió entre los juncos. Sonríe. Me
quiso ganar el embido y lo hice mierda con el retruco.
En frente, del otro lado del Paraná, las luces del destacamento de
policía se encienden. Macario ya no les tiene miedo. El odio, como el río,
arrasó con todos sus sentimientos y se quedó. Para siempre.
Escupe en el agua. Todo gira a su alrededor y el estómago se
retuerce. Torpemente se acuesta en las tablas sucias de su muelle. Mira el
cielo. Abre los brazos y pone las palmas hacia arriba. Soy un Cristo de
junco. Se ríe, y la risa se hace llanto.

XIV
 
A la camisa escocesa le faltan dos botones. En la casa no hay con qué arreglarla
pero se la pone igual, no tiene otra, entonces agrega en el papel: botón, hilo y
aguja. La lista es larga, hace mucho que no va para Tigre. Él vive solo, no necesita
casi nada, lo poco que precisa se lo compra a Cachito, la lancha almacenera, o en
el almacén de Dorita.
Antes de las 12 se para en el muelle del Paraná a esperar la lancha que viene
de La Serna. A las dos llego a Tigre, con tiempo pa’ comprar y a las seis vo’ a tomar
la última lancha hasta la casa de Buenaventura, y me quedo a dormir. Se sonríe
despacito, nada de exagerar, no es bueno creerse feliz.
Es el cumpleaños de Rosita, nueve años cumple, y le va a llevar un regalo. Es la
primera vez que le va a comprar algo a la gurisa. Buenaventura le dijo tacaño, que
tiene un cocodrilo en el bolsillo. Macario no se enojó, con su hermano nunca, jamás
se enojó, pero le va a demostrar que no es cierto. Así que en cuanto llegue a Tigre,
primero que nada, vo’ a agarrar por la Italia, o la Cazón, a ver si hay una juguetería,
nunca me fijé. Una muñeca va a estar bien, eso seguro le va a gustar. Uh, pero va a
estar todo cerrado a las dos,…entonces primero voy pa’ l puerto de frutos, a ver a
cuanto andan vendiendo las cortinas y los juncos, a ver si el zorongo de Boyle me
viene cagando y yo sin saber.
Desde La Serna aparece la lancha. Macario le hace señas con todo su brazo
para que lo vea y no cruce el Paraná directamente como lo hace siempre. La lancha
dobla y se acerca a velocidad sin detenerse en otro lugar. Sebastián, el patrón, lo
saluda con un gesto de la mano pero el marinero debe ser nuevo, nunca lo vio,
hace tanto que no sale de la isla. Macario se sienta adelante para no tener que
saludar a los que van subiendo. Ahora sí, la lancha cruza el Paraná. No hay buques
cargueros a la vista ni marejada. En un par de minutos están del otro lado.
En la desembocadura del Carapachay el destacamento de la policía parece
vivo. Rara vez se ven agentes dando vueltas en el lugar, pero hoy se ven varias
lanchas amarradas, una dice Prefectura, y la otras Policía. De una muy grande están
desembarcando varios uniformados. Macario no distingue de qué fuerza son, no
entiende mucho del asunto pero le llama la atención tanto movimiento. Uh…Cierto
que el otro día los milicos la sacaron a la Perona. Si mi vieja viera esto se pondría a
llorar. Y en su recuerdo aparece la estampita de Eva Perón que la mamá guardaba
con las de los santos, escondida, para que el viejo no vea, porque la odiaba, odiaba
a esa “puta” que las hizo votar a las mujeres.
Esta mañana se afeitó y emprolijó los bigotes, le gusta cómo se ven, así se usan
ahora y están buenos porque le tapan su boca sin dientes. Al final nunca fue al
dentista, al comienzo no tenía dinero, después no tuvo ganas. Me voy a comprar un
frasquito de perfume o algo así, tampoco tengo que parecer un bagallo, cómo le vo’
a dar vergüenza a mi hermano, que soy su única familia.
A esa hora, un viernes, viaja poca gente. Macario dormita. El sol benigno de
marzo lo amodorra y está cansado. Esta mañana terminó con todo el trabajo que
tenía que hacer el fin de semana, se levantó a las cinco, y tejió cortinas bajo el farol
hasta la hora de alistarse.
Este va a ser un día distinto. No recuerda la última vez que fue a un
cumpleaños. Cuando estaba Juana iban a todos los festejos, pero desde que ella
desapareció las cosas cambiaron mucho. Pasaron nueve años y todavía Nancy no lo
perdona, casi no le habla, y Marta lo mira mal, que no le cuesta nada. Me echan la
culpa, no entienden que fue cosa de la Juana noma’. Las mujeres son así, medio
locas. Por suerte mi hermano y Domínguez na’que ver, vienen siempre a buscarme
pa’ pescar y cazar. Con ellos dos me alcanza, pa’ qué quiero más.
La lancha pasa por la casa de su hermano. Domínguez y Nancy están colgando
globos en el parque. En el muelle hay un cartel de feliz cumpleaños. Buenaventura
no se ve, seguro está preparando la parrilla, ¿y Marta? por ahí debe andar.
Sebastián toca bocina, Domínguez le grita “A la tarde venite, no faltes”, Sebastián
le responde con otro bocinazo. Macario se acurruca para que no lo vean, todavía no.
La lancha llega al Luján. El pobre edificio del Tigre Club está cada vez más
deteriorado, igual sigue siendo impresionante. En la costa no se ve gente,
demasiado tranquilo todo. En el astillero Cadenaci, un par de obreros trabajan
colgados con arneses. Si no fuese junquero me hubiera gustado hacer barcos, a
esos seguro que los respetan mucho, piensa mientras palpa sus bolsillos buscando
el dinero con que pagará su boleto.
Despacio, la lancha dobla a la derecha en la esquina del río Tigre. En el edificio
de la Prefectura están bajando de un camión del ejército un montón de soldados. En
la orilla de enfrente también se ven, tienen armas largas. Macario se estremece,
nunca vio de cerca esos caños, la mía parece de juguete, ta’ jodida la cosa.
El marinero le cobra el pasaje. Ya están por amarrar.
En el muelle hay uniformados, impresiona el despliegue de fuerzas. Macario no
sabe si son policías, de la prefectura, soldados, no entiende de uniformes, pero no
se preocupa, no puede pasar nada.
A medida que van bajando de la lancha los van cachando. Que chasco se van a
dar, acá somos todos laburantes, gana’ e’ joder que tienen.
Palpan a Macario, nada. Documento. Macario lo saca del bolsillo de la camisa
escocesa que le faltan dos botones.
—Está vieja la libretita, apenas se lee, se me mojó muchas veces, pero con
ganas se ve. La foto es de cuando era pibe, pero me parezco, más viejo, pero se
nota que soy yo— tratando de caer bien, le dice al milico que no lo mira a la cara.
Con la punta del fusil lo empuja contra un grupo de pasajeros que bajaron de
otras lanchas y, sin mediar palabra, los ponen a caminar hacia la comisaría que
está a pocas cuadras. Mientras caminan por la avenida Cazón, los transeúntes los
observan de reojo y bajan la cabeza. Macario no está seguro de tener miedo, no
entiende nada. Si yo nunca hice nada malo, solamente no me funca el documento.
Pa’ qué mierda me vine acá. En casa no se usa el documento, allá nos conocemos
todos.
El grupo entra en la comisaria seguido por los policías. En silencio esperan de
pie. Una autoridad sale del interior y se informa sobre cada uno, todo en voz muy
baja. El grupo palpita. A Macario y a un viejo con un pobre bolsito de trabajo los
hacen sentar en un rincón, uno en cada punta, el resto es dirigido hacia el interior y
no los ve más. Solo queda detrás de un escritorio alto un policía que no deja de
escribir.
Pasa el tiempo, minutos que se hacen horas. Macario tiene hambre. Parece que
se olvidaron de él y del pobre viejo sentado en la otra punta, pero no se anima a
preguntar.
La cosa por momentos se pone pesada. Entran dos mujeres con una niña, la
más vieja llora con desesperación, y pregunta por su hijo, un buen muchacho, dice
ella, que se han llevado de Astarsa, el astillero donde trabaja. El policía detrás del
escritorio las mira con desdén, desde arriba, desde esa altura que proporciona el
uniforme y el arma en la cadera: “Acá no está”. Les aconseja que se retiren. Las
mujeres no quieren irse. La vieja llora y grita. La otra la quiere contener y no puede.
La nena lloriquea diciéndole abuela. La vieja la abraza y se calma. La otra agarra a
upa a la nena que se le acurruca entre los brazos. Dos policías las empujan, las
sacan, las silencian. Macario se estremece, él sabe muy bien lo que es perder a
alguien y nunca más saber dónde está. Será el marido, el hijo, el padre. Pobres,
igual que seguro lo van a encontrar pronto, la gente no se pierde así nomá’, Bah,
salvo la Juana… pero ella se fue porque quiso. Resultó bien loca la Juana. Piensa y
suspira.
La situación se repite una y otra vez. Siempre mujeres, nunca un hombre. Como
las olas en el Paraná, con un ritmo constante, traen nuevos detenidos que, en
silencio, entran y se esfuman en el interior de la comisaría. Puta que están bravos
los milicos, me quiero ir a casa.
Pasan las horas. Cambian los turnos y los milicos entran y salen. Algunos
conversando cosas triviales, otros, en cambio, con rostros temibles como
caricaturas de sí mismos.
Sin una palabra ni un gesto, como si fuera un mueble, Macario sigue sentado en
una esquina de la sala.
Está oscureciendo. El reloj marca las 7 y la última lancha se fue. Macario
maldice en silencio. Nos tratan como mierda porque somos mierda.
Por el pasillo aparece un oficial con cara de cansado y los ve a él y al viejo que
dormita babeando con su boca abierta. Habla con el policía de la mesa de entrada
que recién empieza el turno, miran los papeles, revisan los documentos. Los llaman.
Ambos se ponen de pie y se acercan al escritorio. A Macario le duele el culo de
estar sentado en la silla de madera pero no hace ni un gesto por miedo a una
represalia, sólo se quiere ir a su río, a su rancho, a sus perros y sus pájaros. Les
devuelven los documentos y los reprenden por no tenerlos en buen estado: —
Váyanse y no los queremos ver más por acá.
Macario marcha derechito y sin mirar atrás hasta la estación fluvial. Va a ser
larga la noche. No hay más lanchas hasta las 6 de la mañana pero no se le cruza la
posibilidad de caminar por Tigre. Se compra un sanguche y una fanta y se sienta
en el banco frente al río.
Qué estará pensando Buenaventura, hace un ratito nomá’ pasó por su muelle la
lancha y yo no me bajé. Seguro se preocupa. Mañana cuando pase por el muelle le
grito que se venga pa’ mi casa y le cuento.
Amanece. Acurrucado en el banco, con el frío de los primeros días del otoño,
apenas pudo dormir. Se despabila empezó el movimiento en la Estación fluvial. Con
ruido metálico abre el kiosco de diarios, llegan los marineros y patrones, comienza
a bajar la gente del tren a formar las filas. Ni que me hubieran dado una paliza. Que
jodida está la cosa. Que jodidos que somos. Todos somos jodidos, pero algunos
más. Si parece que les gustaba joder a la gente.
Son las seis. Macario se acerca a su escalera, saca el boleto, sube, y siente que
ya está en casa, entonces la lancha lo amodorra y se duerme.
 
El lodo del fondo está pasmado, no hay movimiento
en el arroyo, el agua no va ni viene, sólo está ahí, igual
que el aire tibio de la mañana.
La Vieja del Agua está preparando su nido en el barro.
Con su boca redonda chupa las hojas de las plantas que
hay alrededor, además de comer esos bichitos que tienen
pegadas, las deja bien limpias, como le enseñó su padre.
Vieja del Agua tiene, cerca del ojo izquierdo, una cicatriz horrible que hace
aún más desagradable su tosca fisonomía. Hace un tiempo, aquí mismo, algo se
le clavó en la boca cuando quiso saborear aquel manjar extraño que la suerte le
ofrecía. Ya le había dicho su madre que desconfíe de esos bocadillos dudosos,
pero el hambre y la curiosidad la traicionaron. El tirón la llevó fuera del agua. El
hombre bueno protestó, le arranco de la boca con dolor la garra punzante que la
había atrapado y la revoleó de vuelta al agua. Al fin de cuentas no fue tan grave
como le habían dicho sus vecinos porque días después pudo volver a comer
normalmente, casi sin dolor.
Falta poco. Esta será su primera cría. Siente la vibración debajo de su
maxilar, en la bolsa que contiene los huevos que fecundaron gentilmente varios
machos de Las Animas.
Cuando nazcan seguramente vendrá alguno de ellos para ayudarme a
cuidarlos hasta que sean fuertes y puedan buscar sus propios destinos. Así somos
nosotros, no como otros que dejan a su cría por ahí y se olvidan.
Un pedacito de carne cae frente a ella. Su olor es diferente a lo que conoce,
tan tentador. La Vieja no se quiere acercar, el mandato de su madre se le ha
grabado con dolor. Pero el pedacito se sacude. La seduce. Vieja mira para otro
lado, piensa en alejarse pero su nido está ahí, debajo del muelle. Aparece
Tararira, también ve el bocadillo y va hacia él. Vieja olvida los consejos y
atropellando le gana la partida, de un bocado se lo traga.
Otra vez el tirón, y el dolor. Esta vez no es solo ella, son sus críos que están
en el buche maternal. El hombre, con violencia, le arranca el anzuelo. No le
importa el sufrimiento, ella solo espera el zambullón. Pero no sucede.
—Que porquería de bicho. —susurra el hombre y la deja en las tablas del
muelle.
Vieja da bocanadas, pero el aire no le sirve. El hombre cada tanto la observa.
Parece disfrutar con su vana muerte. En los últimos estertores algo escucha pero
no entiende.
—La piedad no existe. Mi viejo no me tuvo piedad, la Juana no me tuvo piedad
y los milicos no me tuvieron piedad. Los feos nacimos pa’ sufrir. Aprendelo.

XV
La remera de Argentina le queda un poco grande, pero es la que
Buenaventura pudo conseguir, y a caballo regalado no se le miran los dientes.
Macario no se piensa pintar ni hacer todas esas cosas que hacen los demás para
mirar el partido. Los sobrinos están más que divertidos, Buenaventura se puso en
gastos y compró un arsenal de cohetes. Moncho y Rosita salen a tirar en cada gol,
a pesar de los bufidos de su abuela que tiene susto de que se quemen. El
Carapachay está de fiesta, salvo para los pájaros que la están pasando mal.
Domínguez dice que Macario es un aburrido, porque hasta Marta se pone un moño
celeste y blanco en la cabeza y hace sonar una matraca.
Este mes la gente está muy contenta, por primera vez, desde que Macario
tiene memoria, todos están del mismo lado y si hay discusiones son por una
jugada, o cómo se desempeña un futbolista.
Pero hoy no piensa mirar el partido con su hermano. Con la suegra ahí no
puede putear, ni en español ni en guaraní, porque Marta lo mira mal y, aunque
Domínguez tiene una cloaca en la boca, Buenaventura le tiene prohibido maldecir
y decir malas palabras frente a su familia. Así no se puede mirar el partido con
Perú que nos puede dejar afuera, tan cerquita que estamos de salir campeones.
A las seis y media de la tarde se va a encontrar con varios vecinos en el
almacén de Dorita. Ya vio con ellos los partidos contra Francia y Polonia y
Argentina ganó. Raúl es macanudo, prepara el local para que todos se puedan
sentar, y los que viven cerca se traigan las sillas. Corre el vino, la ginebra, los
maníes, pero también los mates, las tortas fritas, y las empanadas. Raúl y Dorita,
en cada partido, se hacen unos buenos mangos. Algunos vecinos tienen televisión
en su casa pero no es lo mismo. Nunca se abrazaron tanto ni gritaron como
desaforados sin que nadie se queje. Macario, en esos momentos, siente que forma
parte de una gran familia.
Hace un frío bárbaro y es el día más corto del año, pero hay luna llena y pocas
nubes, así que para remar de noche no va a tener problemas.
Macario sube al bote. Allá adelante, en la desembocadura, el ocaso escarlata
tiñe el cielo y el agua. Un atardecer poderoso, piensa agitado por la emoción.
No ve la hora de llegar al almacén, tan calentito con la salamandra enorme
que siempre tienen ardiendo. Hay un vientito, el río debe estár bastante atrevido,
pero la adrenalina del partido promete empujar los brazos.
Sobre el otro muelle, en la boca de Las Ánimas, alcanza a ver una silueta. Es
un hombre. Está parado en las tablas, inmóvil, como una efigie. El cielo y el río,
rojos de atardecer, le dan un aspecto tenebroso.
¿Quién es?... Un mal presentimiento lo invade, se apura.
Macario rema y se acerca.
El hombre está semi desnudo y Macario se acerca.
Su piel brilla, mojada, y Macario se acerca.
El rostro está desfigurado, la nariz aplastada y Macario se acerca y tiembla.
El hombre lo mira y sin llorar llora. Macario está a unos metros.
El hombre desaparece.
El horror es inconmensurable, le hace doler el estómago y la piel arde.
Mira a los costados, el hombre no está. Las Ánimas piensa, y se persigna.
Despacio, intentando dominar su miedo, amarra. Baja al muelle y recorre con
la vista el lugar. Primero la costa. No se anima a salir de arriba de las tablas, pero
enciende su linterna y apunta las ramas sumidas en las sombras. Nada.
Entonces ilumina el agua. A unos metros, entre los juncos está él. El hombre
muerto.
Macario siente que va a vomitar. El rostro deshecho. La boca abierta como en
un grito eterno. Moretones en el cuerpo, heridas deshilachadas en hebras
blanquecinas. Las piernas en posición escabrosa, dislocada, quebradas en
pedazos. Los brazos descarnados, unidos por las manos hinchadas, azules, con un
alambre enterrado en la piel.
En frente, del otro lado del río, el destacamento de policía tiene las luces
encendidas, pero atravesar el Paraná a remo es una odisea que no se atreve a
encarar. Le falta el aire.
Sube al bote y se aleja dando remadas con la fuerza de su locura, tiene que
llegar enseguida al almacén, contarle a Raúl, llamar a la Policía o a la Prefectura.
Entra en La Serna y al ver la luz del almacén ya se siente más seguro. Hay
demasiados botes amarrados y recién puede amarrar a cincuenta metros. Corre.
Cuando entra, todo es jarana y ya ni se acuerda por qué.
—Raúl venga enseguida, es importante.
El hombre cambia el semblante al ver el rostro desquiciado de Macario y deja
todo para salir en su busca. En la puerta, intentando ser claro, le cuenta y le pide
que lo cruce hasta la policía.
—Usté’ está loco. No se le ocurra avisar. ¡Son ellos! ¡Ellos los tiran al río! Los
vecinos ya encontraron a varios, hombres y mujeres. No se le ocurra hablar. ¡No
se le ocurra!
Le dice Raúl desencajado, susurra rápido, como intentando frenar una
catástrofe que se avecina.
—Y qué hago entonces, ¿Lo dejo ahí? ¡Cómo lo voy a dejar ahí!
—No sé hombre. ¡Qué se yo! Empújelo al río, que siga el camino. Lo tiraron
para que se vaya. Que se vaya entonces. Ya está muerto. Cuídese usté’ m’hijo,
que con estos de arriba no se jode. Usté’ lo empuja, se va, y acá no ha pasado
nada. Y a mí no me contó, yo no sé nada. ¿Entiende? Nada.
Macario entiende.
Los gritos y algarabía de adentro del almacén son de otro mundo, el mundo de
los inocentes.
Son las siete y el sol ya se terminó. Vuelve Macario. Llora. De miedo y asco.
Quiere llegar y no quiere.
No va a prender la linterna. Va a usar la caña larga que siempre tiene en la
costa por si la necesita. Lo va a empujar, no se va a meter al agua, no podría
tocarlo. Pobre hombre. Si me pidió ayuda, no fue pa’ que lo empuje al río. Debe
tener familia y nunca van a saber de él. Macario sabe lo que duele, aprendió
cuando desapareció Juana. Igual no puedo hacer otra cosa, Raúl tiene razón. ¿Y si
la policía me vio? ¿Y si me ve? ¡Nderacoré, por qué a mí! ¡Añá milicos asesinos!
Piensa en su mamá, que murió en su cama frente a él, como un angelito que era,
y le pide ayuda.
Macario necesita gritar pero llora en silencio. El río es delator, todos los
sonidos se multiplican en el agua y en los montes, se amplifican, y no quiere que
lo escuchen los de enfrente. Estarán viendo el partido, los muy mal paridos. Su
corazón está haciendo un escándalo lastimoso, que se calle, callate maldito que
nos van a oír.
El espíritu del hombre no está. Ya sabe que lo voy a traicionar, que él y Dios
me perdonen.
Llega al muelle. Intenta actuar como un autómata. Aprieta los dientes tanto
que duele. Busca la caña. Empuja el cuerpo. Se entierra en la carne. Empuja en lo
que queda de pantalón, la tela resiste, el cuerpo se mueve, el junco lo suelta. El
río hace su trabajo y se lo lleva a su destino final.

XVI
— ¡Hermanito te necesito!— grita Buenaventura con la voz quebrada desde La
Chancha que acaba de amarrar. Macario sale semidesnudo del baño, temblando, y
corre a su encuentro seguro de que algo terrible ha sucedido.
Buenaventura lo puede todo, jamás pide ayuda.
—Se llevaron a mi Monchito. Se lo llevaron a la guerra. ¡Se los llevaron a todos!
— grita y se pone a llorar como un niño acurrucado en la canoa— yo no crie a mi
gurí para esto.
Buenaventura no hizo la colimba porque le encontraron pie plano, aunque la
quería hacer para salir de su casa, y Macario se salvó por número bajo. Pero Ramón
sí.
Para Macario, desde que sortearon a su sobrino, fue una maldición. Monchito,
tan inocente e indefenso, en manos de los que fueron capaces de tirar hombres y
mujeres, torturados y mutilados en el río. Jamás le contó a Buenaventura de esa
noche, de lo que vio, de lo que hizo, a pesar de que su hermano le preguntó tantas
veces, por qué estaba tan raro, por qué no quería salir de su casa, ni siquiera a
visitarlo. Pareces un viejo loco, ni que le tuvieras miedo a la gente.
Cuando el once de febrero, el muchacho se tuvo que presentar en el Regimiento
601 de Campo de Mayo, hubo una revolución familiar. Los abuelos lo despidieron
felices, orgullosos: Monchito se va a hacer hombre, es lo mejor que le puede pasar.
Para los padres, en cambio, era una tragedia. Últimamente habían escuchado
historias: que a tal le pegaron, que a cual no lo vieron más, que aquel volvió
enfermo de tanto maltrato. Domínguez insiste: algo habrán hecho esos muchachos,
y además la gente es mala, inventa cosas, pero Macario sabe que no.
Buenaventura y Nancy lo querían acompañar, pero el hijo no lo permitió:
—Ya no soy Monchito, soy Ramón, y ya sé cómo ir. Me explicó Enrique, el del
kiosco de la fluvial, que fue muchas veces porque su hijo estuvo ahí. —Y, con letra
bien formada y segura, les anotó en un papel, para que ellos también sepan.
Esa mañana de sol, calurosa, a las seis de la mañana, la abuela le dio una bolsa
llena de galletas y dulces caseros, el abuelo un mazo de cartas para que juegue al
truco y gane. Buenaventura lo abrazó “Me salió machazo el muchacho, hijo e’
correntino carajo” le dijo al marinero tragándose las lágrimas mientras, su madre,
abrazada a Rosita, detrás de las azaleas sin flor, se escondía para llorar.
Desde que Ramón se fue al Regimiento, las pesadillas de Macario, que
comenzaron aquel día, cuando el Mundial dejó de existir, lo atormentan más que
nunca. La imagen de aquel hombre muerto vive en su cabeza, siempre, de día y de
noche, igual que el miedo, la impotencia y la rabia. Ya lo sabe, la vida es asunto de
Dios, pero la muerte no, muy poca cosa somos.
Los primeros tres domingos Monchito volvió de franco, con ese uniforme que lo
hacía más grande, más alto y más lindo, y hasta con la voz cambiada. Nancy se fue
especialmente a Tigre a comprar una cámara Kodak Instamatic y dos rollos color de
36 fotos para registrar esos días inolvidables. Verlo bien fue un alivio, aunque
hablaba poco y no quería responder muchas preguntas. Tremendo azadazo lo
esperó cada día. Su tío, a pesar de la angustia que le producía salir de Las Ánimas,
no faltó a la invitación ni una vez. Pero a mediados de marzo ya no vino más.
La tensión en la familia fue creciendo día a día. El 28 de marzo salieron los
cinco: padres, abuelos y Rosita, que esa semana iba a cumplir los catorce. Se
fueron hasta el Regimiento para verlo y que no se sintiera solo, para que supiera
que su familia estaba con él. El papel, donde la mano de su hijo había escrito las
indicaciones del viaje, había permanecido guardado prolijamente en la mesa de luz
de Nancy hasta ese momento: La lancha hasta Tigre, el tren a San Fernando,
caminar hasta la otra esquina de la plaza frente a una farmacia grande y tomar el
203 y una hora más o menos hasta Lemos al 100 y ahí el 244 hasta llegar es media
hora. Siempre preguntar al chofer, que son macanudos.
Llevaron abrigo, cosas ricas amasadas en casa, golosinas, cigarrillos, revistas y
una torta para que Rosa sople las velitas con su hermano. Pero no los dejaron
entrar.
Cinco días después, la noticia en la radio los dejó perplejos. Fuerzas militares
argentinas habían desembarcado en Malvinas. Una plaza llena vitoreaba al
presidente Galtieri. La guerra era un hecho y de Monchito no sabían nada.
Una, dos, tres, cuatro veces fue Buenaventura con Domínguez al Regimiento.
Nada. Sólo los muchachitos de guardia que le aseguraban que no había novedades,
ningún conscripto del Regimiento había sido trasladado.
Claro, es que son tan chicos los muchachos, y entraron hace tan poquito,
seguro no los van a llevar a ellos, se consolaba Nancy mientras las velas ardían
debajo de la imagen de Jesús y de la virgen. La radio y la televisión prendidas todo
el día. ¡Estamos ganando! ¡Dicen que estamos ganando! Y mi nieto sigue acá,
gracias a Dios. Vamos a tejer abrigos para los que se llevaron. Esos muchachos…
qué miedo, y sus familias… decía Marta mientras las agujas iban y venían haciendo
bufandas y guantes con la lana de los pulóveres que desarmaba.
 
Pero ya es mayo, y después de dos meses sin ver ni saber de su hijo,
Buenaventura acaba de recibir la noticia.
Los hermanos se abrazan y lloran juntos.
—Qué querés que haga, decime, qué hacemos.
—Acompañame. Vamos al Regimiento. ¡Que me digan! y si no me dejan entrar
rompo todo. Es mi hijo, no es de ellos. —la furia de Buenaventura lo desfigura, ha
estado tomando alcohol, apenas se puede mantener en pie.
Macario se va hasta la casa a buscar un abrigo para él y otro para su hermano
que está empapado por la llovizna helada. Sin mirar hacia atrás, sin pensar en lo
que puede pasar, los hermanos suben a la canoa y con el motor rugiendo cruzan el
Paraná. Al pasar por el destacamento de policía Macario maldice. Y sigue. Su
hermano aferrado al asiento sin decir palabra.
No se detienen en la casa. Al pasar no se ve a nadie, sólo la puerta cerrada y
una pálida luz encendida.
Directo al Puerto de Frutos de Tigre. Sin pedir autorización amarran en un
muelle de cemento entre los barcos de carga. El aire fresco le hizo bien a
Buenaventura, está más compuesto y, a pesar de la resaca, puede pararse sin
ayuda.
La llovizna es intensa y helada, pero no importa.
Caminan hacia el tren. Suben. Tarda en salir, pero no hablan. Macario acaricia la
espalda de su hermano que sólo mira el piso. Carupá, San Fernando. Bajan.
Buenaventura corre delante de él, son solo dos cuadras. Hay un 203 en la parada,
en frente. Hay que alcanzarlo. El semáforo está en amarillo. Delante de ellos hay un
colectivo parado, los pasajeros suben y bajan ajenos a su dolor. Buenaventura no
puede esperar. Cruza por delante del colectivo, tiene que alcanzar el 203, si lo
pierden es media hora más sin saber de su hijo. Macario ve venir por detrás la
Chevy. Es naranja, está sucia. Hace rugir el motor para que no la detenga el
semáforo. Pasa acelerando al colectivo, por la izquierda, a toda velocidad. La mano
sudada de Buenaventura se escapa entre los dedos de Macario que no lo puede
detener. Buenaventura pasa frente al colectivo y da un paso más, sólo un paso
más. Vuela sobre el capot de la Chevy que se hace rojo, que se hace vidrios, que
chirria y gira golpeando a su hermano una vez más.
Buenaventura está muerto y su hijo, cuando vuelva, lo podrá llorar.
 
 

TERCERA PARTE
 
 
 
Si nuestra mente se ve dominada por el enojo,
desperdiciaremos la mejor parte del cerebro humano:
la sabiduría,
la capacidad de discernir
y decidir lo que está bien o mal.
Dalai Lama
 

 
 

La boca pastosa y hedionda, él pantalón que no se seca, hambre,


sed, ganas de vomitar, frío. Podría entrar en la casa pero es un hombre de
palabra y se juró esperar en el muelle, como una tabla, pudriéndose a la
intemperie
Si Angurria estuviera con él no tendría tanto frío. Lo tendría
encima, lamiéndole la cara, apoyado en sus rodillas, cubierto de
mosquitos. Macario palmea su pierna sin perro y lo acaricia despacito.
 

 
XVII
En la tele del almacén de Dorita no dejan de pasar imágenes de los saqueos ni
al presidente Alfonsín diciendo que hay estado de sitio.
En la isla la cosa también está muy complicada. Hace rato que no vienen los
turistas y muchos dueños abandonaron sus casas. Muchos isleños se fueron
después de la gran inundación del 85 que arruinó las plantaciones. Cada vez hay
menos gente, y los que están no tienen plata. Raúl ya no fía, a Dorita le cuesta
decir que no, pero el hombre tiene razón, nadie paga, y lo que hoy cuesta 100
mañana cuesta 200. Por suerte en la isla el pescado, el carpincho y la nutria son
gratis, y si se hace una huertita, algo hay para comer. Pero los que viven en la
ciudad no tienen salida. Por eso estalla, porque ya no se aguanta con hambre y sin
trabajo.
Macario se siente afortunado de tener su rancho, de necesitar tan poco.
Compra aceite y una botella de ginebra Bols y se vuelve a su casa antes de que
oscurezca. Recién empieza el mes de junio, no son todavía las seis y el frío cala
los huesos.
El sol poniente encandila pero, entrecerrando los ojos, Macario alcanza a ver
una canoa amarrada en el viejo muelle de Las Ánimas. Es inconfundible. La
Chancha. Un muchacho parado en la costa va y viene. Su porte esbelto, robusto,
inconfundible, igual a Buenaventura. Es Ramón ¿estará de visita? ¡Primera vez! El
corazón se acelera y empuja los brazos de Macario que ya quiere llegar. ¿O serán
malas noticias? Ahora a la ansiedad se suma el miedo. Su sobrino lo ha visto y
sacude los brazos. Está sonriendo.
El joven no espera que llegue, se sube a la canoa, arranca el motor y entra en
Las Ánimas. Macario apura detrás de él.
Ramón llega primero y le tiende la mano para ayudarlo a bajar del bote y subir
al muelle.
— ¡Tío como estaaaá! Tanto tiempo sin verlo.
El muchacho tiene los ojos de su padre. ¡Siempre fue tan cariñoso! Lo abraza,
y Macario siente que sus ojos quieren llorar, pero no es de hombres.
Van caminando hacia la casa. Ramón va adelante, camina despacio,
curioseando. Desde hace casi siete años, que no ve a ninguno de ellos. Cuando
Buenaventura murió, se fueron a vivir a Rincón de Milberg, con la hermana de
Domínguez. Si ni siquiera me avisaron cuando Monchito volvió de la guerra, que
me tuve que enterar por Sebastián, el marinero. Seguro me culpan porque se
murió mi hermano, y tienen razón. El me cuidó tanto y yo no supe. Se mira la
mano, todavía puede sentir cómo se escurrió la de Buenaventura, la humedad de
los dedos que no pudieron detenerlo, el grito en la garganta que llegó tarde. Yo
me tendría que haber muerto. Yo que no soy nada, no tengo nada, ni valgo nada.
No él.
La casa del Carapachay había quedado abandonada, pero hace unos años
Ramón se fue a vivir ahí y volvió a verse hermosa. Alguna vez, cuando Macario
viajó a Tigre en la lancha colectiva, al pasar frente a la casa, lo vio y se dio cuenta
que era su sobrino, pero nunca se animó a visitarlo.
Y ahora lo tiene acá. Tan grande. A sus veinticuatro años su parecido a
Buenaventura duele.
—Si tío, me casé, y tengo una nena, la Patri. La tiene que conocer. Es linda,
parecida a mi mamá.
Así empieza la charla entre mates y ginebras.
—Le va a parecer raro tío lo que le vengo a pedir. Pero no se me ocurre otra
cosa. Tengo un problema.
—Bueno, bueno, en qué te puedo ayudar. — responde Macario intrigado y
orgulloso de poder servir para algo.
— Tengo en mi casa una chica, Eloísa, es sobrina de Rita, la amiga de mi
mamá de la Isla Maciel. Tiene dieciocho años y se esconde de la policía. Los otros
días con el padre y el hermano, entraron en un supermercado. Lo habrá visto en la
tele— Macario asiente con la boca abierta, lo de la tele siempre resulta tan
ajeno…— Bueno, con un montón de vecinos se llevaron carros llenos de
mercadería. Un montón de cosas, cantidad de fideos, arroz, aceite, leche en polvo,
azúcar, vino y hasta una botella linda de wiski. Dice que la alacena de la casa tuvo
algo adentro después de meses. Pero, no quedaron conformes. Escucharon en la
radio y vieron llegar a sus vecinos con televisores nuevos, cocinas, y cosas para la
casa que nunca, ni soñaron tener y se tentaron. Mire que dice que la madre les
pedía llorando que no vayan. Pero no hicieron caso y fueron. Esa vez los llevó un
vecino en una camioneta, eran una banda. Todos del barrio, gente que siempre
fue trabajadora pero hace rato está desocupada. Juntos levantaron la persiana de
un negocio de electrodomésticos en la avenida Mitre de Avellaneda. Mire la yeta,
apenas entraron que la policía llegó y los fueron agarrando. Gatos contra ratones.
Al papá y al hermano de Eloísa, primero que a nadie. Por suerte ella había salido,
tiró lo que se había agarrado y se fue corriendo. Dice que tardó un montón en
llegar caminando a su casa, Dice que lloró todo el camino, y el julepe que no se le
iba. Cuando a la final llegó a la esquina, vio que la cuadra estaba llena de policías.
Así que se fue a lo de una amiga que vive a unas cuadras de su casa y la madre
no la dejó entrar, pero le dio la plata para pasaje y se vino. Me cayó en casa hace
cinco días. La Rita llamó a mamá y le contó que uno de los detenidos la nombró y
que le hicieron una causa a ella también. Dice que la mamá, pobre mujer, le pide
que no vuelva, no tiene donde esconderla y en la casa ya no tienen para comer.
Los hermanos que quedan son todos chicos. Terrible quilombo.
— Pobre gurisa, tanta desgracia. Pero al fin va a estar tranquila en tu casa.
—Qué va. En casa la patrona está con el cuchillo entre los dientes. Si no la
saco pronto la ahoga. Siempre fue celosa, y ahora… imagínese tío. Encima la
petisa está gordita pero linda.
— Y… no entiendo ¿yo que te puedo ayudar Monchito?
— Eso, si puedo traerla. Usté´ no tiene mujer y ella no tiene donde quedarse.
¿La puedo traer? ¿La quiere?
Un silencio pesado se estaciona sobre la mesa entre los dos. Mucho para
pensar. La imagen de Juana en el tren, tan frágil y tan sola. Y después tanto que lo
hizo sufrir. No le quiso dar un hijo, desagradecida. Pero ahora, capaz… Macario
mira alrededor el rancho, está sucio, caído. Él mismo es una ruina.
—Pero ella no me conoce. No soy el mejor candidato— dice y se ríe de
mentira.
—Ella anda como bola sin manija, y ya le busqué pero nadie quiere para
trabajar, más miseria no se puede, nadie tiene un peso, y otra boca para comer no
se aguanta. Encima con problemas con la ley. Ya lo hablamos, ni para elegir está,
cualquier cosa le viene bien. Y usté’ tiene casa. No que no tiene nada. Ojo. Y es
buena gente.
La propuesta lo seduce. Otra vez imaginar el hijo.
— Bueno, traela. Pero dame unos días. El sábado. Al mediodía. Así preparo
todo. Para que no se espante la gurisa con el cuchitril. ¿Cómo decís que se llama?
—Eloísa.
—Eloísa…,…Eloísa.
 
XVIII
Termina de bañarse y se mira al espejo que apenas le devuelve la imagen.
Sobre su cabeza húmeda, empasta la gomina para aplacar el pelo duro y tapar
un poco la pelada incipiente. Se afeita con espuma y se perfuma la cara con esa
loción de nombre inglés, que ya debe tener más de veinte años pero todavía
conserva el buen olor. Arde un poco, afeitarse es de machos. Se lava los dientes,
igual tiene pocos, a diferencia del muelle eso no lo pudo arreglar, pero es
importante no tener mal aliento.
Seca el piso para cambiarse, en la silla tiene acomodada la ropa de novio, no
quiere humedecerla. El cemento se resiste, hay demasiada humedad, así que
tira la toalla y se empieza a vestir. El calzoncillo largo, nuevo, sin agujeros, las
medias de streech y el pantalón marrón de gabardina, la camiseta de interlok y
arriba la camisa de cuadros, un pañuelo azul al cuello, todo lo que compró el
miércoles en Tigre, unos zapatos de cuero marrón lustrados con grasa que
compró usados en el almacén y le quedan grandes, así que acomoda un bollito
de diario en cada punta y se los pone. Se siente un pibe. Cierra la puerta del
baño, le pasa la cadena para trabarla y que no se metan los bichos, camina
despacito por el balcón. Desde la puerta inspecciona y suspira, está conforme. El
puchero que empezó a hervir huele bien. No importa a la hora que llegue, seguro
viene con hambre.
Pone los platos y los cubiertos en la mesa, corta el pan y lo acomoda en la
canasta que él mismo tejió con mimbre. El único vaso de vidrio que tiene es para
ella, la jarra de aluminio para él.
Por esta vez compró el vino en botella. En la cama relucen las sábanas
nuevas, compradas en el turco de San Fernando y un pijama de algodón para no
parecer un poligrillo. Prepara el mate, pone el agua en el termo y vuelve apoyar
la pava con agua en la cocina de leña para que se vaya calentando.
Camina presuroso hasta el muelle se sienta sobre el banco nuevo, que pintó
de blanco, aprovechando el sintético Alba que le sobró del bote.
No piensa moverse demasiado, cualquier cosa podría ensuciarlo. Seba un
mate, inspecciona con la vista, una vez más. No recuerda haber trabajado tanto,
pero la adrenalina no le permite sentir cansancio.
Es mediodía, la brisa se va haciendo viento y empieza a dirigir la orquesta:
las casuarinas, el río, los golpes en las tablas.
Ahora al muelle no le falta ni un escalón, las barandas están firmes y las
tablas del piso enteras y aseguradas. Las maderas nuevas y perfectas hacen
crujir de dolor a las viejas moribundas con los tornillos oxidados. Las de la casa,
que reemplazan a las podridas, dibujan líneas amarillas entre las negras viejas.
El revoque blanqueado quedó perfecto… ¡Si la viese Higinio!
Eloísa… qué nombre. Nunca lo había oído. Lo pronuncia en voz baja, una y
otra vez.
Un motor se escucha cerca pero no es Ramón. Es el traker de Tomas Boyle
que viene de Tigre. A él nunca le gustó ese muchacho. Le tiene tirria, desde lo de
Juana. El muchacho tiene la misma edad de su sobrino, y todas las semanas lo
tiene que ver aunque no quiera. Lo necesita. Ahora le está trayendo el dinero de
la venta del junco que le cargó ayer. Cada vez vende menos, y cada vez le pagan
menos. Si me pudiera comprar una buceta lo llevaría yo mismo y no le vería más
la cara.
Ya entra en Las Animas, viene rápido como haciendo carrera, no le importa
que el oleaje le coma la costa.
La lancha amarra golpeando el muelle que se bambolea, Macario refunfuña.
El joven hace un peine con sus dedos y se tira para atrás la melena rojiza,
pavoneando su juventud. Susurra un saludo y no se toma el trabajo de sonreír.
Le acerca el sobre con el recibo y el dinero, no hay de qué hablar. El muchacho lo
mira de arriba a abajo con asombro burlón, así que Macario frunce el ceño para
dejar claro que no aceptará ningún comentario. El joven baja la vista, desata el
cabo de la escalera, saluda con un alzar de manos, y se aleja acelerando a
fondo.
Hace frío, es un junio difícil para los pobres, pero el gabán que tiene está
demasiado viejo y descolorido y no pudo comprar algo mejor, así que, resigna el
abrigo a cambio de la elegancia. Como el mate se terminó hace rato, está
dándole unos besitos a la petaca para entrar en calor.
A las dos de la tarde, cuando el agua ya golpetea por debajo de las tablas del
muelle, se escucha el ron ron del fuera de borda. Es La Chancha. Empieza a
transpirar, como un chico, pese a tener los pies mojados, y el viento del sudeste.
En el rancho ya está listo el puchero de gallina.
Ramón apaga el motor y deja que la inercia acerque la lancha sin hacer
oleaje. Macario saluda tímidamente con la mano, mientras se come con la vista a
la joven, que ruborizada, no deja de mirarse los pies.
—Hola tío, acá te la traigo.— el muchacho mira maliciosamente a Macario,
divertido por ese aspecto de novio esperando en el altar que ha logrado su tío.
— ¿Te quedás a comer? Mirá que hay pu…
—No no tío, me esperan a comer en casa. La marejada está tremenda, tardé
un montón en venir, no sabés los saltos que pegamos, la petisa agarrada al
asiento como garrapata— comenta y se ríe, solo— y ahora otro tanto para volver.
La bruja va a estar que trina de tanto que tardé.
El susto desfigura el rostro aniñado de Eloísa que estira su mano temblorosa.
Macario la ayuda a bajar al muelle.
Se da vuelta y alzando la mano agradece a su sobrino que guiña un ojo
cómplice y arranca a toda velocidad, haciendo ruido, salpicando su ropa nueva.
Sin soltar su mano lleva a Eloísa hasta la casa, a comer el puchero calentito, y a
dormir una siesta, para estrenar las sábanas nuevas.
 
XIX
El invierno está ensañado con la isla, no da respiro. Lluvioso y frío, el sudeste,
viene soplando sin descanso. El río, alto todo el tiempo, le gruñe a los isleños y
amenaza con desmadrarlo todo, igual que la economía.
Eloísa repasa con la manga del pullover el vidrio de la cocina. Su mirada triste
intenta colarse a través de la mugre de la ventana. Igual no hay mucho que ver. Los
árboles pelados parecen esqueletos y pocos verdes se han hecho grises a costa de la
bruma.
Una semana en la isla y apenas ha visto el sol. Macario le prometió que cuando
mejore el tiempo la va a llevar a pasear en bote, pero ella solo alza los hombros y
suspira.
Desde que llegó, no han cesado de tener sexo. Dos, tres veces al día. El hombre
le explica que no hay tiempo, que él ya está grande y quiere un hijo. Pero no le dice
que el deseo de estar con una mujer, tanto tiempo contenido, le quema la piel.
Eloísa, dócil, acepta su suerte, no tiene dónde ir.
Son casi las cinco de la tarde y entre el zumbido del viento se escucha la bocina
de la lancha almacenera de Cachito. Macario no se mueve, no necesita comprar. Pero
la llamada se repite una y otra vez. Entonces, mientras salta de la silla y se calza las
botas de goma dice apurado:
—Parece que Cachito tiene algo pa’ mí. El viejo es macanudo, mientras no le
pidan fiado, no tiene problemas en hacer una gauchada. Andá a sabé’ que me trae.
Qué raro…Vos quedate ahí quietita que ya vengo.
Baja a saltos la escalera embarrada y corre hasta el muelle del Paraná cuidando
de no patinar por el camino pantanoso, atravesado por cientos de raíces que le dan
consistencia. En la cubierta de la lancha amarrada, un muchachito bien emponchado
lo espera, mientras que adentro, a través de los vidrios empañados de la cabina, se
ve al viejo Cacho, acurrucado, tomando mate.
—Buenas Don. Acá le manda esto Ramón, de “La Martita”.
Entonces le alcanza dos bolsas grandes bien llenas, como de ropa, una carta para
Eloísa, una bolsita con un tetra de vino Resero Blanco Sanjuanino y un salamín picado
grueso.
Llega a la casa agitado. La muchacha, embobada por la sorpresa, abre las bolsas.
Macario saca la carta y sin pedir permiso la abre y lee en voz alta: Querida Eloísa,
espero que te encuentres bien. Soy Nancy, la mamá de Ramón, amiga de tu tía Rita.
Ella me pidió que te ayude así que por eso estás en la isla. Te junté esta ropa para
que tengas y te pongas linda. Los zapatos no sé si te van a ir pero es lo que conseguí.
Rita me contó que tu papá y tu hermano siguen detenidos, tu mamá y tus otros
hermanos están bien, la tía los está ayudando en lo que puede. Te mando besos y
espero conocerte alguna vez.
Macario siente una nostalgia desconocida, las imágenes de su llegada a la isla,
de los tiempos compartidos, llegan una tras otra. Nancy, Juana, tan amigas que eran.
Añá suerte la mía. Buenaventura no está, y la Nancy igual, como si se hubiera
muerto, nunca me va a perdonar, y ni me importa.
Eloísa agarra las bolsas y corre al dormitorio. Macario le dio para que use los
estantes de la derecha en el ropero, los que eran de Juana. Hasta recién, solo tenía
un par de pantalones, tres remeras y un buzo, pero ahora la ropa, usada, pero que
está como nueva, se acomoda y llena los espacios. Los zapatos le calzan un poco
grandes pero sirven. Los ojos de Eloísa brillan y sus hoyuelos se acentúan en las
mejillas coloradas.
Macario la sigue. Sentado en la cama la observa y no puede dejar de compararla.
Hacía mucho que no pensaba tanto en Juana. A ésta no la voy a perder. No es gran
cosa, pero es mejor que andar solo como perro malo. Y cuando vengan los gurises...
—Ya terminé Don. Sabe, yo nunca tuve un lugar pa’ mis cosas, mire si sería que a
veces me acostaba a dormir con los zapatos puestos pa’ que no me los afanen mis
hermanas. ¿Sabe? A la final tan mal no estoy acá. Gracia’ don Macario. ¿Vamo’ pa’ la
cocina a tomar unos buenos mates? Yo le cebo, ¿Quiere?— invita Eloísa, estrenando
una sonrisa sincera.
La cocina de leña está ardiendo, y por primera vez el calor se parece, aunque sea
un poco, al de un hogar.
—Y vos ya tuviste novios gurisa, ¿no es cierto?
—Y sí Don Macario. Dos novios de verdá’. Y después amigos. Pero mi mamá los
echó a todos. No quiere que traigamos gente a casa. Dice que somos muchos y no
hay pa’ convidar. Y que las mujeres que nos acostamos con el novio sin casarnos
somos putas en pecado mortal y nos vamos a ir al infierno. Porque eso le dice el cura.
— suspira profundamente y, como pensando en voz alta murmura— ya es tarde pa’
mí. Me acosté, robé… la polecía me busca. — y dirigiéndose a Macario — Así que a
mí, ni Dios me quiere. –y alzando los hombros con desdén concluye —A la final, lo
tengo nada más que a usté’ Don Macario.
El hombre se conmueve, da lástima la gurisa. Pero una sensación de satisfacción
le llena el alma. Ella le pertenece.

XX
Ya pasaron cinco meses desde su llegada y está claro que Eloísa es distinta.
Voluntariosa para el trabajo pero desprolija. Con la cocina no se luce, muchas veces se
le quema la comida porque se va a hacer otras cosas. Pero igual a Macario no le
importa. Él venera esas manos redondas que blanquean su ropa milagrosamente, que
pueden cargar tanta leña como él, que le masajean los pies y la espalda cuando viene
cansado del desmonte. Le encanta su boca carnosa capaz de reír a carcajadas o de
hacer el más callado silencio cuando él se lo ordena. Esta mujer obedece y se deja
cuidar, no se retoba como Juana que tenía su carácter. Macario se cuida para que no se
canse de vivir con él. Lo único que pido a cambio es que pronto me haga un hijo.
Hace dos días que empezó la inundación y es la tercera del año. El agua se veía
venir como a un monstruo: sudestada y diluvio, mala yunta. Esta vez, casi entra a la
casa. Como nunca, subió hasta mojar la madera del piso pero, por suerte, ya empezó a
bajar. En el galpón, como es más bajo, habrán entrado unos veinte centímetros, pero
todo lo que se puede arruinar está puesto en alto.
Desde que empezó a llover hace tres días la muchacha es solo para él. Ni el sol, ni
las gallinas, ni la huerta, ni los juncos, ni el Paraná; nada más que el calentador, la
cama, la radio y el agua abajo de la casa. Nada casi de qué hablar, solo ella, tan dura,
pero tan mullida.
La radio dice que la ciudad está abajo del agua. Pobre gente, dice Macario. En tu
casa deben estar bien mojados. Pero Eloísa levanta los hombros y no opina, ya dejó
bien claro que no quiere saber nada de toda esa familia que la dejó tirada.
Mientras lava los platos canta con la radio, es fanática de Ricky Maravilla y
Malagata. Al escuchar “Qué tendrá el petiso” deja los platos y sosteniendo una cuchara
como micrófono, imita al cantante con tanta gracia que hace descostillar de risa a
Macario. Un rato más y se escucha la Lambada. Esta vez Eloísa lo saca a bailar, pero él
no quiere, está rojo de vergüenza, y la muchacha se agarra de la escoba y comienza a
contornearse. La panza de Eloísa está cada vez más prominente, pero no de gurí sino
de torta frita. Por ahí esta vez, piensa Macario. Por algo está tan contenta. Por Dios y la
Virgencita.
Eloísa de pronto apoya su mano en el bajo vientre y se pone seria, no dice nada,
pero se encamina para el baño. Mal presentimiento. Macario se juró ser paciente, darle
tiempo, pero no puede.
Cuando regresa Eloísa tiene los ojos llenos de lágrimas, pero no dice nada. Queré’
un mate, ella pregunta. Entonces él se aguanta las ganas de gritar y afirma con la
cabeza mientras sigue tallando un botecito que tal vez nunca tenga dueño.
 
XXI
Ya van a ser cinco años que Eloísa llegó a su casa y la cosa va de mal en peor.
Macario se enoja y le grita mucho.
Macario está en el galpón, teje una mecedora de mimbre que le encargaron.
Mañana es viernes y Tomás Boyle la va a pasar a buscar junto a las 10 cortinas de
junco que, por suerte, ya tiene vendidas. El comercio está cada vez peor. Con esto
que hizo Menem de un peso un dólar, no se entiende mucho para qué sirve, pero
el puerto de frutos está lleno de cosas de otros países que valen dos mangos y no
se puede bajar tanto el precio para competir. Igual ya no importa si lo que viene
de afuera es barato, la gente se quedó sin trabajo y no tiene para comprar. Por
suerte las cortinas de junco no las traen de afuera y Macario puede seguir
trabajando, aunque apenas saca para los gastos. Hacía rato que no le pedían de
mimbre, porque están trayendo de la India, pero no son como las hace él, tan
fuertes y cómodas.
El rancho y el muelle están muy deteriorados, y él no tiene plata ni ganas de
arreglarlos. La maleza fue ganando y el terreno se siente cada vez más chico, lo
único que mantienen con dedicación es la huerta que les da de comer.
Le repite una y otra vez que no es como Juana, que era tan trabajadora, igual
que un hombre, que ella no sirve para nada, siempre distraída, pensando en
cualquier cosa menos en lo que está haciendo, que todo lo hace mal, que es una
carga inútil incapaz de hacerle un hijo. Eloísa, trémula, se calla y asiente.
Pero, aunque a los gritos maldice la hora en que la recibió en su casa, Macario
sabe que la necesita, que ya no quiere estar solo y los celos le van creciendo a
medida que los años lo ponen más tosco y más viejo. Por eso, cada tanto, en las
noches, le vuelve a contar lo que la policía era capaz de hacer con los detenidos.
Las morbosas descripciones surten el efecto deseado. Usté’ no se me olvide que
está en la lista de delincuentes y, aunque pasen los años, la pueden arrestar si
anda por ahí. Y si te agarran te van a pasar cosas terribles. Y entonces Eloísa
agradece con su cuerpo, como una niña que ha sido rescatada del fuego, y
promete que nunca dejará su refugio en la isla.
……………………………………………………………
Las manos autómatas de Macario trabajan solas mientras vigila a la muchacha
que está en el muelle.
Angurria va y viene acompañado de una nube de mosquitos que se
arremolinan sobre él, moviendo la cola, y friega, cada tanto, su lomo negro
embarrado en la espalda de Macario. Angurria es lo mejor que tiene, es el amigo
incondicional que nunca lo va a dejar.
Cuando llegó medio ahogado retorciéndose adentro de una bolsa por el río y
Eloísa lo rescató con una caña, hacía tiempo que en el rancho no había perros. Los
viejos compañeros de Macario se habían muerto de tanto vivir, y yacían
enterrados detrás de la huerta. Quién puede ser tan mierda de tirar así a un pobre
animalito, renegó Macario al sacarlo de la bolsa. Entonces volvió la imagen del
hombre muerto entre los matorrales, y no lo volvió a repetir. El perrito tenía tanta
hambre que le quedó el nombre: Angurria.
Eloísa está en el muelle preparando una línea con el anzuelo para bogas. Cada
tanto se estira sobre la baranda para ver lo que pasa en el otro, a trescientos
metros, donde corre el Paraná. Él se da cuenta, se agita, pero no dice nada. La
muchacha quiere pescar allá, en el río grande, donde pasan los barcos, donde
puede ver y ser vista, donde empieza el mundo, donde tal vez pasa Tomás Boyle
con su chata, pero Macario no la deja.
—Mirá que enfrente está la policía y te van a ver.
—Pero si están lejos, no saben quién soy yo.
—Vo’ sos ignorante. ¿No viste que tienen esos cosos de ver de lejos? Hacé lo
que quieras, después no digas. Yo te avisé.
Eloísa tiene veintitrés años pero sigue siendo una niña ingenua e insegura. Por
eso el amedrentamiento funciona, aunque cada vez menos. El terror al futuro
paraliza hasta que el horror del presente es demasiado grande y ya nada queda
por perder.
La muchacha últimamente se peina con cuidado, a veces usa un pantalón que
le queda apretado y le marca los glúteos. El otro día se puso unos aritos que dejó
Juana antes de irse y Macario se los hizo sacar y los tiró al río. No se arregla pa’
que yo la mire, me doy cuenta. ¡Qué pesca ni pesca! Ésta se quiere pescar al
colorado. Qué se cree, que soy un tavýcho22, yo no nací pa’ guampudo23. En mi
casa mando yo, y si no está conmigo no va a ningún lado. Se está poniendo putita
me parece, pero es mía o de nadie más… y lo único que le pido no me lo da.
Casi siempre la lleva cuando va a pescar o a cazar para no dejarla sola.
Aunque, algunas veces, harto de estar con ella, prefiere que se quede en la casa.
Pero entonces, como un reloj de arena, los celos le empiezan a caer y lo tapan, lo
ahogan, hasta que, inexorablemente, debe regresar a buscarla.
Eloísa bufa, ya hace más de una hora que encarna con lombríz y nada. La
masa para pescar que hace Macario se terminó. Insiste que quiere ir a pescar en
el otro muelle pero Macario prohíbe, si no va con él, no va. Ella obedece y se
queda. Sube a la cocina a buscar un pedazo de chorizo seco y lo pone en el
anzuelo, saca un bagre, no es gran cosa pero festeja igual. Eloísa se menea,
quiere hacer pis, termina de encarnar y deja el anzuelo con el chorizo arriba del
banco y se va corriendo hasta el baño. Angurria olfatea la carne y se la traga.
Tironea, se sacude, tironea, pasa la pata por su boca, tironea. Hasta quedar así,
tirado en el muelle, gimiendo, atrapado por el hilo, con el anzuelo adentro.
Macario desde el galpón observa a su amigo y cree que está jugando, ¿Dónde
está Eloísa? Se pone de pie para ver. Entonces el aullido lastimero lo llama. Él
corre, ella sale del baño y corre.
Nada que hacer. Cortar el hilo y esperar un milagro. Horas de llanto de los tres
hasta que Angurria muere escupiendo sangre por la boca y la nariz.
La furia de Macario explota en sus manos que, aferradas a una caña seca,
golpean a Eloísa. Como una bestia se ceba, se siente grande, enorme, poderoso, y
no puede parar. Esa mujer al fin es suya de verdad, y él se alimenta de su propia
saña. Y sigue golpeando hasta hacer sangrar las piernas, los brazos y el rostro de
Eloísa que, en lugar de escapar, se ovilla en el piso y llora en silencio.
 
 
 
 
El jefe de la manada está merodeando en busca de un lugar
seguro para que el grupo pase la noche. La capibara se acicala
frente a él, provocativa. Varios días esperó este momento, no fue
fácil encontrarlo solo: son muchas hembras, pero ninguna tan
perfecta como ella.
Durante mucho tiempo los otros machos, demasiado viejos o
demasiado jóvenes, la estuvieron provocando con descaro, pero
ella los rechazó.
Carpincho la mira como si fuese la primera vez, tanto ha crecido la cachorra. Ella lo
rodea mientras le canta un ron ron blando, y con el morro le frota la espalda suavemente.
Carpincho la huele entre sus piernas. Ahora frota con su morrillo el pelo dorado de
su espalda, como antes lo hizo ella, y la perfuma con su olor a macho. Ya no hay retorno.
Ella se va despacito hacia el agua, sin dejar de cantarle, sin dejar de mirar cada tanto
hacia atrás. Carpincho apura el paso y la alcanza. Capibara se zambulle entre los juncos y
sale al río manso. Nada en círculos, despacito, para que el agua y Carpincho la acaricien.
Se rozan, se abrazan. Él la penetra una vez mientras siguen cantando, y luego otra, y
otra y otra.
Carpincho está satisfecho. Se va hacia la orilla, sube pesadamente a la tierra lodosa y
se aleja a buscar un lugar seguro para la manada.
Capibara sigue en el agua, sólo quiere dejarse llevar por la suave corriente del río
marrón.
 
XXII
A Macario no le gusta comer carpincho, pero desde hace días no hay dinero para
comprarle carne a Cachito y las gallinas que quedan son para los huevos. En el
terreno de en frente, cruzando el arroyo, a unos trescientos metros por la costa, vio
caca de carpincho, así que deben andar por ahí. Domínguez le enseñó que, para que
el carpincho no salga catingudo24, en cuanto termina de patalear hay que abrirlo,
sacarle todas las tripas y lavarlo en el agua del río, entonces sí, llevarlo a la casa para
cuerearlo bien y sacarle la grasa. Con la carne clarita milanesas, con la oscura,
estofado y empanadas. Pero a Macario no le termina de gustar. Ese sabor salvaje no
se le va con nada y, encima, Eloísa es muy mala cocinando.
Para ir a cazar necesita cartuchos. Macario entra al galpón y busca, todavía tiene
guardadas en una caja varias plomadas que rescató el último verano, durante las
bajantes, en los muelles de Villa Irsa y del Tropezón. Agarra cinco plomadas para
hacer municiones y, para fundirlas, las pone en una lata de conservas oxidada a la
que le hizo un mango. Eloísa está calentando agua en la cocina de leña para lavar la
ropa y él la corre de mala manera. Ella refunfuña, y se va a sentar a la mesa, con la
mirada perdida en la puerta abierta, mientras espera que él termine y se vaya. Hace
días que no se hablan, desde la muerte de Angurria.
Las plomadas al fuego se derriten rápidamente. Con un trapo viejo, Macario,
agarra la lata y se va afuera. En el piso tiene preparados unos moldes de arena
donde vuelca el plomo líquido. Eloísa tiene la radio prendida todo el día y él ya ni la
escucha, pero ahora están pasando “Ofrenda Correntina”, el chamamé preferido de
su madre, y un dolor punzante le estruja el pecho, soy un viejo y todavía la extraño.
Cuando el plomo se enfría lo corta en trozos y los va metiendo en una botella con
arena. Al fin está todo adentro, comienza a sacudirla hasta dejar los perdigones sin
asperezas. Ahora limpia todo para que no quede rastro de la arena. Los ocho
cartuchos vacíos están en la mesa de madera abajo del fresno. Uno a uno los
prepara: fulminante, pólvora, tapón de papel higiénico, la munición y unas gotas de
cera de vela como sello. Ocho cartuchos en un ratito, está conforme. Son las siete de
la tarde y en marzo apenas oscurece.
Macario carga su escopeta, le pone un cartucho en cada recámara. Es vieja, pero
todavía mata. De su bolsillo agarra la petaca, apenas queda la mitad de ginebra, pero
alcanza para calentar el garguero; la vacía en su boca y la deja sobre la mesa,
entonces, en su lugar, guarda los otros seis cartuchos. Eloísa todavía está lavando la
ropa, él no avisa que se va.
 
Quedan los últimos minutos de sol, pero una luna enorme ilumina lo suficiente
para ver entre las sombras de las casuarinas.
El pelo dorado de la Capibara que retoza, hace suaves destellos cuando gira,
se hunde, reaparece y descansa en la superficie blanda del arroyo, mirando el
cielo.
La canoa de Macario apenas roza el agua, la acaricia. Hay creciente y se
puede amarrar entre los juncos. Las pavas de monte hacen barullo buscando lugar
donde pasar la noche, entonces Macario aprovecha el griterío para bajar a tierra y
atar su bote a un tronco sin ser escuchado.
La capibara está en la mira. El resto de la manada seguramente se encuentra
entre los matorrales.
Un disparo. El animal grita y se estremece, aúlla como un perro. En el pajonal
se escuchan otros bramidos y la estampida que sacude las hojas. Boca arriba,
sobre el lodo, el animal se retuerce y sacude con espasmos sus pequeñas patitas,
mientras la sangre oscurece aún más el agua oscura del arroyo. El segundo
disparo termina con su sufrimiento. Hasta que todo queda en silencio.
Enterrándose en el fango Macario se acerca a su víctima para arrastrarla hasta
la tierra firme y sacarle las tripas. Pero antes de llegar a ella, un animal se
interpone entre los dos.
Es un carpincho. Enorme, como nunca ha visto. Blanco, parece que brilla con
luz propia. Los ojos encarnados del animal lo miran con todo el odio del mundo.
Macario lo reconoce. Lo ha visto en sueños muchas veces. Un terror helado le
paraliza las manos, pero la furia es más fuerte, carga un cartucho en la escopeta y
tira. El animal no se inmuta y da un paso hacia él. Entonces, torpemente, abre
nuevamente la recámara y pone otros dos cartuchos. Un bombazo a la cabeza.
Nada. El animal se avecina. El calor que irradia le arde a Macario en la piel. Otro
disparo y el animal se sigue acercando. Ya está a pocos pasos. Macario, patinando
en el barro, retrocede con más rabia que miedo. Sube al bote y, antes de irse,
mira hacia atrás a su presa, sola en el agua.

XXIII
Son más de las ocho y la noche se ha puesto húmeda y fría. Adentro
del bote quiere estirar las piernas pero no las siente, y sus manos, que hace
segundos no querían soltar la escopeta de tan agarrotadas, no tienen fuerza
para mover los remos. El terror es una jauría desatada, que le muerde las
entrañas. Tal vez el carpincho blanco me arrancó el alma, tal vez estoy
muerto y la muerte es así.
A medida que recorre los trescientos metros hasta el rancho, su
respiración se hace rítmica.
La única luz es de la luna, más que señalar el camino lo insinúa, más que
guiar confunde, y el único sonido es el galope brutal de su corazón. Quiere
llegar al rancho para bañarse, con agua hirviendo, y sacar todo rastro del
encuentro. Necesita saber si sigue siendo el mismo o si ha perdido su alma en
aquel abismo de miedo y barro.
Una curva más y llega. Ya se escucha la radio que desliza su voz por la
puerta de su casa y repica en el cañaveral. En el noticiero, un locutor nombra
a Menem, otra vez hablan del dólar, todo sigue igual.
Amarra el bote y se relaja. El rancho apenas está iluminado, Eloísa no
prendió el sol de noche en el balcón. No hace nada bien. Siente urgencia de
entrar y darle golpes, él es su carpincho blanco. Necesita restaurar la hombría
que recién perdió en el barro.
Agarra el balde con la cuchilla, las sogas y los trapos, se cuelga en el
hombro la escopeta y se dispone a bajar en la escalera del muelle. De pronto
queda desconcertado, y vuelve a sentarse. La brisa que comenzó a soplar del
Este trae voces.
En el silencio de Las Ánimas es fácil reconocer el cuchicheo de Eloísa. Esa
voz aguda, tan estrepitosa que nunca logra velar. Hacia adelante, en el otro
muelle, está hablando con alguien.
Macario espera tenso, tratando de reconocer las palabras, de distinguir los
hablantes. Es lo más pavoroso que le ha tocado vivir. El fantasma de los celos
que siempre lo atormentó arremete contra él y domina su conciencia. ¿Quién
está con ella?, ¿Quién la autorizó a dejar la casa?
Con el remo apenas roza el agua para avanzar, escuchar sin que lo
escuchen. La brisa les arranca las palabras y se las lleva para enloquecer a
Macario.
—No lo aguanto,…… mirá… dejó… piernas,…… hijo de puta.
— Qué esperás……. Te dije……... Venite…. viejo de mierda… a matar — las
palabras entrecortadas son de Tomás Boyle.
Los ojos de Macario se encienden, arden y, encarnados, miran con todo el
odio del mundo.
 
No puede evitarlo, desde su escondite de barro el olor a hembra
se irradia como una tormenta.
Un pájaro de agua, que vuela marrón, por el agua marrón, la
descubre.
Empiezan como jugando. Él la roza con su vientre, ella deja su
barro y se aleja, desplegando su belleza de manchas amarillas, como
ojos de tigre. Sus desplazamientos sinuosos parecen no mover el
agua.
Macho la sigue, la corteja, danza a su alrededor, le busca el vientre.
Ella se asusta, quiere escapar. No.
El macho la acorrala con la velocidad de su urgencia.
Hembra busca el cielo claro pintado en la superficie del río, Macho se interpone.
Hembra busca enterrarse en el limo oscuro del fondo, entre los juncos enhiestos,
pero las mordidas del macho duelen tanto que se retuerce y queda indefensa.
Macho la sostiene entre sus aletas. Los vientres de ambos se enlazan, Macho le
inserta uno de sus ganchos y la llena de esperma. Cuando hasta la última de sus semillas
ha sido trasvasada, Macho se va.
La raya se entierra bajo el muelle, en el limo más sedoso de la orilla del Paraná,
cansada, dolorida y, mientras duelen los mordiscones del macho, comienzan a gestarse
las cuatro crías que en pocos meses saldrán de ella, sin siquiera mirar hacia atrás.
 

XXIV
No hace falta escuchar más. Está claro. Con toda la violencia de su odio
descontrolado avanza golpeando el agua con fuerza. Ya los tiene a la vista. Ya fue
descubierto. Los ojos despavoridos y las bocas abiertas de sus presas lo
estimulan.
Un cartucho para Tomás pinta de rojo su pecho. Se sacude, se quiebra y se
cae de su blanco tracker al agua, donde patalea mientras desaparece arrastrado
por el río. El eco del disparo se replica en las cañas, los álamos y las casuarinas de
las costas. Ya no importa si la policía escucha, solo existe el odio.
De la boca entreabierta de Eloísa se escurre un rechinar de miedos. Sus ojos
de vidrio empapado centellean. La orina que no puede controlar ilumina sus
pantorrillas y forma un ínfimo charquito entre las raíces de la casuarina.
Macario la observa detenidamente, disfrutando. No gesticula, no habla, odia
como Carpincho Blanco y se regocija con el espanto. Dispara el segundo cartucho,
un escopetazo certero. Eloísa vuela hacia atrás con la cabeza deshecha, y se cae
en el laberinto de raíces. Apenas un quejido y un estertor final.
La noche se come su blanda figura, un poco de luna colada entre las ramas, le
ilumina las piernas. Macario tira la escopeta en el bote, se baja trabajosamente a
la orilla y se sienta en la tierra húmeda.
No puede quitar los ojos de esos pies redondos, flácidos, adentro de las botitas
negras que él mismo le regaló para Navidad. Y la piensa de pie, canturreando una
cumbia, de rodillas masajeándole los pies, acurrucada en la cama después de
haber saciado su deseo de hombre. Los ojos muertos de Eloísa permanecen
abiertos, como una foto del espanto. La sangre la recorre como manantial sereno
y resbala por sus oquedades.
Respira hondo, se pone de pie trabajosamente y camina hacia el cuerpo que
hace tan pocos minutos era Eloísa. Mira alrededor. El cielo negro es un infinito de
estrellas. La luna platea la inmensidad del Paraná. Allá en frente, la policía no se
inmuta a pesar de los tiros, los cazadores nocturnos son cotidianos en estos días
de hambre y desempleo.
La quiere empujar al río para que el agua se la coma, igual que hizo con Pedro.
Pesa demasiado, empuja y no se mueve, las raíces no la dejan ir. Macario
bufa, le falta fuerza. Como letanía se repite añamembuy… añamembuy… Tiene
que bajar a los juncos. Agarrado de las manos heladas de Eloísa se desliza por el
fango hasta el agua.
La raya descansa en el barro cuando un pie huesudo le aplasta la aleta, que
aún le duele, y el instinto le tira la cola hacia arriba. Un arco perfecto y la púa
venenosa atraviesa la pantorrilla de Macario que, con un alarido, suelta las manos
de la mujer y se agarra la pierna.
El Paraná lo recibe así, retorciéndose de dolor. El fuego en su pierna, el agua
estallando en los pulmones, Macario no puede sostenerse en la superficie. El río lo
impele, lo arrastra, y lo último que alcanza a ver, en la costa, es el cuerpo de
Eloísa brillando, inerte, bajo la luna.
 
 
Hay luna llena. El otro muelle se recorta iluminado sobre el río.
Macario estira su cuerpo sobre la baranda y busca. Dos figuras se
abrazan. Ella, pequeña, se acurruca en los brazos fuertes de él, que la
acaricia con ternura.
Macario grita. Todo el día esperando y, por fin, los vuelve a ver. El
odio lo enciende y quiere correr hacia ellos. Pero las cañas cerraron hace
tiempo el camino… y no hay agua. Se tira en el barro y se hunde. El odio
no le alcanza para luchar contra el lodo que amarra sus piernas.
Ellos no lo miran. Sólo se dan la mano y se van. Caminan sobre las
aguas blancas del río, una vez más, hacia la noche.
 

 
EPÍLOGO
 
El destino es el que baraja las cartas,
pero nosotros somos los que jugamos.
William Shakespeare

En La Cruz, el otoño correntino tarda en llegar. Los árboles ya pintan sus ocres,
pero la temperatura no baja.
El chamamé resuena en la radio que siempre alegra el trabajo de la tarde. La
pila de canastas y cestos se apoya contra la pared blanqueada del galpón. A pesar
del techo de chapas, el lugar está fresco, el antiguo ñandubay lo apaña con su
sombra. Sentadas una frente a otra, Juana y su madre trabajan con las manos. Los
atados con varas e hilos de isipo y espartillo se amontonan a sus pies. Cada tanto
circula un tereré dulce y refrescante.
Un joven con overol gris llega con su niña de la mano. El muchacho luce
fuerte, moreno, alto. Nadie podría negar que es hijo de Cholo, el padrastro de
Juana que fue arrestado cuando atacó a una niña del pueblo y terminó muriendo
en la cárcel…Pero tiene los ojos y la sonrisa inocente de, su madre.
La pequeña saca del bolsillo de su guardapolvo blanco un sobre apenas
doblado:
— ¡Abuela! Otra carta de la Nancy.
Juana deja de hacer su trabajo para abrazar a la niña.
Emocionada agarra el sobre. Lo abre y plancha la carta sobre la falda. Es
breve, no como las otras larguísimas que desde hace más de veinte años van y
vienen.
Juana lee y sus ojos se nublan. Se santigua y, con manos temblorosas, la
guarda cuidadosamente en el bolsillo de su delantal.
 
FIN

Hola. Si deseas hacer algún comentario sobre la novela, por favor escribime a este
mail:
anarosaburgos@hotmail.com
 
 
GRACIAS
ANA
 
Notas
[←1]
Angacita: en guaraní pobrecita
[←2]
Añaracopeguare: En guaraní insulto, parido por el diablo.
[←3]
Añamembuy: En guaraní: Hijo de pxxx
[←4]
Mbore: En guaraní , Tonto
[←5]
Pillado: descubierto.
[←6]
Baleado: borracho
[←7]
Rajar: despedir
[←8]
Tereré: bebida fría similar al mate, hecha con yerba mate y agua o jugo con mucho hielo.
[←9]
Vuruháka: alforjas en guarany
[←10]
Emboyeré: en guaraní quilombo, burdel, lío.
[←11]
cheboli caté: boliche elegante.
[←12]
Angaú: falso, mentira
[←13]
ta caú: está borracho
[←14]
Joyke’y jera: Perdón hermano.
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Cocoliche: variedad mixta de castellano y de dialectos italianos
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Palafito: casas sobre pilotes
[←17]
Caté: en guaraní, refinado, con estilo
[←18]
Guampudo: Persona cuya pareja le es infiel
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Aña: en guaraní. Malo, infernal.
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Tepochi: sucia, excremento, en guaraní.
[←21]
Výro: en guaraní estúpido, idiota.
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Tavýcho: Bobo
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Guampudo: una persona cuya pareja le ha sido infiel.
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Catingudo: Con sabor muy fuerte y mal olor.

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